El Catoblepas · número 181 · otoño 2017 · página 12
La indefinición del reaccionarismo político
José Andrés Fernández Leost
Crítica de La mente naufragada. Reacción política y nostalgia moderna de Mark Lilla (Debate, Barcelona 2017)
Posiblemente La mente naufragada no sea el libro más brillante de su autor, el historiador de las ideas Mark Lilla. Y no lo es, no tanto por la fragilidad de sus intuiciones, a menudo lúcidas y atinadas, sino por la inconsistencia de su estructura, al tratarse de un volumen que mezcla un poco arbitrariamente semblanzas, análisis de actualidad y reflexiones de fondo. Por descontado, el hilo conductor que examina la naturaleza del pensamiento reaccionario justifica el soporte de la obra. No obstante, la aproximación a una teoría del “reaccionarismo” queda diluida en su ejercicio de trazar perfiles intelectuales al tiempo que realiza críticas ensayistas a varios títulos de referencia. El resultado es un libro sin tesis, a medio camino entre Pensadores temerarios, dedicado a estudiar la trayectoria de determinados autores filo-tiránicos (seducidos por Siracusa) y El Dios que no nació, donde expone su adscripción a los fundamentos laicos, aun en ocasiones quebradizos, del poder en la filosofía política (de Hobbes en adelante), frente a la tradicional ascendencia de la teología, que todavía pervive.
Esta persistencia trascendental, que se opone al proceso de secularización política –y que Lilla denominó Gran Separación– ha llevado al autor a sumergirse en dicha dimensión teológica, que en nuestros días parece entreverada con la mentalidad reaccionaria. No en vano, cabría calificar al católico contrarrevolucionario Joseph de Maistre como el primero de los reaccionarios –airado contra la teofobia del pensamiento moderno—, en tanto la reacción, aunque anti-moderna, incorpora necesariamente modernidad (léase: Revolución francesa). En este sentido, el reaccionarismo no coincidiría con el fascismo ni con el conservadurismo, por más que apele al orden del Antiguo Régimen. Y es que su rasgo distintivo, de acuerdo con Lilla, consistiría en su recurso a la nostalgia por un pasado perdido –una Edad Dorada que en realidad nunca existió– y su nervio argumental descansaría en ese momento preciso en el que se torció el rumbo de la humanidad: en ese “pecado original” que nos expulsó del Paraíso.
Al cabo, el reaccionario puro desecha toda esperanza para abandonarse a un fatalismo apocalíptico, cuya fuerza de atracción es similar a la que despierta el mesianismo revolucionario. A este hechizo se agregaría una fachada anti-intelectual muy populista, en virtud de la cual se ha tendido a subestimar de forma contraproducente la perspicacia histórica del reaccionario. Ahí está el prestigio creciente del pesimismo cultural y del decandentismo desde el siglo XIX, cuyo singular arquetipo literario se expresa en el personaje del Naptha de La montaña mágica de Th. Mann. Sin embargo, la depuración de los atributos del reaccionario en Lilla no va más allá: una vez rebasado el primer capítulo, nuestro autor se centrará en aludir al legado de tres filósofos contemporáneos (Franz Rosenzweig, Eric Voegelin y Leo Strauss), de fuerte impronta religiosa, pero cuya obra no representa la esencia del espíritu reaccionario. Solo más adelante se explicará la pertinencia de las figuras escogidas, por cuanto de lo que se trata a fin de cuentas es de ponerse en guardia ante el marchamo mítico que inspira a toda filosofía de la historia. Y habrá que esperar al tramo final del libro para reencontrarnos con el rastro del conde de Maistre, visible en la reciente aparición de los “neo-reacs” franceses{1}.
