El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 183 · primavera 2018 · página 9
Artículos

Voltaire en el fuego cruzado de la Ilustración

Sergio Espinosa Proa

Estudio de la figura del philosophe

Voltaire

1

Ante Dios no hay sino reglas, en realidad una sola regla
y ninguna excepción. Pero como no conocemos la regla
suprema, inventamos reglas generales que no lo son, y hasta
es posible que lo que llamamos reglas puedan ser,
para seres finitos, excepciones.
G. Ch. Lichtenberg

La Ilustración ha sido, y continúa siendo, un movimiento rico, versátil y tan complejo como su sucesor y, hasta cierto punto, adversario, el Romanticismo. Está fechado y situado, documentado y cartografiado centenares de veces, pero eso no equivale a declarar cerrado su expediente. En su carácter de desafío –el sapere aude kantiano–, no cuesta trabajo admitirlo como proyecto infinitamente renovable. Se advertirá que, con frecuencia, sus defensores y panegiristas aparecen como los más necesitados de Ilustración; frente a ellos, los críticos, si no profesan abiertamente la regresión a las tinieblas –no a las cavernas– de la razón, han sido a su pesar acérrimos propulsores. Ahora, hablar de Ilustración en un país donde de eso sólo de oídas se sabe promete ser realmente ingrato. Con todo, aceptemos el envite. Diré para empezar, a manera de tesis programática, que en la Ilustración, hablando en general, no se prefiere a la razón porque sea lo contrario de la fe; más bien ésta se deposita en aquélla: la fe no desaparece, lo que hace es invertirse (como se invierte un capital). Por lo demás, esta razón es netamente filosófica. Su medio –su “atmósfera”, dice Ernst Cassirer, atendiendo una indicación de D’Alembert– no es la ciencia, atada a lo particular y al interés práctico, sino la filosofía: a saber, menos un sistema doctrinal que un suelo fértil y un cielo despejado en los que todos los problemas heredados reciben nuevos y más eficientes tratamientos: “De hecho”, anota el filósofo, en concordancia con el Hegel de la Fenomenología del espíritu, “el sentido fundamental y el empeño esencial de la filosofía de la Ilustración no se reducen a acompañar a la vida y a captarla en el espejo de la reflexión. Antes bien, cree en la espontaneidad radical del pensamiento; no le asigna un trabajo de mera copia sino que le reconoce la fuerza y le asigna la misión de conformar la vida. No se ha de contentar con articular y poner en orden, sino para mostrar en el acto mismo de la verificación su propia realidad y verdad” (Cassirer, 1997: 12). En definitiva, la razón paga más; pero ¿qué es lo que está buscando la fe, que se desplaza de las verdades reveladas a las verdades trabajosa y metódicamente descubiertas por la razón? Naturalmente, la salvación. Esta búsqueda permite reconocer los contornos, siempre fluidos y pedregosos, de todo el movimiento. Un movimiento “de hilandera”, sugiere Cassirer: se entrelazan miles de hebras, pero siguiendo un diseño prefabricado que nunca se pierde de vista. Éste no podría ser otro que el proyecto de emancipación de la razón misma, por el cual se combate no sin encarnizamiento en todos los frentes. Se combate, se discute, se cuestiona todo, y con especial entusiasmo: se ha producido “una efervescencia general de los espíritus” que se planta ante el mundo con una “fresca alegría” y una “virginal osadía”; pero si algo le interesa al pensamiento ilustrado es su propia existencia y los límites de su poder. ¿Hasta dónde podrá llegar? ¿Podrá descifrar la totalidad de lo real? La fe en la razón comienza por asegurar su existencia, su unidad, su invariabilidad, y sigue por aumentar su fuerza. Importa justamente eso, su fuerza; su forma podrá cambiar, pasando de la voluntad de sistema –bajo el modelo geométrico o matemático, de Descartes a Leibniz– a una representación más dinámica y concreta, más física. Célebre es el dictum de Newton: hypotheses non fingo. Es que lo real está en sí mismo ordenado, y la razón ha de descubrir (que no imponerle) esa regla; la razón se torna positiva, fáctica: menos un “método” que una atenta escucha a la lógica de los acontecimientos. Sujeto y objeto alcanzan así encaje perfecto. Lo propio de este movimiento ilustrado es entonces la convicción de que lo real admite, exige y propicia una teoría. La naturaleza es dominable porque, en principio, es concebible. Es posible, merced al análisis, concebirla, pero no penetrar en su realidad profunda: “Habrá que renunciar a la esperanza”, escribe Cassirer, “de arrebatar jamás a las cosas su último secreto, de penetrar en el ser absoluto de la materia o del alma humana, pero en modo alguno se cierra para nosotros el ‘interior de la naturaleza’ si por tal entendemos su orden y legalidad empíricos. En este medio podemos asentarnos bien y viajar en todas direcciones. La fuerza de la razón humana no consiste en romper este círculo y encontrar un camino, una salida hacia el reino de lo trascendente, sino que nos enseña a medirlo íntegramente y a sentirnos albergados en él” (p. 27). La razón se torna pragmática: no importa tocar el corazón de las cosas mientras ellas puedan obedecernos. La naturaleza se presenta a partir de ahí como un gigantesco autómata, como un engendro del Doctor Frankenstein: la verdad no se adquiere, la verdad se conquista. La ciencia y la filosofía se van edificando como un deseo de saber, con todos los armónicos libidinales que en cuanto tal comporta. La conexión de la Ilustración con la pedagogía es legendaria. Porque no se trata solamente de un método de descubrimiento o experimentación, sino de lo que después será llamada una concepción del mundo: en última instancia, materializar la consigna de un roi, une loi, une foi… Aunque para lograrlo sea imprescindible practicar una reducción universal que tenga por pivote la posibilidad de, primero, analizar (o descomponer) y, después, calcular. Y ello, inclusive en un modelo pluralista como el de Leibniz, donde las mónadas han dejado de ser abstracciones numéricas vacías e idénticas para dar acomodo a las fuerzas; un pluralismo de la fecundidad, de la afirmación de las diferencias. Ilustrada viene a ser, según Cassirer, esta confluencia de Descartes –lógica (atómica) de los conceptos claros y distintos, geometría, mecanicismo, principio de identidad– con Leibniz, que con su cálculo diferencial abre paso a un enfoque dinámico, organicista, evolutivo, continuo o fluido y armónico –y ello con independencia de que apenas haya sido conocido o comprendido en su siglo: Voltaire, con su Candide,y en tal tesitura más philosophe que filósofo (Whitehead) es una prueba fehaciente: “He visto cosas tan extraordinarias que nada se me hace extraordinario” (Voltaire, 1986: 36)–. Con esto somos llevados a aceptar que ha habido y hay muchas ilustraciones, pero, en lo fundamental, dos: una abstracta, comandada por Descartes, y otra concreta, encarnada –según el neokantiano– en Leibniz, “la primera (filosofía) que conquista, para lo individual, un derecho inalienable” (Cassirer: 49): el todo jamás ha sido una suma de partes, sino una expresión de fuerzas en las que el individuo es el todo mismo visto desde un ángulo específico. Un número, para la ilustración cartesiana; un pliegue, para la leibniziana. No será difícil, a este respecto, identificar la modalidad que se ha vuelto ignominiosamente imperante. Lógica de la identidad (matemática), lógica de la diferencia (de la fluctuación de fuerzas); entre ambas se cifra la potencia y la debilidad de la modernidad ilustrada (que por otro lado, según todas las evidencias, posee una notoria diversidad de rostros y facetas).

