El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 183 · primavera 2018 · página 11
Artículos

Ricardo de la Cierva: de guardián de la historia a historiador erradicado

Pedro Carlos González Cuevas

Se reconstruye la biografía y se analiza la obra del historiador y político fallecido en 2015

Ricardo de la Cierva

1. La revolución historiográfica española de los años 60

Desde hace tiempo, el nombre de Ricardo de la Cierva ha sido utilizado, por parte de un significado sector de la historiografía española, según hubiera dicho el combativo Menéndez Palayo juvenil, como una especie de “coco de niños” y “espantajo de bobos”{1}, es decir, el representante por antonomasia de la historiografía franquista. Sin embargo, lo que debemos preguntarnos qué fue lo que realmente dijo y sostuvo dicho autor. Y hacerlo desde una perspectiva académica, no demonológica. Como señala Jaume Aurell, el objetivo principal de la historiografía es “el análisis de las tendencias intelectuales que generan un modo concreto de concebir la historia, de leer el libro de la memoria, de concebir el presente y de proyectar el futuro en función de la lectura que se realiza del pasado”. “Para ello, una labor capital del historiográfo es captar el contexto cultural e intelectual en el que los historiadores se hallan inmersos, sus condicionamientos geográficos, su ámbito familiar, su formación escolar y académica, sus amistades, sus relaciones profesionales, sus preferencias temáticas”{2}. Este enfoque resulta especialmente pertinente para el tema que nos ocupa.

Bajo la égida de los llamados tecnócratas, la sociedad española experimentó transformaciones cualitativas en sus estructuras sociales y económicas, y se perfiló un período fundamental en la evolución del sistema capitalista español{3}. La modernización económica y social no se limitó a esos cambios, sino que acabó por abrir las puertas a la secularización cultural, deslegitimando progresivamente la tradición católica, fundamento de lo que se consideraba entonces de la identidad nacional. A ello se unieron las repercusiones del Concilio Vaticano II, que fueron igualmente determinantes{4}. El aggiornamento católico iba de la mano de un intento de responder a las condiciones sociopolíticas del mundo moderno. El propio régimen político, cuyo fundamento legitimatorio seguía siendo la doctrina social de la Iglesia católica, buscó nuevas bases de legitimación en la modernización social y económica{5}.

La historiografía no fue en modo alguno inmune a este nuevo contexto. Como señaló José María Jover, los años sesenta fueron los años de la “expansión de la historia”{6}. De hecho, es, en ese momento, cuando podemos hacer referencia a la construcción y consolidación de un auténtico campo historiográfico en la sociedad española. Por de pronto, se produjo un claro despegue de los debates esencialistas en torno al “ser” de España. En ese sentido, se sometió a crítica el concepto de “carácter nacional” por parte del antropólogo Julio Caro Baroja y del historiador José Antonio Maravall {7}. El modelo de historia basado en la exaltación del pasado imperial entró en un proceso de irreversible decadencia; y se produjo un claro retorno de la historiografía de carácter liberal, cuyos máximos representantes fueron Miguel Artola, discípulo de Cayetano Alcázar y autor de obras de importancia como Los afrancesados y Los orígenes de la España contemporánea; José María Jover Zamora, cuya trayectoria fue la de un católico conservador que evolucionó hacia el liberalismo y hacia un modelo de historia humanista y social, una de cuyas obras más innovadoras fue Conciencia obrera y burguesa en la España contemporánea; y Carlos Seco Serrano, discípulo de Cayetano Alcázar y de Jesús Pabón, que centró su interés en la reivindicación histórica del régimen de la Restauración {8}.

No obstante, existieron igualmente intentos de restauración de la perspectiva menéndezpelayista, cuyo principal impulsor fue el sacerdote e historiador Federico Suárez Verdeguer. Admirador ferviente de Donoso Cortés y de Menéndez Pelayo, Suárez Verdeguer interpretó en clave “renovadora” el carlismo, frente a los conservadores fernandinos –anclados en el despotismo ilustrado– y los impopulares afrancesados. El liberalismo español no pasaba de ser una copia servil del francés. Suárez pretendió levantar una interpretación global del siglo XIX español siguiendo los moldes neotradicionalistas ante la renovación de la tradición liberal presente ya en la obra de Miguel Artola; e intentó dar un nuevo relato sobre la figura de Fernando VII y su reinado. A través de la denominada Escuela de Navarra, cuyos principales representantes fueron José Luis Comellas, Cristina Diz-Lois o Antonio Eiras Roel, quiso llevar a cabo ese proyecto, que acabó en fracaso{9}.

En aquel nuevo contexto, adquirió un gran auge la historiografía de carácter socioeconómico, que arrancaba, sobre todo, de la obra de Jaime Vicens Vives. Muerto en 1960, a los cincuenta años, Vicens Vives había escrito libros como Aproximación a la historia de España, Noticia de Cataluña, Industrials i Politics. Catalunya en el segle XIX y una Historia económica de España. No obstante, su gran proyecto fue la Historia social y económica de España y América. Se ha subrayado mucho la influencia en su obra de la escuela de los Annales y, en concreto, de Fernand Braudel, algo que resulta, por lo demás, evidente. Sin embargo, Vicens no llegó nunca a superar el romanticismo historicista que tanto había criticado en algunos historiadores catalanistas como Antonio Rovira i Virgili. Y es que Vicens Vives no puso en duda la existencia de una entidad orgánica catalana, de un ser colectivo, de un espíritu de la raza, de un “seny”, que transcendía las diferencias de clase y que individualizaba a los catalanes del resto de los españoles. Nada más revelador al respecto que su análisis de la historia del movimiento obrero en Cataluña, cuando distingue entre una clase obrera inmigrante y portadora de gérmenes revolucionarios, y una clase obrera autóctona “pactista”{10}. De ahí que posteriormente, su obra haya sido reivindicada por Jordi Pujol y los nacionalistas catalanes{11} Vicens Vives tuvo discípulos de muy diversa trayectoria política: Emili Giralt, Jordi Nadal, Ramón Mercader, Antoni Jutglar, Josep Termes, Josep Benet, Albert Balcells, Casimir Martí o Josep Fontana. Precisamente, éste último, representante del marxismo historiográfico, será el más influyente y carismático.

