El Catoblepas · número 181 · otoño 2017 · página 1
La revolución proletaria
Daniel Miguel López Rodríguez
Ante el centenario de la Revolución de Octubre
I. Las condiciones objetivas como requisito fundamental
1) Qué es la revolución
La revolución es la gran convulsión que implica un cambio en la capa conjuntiva, la capa basal y la capa cortical y en sus correspondientes ramas estructurativas, operativas y determinativas de un Estado concreto. Un cambio en las capas y ramas del poder de dicho Estado supone, asimismo, una modificación de la superestructura ideológica. Una revolución trae consigo una nueva filosofía y una reestructuración de las filosofías hasta entonces vigentes, pues se piensa desde una nueva implantación.
La revolución es «el viejo topo» que se abre rápidamente debajo de la tierra: «¡Bien has hozado, viejo topo!» (Marx, 2003d: 158). «Viejo topo» es una expresión que Marx tomó de la traducción estándar al alemán del Hamlet de Shakespeare; expresión que también empleó Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía refiriéndose al progreso del Espíritu en la historia de la filosofía: «¡Bien has trabajado, inteligente topo!» (Hegel, 1995: 513). Es decir, la revolución es como un enorme topo que socava el orden social al ir avanzado bajo tierra y emerger positivamente para imponer un cambio cualitativo y con ello, para perseverar y prosperar en el poder, destruir lo que tenga que destruir y conservar lo que tenga que conservar de las instituciones del Estado que ha conquistado. Y toda revolución supone la quiebra de un Estado y el nacimiento de otro; o más bien, como ya hemos dicho, una profunda reestructuración de las capas y ramas del poder del Estado conquistado. «Las revoluciones en la sociedad son el equivalente de los saltos en la naturaleza. No caen un día del cielo, sino que son preparadas por todo el curso precedente del desarrollo, así como el agua hirviendo es preparada por el proceso térmico o la explosión de la caldera de vapor, por la presión creciente del vapor en sus paredes. Una revolución en la sociedad significa su reconstrucción, “un cambio estructural del sistema”. Ocurre como consecuencia inevitable de las contradicciones entre la estructura de la sociedad y las exigencias de su desarrollo… en la sociedad, al igual que en la naturaleza, tienen lugar cambios bruscos. En la sociedad, al igual que en la naturaleza, la evolución (desarrollo gradual) conduce a la revolución (salto): “Los cambios violentos presuponen una evolución anterior y los cambios graduales conducen a cambios bruscos. Estos son dos momentos necesarios del mismo proceso” [Plejánov]» (Bujarin, 1974: 174).
La revolución (en general) no es una ofensiva caótica dirigida contra el orden en general, sino contra un orden establecido en particular, es decir, contra un estado de cosas determinado, y por ello consiste en una tarea práctica que trata de eliminar las contradicciones. La revolución no acaba con el gobierno en general, sino con un gobierno concreto en particular, de ahí que su triunfo trae aparejado un trastrocamiento político.
La revolución no puede ser un acto de todo el pueblo sino de una parte del mismo, sin perjuicio de que sus resultados puedan afectar al conjunto de la sociedad y su territorio; y, sin embargo, Engels dijo al ser entrevistado en 1878 que «Las revoluciones no las hace un partido, sino la nación entera» (citado por Enzensberger, 1999: 376).
La revolución es un «movimiento práctico», esto es, una actividad «crítico-práctica» (Marx, 2012d: 405). Como bien se ha dicho, «la revolución no es otra cosa que la lucha por el Poder; una lucha política que las clases sostienen no con las manos vacías, sino por medio de “instituciones políticas concretas” (partidos, etc.)» (Trotsky, 2001: 86). Por ello a Marx la revolución proletaria no se le presentó como un ideal puesto en un futuro más o menos lejano o cercano sino como una necesidad histórica, lo que vendría a dar de sí el desarrollo de las fuerzas de producción en la historia. En La sagrada familia, junto a Engels, afirmaba que el proletariado, en cuanto tal, trabaja por su propia extinción, y por ello es el partido de la destrucción frente a la burguesía propietaria que venía a ser el partido conservador. Pero el proletariado destruye el Estado burgués para construir el Estado proletario que, dictadura del proletariado mediante, paulatinamente se iría extinguiendo (cosa que se desmintió en la política real de la historia en cuanto los revolucionarios tomaron el poder y no tuvieron más remedio que construir el Estado socialista para defenderse del «cerco capitalista»).
Como apunta Lenin, la revolución supone la violenta demolición de una estructura política caduca al venir a ser incompatible con las nuevas relaciones de producción que fueron el detonante de su colapso. Desde el marxismo-leninismo la revolución se interpreta como una ruptura violenta respecto a la estructura política hasta entonces vigente al quedarse anticuada. Dicha ruptura es el resultado de un antagonismo de clases en el que la clase que asciende construye una nueva estructura que destruye la anterior, cuya inutilidad se hace evidente en la praxis de la política real.
Según Marx, la revolución llega en el momento en el que entran en contradicción las fuerzas y las relaciones de producción, y al darse dichas condiciones la resolución de este conflicto estalla en forma de revolución no ya de modo accidental sino de modo necesario: la revolución es una necesidad histórica, y para Marx –en el caso de la revolución proletaria– una especie de imperativo categórico porque en el régimen burgués el hombre no es tratado humanamente, pues con sus prolongadas horas de trabajo forzado mortifica su cuerpo y pudre su alma. Así pues, los factores objetivos que derivan en una gran crisis indican que el capitalismo ya ha cumplido su misión histórica y que ya es turno de la revolución socialista y del consecuente comunismo final (que en realidad no fue la consecuencia de la revolución, pues tal consecuencia, tras 74 años de existencia, fue más bien el final del comunismo, la distaxia de todo un Imperio que puso en jaque al Imperio capitalista y los Estados asociados al mismo en la batalla geopolítica de la Guerra Fría).
Ahora bien, las revoluciones –como dijo Lenin– son como Saturno, pues devoran a sus propios hijos (aunque la expresión la usó por primera vez el diputado girondino Pierre Victurniem Vergriaud en la primavera de 1793). «Cosa singular: en las tres grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias económicas de este triunfo» (Engels, 1981c: 109). Engels se refiere a las revoluciones de Inglaterra (1644), Francia (1789-1793) y Alemania (1848-1849).
En la Revolución Francesa, la «Gran Revolución», la burguesía francesa no pudo consolidar su poder como lo hizo la aristocracia en la Edad Media y sólo durante tres años, los años de la Segunda República (1848-1851), gobernó toda la burguesía. «Hasta ahora [Engels escribe en 1892], una dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo ha sido posible en países como Norteamérica, que nunca conocieron el feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre una base burguesa. Pero hasta en Francia y en Norteamérica llaman ya a la puerta con recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros» (Engels, 1981c: 115, corchetes míos).
2) Cuándo es posible la revolución
En rigor, la revolución sólo es posible cuando la clase dominante está incapacitada para seguir dominando a las clases dominadas, pues en el instante en que los explotados quieren el poder del Estado y los explotadores no pueden perseverar en el mismo entonces el triunfo de la revolución se pone a línea de tiro.
Cuando el equilibrio entre las fuerzas productivas y los fundamentos de la estructura económica de una determinada sociedad política se rompen entonces estalla la revolución (aunque no siempre). Por ello la cuestión está en determinar qué tipo de relaciones productivas hace que se rompan el equilibrio para que se ponga en marcha la revolución, esto es, la reestructuración de la sociedad política. «La revolución, por lo tanto, se produce cuando se da un conflicto agudo entre las fuerzas productivas en crecimiento, las que no pueden estar más tiempo dentro del marco de las relaciones de producción imperante y lo que constituye el lazo fundamental de estas relaciones de producción, es decir las relaciones de propiedad, la concentración de los instrumentos de trabajo. Entonces este marco estalla» (Bujarin, 1974: 327).
Pero Marx avisaba que si no se tenían en cuenta las condiciones objetivas entonces «la vieja mierda» volvería con nueva forma. Dichas condiciones objetivas son las condiciones materiales: «Cuando las condiciones materiales de vida de la sociedad se han desarrollado suficientemente para hacer de las modificación de su forma política oficial una necesidad vital, toda la fisonomía del viejo poder político se transforma» (Marx, 2013: 271).
El joven Marx de los Manuscritos parisinos de 1844 sostenía que la revolución sobrevendría necesariamente con la reducción al mínimo de los salarios, pues entonces los obreros se organizarían y sublevarían por la simple razón de no morirse de hambre. Tras acabar de escribir los Manuscritos, en agosto de 1844 escribía en Vörwarts: «Una revuelta o revolución política no viene a ser más que la tendencia de las clases sin influencia política alguna para poner fin a su aislamiento del Estado y del poder. Su objetivo es el del Estado, el de una unidad abstracta que no existe más que cuando ella se siente separada de la vida real y no se sabría imaginar sin la oposición organizada entre la idea general y la existencia individual del hombre. Una revolución con alma política organiza pues, según la naturaleza limitada y dividida de esta alma, a un grupo dominante en la sociedad a expensas de la sociedad misma… Toda revolución disuelve a la antigua sociedad; en esta medida ella es social. Toda revolución abate al antiguo poder; en esta medida ella es política» (citado por Guichard, 1975: 144).
Tras las revoluciones de 1848-1849 Marx pensaba que la revolución se desencadenaría a raíz de una gran crisis económica capitalista, una crisis tan grande que colapsase el sistema. Los ciclos comerciales del capitalismo llegan a un punto en donde las superproducciones y sobreespeculaciones desembocan en crisis comerciales e industriales. Así lo expresó para el New York Tribune el 14 de junio de 1853: «Desde principios del siglo XIX no ha habido en Europa revolución importante que no se haya visto precedida de una crisis comercial y financiera. Esto es verdad tanto de la revolución de 1789 como la de 1848. Todos los días vemos disputas más temibles entre los poderes gobernantes y sus súbditos, entre el Estado y la sociedad, y entre las distintas clases; conflictos entre las potencias existentes que alcanzan ese clímax en que todos desenvainan su espada y recurren a la razón última de los príncipes. Todos los días llegan a las capitales europeas alarmantes despachos hablando de guerra universal, pero los despachos del día siguiente los desmienten con garantías de paz que duran más o menos una semana. Podemos estar seguros, sin embargo, de que, con independencia de la temperatura que alcance el conflicto entre las potencias europeas, por amenazador que pueda parecer el horizonte diplomático, sean cuales sean los movimientos que pueda intentar alguna facción entusiasta en algún país o en otro, el viento de la prosperidad instiga por igual la rabia de los príncipes y la furia de los pueblos. No es probable que las guerras o las revoluciones siembren la discordia en Europa a no ser que sea resultado de una crisis comercial e industrial generalizada de la cual, como siempre, dará la señal de alarma Inglaterra, representante de la industria europea en el mercado mundial» (Marx, 2013: 146-147).
Pero como la recesión mundial y crisis global de agosto de 1857 no engendró un nuevo 1848 entonces Marx llegó a la conclusión de que el estallido de la revolución con el consecuente final del capitalismo estaría en el escándalo que supondría la acumulación del capital en pocas manos y la acumulación de la miseria. De modo que, en dicha polarización entre unos sujetos cada vez más ricos frente a otros cada vez más pobres, se encontraría el detonante para el desencadenamiento de la revolución. Marx creía, pues, que para que estallase la revolución las condiciones de los trabajadores debían de ser insoportables, acumulándose escandalosamente la riqueza en un extremo y la miseria en otro, siendo dicha acentuación de la miseria el factor determinante de la voluntad revolucionaria, y la miseria en el sistema capitalista se acentuaría con la misma necesidad que la gran industria devoraría a la pequeña industria y del mismo modo que, mutatis mutandis, el latifundio devora al minifundio (situación que, en los extremos que planteaba Marx, jamás se dio, como supo objetarle Edward Berntein en Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia en 1899).
Durante las décadas de 1850 y 1860 Marx creía que una gran guerra europea podría ser determinante para el estallido de la revolución (y de hecho sería así, al menos en Rusia). Tras la guerra franco-prusiana, Marx creía que podría desencadenarse una gran guerra entre las grandes potencias, pero ésta no llegaría hasta 43 años después. Pero en la década de 1870 desconfiaba de la posibilidad de estallido revolucionario en dicha guerra, pues sospechaba que ésta pudiese tener consecuencias reaccionarias. Engels también se lo temía y decía que «sería nuestra mayor desgracia, podría retrasar veinte años el movimiento [socialista de Alemania]» (citado por Sperber, 2013: 486).
En septiembre de 1877 Marx le dijo a su admirador estadounidense Friedrich Adolph Sorge que veía próxima una revolución burguesa en Rusia: «Si la madre naturaleza no nos es especialmente desfavorable, ¡estallaremos de júbilo!» (Citado por Sperber, 2013: 504). En 1880, ante el nacimiento de Marcel, el hijo de su hija Jenny, afirmó que el recién nacido y sus coetáneos «tendrán ante sí el período más revolucionario que se haya visto jamás. Qué pena ser “viejo” y sólo ser capaz de prever y no de ver». También se lo dijo al emigrado y ultrarrevolucionario alemán Johann Most: «Yo no voy a ver el triunfo de nuestra causa, pero tú eres bastante joven, todavía vivirás para ver la victoria del pueblo» (citado por Sperber, 2013: 504). Esa revolución que Marx anunciaba era precisamente la revolución rusa que, a su juicio, acabaría de paso con la monarquía prusiana. Para Marx la revolución burguesa rusa vendría a ser la culminación del período inaugurado en 1789 con la Revolución Francesa, acabándose así con los regímenes autoritarios y la implantación mundial de regímenes democráticos y republicanos pero todavía burgueses, situación que allanaría el camino a la clase proletaria para que realizase efectivamente su revolución que venía a ser la revolución de la supuesta clase universal, la revolución de la emancipación de la Humanidad (una visión escatológica de la historia que fue triturada por los acontecimientos de la política real).
El 20 de abril de 1892 Engels dijo que el triunfo de la clase obrera «solo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de Inglaterra, Francia y Alemania», es decir, a través de la solidaridad de los proletarios de estas naciones contra sus respectivos patrones; y también afirmó que los progresos de la clase obrera alemana no tenían precedente: «El movimiento obrero alemán avanza con velocidad acelerada. Y si la burguesía alemana ha dado pruebas de su carencia lamentable de capacidad política, de disciplina, de bravura, de energía y de perseverancia, la clase obrera de Alemania ha demostrado que posee en grado abundante todas estas cualidades. Hace ya casi cuatrocientos años que Alemania fue el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media de Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que Alemania vaya a ser también el escenario del primer gran triunfo del proletariado europeo?» (Engels, 1981c: 120).
En 1895, el último año de su vida, en el prólogo de la reedición del texto de Marx Las luchas de clase en Francia, sostiene: «Ha pasado la época de revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de masas inconscientes. Allí donde se trate de transformar a fondo la organización social deben intervenir directamente las masas, tras haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida. Esto nos lo ha enseñado la historia de los últimos cincuenta años. Y para que las masas comprendan se impone una labor larga y perseverante […] Nosotros, los “revolucionarios”, los “subversivos”, prosperamos mucho más con medios legales que con medios ilegales. Los partidos del orden, como ellos se llaman, se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos. Exclaman desesperados, con Odilon Barrot: La légalité nous tue, la legalidad nos mata, mientras nosotros echamos, con esta legalidad, músculos vigorosos y carrillos colorados y parece que nos ha alcanzado el soplo de la eterna juventud. Y si nosotros no somos tan locos que nos dejemos arrastrar al combate callejero, para darles gusto, a la postre no tendrán más camino que romper ellos mismos esta legalidad tan fatal para ellos» (https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/francia/francia1.htm).
En 1891 el joven Lenin seguía a Marx y a Chernishevsky con su máxima de «cuanto peor, mejor», y por ello se opuso a la ayuda humanitaria para frenar la hambruna de aquel año, puesto que la hambruna forzaría a millones de campesinos pobres a sublevarse y unirse al proletariado (en sintonía con la teoría de la pauperización extrema de Marx). Por lo tanto, mientras peor fuese la situación mejor sería para la revolución. Es decir, el «cuanto peor, mejor» se convirtió en el lema de la autenticidad revolucionaria, frente al gradualismo reformista, que trataba de llegar al socialismo por la vía pacífica (no violenta, no revolucionaria). Asimismo, Lenin advertía a las masas obreras y campesinas de que no cayesen en el revolucionarismo abstracto, vacío y meramente verbal de los anarquistas y otros oportunistas «filisteos». Esto es, que no se dejasen llevar por cantos de sirena de la sofística pseudorevolucionaria.
Como se temía, al no llevarse a cabo la solidaridad proletaria internacional, los proletarios franceses, así como los alemanes, terminaron tomando partido por los burgueses de sus respectivas naciones y se resolvió el conflicto en una Gran Guerra. La fecha clave es el 4 de agosto de 1914 cuando los diputados del Partido Socialdemócrata Alemán votaron en el Reichstag a favor de los créditos de guerra. Y así el conflicto internacional trituró la Idea del proletariado universal, que mostró ser una paraidea.
Pero, como hemos anunciado, fue precisamente esa gran guerra la que desencadenó la revolución realmente existente llevándose a cabo precisamente contra el tirano más odiado por Marx: el Zar de todas las Rusias. Si bien es cierto que los bolcheviques harían su revolución no directamente contra el Zar –sin perjuicio de que parte de ellos participaron en la Revolución de Febrero– sino contra el Gobierno provisional de Kerensky. Aunque el Zar sí fue ejecutado, junto a toda su familia, por los bolcheviques, y no de modo gratuito como si fuesen una banda de sádicos sedientos de sangre, como se dice desde coordenadas negrolegendarias y maniqueas, sino por prudencia política.
También fue consecuencia de otra gran guerra, la mayor que los siglos hayan visto, la revolución china. Luego la historia ha mostrado que las condiciones para que se lleve a cabo la revolución (o las revoluciones) son las de una hecatombe mundial, es decir, las de un momento histórico en el que el reparto de las potencias por los recursos del planeta en una guerra mundial o dos guerras mundiales (lo que Churchill denominó «Segunda guerra de los treinta años») desembocan en un nuevo orden que no sólo repercute en la dialéctica de Estados sino también, obviamente, en la dialéctica de clases. Así, parafraseando, se podría decir: si quieres la revolución prepárate para la guerra.
En 1920 Lenin ponía como condiciones objetivas para la revolución una situación en la que los gobernantes sean incapaces de gobernar, los gobernados se niegan a seguir viviendo como viven y existe un partido revolucionario decidido a aprovecharse de las circunstancias. «La ley fundamental de la revolución, confirmada por todas ellas, y en particular por las tres revoluciones rusas del siglo XX, consiste en lo siguiente: para la revolución no basta con que las masas explotadas y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de vivir como antes y reclamen cambios, para la revolución es necesario que los explotadores no puedan vivir ni gobernar como antes. Sólo cuando las “capas bajas” no quieren lo viejo y las “capas altas” no pueden sostenerlo al modo antiguo, sólo entonces puede triunfar la revolución. En otros términos, esta verdad se expresa del modo siguiente: la revolución es imposible sin una crisis nacional general (que afecte a explotados y explotadores). Por consiguiente, para la revolución hay que lograr, primero, que la mayoría de los obreros (o en todo caso, la mayoría de los obreros conscientes, reflexivos, políticamente activos) comprenda profundamente la necesidad de la revolución y esté dispuesta a sacrificar la vida por ella; en segundo lugar, es preciso que las clases gobernantes atraviesen una crisis gubernamental que arrastre a la política hasta a las masas más atrasadas (el síntoma de toda revolución verdadera es la decuplicación o centuplicación del número de hombres aptos para la lucha política, representantes de la masa trabajadora y oprimida, antes apática), que reduzca a la impotencia al gobierno y haga posible su derrumbamiento rápido por los revolucionarios» (Lenin, 1975k: 88-89).