2

Si la religión quiere agradar a la multitud,
deberá tener necesariamente algo del haut goût
de la superstición.
G. Ch. Lichtenberg

¿Por qué las metáforas no saben que lo son? El problema al que siempre se retorna es al de Dios. De ser la solución de todo, en esta época –el llamado siglo de la Razón– comienza a aparecer como el verdadero y único problema, en el sentido etimológico: como un casi insuperable obstáculo. Menos por creer en él –propensión sumamente humana, y en cuanto tal, perdonable– que por darlo por (supremo e inexpugnable) presupuesto. Fundar todo el mundo –todo cuanto es– en otra cosa que no sea Dios es problemático, y esto sucede hasta la fecha; es la aporía de base. ¿El mundo se sostiene sobre su propio ser del y en el mundo? La Ilustración se revela en cierto ángulo como un combate a tientas y a ciegas con el Creador. Ni Descartes, ni Newton, ni Leibniz, ni el propio Voltaire habrán de olvidar o borrar su austera o amigable efigie (Spinoza sí, honrosa y bizarra excepción). No porque ellos piensen que, en efecto, y sin pedir permiso, Dios existe, sino porque no pueden dar razón de lo existente sin una mirada, sin un guiño cómplice a Su Majestuoso Ser. Que la naturaleza sea inteligible no puede ser probado, sólo confiado… a la Bondad Última. El mundo es translúcido a la razón, ¡qué maravilla! No se sostiene ninguna fe en la razón eliminando este principio: la naturaleza es pensable porque ha sido creada directa y voluntariamente por un Ser-Que-Piensa. ¿Y si no? ¿Cómo que “y si no”? Hasta la pregunta ofende. Sin embargo, justo ahí hará (ominosa) irrupción David Hume; la Ilustración exige reducirlo todo a principios resistentes a objeciones tan triviales. La religión es una formación del inconsciente, vaya un descubrimiento preñado de consecuencias del sereno escocés. ¿También la ciencia y la filosofía? ¡Qué sacrilegio! La verdad revelada no será negada, pero sí traída a la inmanencia natural: todo es del tamaño y del color del pensamiento que lo determina. Dice Cassirer: “La teoría de Hume del belief es una prolongación y una liquidación irónica de toda una serie de pensamientos con los que se trató de dar a la misma ciencia de la experiencia un fundamento religioso. La liquidación se presenta como un cambio de papeles en la relación entre ciencia y religión. No es ésta la que, gracias a su verdad más alta, absoluta, otorga a la ciencia un apoyo firme, sino más bien la relatividad del conocimiento científico la que atrae a su cauce a la religión misma. Ni una ni la otra pueden ser fundadas racional y objetivamente; tenemos que contentarnos con derivarlas de sus fuentes subjetivas, y comprenderlas, ya que no fundamentarlas, en su condición de manifestaciones de determinados instintos fundamentales y radicales de la naturaleza humana” (p. 81. Las cursivas son mías). Notable reversión. La religión, la ciencia, la experiencia, todas son (mal)formaciones del deseo. Pero, ojo, conceder esto –y no repudiarlo– es la verdadera Ilustración, o uno de sus resultados más preciosos. Dentro de ella habrá nobles y no tan nobles revueltas para superar (o anular) los efectos de la lucidez (que desde luego comienza, vaya cosa, a indiferenciarse de la embriaguez de los sentidos). Que lo real se comporte como la razón quiere, o que ésta contenga su clave de lectura y desciframiento, ¿no es un milagro? Tal vez, pero es un milagro físico; ¡vuelta a la aporía! Pues seguramente todo va a depender de lo que entendamos por “pensamiento”. Si lo real es pensable, o no, ¿quién si no Dios tendría el poder de asegurarlo? Da lo mismo si semejante identidad se demuestra deductiva o inductivamente; el problema subsiste, pues todo se remonta a una decisión: el hecho, por ejemplo, es que todas las cosas que ascienden vuelven a descender. Se ha decidido que eso es lo importante, y no, por caso, que la música de Johann Sebastian Bach sea el equivalente terráqueo de la Gloria, o que el cielo sea violentamente azul. Nada “comprobable”, demasiado “subjetivo”. Hay inercia, luego… Luego, ¿qué? La filosofía comienza en el punto (suspensivo) o en el guión que separa al Yo (Ego) –del– Pienso (Cogito). De que algo en un yo (un saber de sí, un bucle) piense no se puede deducir que exista ni él ni nada –o que sea un programa impreso en la computadora. ¡Y tampoco lo contrario! Decidir que lo real es racional involucra un gesto autístico que declara al mundo un correlato dócil a la conciencia. Un ilustrado holandés, a mediados de 1730, saldrá a poner las banderillas a este ímpetu: ¿y si hay una infinidad aparte de la extensión (espacial) y del pensamiento (temporal)? ¿Quién nos garantiza que ciertas cualidades son las que deben ser tomadas en cuenta en desmedro de cualquier otra? Hume (y acaso Nietzsche) dirá: no Dios, pero sí el instinto… Con ello, la Ilustración bascula: no lo real independiente de mi (nuestro) deseo, no la verdad de verdad, sino la verdad necesaria, la verdad útil, la verdad manejable, la verdad practicable; la otra –por metafísica, o por silenciosa– no nos interesa. Pero tampoco puede simplemente forcluirse (no hay forclusión simple) la verdad de verdad, es decir, lo real en su concha. Resta como resto impenetrable (e inservible). A partir de entonces, lo real no se distingue de lo enigmático per se. Pues el impulso ilustrado quiere lo real, como me parece que –a su modo– lo quiere el romanticismo; pero quizá el error resida en quererlo. Si es un enigma, lo mejor sería quererlo en cuanto enigma. Ilustrada es la convicción de que los enigmas han de leerse como problemas; lo enigmático revela una debilidad congénita del espíritu, mientras que lo problemático es garantía de fuerza. El no saber es un defecto, una renuncia corregible por el poder del intelecto. “El misterio de la naturaleza”, dice Cassirer, “desaparece para el espíritu que se le encara y la mira fijamente a los ojos; no encuentra en ella ninguna contradicción ni separación, sino que ve tan sólo un ser y una forma de la legalidad” (p. 84). Tal vez, pero ¿y si lo inteligente es saber que el saber no podría ser todo? ¿Y si la razón reside en el poder de soportar no habitar un mundo encantado por ella misma?

