El Catoblepas · número 181 · otoño 2017 · página 4
La cosmología del Quijote
José Antonio López Calle
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (56)
En el Quijote hay una idea del universo y esta idea aparece en dos contextos harto diferentes, uno de carácter metafísico y otro de carácter científico, en el sentido de ciencia tal como ésta se entendía en la Edad Media y el Renacimiento, antes del surgimiento de la ciencia moderna. Con lo de contexto científico nos referimos, para ser más precisos, a la idea del mundo desde la perspectiva de la cosmología aristotélico-ptolemaica, una amalgama de física aristotélica y astronomía ptolemaica, que dominó el panorama de la ciencia europea desde la Baja Edad Media hasta mediados del siglo XVII e incluso hasta la entrada en escena de la física y cosmología newtonianas.
Sobre el mundo en sentido metafísico, el Quijote ofrece pocas referencias, por lo que hemos de completar la reconstrucción de la idea de Cervantes al respecto a partir de material procedente del resto de su obra literaria. En cambio, sobre el mundo en sentido científico en la forma especificada la gran novela aporta suficientes alusiones a cuestiones astronómicas y cosmológicas, aunque, escuetas y dispersas, como para darnos una imagen completa de la concepción cervantina del universo, hegemónica aún en su tiempo, la aristotélico-ptolemaica, aunque, desde hacía tiempo, estaba ya siendo cada vez más cuestionada y socavada. También utilizamos el resto de la producción literaria cervantina para completar el cuadro cervantino del mundo, allí donde el Quijote no basta.
En la reconstrucción de la imagen del mundo de Cervantes, realizamos dos tipos de operaciones. A partir del material literario tocante a astronomía y cosmología (o ciencias muy relacionadas en su tiempo, como la cosmografía y la geografía) reconstruimos la idea del universo vigente en su época y seguida por Cervantes, pero, a la vez, nos servimos de ésta para entender las alusiones astronómicas y cosmológicas repartidas por el Quijote y el resto de su obra y, cuando es menester, para desentrañar el exacto significado de referencias y pasajes que hoy pueden resultarnos extraños.
I. El universo metafísico
Desde el punto de vista metafísico, el universo en su conjunto y en todas sus partes se nos presenta en la gran novela, como bien se ve en el juramento de don Quijote a Dios como creador, como el resultado de un acto de creación divina y, por tanto, como una criatura de Dios, absolutamente dependiente de su primera causa. No hay nada más de esto en el Quijote sobre la visión metafísica del universo. Por tanto, hemos de complementar ésta con las aportaciones del resto de su obra. Y la principal idea que encontramos aquí es la noción de naturaleza en general como “el mayordomo de Dios” en La Galatea{1} o de modo similar “mayordoma del verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra”, en el Persiles{2}, una concepción que se remonta, pues, a los mismísimos orígenes de Cervantes como escritor y se mantiene incólume hasta el final de su vida, aunque en el Quijote no hallara espacio u ocasión para sacarla a relucir.
Esas citas nos transmiten la concepción del universo o naturaleza, de raigambre escolástica, como una realidad subordinada a un Dios creador o, según su versión de la prueba teleológica, primera causa, lo que convierte al universo o naturaleza en un orden de causas segundas, por las cuales se generan las cosas, pero no sin la eficacia de la primera causa divina, de la que la naturaleza es un instrumento, una fuerza activa que depende en sus operaciones de Dios, de quien, en último término, recibe su poder causal. La naturaleza o el mundo no es, pues, una esfera de la realidad autónoma o independiente, aunque se le atribuya una cierta autonomía, con respecto a su principio divino, en su terreno de las causas segundas. Esta doctrina de la instrumentalidad o mayordomía de la naturaleza, cuyas obras hace como sierva o delegada de Dios, refleja una concepción de la naturaleza que cabe definir como naturalismo trascendentista, pues se reconoce que detrás de las obras que la naturaleza hace como fuerza activa está siempre la mano de Dios.
Esta doctrina de la mayordomía de la naturaleza entraña un control absoluto por parte de Dios del mundo natural: “No se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios” (II, 3, 570), proclama don Quijote. La idea de la naturaleza como instrumento de Dios no impide reconocer la existencia de un orden natural de leyes inalterables a las que el hombre está sometido y que no puede infringir: “Pero no he podido contravenir al orden de la naturaleza, que en ella casa cosa engendra su semejante”, declara el propio Cervantes al comienzo del prólogo de la primera parte del Quijote.
Pero ese orden de la naturaleza inalterable para los humanos no lo es para Dios, quien sí tiene el poder de contravenirlo o alterarlo. Cervantes, en efecto, admite los milagros, esto es, la posibilidad y la realidad de las intervenciones de Dios en el mundo fuera o contra el orden de la naturaleza, que él mismo instauró cuando creó el mundo. Don Quijote y Sancho dan por supuesta la existencia de milagros en su coloquio sobre la fama de los santos, que supera con creces a la de los caballeros andantes (II, 8, 607-8) y don Quijote presenta como hechos históricos las apariciones e intervenciones del apóstol Santiago en algunas batallas contra los moros en socorro de las tropas cristianas (II, 58, 988-9); por si esto fuera poco, el propio narrador parece aceptar la realidad de las acciones sobrenaturales o divinas en la novela Las dos doncellas, donde la curación de Marco Antonio de la peligrosa herida en la sien causada por una pedrada se atribuye al poder de la providencia ordenadora de Dios que puede realizar obras que la misma naturaleza no puede lograr “cuando a nuestros ojos quiere hacer alguna maravilla”{3}.
Dios gobierna el mundo tanto cuando su gobierno es congruente y mantenedor del orden natural, como cuando su gobierno conduce a una acción sobrenatural que excede o sobrepasa el orden cósmico, pero en este segundo caso el grado de subordinación del universo a Dios es mucho mayor{4}.
II. El universo ptolemaico
De la concepción metafísica de la naturaleza pasamos a la concepción científica, en el sentido arriba especificado, o, si se prefiere, de la cosmología metafísica o de los fundamentos metafísicos del mundo a la cosmología científica o de base científica, con arreglo, insistimos, a la noción de ciencia que se tenía entonces, muy distinta de la nuestra. Como se verá, entre ambas hay un punto de convergencia, que aparece reflejado en el Quijote y otras obras cervantinas.
Cervantes, como cabría esperar en alguien de su tiempo, se adhiere a la visión del mundo vigente y dominante entonces, representada, como indicamos en la introducción, por el modelo cosmológico aristotélico-ptolemaico, un modelo geocéntrico del universo que ofrecía un cuadro de éste como un sistema de esferas homocéntricas o concéntricas encajadas y rotatorias en torno a una Tierra esférica e inmóvil que ocupaba el centro del universo. En el Quijote se nos ofrecen varias referencias de interés a este sistema cosmológico geocéntrico, heredado de la Edad Media{5}.
El sistema reunía en sí tres tipos de elementos: la física y cosmología aristotélica, la astronomía ptolemaica y la teología cristiana, la cual impregnaba el conjunto de elementos procedentes del saber de los griegos. Es en este punto de la teología cristiana donde la idea metafísica del mundo y la idea aristotélico-ptolemaico de éste convergen.
Era inherente al esquema cosmológico geocéntrico la concepción del universo como un cosmos jerarquizado dividido en dos regiones química y físicamente diferentes: el mundo celeste o supralunar, un mundo considerado superior, inmutable y perfecto, en que las esferas etéreas se movían en movimientos eternos, circulares y uniformes; y el mundo terrestre o infralunar, tenido por inferior, mutable e imperfecto, en el que los cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego, se distribuían concéntricamente según su pesadez o ligereza, y de ahí que por esto también se le llamase mundo o región elemental, y en el que se produce el cambio, la generación y la destrucción.
1. El mundo terrestre
Pues bien, en el Quijote se hallan referencias a las dos grandes regiones en que se divide el mundo. Las referencias al mundo terrestre son más amplias y precisas que las referidas al mundo celeste. Por lo que respecta al primero, se alude tanto a los elementos sublunares como a la organización del mundo infralunar en capas concéntricas, conforme a la cual, por encima de la Tierra en la que se distribuyen los elementos más pesados, la tierra y el agua, se superponen, entre la atmósfera y la zona limitante con la Luna, la región del aire y, por encima de ésta, en los confines del mundo terrestre, la región del fuego. Esta articulación del mundo terrestre en capas concéntricas en torno a la Tierra se fundaba en una teoría de la materia, la de los cuatro elementos, regidos por tendencias naturales a su lugar natural, lo que da lugar a cuatro regiones concéntricas y superpuestas, cada una de ellas dominada por uno de los elementos: la de la tierra, distribuida en torno al centro del universo, el abajo absoluto, al que tiende la tierra por su gravedad; la del agua, envolvente de la anterior y a la que el agua, dotada también de gravedad pero menor que la del elemento tierra, tiende a colocarse alrededor; la del el aire, hacia la que se mueve este elemento, carente de gravedad y poseedor de la tendencia a elevarse a causa de su ligereza para situarse por encima de la tierra y el agua; y la región del fuego, la más exterior del mundo terrestre, a la que asciende el elemento ígneo, también carente de gravedad, que se coloca por encima del aire por su mayor ligereza.
En el Quijote hay una referencia a la teoría de los cuatro elementos, pero con el fin puramente literario de describir el estado de ánimo de Cardenio al creerse traicionado por su amada Luscinda: “Quedé…desamparado…de todo el cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis suspiros, y el agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó, de manera, que todo ardía de rabia y celos” (I, 27, 270). Lo mismo sucede en el Viaje del Parnaso, donde es el propio Cervantes el que afirma que “todos los elementos vi turbarse: / la tierra, el agua, el aire, y aun el fuego” (II, vv. 334-5); pero esta referencia posee mayor valor informativo pues se habla expresamente de los elementos y además se ordena su enumeración no según criterios literarios, como en el pasaje del Quijote, sino según su real ordenación en el mundo terrestre de acuerdo con la teoría aristotélica de los cuatro elementos de que está constituida la materia ordinaria.
Pero el pasaje de mayor relieve sobre la teoría aristotélica de las regiones o lugares naturales del mundo terrestre y de los elementos que las definen pertenece a la divertida aventura de Clavileño, donde don Quijote llega a creerse que está viajando realmente por los confines de la región del aire y cerca ya de la región del fuego, describe todo ello echando mano de la cosmología aristotélica e instruye a Sancho sobre la formación de los meteoros en estos lugares conforme a la física aristotélica:
“Sin duda, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo y las nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región; y si es que de esta manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé yo cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos”. II, 41, 860.
Los urdidores de la burla intentan hacer creer al caballero y al escudero que en efecto se encuentran ya en la región del fuego calentándoles los rostros con estopa quemada acercada a éstos con una caña, lo que induce a Sancho a pensar que realmente están ya allí o muy cerca:
“Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego o bien cerca, porque una gran parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme y ver en qué parte estamos”. Ibid.