Por eso «las revoluciones no son nunca otra cosa que motines de esclavos que quieren dejar de serlo» (Trotsky, 2006: 413). «Han de sobrevivir condiciones completamente excepcionales, independientes de la voluntad de los hombres o de los partidos, para arrancar al descontento las cadenas del conservadurismo y llevar a las masas a la insurrección» (Trotsky, 2007: 4). «La preparación histórica de la revolución conduce, en el período prerrevolucionario, a una situación en la cual la clase llamada a implantar el nuevo sistema social, si bien no es aún dueña del país, reúne de hecho en sus manos una parte considerable del poder del Estado, mientras que el aparato oficial de este último sigue aún en manos de sus antiguos detentadores. De aquí arranca la dualidad de poderes de toda revolución» (Trotsky, 2007: 180-181). «Al igual que la guerra, la gente no hace por gusto la revolución. Sin embargo, la diferencia radica en que, en una guerra, el papel decisivo es el de la coacción; en una revolución no hay otra coacción que la de las circunstancias. La revolución se produce cuando no queda ya otro camino. La insurrección, elevándose por encima de la revolución como una cresta en la cadena montañosa de los acontecimientos, no puede ser provocada artificialmente, lo mismo que la revolución en su conjunto. Las masas atacan y retroceden antes de decidirse a dar el último asalto» (Trotsky, 2007: 821).
En 1924 escribía Stalin en Los fundamentos del leninismo que la furiosa competencia entre las distintas potencias imperialistas «entraña como elemento inevitable las guerras imperialistas, guerras por la conquista de territorios ajenos. Esta circunstancia tiene, a su vez, la particularidad de que lleva al mutuo debilitamiento de los imperialistas, quebranta las posiciones del capitalismo en general, aproxima el momento de la revolución proletaria y hace de esta revolución una necesidad práctica» (Stalin, 1977d: 5).
II. La conciencia revolucionaria como requisito fundamental
1. La ignorancia jamás ha sido de provecho para nadie
La revolución no es algo que simplemente estalle y se desate, pues es imprescindible el requerimiento de su planificación y organización. Por tanto, no requiere sólo voluntad, sino también inteligencia. Los revolucionarios han de combatir con la espada en una mano y la pluma en la otra. Por ello, frente al blanquismo, el marxismo no trataba de poner en marcha una praxis aligerada de teoría, sino poner en marcha una praxis cargada de teoría (y no ya sólo de saberes de primer grado, sino también de saberes de segundo grado).
Las condiciones objetivas, aun siendo estrictamente necesarias, no son suficientes para que se desencadene la revolución; pues es imprescindible además que haya voluntad política y por lo tanto acción política; y no sólo eso, sino además una teoría política con suficiente potencia para poner en marcha a millones de personas involucradas en un proceso que repercute en la nación revolucionaria y en su entorno, es decir, a un nivel no ya meramente nacional sino internacional e incluso geopolítico, como fue el caso de la Unión Soviética. Como dijo Andreu Nin, «no hay nada tan fecundo como la revolución. La revolución ofrece un campo de acción inmenso a la actividad creadora de las masas, las cuales, en esas circunstancias, llevan a la práctica en pocas horas todos los planes y proyectos que los dirigentes del movimiento han meditado durante días y semanas en sus despachos» (Nin, 2006).
Ya en 1843 el joven Marx dejó dicho que «el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas, que la fuerza material tiene que derrocarse mediante la fuerza material, pero también la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de las masas. Y la teoría es capaz de apoderarse de las masas cuando argumenta y demuestra ad hominen, y argumenta y demuestra ad hominen cuando se hace radical, ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz para el hombre, es el hombre mismo» (Marx, 1970b: 109). «No basta con que el pensamiento se esfuerce por su realización; es necesario que la misma realidad se esfuerce por hacerse pensamiento» (Marx y Engels, 1974: 101). En 1844 un filósofo alemán dejó dicho lo siguiente: «Los obreros disponen de un poder formidable; cuando lleguen a darse cuenta de él y se decidan a usarlo, nada podrá resistirles; bastará que cesen en todo trabajo y se apropien todos los productos; esos productos de su trabajo, que advertirían ser de ellos dado que vienen de ellos. Tal es, por otra parte, el sentido de los motines obreros que vemos estallar casi por todas partes. El Estado está fundado sobre la esclavitud del trabajo. Que el trabajo sea libre, y el Estado se hunde» (Stirner, 2014: 178).
Como escribió Pável Vasílievich Ánnenkov en 1880, el 30 de marzo de 1846 Marx y Engels se reunieron en Bruselas en una sesión plenaria del comité de corresponsales comunistas junto a Philippe Gigot, Louis Heilberg, Sebastian Seiler, Edgar von Westphalen, Wilhelm Weitling, Joseph Weydemeyer y el propio Ánnenkov. La discusión de la sesión consistía en saber cuál era la mejor forma de hacer propaganda política en Alemania. Marx afirmó «que el despertar unas esperanzas fantásticas nunca llevaría a la salvación de los que sufrían, sino que conduciría a su fracaso. Y esto todavía era más válido en Alemania, donde el dirigirse a los obreros sin unas doctrinas concretas y unas ideas rigurosamente científicas equivalía a un juego vacío e inconsciente con la propaganda, que presupone por una parte un apóstol entusiasmado y por otra unos asnos que le prestan atención boquiabiertos. Y, señalándome de pronto con un brusco gesto, continuó: “Aquí, entre nosotros, se encuentra un ruso. En su país, Weitling, quizás estuviera indicado su papel. Sólo allí pueden constituirse con éxito asociaciones entre apóstoles absurdos y discípulos igualmente absurdos». Y sigue Ánnenkov: «Marx continuó desarrollando su opinión de que en un país civilizado como Alemania era imposible lograr algo sin una doctrina sólida, concreta, y que hasta el momento no se había conseguido más que ruido, arrebatos perniciosos y fracasos de la causa misma que uno ha tomado en sus manos». Y añade: «Las pálidas mejillas de Weitling se colorearon y sus palabras adquirieron viveza. Con voz trémula por la excitación, comenzó a demostrar que una persona que había logrado reunir en torno a sí a centenares de personas en nombre de la idea de la justicia, la solidaridad y el amor fraterno, no podía ser tildada de persona sin contenido, ociosa; que él, Weitling, se consolaba frente a los ataques de hoy con los centenares de cartas y manifestaciones de adhesión y gratitud que recibía desde todos los rincones de su patria, y que su modesta labor de preparación para la tarea común tenía mayor importancia que la crítica y los análisis de gabinete, que se efectuaban lejos de los sufrimientos del mundo y de las vicisitudes del pueblo». «Estas palabras despertaron definitivamente la rabia de Marx, quien, en su exasperación, golpeó la mesa con el puño con tal fuerza que la lámpara comenzó a tambalearse, y dando un salto gritó: –Hasta ahora, la ignorancia jamás ha sido de provecho para nadie» (citado por Enzensberger, 1999: 60).
Annenkov no comenta del todo los motivos de la acalorada polémica, y según una carta que le envió Weitling a Moses Hess el 31 de marzo de 1846, Marx llegó a las siguientes conclusiones:
«1. En el seno del Partido Comunista debe llevarse a cabo una purga.
»2. Ésta puede efectuarse criticando a los que no sean aptos y separándolos de las fuentes de dinero.
»3. Esta purga es, en los momentos actuales, la principal tarea que pueda realizarse en interés del comunismo.
»4. Aquel que tenga el poder de procurarse influencia sobre los financieros, también posee los medios de alejar a los demás y hace bien en utilizarlos.
»5. El “comunismo de artesanos”, “el comunismo filosófico” (esta distinción la utilizó primero Marx o quien fuera, yo no) deben ser combatidos. Debe ridiculizarse el sentimiento. Eso sólo es una fantasía. Nada de propaganda oral, ninguna constitución de propaganda clandestina. En resumen, en adelante no debe utilizarse el término propaganda.
»6. Por de pronto no puede hablarse de la realización del comunismo. Ante todo ha de subir al poder la burguesía» (citado por Enzensberger, 1999: 61).
Esta doctrina se oponía a la de Weitling porque éste defendía que en todas las épocas el comunismo había sido posible, y precisamente por ese planteamiento y por sus pretensiones de liderazgo había sido rechazado en Londres por la Liga de los Justos, decidiendo pues marcharse hacia Bruselas para unirse a Marx y Engels.
Como le escribía Georg Weerth a Wilhelm Weerth el 18 de noviembre de 1846 en Bruselas, «A Marx se le considera, por así decirlo, el jefe del Partido Comunista. Ahora bien, muchos de los soi-disant comunistas y socialistas se extrañarían si tuvieran exacto conocimiento de las actividades de esos hombres. Porque hay que tener en cuenta que Marx trabaja día y noche para conseguir que los obreros de América, Francia, Alemania, etc., olviden sus absurdos sistemas, invitándoles al estudio de las condiciones actuales. Esto ya lo ha logrado con los obreros de Londres gracias a su actuación personal. Y si en el futuro fueran bien las cosas, también los alemanes enviarán a los agitadores y héroes comunistas al diablo» (citado por Enzensberger, 1999: 65).
Una revolución sin una severa preparación es propio de un «revolucionarismo vulgar» que «no comprende que la palabra es también un acto» (Lenin, 1976b: 66). Pero para que la revolución sea tal hay que pasar de las palabras a los hechos (aunque las palabras también valen como hechos, en tanto «actos»), y por eso la crítica de las armas ha de ser el sucesor –esto es, el ejecutor testamentario y el colofón– del arma de la crítica: la teoría ha de manifestarse en praxis, y de su efectividad dependerá su verdad. Y así fue como en los días que fueron de abril a octubre en 1917 Lenin mostró que sus palabras no eran las de un simple fanático presuntuoso sino las de un clarividente analista y un audaz activista, a pesar de estar imbuido en el mito tenebroso de la revolución mundial (creencia que precisamente le motivó a llevar a cabo la insurrección de Octubre al creer que la Rusia soviética estaría resguardada por el proletariado europeo que se sublevaría en diferentes países, cosa que no fue así).
En la noche del 16 (29) de octubre de 1917, en una reunión del comité central del partido bolchevique en los arrabales de la parte norte de Petrogrado, Lenin afirmaba lo siguiente: «Es imposible guiarse por el estado de ánimo de las masas. Porque es variable y no se puede cambiar con precisión; debemos guiarnos por una valoración y una análisis objetivos de la revolución» (citado por Service, 2001: 344).
2. Conciencia revolucionaria
Marx deja claro que la revolución no es un juego de niños o de jóvenes idealistas justicieros y bienintencionados, y no es cosa de voluntaristas y moralistas filisteos; no se trata, pues, de una mera cuestión de deseos subjetivos sino de condiciones objetivas y de conciencia crítica. La revolución no es cosa de ingenuo entusiasmo, y tampoco es una cuestión de coger las armas porque sí, sin ton ni sonde modo temerario, con tal de acabar con la explotación y la injusticia social y política. La revolución, por el contrario, requiere un estudio detallado de la sociedad y del Estado, del funcionamiento de sus instituciones (infraestructurales y supraestructurales), es decir, de sus condiciones materiales, y también de sus resortes socioculturales, científicos, políticos, económicos, artísticos, filosóficos y, en suma, ideológicos en sentido lato.
Dicho de otro modo: la revolución es imposible sin conciencia revolucionaria, sin perjuicio de que las condiciones para que se ponga en marcha un proceso revolucionario estén «por encima de la voluntad» de las clases sociales y los partidos políticos. Por todo ello, la teoría materialista de la historia se consideró como el modo más eficaz de impregnar revolucionariamente a las masas, aunque también las masas podrían quedar impregnadas de conciencia revolucionaria a través de una propaganda que bien pudiera ser mitológica (en el sentido que le damos a los mitos tenebrosos, en tanto oscurantistas y confusionarios); pues, como se ha dicho, «Todas las revoluciones se cimientan, en parte, sobre mitos» (Figes y Kolonitskii, 2001: 46).
Según Marx, el proletariado, al alcanzar conciencia de sí, de su fuerza revolucionaria, alcanza conciencia del progreso, esto es, de la situación política, económica y social que a la sazón traería la revolución que superaría el antagonismo de clases, y sólo el proletariado es revolucionario si tiene conciencia de su hegemonía y la aplica. El hecho de que haya ideas revolucionarias demuestra que existe una clase revolucionaria. Por tanto, la revolución sólo puede impulsarse si y sólo sihay una teoría revolucionaria detrás que la sustente, es decir, un sistema de ideas más o menos sólido y potente que sepa reducir al absurdo, por vía apagógica, las otras propuestas o alternativas que se presentan o salen al paso. A diferencia de la gran lección que supuso la Comuna de París –que como observó Lenin fue un levantamiento espontáneo, indisciplinado, heterogéneo y confuso-, la revolución tiene que ser premeditada, disciplinada, homogénea en la medida de lo posible y con objetivos claros y distintos. Pero siempre con realismo político y al margen de fantasías escatológicas; fantasías de las que, al fin y al cabo, el marxismo-leninismo no se libró, pecando de optimismo metafísico y progresismo histórico (siempre en sintonía con la ontología monista del Diamat). Aunque ese optimismo escatológico también era útil como ideología (al fin y al cabo conciencia falsa) o idea-fuerza para movilizar a las masas, como objetivo aureolar. De hecho, como hemos dicho, Lenin no se habría lanzado a la aventura de la insurrección de Octubre sin creer en el mito de la revolución mundial, frente los «esquiroles» Kámenev y Zinóviev que no estaban tan seguros del estallido de la revolución, al menos, en Europa (fundamentalmente Alemania); con lo cual, dicho sea de paso, los acontecimientos les dieron la razón.
En 1850, comentando un artículo de Eccarius, hacía Marx la siguiente reflexión: «El proletariado, antes de arrancar su triunfo de las barricadas y en los frentes de batalla, anuncia el advenimiento de su régimen por una serie de victorias intelectuales» (citado por Mehring, 1967: 215-216). Si bien es cierto que Marx consideró mucho más importante el movimiento real que una docena de programas, eso no niega la enorme importancia que tiene un programa revolucionario para la actividad cohesionada del Partido, puesto que «la necesidad de un programa surge de las exigencias del movimiento mismo» (Lenin, 1974d: 233).
Ya el joven Lenin dejó dicho en su Quiénes son los «amigos del pueblo» de 1894 que «la tarea directa de la ciencia, según Marx, consiste en dar una verdadera consigna de la lucha, es decir, saber presentar objetivamente dicha lucha como producto de determinado sistema de relaciones de producción, saber comprender la necesidad de esa lucha, su contenido, el curso y las condiciones de su desarrollo. No se puede dar “una consigna de lucha” sin estudiar en todos sus detalles cada una de sus formas, sin seguir cada uno de sus pasos, en su tránsito de una forma a otra, para saber determinar la situación en cada momento concreto, sin perder de vista el carácter general de la lucha, su objetivo general: la destrucción completa y definitiva de toda explotación y de toda opresión» (Lenin, 1974a: 346).
La cuestión es que el requisito imprescindible para albergar una conciencia revolucionaria es que los obreros adquieran conciencia de clase. Conciencia de clase no quiere decir odio, sentimiento de opresión ni sentimiento de venganza contra la clase capitalista. Que los obreros tengan conciencia de clase significa que «éstos comprendan que para lograr sus objetivos les es indispensable influir en los asuntos de Estado, tal como lo han hecho y siguen haciéndolo los terratenientes y capitalistas» (Lenin, 1974b: 104). Para ello es imprescindible que tengan fuerza de voluntad para «estudiar, estudiar, y estudiar, y llegar a ser socialdemócratas conscientes, “una intelectualidad obrera”» (Lenin, 1974d: 287). Lenin consideraba que la conciencia de los defectos del movimiento socialdemócrata era tan importante o más que la corrección de los defectos. Aunque la misión de la vanguardia revolucionaria no consiste en descender al nivel de comprensión de las capas inferiores, sino elevar el nivel de conciencia de los obreros. Por eso la tarea de la socialdemocracia no consistía en rebajar a los revolucionarios al nivel de los artesanos sino en ascender al nivel de revolucionarios a los artesanos, es decir, elevarlos hacia la conciencia revolucionaria para que así actuasen de modo revolucionario.
Como comentaba Wilhelm Liebknecht en 1896, «Desprovisto de toda vanidad, Marx no concedía ningún valor al aplauso de la multitud. La multitud era para él esa masa inconsciente que se provee de pensamientos y sentimientos procedentes de las clases dominantes. Y mientras el socialismo no haya impregnado espiritualmente a las masas, el aplauso de la multitud sólo podría estar dirigido a los apolíticos o a los enemigos del socialismo… Mientras los demás emigrantes forjaban planes para la revolución universal y se embriagaban día tras día y noche tras noche con sueños como “Mañana será el día señalado”, nosotros –el “hatajo de bribones”, los “bandidos”, la “escoria de la humanidad”– pasamos el tiempo en el Museo Británico para aumentar nuestros conocimientos y preparar las armas y la munición para las batallas del futuro» (citado por Enzensberger, 1999: 173-174). Y como lo cita Franziska Kugelmann después de 1900, refiriéndose a septiembre/octubre de 1869, cuando alguien le comentaba a Marx el entusiasmo que los trabajadores sentían por su figura, éste mostraba sus dudas: «Esa gente sólo tiene el único y comprensible deseo de salir de su miseria; pero muy poco de entre ellos tienen entendimiento para esta posibilidad» (citado por Enzensberger, 1999: 259-260).
En 1902, en su ¿Qué hacer?, Lenin dejaba por escrito una de sus más célebres máximas: «Sin teoría revolucionaria, no puede haber tampoco movimiento revolucionario» (Lenin, 1974e: 376). Es decir, la revolución sólo es posible a través de la conciencia revolucionaria o la teoría revolucionaria que se aplicaría con la crítica de las armas y la organización obrera a través del Partido. «Un revolucionario blando, vacilante con las cuestiones teóricas, limitado en su horizonte, que justifica su inercia por la espontaneidad del movimiento de masas, más semejante a un secretario y de trade-union que a un tribuno popular, sin un plan audaz y de gran extensión, que imponga respeto a sus adversarios, inexperimentado e inhábil en su oficio (la lucha contra la policía política), ¡no es un revolucionario, sino un mísero artesano!» (Lenin, 1974e: 473). Porque, como dirá en 1905, «sin la conciencia y la organización de las masas, sin su preparación y su educación por medio de la lucha de clases abierta contra toda la burguesía, ni hablar se puede de revolución socialista» (Lenin, 1976b: 11).
Asimismo, los intereses de la revolución han de intercalarse a través de la propaganda, la agitación, la planificación y la organización mediante la infiltración en instituciones no revolucionarias e incluso reaccionarias para impregnar a las masas que no han comprendido de modo inmediato la necesidad de una acción revolucionaria los intereses y beneficios que les reportaría la revolución.
3. Periódico
Por todo esto, para el movimiento revolucionario era imprescindible la publicación de un periódico. Como escribía Lenin en Iskra en mayo de 1901 en un artículo titulado «¿Por dónde empezar?», «Sin un órgano político es inconcebible, en la Europa contemporánea, un movimiento que merezca el nombre de político. Sin él, nuestra tarea, la tarea de concentrar todos los elementos de descontento político y de protesta, de fecundar con ellos el movimiento revolucionario del proletariado, es totalmente irrealizable» (Lenin, 1974e: 17-18). «El papel del periódico no se limita, sin embargo, a difundir, a educar políticamente y a ganar aliados políticos. El periódico es no sólo un propagandista y un agitador colectivo, sino también un organizador colectivo. En este último sentido puede compararse con el andamiaje levantado en un edificio de construcción, que marca sus contornos, facilita el contacto entre los diversos grupos de obreros, les ayuda a distribuir las tareas y a ver el resultado final obtenido gracias a su trabajo organizado. Con ayuda del periódico y en relación con él, se irá formando por sí misma la organización permanente, que se ocupe no sólo del trabajo local, sino del trabajo general y regular, que acostumbre a sus miembros a seguir atentamente los acontecimientos políticos, a valorar su significación y su influencia sobre los diversos sectores de la población, a elaborar los métodos adecuados que permitan al partido revolucionario influir sobre esos acontecimientos. Ya la sola tarea técnica de asegurar la necesaria provisión de materiales para el periódico y su debida difusión, obligará a crear una red de agentes locales de un partido único, que mantendrán entre sí un contacto vivo, que conocerán el estado general de las cosas, que se acostumbrarán a ejercer regularmente funciones parciales dentro del trabajo general de toda Rusia, que irán probando sus fuerzas en la organización de diversas acciones revolucionarias» (Lenin, 1974e: 19). «Hasta ahora, la mayoría de nuestras organizaciones locales piensan casi exclusivamente en órganos locales y trabajan de un modo activo casi exclusivamente para ellos. Esto no es normal. Tiene que suceder al contario: la mayoría de las organizaciones locales deben pensar, sobre todo, en un órgano destinado a toda Rusia y trabajar principalmente para él. Mientras no ocurra así, no podremos publicar ni un solo periódico que sea cuando menos capaz de proporcionar efectivamente al movimiento una agitación en todos los sentidos en la prensa. Y cuando esto sea así, se establecerán por sí mismas las relaciones normales entre el órgano central indispensable y los indispensables órganos locales» (Lenin, 1974e: 496). Por tanto, «no existe otro medio de educar fuertes organizaciones políticas que un periódico para toda Rusia» (Lenin, 1974e: 506).