3

Cada cual debería estudiar al menos tanta filosofía y literatura como
sean necesarias para hacerse más grata aún la voluptuosidad.
G. Ch. Lichtenberg

Si todo cuanto hacemos debe tener sentido será porque ya no importa lo suficiente; ni la acción ni su por qué: para cierta Ilustración, el proceder es automático. La pregunta que inquieta y calcina es esta: la razón, ¿obedece o manda? Y, en cualquier caso, ¿a quién? Decidir que es producto de la naturaleza y no de la sobrenaturaleza no suprime la dificultad, como no lo hizo la decisión epistemológica cartesiana de subordinar el cuerpo (mortal) a la mente (inmortal): la biología (o la fisiología) puede ser tan engañosa como la matemática, porque del caos y del clinamen de la physis ya por la inteligencia parecemos encontrarnos a buen resguardo. No es real porque lo piense; lo es porque lo siento. Las cosas no han cambiado. Julien Offray de La Mettrie (1709-1751) sabe que una simple fiebre modifica nuestra percepción del mundo sin alterar dentro de él un solo grano de polen, pero aún así es imposible o torpe renunciar a su testimonio. En adelante nos ocuparemos de saber cómo ocurre todo sin preguntarnos si tiene sentido o si su mero acontecer lo impugna o desdeña. Tal vez sea excesiva, pero esta posición nos resulta comprensible y hasta simpática; es como rasurar a la metafísica, cortarle sus barbas teológicas. Que el hombre sea como un relojito, o como una lagartija, ¿equivale a faltarle al respeto? Sólo si lo concebimos como un ser aparte del ser, como una honorabilísima excepción, como un reino dentro del mundo –y heterogéneo a él. No lo es, y si lo es, habrá de serlo por alguna razón extraña y recóndita. La razón no manda sobre la materia porque ella, a semejanza de la electricidad o de la fuerza gravitatoria, no es más que un peculiar mandato de la materia. Lo de Descartes se revira: vivo, luego, si de algo me sirve, pienso (o siento, o hablo). Pero, como dirán después los filósofos post-metafísicos, o post-hermenéuticos, el revés de una frase metafísica no deja de ser metafísica. La pregunta por el quién manda sólo admite una respuesta imperativa. Y lo que va a ser suprimido en este lance es un elemento precioso: el libre albedrío, piedra de toque de toda la moral (y la civilización) cristiana. Si el hombre es naturaleza, ¿a quién demonios culpar de sus actos? ¿Cómo reclamarle algo, cómo castigarlo, cómo reprenderlo y enderezarlo? Que el hombre sea asimilable sin residuos a la naturaleza simplemente no es ético. Puede ser verdad, pero sería una verdad demasiado incómoda, absolutamente intratable. De allí la ambigüedad del proyecto ilustrado: o la razón es libre o se recaerá en el irracionalismo naturalista, o, más correctamente, en el cinismo: en la lógica de los canes. Amores perros, sin escapatoria. Si la naturaleza es un inmenso mecanismo, yo también, y mal haré en sublevarme contra ella, que contiene todos los caminos y todas las respuestas posibles. La moral que no respeta su razón es una levantisca superstición, según explicará Holbach en su Système de la Nature y La Mettrie en L’Homme machine: “¡No más guerras teológicas, no más soldados de la religión, terribles soldados! La naturaleza, infectada por el sagrado veneno, volvería a conquistar sus derechos y su pureza” (La Mettrie, 1962: 76). Postura que naturalmente despertará reacciones nunca exentas de resentimiento e iracundia. Pues para una moral contra-natura, como lo es la cristiana, resultará por fuerza chocante un imperativo como el de esta Ilustración, consistente en exigir llegar a ser lo que se es, ni más ni menos. Sí, pero entonces, ¿qué es lo que se es? Naturaleza, punto. Y eso, ¿es bueno, o es malo? Ni lo uno ni lo otro: la naturaleza es moralmente neutra. Surge así la pregunta: ¿por qué se me manda ser lo que soy? La única respuesta decente es esta: porque la moral dominante se ha edificado expresamente para impedirlo. Una moral a la que, por desgracia, ocasionalmente se apresta a respaldar una mente tan lúcida como la de Voltaire: en su poema Les cabales, de 1772, califica esta posición de fastidiosa (ennuyeux). Menos por su fondo que por su forma: pues si es comprensible que, merced a la razón, a Dios no hay que adorarlo, a la Naturaleza sólo podría obedecérsela elevándola a modelo supremo, cosa que estos filósofos desestiman. En efecto, para Holbach y La Mettrie, la naturaleza en absoluto es un ejemplo moral en la medida en que todo en ella se reconoce que acaece ciega y fatalmente. No obstante, oponerse a ello es lo que conduce a la decadencia y a la corrupción, cosa que no exige un argumento lógico sino una simple constatación empírica. La imagen que han ofrecido de la naturaleza no es la del Romanticismo, que ciertamente habrá de sublimarla con un ahínco y un arrebato ejemplares, sino la de un sobrio y, en general, aburrido y “fastidioso” taller de hilandería; por lo mismo, de Goethe sólo ha podido, dice él mismo, arrancar un ligero bostezo. Con todo, este materialismo reserva algunas sorpresas, que por razones obvias no puedo formular aquí. Nuestra interrogación se dirige principalmente a lo real al que este movimiento que en cierta forma –en forma “literaria”– corona Voltaire ha decidido atenerse. Se ha pasado, según vamos viendo, de un real abstracto a un real concreto, más pleno, más complejo y en muchos sentidos más rebelde: lo real es más parecido a un laberinto en cuatro dimensiones que a un plano arquitectónico o a una límpida y predecible telaraña. Se comienza de improviso a sospechar del método, que para operar implica una exclusión de enormes porciones de la realidad; ¿no es ella la que ha de presidir su confección y vigilar sus límites? Es la época de la Razón, aunque ésta ya ha perdido mucho de su lustre; lo real –en la naturaleza y en la moral– se muestra bastante más enmarañado y hostil. Se repite la escisión o fractura tardomedieval entre el nominalismo racional y el realismo metafísico, aunque éste aparezca en su poder de autotransformación: lo único que efectivamente existe, dirá Buffon, son individuos, y las especies o los géneros funcionan sólo como signos nominales. Con ello, la suerte está hasta cierto punto echada: la razón no manda, la razón obedece. Pero, si obedece, ¿a quién le da gusto? ¿Quién es su (nuevo) amo?

4

Nosotros, la cola del universo, no
sabemos qué se propone la cabeza.
G. Ch. Lichtenberg