Más adelante, don Quijote confirma la conclusión de Sancho de que llegaron a tocar la región del fuego:
“Bien es verdad que sentí que pasaba por la región del aire y aun que tocaba a la del fuego, pero que pasásemos de allí no lo puedo creer, pues estando la región del fuego entre el cielo de la luna y la última región del aire, no podíamos llegar al cielo donde están las siete cabrillas que Sancho dice sin abrasarnos”. II, 41, 864
Para entender cabalmente estos textos, es menester reparar en que, de acuerdo con la física y cosmología aristotélica a la que se remite don Quijote, en las capas de aire y de fuego que circundan la Tierra se generan los meteoros, pero a su vez, y a eso se alude también en el coloquio entre don Quijote y Sancho, la capa del elemento del aire se subdividía en tres regiones, de las que don Quijote menciona expresamente dos, las dos más externas, las que él denomina segunda y tercera región del aire, y tácitamente la restante, la primera (si hay una segunda región aérea, habrá una primera). Esas tres regiones nombradas en el mismo orden que sigue don Quijote, de abajo arriba, son: la primera región, la zona más baja, la más próxima a la tierra y al agua, que es templada debido a la reflexión de los rayos solares que inciden sobre la tierra; la segunda región o intermedia entre la más baja y la más alta, que es muy fría, y es en esta parte del aire elemental donde se producen, como señala don Quijote, los diversos fenómenos meteorológicos, tales como la lluvia, la nieve, el granizo, las heladas, el rocío, etc.; y la tercera región, la más alta, limítrofe del elemento del fuego, que, por ello, es muy cálida, donde, como indica don Quijote, se engendran los truenos, relámpagos y rayos.
Y aunque don Quijote no lo dice, esta tercera región aérea, justo en virtud de ser caliente, es también el lugar donde se pensaba que se formaban, de acuerdo con la explicación aristotélica, los cometas a partir de exhalaciones calientes originadas en la tierra que ascendían a la tercera y más alta región del aire, lo que significa, pues, reducirlos a simples meteoros surgidos en el mundo sublunar. Pero sí se mencionan los cometas en otros lugares de la obra cervantina, aun cuando en éstos no se alude a la explicación de su origen o a las regiones en que se forman, pero sí a la creencia dominante de que eran mensajeros de grandes desgracias, una creencia que Cervantes parece compartir. Así en la Ilustre fregona, al tiempo que utiliza los cometas como un recurso literario para describir el temor causado por la entrada repentina de los agentes de la justicia en una casa comparándolo con el producido por la aparición de un cometa, nos transmite la idea sobre ellos como señales de desdichas:
“Así como los cometas cuando se muestran siempre causan temores de desgracias e infortunios, ni más ni menos la justicia, cuando de repente y de tropel se entra en una casa”{6};
Lo mismo sucede en La española inglesa, donde la difundida noción de los cometas como anuncios de sucesos nefastos sirve al narrador como recurso retórico para describir hiperbólicamente el efecto causado por la radiante hermosura de la protagonista de la novela, Isabela, en algunos corazones: “Todo esto pareció [Isabela], y aun cometa que pronosticó el incendio de más de un alma de los que allí estaban”{7}.
Cervantes parece, sin duda, aceptar la idea de los cometas como mensajeros de malos presagios, pero conviene recordar que estaba generalmente aceptada entre la elite cultivada. Un buen ejemplo de ello es el del humanista, historiador y versado en cosmografía y astronomía, Pedro Mexía, quien en sus Diálogos o coloquios aborda el tema de los cometas y se adhiere a la creencia de que su aparición es señal del suceso de grandes desgracias e incluso que son mensajeros de avisos de Dios de castigos para enmienda de los hombres{8}.
Antes de abandonar este asunto, rematémoslo añadiendo que la región del mundo terrestre más nombrada con fines literarios en la obra cervantina es la del aire: se alude a ella dos veces en una obra de teatro, Pedro de Urdemalas{9} y una en el Viaje del Parnaso (II, v. 333); y en segundo lugar, por poca diferencia, la del fuego: en la comedia El laberinto de amor, que tiene el interés de que en ella se presenta la región ígnea como una esfera hacia la que asciende el fuego{10}, y en la novela La española inglesa, donde, en cambio, su mención no tiene más valor que el puramente literario de exaltar la “milagrosa belleza” de Isabela, vestida a la española y enjoyada, haciéndola aparecer ante la reina de Inglaterra como una exhalación en movimiento por la región del fuego en una noche serena{11}.
En cambio, no se habla nunca de las regiones de la tierra y el agua como regiones diferenciadas del mundo terrestre o sublunar, quizás porque, en el tiempo de Cervantes se había fijado ya como verdad científica que la tierra y el agua no pertenecían a dos esferas diferentes, una superpuesta sobre la otra, sino que, contra Aristóteles, ambas pertenecían a una misma esfera, una verdad que, por cierto, se halla registrada, según veremos más adelante, en el Quijote.
De las capas más altas del mundo terrestre y de los fenómenos allí generados descendemos a la Tierra misma como objeto astronómico o según el enfoque de la astronomía. Nuevamente, el episodio de la aventura de Clavileño resulta crucial, pues allí se mencionan aspectos fundamentales de la Tierra, tal como su forma y su tamaño relativo en relación con el universo como un todo. Ahora es Sancho el que toma el relevo como portavoz de las ideas de Cervantes al respecto A través de él el narrador alude a la forma esférica de la Tierra y a la vez a la insignificancia de su tamaño a escala cósmica cuando Sancho, creyendo verla desde la región más alta de la atmósfera, la compara con un grano de mostaza:
“Yo, señora, sentí que íbamos, según mi señor me dijo, volando por la región del fuego, y quise descubrirme un poco los ojos… y sin que nadie lo viese, por junto a las narices aparté tanto cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos y por allí miré hacia la tierra, y pareciome que toda ella no era mayor que un grano de mostaza”. II, 41, 863
Se trata de una comparación seguramente sugerida por una observación de Cicerón, en su célebre Sueño de Escipión, la fuente sin duda más probable, sobre la que Clemencín fue el primero en llamar la atención{12} y en lo que después le han seguido también otros estudiosos{13}.
En el texto ciceroniano, en realidad parte del libro sexto de su De re publica, pero que durante muchos siglos se publicó como una obra independiente con el título citado,Escipión Emiliano (el Menor o el Africano II) cae en un sueño profundo y sueña que se ha transportado a algún lugar de la Vía Láctea, morada de los bienaventurados, donde mantiene un diálogo con su abuelo también Escipión (el Mayor o el Africano I) y con su padre, y que desde allí contempla la Tierra, que le parece tan pequeña que el mismísimo Imperio romano es apenas como un punto sobre la Tierra, empequeñecida además por la magnitud mucho mayor de las estrellas, pues con creces la superan:
“Pero las esferas de las estrellas superaban fácilmente el tamaño de la Tierra. En ese momento, la Tierra misma me pareció tan pequeña, que me avergonzaba de nuestro imperio, con el cual tocamos como un punto de ella”{14}.
No especifica exactamente el tamaño de la Tierra; se circunscribe a sugerir su enorme pequeñez, pero sin decir que sea como un punto; es el Imperio romano el que ocupa sólo un punto de la superficie terrestre. Sin embargo, Cicerón, cabalmente al corriente de la ciencia helenística, no ignoraba que los científicos griegos habían comparado la Tierra con un punto exactamente, como se revela en un pasaje de sus Disputaciones tusculanas, en que afirma que la Tierra, según los matemáticos (lo que incluye también a los astrónomos), parece ocupar, respecto al complejo de todos los cielos, un punto en el centro del mundo{15}.
En cambio, su gran comentarista, Macrobio, precisamente en su Comentario al sueño de Escipión de Cicerón, aparecido en la primera mitad del siglo V, no dejará de afirmar repetidas veces rotundamente que la Tierra es un punto en comparación con la órbita del Sol, dice unas veces, o con el cielo, otras veces{16}. Macrobio, a su vez, a diferencia de Cicerón en su Sueño de Escipión, presenta su idea sobre la insignificancia del tamaño de la tierra a escala cósmica como una verdad ya establecida y enseñada en el pasado, concretamente, nos dice, por los físicos, si bien no da ningún nombre. Sabemos efectivamente que esa idea no sólo es muy antigua con respecto a Macrobio, sino que se remonta hasta varios siglos antes del tiempo del propio Cicerón, quien sin duda la tomó de alguno de sus predecesores, como se acredita en las Tusculanas, donde, como hemos visto, la presenta como parte de la enseñanza de los matemáticos, pero nos oculta sus fuentes.
El primero en formularla, en el tránsito del siglo IV al III a.n.e., fue Euclides en su opúsculo Fenómenos, una obra de astronomía matemática cuya primera proposición demostrada contiene la declaración de que la Tierra es un punto en el centro del mundo{17}; y posteriormente, ya en el siglo III a.n.e., lo fue por Arquímedes, quien se aproxima a esa idea al calcular que el radio de la Tierra es al menos mil millones de veces menor que la distancia a la estrella más próxima, y por Aristarco, quien, para demostrar la distancia del Sol a la Tierra y el tamaño del Sol respecto a la Luna, partía, entre otras hipótesis, de que la Tierra es como un punto{18}; y después del tiempo de Cicerón y antes de Macrobio son varios los autores que redujeron a la Tierra a un punto a escala cósmica, de los que el más importante e influyente fue Ptolomeo, quien consagró a ese tema en el Almagesto un escueto capítulo, cuyo título enuncia la categórica declaración de que “La Tierra es como un punto con respecto a los espacios celestes”, de la que además aporta pruebas astronómicas{19}.
En fin, por obra de comentadores, divulgadores y compiladores o enciclopedistas, la doctrina de que la Tierra es, desde el punto de vista astronómico o cosmológico, como un punto pasa a ser uno de los más frecuentes tópicos en la literatura divulgativa de la Antigüedad tardía, tanto en libros de astronomía como de geografía. Y de ahí pasó a la Edad Media, durante la cual la mentada doctrina se difundió hasta el siglo XII a través sobre todo de la obra de compiladores latinos, como el ya citado Macrobio, Marciano Capela, al que dedicamos unas palabras más abajo, y Boecio, quien en un pasaje de su Consolación de la filosofía le dedica un escueto, pero enjundioso comentario, inspirado en el ciceroniano Sueño de Escipión{20}. Pero a partir del siglo XIII fueron sobre todo dos libros de astronomía los que propalaron la idea de la magnitud infinitesimal de la Tierra: el Almagesto, de Ptolomeo, usado como libro de texto en la enseñanza de la astronomía en las universidades europeas; y el Tratado de la esfera del mundo (o De Sphera Mundi), un manual elemental de astronomía y cosmología para universitarios, de John Holywood, más conocido por su nombre latinizado Juan de Sacrobosco, profesor de matemáticas y astronomía en la Universidad de París, en el que, siguiendo la estela de Ptolomeo, al final del primer capítulo, le consagra un pasaje a la exposición de esa idea: allí, en efecto, se declara que “la Tierra es como un centro y un punto con respecto al firmamento”{21}.