El periódico destinado a toda Rusia, a fin de que fuese difundido con frecuencia y regularidad, no era una manifestación de «literaturismo», pues se trataba ni más ni menos que del «hilo fundamental» para que se desarrollasen, profundizasen y extendiesen las ideas de la socialdemocracia revolucionaria. Por eso el periódico era «la chispa» por la que podría prender el fuego revolucionario (como efectivamente lo fue). «Este periódico sería una partícula de un enorme fuelle de forma que atizase cada chispa de la lucha de clases y de la indignación del pueblo, convirtiéndola en un gran incendio» (Lenin, 1974e: 515). «La organización que se forme por sí misma en torno a este periódico, la organización de sus colaboradores (en la acepción más amplia del término, es decir, de todos los que trabajen para él) estará precisamente dispuesta a todo, desde salvar el honor, el prestigio y la continuidad del partido en los momentos de mayor “depresión” revolucionaria, hasta preparar, fijar y llevar a la práctica la insurrección armada de todo el pueblo» (Lenin, 1974e: 521). «En una palabra, “el plan de un periódico político para toda Rusia”, lejos de ser el fruto de un trabajo de gabinete de personas contaminadas de doctrinarismo y literaturismo (como le ha parecido a gente que ha meditado poco en él), es, por el contrario, el plan más práctico para empezar a prepararse en todas partes e inmediatamente para la insurrección, sin olvidar al mismo tiempo ni un instante la labor ordinaria de todos los días» (Lenin, 1974e: 523).
Lo que a Lenin principalmente le importaba con la difusión de un periódico para toda Rusia era que los socialdemócratas o revolucionarios profesionales educasen a las masas obreras y las educasen con éxito. El periódico para toda Rusia era un «lazo de unión efectivo» que hacía el balance de toda la actividad revolucionaria en sus aspectos más variados, «incitando con ello a la gente a seguir infatigablemente hacia adelante, por todos los numerosos caminos que llevan a la revolución, como todos los caminos llevan a Roma…Y cuanto más perfecta sea la preparación de cada tornillo aislado, cuanta mayor cantidad de trabajadores aislados participen en la obra común, tanto más densa se hará nuestra red y tanto menos confusión provocarán en las filas comunes los inevitables reveses» (Lenin, 1974e: 513).
Como se ha dicho, y con razón, «Marx tuvo mucho más éxito en su proyecto de creación de un periódico político radical que en la organización de la clase obrera» (Sperber, 2013: 220). Lo que ya era todo un logro, porque sirvió como una especie de preparatio evangelica revolucionaria; pues, como decía Lenin, sin teoría revolucionaria no es posible la acción revolucionaria. Dicho de otro modo: sin periódico revolucionario no es posible la política revolucionaria y sin partido revolucionario no es posible la política revolucionaria.
4. Amordazar a la prensa burguesa
Una vez que la revolución se ha llevado a cabo, como ocurrió en Rusia, llega el momento de la dictadura del proletariado. Y esta dictadura, al igual que la revolución, no sólo se basa en la mera fuerza sino también en las letras, en la palabra y en la propaganda (como contrapropaganda –pensando a la contra– de los enemigos políticos, la reacción contrarrevolucionaria). Los revolucionarios, si quieren seguir adelante con la revolución, si quieren que la génesis de la misma desemboque en una estructura victoriosa o eutáxica, tienen que seguir educando al pueblo (en esta ocasión desde el poder); y para ello es fundamental amordazar a la prensa burguesa o contrarrevolucionaria. Y ésta es cuestión tan importante como la expropiación de la propiedad privada de los capitalistas.
Esto lo sabían muy bien los bolcheviques cuando llevaron a cabo la insurrección de Octubre y el 27 de octubre (9 de noviembre) de 1917 el nuevo gobierno aplicó la ley de la censura de la prensa burguesa y reaccionaria que sería justificada dentro de la lucha contra los enemigos de la revolución: «La supresión de los periódicos burgueses fue dictada no sólo por necesidades puramente militares en el curso de la insurrección y del aplastamiento de las intentonas contrarrevolucionarias, sino fue también una medida de transición necesaria para establecer el nuevo régimen en el terreno de la prensa, un régimen en el que los capitalistas –propietarios de las imprentas y del papel– no pueden convertirse en fabricantes exclusivos de la opinión pública… El restablecimiento de la llamada “libertad de prensa”, o sea, la simple restitución de las imprentas y del papel a los capitalistas, envenenadores de la conciencia del pueblo, sería una capitulación inadmisible ante la voluntad del capital, la entrega de una de las posiciones más importantes de la revolución obrera y campesina, o sea, una medida de carácter indiscutiblemente contrarrevolucionario… La actitud de los socialistas en el problema de la libertad de prensa debe ser el reflejo exacto de su actitud en el problema de la libertad de comercio… El poder de la democracia actualmente en Rusia exige la abolición total del dominio de la propiedad privada sobre la prensa, exactamente igual que sobre la industria… Si no nos hemos detenido ante la nacionalización de los bancos, ¿por qué razón hemos de tolerar los periódicos de los financieros?» (citado por Reed, 2011: 267-268). Lenin añadía que en medio de la guerra civil era imposible «abolir las medidas represivas contra la prensa» (citado por Reed, 2011: 269). Y en «El decreto sobre la prensa», escrito por el mismo Lenin, se decía: «Todo el mundo sabe que la prensa burguesa es una de las armas más poderosas de la burguesía. Sobre todo en el momento crítico, cuando el nuevo poder de los obreros y campesinos, se encuentra en proceso de consolidación, era imposible dejar enteramente esta arma en manos del enemigo, pues, en tales manos, no es menos peligrosa que las bombas y las ametralladoras. Por eso se adoptaron medidas temporales y extraordinarias para cortar la avalancha de inmundicia y de calumnias en las que la prensa amarilla y verde habría ahogado gustosamente la joven victoria del pueblo» (citado por Reed, 2011: 362, subrayado mío).
Ya el 5 (18) de marzo de 1917 el Comité Ejecutivo del Soviet, al que los tipógrafos acataban exclusivamente a sus disposiciones, suprimió la prensa monárquica y de derecha e hizo someter al Soviet la salida de nuevos periódicos. Pero el 10 (23) de marzo, bajo la petición de los partidos burgueses, esta decisión fue anulada y al renunciar a ejercer la censura sobre la prensa reaccionaria el Soviet renunció a toda lucha revolucionaria seria, y el Gobierno provisional, a su vez, no renunció a clausurar los periódicos bolcheviques que iban censurando uno tras otro. Comentaba Trotski al respecto: «Cuando la revolución toma o puede tomar el carácter de guerra civil, ninguno de los campos beligerantes admite la existencia de prensa enemiga en la órbita de su influencia, de la misma manera que no se desprende voluntariamente del control sobre los arsenales, los ferrocarriles o las imprentas. En la lucha revolucionaria la prensa no es más que una de tantas armas. Por lo menos, el derecho a la palabra no es más respetable que el derecho a la vida, que la revolución se arroga también. Puede afirmarse como ley que un gobierno revolucionario es tanto más liberal, tolerante y “generoso” con la reacción, cuanto más mezquino es su programa, cuanto más enlazado se halla con el pesado y más conservador es su papel. Y a la inversa: cuanto más grandiosos son los fines y mayor la suma de derechos conquistados e intereses lesionados, más intenso es el poder revolucionario y más dictatorial. Podrá ser esto un mal o un bien; el hecho es que si hasta ahora la humanidad ha conseguido avanzar, ha sido siguiendo este camino. El Soviet tenía razón cuando quería mantener en sus manos el control sobre la prensa. ¿Por qué renunció tan fácilmente a ejercerlo? Porque había renunciado a toda lucha seria. El Soviet no aludía para nada a la paz, ni a la tierra, ni siquiera a la república. Cuando entregó el poder a la burguesía conservadora no tenía motivos para temer nada de la prensa de derechas ni para pensar que se vería en el trance de luchar contra ella. En cambio, pocos meses después, el gobierno, apoyado por el Soviet, adoptaba una actitud de implacable represión contra la prensa de izquierdas. Los periódicos de los bolcheviques se veían suspendidos, sin empacho, uno tras otro» (Trotsky, 2007: 204).
5. Contra la libertad de reunión
Asimismo –como se dice en la sesión del 4 de marzo de 1919 del Primer Congreso de la Internacional Comunista– «La “libertad de reunión” puede ser tomada como modelo de las reivindicaciones de la “democracia pura”. Cada obrero consciente, que no haya roto con su clase, comprenderá en seguida que sería una estupidez prometer la libertad de reunión a los explotadores en un periodo y en una situación en que los explotadores se resisten a su derrocamiento y defienden sus privilegios. La burguesía, cuando era revolucionaria, ni en la Inglaterra de 1649 ni en la Francia de 1793 dio “libertad de reunión” a los monárquicos y los nobles, que llamaban, en su ayuda a tropas extranjeras y “se reunían” para organizar intentonas de restauración. Si la burguesía actual, que hace ya mucho que es reaccionaria, exige del proletariado que éste le garantice de antemano la “libertad de reunión” para los explotadores, sea cual fuere la resistencia que presten los capitalistas a su expropiación, los obreros no podrán sino reírse del fariseísmo de la burguesía» (Lenin, 1976s: 91).
6. La lucha por la cultura o revolución cultural
Lenin sabía muy bien que «la insurrección no es siempre oportuna; sin ciertas premisas entre las masas, es una aventura» (Lenin, 1976j: 17). La revolución comunista no puede llevarse a cabo sin una revolución cultural, y para ello primero había que erradicar el analfabetismo, que era visto como uno de los principales enemigos de la Revolución de Octubre. Según dijo el gran revolucionario ruso el 17 de octubre de 1921, «El analfabetismo está al margen de la política, hay que enseñarle primero las letras. Sin eso no puede haber política, sin eso sólo hay rumores, chismes, cuentos y prejuicios, pero no política» (Lenin, 1980e: 302-303). El 31 de octubre de 1922 Lenin reconocía en un discurso pronunciado en la cuarta sesión del Comité Ejecutivo Central de Rusia de la novena legislatura: «Hay que tener en cuenta que en comparación con todos los Estados en los cuales se despliega hoy una furiosa competencia capitalista, en los que hay millones y decenas de millones de parados, en los que los capitalistas organizan con sus propias fuerzas poderosas alianzas capitalistas y la campaña contra la clase obrera, en comparación con ellos somos los menos cultos, las fuerzas productivas de nuestro país están menos desarrolladas que todas las demás… Esto es muy desagradable, tal vez, tener que reconocerlo. Pero pienso que precisamente porque no ocultamos estas cosas con frases bonitas y palabras banales, y las reconocemos sin ambages, precisamente porque tenemos conciencia de ello y no tememos decir desde la tribuna que para corregirlo se dedican más energías que en cualquier otro Estado, lograremos alcanzar a los demás países con tal rapidez en la que ni siquiera soñaron ellos… Deberían pasar años y años para que consigamos mejorar nuestro aparato estatal y elevarlo –no en el sentido de algunas personas, sino en todo su volumen– a los peldaños superiores de la cultura. Estoy seguro de que si en lo sucesivo consagramos nuestras fuerzas a esta labor, nos acercaremos de manera necesaria e inevitable a los mejores resultados. (Prolongados aplausos)» (Lenin, 1980e: 367-371).
Y el 2 de marzo de 1923 afirmaba en su artículo «Más vale poco y bueno»: «se necesitan conocimientos, educación e instrucción, pues los que tenemos son irrisorios en comparación con todos los demás Estados… Para revocar nuestra admiración pública tenemos que fijarnos a toda costa como tarea: primero, aprender; segundo, aprender; tercero, aprender; y después, comprobar que lo aprendido no quede reducido a letra muerta o a una frase de moda (cosa que, no hay por qué ocultarlo, ocurre con demasiada frecuencia en nuestro país), que lo aprendido se haga efectivamente carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, que llegue a ser plena y verdaderamente un elemento integrante de la vida diaria. En pocas palabras, no debemos presentar las mismas reivindicaciones que la Europa Occidental burguesa, sino las que puede presentar con dignidad y decoro un país que ha asumido la misión de desarrollarse y hacerse socialista» (Lenin, 1980e: 384-385).
Asimismo la revolución es interpretada como un arma crítica que destruye los dogmas y mistificaciones de la sociedad burguesa y del clero, las cuales a través de la explotación embrutecen y entontecen a los trabajadores. De hecho, la revolución acelera el proceso de aprendizaje de las masas. «Toda revolución enseña y, además, con gran rapidez. En eso está su fuerza. Cada semana revelaba a las masas algo nuevo. Dos meses equivalían a una época» (Trotsky, 2007: 357). A su vez, durante la guerra civil el Ejército Rojo fue un canal importante para la difusión de la alfabetización que haría inteligible la propaganda bolchevique.
III. La revolución la planea la élite de intelectuales y no los obreros
1. Lenin frente a Marx
Lenin sustituyó la alianza con la burguesía por la alianza con el campesinado, lo cual era lo más apropiado en el contexto de Rusia y, en un principio, casi se podría decir que lo acaecido en octubre de 1917 fue una revolución socialista en el entorno urbano y una revolución capitalista en el entorno rural. «El marxismo no tenía una ortodoxia definible. Marx fue un escritor demasiado escurridizo y no dejó un legado claro y definido. Sus seguidores lucharon porque se les reconociera como intérpretes auténticos de sus “doctrinas”, y Lenin era uno más de ellos. Lo que pasaba en su caso era que había dado por supuesto que podía utilizar abiertamente ciertas ideas y prácticas de los socialistas agrarios rusos en su adaptación del marxismo a las circunstancias específicas del Imperio ruso. Pero cuando estalló la polémica en torno a ¿Qué hacer? dejó de reconocer en público esa deuda. Necesitaba ser prudente si quería ratificar sus credenciales “ortodoxas”… y necesitaba sobre todo ser muy cauto si se proponía plantear más propuestas polémicas sobre la organización del partido» (Service, 2001: 150).
En una epístola dirigida a los líderes del Partido Obrero Alemán en el que denunciaba el oportunismo del recién fundado órgano, el Sozial-Demokrat, Marx dejaba claro lo siguiente: «Hemos formulado, con motivo de la creación de la Internacional, la divisa de nuestro combate: la emancipación de la clase obrera será obra de la propia clase obrera. Por consiguiente, no podemos emprender un camino junto a personas que declaran abiertamente que los obreros son demasiado incultos como para poder liberarse por sí mismos, y que deben ser liberados desde arriba, o sea, por los pequeños y los grandes burgueses filántropos» (citado por Muñoz, 2012: L). Luego el proletariado es «una clase que forma la mayoría de todos los miembros de la sociedad y de la que parte la consciencia de la necesidad de una revolución radical» (Marx, 2012a: 208). Porque, como se ha comentado, «el proletariado, y no los intelectuales, constituyen la clase universal en la etapa de la madurez del capitalismo; es la clase capaz de llevar adelante la revolución y los intelectuales sólo tienen su futuro, en cuanto clase a su vez universal, cuando funden sus destinos con los del proletariado… así como el proletariado sólo alcanza su condición de clase universal cuando asume la misión de anular las clases, así el intelectual sólo alcanza su verdadera realización (no epifenoménica) cuando se anula como clase separada, poniéndose al servicio del proletariado» (Bueno, 2012: 2).
No obstante, el leninismo fue tan heterodoxo con el marxismo clásico como lo fue la Iglesia ortodoxa rusa contra la Iglesia católica romana. Cuestión diferente es –como se ha dicho– «que Lenin fuera consciente de su propia heterodoxia. Ocurre que el contenido de lo que se hace puede no coincidir y de hecho a menudo no coincide, con lo que el actor piensa de su obra» (Díez del Corral, 2003: 125). Es decir, una cosa son los finis operantis de los bolcheviques, sus planes y programas, sus expectativas; y otra cosa son los finis operis, el resultado objetivo de la revolución rusa que va más allá de la voluntad de los sujetos implicados en la trama (y que no resultó ser lo que los revolucionarios esperaban). Lo importante no es lo que los bolcheviques dijeron o pensaron, lo importante es lo que efectivamente hicieron (que no fue poco, quede aquí constancia de ello).
Así pues, Marx llegó a decir que la tarea de la revolución socialista consistía en ser algo que debían hacer los propios obreros, cosa que vendría a corregir Lenin, pues para éste sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario, y dicha teoría sólo pueden llevarla a cabo las élites intelectuales, cuya condición social es paradójicamente burguesa (lo que les permite tener tiempo para estudiar y meditar objetivamente sobre las complejidades de la revolución): «la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales. Por su posición social, también los fundadores del socialismo científico contemporáneo, Marx y Engels, pertenecían a la intelectualidad burguesa. Exactamente del mismo modo, la doctrina teórica de la socialdemocracia ha surgido en Rusia independientemente en absoluto del crecimiento espontáneo del movimiento obrero, ha surgido como resultado natural e inevitable del desarrollo del pensamiento entre los intelectuales revolucionarios socialistas» (Lenin, 1974e: 382-383).
En Marx el proletariado es sujeto y objeto de la espontaneidad y por ello es instigado e instigador. En cambio, para Lenin, como expuso en ¿Qué hacer?, la espontaneidad en el movimiento obrero no sería beneficiosa para los intereses del proletariado y sí para los intereses de la burguesía o de la reacción en general. Mientras que en el Manifiesto comunista Marx y Engels contaban con la espontaneidad de las masas proletarias y lo veía como una ventaja, Lenin consideraba tal espontaneidad como perjudicial para dichas masas y el polo opuesto a la conciencia revolucionaria; por lo tanto, más que un beneficio suponía un lastre. De modo que si Marx creía que el «hombre nuevo» surgiría espontáneamente de la nueva sociedad, Lenin creía que la nueva sociedad haría brotar al «hombre nuevo» de modo consciente. He aquí una especie de Ümstilpung o vuelta del revés.
No obstante, en 1850, según reflejan las actas de la sesión del Comité Central de la Liga de los Comunistas del 15 de septiembre de aquel año, Marx afirmaba que «Siempre me he opuesto a la opinión momentánea del proletariado. Nos debemos a un Partido que, por su propio bien, todavía no debe alcanzar el poder. Si el proletariado ocupara el poder, tomaría unas medidas claramente pequeñoburguesas, pero no proletarias. Nuestro Partido sólo podrá hacerse cargo del gobierno cuando la situación permita que lleve a la práctica sus puntos de vista» (citado por Enzensberger, 1999: 156-157).
Si la élite revolucionaria debía ser una vanguardia que guiase al proletariado, entonces es de entender que, en este sentido, Lenin no confiaba mucho en la espontaneidad de las masas y pensaba que el proletariado abandonado a su suerte sólo quiere reformas, ya que los obreros tiende espontáneamente a ser trade unions: «Si el socialismo puede ser realizado solamente cuando lo permita el desarrollo intelectual de las masas populares, entonces no veremos el socialismo ni dentro de quinientos años… El partido político socialista es la vanguardia de la clase obrera; no debe permitir que lo detenga el bajo desarrollo de las masas, sino debe conducir a las masas tras de sí, utilizando los Soviets como órganos de iniciativa revolucionaria» (citado por Reed, 2011: 296).