La pregunta: ¿ha muerto la Ilustración? es análoga o correspondiente a esta otra: ¿ha muerto el cristianismo? La premura con la que han doblado las campanas y se han llevado las coronas al camposanto delata un peculiar nerviosismo: ¿y si el cadáver no comparece? La Ilustración es varias cosas, pero, básicamente, dos: un suceso datable en la historia de las ideas (y las instituciones), por un lado, y una idea que emerge, flota, deriva, se hunde –y vuelve a salir a la superficie en diferentes lugares y momentos históricos. En cuanto suceso, apenas podría discutirse el hecho de que se hable de ella a toro pasado; su acmé tuvo lugar –haciendo caso omiso de la Atenas de Pericles– en el siglo XVIII, y enseguida ha dado lugar a una especie de restauración romántica que, a su turno, ha experimentado disolución, mixtura o resaca. El siglo XX, ¿ha sido ilustrado o romántico? ¿Una (explosiva) mezcla de ambos, o una figura inédita que no podría identificarse con ninguno? ¿Y el XXI? El pensamiento iluminista –caso de existir, pues más de tres lo niegan– ¿ha tenido adversarios históricos, o, como ha sugerido la Teoría Crítica, ha engendrado o incubado dentro de sí a sus propios enemigos? ¿Qué tienen en común –y qué distingue– la Enlightment, la Aufklärung, las Lumières? Considerando la distinción –practicada entre otros por Jonathan Israel– entre una Ilustración moderada y otra radical, se abren dos frentes de lucha: uno obstaculiza su desarrollo, mientras que el otro impulsa su profundización; el romanticismo en el primer caso (Herder y Hamann), el pensamiento trágico en el segundo (Spinoza y Nietzsche): contrailustración, a la derecha, y ultrailustración, a la izquierda. Voltaire, “cabeza de la Ilustración francesa”, admirado como “el mayor hombre que haya vivido” (Durant) y execrado: “la admiración por Voltaire es un signo infalible de un espíritu corrupto” (De Maistre) ¿cómo ha sobrevivido a este fuego cruzado? Lo habremos de ver aparecer y escabullirse entre la maraña de discursos y prácticas; su perfil es inestable y movedizo. De hecho, si no de derecho, se le ha concedido más espacio y predicamento en las historias de la literatura que en las de la filosofía: se le ha bautizado como el patrono impío de todo un siglo. No esgrime, a la verdad, ninguna doctrina, ni pesimista ni optimista, ni ascética ni hedonista; todo parece depender del humor con que se levante (o se acueste). Al menos así nos lo viste y desviste Cassirer, a quien todavía, por mera economía discursiva, seguiremos unos cuantos pasos más. En lo que concierne a la mente humana, la de Voltaire apenas se distingue de la posición de Locke; con respecto a la naturaleza, su adalid, como sabemos, es Newton. Más “personal”, si cabe el epíteto, es su controversia con Pascal a propósito de la teodicea: la cuestión del mal. Hemos sostenido que todo en este movimiento da vueltas en torno al problema de Dios –a Dios en cuanto problema. Ocurre un destronamiento incompleto e inconcluible, porque no se ha desmontado –ni se quiere hacerlo– la estructura jerárquica que el Creador preside y garantiza; se trata de disminuir su poder pero para alimentar con él a lo humano: el sujeto moderno, dice el filósofo, “debe renunciar a todo auxilio de arriba, tiene que abrirse por sí mismo el camino de la verdad, que no podrá lograr si no trata de conquistarla con sus propias fuerzas y fundarla en ellas” (Cassirer: 157). No se trata, según dije al comienzo, de una disolución de la fe, sino de un vaciado, de un depósito efectuado –al menos en Francia– en una legalidad alternativa a la eclesiástica. Obviamente, a fin de alcanzar este traslado de dominio, la crítica, con todo lo virulenta que pueda presentarse, se ejercerá en puntos estratégicos. Dado que la Ilustración se puede considerar en términos muy amplios menos como una destrucción o demolición que como una transformación humanista de la teología, el punto crucial será la discusión sobre el pecado original, es decir, sobre la posibilidad de una redención no sobrenatural de la especie, una salvación –eso nunca se cuestiona– confiada a las propias fuerzas de la humanidad. Los límites de la Ilustración coinciden así con los límites del Humanismo, un nudo de actitudes, instituciones y discursos que viene cobrando fuerza desde el fin de la Edad Media. Humanismo, se entiende, cristiano, pues desde Nicolás de Cusa la figura humana por antonomasia es la de Cristo, síntesis que anula el abismo existente entre lo finito y lo infinito, entre lo mortal y lo inmortal, entre el Creador y la creatura. La verdad ha sido revelada, pero lo que falta es ponerse a trabajar en ella y por ella; si Dios ya hizo su parte, nos corresponde, humanamente, hacer la nuestra, que consiste en transfigurar el mundo y en absoluto rechazarlo o huir de él. Grandioso proyecto que –desde San Agustín, recuperado por la Reforma protestante– se topa con un problema radicado en la naturaleza humana: el sólo hecho de existir, de ser humanos, ¿es bueno o es malo? Se producirá un choque inevitable no entre la salvación y la perdición, sino entre dos modalidades de lo mismo: la razón –encarrilada ya por Descartes, Galileo y Kepler en la lógica de la ciencia y la técnica– y/o la gracia, que dará origen a extrañas e inesperadas constelaciones de sentido. Este enfrentamiento cobrará una inusitada luminosidad y concentración en la polémica entablada por Voltaire contra Pascal, heredero natural –aunque moderno por su método y su talante básico– del agustinismo. Aquí no podemos proponernos zanjar en la diferencia radical que opone al espíritu ilustrado del espíritu religioso, sino solamente mostrarla; y, acaso por una vez, reconocer la riqueza y la complejidad con que el segundo esboza su imagen del sujeto humano: un ser escindido, en auto-conflicto perpetuo, quebrado y sufriente; un ser atravesado por la nihilidad absoluta y a cargo de ella. Una imagen que provoca simultáneamente la admiración y la conmiseración: el hombre no es transparente a sí mismo y, en consecuencia, jamás podría ser definido o determinado en exclusiva por la razón. El iluminismo no ilumina su interior, como tampoco lo hace con las cosas del mundo, que en su esencia se revelan oscuras e impenetrables. El efecto es asombroso: defendiendo a Dios, Pascal descubre que la razón (humana) es incapaz de acceder a la verdad del mundo; el ser de las cosas –la physis tanto como la psyché– son heterogéneas y reluctantes al yo-pienso cartesiano.