No es descartable que Cervantes conociera el libro de Sacrobosco, pues en la segunda mitad del siglo XVI, circulaban en España tres traducciones al español en ediciones impresas: en orden cronológico, las de Jerónimo de Chaves, catedrático de cosmografía en la Casa de Contratación de Sevilla, de 1545; Rodrigo Sáenz de Santayana, de 1568; y finalmente, la de Ginés de Rocamora y Torrano, formado en astronomía y cosmología en la Academia Real de Matemáticas de Madrid, incluida al final de su propia obra sobre el tema de igual título Sphera del Universo, publicada en 1599 y que, por cierto, entre las encomiásticas composiciones preliminares se incluye un soneto de Lope de Vega{22}.
Tanto las traducciones de la Sphera de Sacrobosco como el propio libro de Ginés Rocamora estaban pensados para un público no universitario ni técnico, sino un público general cultivado, deseoso de instruirse en astronomía y cosmología. Y entre este último pudo estar Cervantes, quien desde luego, a juzgar por la mención de don Quijote, en la aventura del barco encantado, de conceptos técnicos de astronomía, como altura del polo, línea equinoccial, polos, coluros, meridianos, paralelos, zodíaco, eclíptica, solsticios, equinoccios, etc., y por su pretensión de saber calcular la latitud geográfica midiendo la altura del polo con un astrolabio, parece estar familiarizado con las nociones básicas de esa ciencia y el manejo de instrumentos astronómicos, como el citado astrolabio. Cervantes, fuese cual fuese su fuente, estaba también al corriente de la doctrina sobre la Tierra como un punto en comparación con el universo y no sólo por lo que sugiere la analogía de Sancho del grano de mostaza, sino porqueexpone esa doctrina, por boca de Periandro (en realidad, Persiles), en el lenguaje técnico, geométrico, sin concesiones literarias, característico de los manuales al uso de astronomía: “Quiero que entiendas por verdad infalible que la tierra es centro del cielo. Llamo centro un punto indivisible a quien todas las líneas de su circunferencia van a parar”{23}. Aquí se está hablando de la Tierra como un centro y un punto con respecto a un cielo concebido como el límite esférico del universo. Se advertirá que en nada se diferencia la forma de enunciarlo por Cervantes en boca de Periandro de la de Sacrobosco cuando en su citado libro de texto afirma, según hemos visto, que la Tierra es como un centro y punto con respecto al firmamento.
Pero volviendo al tratamiento literario de la idea de la Tierra como un punto en el Universo en la aventura del fingido viaje aéreo de don Quijote y Sancho, merece destacarse que ningún autor clásico posterior a Cicerón, ni siquiera Macrobio, a pesar de su comentario del pasaje del sueño de Escipión, enmarcaron su tratamiento de la insignificancia cósmica de la Tierra en el contexto de un viaje real o imaginario a los cielos; simplemente se ciñeron a la exposición en sí de esa idea; así Macrobio de las varias veces en que enuncia la tesis de la Tierra como un punto en ninguna de ellas la presenta como una constatación realizada observándola desde las estrellas.
Quien más se acercó al enfoque de Cicerón fue, no obstante, el ya citado Marciano Capela, en su enciclopedia alegórica Las nupcias de Filología y Mercurio, obra de la primera mitad del siglo V. En ella Filología, símbolo del amor a las ciencias, como Escipión en su sueño, viaja desde la Tierra por las siete esferas celestes hasta la Vía Láctea, mansión de los dioses, donde será instruida por unas damas, cada una de las cuales representa una de las siete artes liberales, pero cuando, en el libro sexto, la dama que simboliza la geometría aborda la nimiedad cósmica de la Tierra, equiparándola a un punto, utilizando, por cierto, la misma expresión que Ciceron en las Disputaciones tusculanas, puncti instar (parece un punto) se expone independientemente del viaje cósmico, como parte de la enseñanza de la dama encargada de la geometría, y no como algo observado desde la lejanía de las estrellas. La dama de la geometría no contempla la Tierra desde su morada estelar para constatar que su apariencia no es mayor que la de un punto; lo único que contempla es una esfera celeste que porta en su mano izquierda, un modelo del universo que reproduce las posiciones y movimientos de los cuerpos celestes{24}. Nada tiene que ver, pues, el viaje a la Vía Láctea, que sólo es un lugar donde tiene lugar la instrucción de Filología y no un lugar desde el que se contempla la Tierra, con la exposición de la tesis del minúsculo tamaño de ésta.
Una obra deudora a la vez del Sueño de Escipión, de Cicerón, y de Marciano Capella es la del español del siglo XV, que bien pudo conocer Cervantes, Alfonso de la Torre, quien, al igual que Capela, compuso una obra alegórica, Visión deleytable y sumario de las ciencias (escrita hacia 1456, aunque no publicada hasta 1485), en la que su autor, al igual que Escipión el Menor, en un sueño profundo se siente transportado a una altísima montaña, cuya cima linda con la esfera de la Luna, donde Entendimiento, personificación del amor a las ciencias, recibe instrucción en las diversas ciencias por unas doncellas, pero cuando una de ellas le habla del tamaño de la Tierra, aunque no la equipara con un punto, sí le enseña que es muy pequeña, pues en comparación con el Sol éste es ciento sesenta y cinco veces y dos tercios mayor{25}, una medición bastante superior a la real, pues el diámetro del Sol es sólo ciento nueve veces mayor que el de la Tierra; ahora bien, esta enseñanza se imparte al margen del viaje onírico a un paraje todavía terrestre pero imaginariamente cercano a la Luna.
Así, pues, había varias fuentes, antiguas y medievales, antes de Cervantes, en las que uno de los motivos literarios importantes era el de un viaje, bien imaginario de carácter onírico como en Cicerón o Alfonso de la Torre, o bien presentado como real, así en Capela. Pero, sin duda, la fuente a la que se acerca más el relato cervantino, en relación con la forma de abordar la nimiedad cósmica de la Tierra, sea cual sea el modo de acceso de Cervantes a ella, es el relato del sueño de Escipión de Cicerón. No sólo porque, como en el texto ciceroniano, el viaje a los cielos de don Quijote y Sancho es puramente ficticio (en realidad Clavileño no despega del suelo), aunque sus protagonistas, burlados por los Duques y sus criados, lo toman por real, sino porque, como en Cicerón, en el relato cervantino el traslado a los cielos de la pareja inmortal, por más imaginario que sea, desempeña un papel en la determinación del tamaño de la Tierra, esto es, hay una conexión interna entre el viaje y el tema del tamaño de ésta: al igual que Escipión el Menor se vuelve, desde el cielo estelar, hacia la Tierra para observarla, lo mismo hace Sancho, que dirige su mirada hacia la Tierra y se erige en testigo directo de que ésta, desde donde él cree observarla, es como un grano de mostaza. Tanto Cicerón como Cervantes nos presentan la inmensa pequeñez de la Tierra no como parte o resultado de un cálculo o de pruebas astronómicas, como en las obras de científicos o en compilaciones o exposiciones de enciclopedistas y divulgadores de mentalidad científica como los citados, sino como algo directamente constatado por observación desde los cielos.
No obstante, si bien Cervantes estaba al corriente de la tradición científica de origen griego que equiparaba la Tierra a un punto, se desmarca de ella y de Cicerón a la hora de referirse a ella, pues en vez de compararla Sancho con un punto, una abstracción geométrica, escoge una imagen gráfica y pregnante, como es la de un grano de mostaza, que, por ser tan diminuto, aproximadamente 1’2 milímetros y por su figura esférica, tiene un mayor poder de cautivar más vivamente la imaginación del lector.
Cervantes no fue el primer escritor en utilizar con fines literarios el Sueño de Escipión; ya en la Edad Media se había inspirado en el texto ciceroniano Dante en su Divina Comedia. El ascenso del poeta de la Tierra a los cielos en la tercera parte de la obra bien pudo tomarlo del texto de Cicerón o del comentario a éste de Macrobio, pero el pasaje en que Dante se vuelve, desde el cielo de las estrellas fijas, hacia la Tierra y contempla su descomunal pequeñez: “Recorrí con la mirada todas/ las siete esferas y vi a nuestro globo/ tan pequeño, que me reí de su vil aspecto”{26} -sobre el que también reclamó la atención Clemencín en el mismo lugar citado en que registra el influjo del texto ciceroniano-, está directamente inspirado en la afirmación ciceroniana, arriba citada, de que la Tierra es tan pequeña que produce vergüenza ver que el Imperio de Roma no ocupa más que un punto de aquélla. Cervantes, gran lector de la literatura italiana, debía de conocerlo y máxime teniéndolo, como lo tenía, por uno de los más importantes poetas que ha habido; en el Canto de Calíope de La Galatea le rinde homenaje incluyendo, en efecto, al “famoso Dante” en el catálogo de los más grandes poetas de la historia y en una concisa pincelada condensa la idea central de la Divina comedia en una bajada a “los escuros infiernos” y en una subida a “los claros cielos”{27} .
No obstante, a diferencia de Cervantes, Dante, como se acaba de ver, se mantiene en el terreno de la imprecisión al referirse vagamente a la pequeñez de la Tierra declinando cotejarla con un objeto concreto que sirva de referencia y cuando más adelante intenta ser más preciso comparándola con una huerta o era (aiuola): L’aiuola che ci fa tanto feroci,“La era que nos hace tan feroces”{28}, el resultado es no poco desafortunado, pues una era, esto es, un pequeño terreno cuadrado o rectangular de cultivo, aunque puede sugerir de forma gráfica la exigua magnitud de la Tierra, se aleja mucho del punto geométrico de la tradición científica clásica, con la que sin duda Dante debía de estar familiarizado, y además, al tratarse de una superficie plana, no puede ser más inadecuada como imagen de una Tierra esférica. En cambio, la analogía de Cervantes es mucho más atinada, pues el grano de mostaza es una perfecta visualización a la vez de la abstracción geométrica del punto con el que la tradición clásica helénica equipara la Tierra y de la esfericidad de ésta.
Hay otro aspecto del relato cervantino sobre el diminuto tamaño de la Tierra vista desde los cielos que tiene gran interés. Se trata de la reflexión de Sancho sobre la futilidad y vanidad de los asuntos y ambiciones humanos, habida cuenta de la insignificancia cósmica de la Tierra:
“Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía de ser gobernador, porque ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que a mi parecer n había más en toda la tierra?”. II, 42, 865
También en esto Cervantes sigue el ejemplo del Sueño de Escipión, donde el Africano Mayor de la menudez cósmica de la Tierra extrae la lección de que las cosas humanas son igualmente insignificantes y exhorta a su nieto adoptivo a que las desdeñe en aras de las celestes: “Me doy cuenta –dijo- de que también ahora contemplas la sede y casa de los hombres; si ella te parece tan pequeña, como lo es, atiende siempre a estas cosas celestes, desprecia aquellas humanas”{29}, una moraleja que igualmente hizo suya Dante, a continuación de los versos citados: “Y apruebo como el mejor el consejo/ de que se lo tenga [el globo terrestre] en poca estima, y el que piensa en el otro mundo/ se puede llamar verdaderamente probo” {30}.