Lenin pensaba que la ideología revolucionaria –tanto populista, anarquista o marxista– no fue un producto espontáneo de las masas populares y por ello debía ser introducida desde el exterior para que existiese el movimiento obrero organizado de cara a derrocar el orden por entonces vigente. Ya entre 1888 y 1889 el programa de Hainfeld de la socialdemocracia austriaca afirmaba explícitamente: «La conciencia socialista es llevada a la lucha de clases proletaria desde afuera, no es algo que orgánicamente se desarrolle a partir de la lucha de clases» (citado por Mandel, 1976: 70).
Por lo demás, Lenin sostenía que no había que guiarse por el estado de ánimo de las masas, el cual es voluble e inconmensurable, y por tanto había que guiarse por los análisis y apreciaciones objetivas de la revolución.
De modo que para que el proletariado sea efectivamente revolucionario ha de ser concienciado, es decir, ha de ser transformado en clase revolucionaria no sólo «en sí» sino además «para sí» –cosa que ya dijo Marx– por el partido portador de esa conciencia, es decir, portador de la teoría revolucionaria que garantiza la misión histórica del supuesto proletariado universal. Por ello, antes de la Revolución de Octubre los bolcheviques reivindicaban la jornada laboral de ocho horas, y así anunciaban la nueva vida de los obreros como «ciudadanos»: «Ocho horas de trabajo, ocho horas de sueño, ocho horas de ocio y libertad. El trabajador necesita estas ocho horas para convertirse en un ciudadano consciente. En estas ocho horas de ocio, el obrero forja las armas de la revolución. Por tanto, la jornada de ocho horas es la primera defensa y la primera exigencia de la revolución» (citado por Figes y Kolonitskii, 20001: 154).
Para Marx, como bien se sabe, no es la conciencia la que determina al ser social sino el ser social el que determina a la conciencia, lo cual supone que el proletariado por el simple hecho de serlo ya es revolucionario y por tanto no es revolucionario a causa de una conciencia exterior, y por ello no es una mera clase en sí sino que con el movimiento obrero en marcha ya es una clase para sí. Pero para Lenin, como expone en ¿Qué hacer?, los obreros, por el simple hecho de serlo, aun puesto ya en marcha el movimiento obrero (en un maremágnum de partidos y sindicatos que traen la oscuridad y la confusión), no tienen conciencia revolucionaria, y sólo puede ser clase revolucionaria siempre y cuando estén dirigidos por una vanguardia o élite que los organicen y representen de cara a la revolución, que tenga planteamientos claros y distintos de la obra revolucionaria. «La conciencia política de clase no se le puede aportar al obrero más que desde el exterior, esto es, desde fuera de la lucha económica, desde fuera de la esfera de las relaciones entre obreros y patronos. La única esfera en que se puede encontrar estos conocimientos es la esfera de las relaciones de todas las clases y capas con el estado y el gobierno, la esfera de las relaciones de todas las clases entre sí. Por eso, a la pregunta: “¿qué hacer para aportar a los obreros conocimientos políticos?”, no se puede dar únicamente la respuesta con la que se contentan, en la mayoría de los casos, los militantes dedicados al trabajo práctico, sin hablar ya de los que se inclinan hacia el economismo, a saber: “Hay que ir a los obreros”. Para aportar a los obreros conocimientos políticos, los socialdemócratas deben ir a todas las clases de la población, deben enviar a todas partes destacamentos de su ejército» (Lenin, 1974e: 429).
Ante la espontaneidad de las masas en 1905 y después en 1917 Lenin tuvo que matizar sus tesis de 1902 plasmadas en ¿Qué hacer? Sobre las enseñanzas recibidas en la revolución de 1905 escribió en 1910: «La primera y fundamental enseñanza es que sólo la lucha revolucionaria de las masas es capaz de conseguir mejoras algo serias en la vida de los obreros y en la dirección del Estado. Ni la “simpatía” hacia los obreros por parte de la gente culta ni la lucha heroica de terroristas individuales han podido minar el absolutismo zarista ni la omnipotencia de los capitalistas. Sólo la lucha de los mismos obreros, sólo la lucha conjunta de millones de hombres ha podido hacerlo, y cuando esta lucha se debilitaba, se comenzaba inmediatamente a arrebatar a los obreros lo que éstos habían conquistado. La revolución rusa ha confirmado lo que se canta en el himno internacional de los obreros. “Ni en dioses, reyes ni tribunos, está el supremo salvador; nosotros mismos realicemos el esfuerzo redentor» (Lenin, 1976g: 24-25).
2. El Partido
Todo esto nos lleva a que el proletariado ha de ser organizado por un partido que vendría a ser el medio por el que la clase obrera se sirve para luchar contra la clase burguesa y sus aliados. Si la clase proletaria era interpretada como unidad económica, el Partido era interpretado como una unidad política e ideológica.
El Partido es una parte de la sociedad política y una parte del movimiento obrero, es decir, se trata de una parte por la que se toma partido, de acuerdo con el «espíritu de partido». Cosa que, según Zinóviev, prueba incluso la etimología de la palabra: «La palabra ‘partido’ viene del latín pars o parte; y los marxistas decimos hoy que el partido es una parte de una determinada clase» (citado por Carr, 1972a: 32).
Lenin no subestimaba la iniciativa de las masas, pero sí comprendía sus limitaciones, pues una revolución no puede llevarse a cabo desde la improvisación, y la espontaneidad de las masas tiende hacia la improvisación y ésta hace que acabe en la capitulación y el fracaso. Aunque es cierto que sin la influencia de la vanguardia revolucionaria no se han producido acciones espontáneas, aunque sea de modo improvisado, desorganizado, intermitente y sin ninguna planificación, a diferencia de la organización revolucionaria que coordina, planifica y sincroniza la intervención de los elementos de vanguardia en el estallido «espontáneo» de las masas.
El Partido, si realmente es revolucionario y proletario, debe ligar a los líderes con la clase y las masas obreras en un todo único e indisoluble. Pero el Partido no debe descender al nivel de los obreros, sino más bien es la clase obrera la que debe ascender o es ascendida por el Partido a su nivel; para que así, con conciencia de los acontecimientos, afrontar con garantías, tras una profunda preparación, las dificultades de la revolución. Por tanto, la conciencia de clase (de una clase potencialmente revolucionaria) no ha surgido de manera espontánea en el proletariado sino que ha sido introducida desde fuera precisamente por la intelectualidad burguesa. De hecho, como apunta Lenin, Marx y Engels eran intelectuales burgueses. Asimismo, aunque los obreros fuesen constantemente mencionados por las organizaciones socialdemócratas, eran una rareza dentro de un movimiento que estaba en manos de la intelligentsia rusa, en la que había personas de origen noble como Plejánov o el mismísimo Lenin, e intelectuales judíos, como Trotski o Mártov. La sustitución de la clase proletaria por el Partido en las tareas de la revolución ha sido considerada la más importante innovación de Lenin a la teoría y práctica del marxismo. De hecho, en el II Congreso del POSDR del verano de 1903 más de las nueve décimas parte de la delegación pertenecía a la intelligentsia y sólo cuatro delegados de más de cuarenta con derecho a voto decían ser trabajadores.
A juicio de Lenin, la planificación y la acción del proletariado dependen de la intelectualidad de los jefes del Partido. Ello ha hecho que muchos historiadores interpreten la «dictadura del proletariado» como la «dictadura sobre el proletariado», como ya hicieron Plejánov contra Lenin y Trotski contra Stalin.
Para Lenin la célebre consigna «todo el poder a los soviets» debía entenderse como «todo el poder a los soviets bajo la guía del partido revolucionario»; es decir, «todo el poder a los soviets bolchevizados». Y, finalmente, en la política real, «todo el poder a los soviets» se transformó en «todo el poder al Sovnarkom», el cual era la vanguardia o élite que ejercía el poder en nombre del proletariado, e incluso en contra del mismo según los casos y las combinaciones de alianzas (aunque el vector ascendente fue tan importante en el desarrollo de la revolución como el vector descendente, como no podía ser de otro modo).
Por consiguiente es esta élite burguesa la que con conciencia revolucionaria y por mediación del Partido hace a su vez a la clase obrera una clase revolucionaria, la cual paradójicamente vendría a ser un producto de una élite de intelectuales burgueses. Así pues, frente a lo que pensaba Marx, la conciencia revolucionaria no es connatural a la clase obrera, pues en este caso el Partido y el proletariado vendrían a ser una y la misma cosa, pero si la clase obrera se piensa como una masa heterogénea imposibilitada para por sí misma tomar conciencia de su condición y asimismo dividida en diferentes facciones, entonces sólo una organización profesional y enteramente dedicada a ello es capaz de organizarse por mediación de un órgano como es el Partido y así afrontar los retos de la revolución.
El Partido trata de transformar la lucha espontánea de los oprimidos contra los opresores en una lucha consciente y organizada por la propaganda y la agitación. Como decía el veterano socialdemócrata alemán Whilhem Liebknecht, «Studieren, propagandieren, organisieren» (citado por Lenin, 1974d: 224). Lo cual es imposible desde la acción local y aislada sino que requiere una acción que implique y unifique a todos los obreros revolucionarios de la nación. Para ello era imprescindible que el Partido dispusiese de un periódico, un «órgano» que unifique la dirección ideológica del Partido y que se publicase y se distribuyese con regularidad, principalmente en los centros industriales, las aldeas y ciudades fabriles, y en los barrios de las grandes ciudades. De hecho el Partido brotó de la estructura organizadora del periódico.
Si bien Lenin no consideraba al Partido como una organización de masas, eso no quiere decir que pensase que fuese posible la acción revolucionaria al margen de la intervención de las masas. Su estrategia no consistía en imitar al blanquismo, pues no se trataba de tomar el poder por una minoría sino de canalizar a la mayoría por medio de la inteligencia del Partido, que haría consciente la espontaneidad de las masas (también Marx había rechazado la teoría de Blanqui, al sostener ésta los requisitos de una minoría selecta rigurosamente disciplinada para organizar y comandar la revolución). Por eso «conciencia» venía a ser lo opuesto a «espontaneidad»; y así el Partido, en tanto parte, era la vanguardia de la clase obrera que defendía sus intereses. Frente al «seguidismo», que consistía en el arrastre del Partido por el movimiento obrero, lo que suponía la doctrina de la espontaneidad, Lenin postulaba la doctrina del Partido como depositario de la teoría y la conciencia revolucionaria.
Si la clase social (en este caso el proletariado) es un grupo económico que carece de perfiles definido, esto es, de organización y programa, el Partido supone una organización bien trabada con un propósito deliberado. Como decía Trotski, el Partido es «el único instrumento históricamente dado que la clase obrera poseía» para asegurar el progreso del socialismo (citado por Deutscher, 1969: 70). Sin el Partido el movimiento obrero está condenado a la inconsciencia y a la impotencia. O lo que es lo mismo: sin el Partido el movimiento obrero carecería de inteligencia y voluntad, de ideas y de fuerza. Y como advertía Lenin en ¿Qué hacer?, «el movimiento obrero espontáneo es trade-unionismo, es Nur-Gewerk-shaftterei [partidarios de la lucha exclusivamente sindical], y el trade-unionismo implica precisamente la esclavización ideológica de los obreros por la burguesía, es decir, «La política trade-unionista de la clase obrera es precisamente la política burguesa de la clase obrera» (Lenin, 1974e: 433). «Por esto es por lo que nuestra tarea, la tarea de la socialdemocracia, consiste en combatir la espontaneidad, consiste en apartar el movimiento obrero de esta tendencia espontánea del trade-unionismo a cobijarse bajo el ala de la burguesía y atraerlo hacia el ala de la socialdemocracia revolucionaria» (Lenin, 1974e: 392, corchetes míos). «La clase obrera va de modo espontáneo hacia el socialismo, pero la ideología burguesa, la más difundida (y constantemente resucita en formas más diversas) se impone, no obstante, espontáneamente más que nada al obrero» (Lenin, 1974e: 393). De ahí que la espontaneidad de las masas obrera sea corregida y guiada por la conciencia socialdemócrata revolucionaria en el trabajo teórico, político y de organización. Por eso, frente al trade-unionismo y el «economismo», el movimiento socialdemócrata de Rusia, impregnado de marxismo revolucionario, dirigía «la lucha de clase obrera no sólo para obtener condiciones ventajosas de venta de la fuerza de trabajo, sino para que sea destruido el régimen social que obliga a los desposeídos a vender su fuerza de trabajo a los ricos» (Lenin, 1974e: 407).
Todavía en 1920 consideraba fundamental el papel del Partido: «La fuerza de la costumbre de millones y decenas de millones de hombres, es la fuerza más terrible. Sin un partido férreo y templado en la lucha, sin un partido que goce de la confianza de todo lo que haya de honrado dentro de la clase, sin un partido que sepa pulsar el estado de espíritu de las masas e influir sobre él, es imposible llevar a cabo con éxito esta lucha. Es mil veces más fácil vencer a la gran burguesía centralizada, que “vencer” a millones y millones de pequeños patronos, estos últimos, con su actividad corruptora invisible, inaprehensible, de todos los días, producen los mismos resultados que la burguesía necesita, que determinan la restauración de la misma. El que debilita, por poco que sea, la disciplina férrea del partido del proletariado (sobre todo en la época de su dictadura) ayuda de hecho a la burguesía contra el proletariado» (Lenin, 1975k: 33-34).
En el informe sobre la guerra y la paz del 7 de marzo de 1923 pronunciado en el Séptimo Congreso del PC (b) R afirmará: «Las masas se cuentan por millones de hombres, y la política empieza allí donde hay millones; la política seria empieza sólo allí donde hay no miles, sino millones de hombres» (citado por Salem, 2010: 95). Pero para «arrastrar» a esas masas es suficiente con un partido pequeño pero muy disciplinado, aunque para que ese partido triunfe es imprescindible contar con la simpatía y el favor de las masas.
Como escribió un gran líder bolchevique en 1924, tras siete años de experiencia en el poder desde la Revolución de Octubre, «Ningún ejército en guerra puede prescindir de un Estado Mayor experto, si no quiere verse condenado a la derrota. ¿Acaso no está claro que el proletariado tampoco puede, con mayor razón, prescindir de este Estado Mayor, si no quiere entregarse a merced de sus enemigos jurados? Pero ¿dónde encontrar ese Estado Mayor? Sólo el Partido revolucionario del proletariado puede ser ese Estado Mayor. Sin un partido revolucionario, la clase obrera es como un ejército sin Estado Mayor. El Partido es el Estado Mayor de combate del proletariado» (Stalin, 1977d: 101-102).
3. Hombres-partido
Lenin, por tanto, era partidario de una élite revolucionaria, de una «vanguardia proletaria políticamente consciente» que dirige a la clase obrera, es decir, una élite de profesionales de la revolución que dedican su vida entera en pro de la Causa, y no aficionados que se dedican a ello en sus ratos libres. La vanguardia son «los elementos selectos de los obreros asalariados» (Lenin, 1976h: 38). Estos revolucionarios profesionales son «verdaderos dirigentes políticos» y «el ejército permanente de luchadores probados» (Lenin, 1974e:515). De todos modos, «siempre y en todas partes una clase determinada tiene por guía a sus representantes de vanguardia, es decir, a sus representantes más capaces» (Lenin, 1974d: 298). «De acuerdo con el concepto leninista de la organización, no existe una vanguardia autoproclamada. Más bien, la vanguardia debe ganar su reconocimiento como vanguardia (o sea, el derecho histórico de actuar como vanguardia) a través de sus intentos de establecer contactos con la parte avanzada de la clase y su verdadera lucha» (Mandel, 1976: 15). «La mayor parte de la masa es activa únicamente durante la lucha; después de ésta, tarde o temprano, se retira a la vida privada (o “a la lucha de la supervivencia”). Lo que distingue a la vanguardia obrera de las masas es el hecho de que ni aun durante el periodo de calma abandona el frente de la lucha de clases, sino que continúa el combate, por decirlo así, “con otros medios”. Intenta solidificar los fondos de resistencia formados durante la lucha en fondos de resistencia permanentes, o sea, en sindicatos. Publicando periódicos obreros y organizando grupos de educación para éstos, tiende a cristalizar y a elevar la conciencia de clase creada durante la lucha. Por lo tanto, ayuda a darle forma al factor continuidad oponiéndose a la necesaria discontinuidad en la acción de las masas, y al factor conciencia, oponiéndose al espontaneísmo que lleva consigo el movimiento de masas» (Mandel, 1976: 19-20).
Según Lenin, para el revolucionario su vida ha de fusionarse con la vida del Partido, y por eso ha de ser un «hombre-partido», y por ello quería en sus filas a marxistas auténticos y no consentía a todo individuo que fuese «marxista de una hora» (Lenin, 1975h: 263). Por eso Lenin exigía que la socialdemocracia rusa tuviese «la más severa discreción conspirativa, la más rigurosa selección de afiliados y la preparación de revolucionarios profesionales» (Lenin, 1974e: 487). Lo cual suponía que el Partido había de ser purificado de elementos sospechosos o no decididamente entregados a la Causa, y estos eran los hombres-partidos; lo cuales simboliza además el advenimiento del «hombre nuevo» del comunismo venidero, el hombre-especie de la futura sociedad total, en la que cada uno hará según sus capacidades y recibirá según sus necesidades.
Para Lenin, frente a Mártov, no era suficiente colaborar y dejarse guiar por el Partido, pues lo que él dictaba era la exclusiva inclusión de hombres-partidos, esto es, de hombres que participasen directamente en las actividades del Partido y se hiciesen uno con él. Lenin mismo dejó de jugar al ajedrez, de escuchar a Beethoven, de patinar sobre el hielo y además decidió abandonar a su amante Inessa Armand para centrarse exclusivamente en las tareas de la revolución o de los preparativos para la misma desde la organización severa del Partido. Lenin, como Don Quijote, podría decir: «Mi descanso es el Partido» o «mi descanso es la revolución»; aunque también es verdad que se iba de vez en cuando de vacaciones para recuperar fuerzas, lo cual es aconsejable y prudente. «Los revolucionarios están hechos, a fin de cuentas, de la misma madera que los demás hombres. Pero por fuerza, tiene que poseer alguna cualidad personal relevante que permita a las circunstancias históricas destacarlos sobre el fondo común y articularlos en un grupo aparte. El trato constante, la labor teórica, la lucha bajo una bandera común, la disciplina colectiva, el endurecimiento bajo el fuego de los peligros, van formando paulatinamente el tipo revolucionario» (Trotsky, 2006: 551).
En resolución, se trataba de profesionalizar la revolución por mediación de una élite de vanguardia que no se dedicaba a la tarea de la revolución en sus tardes libres sino que dedicaba su vida a ello para racionalizar la avalancha del movimiento obrero y ganarlo para su causa.
La «vanGuardia» revolucionaria resultaron ser los marineros de Kronstadt, los trabajadores de Vyborg y la guarnición de Petrogrado; brazo armado de la Revolución de Octubre que era supervisado por los líderes del partido bolchevique. Aunque Lenin deja claro que «para ser vanguardia es necesario precisamente atraer a otras clases» (Lenin, 1974e: 438), y avisaba de que «no basta colocar la etiqueta de “vanguardia” sobre una teoría y una práctica de retaguardia» (Lenin, 1974e: 439).
Así pues, Lenin afirma: «1) que no puede haber un movimiento revolucionario sólido sin una organización de dirigentes estables y que asegure la continuidad; 2) que cuanto más extensa sea la masa espontáneamente incorporada a la lucha, masa que constituye la base del movimiento y que participa en él, más apremiante será la necesidad de semejante organización y más sólida tendrá que ser ésta (ya que tanto más fácilmente podrá toda clase de demagogos arrastrar a las capas atrasadas de la masa); 3) que dicha organización debe estar formada, fundamentalmente, por hombres entregados profesionalmente a las actividades revolucionarias; 4) que en el país de la autocracia, cuanto más restrinjamos el contingente de los miembros de una organización de este tipo, hasta no incluir en ella más que aquellos afiliados que se ocupen profesionalmente de actividades revolucionarias y que tengan ya una preparación profesional en el arte de luchar contra la policía política, más difícil será “cazar” a esta organización, y 5) mayor será el número de personas tanto de la clase obrera como de las demás clases de la sociedad que podrán participar en el movimiento y colaborar activamente en él» (Lenin, 1974e: 470-471).