5

Una vez más, recomiendo los sueños.
G. Ch. Lichtenberg

La diferencia entre la razón y la gracia es, en esencia, la distancia que media entre la soberbia y la humildad. Para el pensador religioso, o místico, la soberbia es, precisamente, la perfecta manifestación del mal; para el pensador ilustrado, semejante defensa de la humildad del sujeto humano sólo expresa una deplorable (aunque a su modo sublime) misantropía. “¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¿Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, imbécil gusano de tierra, depositario de lo verdadero, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y desecho del universo?” (Pascal, 1986: 53). Un animal paradójico que se ha elevado por encima de la bestialidad sólo porque Dios así lo ha dispuesto; la razón, que lo mantiene en tierra, no participa de ello. Tal es, en pocas palabras, el desafío que –sarcástico o solemne, frívolo o severo– aceptará Voltaire, y en el que, sin alcanzar solución definitiva, se debatirá toda su vida. Es, justamente, el desafío que define a la Ilustración en cuanto movimiento o sistema de convicciones. Porque confiar en la razón no necesariamente constituye un gesto de arrogancia y prepotencia, sino (también) de humor, de tolerancia, de sensatez y dulzura; la razón le reserva un sitio a la gracia, por más que ésta no le corresponda con la misma moneda. En este sentido, la filosofía no propiamente se enemista con la religión, sino con lo que en ésta subiste de superstición y fanatismo. La apuesta es por el hombre, que –al margen de dogmatismos y positividades, de jerarquías y mediaciones, de milagros y encantamientos– puede encontrar su camino personal a la salvación, la vía individual a la comunión con lo divino. El escenario y la tramoya cambian, pero el adversario es el mismo: el odio que brota de la ignorancia. Ahora bien, que la ignorancia deba ser erradicada del mundo no equivale a que en la práctica pueda de inmediato y sólo con buenas intenciones serlo. El misterio no es solamente un expediente o un recurso en manos de las mafias eclesiales; ¿qué tal que pertenezca a las intimidades de todas las cosas? Afirmar que todo es –tentativa o asintóticamente– cognoscible, ¿no termina por recaer en el dogmatismo y la superstición que dice combatir? El problema de Dios, en este contexto, no es que exista o no, sino que, sometido a una racionalización excesiva, se va despojando de atributos inconvenientes para toda empresa humana: si no existiese, habría que inventarlo. Una sentencia volteriana que condensa admirablemente la potencia y la debilidad de la razón; sometido a su arbitrio, lo real se disimula, se mimetiza o meramente desaparece. El Dios que a la razón se revela es la forclusión de un real que se da en su opacidad y resistencia, en su discreta o desaforada fuga: “Dios no sería Dios si ocultara su naturaleza”, consigna ilustrada de un cabo al otro. La revelación vuelve a revelarse en el espejo de la razón, con lo cual, a pesar o a causa de sus buenas intenciones –la consecución de una paz religiosa, por caso– ésta quedará infaltablemente contaminada; reflejo de la divinidad, se ofrece como garantía de una identidad universal, de una naturaleza humana menos descubierta que deseada. Con Hume, la razón (humana) aparece, por contra, nítidamente delineada en su carácter ficcional y facticio: lo humano, en singular sintonía con el jansenismo de Pascal, apenas rebasa el estatuto de un “entresijo sórdido de impulsos”. La razón, concebida como repetición especular (y especulativa) de la revelación, no suministra conocimiento alguno de lo que es, y ni siquiera de lo que debe ser: ni filosofía, ni ética. Si hay una “naturaleza” en el ser humano, ésta apuntará más bien a su movedizo y pringoso fondo pasional, completamente impermeable y adverso a la edificación de la razón; la idea de Dios tiene una raigambre antropológica (en el peor sentido de la palabra), no ética ni ideal: es un efecto directo del terror que provoca lo real, una huida del mismo –y el desesperado intento de ponerlo de nuestro lado. De racional, Dios no tiene un miligramo, una sola escama. Una devastadora crítica de la Revelación que en Hume alcanza a chamuscar a la Razón, originada, al igual que aquélla, en el fango –nutricio– de la superstición: lo Divino y lo Humano emergen entre furores y estertores del “sueño febril de un enfermo”. El pensamiento de Hume pertenece desde luego a la Ilustración, pero en una versión franca y radical: “El todo es un rompecabezas, un enigma”, leemos en el Corolario General de su Historia natural de la religión,“un misterio inexplicable. La duda, la incertidumbre, la suspensión del juicio parecen ser el único resultado de nuestra investigación más rigurosa sobre este tema. Pero es tal la fragilidad de la razón humana y tan irresistible el contagio de la opinión que incluso esta duda prudente apenas podría sostenerse. ¿No hemos ampliado nuestras miras enfrentando una clase de superstición a otra y poniéndolas a combatir? Mientras ellas se enfurecen y luchan, nos escapamos felizmente a las regiones tranquilas, aunque oscuras, de la filosofía” (Hume, 2003: 151). A pesar de todo, Voltaire, que ha debido alejarse de la civilización europea a fin de oponerle con la civilización china, o con la literatura misma, el espejo de lo otro, jamás llegará tan lejos. En vez de disolver la razón en su propio ácido, como hace Hume, se propone historizarla, o, lo que es lo mismo, aterrizarla. Prefigurando a Hegel, aunque sin llegar a fundar formalmente una filosofía de la historia (por más que sea el primero en proponer hacia ella una aproximación filosófica), se diría que la razón se revela en el tiempo; la historia, y no la naturaleza, será su escenario privilegiado. En esta re-fundación, por lo demás, se retrocede detrás de Pierre Bayle, para quien la búsqueda y la declaración de la verdad han de anteponerse a todo –resentimiento, interés egoísta, nacionalidad, pertenencia religiosa…–, con lo cual las tradiciones de los pueblos habrán de ser desmontadas sin contemplaciones, al menos en su pretensión de poseer, por mera repetición, lo verdadero. Próximo a Hume, Bayle concibe a la razón en su fuerza disolvente: designa la resistencia a caer en las ensoñaciones de la fe y en la ceguera de las pasiones. Regirse por la verdad implica rechazar de plano la obediencia a las instituciones –políticas, eclesiásticas, universitarias– y mantenerse en una posición resueltamente estoica: o se está en la verdad, o se es buen súbdito; no hay medias tintas. Que la razón se manifieste en la historia no quita que ella sea, en su piel, “una serie de delitos y desventuras”. En breve, Pierre Bayle dibuja el perfil de una Ilustración pesimista o, por lo menos, puramente negativa y crítica: la potencia de la razón no se despliega –o se despliega poco y mal– en su uso constructivo o edificante. Y Voltaire, con Cándido, ha decidido que el único fin apetecible en este mundo –el único medio de hacer soportable la vida– apenas podría ser otro que cultivar nuestro jardín: “Si no hubieseis sido expulsado de un hermoso castillo con grandes puntapiés en el trasero, por causa del amor de la señorita Cunegunda, si no hubierais caído en manos de la Inquisición, si no hubieseis recorrido América a pie, si no hubierais dado una buena estocada al barón, si no hubierais perdido todos vuestros corderos del buen país de Eldorado, no comeríais aquí chilacayote y alfóncigos”. “No está mal argumentado –respondió Cándido–, pero ahora tenemos que ir a cultivar nuestro huerto” (Voltaire, 1986: 98).