Terminemos este punto con una consideración. Hay toda una poderosa tradición, que arranca de la astronomía y cosmología griegas, que se mantiene ininterrumpidamente durante la Edad Media y llega hasta los tiempos modernos que proclama la minúscula magnitud de la Tierra a escala cósmica, una tradición a la que Cervantes se adhiere y que, por tanto, es falsa la extendida creencia, entre gentes poco informadas, de que en la Antigüedad y en la Edad Media se creía que la Tierra era muy grande y que hubo que esperar a la llegada de la astronomía moderna para descubrir que sólo era un punto en comparación con el universo. Pero ya hemos visto que los antiguos y medievales sabían esto; y que alguien como Cervantes, un hombre moderno que se educó y vivió en el seno de la astronomía y cosmología aristotélico-ptolemaica y permaneció completamente ajeno a las novedades de la astronomía copernicana anunciadas al mundo por sus cultivadores, no tuvo necesidad de conocerlas para saber que la Tierra apenas es un punto o grano de mostaza en el universo.
Regresemos a la forma de la Tierra, a la que se alude también en otros lugares del Quijote directamente y no mediante analogías. La forma esférica de la Tierra se menciona por boca de don Quijote cuando al enumerar algunos de los sobrenombres por los que eran conocidos los caballeros de las novelas caballerescas, para así justificar su propio apelativo, recién adoptado, de Caballero de la Triste Figura, termina añadiendo que tales sobrenombres “eran conocidos por toda la redondez de la tierra” (I, 19, 172).
Especialmente relevante es un pasaje de la aventura del barco encantado, donde se habla también de la esfericidad de la Tierra, no ya con analogías, sino desde una perspectiva puramente geométrica, que es la que adopta don Quijote al hablar de ella, acogiéndose a la autoridad de Ptolomeo, como un globo de 360 grados, lo que equivale a decir cuerpo esférico o esfera: “Porque de trescientos y sesenta grados que contiene el globo del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe…” (II, 29, 774). Más adelante, se vuelve a describir la Tierra como una esfera al referirse don Quijote a los elementos (coluros, paralelos, eclíptica, polos, etc.), que, de acuerdo con la astronomía, componen “la esfera celeste y terrestre” (II, 29, 775).Tenemos aquí, pues, la idea de la Tierra como un sólido tridimensional esférico, cuya superficie, de acuerdo con la primera de las citas, está dispuesta en zonas de tierra y de agua. Pero la idea de la Tierra aquí presentada va más allá de proclamar su esfericidad, pues al afirmar que es un globo del agua y de la tierra se está formulando la idea moderna sobre la Tierra según la cual el agua y la tierra conforman una esfera única y, por tanto, impugnando la concepción aristotélica de que el agua y la tierra son dos esferas distintas, de forma que la tierra emerge como algo seco de una inmensa esfera de agua que la envuelve salvo por la superficie emergida{31}.
Algunos han pretendido ir más lejos y en la descripción de la Tierra como “el globo del agua y de la tierra” han querido ver la noción moderna de globo terráqueo como una esfera con una superficie diversificada compuesta por diversas porciones de tierra y agua, esto es, como un globo en cuya superficie se distribuyen de forma continua mares y tierra. Tal es el caso de Víctor Navarro Brotons{32} en su contribución al libro colectivo La ciencia y el Quijote, en la cual contrapone esta moderna idea sobre la distribución de tierras y aguas sobre la superficie terrestre con la aristotélica, en la que la zona de tierra emergida está rodeada por un vasto océano, o la de Ptolomeo, según el cual la superficie terrestre constaba de un bloque único compacto o no fragmentado de tierras unidas de forma continua y de mares separados unos de otros (el Mar Índico y el Atlántico están totalmente separados) y dispuestos como lagos enormes en las depresiones terrestres (el Océano Índico está rodeado de tierra por todas partes y el Atlántico, mucho más pequeño de lo que en realidad es, ocupaba una depresión terrestre en la periferia occidental del mundo conocido o ecumene).
No cuestionamos que evidentemente Cervantes, habiendo vivido en un tiempo posterior a los viajes y descubrimientos geográficos de portugueses y españoles, estaba perfectamente al corriente de la noción moderna sobre la disposición de tierras emergidas y aguas sobre la superficie terrestre distribuida en bloques continentales separados por grandes océanos, que pulverizaba las concepciones antiguas de Aristóteles y de Ptolomeo. De hecho, en el Quijote contamos con una referencia expresa a la representación cartográfica de la superficie terrestre dividida en cuatro continentes o, como se decía en tiempos de Cervantes, “las cuatro partes del mundo”, que sería la dominante hasta prácticamente fines del siglo XVIII o la primera mitad del siglo XIX. Se trata del pasaje en que el cura censura las comedias que no respetan las unidades de tiempo y lugar, pues en la representación de la acción van saltando de continente en continente:
“He visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y aun, si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo”. I, 48, 495
Lo que cuestionamos es que la escueta expresión de don Quijote, “el globo del agua y de la tierra” sea suficiente para identificar en ella la adhesión de Cervantes a esa noción moderna; es tan genérica e imprecisa que es totalmente compatible con las concepciones antiguas sobre la disposición de tierras y aguas sobre la superficie terrestre. ¿Acaso no se puede decir de la concepción de Ptolomeo que nos presenta la Tierra como “el globo del agua y de la tierra”? Una expresión tan general e imprecisa no compromete a tanto como pretende el autor citado. Sencillamente Cervantes, en el contexto literario en que se inserta tal expresión, no tenía necesidad de hacer una descripción más precisa de la ordenación de la superficie terrestre en bloques continentales y mares, conforme a los conocimientos de su tiempo en que, de un lado, África se había convertido en un continente, después del viaje de circunvalación del mismo por los portugueses, apenas unido a Asia por el istmo de Suez, y el Mar Índico de Ptolomeo, poco mayor que el Mediterráneo, se había transformado en un gran océano; y, de otro lado, gracias a los españoles y portugueses, había aparecido un nuevo bloque continental, América; el Atlántico había dejado ser un simple mar periférico para transformarse en un océano enorme; entraba en escena un nuevo océano, el Pacífico, el mayor de todos; y resultaba que los tres grandes océanos, contra Ptolomeo, estaban interconectados.
Pero Cervantes tiene aún más que decirnos sobre la Tierra desde una perspectiva geográfica. En efecto, el cuadro de ésta que nos ofrece Cervantes en el Quijote se completa con las doctrinas de las partes o zonas de la Tierra y de los climas. A ellas se refiere don Quijote en la disertación sobre la ciencia de la caballería andante, la cual comprende el dominio de varias ciencias, entre las que está la astronomía (a la que llama astrología, como era frecuente en su tiempo), que, según él, permite al caballero andante conocer, entre otras cosas, “en qué parte y en qué clima del mundo se halla” (II, 18, 683). Las partes del mundo de que habla aquí el ingenioso hidalgo no se refieren a los continentes de la superficie terrestre, que, como hemos visto más arriba, también en el Quijote se las nombra como partes del mundo y que, entendidas así, eran cuatro. Las partes de que aquí habla ahora don Quijote remiten algo distinto, a saber, a la doctrina de las cinco partes o zonas en que se dividía la Tierra, de polo a polo, horizontalmente, a saber: dos zonas frías o heladas cerca de los polos, dos templadas, una en cada hemisferio, separadas por la tórrida, a su vez subdividida en dos subzonas o franjas partidas por el ecuador, la del hemisferio norte y la del hemisferio sur.
Esta doctrina de las partes o zonas del mundo se remonta a la Antigüedad, Ptolomeo la recogió en su Almagesto yde ahí la tomó Sacrobosco, quien la dio a conocer a la Edad Media tardía en una versión que llegaría inalterada hasta los albores del siglo XVI{33}. En la versión medieval, tal como quedó codificada por Sacrobosco, las dos zonas heladas o polares se consideraban inhabitables por su extremo frío y también la zona tórrida por la razón opuesta, su extremo calor, la cual además se tenía por infranqueable; sólo las partes templadas se tenían por habitables. Los viajes y exploraciones geográficas de portugueses y españoles a fines del siglo XV y en los inicios del siguiente arrumbaron en parte la doctrina de las cinco zonas. Se mantuvo la doctrina, pero con cambios importantes.
Esta transformación y puesta al día de los nuevos hallazgos se percibe muy bien en el Cosmographicus liber, de 1524, del matemático, astrónomo y cosmógrafo alemán Pedro Apiano, traducido al español con el título de Libro de la cosmographía{34} en 1548, y que, por tanto, pudo ser leído o conocido por Cervantes. Aquí la zona tórrida ya no se califica de infranqueable ni tampoco inhabitable, aunque sí de difícil habitación; y las zonas cercanas a los polos se admite ahora que son habitables, aunque con mucha dificultad por causa del intenso frío{35}.
Don Quijote no da pistas sobre la versión de la doctrina de las cinco partes o zonas que adopta. Pero es de suponer que, por la época en que se sitúa el decurso de su de su historia y lo versado que está en astronomía y cosmografía, según se refleja en el episodio del barco encantado, estaba ya al corriente de la versión moderna de la doctrina de las cinco zonas, accesible en libros de astronomía, cosmografía y geografía, como el de Apiano, que es una mezcla de materias pertenecientes a estas tres ciencias. Preciso es añadir además que el propio viaje de don Quijote y Sancho en el barco encantado, aunque puramente fantástico, da por supuesta la idea moderna de que la zona tórrida es franqueable, puesto que en un momento del ficticio viaje don Quijote cree haber cruzado o estar a punto de cruzar la línea equinoccial o del ecuador, que justamente divide la zona tórrida en dos partes, y por tanto se da por supuesto que se ha navegado por la franja norte de la zona tórrida.
La división del mundo en climas tiene poco que ver con lo que hoy se entiende por clima como conjunto de condiciones atmosféricas o meteorológicas características de una región, porque se refería ante todo a la variación de la duración del día solar o del tiempo de irradiación solar según cambiamos de latitud desde el ecuador hasta los polos y a la correspondiente división en zona geográficas con la misma duración del día solar; de hecho la palabra “clima”, procedente del griego, etimológicamente significa “inclinación” y de ahí pasó, en la geografía matemática de los griegos, a designar la diferente inclinación de los rayos del Sol en las diversas partes de la superficie terrestre según su latitud. La doctrina de los climas se remonta a los tempranos tiempos helenísticos, Ptolomeo la incluyó en su Almagesto y de aquí se transmitió a la Edad Media, durante la que una vez más su principal expositor en Europa occidental fue Sacrobosco{36}.