Ante la pregunta de por qué Lenin había hecho del Partido un caos, el menchevique Fiódor Dan respondía con las siguientes palabras: «Bueno, es porque no hay nadie que esté tan obsesionado veinticuatro horas al día con la revolución, que no tenga otros pensamientos que los que se relacionan con ella y hasta cuando esté dormido sueñe con la revolución. ¡Quién va a poder enfrentarse a él!» (Citado por Service, 2001: 214). Como comenta Robert Service, «Dan lo había resumido muy bien. Lenin era problemático porque le gustaba dividir y le gustaba dividir porque creía que sólo sus ideas harían avanzar de verdad la causa de la revolución» (Service, 2001: 214).
Como decía Sergei Kirov, «Un bolchevique debería amar a su trabajo más que a su mujer». Y como Stalin le comentó a Abel Yunikidze, «Un verdadero bolchevique no debe tener ni puede tener una familia, pues su obligación es entregarse por entero al Partido» (Kirov y Stalin citados por Montefiore, 2010a: 51). De modo que la dedicación a la revolución ha de ser un ejercicio continuo y por tanto no se trata de un mero pasatiempo. Ya en 1866 rezaba el Catecismo revolucionario de Nechaév-Bakunin: «El revolucionario es un hombre perdido. No tiene intereses propios, ni sentimientos, ni hábitos, ni propiedades; no tiene ni siquiera un nombre. Todo en él está absorbido por un único y exclusivo interés, por un solo pensamiento, por una sola pasión: la revolución». Para él «es moral todo lo que permite el triunfo de la revolución e inmoral todo lo que lo obstaculiza» (citado por Díez del Corral, 2003: 40). Y también leemos: «Todos los sentimientos suaves y tiernos de la familia, de la amistad y del amor, e incluso toda gratitud y honor, deben ser rechazados, y en su lugar debe existir la pasión fría y racional del trabajo por la revolución» (citado por Figes, 2000: 172-173).
Lenin apostaba, pues, por la intelectualidad revolucionaria formada en el marxismo, lo cual implicaba a auténticos especialistas de la revolución y del marxismo: hombres-partido que, al fin y al cabo, venían a ser fundamentalistas de la revolución. Lenin pretendía que las masas obreras y campesinas fuesen canalizadas por esta intelligentsia y así evitasen el economicismo y el reformismo que ya estaba poniendo en duda la teoría revolucionaria del marxismo, como lo hacía Bernstein en su celebrada obra Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia de 1899. «El proyecto de convertir a la inteliguentsia en la punta de lanza de la revolución proletaria convenía aún más a las condiciones rusas que a las alemanas; y no sólo porque la debilidad y el atraso del proletariado ruso hacía aún más necesario que en el caso del proletariado alemán y –a fortiori– europeo del desempeño de ese papel dirigente, sino porque además la inteliguentsia rusa no poseía, a diferencia de sus homólogas europeas, raíces sociales en la burguesía comercial y no se hallaba, por consiguiente, comprometida por fuertes lazos de lealtad con esa burguesía. La inteliguentsia rusa, carente de raíces económicas, había ya mostrado cómo su capacidad para el pensamiento abstracto revolucionario podía ponerse al servicio de la realidad política de la revolución social. El movimiento de “ida hacia el pueblo” de la década de los 70 había constituido un total fracaso porque se había dirigido exclusivamente hacia el sector más atrasado de la población: el campesinado. Sin embargo, esa empresa tiene su sitio en la historia como el primer intento, quijotesco y desesperado, de tender un puente entre las masas y la inteliguentsia revolucionaria; en la nueva situación, la tentativa podía ser repetida, tomando ahora como objetivo a las masas proletarias. Fue, sin embargo, en el momento en que Lenin pasó a ocuparse de los detalles de la organización del partido cuando las condiciones rusas más claramente influyeron en su pensamiento. La propia naturaleza del Estado ruso impedía la formación de cualquier género de partido socialista –e incluso democrático– a imagen y semejanza de los modelos occidentales, y empujaba a todo movimiento democrático o socialista a una vida secreta y conspirativa. Los grupos revolucionarios aislados, formados por obreros y estudiantes bien intencionados pero amateurs, eran fáciles víctimas para la policía zarista. Esa forma de trabajar era comparable a “un combate librado por grupos de campesinos armados con garrotes contra un ejército moderno”» (Carr, 1972a: 34).
Entre abril y junio de 1917, a raíz del descontento con el segundo Gobierno provisional (que incluía a dos mencheviques y tres socialistas revolucionarios), las filas del minúsculo partido bolchevique se fueron incrementando en general de miles de obreros que desconocía las doctrinas del marxismo y asimismo ignoraban una disciplina de partido tan férrea como era la del leninismo, lo cual supuso un problema para el Comité Central del Partido, que recelaba del reclutamiento masivo de militantes, a fortiori si éstos no eran especialistas en el marxismo y la revolución.
En el Quinto Congreso de toda Rusia de los soviets dirá el 5 de julio de 1918: «Nosotros sabemos que una revolución no es verdaderamente una revolución más que en el día en que decenas de millones de hombres se levantan bajo un impulso unánime» (citado por Salem, 2010: 94). Como expuso en el folleto El izquierdismo, enfermedad infantil en el comunismo, que Lenin preparó para exponerlo en el Segundo Congreso de la Komintern, para que la revolución fuese posible era imprescindible una crisis nacional general que afecte a todos los sectores económicos y políticos, de modo que la revolución no es cosa exclusiva de un partido dirigido por una élite de vanguardia revolucionaria sino también de la participación activa de decenas de millones de personas (lo que llamamos vector ascendente del Estado o sociedad política). Con lo cual, si en febrero de 1917, cuando estalló la revolución, el partido bolchevique tenía 23.000 militantes, cuando se llevó a cabo la Revolución de Octubre posiblemente superase los 100.000.
4. Diferencias entre bolchevismo y menchevismo
Todo esto supuso la ruptura entre mencheviques (menshinstvo, minoría) y bolcheviques (bol’shinstvo, mayoría) que se llevó a cabo en las últimas jornadas del II Congreso del POSDR, del 19 al 23 de agosto de 1903. Un cisma que, por sus repercusiones, no sólo sería trascendental para la historia del movimiento obrero ruso, sino también para la historia universal.
Como a finales de 1903 y principios de 1904 comentaba Pavel Axelrod, las posiciones de mencheviques y bolcheviques eran completamente opuestas: los primeros pensaban en un partido de masas controlado por las bases y los segundos en una jerarquía organizada controlada por la cúspide. Si para los mencheviques la revolución debía llevarla a cabo la clase obrera apoyada por la intelectualidad, para los bolcheviques la revolución debía ser organizada por la élite o vanguardia revolucionaria, los intelectuales marxistas, y apoyada por la clase obrera y también campesina.
A juicio de Lenin, los mencheviques eran representantes del individualismo burgués-intelectual y los bolcheviques de la organización y disciplina proletaria de los hombres-partido (fanatizados por la Causa y –como hemos dicho– fundamentalistas de la revolución). Lenin empleó la famosa tesis 11 sobre (contra) Feuerbach de Marx y llegó a la conclusión de que los mencheviques se limitaban a interpretar el mundo y los bolcheviques trataban de transformarlo. Desde el materialismo filosófico podríamos decir que, a grandes rasgos, los mencheviques representaban la implantación gnóstica y los bolcheviques ejercitan la implantación política de la filosofía. Los mencheviques estarían clasificados en la cuarta generación de izquierda (la socialdemocracia, que en ocasiones podía tender hacia una especie del socialgnosticismo) y los bolcheviques en la quinta generación de izquierda (el comunismo que conquistó y reconstruyó el Imperio de los zares en un Imperio generador aunque, tras 74 años de historia, concluyó distáxicamente).
Frente a la consideración extensiva del Partido que propuso Yuli Mártov en el citado II Congreso, Lenin proponía una militancia restrictiva de cuadros absolutamente comprometidos; pues prefería un partido compuesto por gente seria, entregada, competente y eficaz a un partido numeroso pero lleno de cantamañanas y, lo que era aún peor, elementos dudosos o directamente traidores (espías e infiltrados de la burguesía y reacción nacional e internacional). Lenin exigía una mayor militancia, lo que hacía que el Partido se centralizase y concentrase en una estructura disciplinada y jerarquizada.
Lo que principalmente plantea Lenin en el ¿Qué hacer? es la cuestión organizativa del Partido. Se le reprochó que quisiese volver a una camarilla de conspiradores que actuaban en secreto; camarilla que quedaría sometida a un centralismo extremo y degradante. Plejánov acusaría a Lenin de fomentar «un espíritu sectario de exclusivismo» (citado por Carr, 1972a: 48).
En definitiva, Lenin quería imponer, y desde luego impuso, en las direcciones del Partido centralismo, disciplina y activismo. Mártov, en cambio, propuso una aceptación más flexible en la que tuviese cabida gente cercana al Partido aunque no fuesen revolucionarios profesionales. «Mártov quería un partido cuyos miembros dispusieran de un margen para expresarse con independencia de la jefatura central; para Lenin lo que hacía falta era jefatura, jefatura y más jefatura… y todo lo demás, por el momento al menos, debía subordinarse a ese imperativo» (Service, 2001: 166). «Lenin no era un demócrata incondicional y no hacía ningún secreto de ello. Lo prioritario era disciplina y unidad, y por eso explicaría más tarde, en su versión de los estatutos del partido, que a todo aquel que no estuviese dispuesto a militar activamente bajo la dirección de una de las organizaciones oficialmente reconocidas del partido debería negársele el ingreso» (Service, 2001: 149).
De modo que Lenin quería un partido de calidad y no de mera cantidad. «La calidad es antes que la cantidad y sobre todo el partido tiene que conservarse puro. Su crecimiento fue durante bastante tiempo extremadamente lento; en vísperas de la Revolución de 1905 el ala bolchevique del partido no contaba con más de 8.400 miembros. Antes de la Revolución de Febrero de 1917 el número era de 23.600 y un año después, tras dos revoluciones, se había elevado a 115.000; desde ese momento se elevó derechamente a 313.000 y a principios de 1919 a las cifras respectivas de 431.000 y 585.000 en enero de 1920 y enero de 1921» (Carr, 1972a: 222). En octubre de 1921 de 650.000 miembros fueron expulsados 150.000, un 24%. «Los cálculos demuestran que la purga cayó de un modo ligeramente más severo sobre los intelectuales que sobre los trabajadores y los campesinos y, en consecuencia, la proporción de obreros y campesinos en el partido se elevó en las provincias industriales del 47 al 53 por 100 y en las agrícolas del 31 al 48 por 100» (Carr, 1972a: 224).
El número de obreros a principios del bolchevismo era minúsculo, y como dijo Zinóviev éstos constituían un «fenómeno aislado» (citado por Carr, 1972a: 32). En 1905 Lenin era muy consciente de que la fracción bolchevique ejercía una influencia sobre el proletariado «insuficiente en sumo grado», y sobre la masa campesina «muy insignificante» (Lenin, 1976b: 49). Fue a raíz de la revolución fallida de 1905 cuando los obreros ingresaron considerablemente en las filas del Partido.
Al estallar la revolución de 1905 los mencheviques celebraron una conferencia en Ginebra en la que se acordó que el Partido «no debe plantearse como objetivo la conquista del poder o la participación en un gobierno provisional, sino que debe seguir siendo el partido de la oposición revolucionaria extrema» (citado por Carr, 1972a: 62-63). Lenin le reprochaba a los mencheviques que éstos dejasen en un rincón al proletariado en la revolución burguesa y que fuese exclusivamente la burguesía la que estuviese al frente de modo activo. El proletariado quedaría así totalmente entregado a la tutela de la burguesía, «¡¡reservándonos la plena “libertad de crítica”!!» (Lenin, 1976b: 99). Pues con esto el proletariado quedaría reducido a ser un mero apéndice de las clases burguesas, y por ello el menchevismo quedó como la continuación de economismo al ser el «ala intelectual-oportunista del Partido» (Lenin, 1976b: 118), lo cual les hizo ganar las simpatías de los liberales. «Acaso la expresión más elocuente de esta disensión entre el ala intelectual-oportunista y el ala proletario-revolucionaria del Partido era la pregunta: dürfen wir siegen?, “¿nos atreveremos a vencer?”, ¿nos está permitido vencer, no es peligroso vencer, conviene que venzamos? Por extraño que parezca a primera vista, esta pregunta fue, sin embargo, formulada, y debía serlo, pues los oportunistas temían la victoria, intimidaban al proletariado con la perspectiva de la misma, pronosticaban toda clase de calamidades como consecuencia de ella, ridiculizaban las consignas que incitaban directamente a obtenerla» (Lenin, 1976b: 114-115).
La posición de los mencheviques, como la expuso Irakli Tsereteli tras la Revolución de Febrero, consistía en presentarse como la oposición socialista parlamentaria en una república burguesa y presionar al gobierno para que llevase a cabo una política interior y exterior verdaderamente democrática (reformista). Posición que no se cumplió en la política real, pues los mencheviques (precisamente Tsereteli) entraron en el Gobierno provisional a principios de mayo de 1917.
Lenin puso en correspondencia a los mencheviques con los girondinos que vacilaban entre la revolución y la contrarrevolución y a los bolcheviques con los jacobinos que eran decididamente revolucionarios. De hecho, antes de la escisión, Lenin llamaba a la corriente oportunista la «Gironda socialista»; con lo cual la corriente decididamente revolucionaria, la que él encabezaría, venía a ser la «Montaña socialista». Y así lo expuso el 21 de septiembre (4 de octubre) de 1901 en su discurso en el congreso de «unificación» de las organizaciones del POSDR en el extranjero refiriéndose a la Conferencia de Ginebra de junio de 1901: «Mírese la Conferencia de Ginebra, ¿acaso no representa, en sí misma, un choque entre la Montaña y la Gironda? ¿No es acaso Iskra la Montaña? ¿No ha dicho ya en su primera declaración en nombre de sus redactores, que no desea ninguna unificación orgánica sin una definición ideológica previa?» (Lenin, 1974e: 227). Y en 1905 añadía: «Los girondinos de la socialdemocracia rusa actual, los neoiskristas, no se funden con los elementos de Osvobozhdenie, pero de hecho, como consecuencia del carácter de sus consignas, marchan a la cola de los mismos. Y los elementos de Osvobozhdenie, esto es, los representantes de la burguesía liberal, quieren deshacerse de la autocracia suavemente, a la manera reformista, haciendo concesiones, sin ofender a la aristocracia, a la nobleza, a la corte, cautelosamente, sin romper nada, amablemente y cortésmente, de un modo señorial, poniéndose guantes blancos (como los que se puso, sacados de manos de un bachibuzuk, el señor Petrunkévich en la recepción de los “representantes del pueblo” (?) por Nicolás el Sanguinario. Véase Proletari, núm. 5.)» (Lenin, 1976b: 51). «Los jacobinos de la socialdemocracia moderna –bolcheviques, partidarios de Vperiod, congresistas o partidarios de Proletari no sé ya cómo decirlo– quieren elevar con sus consignas a la pequeña burguesía revolucionaria y republicana y, sobre todo, a los campesinos hasta el nivel del democratismo consecuente del proletariado, el cual conserva sus rasgos especiales de clase completos. Quieren que el pueblo, es decir, el proletariado y los campesinos, ajuste las cuentas a la monarquía y a la aristocracia “a lo plebeyo”, aniquilando implacablemente a los enemigos de la libertad, aplastando por la fuerza su resistencia, no haciendo ninguna concesión a la herencia maldita del feudalismo, del asiatismo, del escarnio para el hombre» (Lenin, 1976b: 51-52). «Esto no significa, en modo alguno, que queramos sin falta imitar a los jacobinos de 1793, adoptar sus concepciones, su programa, sus consignas, sus métodos de acción. Nada de esto. Tenemos no un programa viejo, sino nuevo: el programa mínimo del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Tenemos una consigna nueva: la dictadura revolucionario-democrática del proletariado y de los campesinos [de ahí que el escudo de la Unión Soviética fuese la combinación de la hoz y el martillo]. Tendremos también, si vivimos hasta la victoria auténtica de la revolución, nuevos métodos de acción, que corresponderán al carácter y a los fines del Partido de la clase obrera, partido que aspira a la revolución socialista completa. Con nuestra comparación, queremos únicamente aclarar que los representantes de la clase avanzada del siglo XX, del proletariado, esto es, los socialdemócratas, se dividen asimismo en las dos alas (oportunista y revolucionaria) en que se dividían también los representantes de la clase avanzada del siglo XVIII, la burguesía, esto es, girondinos y jacobinos» (Lenin, 1976b: 52, corchetes míos).
En resumen: «De las dos tendencias que se señalaban en la doctrina marxista, los bolcheviques representaban, en primer lugar, el elemento revolucionario y voluntarista, y los mencheviques, el evolutivo y determinista. Los bolcheviques hablaban de la necesidad de actuar para cambiar el mundo, y los mencheviques, de la necesidad de estudiar las fuerzas que lo estaban transformando para obrar conforme a dichas fuerzas. Los bolcheviques ponían su fe en una minoría consciente que arrastrara a las masas y las galvanizara; los mencheviques, más que precavidos, aguardaban el momento en que las fuerzas ocultas del cambio maduraran y penetraran en la conciencia de las masas. Esta última divergencia se reflejó directamente en las diversas opiniones de unos y otros con respecto a la organización más conveniente para el partido. Sobre todas estas cuestiones, las opiniones de los mencheviques coincidían, mucho más que la de los bolcheviques, con las corrientes dominantes en el marxismo occidental; y esto fue suficiente para que el bolchevismo, sin ponernos a considerar sus fuentes de inspiración, asumiera cierto tono ruso, no occidental» (Carr, 1974a: 30).
«Así, puede asegurarse que hay un tipo psicológico de bolchevique perfectamente distinto del tipo menchevique. Y un ojo muy experto podría llegar incluso –con un margen pequeño de errores– a distinguir a simple vista y por el aspecto a un bolchevique de un menchevique» (Trotsky, 2006: 551).
IV. Las armas y la violencia como requisitos fundamentales y necesarios en la génesis y estructura de la revolución
1. El papel de la violencia
La revolución requiere hombres fuertes física e intelectualmente, es decir, hombres inteligentes y violentos (o sin temor a los complejos desafíos que requieren determinado comportamiento violento). Y Marx lo deja bien claro al final del Manifiesto comunista: «Los comunistas consideran indigno ocultar sus puntos de vista e intenciones. Declaran abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados mediante la subversión violenta de todo orden social preexistente. Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen otra cosa que perder en ella que sus cadenas. Tienen un mundo que ganar» (Marx, 2012a: 621, subrayado mío). Y antes, en 1845, Engels advertía que una revolución de los proletarios ingleses contra los patrones haría de la Revolución Francesa un «juego de niños» (Engels, 1976a: 49). Si bien es cierto que nunca llegó tal revolución.
Ya en los tiempos de la Revolución Francesa dejó dicho el jacobino Jean-Paul Marat: «Es mediante la violencia como se debe establecer la libertad, y llega el momento de organizar momentáneamente el despotismo de la libertad para aplastar el despotismo de los reyes» (citado por Salem, 2010: 72). Como decía refiriéndose al Gran Terror el novelista francés André Malraux, «limpiar establos exige mancharse» (citado por Escohotado, 2017c: 240).