Obviamente, la revisión de las ideas de los autores citados no carece de interés. En Rosenzweig nos encontramos con una ambición por renovar ya no el pensamiento judío, sino la propia vida judía, a partir del impulso de dar la batalla contra la religión “en el sentido del siglo XX”. La tarea pasa, en primer lugar, por distanciarse de la teología progresista que, bajo la huella de Hegel, armonizaba la moralidad judeo-cristiana con los valores del Estado moderno. Y, en paralelo, por erradicar el tono filosófico-conceptual de la reflexión religiosa. Sobre ello volcó Rosenzweig sus esfuerzos, plasmados en La estrella de la redención (1921). Así, a través de un estudio comparado entre el cristianismo y el judaísmo, detectó en el primero una involucración en el tiempo histórico, sustanciada en la vida de Cristo y orientada a evangelizar el mundo, que habría afectado positivamente al curso de la cultura europea. Sin embargo, la clave de la verdadera redención en Rosenzweig estaría reservada a los exiliados de la historia, para quienes esta carece de significado y que tan solo echan raíces en sí mismos; ni siquiera en la tierra. Siguiendo esta línea de argumentación, su ideal de la vida judía llegaría al punto de renunciar al ejercicio de la política y, por tanto, a la reivindicación de un Estado. Simultáneamente, la originalidad de Rosenzweig estriba en su propuesta por celebrar la trascendencia atemporal de forma simbólica, respetando las festividades del calendario judío en las que anualmente se reproduciría el ciclo de la existencia humana. Es cierto que la nostalgia que se deriva de esta visión no remite a un pasado remoto, planteando en cambio una especie de reaccionarismo metafísico que, como avanzábamos, no contribuye a definir con nitidez el asunto que Lilla se trae entre manos.
Otro tanto cabe deducir de su examen a la obra de Voegelin. En principio, la producción de este “polímata” parece encajar en el esquema del pensamiento reaccionario, toda vez que—según se estilaba a principios del siglo XX– también halla en la noción de declive el factor determinante del estado de la civilización occidental. Previamente, Lilla rastrea el gran proyecto de Voegelin, centrado en analizar el proceso de simbolización sistemática que atravesaría la historia de las instituciones políticas y que daría cuenta de su orden y sentido. Pero a su vez, evoca su acometida contra las “religiones políticas” que Voegelin presentó en uno de sus primeros libros. Y es que, por efecto de la separación de cuño cristiano entre lo sagrado y lo profano, plenamente cuajada en tiempos de la Ilustración, se habría legitimado esa deificación de las actividades humanas que desembocó en el surgimiento de los totalitarismos políticos. Articular un orden social sin religión –procurar desprenderse de su fuerza vitalista– no sería más que una fantasía perniciosa. Pues bien, es justo en este escrutinio de la historia universal de las ideas simbólicas donde Voegelin identifica el núcleo de la caída en desgracia de la humanidad; concretamente en la enunciación del gnosticismo. La hipótesis resulta clara: la rebeldía de la “herejía gnóstica”, que aspira alcanzar la redención mediante el conocimiento, acelera el ansia por bajar el Paraíso a la Tierra, de modo que en ella se localiza el germen de la crisis occidental. Aun así y pese a lo dicho, la acomodación de Voegelin entre los profetas del apocalipsis se habría visto más tarde sofrenada por la inaccesibilidad teórica de sus obras postreras, donde pone a resguardo la dimensión mistérica de nuestra experiencia, frente a la tentación de inferir conclusiones apresuradas. No perdamos además de vista el enigma en el que se envuelven las verdaderas creencias de Voegelin ni que su obra combina crítica y defensa del papel de las religiones. En definitiva, si tal y como reconoce el propio Lilla, su trayectoria encarna el talante de un “espíritu libre”, no parece acertado incluirle a su vez entre los reaccionarios.