Mientras la división de la Tierra en zonas abarcaba a toda la superficie terrestre, en cambio, la división en climas se refería sólo a un cuarto de la superficie terrestre, el que ocupa la mitad este del hemisferio norte, donde se ubicaba el mundo habitado o ecumene, y se distinguían siete climas, que se extendían desde un límite inferior en el sur situado en el paralelo que dista 12º 45’ del ecuador hasta un límite superior en el paralelo situado a 50 grados y medio del polo norte; las regiones al sur y al norte de ambos paralelos quedaban excluidas por considerarse inhabitables o, en todo caso, habitables en pésimas condiciones de vida. Entre el centro de un clima y el del clima contiguo había una diferencia de la duración del día solar más largo de media hora y cada uno de ellos recibía un nombre tomado de una ciudad o rasgo geográfico importantes situados en el medio de la banda geográfica definida por el clima. Así, por ejemplo, el primer clima tomaba su nombre de la ciudad de Meroe en el Sudán (situada a unos 200 km al noreste de la actual Jartún), situada en su centro y donde el día más largo duraba 13 horas, y se llamaba clima Diameroe (literalmente, que pasa por Meroe, es decir, clima de Meroe); y el séptimo lo tomaba de los montes Rifeos (o Ripeos), situados en algún lugar del norte de la Europa oriental (en Sarmacia, según algunos, y en Escitia según otros, como Plinio), aunque no se sabe dónde exactamente los ubicaban los griegos, de quienes proviene el nombre, y de ahí la denominación de Diarrifeo; en los montes Rifeos, que están en el medio de este clima, la duración del día más largo es de 16 horas.
Don Quijote, a quien hay que suponerlo familiarizado con la doctrina de los siete climas, o de los nueve en la versión modernizada de Pedro Apiano, que extiende su aplicación a la totalidad de ambos hemisferios y con sus dos climas adicionales amplía el mundo habitado hasta los 56 grados y medio de latitud en ambos hemisferios, menciona los montes Rifeos en la aventura del barco encantado, cuando para reprocharle a Sancho su miedo, le espeta: “¿ Por dicha vas caminando a pie y descalzo por las montañas rifeas, sino sentado en una tabla, como un archiduque…?” (II, 29, 774).
La doctrina de las partes o zonas, o la de los climas del mundo quizás permitan desentrañar el exacto sentido de una mención de don Quijote, aparentemente extraña. Se trata del pasaje al final de la aventura de la cueva de Montesinos, en que el sedicente caballero anuncia su propósito de “no sosegar y de andar las siete partidas del mundo, con más puntualidad que las anduvo el infante don Pedro de Portugal, hasta desencantarla [a Dulcinea]” (II, 23, 733). Inicialmente, la mención de las partidas o partes del mundo despista e induce a pensar en la doctrina de las zonas, pero a ello se opone el que éstas son cinco y no siete y sólo haciendo filigranas poco convincentes se puede llegar hasta siete, como la de contar como dos las subpartes de la zona tórrida e incluir, como hacen algunos, los mares como una parte, lo que está en contradicción con el hecho de que cada zona incluye ya tanto tierras como mares. La lectura de la obra en que se relata el supuesto viaje del infante portugués, una mezcla de datos históricos con elementos absolutamente fantásticos, Libro del infante don Pedro de Portugal, que anduvo las siete partidas del mundo, atribuido a Gómez de Santisteban, no ayuda nada, pues en él no se nos informa de cuáles son esas siete partes del mundo, de cuyo conocimiento parece dar por sentado que el lector está al corriente{37}. Pero sí ayuda fijarse en los lugares recorridos por el infante portugués, hermano de Enrique el Navegante, para poder determinar luego con cuál de las dos doctrinas encaja mejor.
Don Pedro viaja, supuestamente en y durante unos años imprecisos de la primera mitad del siglo XV, desde Portugal, pasando por Castilla, a Jerusalén y, antes de proseguir hacia el Oriente lejano, se dirige a Noruega, regresa y continúa el viaje hacia la India, hasta la mítica tierra del preste Juan, y desde allí emprende la última etapa de su peregrinación que le conduce hasta el Paraíso terrenal, en los confines de Asia; y, a su regreso a Portugal, recorre todo el norte de África. Como se ve, el itinerario del infante discurre dentro del mundo conocido en aquel entonces o ecumene y por amplias regiones del mismo, por lo que lo más lógico es pensar que las siete partidas del mundo recorridas por don Pedro de Portugal, a quien don Quijote piensa imitar andándolas igualmente para desencantar a Dulcinea, no pueden ser otras que los siete climas o franjas geográficas en que se dividía el mundo habitado, a las que también genéricamente se llamaba partes, aunque específicamente climas.
Hasta aquí la imagen de la Tierra que nos pinta el Quijote. Esta imagen se completa con la proclamación en el Persiles como verdad infalible, en un pasaje arriba citado, de la posición central de la Tierra en el universo, una proclamación solemne de la que, como vimos, es portavoz Periandro-Persiles. Sólo hay una idea importante acerca de la Tierra que no se menciona en la obra cervantina: su inmovilidad. Pero no hace falta que lo afirme expresamente, pues su compromiso con el sistema aristotélico-ptolemaico es tal que con lo dicho hasta aquí y lo que expondremos a continuación se evidencia su adhesión a la tesis de la Tierra estacionaria en el centro del mundo.
También la obra deCervantes se hace eco del famoso debate sobre los antípodas, que se remontaba a la Edad Media. Los astrónomos y demás estudiosos medievales europeos se situaban a sí mismos viviendo en la zona templada del norte y en el lado opuesto de la Tierra, en la zona templada del sur, ubicaban las regiones antípodas, pero se discutía si estaban o no habitadas por los antípodas. En el tiempo de Cervantes esta cuestión estaba ya zanjada. Tras los viajes de exploración y descubrimientos de españoles y portugueses estaba ya acreditada su existencia. Entre los primeros en certificarla estaban los cronistas españoles de Indias, como López de Gómara en su Historia general de las Indias{38}; y el padre José de Acosta en su Historia natural y moral de las Indias{39}; pero también otra clase de autores, como el ya citado Pedro Mexía, que incluye un debate sobre los antípodas en Diálogos o coloquios, donde se defiende su existencia y se refutan las objeciones de los que aún se resistían a su aceptación{40}.
En el Quijote hay dos referencias a los antípodas y en ellas se da ya por establecida su existencia. En la primera de ellas ello se hace al hablar del Sol como “perpetuo descubridor de los antípodas” (II, 45, 887), ya que cada día ilumina a los habitantes del lado opuesto de la Tierra; en la segunda de ellas es la Luna la que por la noche también descubre o ilumina a los antípodas: “Era la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no en parte que pudiese ser vista, que tal vez la señora Diana se va a pasear a los antípodas y deja los montes negros y los valles escuros” (II, 68, 1064). Fuera de la gran novela, en su comedia La casa de los celos también se utiliza literariamente a los antípodas, en una mención de un tenor similar a la primera del Quijote, alusiva también a la visita del Sol a “los antípodas de abajo”{41} y lo mismo sucede en la novela La gitanilla, donde su protagonista, Preciosa, en el pasaje en que le dice o recita la buenaventura a doña Clara se refiere al Sol que “allá en los antípodas/ escuros valles aclara”{42}.
De mucha mayor importancia es el Persiles, donde tambiénsale a relucir el asunto de los antípodas, pero de un modo diferente: no como un mero recurso literario sin más trascendencia, sino que ahora se recrea, si bien brevemente, el debate sobre tan controvertido tema habido en el siglo XVI y no se olvide que la acción de la novela discurre poco después de mediados de ese siglo, cuando todavía había gente que se resistía a la aceptación de los antípodas, como bien se refleja en los ya mentados Diálogos o coloquios de Pedro Mexía, cuya primera edición es precisamente de 1548, apenas unos años antes de aquellos en que transcurre la acción del Persiles, para ser exactos entre el verano de 1557 y el de 1559. Por tanto, Cervantes se atiene a la realidad histórica de su tiempo al recoger en su novela la cuestión de los antípodas como una controversia aún viva, al menos entre los sectores sociales menos instruidos.
En el Persiles, precisamente a través de un personaje secundario poco instruido, dotado, no obstante, de una “rústica discreción”, Bartolomé, el mozo encargado del equipaje de los peregrinos, se retrata la situación de quienes aún se resisten a admitir la existencia de los antípodas, pues les sigue pareciendo algo absurdo aceptar algo así:
“Pero de lo que más me admiro es que, debajo de nosotros, hay otras gentes, a quien llaman antípodas, sobre cuyas cabezas los que andamos acá arriba traemos puestos los pies, cosa que me parece imposible, que, para tan gran carga como la nuestra, fuera menester que tuvieran ellos las cabezas de bronce”{43}.
Inmediatamente Periandro, a quien le causa risa “la rústica astrología del mozo” y versado en astronomía, sale al paso de la objeción de Bartolomé y le replica:
“Quiero que te contentes con saber que toda la tierra tiene por alto el cielo, y en cualquier parte della donde los hombres estén han de estar cubiertos con el cielo; así que, como a nosotros el cielo que ves nos cubre, asimismo cubre a los antípodas que dicen, sin estorbo alguno”{44}.
2. El mundo celeste
En cuanto al mundo celeste o supralunar, las referencias en el Quijote son muy fragmentarias, pero suficientes para sugerir el entramado de la maquinaria de esferas en que se articula el universo. En el coloquio entre don Quijote y Sancho en su imaginario viaje en Clavileño el primero menciona expresamente el cielo de la Luna, al que se ve obligado a nombrar al describir la situación de la región del fuego entre la última región del aire y el cielo de la Luna, y el cielo de las estrellas fijas, mentado en la expresión “no podíamos llegar al cielo donde están las siete cabrillas”, cielos que se identificaban con la primera y octava esfera concéntricas del universo en torno a la Tierra y que ocupaban, por tanto, respectivamente el primero y el octavo lugar (denominados primer orbe o cielo y octavo orbe o cielo) en el modelo cosmológico aristotélico-ptolemaico, tal como se representaba en la Edad Media y el Renacimiento.
En otros pasajes de la novela se alude a otros orbes o cielos: así en el soneto que, al comienzo del libro, le dedica Amadís de Gaula a don Quijote se habla de la “cuarta esfera”, que es la esfera del Sol, el cuarto cielo concéntrico del universo en torno a la Tierra; y en el soneto cantado por Cardenio en Sierra Morena se alude a “las empíreas salas” (I, 27, 261), una forma literaria de designar el cielo empíreo o simplemente el Empíreo, la esfera más externa del mundo, una esfera inmóvil e invisible que clausura el mundo, y era el habitáculo de Dios y de los elegidos o bienaventurados. Con esta esfera del Empíreo entra en escena el componente de teología cristiana del cuadro cosmológico aristotélico-ptolemaico de la Edad Media, que resulta así cristianizado.