Un revolucionario tiene que tener un corazón de piedra (y en general todo político). Como decía Napoleón, frase que subrayó Stalin en una biografía que leía sobre el político francés: «El corazón de un hombre de Estado está en su cerebro» (citado por Santos, 2012: 304). Como le escribía el 17 de noviembre de 1875 Friedrich Engels a Piotr Lavrovich Lavrov: «En Alemania el falso sentimentalismo ha causado y causa todavía un daño inaudito, y el odio es –al menos por el momento– más necesario que el amor» (citado por Escohotado, 2017b: 473). Tras su primera ruptura con Plejánov a principios de 1900, Lenin llegó a la siguiente conclusión: «es necesario comportarse con todos “sin sentimentalismo”, hay que tener una piedra en lugar de corazón» (Lenin, 1974d: 350).
De modo que, efectivamente, un revolucionario tiene que tener un corazón de piedra y no andarse con sensiblería quejica porque el papel de la violencia viene a ser en todo el proceso revolucionario algo fundamental y necesario, pues la violencia tiene un protagonismo muy importante; y no ya sólo en la historia de las revoluciones, sino en la historia en general. «La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica» (Marx, 2003a: 730). Y como añade Engels, «la violencia desempeña también otro papel en la historia [además del agente del mal], un papel revolucionario; de que, según la expresión de Marx, es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva; de que es el instrumento con el cual el movimiento social se impone y rompe las formas políticas enrigidecidas y muertas» (Engels, 1968: 177 y citado por Lenin, 1993: 31, los corchetes son de Lenin). Engels sabía muy bien que «sin la fuerza y sin una decisión despiadada de hierro no se consigue nada en la historia; y si Alejandro, César y Napoleón hubiesen tenido la capacidad de sentir la compasión a la que ahora apela el paneslavismo a favor de su carroña de clientes, ¿qué hubiese sido de la historia? ¿Y no valen los persas, celtas y alemanes cristianos tanto como los checos, vogules y seresanios?» (Engels, 2008c: 69).
La revolución no es un ejercicio de individuos aislados, sino de las multitudinarias masas del pueblo. Ya lo advertía el joven Marx el 8 de mayo de 1842 en las páginas de la Gaceta Renana: «La revolución de un pueblo es total, es decir que cada esfera hace la revolución a su manera» (Marx, 1983: 62). Pero no se lleva a cabo de un día para otro sino durante meses y años en un «torbellino revolucionario». Y el torbellino revolucionario supone «la aplicación por el pueblo de la violencia contra quienes ejercen la violencia sobre el pueblo» (Lenin, 1980e: 8).
La revolución supone entonces una situación complicada en extremo y sin tal situación es imposible. «Tales revoluciones no existen, y los suspiros por una revolución de ese tipo no son más que lamentaciones reaccionarias de intelectuales burgueses. Aun en el caso de que la revolución comience en una situación que, al parecer, no será muy complicada, ella misma, al desarrollarse, crea siempre situaciones complicadas en extremo. Porque una revolución verdadera, una revolución profunda, “popular”, según la expresión de Marx [en la carta a Ludwig Kugelmann del 12 de abril de 1871, en plena Comuna de París], es un proceso increíblemente complicado y doloroso de agonía de un régimen social caduco y de alumbramiento de un régimen social nuevo, de un nuevo modo de vida de decenas de millones de personas. La revolución es la lucha de clases y la guerra civil más enconadas, más furiosos, más encarnizadas. En la historia no ha habido ni una sola gran revolución sin guerra civil, y sólo un hombre enfundado puede pensar que es posible una guerra civil sin una “situación complicada en extremo”» (Lenin, 1980e: 69-70, corchetes míos). Puesto que «quienquiera que luche efectivamente contra la opresión de clase tiene que reconocer por fuerza la revolución. Y quien reconoce la revolución reconoce la guerra civil» (Trotsky, 2008: 114).
En una conferencia que ofreció en Londres el 21 de septiembre de 1871 Marx dejó dicho: «Debemos decir a los gobiernos: sabemos que son potencias armadas dirigidas contra los proletarios. Actuaremos contra ustedes con los medios pacíficos, cuando ello sea posible, y con las armas, si resulta necesario» (citado por Gemkow, 1975: 332). Y un años después, el 8 de septiembre de 1872, el día después de la clausura del V Congreso de la AIT en la Haya, en un discurso que dio en un banquete en Ámsterdam, del cual no se ha conservado ninguna transcripción y simplemente es conocido por los resúmenes que se publicaron en la prensa holandesa, Marx afirmó que todos los países llegarían a la revolución proletaria de modo violento: «la palanca de nuestra revolución será la violencia» (citado por Muñoz, 2012: XLVI). Sin embargo, añadió que en el Reino Unido, Estados Unidos y tal vez Holanda podrían llegar a implantar el socialismo sin revolución violenta, es decir, por medios pacíficos. De todos modos, por medios pacíficos no llegó la revolución comunista a Estados Unidos, Inglaterra u Holanda como todo el mundo sabe, porque dicha revolución apenas se asomó por estos países (por lo demás totalmente capitalistas). Un año antes, en 1871, el año de la Comuna de París, Marx abordó esta cuestión en una entrevista que le concedió al periodista estadounidense del New York World R. Landor. Landor afirmó que, en vista de la larga historia de cambios políticos pacíficos en el Reino Unido, cabría pensar que sus trabajadores podían acceder al poder sin revolución, es decir, sin violencia. A lo que Marx le contestó: «En este aspecto, yo no soy tan optimista como usted. La clase media inglesa siempre se ha mostrado bastante dispuesta a aceptar el veredicto de la mayoría, mientras ha tenido el monopolio del poder de voto. Pero atienda, en cuanto se encuentre en minoría en aquellas cuestiones que considera fundamentales, asistiremos aquí a otra guerra de los propietarios de esclavos» (citado por Sperber, 2013: 501).
Ya en 1845, en La situación de la clase obrera en Inglaterra, Engels decía que «Si la clase poseedora está afectada por tal insensatez, si se ciega por una ventaja momentánea, porque ya no tiene ojos para ver las señales evidentes del tiempo, se han perdido todas las esperanzas de una pacífica solución de la cuestión social en Inglaterra. Única vía de salida posible, resulta la revolución violenta, que ciertamente no ha de tardar» (Engels, 1976a: 293). Pero dicha revolución nunca se realizó en territorio británico y ni siquiera se planteó la posibilidad.
Según Marx, si los obreros llegan pacíficamente al poder (digamos, democráticamente, a través de un partido que los «represente») entonces los capitalistas, que serían la minoría, podrían en marcha una serie de planes y programas que desembocarían en la reconquista del poder, pero no ya democráticamente de cara a las siguientes elecciones, sino mediante la lucha armada en la guerra civil; del mismo modo –pensaba Marx– que los esclavistas del sur, aun estando en minoría, iniciaron una guerra contra los antiesclavistas que llegaron al poder democráticamente en Estados Unidos.
Cuando fue entrevistado en 1878 y el periodista le preguntó si «el asesinato y el derramamiento de sangre son imprescindibles para la consecución de sus principios», Marx respondió que «Ningún gran movimiento ha nacido sin derramamiento de sangre. Los Estados Unidos de Norteamérica alcanzaron su independencia con derramamiento de sangre, Napoleón conquistó Francia con acontecimientos sangrientos, y fue vencido del mismo modo. Italia, Inglaterra, Alemania y cualquier otro país ofrecen ejemplos similares. En lo que se refiere el crimen alevoso, ya se sabe que no es nada nuevo. Orsini ha intentado asesinar a Napoleón, pero los reyes han matado más gente que cualquier otra persona. Los jesuitas han matado, y lo mismo los puritanos bajo Cromwell. Y todo ello sucedió antes de que nadie oyera hablar de los socialistas» (citado por Enzensberger, 1999: 377).
Marx siempre apostó por la revolución violenta, pero no se cerró a nuevos métodos revolucionarios no menos violentos ateniéndose a las circunstancias del lugar donde se iba a incubar y desarrollar la revolución, como por ejemplo el terrorismo ruso contra el zarismo. Marx no aconsejaba el terrorismo como estrategia revolucionaria europea o mundial, pero sí lo dio por bueno y lo aconsejó en la Rusia zarista, por lo tanto su apoyo al terrorismo revolucionario estaba restringido a Rusia. El apoyo de Marx a los terroristas rusos, sobre todo en lo que al atentado contra Alejandro I en 1881 se refiere, no es muy diferente a la teoría del tiranicidio de Francisco Suárez.
En 1917, antes de la Revolución de Octubre, Lenin, refiriéndose a la Appassionata de Beethoven, decía que no podía escuchar música a menudo porque le hacía «querer decir cosas amables y estúpidas y acariciar la cabeza de las personas. Pero ahora hay que golpear, golpear sin piedad» (citado por Montefiore, 2010b: 399). Como le dijo a su amante Inessa Armand, la revolución es «una campaña de combate tras otra» (citado por Montefiore, 2010b: 399). A su regreso de Finlandia afirmó: «¡Mejor morir como hombres que dejar pasar al enemigo» (citado por Montefiore, 2010b: 421).
Poco tiempo después de la Revolución de Octubre, hablando con Máximo Gorki sobre el carácter violento de la misma le diría Lenin: «¿Y qué quiere usted? ¿Acaso cabe aquí la bondad y la generosidad? Europa nos bloquea, estamos privados de la ayuda del proletariado europeo, con la que contábamos; sobre nosotros, como un oso, avanza desde todas partes la contrarrevolución. ¿Es que no tenemos entonces derecho a luchar, a resistir?» (Citado por Díez del Corral, 2003: 341). Tenían tanto derecho como tantas fuerzas tuviesen.
Como se ha dicho, «la Revolución de Octubre se transformó en una más de las revoluciones en las cuales el protagonismo de las masas fue desplazado por la actuación de los “de arriba”, que manejaron el timón con mano férrea» (Saborido, 2006: 158), puesto que para los bolcheviques la violencia suponía un «saqueo a los saqueadores». Como le dijo Stalin a Alexandr Yakovlev, vicecomisario de la Industria de Aviación: «la coacción es la partera de la Revolución» (citado por Santos, 2012: 494).
En la entrevista que H. G. Wells le hizo a Stalin en 1934, éste afirmaba que «la revolución, el relevo de un sistema por otro, ha sido siempre una lucha, una lucha penosa y cruel, una lucha de vida o muerte… Los comunistas no glorifican, de ninguna manera, la aplicación de la violencia. Pero ellos, los comunistas, no tienen la intención de dejarse sorprender, no se pueden fiar de que el viejo mundo se saldrá del escenario voluntariamente, ven, que el viejo sistema se defiende por la violencia y, por eso mismo, los comunistas le dicen a la clase obrera: ¡Contestad a la violencia con la violencia, haced todo lo que esté en vuestras fuerzas para impedir que os aplaste el viejo orden moribundo, no dejéis que os aten las manos, aquellas manos, con las que derribaréis el viejo sistema! Ud. ve, por lo tanto, que los comunistas no consideran la sustitución de un sistema social por otro simplemente como un proceso espontáneo y pacífico, sino como un proceso complicado, largo y violento. Los comunistas no pueden cerrar los ojos ante los hechos… ricas experiencias históricas; esas experiencias enseñan, que una clase agotada no abandona el escenario voluntariamente. Piense en la historia de Inglaterra en el siglo XVII. ¿No decían en aquel entonces muchos que el viejo sistema social estaba podrido? Pero, a pesar de ello, ¿no fue necesario un Cromwell para anonadarlo por la fuerza?» (Stalin, 2002).
En consecuencia la violencia no es un componente accidental de la revolución política, sino esencial, pues a través de ella se sustenta la misma. La política en general, y la política revolucionaria en particular, no pueden regirse o plegarse a normas, dictados o «imperativos» éticos. Los problemas políticos, económicos y sociales no estarían bien entendidos si se interpretasen desde un diagnóstico ético (y que conste que este diagnóstico no es siempre inocente, muchas veces es interesado y de mala fe). Por tanto, «condenar la violencia, en general, o la violencia humana en particular, es un completo sinsentido, por muchas manifestaciones rebosantes de emoción pacifista que se organicen en contra de la violencia. El horror ante la violencia, en general, y su satanización como mal radical, tiene como correlato la metafísica (o la mitología) de la tranquilidad o paz primordial (paradisíaca), una paz de “relajación” y “disfrute” –dos términos que han alcanzado una alta frecuencia en el lenguaje cotidiano de nuestros días– que habría sido rota por un principio violento (satánico) a través del cual se introdujo el desorden, o el mal, en el Mundo» (Bueno, 2005a: 86-87).
Y desde luego que Marx no condenaba la violencia en general y no tenía ningún complejo en decir, ya desde joven, cosas como éstas: «en la refriega no se trata de saber si el enemigo es un enemigo noble y del mismo rango o un enemigo inferior, sino que se trata de zurrarle» (Marx, 1970b: 104).
La consigna de mayo del 68 «Cuando pienso en la revolución, me entran ganas de hacer el amor» es ajena al espíritu del marxismo-leninismo, y de hecho vendría a ser su polo opuesto (y, en general, de toda revolución seria que se precie). De hecho, el lugar donde a uno menos se le apetecería hacer el amor es en medio de una revolución. No es posible mezclar la concupiscencia con las barricadas, no cabe en tales circunstancias unos groseros «orgasmos revolucionarios». Como escribía Marx en 1860: «Las tormentas levantan siempre basura, las épocas revolucionarias no huelen nunca a agua de rosas, y nadie puede librarse en ellas de verse salpicado de lodo; es natural. No hay escape» (citado por Mehring, 1967: 233). «Donde se maneja el hacha, saltan astillas» (Lenin, 1980e: 71). De ahí que «la revolución es precisamente una revolución porque no se contenta con limosnas ni con pagos a plazos» (Trotsky, 2007: 714).
2. La conjugación entre inteligencia y violencia para poner en marcha la revolución
¿Cómo se piensa y se hace dicha revolución obrera? La crítica de la economía política comunista a la economía política capitalista es llevada a cabo a través de una nueva ontología, así como el paso del capitalismo al comunismo exige una praxis revolucionaria que viene a ser solidaria de dicha ontología. Por lo tanto, «El Capital, al margen del comunismo, pierde su nervio revolucionario y se reduce a un modelo interesante, entre otros, para el análisis de la sociedad capitalista» (Bueno, 1973: 33). Es decir, El Capital ha de ser implantado políticamente, y ello implica la revolución y por consiguiente la violencia, si no quiere ser un mero adorno de biblioteca o un pasatiempo de eruditos gnósticamente implantados.
Frente al oportunismo y el reformismo de la socialdemocracia, el marxismo-leninismo postulaba que la clase obrera o es revolucionaria o no es nada. El comunismo y su revolución sólo eran posible en la época de la revolución industrial y no en otra época, porque sólo podía realizarse a través de las fuerzas productivas de dicha revolución industrial en donde la gran industria capitalista reproduce de manera monstruosa la división del trabajo que unilateraliza la fuerza de trabajo del obrero. No es hasta la introducción de las máquinas en las fábricas cuando el obrero «combate contra el medio de trabajo mismo, contra el modo material de la existencia del capital. Su revuelta se dirige contra esa forma determinada del medio de producción en cuanto fundamento material del modo de producción capitalista» (Marx, 2003a: 424).
Parafraseando a Kant, se podría decir que, a la hora de llevar a cabo la revolución, la inteligencia sin violencia es vacía, pero la violencia sin inteligencia es ciega. Es decir, se trata de llevar a cabo las ideas a través de la fuerza, y son inútiles –como decía el propio Marx– las ideas sin fuerzas y las fuerzas sin ideas. «Las ideas se convierten en una fuerza cuando prenden en las masas» (Lenin, 1980e: 80). La revolución es posible entonces con la fuerza de la lógica y con la lógica de la fuerza, y sólo se lleva a cabo, si es que se lleva, utilizando la fuerza de los argumentos junto con los argumentos de la fuerza. De modo que las letras en la críticay las armas en la prácticahan de ir de la mano para el planteamiento, desarrollo y ejecución de una actividad y puesta en escena verdaderamente revolucionaria. «No basta que la idea clame por realizarse; es necesario que la realidad misma clame por la idea» (Mehring, 1967: 78). Como decía Karl Radek en 1919, «La dictadura sin voluntad de aplicar el terror es un cuchillo sin hoja» (citado por Nettl, 1974: 536). Y como ya dejó por escrito Louis Auguste Blanqui, «¡Armas y organización son los ingredientes decisivos del progreso, y los únicos medios serios capaces de abolir la miseria! Quien tiene armas tiene pan […] y ante proletarios armados todo obstáculo, toda resistencia y toda imposibilidad desaparecerá» (citado por Escohotado, 2017b: 150).
Por tanto, sólo con la violencia inteligente o la inteligencia violenta el movimiento revolucionario puede abrir su camino, porque si no entonces no será revolucionario sino «reformista» (para Lenin, con buena parte de razón, «oportunista», puesto que la concesión de reformas distrae a la clase obrera de la lucha revolucionaria, aunque bien es cierto que también es posible que las reformas favorezcan a los obreros con lo justo para no sublevarse). Aunque, eso sí, la violencia no puede producir dinero sino, a lo sumo, apoderarse del dinero ya hecho. «En último término, las grandes cuestiones de la libertad política y de la lucha de clases las resuelve únicamente la fuerza, y nosotros debemos preocuparnos de la preparación y organización de esta fuerza y de su empleo activo, no sólo defensivo, sino también ofensivo» (Lenin, 1976b: 13).
3. Sin las armas las letras son meras palabras
De modo que, la teoría, por sí sola, por muy revolucionaria y atractiva que se presente a los ojos de los lectores y oyentes que reflexionan objetivamente sobre el procedimiento de la revolución, no es posible sin las armas. Dicho de otro modo: un discurso de letras por sí solo es condición necesariapara llevar a cabo la revolución, pero no es condición suficiente, porque dicho discurso debe ser respaldado o escoltado por la fuerza. Es decir, la revolución se hace (o se hizo), levantando barricadas, tendiendo alambradas y disponiendo de todo tipo de armas, con hombres dispuestos a dar su vida por la Causa. Sin armas las palabras en los mítines proselitistas son flatus vocis y las letras impresas en los periódicos, en los panfletos y en los libros papel mojado. La revolución no vino a traer la paz sino la espada.
Como decía Stalin, «¡por mucha conciencia de clase que se tenga, no se puede responder a las balas con las manos nada más!» (citado por Trotsky, 2008: 95). Y como decía Trotski, «Concepción revolucionaria sin voluntad revolucionaria es lo mismo que un reloj con el muelle roto… Pero, por otra parte, la ausencia de una amplia concepción política condena al político de más voluntad de la indecisión ante acontecimientos importantes y complejos» (Trotsky, 2007: 247).
Para los marxistas revolucionar no es meramente interpretar sino fundamentalmente transformar (cosa obvia). La revolución es una tarea encargada a «una organización militar de agentes» (Lenin, 1974e: 522). «Una clase oprimida que no aspirase a aprender el manejo de las armas, a tener armas, esa clase oprimida sólo merecería que se la tratara como a los esclavos. Nosotros, si no queremos convertirnos en pacifistas burgueses o en oportunistas, no podemos olvidar que vivimos en una sociedad de clases, de la que no hay ni puede haber otra salida que la lucha de clases» (Lenin, 1980g: 69-70). Y esa salida de la lucha de clases se llama «dictadura del proletariado», lo cual implica armar al proletariado, pues las armas garantizan tal dictadura.
Sin las armas las letras serán papel mojado y las voces palabras que se las lleva el viento y por tanto pura cháchara, un simple tema de conversación. Pero como sabía Maquiavelo los profetas desarmados ni vencen ni convencen (y si convencen engañan, sin perjuicio de los méritos que pueda haber en la mentira política, por otra parte muy útil para los fines de la revolución). «La letra mata, el espíritu vivifica» (2 Cor 3.6).
Parafraseando a Thomas de Kempis, cabría decir que «más vale sentir la revolución que saberla definir»; es decir, como decía Lenin el 30 de noviembre (13 de diciembre) de 1917: «es más agradable y más provechoso vivir la “experiencia de la revolución” que escribir acerca de ella» (Lenin, 1993: 175).