6

Hay algunos que no oyen hasta que les cortan las orejas.
G. Ch. Lichtenberg

La sustitución de la Providencia Divina con la Fe en el Progreso no es una operación del todo sencilla. Si Montesquieu intuye cierto sentido o razón que rige la historia, por encima de su ocurrencia caprichosa, también lo hará por debajo de la Providencia: la razón no es ni humana ni divina, sino fáctica; son los acontecimientos (y su orden) los que llevan la batuta. Como cuerpos entre los cuerpos, estamos sometidos a férreas leyes de atracción y de repulsión; como seres inteligentes, esas leyes pueden (y acaso deben) ser violentadas y su vigor puesto en entredicho. Desde aquí, la historia se leerá como una pugna permanente entre la suspensión de la ley natural –a la que por otra parte resulta materialmente imposible escapar– y el olvido de la libertad del espíritu: “El hombre, como ser físico, está como los demás cuerpos, gobernado por leyes inmutables; como ser inteligente viola incesantemente las leyes que Dios ha establecido y cambia las que él mismo establece. Es menester que sea dirigido, pues es un ser limitado; está sujeto a la ignorancia y al error como todas las inteligencias finitas; el débil conocimiento que tiene puede incluso perderle; como creatura sensible está sujeto a mil pasiones. Tal ser puede olvidar en cualquier instante a su Creador; Dios lo ha llamado a sí con las leyes de la religión. Tal ser puede en todo instante olvidarse de sí mismo; los filósofos le amonestan con las leyes de la moral. Hecho para vivir en sociedad, puede olvidar a los demás; los legisladores lo han encauzado a sus deberes con las leyes políticas y civiles” (Montesquieu, 2002: 8). Sin ser estrictamente dialéctica ni resueltamente estructural, la concepción que Montesquieu ofrece de lo humano exhibe elementos de ambas; la historia es resultado de un eterno estira-y-afloja entre la constricción física y la resistencia meta-física; entre la Naturaleza y el Espíritu. Llama poderosamente la atención el hecho de que, frente a semejante dicotomía, el filósofo mantenga la guardia en alto a fin de evitar la aparición del maniqueísmo: el Espíritu no es el Bien en lucha contra el Mal anidado en la Naturaleza; el mal –con minúsculas– se localiza más bien en el Espíritu, especialmente en el momento en que, mediante la ley, éste cae en la Naturaleza, otorgando a sus normas peso de ley natural. “Es menester”, asegura en El espíritu de las leyes, “que, por la misma disposición de las cosas, el poder contenga al poder”. Su punto de vista combina admirablemente el pragmatismo y el idealismo, la erudición y la imaginación crítica; con todo, frente a Voltaire, el ángulo –por su concentración en la historia de los Estados, en la historia política– se antoja estrecho. Es que la perspectiva de este último es la del Espíritu, no la del poder civil, que viene a ser una expresión espiritual entre otras. De ahí que la crítica volteriana de la religión haya sido tan violenta en la superficie como contemporizante en su núcleo: Dios es la Razón, por más que ésta haya de ejercerse con ironía y sentido del humor, tal como los ingleses tuvieron a bien enseñar a Europa. Es importante dejar en pie a “Dios como Autor”, pues de lo contrario la Naturaleza deviene ininteligible. “A la naturaleza muda se la interroga en vano”, escribe en el Poema sobre el desastre de Lisboa: “Se necesita un Dios que hable al género humano”. Su deísmo es eminentemente práctico: si se desea penetrar en el silencio de la naturaleza, no hay más remedio que postular un Autor que nos la explique; mediando entre el pesimismo y el optimismo, Voltaire se presenta como un “realista”: las cosas son como son, y a su modo de ser más vale atenerse. Otro rasgo de su confrontación con Pascal: no hay que negar el mundo, sino resignarse a su modo de existencia –una aceptación que, por lo demás, sigue “necesitando” de un Autor. Curioso, más comprensible, que a este Autor le corresponda un limpio desinterés por el Mundo (y por el Hombre); suprimiendo a esta Ominosa Presencia Vigilante –pura superstición–, la ética resultante carecerá de componentes represivos: ni el amor propio ni el resto de las pasiones humanas serán objeto de condena o persecución, porque sin ellas el individuo queda expuesto a la apoplejía. El hombre imaginado por el philosophe es realista en la medida en que no es encarnación de ninguna “sustancia pensante” –otra superstición– ni su “libertad” es –espiritualmente– ilimitada; es una creatura cuya razón adolece de fragilidad, pues en sí misma se encuentra desprovista de fuerza alguna. Siempre existirán, en el alma y en el cuerpo, “movimientos involuntarios”, como se reconoce en el Tratado de Metafísica de 1734. Que la libertad (moral) se halle condicionada significa que nunca actúa al acaso –el azar no existe, asegura– y no podría confundirse con la absoluta arbitrariedad. Este es el punto: para el filósofo, el azar es una apariencia, un espejismo; filosófico es, precisamente, el afán de cruzar esa superficie espejeante y captar bajo ella una razón permanente, aquello que no cambia, el fondo que se aquieta tras la espuma de los días y la hojarasca del tiempo; filosófico es el esfuerzo por reducir el abigarramiento de las cosas –la “superestructura fantasmática”– a un principio de orden y sentido. ¿Cuál podría ser este si no la historia de la razón –y sus desfallecimientos? Bajo la costra de los hechos, la razón sólo podría encontrarse a sí misma, a veces victoriosa pero constantemente amenazada por el peso muerto de la tradición, de un cabo al otro lastrada con prejuicios, oscurecimientos, ilusiones y vicios. La historia es inteligible porque es la historia de la razón, su combate contra todas las formas de obnubilación de la misma; la conciencia histórica es la historia de la conciencia, cuyo estadio final es, paradójicamente, inimaginable. Arrancando de estas mismas premisas, Robert Turgot (1727-1781) formulará el proyecto en un tono más descarnado: la historia universal es la historia de la razón, y la razón consiste en una fuerza de emancipación respecto de las cadenas naturales, sociales y culturales. Esta historia trata menos de la superación de la tiranía que de su tránsito: narra la transformación del despotismo entre los hombres en despotismo de los hombres. Naturaleza es aquello que el progreso (de las Luces, de la Razón) está llamado a someter. Desplazamiento con el cual asistimos al nacimiento oficial de la razón instrumental, que tantas controversias alumbrará; pues, ¿no es ella una especie de infección dogmática en el cuerpo de la razón “pura”? ¿No hace de la razón –entendida negativamente como resistencia al despotismo– una nueva, más insidiosa y más deletérea figura del despotismo? Aquí, la razón experimentará una suerte de reforzamiento moral: a ella es menester confiarnos si de alcanzar los máximos valores humanos –igualdad y felicidad– se trata. El Marqués de Condorcet (1743-1794) será su ideólogo: la única señora de la Humanidad es la Razón, es decir: la Ciencia. La razón como guía de vida, y la ciencia como encarnación de la razón; he ahí el espíritu del Iluminismo, patente en el proyecto de la Enciclopedia.

7

Todo no puede funcionar a la perfección en el mundo,
pues a los hombres aún hay que gobernarlos con engaños.
G. Ch. Lichtenberg

Lo que a su aire hará Denis Diderot (1713-1784) será enriquecer y ampliar este espíritu; y “enriquecer” en un sentido no exclusivamente metafórico. Ilustrado hasta la coronilla, Diderot no es por otra parte un ilustrado “normal”; su metafísica es un tanto pintoresca, pues imagina a un Dios-Araña cuya telaraña es el mundo y esboza a una Humanidad perfecta en el principio (y no al final) de la civilización. ¡Una Ilustración de cabeza, o retrógrada! Con todo, y para no distraernos más de la cuenta, reparemos en que, a pesar de sus diferencias de matiz o de bulto, algo parece identificar al proyecto, algo se comparte en todas las perspectivas adoptadas: por todas partes se verifican escaramuzas contra el azar. Éste se piensa y se afronta como una especie de mucosa, como una membrana engañosa, como un falso resplandor: ni el capricho, ni la casualidad, ni el despropósito, por más que reclamen ser tomados en cuenta, son lo suficientemente fuertes como para obstaculizar el paso hacia una ley, una regla, una estructura: una razón. Y esto equivale a reconocer que toda Ilustración, en su hueso, es teológica (o metafísica). Del inabarcable caos de lo real, interesará solamente aquello que proporcione líneas o campos de inteligibilidad. De Bayle a Montesquieu y de Voltaire a Rousseau y Marx (y más allá), un único empeño: a saber, liberarse de las constricciones físicas o psíquicas –la férrea legalidad de la naturaleza, la ceguera de lo dado– a efectos de humanizar el Mundo. “Las Luces”, pondera Cassirer, “esperan del conocimiento progresivo de este estado de la cuestión que se produzca un nuevo orden del mundo de la voluntad, una nueva orientación general de la historia política y social de la humanidad. Es lo que le lleva a la filosofía de la historia, pues espera del conocimiento de los principios generales y de las fuerzas dinámicas de la historia la posibilidad de su futura conformación segura. El hombre no sólo está sometido a la necesidad de la naturaleza, sino que puede y debe crear libremente su suerte, provocar el futuro adecuado a él. El puro deseo es impotente si no lo guía una visión firme y no se empapa de ella; tal visión no puede producirse sino con la tensa cooperación de todas las fuerzas del espíritu y necesita tanto de la observación cuidadosa del detalle, de la entrega al detalle empírico-histórico, como del análisis puramente conceptual que nos presenta las diversas posibilidades y nos las distingue de una manera clara y segura” (Cassirer: 240-241). Provocar un futuro al hombre adecuado; no hay más. Hemos visto cómo en Montesquieu aparece con cristalina nitidez la meta última: deslizarse del ser al deber ser, o, lo que es lo mismo, moralizar lo real, ajustar el azar –y, si no, eliminarlo– a las exigencias del ideal: un ideal íntegramente humano. Tal sería, en resumen, el dogmatismo teológico de la Ilustración, su “tipo-ideal”: su genoma. (Y que conste de que soy consciente de que esta frase es en sí misma un dechado de ilusión iluminista). El proyecto está diseñado de tal forma que no sólo admite, sino que requiere la aplicación de una crítica inmanente: a diferencia del dogmatismo inherente a la escolástica clerical –que, para ser justos, nunca sedimentaría en un bloque granítico (aunque lo habría deseado)–, la teología ilustrada es abierta (es decir: moderna), pero apartar la vista de este propósito universal de reducción de lo real a lo inteligible, y de lo inteligible a lo humanamente eficaz o significativo, será automáticamente calificado de blasfemia, irracionalismo, herejía y alta traición. Deísta, teísta o atea, la Ilustración es teología secularizada: una Teología a la medida del Hombre (con mayúsculas). Y sí, con mayúsculas, porque el propio Voltaire sabe que lo humano con minúsculas constituye un “obstáculo epistemológico” e inclusive ético, dada su contingencia, su accidentalidad, su impermanencia, su frivolidad, su insignificancia, su banalidad, su insularidad egolátrica y, con perdón de la palabra, su minuscularidad. En cuanto efigie de la Ilustración, Voltaire se dirige –y en todo momento piensa, sobre todo en sus invectivas y pullas, muy divertidas en general– a la Humanidad, única Idea (con mayúsculas) susceptible de (verdadera) inteligibilidad. Lógico que su iluminismo sea un humanismo, y es natural que su humanismo será un prototipo del idealismo: la Fenomenología del espíritu tiene en adelante franqueado el paso. Ilustrada es, pues, la convicción, finalmente platónica, finalmente cristiana, finalmente metafísica, de que lo real ha de ser apartado y perforado a fin de entregar la LEY OCULTA cuya posesión proporciona al “Hombre” una fuerza de dominación que le garantizará, como mínimo, “un futuro a él adecuado”. Dios es esa Ley Oculta, que es la Razón, y que en su fondo no cambia ni se arruga, aun si ocasionalmente pueda sufrir y acongojarse: regida por el futuro, la Ilustración adelgaza y aplana al presente y aplasta y sepulta al pasado en nombre de la Idea Universal del Hombre: la historia sólo tiene un valor propedéutico, pedagógico y hasta un poco pedofílico (pues se engolosina con la infancia del género). Que la escritura de Voltaire sea literalmente encantadora no le quita un miligramo de soberbia (quizás ella sea parte esencial de su encanto): “Conozco muchos libros aburridos”, dice en el Diccionario…, “pero ninguno que haya hecho mal de verdad”. Y es que, en su afán desmitificador, el ilustrado puede pecar de ingenuo; en cuanto a los ideales civiles, Voltaire asegura que “todo se resuelve” garantizando la libertad de pensamiento y expresión: es un derecho humano fundamental, junto a la seguridad, la propiedad, la igualdad ante la ley y la participación en su promulgación. Preservarlo es suficiente porque, por naturaleza, los hombres distinguen espontánea e infaliblemente entre lo justo y lo injusto. ¡Qué lejos quedan aún la Viena de Freud y las Guerras Mundiales del siglo XX! Cierto que a esta ingenuidad tendencial se oponen fuerzas poderosas dentro del mismo proyecto, una de las cuales encuentra su cauce en la reflexión estética, y a la cual dedicaré un breve comentario final.