Sólo falta una pieza para disponer de los elementos esenciales de ese modelo cosmológico: la materia de la que están hechos los cielos. Pues bien, esa pieza también nos la suministra la gran novela, donde hay una mención a la materia de la que están formados las esferas celestes y los cuerpos celestes a ellas sujetos (los planetas, el Sol y las estrellas), a saber, el éter, el quinto elemento, que se caracteriza por ser incorruptible, transparente, ultraligero y estar dotado de la tendencia natural al movimiento circular y eterno. A esto es a lo que se está refiriendo don Quijote cuando, hablando de la gloria a la que han de aspirar los caballeros andantes cristianos, dice que han de atender a la que “es eterna en las regiones etéreas y celestes” (II, 8, 606).
El Quijote no nos proporciona más datos sobre el cuadro cosmológico aristotélico-ptolemaico. Pero sí otras obras de Cervantes, que o reiteran las alusiones a los mismos cielos que en el Quijote o bien amplían o completan el cuadro cosmológico aludido en el Quijote, aunque mucho más lo primero que lo segundo. No obstante, conviene recalcar que tanto en un caso como en otro las referencias a la diversas capas de cielos o a cuerpos celestes se justifican no en función de su capacidad de dar a conocer un esquema cosmológico o por su servicio a la transmisión de conceptos astronómicos o cosmológicos, sino como un útil recurso retórico que da mucho juego literario y, a juzgar por el número de las alusiones, puede decirse que la esfera o cielo quinto o de Marte, el undécimo o Empíreo, el cuarto o del Sol, el octavo o de las estrellas y el primero o de la Luna son los que más se prestan al juego literario o mayor rendimiento aportan como instrumento literario, todos ellos nombrados en el Quijote, excepto el cielo de Marte, aunque sí se lo nombra como planeta, como, por ejemplo, cuando don Quijote explica su inclinación a las armas por haber nacido “debajo de la influencia del planeta Marte” (II, 6, 592), pero sin indicar su posición en la ordenación de los cielos como quinta esfera o cielo.
Por lo que respecta a la reiteración de alusiones a cielos ya aparecidas en el Quijote, nuestro punto de referencia, en La Galatea se hallan precisamente las mismas menciones cosmológicas, una señal más de las preferencias de Cervantes, al menos desde el punto de vista literario, que pasamos a enumerar por orden de aparición: “El cielo de la Luna”{45}, “las estrellas de la octava esfera”{46}, “el impíreo Cielo”{47}, “la cuarta esfera”{48} y “el cuarto cielo”{49} (VI, pág. 581). Todas estas citas se hallan en poemas intercalados en la obra, lo que invita a pensar que el verso más que la prosa le mueve más a Cervantes al uso literario de los cielos del universo ptolemaico. Recuérdese que en el propio Quijote dos de las menciones cosmológicas, a la esfera del Sol y al Empíreo, aparecen en poemas y adelantemos que, como veremos, la única exposición cervantina del esquema cosmológico completo de los cielos del universo ptolemaico, se nos presenta en un poema inserto en la novela La ilustre fregona.
En el teatro de Cervantes, terreno propicio para las alusiones de cariz cosmológico, habida cuenta de que se trata de obras en verso, salvo algunos entremeses, hay comedias que no se salen de la práctica usual de sacar partido literario de las mismas menciones de esferas o cielos que en las obras precedentes. Así en la Numancia se mienta la cuarta esfera o del Sol con el fin de expresar la altura alcanzada por las llamas de una hoguera: “Sus llamas sube [la hoguera] hasta la cuarta esfera”{50}; y en El trato de Argel,el Empíreo, con un manifiesto toque teológico e incluso religioso, como el lugar donde Aurelio espera que ascienda su deseo de gratitud a la Virgen por haberse liberado del cautiverio: “El alto trono del impereo Cielo”{51}.
Pero en algunas de sus piezas teatrales Cervantes se desvía de esa norma de repetición. Tal es el caso en dos de sus comedias, en las que se mienta de forma literaria el quinto orbe o cielo de Marte relacionándolo con el significado mitológico de su nombre: “Aunque bajase el dios Marte/ acá de su quinta esfera/ no lo estimaré en un higo”{52}, le espeta don Fernando, el gallardo español, a su antagonista moro, Almuzel, cuando van a enzarzarse en un pelea, palabras, que casi de forma idéntica y con igual uso literario y con el mismo sentido mitológico, se repiten puestas en labios de Reinaldos, en su enfrentamiento con su primo Roldán: “Irá el parentesco afuera,/ la cortesía a una parte,/ si bajase el mismo Marte/ a impedirlo de su esfera”{53}. En el Viaje del Parnaso se alude a la vez a “la quinta y cuarta esfera” para encomiar a un poeta señalando que hasta en estos cielos se le honra (II, v. 294).
Dada la tendencia de Cervantes al uso literario de las alusiones cosmológicas más en escritos en verso que en prosa, no es de extrañar que sea en las novelas ejemplares donde menos las prodigue. Solo hay dos y, para no faltar a la costumbre, en poemas incrustados en el texto en prosa. La primera de ellas, en una canción en verso de la La gitanilla, es una referencia a “la octava esfera”, la de las estrellas{54}, y la segunda, ya mencionada y de la que hablaremos más abajo, aparece en un romance de La ilustre fregona, pero esta referencia es la más valiosa e informativa de toda la obra cervantina sobre la representación del mundo celeste en la cosmología ptolemaica.
El Quijote no nos dice nada sobre el conjunto del universo y particularmente sobre el número de esferas o cielos que lo componen. Pero en el Persiles, sí y se nos informa de que hay once cielos en el universo: Rosamunda jura por “los once cielos que hay”{55} y Bartolomé, en un pasaje ya citado en “De la teología a la filosofía de la religión del Quijote”{56}, inserto en la exposición de la prueba teleológica basada en la astronomía, alega, como prueba de la existencia de Dios, precisamente la grandeza del universo, su colosal tamaño, manifiesto en los múltiples cielos que lo forman: “Que me dicen que son muchos o, a lo menos, que llegan a once”{57}.
De mucho mayor interés es la información cosmológica aportada en la ya citada novela ejemplar La ilustre fregona, porque, en vez de limitarse a mentar el universo como un conjunto de once esferas, utiliza este esquema cosmológico como recurso literario, enumerando y nombrando cada uno de los once orbes que lo componen. Se trata de un procedimiento literario que ya había sido regulado por Cervantes en una disposición poética recogida en la “Adjunta al Parnaso”, al final del Viaje del Parnaso, como parte de una serie de ordenanzas, un tanto humorísticas, enviadas por el dios Apolo a los poetas españoles, en la que por boca de Apolo se recomienda al buen poeta cantar la belleza de su dama mediante el uso poético de los cuerpos celestes:
“Item, que todo buen poeta pueda disponer de mí y de lo que hay en el cielo a su beneplácito; conviene a saber: que los rayos de mi caballera los pueda trasladar y aplicar a los cabellos de su dama, y hacer dos soles sus ojos, que conmigo serán tres, y así andará el mundo más alumbrado; y de las estrellas, signos y planetas puede servirse de modo que, cuando menos lo piense, la tenga hecha una esfera celeste”.
Pues bien, eso es lo que hace en serio un músico anónimo en La ilustre fregona: canta un romance, dedicado a exaltar la belleza de Costanza, la protagonista de la novela, en el que, siguiendo el modelo cosmológico geocéntrico de los once cielos, se encomia a la bella moza, definida como “esfera de hermosura”, comparándola, de acuerdo con su significado mitológico, cuando lo hay o se tiene por oportuno exprimirlo, con cada una de las esferas celestes o cielos, que se van nombrando desde la más exterior, correspondiente al undécimo cielo, a la más interior y cercana a la Tierra, el primer cielo o la Luna, en este orden: el cielo empíreo, el primer móvil (primum movile), el cristalino (descrito como “lugar cristalino” de “transparentes aguas puras”), el firmamento o esfera de las estrellas fijas, Saturno (al que se glosa o define recordando su mito: “padre que da a sus hijos/ en su vientre sepultura”), Júpiter (“el gran Jove”), Marte (cuyo nombre se elude, pero al que se alude en términos míticos: “adúltero guerrero/que de las batallas triunfa”), el Sol (nombrado como “cuarto cielo”), Mercurio (“grave embajador”), Venus (“del segundo cielo tienes/ no más que la hermosura”; obsérvese que Cervantes invierte el orden habitual Mercurio y Venus, en que Venus aparece como el tercer cielo y Mercurio el segundo; pero no se trata de una anomalía, pues había ordenaciones en que se les presentaba en el orden escogido por Cervantes) y la Luna o primer cielo (“y del primero, no más que el resplandor de la luna”). Costanza se nos presenta así como una esfera en la que se compendia y cifra la hermosura y demás excelencias de las demás esferas que componen el universo{58}.
Para entender mejor la defensa cervantina de este esquema del cosmos como un conjunto de once cielos o esferas, conviene recordar que en la Edad Media y el Renacimiento había dos versiones sobre el número de cielos que componen el mundo. Según la versión más influyente del modelo cosmológico geocéntrico durante todo ese periodo, la pergeñada por Juan de Sacrobosco, en su De Sphera Mundi, el libro más influyente en la enseñanza de la astronomía y cosmología en las universidades europeas, desde el mismo momento de su publicación, durante varios siglos y que se siguió publicando hasta la primera mitad del siglo XVII, el cosmos aristotélico-ptolemaico está compuesto de nueve esferas o cielos giratorios en torno a la Tierra central: siete esferas planetarias, la esfera sideral o de las estrellas fijas, también denominada firmamento, como bien sabía Cervantes, quien, como hemos visto, la nombra así, y la novena esfera, normalmente denominada cielo cristalino o simplemente cristalino, un cielo vacío o sin estrellas, considerada el primum movile o primera esfera movible, porque era el primer orbe que se movía con un movimiento natural circular efectuando una revolución diaria en torno a la Tierra, y que había sido añadida por Ptolomeo, en su Hipótesis de los planetas, a la antigua cosmología de ocho esferas, en la que era la octava esfera la que efectuaba esa revolución diaria, para explicar la precesión de los equinoccios y el movimiento del polo celeste{59}.
Se la llamaba cielo cristalino o cristalino, porque se pensaba que era, como bien recuerda Cervantes, un cielo acuoso, hecho de agua, totalmente transparente, aunque no había acuerdo en si esa agua era sólida o cristalizada o bien fluida; y fue identificado con las aguas bíblicas situadas por encima del firmamento según el relato de la creación del Génesis. Allí se dice que el firmamento separa las aguas inferiores de las superiores y ello planteaba un problema hermenéutico, pues las aguas bajo el firmamento se podían identificar con la esfera de agua en la región terrestre, pero no estaba claro con qué relacionar las aguas sobre el firmamento. Este problema se resolvió postulando la existencia de una novena esfera consistente en agua por encima de la esfera de las estrellas fijas, la cual se identificaba con el firmamento bíblico.