En las revoluciones (ya burguesas o proletarias) no cabe el diálogo, como si en dicha circunstancia fuese cierto aquello de «hablando se entiende la gente». Los llamados «logros sociales» no han sido precisamente fruto de un diálogo habermasiano, sino de años de luchas en las que se derrama sangre, sudor y lágrimas. La gente feliz ni planea ni hace revoluciones, como tampoco escribe apocalipsis ni cree realmente en los mismos.
No cabe el diálogo con las manos vacías sino el diálogo de los puños y las pistolas, como en 1905, en plena revolución o «ensayo general», dijo Stalin parafraseando a Napoleón: «¡Camaradas! ¿Creéis que podemos derrotar al zar con las manos vacías? ¡Nunca! Necesitamos tres cosas. Primero: ¡Pistolas! Segundo: ¡Pistolas! Y tercero: ¡Pistolas y más pistolas!» (citado por Montefiore, 2010b: 195). O como decía Trotski en plena Revolución de Octubre: «es particularmente necesario ¡trabajar, trabajar y trabajar! ¡Hemos decidido antes morir que rendirnos!» (citado por Reed, 2011: 128).
Tras la victoria de la Revolución de Octubre, cuando los bolcheviques trazaban la nueva política del país en el Instituto Smolny, Kamenev y Trotski querían abolir la ejecución capital en el ejército, a lo que Lenin les replicó: «¡Qué absurdo! ¿Cómo vais a hacer una revolución sin fusilar a nadie?» (citado por Montefiore, 2010b: 441). Como dijo Stalin, «La abolición de las clases no se consigue mediante la eliminación de la lucha de clases sino mediante su estimulación» (citado por Service, 2010: 191, aunque es posible que la cita sea apócrifa). Y en eso el Vozhd siguió muy bien a su maestro, Lenin, cuando dirigiéndose al pleno del Comité Central de febrero-marzo de 1937, en pleno Terror, dijo: «cuanto más se avanza hacia el socialismo, más encarnizada es la lucha de los residuos de las clases moribundas» (citado por Werth, 2010: 269).
En plena Revolución de Octubre Trotski dejó claro que en un momento tan crítico como aquél «sólo es posible el comunicado que hacemos ya con la boca de los cañones» (citado por Reed, 2011: 229). Y pocos días después, en un discurso ante los marinos de Kronstadt decía el mismo Trotski: «Os digo que las cabezas tienen que rodar, y la sangre tiene que correr […] La fuerza de la Revolución francesa estaba en la máquina que rebajaba en una cabeza la altura de los enemigos del pueblo. Era una máquina estupenda. Debemos tener una en cada ciudad» (citado por Rojas, 2012: 84). Aunque, a decir verdad, es posible que en el rodaje de la película de Eisenstein Octubre (1927) hubiese habido más heridos que en la toma del Palacio de Invierno del 25 de octubre (7 de noviembre) de 1917. (La insurrección de Octubre sólo costó seis muertos, todos insurrectos).
Lenin sabía muy bien que «el problema del poder es el problema fundamental de toda revolución» (Lenin, 1976p: 158). Por eso recomendaba: «¡Fíate de la decisión revolucionaria, pero no sueltes el fusil!» (Citado por Reed, 2011: 297). «¡Proletario, aprende a manejar el fusil!», se le hace decir a Lenin en la Película Octubre (1927) de Sergei Eisenstein. «La revolución enseña que hay que hacer caso de un fusil» (Trotsky, 2007: 835). Algo muy parecido dijo Mao: «El poder está en la boca del fusil» (citado por Courtois y Panné, 2010a: 372). Y dicen justo a continuación los autores de El libro negro del comunismo: «Después ha quedado demostrado que esto era la quintaesencia de la visión comunista sobre la toma del poder y sobre su mantenimiento». No sólo del comunismo sino también del capitalismo, del nacionalsocialismo, del fascismo, etc., etc. (por no hablar de los reinos e Imperios de la antigüedad). Pero los autores del libro negrolegendario viven de los «100 millones de muertos» del comunismo, y no tienen más remedio que defenderlo (aunque lo hagan posicionados desde un dualismo maniqueo con fuertes dosis de fundamentalismo democrático ingenuo).
Aunque el primer objetivo de la destrucción revolucionaria es el ejército, lo primero que llevan a cabo las fuerzas revolucionarias es construir un nuevo ejército, a fin a los propósitos de la revolución. En el siglo XVII la Revolución Inglesa destruyó el poder estatal de la monarquía feudal al destruir a su ejército y fundar el ejército revolucionario de los puritanos y la dictadura de Cromwell. A finales del siglo XVIII la Revolución Francesa desintegró el ejército real y organizó el ejército revolucionario. Y la Revolución Rusa de 1917 destruyó la organización estatal de los latifundios feudales y de la burguesía y a su vez se destruyó el ejército zarista y, tras la Revolución de Octubre, el 23 de febrero de 1918 se fundó el Ejército Rojo. Lenin lo tenía muy claro: «La partida está ganada. Si hemos conseguido establecer orden en el ejército quiere decir que hemos podido imponerlo en todos los demás lugares. Y la revolución –en orden– será invencible» (Service, 2010b: 302).
En agosto de 1918, durante la guerra civil rusa, le telegrafió Trotsky a Lenin: «No mandar más que a aquellos comunistas que sean disciplinados, que estén dispuestos a pasar privaciones y resueltos incluso a morir. Agitadores de poca monta no nos hacen falta aquí» (Trotsky, 2006: 478). Trotski lo tenía muy claro: «Advierto que cualquier destacamento de tropas que emprenda retirada por su cuenta, provocará en primer lugar el fusilamiento del comisario y en segundo lugar, el del comandante. Los soldados bravos y valientes serán colocados en puestos de mando. Los cobardes, los egoístas y los traidores, no escaparán a las balas del pelotón. Así os lo garantizo ante todo el Ejército Rojo» (Trotsky, 2006: 436). «Sin represalias es imposible poner un ejército en pie. Es una quimera pretender que se van a lanzar a muchedumbres de hombres a la muerte si la pena capital no figura entre las armas de que dispone el mando. Mientras estos monos sin cola orgullosos de su técnica que se llaman hombres guerreen y levanten ejércitos para la guerra, no habrá un solo mando que pueda renunciar al recurso de colocar a sus hombres entre la eventualidad de la muerte que les aguarda, si avanzan, y la seguridad del fusilamiento que acecha en la retaguardia, si retroceden» (Trotsky, 2006: 447). Porque «De la marcha de las operaciones militares dependía la suerte de la revolución» (Trotsky, 2006: 492). Y «hubo momentos en que todo el territorio de la república que no estaba ocupado por los blancos, tenía el carácter de territorio militar o de zona fortificada» (Trotsky, 2006: 510). «En su última parte, el problema de la insurrección, que ha entrado en la historia bajo el signo de Octubre, tenía un carácter puramente militar. La solución debía venir, en su última etapa, de los fusiles, de las bayonetas, de las ametralladoras y quizá incluso de los cañones. El partido bolchevique trabajó en este sentido» (Trotsky, 2007: 833). «La escuela de Lenin era una escuela de realismo revolucionario» (Trotsky, 2007: 646). Y «el partido de Lenin era el único partido que estaba dotado de realismo político en la revolución» (Trotsky, 2007: 650).
En marzo de 1919, en el Primer Congreso de la Komintern, afirmó Trotski: «Kautski siempre nos ha acusado de cultivar el militarismo, pero a mí me parece que si queremos que el poder siga en manos de los obreros, entonces tenemos que enseñarles cómo utilizar las armas que ellos mismos forjan. Si a este se le llama militarismo, pues que se le llame así. Nosotros hemos creado nuestro propio militarismo socialista, y no vamos a renunciar a él» (citado por Service, 2010b: 334-335).
Por lo tanto, las armas y las letras son los requisitos para llevar a cabo la revolución, lo demás es retórica o, peor aún, demagogia, palabras de promesas que se transforman en palabrería y paparrucha, en farsa y, en última instancia, un fraude político. Pero todo esto ya lo dijo muy bien el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha en el siglo XVI: «Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está por averiguar según son las razones que cada una de su parte alega; y entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrán sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeto a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrían sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de cosarios y, finalmente, si por ellas no fuesen, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas» (Cervantes, 2004: 325). En consecuencia las leyes la sostienen las armas, pues –como se dijo un siglo después– «el hombre armado es más autónomo que el desarmado» (Espinosa, 2004b: 163).
4. La insurrección armada
El 22 de enero de 1867 afirmó Marx en un mitin que dio en el Cambridge Hall de Londres: «En cuanto a la revolución social ¿qué quiere decir sino lucha de clases? Es posible que la lucha entre trabajadores y capitalistas sea menos cruel y sangrienta que las luchas entre los señores feudales y los capitalistas de Inglaterra y Francia. Esperemos que así sea. Pero de todas maneras, aunque una crisis de esta clase puede aumentar la energía de los pueblos occidentales, atraerá, como todos los conflictos internos, también la agresión exterior. Este conflicto dará a Rusia otra vez el papel que jugó en la guerra antijacobina y la Santa Alianza, el de salvador del Orden elegido por la Providencia. Llevará a las filas de Rusia a todas las clases privilegiadas de Europa» (Marx, 2008d: 114-115).
El momento álgido de la lucha de clases es la insurrección revolucionaria en el que se da un «viraje brusco» que «infunde al pueblo todo en poco tiempo las más profundas y preciosas enseñanzas» (Lenin, 1976q: 61). «La revolución enseña a todas las clases con una rapidez y una profundidad que no se dan nunca en época normales y pacíficas. Y los capitalistas, los elementos mejor organizados de todos, los más expertos en materia de lucha de clases y de política, fueron quienes más velozmente aprendieron. Cuando vieron que la posición del gobierno era insostenible, echaron mano de un método que desde 1848 había venido practicándose constantemente por los capitalistas de otros países para engañar, dividir y debilitar a los obreros. Este método es el de los llamados “gobiernos de coalición”, o sea los gobiernos mixtos formados por elementos de la burguesía y por tránsfugas del socialismo» (Lenin, 1976q: 71).
La insurrección revolucionaria es la prolongación de la política revolucionaria por otros medios. Llegado a un punto en la política revolucionaria la insurrección tiene que desencadenarse, la insurrección es el resultado de una larga preparación. «Lo que la revolución en su conjunto es respecto de la evolución, la insurrección armada lo es en relación a la revolución misma: el punto crítico en que la cantidad acumulada se convierte por explosión en calidad. Pero la insurrección misma no es un acto homogéneo e indivisible: hay en ella puntos críticos, crisis e impulsos internos» (Trotsky, 2007: 907).
En 1894 el joven Lenin sabía muy bien que para expropiar a las «sanguijuelas» que monopolizan los medios de producción y dirigen la economía social rusa se requiere «lucha, lucha y lucha, y no una mezquina moral filistea» (Lenin, 1974a: 254), porque «la insurrección es, en el fondo, la “repuesta” más enérgica, más uniforme y más conveniente de todo el pueblo al gobierno» (Lenin, 1974e: 522-523). Si Plejánov había dicho, en referencia a la insurrección moscovita de 1905, que «no se debía haber empuñado las armas», Lenin, por el contrario, afirmaba que «lo que se debió hacer fue explicar a las masas la imposibilidad de una huelga puramente pacífica y la necesidad de una lucha armada intrépida e implacable. Y hoy debemos, en fin, reconocer públicamente, y proclamar bien alto, la insuficiencia de las huelgas políticas; debemos llevar a cabo la agitación entre las más grandes masas en favor de la insurrección armada sin disimular esta cuestión por miedo de ningún “grado preliminar”, sin cubrirla con ningún velo. Ocultar a las masas la necesidad de una guerra encarnizada, sangrienta y exterminadora como tarea inmediata de la acción próxima es engañarse a sí mismo y engañar al pueblo» (Lenin, 1976u: 14-15). Y advierte que «si la revolución no gana a las masas y al ejército mismo, no se puede pensar en una lucha seria. De suyo se comprende que el trabajo en el ejército es necesario» (Lenin, 1976u: 15). Como dijo Trotski: «¡La insurrección es un derecho inalienable de cada revolucionario!» (citado por Reed, 2011: 96), y «las masas populares sublevadas no han manifestado nunca una gran inclinación hacia el platonismo ni hacia el kantismo» (Trotsky, 2007: 223).
La insurrección armada, la revolución puesta en marcha hacia la toma del poder del Estado, no es otra cosa que la guerra civil, el momento culmen de la dialéctica de clases. Cuando el 4 de junio de 1918 un delegado del Soviet gritó «Viva la guerra civil», Trotski se volvió a él y le respondió: «Sí, viva la guerra civil. La guerra civil en favor de los niños, de los ancianos, de los obreros y del Ejército Rojo, la guerra civil en nombre de la lucha directa y despiadada contra la contrarrevolución» (citado por Figes, 2000: 674). Trotski estaba dispuestos a admitir que «la guerra civil no es una escuela de conducta humanitaria. Los idealistas y los pacifistas siempre han culpado a la revolución por sus “excesos”. El meollo del asunto es que los “excesos” se derivan de la naturaleza misma de la revolución, que es en sí misma un “exceso” de la historia. Que quienes así lo deseen, rechacen (en sus mezquinos artículos periodísticos) la revolución por ese motivo. Yo no la rechazo» (citado por Deutscher, 1969: 395). Y en otra ocasión llegó a decir: «Tenemos que acabar de una vez por todas con esa charla papista-cuáquera acerca de la santidad de la vida humana» (citado por Figes, 2000: 701).
Ya en 1902 Karl Kaustsky había pronosticado: «La futura revolución… se parecerá menos a una insurrección por sorpresa contra el gobierno y más a una guerra civil prolongada» (citado por Lenin, 1976h: 52). Y reflexionando sobre la revolución o «ensayo general de 1905» dejó por escrito Lenin: «sólo los más duros combates, las guerras civiles, pueden emancipar al género humano del yugo del capital», y «sólo los proletarios con conciencia de clase pueden actuar y actuarán como jefes de la inmensa mayoría de los explotados» (Lenin, 1976h: 56).
Si –como dijo el socialista francés Jean Jaurès– el capitalismo trae dentro de sí la guerra como la nube trae la tormenta, el comunismo también trae consigo la revolución (es decir, la guerra) como la nube trae consigo la tormenta. Lo demás es música celestial o pensamiento infantil: izquierdismo (enfermedad infantil en el comunismo, como decía Lenin) y pensamiento Alicia, como dice Gustavo Bueno.
5. El terror
Como observó Marx, los tres grandes principios de la Gran Revolución (libertad, igualdad y fraternidad) se transformaron con Napoleón en artillería, infantería y caballería (con intención de exportar la revolución allende las fronteras francesas). En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad el Terror pudo realizarse mediante la tiranía, la desigualdad y el fratricidio, y así los revolucionarios franceses definían el Terror como «justicia rápida, severa, inflexible». Por lo tanto, no cabe aquí hablar de una revolución pacífica (que vendría a ser una contradictio in terminis), sino de una revolución violenta (que vendría a ser un pleonasmo); una revolución pacífica es, como dijo Lenin citando a Robespierre, una «revolución sin revolución».
Luego la revolución no es un festín de libertad, igualdad y fraternidad. La violencia revolucionaria es el trabajo sucio que ha de llevarse a cabo en toda verdadera revolución. Como dijo Stalin, «La política es un negocio sucio. Todos hicimos trabajos sucios para la Revolución» (citado por Montefiore, 2010b: 261).
Decía Louis Antoine de Saint-Just, mano derecha de Robespierre, parafraseando a éste refiriéndose al Terror: «El barco revolucionario solo llegará a puerto en un mar enrojecido por torrentes de sangre […] No solo debemos castigar a los traidores sino a cualquiera que no sea entusiasta. La República debe protección a los buenos ciudadanos. A los malos solo les debe la muerte» (citado por Escohotado, 2017a: 509). Y añadía: «Golpea rápido y duro, osa, he ahí el secreto del éxito» (citado por Escohotado, 2017a: 518).
«La revolución es una gran devoradora de hombres y de caracteres. Lleva a los más valientes a su exterminación y agota a los más débiles» (Trotsky, 2006: 440). «Si está justificado que haya víctimas –y no sabemos quién habría que obtener el permiso-, nunca lo estará tanto como cuando las víctimas sirvan para imprimir un avance a la humanidad» (Trotsky, 2006: 638). «No se puede dar respiro al enemigo. Las revoluciones exigen, más que ninguna otra cosa, remate y coronación» (Trotsky, 2007: 119). Y «toda revolución es arbitraria» (Trotsky, 2007: 121).
Los revolucionarios no pueden andarse con medias tintas y, como el cirujano que maneja el bisturí, no debe vacilar pues vacilar equivale a perder. El ejemplo más claro de revolución vacilante (no ya en su génesis, en el golpe contra el zarismo, sino en su estructura, en la gestión y desarrollo del gobierno «provisional», palabra muy significativa) fue la Revolución de Febrero, y el ejemplo más claro de revolución decidida fue la Revolución de Octubre (con todos sus errores). «A través del inmenso caos de la revolución de Febrero se veían resplandecer los rasgos acerados de la de Octubre» (Trotsky, 2007: 231). Marx concluía su Miseria de la filosofía con una cita de la novela de George Sand, Jean Ziska. Épissode de la guerra des hussiste (1843): «El combate o la muerte: la lucha sanguinaria o la nada. Así está planteada la cuestión infaliblemente» (Marx, 2004a: 299).
A principios de siglo decía Lenin en las páginas de Iskra: «En principio, nunca hemos renunciado ni podemos renunciar al terror. El terror es una de las formas de la acción militar que puede ser perfectamente aplicable, y hasta indispensable, en un determinado estado de las fuerzas y en determinadas condiciones» (Lenin, 1974e: 15). Y a finales de 1899 tenía muy claro que «renunciar a la toma del poder por la vía revolucionaria sería, por parte del proletariado, tanto desde el punto de vista teórico como desde el punto de vista práctico y político, una locura; significaría una vergonzosa concesión a la burguesía y a todas las clases poseedoras. Es muy probable –y más que probable– que la burguesía no hará concesiones pacíficas al proletariado; en el momento decisivo recurrirá a la violencia para defender sus privilegios. Entonces no le quedará a la clase obrera otro camino que la revolución para la realización de sus objetivos» (Lenin, 1974d: 282).
Ante las críticas de Mártov durante el Segundo Congreso del POSDR en 1903, Lenin replicó: «No me asusta lo más mínimo esas terribles palabras acerca de la “ley marcial” y “las leyes de excepción contra grupos y personas determinadas”, etcétera. Cuando nos tropezamos con elementos inestables y perturbadores, no sólo podemos sino que además debemos proclamar la “ley marcial”, los estatutos del partido y la política de “centralismo” que acaban de ser aprobados en el Congreso no son sino la “ley marcial” para hacer frente a los numerosos focos de indisciplina política. Contra la indisciplina política se necesitan leyes especiales e incluso excepcionales; y el paso dado por el Congreso, al crear una sólida base para tales leyes medidas, ha indicado el camino político justo a seguir» (citado por Carr, 1972a: 50).
Como le escribió Máximo Gorki, el más importante novelista ruso, a su mujer tras los sucesos del Domingo Sangriento del 9 (22) de enero de 1905, «sólo la sangre puede cambiar el color de la historia» (citado por Figes, 2000: 222). Ya en el poder, desde las páginas de Pravda, atizaba: «Si el enemigo no se rinde, debe ser exterminado» (citado por Montefiore, 2010a: 79). La Revolución de Octubre fue un golpe de Estado con el respaldo de buena parte de la masa urbana, y «el significado de este golpe consiste, sobre todo, en el hecho de que tendremos nuestro propio órgano de poder, en el cual la burguesía no tendrá ninguna participación» (citado por Saborido, 2006: 94).