De hecho, el hermetismo no suele casar con tal tendencia, salvo como excusa para justificar lecturas veleidosas, en ocasiones contrapuestas a los propósitos originales de un autor. Y posiblemente existan pocas obras tan susceptibles de verse tergiversadas como la de Leo Strauss, más aún debido al contexto cultural en el que ganaron difusión. Ciertamente, el pensamiento straussiano refleja una doblez conceptual que su fibra clasicista apenas mitiga. No solo se trata de la tensa fluctuación entre razón y revelación, que condensa el encuentro entre Atenas y Jerusalén, sino del juego de recursos expresivos que, a su juicio, ofrece la filosofía política previa a Maquiavelo, alternando escritura exotérica y esotérica. En consecuencia, aunque es verdad que en Strauss se reitera con nitidez el tópico decadente que cifra en una situación puntual el “principio del fin”, también lo es que sus métodos interpretativos dan pie a sospechar que su misma producción contiene mensajes sibilinos. Con todo, ocurre que la obra que le hizo pasar como el inspirador del neoconservadurismo fue Derecho natural e Historia (1953), un tratado a favor del iusnaturalismo que se opone de frente a la hegemónica versión whig de la Historia. Y que el inequívoco posicionamiento anti-relativista de Strauss coincidió (años sesenta) con el ciclo contracultural que alumbró por su parte la emergencia de la nueva derecha norteamericana, de signo populista. De ahí la paradoja, señalada por Lilla, de que un valedor del elitismo, cuyas tesis quizá no hubiesen rebasado en otras circunstancias la esfera académica, se erija como uno de sus padres fundadores.
Dejando esta cuestión de lado –o aun proporcionando una explicación cabal que la satisfaga– quedaría no obstante por resolver la pregunta de si es legítimo tildar al neoconservador de reaccionario, teniendo en cuenta la imprecisión en la que continúa moviéndose este epíteto. Un asunto que adopta un nuevo perfil en el capítulo siguiente, en el que parece que las credenciales católicas cobran, frente al protestantismo, una significación crucial. Así, tras evocar las aportaciones de Eusebio de Cesárea y San Agustín a la filosofía de la historia, Lilla se centra en las sucesivas actualizaciones (poco exitosas) de la mentalidad católica acometidas tras la Reforma –ante todo a partir del siglo XIX. Pero solo cita de pasada a de Maistre, Bonald o Donoso Cortés, lanzándose de inmediato a criticar las propuestas, ya del siglo XX, de Étienne Gilson, von Balthasar, de Lubac y MacIntyre hasta llegar al libro publicado en 2012 por Brad Gregory, The Unintended Reformation.
Todas estas obras, en efecto, adolecen de un acento pesimista ante la pendiente nihilista y relativista –hiperpluralista, según Gregory– que caracteriza a la postmodernidad y Lilla nos recuerda que incluso MacIntyre clamó en las líneas finales de Tras la virtud por la vuelta de un nuevo San Benito (acaso aplacada durante el papado de Benedicto XVI). Pero realmente es a Gregory a quien Lilla destina el grueso de sus amonestaciones, casi más que por su neotomismo, por el fastidio que a aquel le causa la prioridad empírica en el campo del conocimiento y el consecuente desgaje respecto de la cosmovisión moral que la cristiandad medieval salvaguardaba. Es más, lo que en verdad le reprocha Lilla es su adhesión intelectual a un razonamiento filosófico-histórico que inyecta significación a un relato de ideas encadenadas, tachado de mítico. Lo que se impugna, por tanto, es el planteamiento preliminar de Gregory, que se recoge en su siguiente proposición: “uno de los argumentos centrales de este libro es que los cambios institucionales e ideológicos que se produjeron hace cinco o más siglos son todavía sustancialmente necesarios para poder explicar por qué el mundo occidental es como es”.
Ahora bien, sin necesidad de respaldar argumentos reduccionistas, no sería justo minusvalorar la influencia de las ideas sobre la formación de la opinión pública, y así como Goethe le confesó a Eckermann que no hacía falta leer a Kant “porque sus ideas ya están disueltas por Alemania”{2}, no resulta impropio rastrear las huellas de la filosofía ambiente en las implicaciones del debate que, hace siglos, enfrentó a dominicos y franciscanos sobre la naturaleza de Dios{3}. A su vez, tampoco sería inexacto recordar que los ideales ilustrados, que por su parte suscribe Lilla, se encuentran igualmente inscritos en una tradición de pensamiento secular, en el sentido aquí más temporal del término. Por lo demás, investigar sobre los principios de causación histórica no significa simpatizar con la máxima “Post hoc ergo propter hoc”, bajo la que Lilla ilustra la mentalidad reaccionaria; de modo que, sin negarle atractivo, el teo-conservadorismo descrito (insistimos, de índole más que nada católica) tampoco contribuiría a delimitar mejor el tema en estudio.