A este modelo de nueve esferas, que a partir de entonces se hace común a lo largo de toda la astronomía medieval, los teólogos, como santo Tomás de Aquino, con los precedentes reconocidos por el propio santo Tomás de Beda el Venerable y del monje benedictino Walfrido Estrabón, agregaron una décima esfera o cielo inmóvil e invisible, el Empíreo, un lugar totalmente luminoso que irradia sutilísimos rayos de luz, donde se ubicaba la morada de Dios y de los bienaventurados{60}. Este universo de diez esferas u orbes, canonizado así por santo Tomás, es el que sería inmortalizado por Dante en su Divina comedia.
Pero había otra versión de la cosmología de las esferas que se remontaba a también a la Edad Media, la del universo de once orbes o cielos, que es la adoptada por Cervantes. Coincide en todo con la cosmología de las diez esferas, salvo en la introducción de una nueva esfera o cielo sin estrellas, que pasa ahora a ser el primum movile o primera esfera movible y no la novena esfera, como sucedía en el modelo cosmológico anterior y arrebata a ésta ser la causa del movimiento diario de las estrellas fijas y de los planetas. Otra consecuencia de la introducción de esta esfera es que ahora el Empíreo ya no se ubica en el décimo cielo, sino en el undécimo. Una típica representación de este modelo cosmológico de once orbes o cielos es la que reproduce Pedro Apiano en su Libro de la cosmographía, en cuyo segundo capítulo se expone y se representa gráficamente ese modelo. El libro de Apiano alcanzó una enorme difusión en toda Europa y en la Universidad de Salamanca se usó como libro de texto, por lo que, como ya señalamos más atrás, no es inverosímil que cayera en las manos de Cervantes, aunque pudo tener noticia de la cosmología de las once esferas por otras vías.
Y una de ellas pudo haber sido Sphera del Universo, del ya mentado más atrás Ginés de Rocamora, que también aboga por un modelo de once esferas{61}. Tampoco cabe excluir que pueda haber oído hablar de ello en conversaciones con personas cultivadas en los medios intelectuales en que él se movía o en los cenáculos en los que participaba. La realidad es que no sabemos nada de la fuente de los conocimientos astronómicos y cosmológicos de Cervantes ni dónde los aprendió. No es irrazonable suponer que Cervantes, amén de los libros citados, incluido el manual de Sacrobosco, que pudo haber leído o consultado, asistiese a las clases de la Academia Real de Matemáticas, fundada por Felipe II en 1582, a las que sabemos que asistió, por ejemplo, Lope de Vega, donde precisamente lo conoció Ginés de Rocamora, pues están claros tanto el interés de Cervantes por la astronomía y la cosmología como los buenos conocimientos de que disponía en estas materias; además está el hecho de que la verosímil asistencia a las clases de la Academia encaja perfectamente con su trayectoria biográfica: Cervantes residía en Madrid durante el primer curso de actividad docente de la Academia, el de 1583-4, y también vivió allí entre 1599 y 1601{62}.
Tanto si el modelo cosmológico era el de las diez esferas o el de las once, como en el caso de Cervantes, las exposiciones habituales incorporaban un componente teológico adicional, amén del relativo al Empíreo como mansión divina, que también se retrotraía al pensamiento medieval, a saber, la doctrina de las inteligencias separadas o puras (almas o mentes sin cuerpos), consideradas como las causas motrices del movimiento celeste. También Cervantes, aunque no en el Quijote, sino en una de sus comedias, alude a las inteligencias como motores y rectoras del movimiento celeste: “Oh santísimos orbes/ de todas las esferas,/ a quien inteligencias/ supernas rigen, mueven y gobiernan”{63}. Y en otro pasaje de la misma comedia se refiere a la naturaleza inmaterial de tales inteligencias al describirlas como “inteligencias puras”: “No se ande con esferas,/ con globos y con máquinas/ de inteligencias puras”{64}
Esclarecer este asunto requiere remontarse a Aristóteles, quien, para explicar el movimiento de los cuerpos celestes, había postulado la existencia de un conjunto de motores inmóviles como las causas de éste, de los cuales uno era el motor inmóvil de la esfera móvil superior o de las estrellas fijas, el primer motor, al que los teólogos cristianos identificaron con el Dios cristiano, y los demás eran los causantes del movimiento de los planetas. Pero fueron los filósofos árabes medievales los encargados de transformar los motores inmóviles planetarios en inteligencias separadas, que los teólogos cristianos medievales pasaron a identificar con los ángeles.
El universo, según la cosmología aristotélico-ptolemaica, a la que Cervantes prestó su adhesión, es esférico y finito. A la esfericidad del universo se alude en el Quijote en el pasaje ya citado en que don Quijote habla de los elementos de que se compone “la esfera celeste”.Y a ello se refiere Cervantes cuando a través de Periandro, después de anunciar, según ya vimos, como verdad infalible la centralidad de la Tierra en el universo, a renglón seguido explica esto diciendo que la Tierra es un punto de una esfera. Pues decir “llamo centro un punto indivisible a quien todas las líneas de su circunferencia van a parar”, después de afirmar que “la tierra es el centro del cielo” y como clarificación de lo que en esta frase significa decir centro en referencia a la Tierra, equivale a admitir que la Tierra es un punto en el centro de una esfera, que es la esfera del universo.
Pero, a pesar de su finitud, el universo es inmensamente grande y es esta inmensa grandeza uno de los rasgos del universo que más admiración suscita a Cervantes y a sus personajes. Se asombra, en efecto, ante el tamaño colosal de éste. Una grandeza de tamaño que se manifiesta en tres facetas del cosmos que él destaca: los numerosos cielos que lo componen, la magnitud ingente del Sol, muchas veces mayor que toda la Tierra, y la pequeñez cósmica de la Tierra, que no es más que un punto o una semilla de mostaza en el centro del universo.
III. El puesto del hombre en el universo
A la vista de todo esto, del tamaño infinitesimal de la morada terrestre del hombre, un mero punto en medio de un universo colosalmente grande, no obstante su finitud, cabe plantearse cuál es la posición de Cervantes sobre el lugar del hombre en el universo. Está muy difundida la idea, en parte derivada de supuesto de una Tierra grande y en mayor grado aún de la creencia en la tesis de la centralidad de la Tierra en universo de que el hombre antiguo y medieval se tenía por el ser más importante del universo, dejando aparte a Dios y a los ángeles, y que habría sido la ciencia moderna la que nos ha degradado de tal rango y a tal efecto se suele traer a colación a Copérnico, por haber desterrado a la Tierra de la posición central en la cosmología precopernicana. Pero, a la luz de lo que hemos visto, esto no es cierto. El tamaño de la Tierra no desempeñó un importante papel en la consideración del estatus del hombre en el mundo, porque, como hemos visto, desde muy antiguo existía una tradición científica, cada vez más poderosa, preservada durante la Edad Media y el Renacimiento, con sus repercusiones literarias, como en Dante y Cervantes, que, independientemente de la emergencia del copernicanismo, invitaba a pensar y a aceptar la irrelevancia cósmica del hombre a la luz de la magnitud infinitesimal de su hogar terrestre. Ya vimos cómo Sancho cuestionaba la supuesta grandeza o dignidad que pueda haber en gobernar en un lugar tan minúsculo como la Tierra, lo que claramente sugiere que tampoco hay grandeza y dignidad alguna en ser el habitante de un lugar así de pequeño.
Suele reconocerse que la tesis de la centralidad de la Tierra en el mundo desempeñó un papel mucho mayor en el fomento de la creencia en la posición privilegiada del hombre en el universo y, en definitiva, como soporte de su grandeza y dignidad. Pero la creencia en esa centralidad terrestre tampoco impidió al hombre antiguo y medieval proclamar la escasa importancia del hombre y de sus asuntos a escala cósmica; ni tampoco se lo impidió al hombre renacentista o del tránsito del Renacimiento al Barroco crecido al margen del copernicanismo, como Cervantes, quien no necesitó enterarse de la revolución astronómica y cosmológica que estaba teniendo lugar en su tiempo y que desplazaba al hombre de su posición central en el cosmos, para percatarse de la irrelevancia del hombre y de la vanidad de sus asuntos humanos en el contexto más amplio del universo; y no lo impidió, porque la adhesión a la tesis de la centralidad cósmica de la Tierra estaba contrapesada por la aceptación, también por Cervantes, de la física y cosmología aristotélicas conforme a la cual había una jerarquía entre el mundo celeste y el mundo terrestre según la cual, éste, en cuando sede de los cambios, de la generación y de la destrucción, era un mundo innoble e imperfecto en comparación con el nobilísimo y perfectísimo mundo celeste, más semejante a la inmutabilidad y perfección divinas que el misérrimo hogar, sometido a la corrupción, de los humanos.
Sin embargo, Cervantes, a pesar de su aceptación de la irrelevancia del hombre en el cosmos, tanto por razón de la magnitud minúscula de la Tierra como, por siguiendo a Aristóteles, considerarla como una lugar innoble y poco digno de aprecio, defendía la grandeza y dignidad del hombre, a quien tenía, después de todo, por el ser más importante del mundo material. Lo que queremos decir es que, al igual que un hombre de la Antigüedad, como Cicerón, o uno muy representativo de la Edad Media, como Dante, no fundamentaba la importancia del hombre sobre consideraciones astronómicas sobre el tamaño y centralidad de la Tierra en el Universo, sino sobre consideraciones teológico-naturales y antropológicas y, como cristiano, adicionalmente en la teología cristiana. En el contexto de la teología natural y la antropología, enlazadas por la dependencia doctrinal de ésta de la primera, Cervantes proclama el rango especial y superior del hombre entre todos los seres del mundo natural fundándose en que el hombre es un microcosmos o compendio abreviado del conjunto del macrocosmos y, en cuanto tal, la manifestación más plena de la grandeza y sabiduría de su divino creador:
“Pero lo que más los admiró y levantó [a los antiguos filósofos sin lumbre de la fe, pero llevados de la razón natural] fue ver la compostura del hombre, tan ordenada, tan perfecta y tan hermosa, que le vinieron a llamar mundo abreviado; y así es verdad, que, en todas las obras hechas por el mayordomo de Dios, Naturaleza, ninguna es de tanto primor ni que más descubra la grandeza y sabiduría de su hacedor, porque en la figura y compostura del hombre se cifra y cierra la belleza que en todas las otras partes de ella se reparte”{65}.
En un contexto más específicamente antropológico, Cervantes cifra la grandeza y dignidad del hombre, no obstante su insignificancia cósmica, en la posesión de la razón o entendimiento, una cualidad no pocas veces destacada por Cervantes en su obra, y de la libertad, que don Quijote ensalzaba como uno de los mayores dones dados a los hombres por Dios. Estos atributos antropológicos no se hallan exentos de la cobertura teológica, pues, a la postre, se trata de dones de Dios impresos en el hombre al crearlo. Lo mismo sucede con un tercer rasgo del hombre en el que se cifra, según Cervantes, también la grandeza y dignidad del hombre, que es el de tener, en virtud de su alma inmortal, un destino eterno junto a Dios, como centro de su vida, que a Cervantes le gusta expresar en términos agustinianos -según ya vimos en la segunda parte de “De la teología a la filosofía de la religión del Quijote”- como la tendencia natural del hombre a no descansar hasta que pare en Dios, lo que recuerda la insistencia de Cicerón, a la vista de la pequeñez cósmica del hombre y de sus asuntos, en volcarse en las cosas celestes para alcanzar la aspiración más elevada conforme a la inmortal alma del hombre, que es la de hacerse merecedora de su ingreso en el cielo donde tiene su morada, o la recomendación similar de Dante de centrarse en pensar en el otro mundo como término final de nuestro destino eterno, como hace él mismo en su Divina comedia.