En sus notas manuscritas, Lenin ordenaba sin piedad fusilar, asesinar y ahorcar a «los que nos chupan la sangre… a las arañas… a las sanguijuelas», y se hacía la siguiente pregunta: «¿Cómo puede hacerse una revolución sin pelotones de fusilamiento? Si no podemos fusilar a los saboteadores de la Guardia Blanca, ¿qué clase de revolución va a ser ésta? ¡Nada más que palabrería y paparrucha!» (Citado por Montefiore, 2010b: 444). El 18 de diciembre de 1918 escribía Lenin en Pravda: «cuando se nos reprocha nuestra crueldad, no cabe sino sorprenderse de cómo la gente puede olvidar los principios más elementales del marxismo» (citado por Conquest, 1974: 663). «“¡Absurdo! –clamó-. ¿Cómo contáis que una revolución siga adelante sin ejecuciones? ¿Creéis de veras que podéis tratar con todos esos enemigos después de desarmaros? ¿Qué otras medidas de represión existen? ¿La prisión? ¿Quién da importancia a eso durante una guerra civil, cuando ambas partes confían en vencer?”. Kamenev trató de argumentar que se trataba sólo de revocar la pena de muerte instituida por Kerensky, especialmente contra los desertores. Pero Lenin se mostró irreconciliable. Se daba clara cuenta de que tras el decreto de abolición se ocultaba una actitud frívola frente a las dificultades inauditas que nos aguardaban. “Una equivocación –reiteró-, blandura imperdonable, ilusiones pacifistas”, etc. Propuso que se revocase inmediatamente el decreto, pero se le objetó que ello produciría una impresión desfavorable. Alguien sugirió que sería mejor recurrir a las ejecuciones cuando se viera que no había otro remedio. Finalmente, el asunto se dejó como estaba» (Trotsky, 2008: 386).
Además de esto, hay que decir que Lenin –lejos de condenar moralmente a Fanni Kaplán por los disparos que recibió el 30 de agosto de 1918 tras asistir a una reunión obrera en una fábrica, que le hirió en el omóplato y en el cuello y que casi le cuesta la vida y que le terminaría costando seis años después– le comentó a Trotski desde la más admirable objetividad: «qué se le va a hacer, es una pelea. Y en una pelea cada uno actúa como puede» (citado por Díez del Corral, 2003: 352). Aunque, eso sí, Kaplán sería ejecutada tres días después del atentado en los calabozos del Kremlin sin proceso y sin publicidad. Kaplan confesó que la idea había sido exclusivamente suya y que «hace ya tiempo que decidí matar a Lenin; lo considero un traidor a la revolución» (citada por Saborido, 2006: 115). Lenin, como Marx, sostenía que el vencedor en una revolución podía colgar a los contrarrevolucionarios pero jamás condenarlos, podía quitárselos de en medio como a enemigos vencido pero no juzgarlos como si fuesen delincuentes.
Por su parte, Trotski afirmaba cosas no menos contundentes: «cuando la sangre se ha vertido ya, no hay más que un camino: la lucha sin cuartel. Sería pueril creer que podemos vencer por otros medios… ¡Por cada revolucionario muerto nosotros mataremos a cinco contrarrevolucionarios!» (Citado por Reed, 2011: 211-212).
Y respecto a la ejecución del Zar y toda su familia así lo justico diecisiete años después del zaricidio: pues resulta que los bolcheviques no podían dejar a los ejércitos blancos «una bandera viva en torno a la cual agruparse», por ello sus hijos «cayeron víctima del principio que constituye el eje de la monarquía: la sucesión dinástica» (citado por Deutscher, 1969: 262).
La importancia del terror era algo de lo que era muy consciente Stalin, el cual citaba en privado un adagio de Gengis Khan que rezaba: «Las muertes de los derrotados son necesarias para la tranquilidad de los vencedores» (citado por Service, 2010a: 219). Otros estadistas a los que admiraba el Zar Rojo eran Iván el Terrible y Pedro el Grande, pero le objetaba maquiavélicamente al primero que hubiese infravalorado a una de las cinco grandes familias feudales. «Si hubiera aniquilado a esas cinco familias, no se habrían producido los años turbulentos [el Primer período de desórdenes en Rusia, siglo XVII]. Pero Iván el Terrible podía ejecutar a alguien y perder luego mucho tiempo arrepintiéndose rezando. En este sentido Dios le supuso un estorbo. ¡Tendría que haber actuado con más decisión todavía!» (Citado por Service, 2010a: 219 y por Santos, 2012: 270, corchetes míos). «Iván el Terrible mató a demasiados pocos boyardos. Habría debido matarlos a todos para poder crear un estado fuerte» (citado por Montefiore, 2010a: 229).
Stalin sabía muy bien que «la coacción es la partera de la Revolución» (citado por Santos, 2012: 494). Cuando el 31 de junio de 1934 Hitler llevó a cabo la purga del ala izquierda de su Partido, las S.A. de Ernst Röhm, en lo que se llamaría «la noche de los cuchillos largos», Stalin comentó sobre Hitler: «Qué hombre más listo, así es como hay que tratar a la oposición, pasándolos a todos a cuchillo de una sola vez», y les comunicó a los servicios de inteligencia del Ejército Rojo: «Los acontecimiento de Alemania […] debe conducir a la consolidación del régimen y al fortalecimiento del poder personal de Hitler» (citado por Rayfield, 2003: 300). «¡Qué tipo ese Hitler! ¡Magnífico! ¡Ésa es una proeza que requiere habilidad!» (citado por Rojas, 2012: 122).
Decíamos «maquiavélicamente» porque el gran filósofo político florentino hablaba del buen uso de la crueldad «cuando se ejerce una sola vez dictándolo la necesidad de consolidar el poder, y cuando únicamente por utilidad del pueblo se recurre a un medio violento. Crueldades mal empleadas son aquellas que, aunque poco considerables al principio, van luego creciendo en lugar de acabarse… Necesítase, pues, que el usurpador de un estado cometa de un golpe todas cuantas crueldades exija su propia seguridad para no repetirlas: de este modo se asegurará la obediencia de sus súbditos, y todavía podrá adquirir su afecto, como si les hubiera hecho siempre beneficios. Si, mal aconsejado o por timidez, obrase de otra manera, necesitaría tener continuamente en la mano el puñal y se encontraría siempre imposibilitado de contar con la confianza de unos súbditos a quienes tantas y repetidas veces hubiese ofendido; porque, vuelvo a decir, estas ofensas deben hacerse todas de una vez, a fin de que hieran menos siendo menor el intervalo de tiempo en que se sientan» (Maquiavelo, 2004: 68-69).
Por su parte, Lenin le había dicho a Molotov que Maquiavelo «decía acertadamente que si es necesario recurrir a ciertas brutalidades con la finalidad de conseguir un objetivo político determinado, deben ejecutarse de la forma más enérgica y en el plazo más breve posible porque las masas no tolerarán la aplicación prolongada de la brutalidad» (citado por Service, 2001: 427).
En julio de 1915, en Monastyrskoe, en el exilio, Kámenev le regaló a Stalin precisamente El Príncipe de Maquiavelo. Durante un simposio, Kámenev les preguntó a sus camaradas cuál era para ellos el mayor placer de la vida. Unos se decantaron por las mujeres, otros por el materialismo dialéctico. Cuando le llegó el turno a Stalin sin inmutarse lo más mínimo dijo: «Para mí el mayor placer que puede sentir uno es elegir a la víctima, preparar los planes minuciosamente, tomar venganza de manera implacable, y luego irse a la cama. ¡No hay nada más dulce en el mundo!» (Citado por Montefiore, 2010b: 378).
Antes de la toma del poder en la Revolución de Octubre, según Víktor Chernov, el líder de los Socialistas Revolucionarios o eseristas, él y Lenin tuvieron el siguiente diálogo: «Yo le dije: “Vladímir Ilich, tú si llegas al poder empezarás por ahorcar a los mencheviques al día siguiente”. Y él me miró y dijo: “No ahorcaremos al primer menchevique hasta después de que hayamos ahorcado al último socialista revolucionario”. Luego frunció el ceño y soltó una carcajada» (citado por Service, 2001: 207).
Un tanto ingenuo fue el programa del Partido Comunista Alemán que elaboró Rosa Luxemburgo: «En las revoluciones burguesas el derramamiento de sangre, el terror y el asesinato político eran armas indispensables de las clases que se levantaban, pero la revolución proletaria no necesita del terror para lograr sus propósitos y odia y abomina el asesinato» (citado por Carr, 1972a: 173). Pero en otro lugar dijo que la enseñanza básica y la ley vital de toda revolución «es la de avanzar con extrema celeridad y decisión, abatiendo con mano férrea todos los obstáculos y planteándose siempre metas ulteriores, o ser rechazada rápidamente hacia atrás de las débiles posiciones de partida para ser luego aplastada por la contrarrevolución. Detenerse, marca el paso, resignarse con el primer objetivo logrado, son fenómenos desconocidos en las revoluciones. Y quien trata de transferir esta sabiduría de entre casa de las batracomiomaquias parlamentarias a la táctica revolucionaria de muestra solamente cuán alejado está de la psicología, de la ley vital misma de la revolución, y cómo toda la experiencia histórica sigue siendo para él un libro cerrado con siete sellos… el “justo medio” no es una solución que tenga vigencia en un período revolucionario, cuya ley natural exige una rápida decisión: o la locomotora es lanzada a todo vapor por la pendiente histórica hasta la cumbre, o la fuerza de la gravedad la arrastrará de nuevo hacia abajo y se despeñará en el abismo, con todos aquellos que con sus débiles fuerzas pretendían retenerla a mitad de camino» (Luxemburg, 1975: 40-43-44).
En 1918 Lenin declaró que «pedir que se renuncie a toda represión en tiempo de guerra civil es pedir que se abandone ésta». Y según un periodista eserista añadió: «Protestáis contra el bando y débil terror que estamos aplicando contra nuestro enemigos de clase, pero habéis de saber que, antes de que transcurra el mes, el terror asumirá formas muy violentas siguiendo el ejemplo de los grandes revolucionarios franceses. La guillotina estará lista para nuestros enemigos, no ya simplemente la prisión» (citado por Carr, 1972a: 175).
El 11 de agosto de 1918 un implacable Lenin dio una orden para un ahorcamiento masivo de Kulaks. La cita –dirigida a los camaradas Kuraev, Bosch, Minkin y demás comunistas del Penza, conocida como «Telegrama a los comunistas de Penza»– no tiene desperdicio:
«¡Camaradas! La insurrección de cinco distritos de kulaks debería sofocarse implacablemente. Los intereses de toda la revolución exigen hacerlo porque se está librando en este momento “la última batalla decisiva” contra los kulaks. Es necesario dar un ejemplo.
1) Ahorcar (y asegurarse de se haga a plena vista de todos) a un mínimo de cien kulaks ricos y explotadores conocidos.
2) Publicar sus nombres.
3) Requisarles todo el grano que tengan.
4) Designar rehenes de acuerdo con el telegrama de ayer.
Hacerlo de tal modo que en cien kilómetros a la redonda la gente pueda ver, temblar, saber, gritar: están ahorcando y ahorcarán a los kulaks explotadores.
A la recepción de telegrama, puesta en práctica.
Vuestro, Lenin.
Buscad gente dura de verdad» (citado por Service, 2001: 413).
Uno de los jefes del ELAS (el Ejército de Liberación Nacional griego durante la Segunda Guerra Mundial), Aris Velouchiotis, afirmó que «Las revoluciones vencen cuando los ríos se tiñen de sangre». Pero añade de modo ingenuo u optimista: «Vale la pena verterla, siempre que la recompensa sea la perfección de la sociedad humana» (citado por Courtois y Panné, 2010a: 430).
El jefe del NKVD, Lavrenti Beria, afirmaba que la única manera de sobrevivir era «dar siempre primero» (citado por Montefiore, 2010a: 564). Así pues, en la revolución, como en la guerra, o matas o te matan, y la crueldad puede llegar a convertirse en prudencia, por retorcido que esto parezca a mentalidades bienintencionadas del moralismo filisteo del fundamentalismo democrático del mercado pletórico imbuido del síndrome del pacifismo fundamentalista. Toda esta crueldad es imprescindible para que, una vez en el poder, los revolucionarios puedan reprimir a los contrarrevolucionarios de modo inmisericorde y con decidida contundencia. Una crueldad que no es gratuita o sádica, sino necesaria para los intereses de la revolución, si es que éstos se quieren defender. El Terror no es otra cosa que la defensa de la revolución. Y, en caso de no saber defender la revolución por falta de aplicación del Terror o por su mala aplicación, los revolucionarios (más bien pretendientes incualificados) serían reprimidos por el Terror de los contrarrevolucionarios, el Terror blanco, tan violento, cruel y letal como el rojo.
Sobre la crueldad ya Stalin le comentó al director de cine Sergei Eisenstein al corregirle algunos puntos de su película La conjura de los boyardos: «Iván el Terrible era muy cruel. Podéis presentarlo como un personaje cruel. Pero debéis mostrar por qué necesitaba ser cruel» (citado por Montefiore, 2010a: 584). Y, efectivamente, Stalin necesitaba ser cruel si se quería preservar la eutaxia del Estado revolucionario. Crueldad que, por cierto, no es explicada por muchos historiadores, entre ellos Montefiore, como si la crueldad llevada a cabo en el estalinismo fuese producto de la locura subjetiva de un sádico sediento de sangre y de sus cómplices igualmente sedientos (que –como narra muy bien Montefiore– apagan su sed hasta altas horas de la madrugada con dosis de alcohol, tabaco y cine). E incluso se llega a decir, desde el psicologismo más ramplón, que Stalin era cruel porque su padre le pegaba cuando era pequeño (igual que pasaba con Hitler) y por eso exteriorizaba en el poder lo que de pequeño tenía reprimido.
El problema de los historiadores negrolegendarios (el hecho de ser negrolegendarios pone en cuestión su condición de historiadores) es que creen en una extraña fuerza que vendría a ser el mal absoluto, que se encarna en sujetos operatorios como Hitler, Mussolini, Franco, Lenin, Mao y por supuesto Stalin. No haber interpretado el Terror en términos de eutaxia (o de distaxia, si no se aplica o se aplica sin eficacia) ha bloqueado el entendimiento de estos –llamémoslos así– autores. Y este bloqueo es propio del cerrojo ideológico que se sumerge encapsulado en dogmas y mitos convenciones que son oscurantistas y confusionarios y, por tanto, tenebrosos. El Terror tiene su lógica, la denominada «lógica del Terror», y por no se trataba de un sinsentido absurdo llevado a cabo por sujetos endemoniados (ateos materialistas) que por pura maldad y caprichos sádicos se dedicaban a matar por mor de matar, mara mayor gloria del mal absoluto. Y el otro problema de los autores negrolegendarios está en que inflan el número de víctimas de modo tan abultado, absurdo y descabellado que se quedan tan panchos. Pero hete aquí que estos señores venden libros a través del mercado pletórico de bienes y servicios y, al igual que los gurús del supermercado espiritual, abren su mercado del Terror demonizando a los líderes «totalitarios» representantes del mal absoluto en la Tierra. Ya es hora de llevar a cabo una historia y filosofía del Terror de modo contramaniqueo. Está la tarea por hacer.
V. Final: ¿Es posible la revolución a día de hoy?
Con el tiempo el modus operandis de los revolucionarios van ajustándose a las circunstancias históricas y geopolíticas del momento. En 1917 la Revolución de Octubre fue posible a través de la insurrección armada, pero todas las insurrecciones armadas para implantar un régimen comunista llevadas a cabo durante los años veinte y treinta fracasaron (y la de Octubre fue seguida por una guerra civil de dos años, posiblemente la más feroz guerra civil de todos los tiempos). En los años cuarenta, a través de la extraordinaria coyuntura de la Segunda Guerra Mundial, la estrategia de los partidos comunistas consistía en las guerras de liberación nacional (o, como en Europa del Este, iban siendo impuestos por el derecho que les otorgaba la fuerza del Ejército Rojo). En los años cincuenta y sesenta la toma del poder se realizaba a través de guerrillas de descolonización en las que intervenían auténticos ejércitos rojos (pensamos en Yugoslavia, China, Corea del Norte, Vietnam, Camboya, fracasando en Hispanoamérica excepto en Cuba, el partido colombiano las FARC entregó las armas en 2017 y parece integrarse en la normalidad de la política democrática). También el terrorismo procedimental, aunque en menor medida, fue empleado como táctica (y no como estrategia) por diferentes partidos comunistas. Pero tampoco obtuvo frutos victoriosos.
Luego, a medida que la situación geopolítica va mutando, no hay que caer en la ingenuidad y en el anacronismo de que a día de hoy sea posible una revolución a modo de insurrección armada como las que fueron posibles en el siglo XX, porque ya no estamos en 1917 o en 1936 (a pesar de que algunos todavía viven como si estuviésemos en tan señaladas fechas). El socialismo revolucionario del siglo XXI ni está ni se le espera. Aun así, cierto sector de la progresía actúa como si la Unión Soviética y el muro de Berlín no hubiesen caído, como si fuese posible la revolución internacional al margen de una plataforma (un Imperio) con planes y programas efectivos a través de los cuales sea posible al menos plantearse la revolución (violenta, claro). (China y Corea del Norte son ya otra historia, harina de otro costal y, geopolíticamente hablando, enemigos de España y la Unión Europea, es decir, de Estados Unidos).
La duda que nos queda es si habrá revolución, aunque por supuesto desconocemos la naturaleza de la misma, mediante o tras la hipotética Tercera Guerra Mundial que no sería muy descabellado decir que se avecina aunque nadie sabe ni el día ni la hora (aunque cabría decir que ya está en marcha).
La progresía de hoy día cree en la revolución sin que se rompa un sólo cristal y sin que se derrame ni una sola gota de sangre (y, al menos en España, no organiza insurrecciones sino caceroladas). En eso siguen a Proudhon: «prefiero abrasar la Propiedad a fuego lento en vez de darle un nuevo impulso realizando un san Bartolomé con los propietarios» (Proudhon, 2004a: 63). La negación de la revolución, de la acción armada, venía a ser la propuesta del reformismo pequeñoburgués. Pero la revolución proletaria consiste precisamente en un san Bartolomé con los burgueses, ¿o es que acaso cabe hacerlo a través del diálogo? La progresía de hoy tiene como uno de sus ingenuos lemas el de «No a la Guerra» (que también viene a decir «No a la Revolución», porque ¿acaso es posible una revolución política sin guerra o sin que se rompa un solo cristal ni se derrame una gota de sangre, aun siendo posible la guerra sin revolución?).
De todos modos el sujeto de la revolución, el proletariado, mostró a lo largo de la historia que no existía como totalidad atributiva y por tanto como sujeto político propiamente hablando. El proletariado no configura una unidad política y por tanto es absurdo hablar de una revolución política del proletariado porque éste ni está ni se le espera porque ni existe ni puede existir. La tesis más errónea del marxismo está en el imperativo proselitista con el que cierra el Manifiesto comunista (el célebre «¡Proletarios de todas las naciones, uníos!»), que postula, aureolarmente, un proletariado universal que vendría a emancipar al Género Humano de toda explotación y miseria tras la victoriosa revolución mundial.
Pero si tal entidad no es posible, si tal proletariado universal, como tal, no es partícipe de las ramas estructurativas, operativas y determinativas y de las capas conjuntivas, basales y corticales de la política real de la dialéctica de Estados, entonces es imposible la revolución porque no hay cuerpos humanos, ni instituciones ni consenso ideológico que la sustente, es decir, que sustente al proletariado universal; porque no hay partido político que tenga la soberbia pretensión de autoproclamarse como «representante» de un supuesto proletariado universal. La emancipación de los obreros ha de ser hecha por los obreros mismos, dijo Marx (cosa que, como hemos visto, enmendó Lenin). Pero si los obreros no forman una unidad política efectiva y políticamente implantada eso hace que el marxismo ya sea una fase superada en la política del presente en marcha, y eso lo hace evidente el propio hundimiento del Imperio Soviético. Apostar en 2017, a cien años de la Revolución de Octubre y veinticinco de la caída de la Unión Soviética, por una revolución proletaria es escándalo y necedad, impostura o ignorancia. Luego el siglo XXI será revolucionario o no lo será, pero, y sin que dispongamos de la ciencia media, no será marxista ni leninista y ni siquiera estalinista. Y si no, al tiempo.
Cortegana (España), a 7 de noviembre de 2017.
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