¿Cabe, en sentido contrario, inferir que sí lo haría el carácter reaccionario de la extrema izquierda? La pregunta cobra sentido cuando reparamos en la ascendencia de San Pablo y Carl Schmitt sobre la misma, a través de Jacob Taubes y Alain Badiou. Así es como la revelación divina, en la obra del primero, prevalece sobre las leyes establecidas, creando un nuevo marco normativo marcado por la promesa de la redención que, tras la mediación judía, los cristianos universalizan. La lógica que opera en este razonamiento se fundamenta en el decisionismo de Schmitt, en virtud del cual la voluntad del soberano (Dios) legitima de por sí la estructura política que engloba el destino de nuestra existencia comunitaria{4}. Y lo mismo sucede con Badiou, excepto que ahora no sería la providencia divina sino el impacto de determinados “acontecimientos” lo que permite la ordenación existencial del mundo, hacia un horizonte desde luego redentor. Dios no existe, pero sí los milagros. Y los anales nos darían cuenta de la sucesión intermitente pero concatenada de tales “acontecimientos” como una suerte de invariantes trans-históricas “comunistas o “populistas” que registran el curso milenario de una revolución en marcha, uno de cuyos hitos decisivos se encontraría en San Pablo: “poeta pensador del acontecimiento,” o Lenin que tuvo en Cristo a su Marx particular, nada menos. Sin embargo, y he aquí la barrera que separa a Badiou de Jaubes, la tradición judía no habría abierto la senda de la redención difundida por San Pablo sino que, antes bien, estaría obstaculizando su consumación universal. Independientemente de este punto (no menor), importa constatar el ajuste análogo de este pensamiento a una mentalidad nostálgica, aunque se trate de una nostalgia “de futuro”. El Romanticismo, pues, impera en esta especie de “izquierda regresiva” y no hará falta recordar el ciclo pendular –bien hacia un porvenir quimérico, bien hacia un pasado legendario– que asimismo recorrió este movimiento, no más que la continuación de la religión por otros medios –estéticos y sentimentales.
Pero el Romanticismo tampoco es exactamente reacción; ¿y lo es la corriente que desde principios del siglo XXI ha surgido en Francia, justamente englobada bajo la etiqueta de “neo-reacs”? El interrogante se suscitó en 2002, tras la aparición del breve panfleto de Daniel Lindenberg, Le rappel à l’ordre, aunque el tema parece concernir más a la prensa cultural francesa que al análisis académico, probablemente por la confusa heterogeneidad de figuras que se han visto involucrados en la polémica (desde los escritores Maurice Dantec o Phillipe Muray hasta historiadores como Pierre André-Taguieff y filósofos de la talla de Finkielkraut, Marcel Gauchet, incluso Badiou). Lilla no obstante se centra en sus últimos coletazos, plasmados en el impacto que causó la publicación de El suicidio francés, del periodista Eric Zemmour y, por supuesto, en las insinuaciones ficcionales del más célebre de todos ellos, Michel Houellebecq, a cuya novela Sumisión dedica la mayor parte de su exégesis. Sin formularlo explícitamente, la reflexión anima a preguntase si los “neo-reacs” no han constituido la punta de lanza del populismo identitario de corte europeo (de forma similar a como lo habría hecho el neoconservadurismo straussiano con el populismo estadounidense), hipótesis cuya respuesta aún se juega sobre el terreno real y que sin duda merecería un estudio de alcance.