Naturalmente, estas reflexiones sobre el estatus privilegiado del hombre, en un sentido metafísico, es de esperar que se hallen reforzadas, en un pensador cristiano como Cervantes, por las ideas teológico-cristianas sobre el hombre como rey del mundo natural, imagen de Dios y, en lo que converge la teología natural con la revelación bíblica, creado con un destino eterno hacia y ante Dios. Es, en suma, por todo esto por lo que, después de todo, Cervantes, al igual que Dante siglos antes, aboga por el rango superior y privilegiado del hombre entre los demás seres naturales y no porque el hogar terrestre del hombre sea de un cierto tamaño u ocupe la posición central en el universo. Esto no es algo insólito en el pensamiento de los siglos XVI y XVII; años después de la muerte de Cervantes, Pascal afirmará, en un tono dramático ausente en Cervantes, a la vez la insignificancia cósmica del hombre y su grandeza metafísica, y curiosamente en unos términos no muy dispares de los de Cervantes, pues también cifra la grandeza del hombre en su entendimiento o pensamiento y en centrarnos en nuestro destino eterno viviendo con la mirada atenta a Dios: “Espacialmente, el universo me comprende y me devora como un punto. Pero por el pensamiento yo comprendo el universo”{66}.
No se debe, pues, confundir la irrelevancia en el dominio cosmológico con la irrelevancia en un sentido absoluto. Se puede defender la irrelevancia cósmica del hombre en función de la insignificancia de la Tierra, como parece defender Cervantes, sin por ello renunciar a mantener su grandeza y dignidad en un sentido metafísico, como también parece ser el caso de Cervantes. Podrá ser el hombre un ser cósmicamente insignificante, morador en un punto solitario del universo, innoble y sujeto a la descomposición, pero el ser un microcosmos o mundo abreviado, su entendimiento o razón, su libertad y su destino eterno inscrito en su alma inmortal, dones recibidos del Dios que lo ha creado y que Cervantes celebra especialmente, lo convierten en la viva y más perfecta imagen de su divino creador y, por tanto, en el ser más excelente (de mayor “primor”) del mundo natural.
——
{1} IV, pág. 439.
{2} III, 11, pág. 543.
{3} Op. cit., Novelas ejemplares II, pág. 233.
{4} Para mayor ahondamiento en la idea de naturaleza en Cervantes y un análisis detallado sobre su posición sobre los milagros véase nuestro trabajo “Examen crítico del estudio de Castro de la idea cervantina de naturaleza”, El Catoblepas, nº 148, Junio 2014.
{5} Sobre la cosmología medieval, hegemónica aún en el tiempo del Quijote puede consultarse con provecho Herbert Butterfield, Los orígenes de la ciencia moderna, Taurus Ediciones, 1982 (original inglés de 1949), págs. 27-33; Thomas S. Kuhn, La revolución copernicana, Ariel, 1981 (original inglés, 1957), págs. 157-160; A.C. Crombie,“Cosmología y Astronomía”, Historia de la Ciencia: De San Agustín a Galileo/1, siglos V-XIII, Alianza Editorial, 1974 (original inglés de 1959), págs. 76-94;; Stephen Toulmin y June Goodfield, La trama de los cielos, Eudeba, 1963 (original inglés, 1961), págs. 183-6;Eduard Grant, “Celestial Orbs in the Latin Middle Ages”, Isis, vol. 78, nº 2, 1987, págs. 152-173; y David C. Lingberg, “El cosmos medieval”, Los inicios de la ciencia occidental, Paidós, 2002 (original inglés, 1992), págs. 311-353; y Helge Kragh, “La cosmología medieval”, Historia de la cosmología, Crítica, 2008 (original inglés, 2007)págs. 62-85.
{6} Novelas ejemplares II, pág. 184.
{7} Novelas ejemplares I, pág. 249.
{8} Cf. la parte final de su “Diálogo natural”, el último de sus Diálogos o coloquios, págs. 150-2 en la versión digital de la edición de 1580, disponible en la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional, donde también hay otras ediciones del libro digitalizadas de libre acceso.
{9} Cf. vv. 1677 y 2303, en Miguel de Cervantes, Teatro completo, págs. 690 y 697 respectivamente.
{10} Cf. vv. 1218-1220, op.cit., pág. 491.
{11} Cf. Novelas ejemplares I, pág. 249.
{12} Véase su “Comentarios al ‘Quijote’”, en la edición IV Centenario del Quijote, precedida de un estudio crítico de Luis Astrana Marín, a cargo de la Editorial Alfredo Ortells, 1905, pág.1760.
{13} Como Francisco Rico, tanto en la edición crítica en Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores, de 2004, como en su edición de bolsillo del Quijote en Santillana, también de 2004, que es por que la que hemos citado y citamos siempre.
{14} Stellarum autem globo terras magnitudinem facile vincebant. Iam ipsa terra ita mihi parva visa est, ut me imperio nostri, quo quasi punctum eius attingimus, paeniteret. De re publica, VI, 16, 16.
{15} Persuadem enim mathematici terram in medio mundo sitam ad universi caeli complexum quasi puncti instar obtinet. Disputaciones tusculanas, I, 17, 40.
{16} I, 16, 4, 11, 12 y 13; II, 5,10; II, 9, 9; II, 10, 3.
{17} Fenómenos, 1.
{18} Acerca de las magnitudes y distancias del Sol y de la Luna, hipótesis 2.
{19} Almagesto, I, 5.
{20} Consolación de la filosofía, II, 7.
{21} Cf. The sphere of Sacrobosco and its commentators , edición bilingüe latín-inglés por Lynn Thordike, The University of Chicago Press, 1949. págs. 84 (en latín) y 122 (en inglés).
{22} Sobre las traducciones al español, pero no impresas, y las sí impresas del tratado de Sacrobosco, veáse Marta Gómez Martínez, “Claves didácticas en un manual de astronomía: De Sphaera Mundi de Sacrobosco”, Relaciones. Estudios de historia y sociedad, nº 135, 2013, págs. 39-58.
{23} Persiles, III, 11, págs. 542-3.
{24} Cf. Las nupcias de Filología y Mercurio, VI, 583 y 584.
{25} Cf. Visión deleytable, edición de1663, pág. 99; en la versión digital disponible en la red por la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional, pág. 105.
{26} Col viso retornai per tutte quante/ le sette spere, e vidi questo globo/ tal, ch’io sorrirsi del suo vil semblante. Paraíso, canto 22, vv. 133-5.
{27} VI, pág. 561.
{28} Canto 22, v. 151
{29} Sentio, inquit, te sedem etiam nunc hominum ac domum contemplari; quae si tibi parva, ut est, ita videtur, haec caelestia semper spectato, illa humana contemnito. De re publica, VI, 19, 20.
{30} E quel consiglio per migliore aprobó/ che l`ha per meno; e chi ad altro pensa/ chiamar si puote veramente probo. Paraíso,canto 22, vv. 136-8.
{31} Sobre el tránsito de las concepciones medievales de la Tierra a la de ésta como un globo terrestre, véase W.G.L. Randles, De la tierra plan al globo terrestre. Una rápida mutación epistemológica, 1480-1520, Fondo de Cultura Económica, 1990 (original francés, 1980); y para la demolición de la concepción aristotélica de las esferas del agua y de la tierra como dos esferas distintas y el nacimiento de la idea de globo terrestre como un único cuerpo esférico de agua y tierra, veánse especialmente las págs. 68-81.
{32} Cf. “La geografía y la cosmografía en la época de El Quijote”, op. cit., págs. 13-21, especialmente págs. 17-18.
{33} Cf. The sphere of sacrobosco and its commentators, págs. 94 (latín) y 129 (inglés).
{34} Existe una edición facsímil por la editorial Maxtor de Valladolid, 2009, de esta traducción de 1548.
{35} Cf. fol. 5.
{36} Cf. The sphere of Sacrobosco ant its commentators, págs. 110-112 (latín) y (138-140) en inglés.
{37} El libro, cuya primera edición conocida es de inicios del siglo XVI, se halla disponible en la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional.
{38} Cf. casi al principio de la primera parte del libro los apartados “Que hay antípodas, y por qué se dicen así”, “Dónde y cuáles son antípodas” y “Que hay paso de nosotros a los antípodas, contra la común opinión de los filósofos”.
{39} Cf. I, 7 y 8.
{40} Véase la parte final del tercer coloquio o “coloquio del Sol”, págs. 94-9 en la versión digital ya citada en la nota 8.
{41} V. 2438, Teatro completo, pág. 177.
{42} Novelas ejemplares I, pág. 80.
{43} Persiles,III, 11, págs. 541-2.
{44} Op. cit., pág. 543.
{45} III, pág. 314.
{46} III, pág. 315.
{47} VI, pág. 572.
{48} VI, 573.
{49} VI, pág. 581.
{50} V. 1651, Teatro completo, pág. 969.
{51} V. 2529, op. cit., pág. 916.
{52} El gallardo español, vv. 2774-6, op. cit., pág. 96.
{53} La casa de los celos, vv. 659-662, op. cit., pág.126.
{54} Novelas ejemplares I, pág. 120.
{55} Op. cit., II, 5, pág. 309.
{56} El Catoblepas, nº 180, 2017.
{57} Persiles, III, 11, 541.
{58} Cf. La ilustre fregona, en Novelas ejemplares II, págs. 171-2.
{59} Cf. Crombie “La Cosmología y la Astronomía”, op. cit., pág. 83.
{60} Cf. Suma teológica, I, q. 66, a. 3 y q. 68, a. 4.
{61} cf. Sphera del Universo, págs, 69 –fol. 15r- y 130 –fol. 45v- y el segundo capítulo del segundo tratado de la edición facsímil de la Real Academia Alfonso X el Sabio de Murcia, 1999. Disponible también en la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional.
{62} Para una buena argumentación en pro de la hipótesis de la asistencia de Cervantes a la Academia Real de Matemáticas, véase Mariano Esteban Piñeiro, “La ciencia de las estrellas”, en José Manuel Sánchez Ron, dir., La ciencia y el Quijote, págs. 23-35, especialmente 34-5.
{63} La entretenida, vv. 1895-8, en Teatro completo, pág. 597.
{64} Op. cit., vv. 1943-5, pág. 59.
{65} La Galatea, IV, págs. 440-1.
{66} Pensamientos, 6, 348.