8

Ni negar, ni creer.
G. Ch. Lichtenberg

Para un siglo marcado a fuego lento por los ideales de la Razón, los asuntos del gusto y del sentimiento provocado por algo que no es, por principio, ni científicamente verdadero ni moralmente aconsejable resultan por lo menos incómodos. Significativo ha sido que “el pensador más profundo” de la época, el prusiano Immanuel Kant (1724-1804) haya dejado hasta el final, tras haber escrito dos veces la Crítica de la Razón Pura y una vez la Crítica de la Razón Práctica (además de muchos otros escritos), el tratamiento de lo estético (sagazmente engarzado con lo teleológico-religioso). El problema de fondo, me parece, es la determinación de la autonomía y de la soberanía de algo que me ha dado por llamar la sabiduría de lo sensible. En ese horizonte o en esa dimensión humana se verifica una cierta conjunción de la razón con las pasiones y de lo real con lo imaginario que no ha dejado de abrir siempre nuevas, interesantes e incluso estresantes perspectivas de lo humano en cuanto tal. Como buen observante del criticismo (la razón considerada como el órgano de establecimiento de los límites inmanentes del mundo), Cassirer parte de la poderosa síntesis merced a la cual la filosofía adquiere, por decirlo así, su mayoría de edad; Kant lleva a la reflexión filosófica a una madurez paralela a la madurez poética alcanzada por Goethe; a partir de ambos, la crítica es tan creadora como la creación es crítica. Claro que para llegar a transfusión semejante se tuvo que cruzar un desierto; el esteticismo de un Le Bossu o de un Boileau, que intentan aplicar estrictamente la matematización o la geometrización cartesiana al campo de las obras literarias, pictóricas o musicales, desemboca en esterilidad y formalismo. Lo real –la naturaleza– está ordenado, luego su imitación ha de ser reproducción sensible de ese orden, y se acabó. Hay en este empeño una exigencia singular de limpieza, y lo primero que ha de erradicarse –si no en el poeta, sí en el poema– es la veleidad y el capricho de la imaginación; ella, y la intuición –en el sentido de percepción inmediata– se erigen como enemigos de la creación estética. El arte no alcanzará su meta si no ataja, regula, dirige y disciplina a la sensibilidad y a la imaginación, concebidas muy ilustradamente como el manantial de todas las ilusiones. “No podrá llegar a su meta”, asegura Cassirer respecto del conocimiento de lo verdadero, “si no pone en olvido el comienzo, y no lo supera y rebasa con clara conciencia lógica. La intuición pura no es capaz y necesita de semejante rebasamiento, de semejante trascendencia, porque también aquí el camino nos lleva de la extensión sensible, tal como se nos muestra en los objetos físicos, a aquella extensión inteligible, única capaz de fundar una ciencia rigurosa de la matemática” (Cassirer: 312-313). Lo bello –en la obra, al igual que en la naturaleza– consiste en despojarse de lo sensible, porque ya sabemos que lo aparente es inesencial, contingente, mudable y mentirosillo; bella es la verdad, y no hay verdad que no sea una relación ideal entre formas y cantidades. Ahora bien, muy pronto se advierte que, con esta expulsión o con este destierro de lo sensible, tanto como de lo intuitivo e imaginario, lo que se está aniquilando es no sólo el corazón del arte, sino la posibilidad misma de presentir la presencia de lo real. De nada sirve exigir, como hace Boileau, que el poeta ame a la razón; ella, menos que la rebeldía natural del poeta, se encarga de más bien hacerse odiar. “Porque no es posible llegar a la belleza sino por el camino de la verdad, y este camino exige que no permanezcamos en las meras exterioridades de las cosas, en la impresión que despiertan en nuestros sentidos y en nuestros sentimientos, sino que separemos con el mayor rigor la esencia de la apariencia” (p. 314). Reclamo semejante produce una especie de reacción alérgica: basta con que algo aparezca para que sea declarado falso; es que la noción de verdad que preside estas operaciones es demasiado escuálida, fría y, en una palabra, insensible. Aquí comienza a abrirse una sospecha pletórica de consecuencias: si la ciencia no está interesada –por muy buenas razones, como hemos visto– en lo real, sino en lo ideal, es decir, en la ley que gobierna las apariencias y los azares, el arte irrumpe como un (feliz, siniestro) recordatorio de que lo verdadero no puede sostenerse en su (necesaria, eficiente) exclusión o sujeción del azar, que se demora precisamente en el carácter audaz, inverosímil y caprichoso de las formas artísticas (y, desde luego, de la naturaleza en su incalculable y casi diabólica pululación). Voltaire, a reserva de su enorme sensibilidad (y cultura) participa libre y sosegadamente de este ideal, más, es obvio, por fidelidad a Newton que a Descartes; pero podría argüirse que, en cuanto literato, por una parte, y en cuanto asiduo y hasta entusiasta lector de los empiristas ingleses, por la otra, ya no pertenece enteramente a su ejército. Porque, en efecto, la filosofía, con Hume, se ha abierto a un paraje más vivo y vigoroso; no se trata de citar a la sensibilidad al tribunal de la razón para exigirle sus credenciales y méritos cognoscitivos, para lógicamente condenarla, sino al revés: ¿con qué derecho y en nombre de qué autoridad la razón ha podido erigirse en juez de lo verdadero? ¿No aparece todo su tinglado como resultante de una deplorable usurpación? En su extremo, o en su “madurez”, la Ilustración no se opone, sino que se convierte en condición del Romanticismo. “Mientras la imaginación”, sentencia el filósofo, “tenía que luchar antes por su reconocimiento y por su igualdad de derechos, ahora se la declara fuerza fundamental del alma, soberana a la que deben someterse todas las demás fuerzas” (p. 335). Victoria de lo reprimido que Kant, con su Crítica de la facultad de juzgar, otorgará consistencia y elevará al rigor del concepto: la imaginación se halla en la base de la escisión entre la razón pura –la facultad cognoscitiva– y la razón práctica –el poder de actuar–, configurándose como aquella desconocida raíz común susceptible de alojar y proteger a lo real antes de eliminar sus partes ininteligibles –el escarabajo antes de convertirse en empleado bancario– y antes de ajustarlo a los imperiosos requerimientos de la moral: la erupción volcánica antes de convertirse en signo del Señor y horizonte de emergencia de las Tablas de Moisés.