En su lugar, Lilla sí que aplica en la parte conclusiva del libro el calificativo de reaccionario al islam político. Pero lo hace retomando su premisa de que todo se levanta a partir de una historiografía apocalíptica, un pensamiento mágico que eclosiona –clamando por esa Edad Dorada– cuando nos percatamos de las insuficiencias doctrinales del determinismo histórico, cuando quedamos en fin desengañados por las expectativas frustradas a que nos invitaba la filosofía de la historia. Es posible que, como explicación intuitiva de los mecanismos psico-culturales que activan la indignación sentimental del individuo contemporáneo y su malestar sostenido, esta visión pueda funcionar. Pero se echa en falta, si no un examen más pormenorizado, sí al menos algo más de cautela ante las distintas implicaciones que arrastran los contenidos de las muy variadas filosofías de la historia, así como un mayor matiz sobre la dimensión “historicista” que estas puedan secundar. Detenerse en la reflexión de los efectos del pasado sobre el presente no implica defender una visión teleológica de la historia y de ahí que el conservador no sea un reaccionario, pero tampoco lo será por fuerza el radical autoritario pese a que este –o precisamente por ello– mira con esperanza el porvenir, casi igual que lo hace con rotundidad desacomplejada el fascista. Aunque quizá entrar en el detalle habría llevado a Lilla a tener que desechar la operatividad conceptual del término “reaccionario”{5}.
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{1} La aventurada travesía que implica proponerse delinear el perímetro conceptual de “lo reaccionario” no pasa de moda, sin que ello haya llegado a desembocar en un propuesta canónica. Sin pretensión de exhaustividad, cabe recordar que E.M. Cioran, él mismo considerado a menudo como un reaccionario, dedicó un ensayo a la cuestión, refiriéndose a la obra de Borges, Michaux, Gabriel Marcel o Mircea Eliade. La desaparecida revista Archipiélago publicó en 2003 un monográfico titulado “La inquietante lucidez del pensamiento reaccionario”, cuyo contenido recogía artículos sobre de Maistre, Donoso Cortés, François Guizot, Nietzsche, Ernst Jünger, Céline, Leni Riefenstahl, Heidegger, Chesterton o Friedrich Reck. E incluso incluía un escrito de Yann Moulier Boutang que ya se preguntaba: “¿Hay un uso de izquierda del pensamiento reaccionario?”. En 2008, el profesor Luis Gonzalo Díez sacó a la luz el volumen Anatomía del intelectual reaccionario: Joseph de Maistre, Vilfredo Pareto y Carl Schmitt. Y más recientemente, Miguel Salaregui, experto a su vez en la obra de otro clásico, Nicolás Gómez Dávila, se ha vuelto a ocupar de ello en Carl Schmitt, pensador español (Trotta, 2016), donde propone una definición equivalente a la de Lilla, en tanto el reaccionario es el nostálgico de un paraíso inventado.
{2} En este mismo sentido, Lilla afirma más adelante que “no hace falta haber leído a Kierkegaard o Heidegger para conocer la ansiedad que acompaña a la conciencia histórica”.
{3} Las controversias entre el escotismo y el tomismo, que reflejan dicho debate, han sido estudiadas asimismo por André de Muralt en La estructura de la filosofía política moderna y, entre nosotros, por Iñigo Ongay de Felipe. Véase su conferencia: “Intelectualismo y voluntarismo en la filosofía ambiental de nuestro tiempo” (https://www.youtube.com/watch?v=NNmIWy7MlqA).
{4} Valdría la pena preguntarse sobre la influencia del voluntarismo franciscano en el pensamiento de Carl Schmitt.
{5} Según sugiere el profesor Pedro Carlos González Cuevas, cuando afirma que: “En cualquier caso, creo que el adjetivo ‘reaccionario’ debería ser erradicado del vocabulario histórico-político, por su carácter no sólo peyorativo, sino escasamente útil desde el punto de vista exegético o analítico”. “Interpretación española de Carl Schmitt”, Revista de Libros (27/03/2017).