Y aquí es donde realmente comienza otra historia.

9

Una última palabra sobre el asunto. Significativo es que el único dogma –que lo es– dejado en pie por Voltaire sea el de la Divina Providencia; designa lo sagrado por antonomasia: no importa en realidad si es falso porque sólo ha hecho bien a la humanidad. No requiere de una demostración ni forma sistema; se impone a los hombres (y mujeres) razonables. Todo lo demás se halla sujeto a controversia. Y lo está en la medida en que se ha impuesto dogmáticamente, con la consecuencia de dividir y enfrentar a las sociedades. Nada en la religión revelada puede operar como certeza; son enigmas que cada uno puede descifrar a su gusto. Y en ello su contenido se asemeja a la literatura: el lector se encarga de completar lo ahí pensado. Por lo demás, la filosofía se dirige a los filósofos; ningún espíritu vulgar tiene el poder de comprenderla. Como primer ejemplo, la voz Adán de su Diccionario filosófico (1765): hay quien asegura que era hermafrodita, hay quienes afirman haber leído sus libros y conocer a su maestro y a su segunda esposa; hay incluso quien ha puesto en duda que nuestro Primer Padre, velludo y pelirrojo, sea el origen de la raza negra. El espíritu ilustrado, vacunado contra la inocencia, a estas afirmaciones simplemente no puede añadir nada. ¿Qué decir del Alma? Tonterías. “Si un tulipán pudiera hablar y te dijera: ‘mi vegetación y yo somos dos seres evidentemente unidos’, ¿no te burlarías del tulipán?” (Voltaire, 2014: 168). El Alma es una palabra soplada; nada en nuestra experiencia da noticia de ella: adelantar que es la sede del pensamiento no tiene utilidad alguna. Decir “Alma” –o decir “Espíritu”– equivale a confesar no que no sabemos dónde se originan nuestros sentimientos y nuestras ideas, sino que no queremos reconocer que son funciones del cuerpo: que hay un alma que manda sobre el cuerpo sólo se sabe por revelación divina, no por efecto del razonamiento. ¿Dónde se aloja esta cosa tan sutil que no es material y que se asegura venir directamente de las manos del Creador? ¿En el semen? ¿En las trompas de Falopio? ¿En la hipófisis, en el cuerpo calloso? Con todo, esto no es lo más ridículo; los que están seguros de la existencia del alma no pueden explicar, por ejemplo, qué hará cuando se encuentre fuera del cuerpo en donde habitó: “cómo oirá sin orejas, olfateará sin nariz y tocará sin manos, qué cuerpo tomará si es el que tenía a los dos años o a los ochenta; (…) cómo el alma de un hombre que se volvió imbécil a los quince años, y que murió imbécil a los setenta, recuperará el hilo de las ideas que tenía en su pubertad; por qué malabarismo un alma a la que le hayan cortado una pierna en Europa y perdido un brazo en América, encontrará esa pierna y ese brazo, que una vez transformado en legumbres habrán pasado a la sangre de algún otro animal” (p. 170). La Ilustración, es decir: el sarcasmo. Pues no es cuestión de arremeter contra la religión y sus valores, sino contra la estupidez, que rara vez es inocente: la creencia en la inmortalidad del alma posee un lado perverso que compromete a la gente en un miedo atroz a la eternidad: la embrutece a fin de reinar. ¿Qué elige el ilustrado? ¿Vengarse de los imbéciles? No: sólo puede burlarse de ellos. No es mucho; pero en cierto modo y hasta cierto punto tiene mayor eficacia que la crítica más seria. La agudeza es prenda del humor, como cuando Voltaire observa que sólo las personas virtuosas tienen amigos: “Los malvados no tienen más que cómplices; los sensuales tienen compañeros de diversiones, los negociantes tienen socios, los políticos congregan a los facciosos, el común de los hombres ociosos tiene enredos, los príncipes tienen cortesanos” (p. 174)… El ilustrado no va contra la religión, decimos, sino contra la superstición y la ignorancia; ¿qué opinión guarda para Dios? ¿No es esta idea el culmen de ambas debilidades? Para Voltaire, la persecución del ateísmo no tiene nada que ver con Dios, sino con infelices que de Él no tienen la más pálida idea, es decir: de los teólogos. Ellos son los fanáticos, no los ateos: “El fanatismo es mil veces más funesto; porque el ateísmo no inspira ninguna pasión sanguinaria, y el fanatismo sí la inspira; el ateísmo no se opone al crimen, pero el fanatismo lo comete” (p. 192). Hay ateos porque hay tiranos, que, confeccionando una Abstracción Suprema, utilizan a Dios como garante de su propia ferocidad y estupidez. Ilustrado no es negarlo, sino devolverle su dignidad. ¡No hay Ilustración ateológica! Justo aquí comenzaría la otra historia.

Referencias bibliográficas

Cassirer, Ernst (1997), La filosofía de la Ilustración, tr. E. Ímaz, Fondo de Cultura Económica, México.

Hume, David (2003), Historia natural de la religión, tr. C. Cogolludo, Trotta, Madrid.

La Mettrie, Julien Offray de (1962), El hombre máquina, tr. A. Cappeletti, EUDEBA, Buenos Aires.

Lichtenberg, Georg Christoph (2008), Aforismos, tr. J. del Solar, Edhasa, Barcelona.

Montesquieu, Charles Louis de Secondat, Barón de (2002), El espíritu de las leyes, tr. M. Blázquez, Tecnos, Madrid.

Pascal, Blaise (1986), Pensamientos, tr. J. Llansó, Alianza, Madrid.

Voltaire, François Marie Arouet (1986), Cándido. Zadig. El ingenuo. Micromegas. Memnón y otros cuentos, s/tr., Porrúa, México.

Voltaire, François Marie Arouet (2010), Poema sobre el desastre de Lisboa, en Obra Completa, tr. M. Domínguez, Gredos, Madrid.

Voltaire, François Marie Arouet (2014), Diccionario filosófico, tr. J. Areán Fernández y L. Martínez Drake, Gredos, Madrid.

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