Y es que igualmente, en esos momentos, va consolidándose en la sociedad española una cultura de carácter marxista digna de tenerse en cuenta Desde el exilio francés, destacó la obra y la influencia del historiador comunista Manuel Tuñón de Lara. Significativamente, Miguel Artola definió a Tuñón de Lara como un “historiador con biografía”, dados los avatares de su trayectoria vital durante la II República, la guerra civil y el exilio en Francia. No obstante, sabemos poco de la vida del historiador madrileño{12}. Nacido en Madrid en 1915, militó en las Juventudes Comunistas y en la FUE durante la II República. Su antiguo correligionario Jorge Semprún lo acusó, muchos años después, de haber pertenecido a la KGB{13}, una grave acusación que habría que verificar algún día. Según un amigo y admirador, su vinculación con el PCE fue “algo que él siempre llevó muy adentro, de lo que hablaba con muy pocos, quizás por el clima de recelos a que la policía nos había acostumbrado”{14}. Tuñón de Lara tenía una concepción abiertamente instrumentalista de la historia. Siempre creyó a pies juntillas que “la ciencia de la historia es de por sí revolucionaria y nada tiene que temer del impulso popular”, “una historia científica es por naturaleza una historia de los pueblos”{15}. Todavía en 1984, el historiador madrileño recordaba y celebraba la constitución en 1934 del Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas, en el que veía un ejemplo a seguir para “nuestra democracia”{16}. En su correspondencia con su amigo Max Aub solía referirse a Franco como “el hijo de puta de El Ferrol” o como “el enano de El Pardo”. Significativa fue su valoración negativa de la publicación por parte de Ruedo Ibérico del libro de Hugh Thomas sobre la guerra civil: “Es un cuco <objetivo> que al socaire de ese cuento facilita argumentos al enemigo. Chico, todos estos muchachos, aunque son magníficos ven la Gran Cosa con otra víscera que nosotros”{17}.

Tuñón de Lara fue un marxista ortodoxo y escasamente innovador, muy influido por Pierre Vilar y por el sector de la escuela de los Annales más próximo al materialismo histórico. En ese sentido, acusó a Fernand Braudel de proclive al conservadurismo por su concepto de longue durée{18}. En su obra hay ecos igualmente del sociólogo norteamericano C. Wright Mills, del constitucionalista alemán Hermann Heller, Gramsci, Bobbio, Paul Baran, Joaquín Costa y Unamuno. La influencia de Jean Jacques Rousseau tampoco estuvo ausente. No obstante, la historia de las ideas políticas no era su fuerte; y es que el historiador madrileño identificaba “voluntad general” con voluntad de la mayoría{19}; algo que el pensador ginebrino nunca se planteó. Más conocida es su devoción por el poeta Antonio Machado, a quien consideraba “el poeta del pueblo”, al haber superado el elitismo característico de los escritores noventayochistas y de Ortega y Gasset {20}. El recurso a Machado dotó a la obra de Tuñón de Lara de un insoportable moralismo que luego le sería reprochado por algunos historiadores. Con todo, el suyo era un marxismo muy alejado del giro cultural protagonizado por los historiadores marxistas británicos, en particular por Edward Palmer Thompson{21}.

Tuñón de Lara publicó, primero en Francia una serie de libros de historia, La España del siglo XIX, La España del siglo XX, El movimiento obrero en la historia de España. Estudios sobre el siglo XIX español, Historia y realidad del poder, La II República, Antonio Machado, poeta del pueblo, Medio siglo de cultura española, que tuvieron, cuando pudieron leerse en España, un indudable impacto entre los estudiantes y público culto de izquierdas en general. Siguiendo las tipologías de Hayden White, podemos decir que la trama narrativa que subyace en la producción historiográfica de Tuñón de Lara es de claro sesgo trágico; su modo de argumentar mecanicista, y su enfoque ideológico radical{22}.

La labor del historiador madrileño adquirió un mayor relieve no sólo historiográfico, sino político y social a través de las reuniones de historiadores celebradas por primavera en la Universidad de Pau, definidas por algún investigador no especialmente lúcido como un “acontecimiento fundador” o “un suceso mítico” en el desarrollo de la historiografía española, ya que constituyeron la plataforma, primero, de difusión de su concepción de la historia de España, y luego de creación de redes de relación personal e intelectual{23}. A los coloquios de Pau asistieron, entre otros, Albert Ballcels, José Carlos Mainer, María Dolores Albiac, Eloy Fernández Clemente, Manuel Pérez Ledesma, Antonio María Calero, Antonio Elorza, David Ruíz, María del Carmen García Nieto, José Luis Abellán, Gabriel Tortella, Alberto Gil Novales, Carlos Blanco Aguinaga, Rafael Pérez de la Dehesa, Santos Juliá, Sergio Vilar,Bartolomé Clavero, etc{24}. Según Rafael Cruz, la mayoría de estos historiadores eran simpatizantes o militantes del PCE{25}. Como señalan José Álvarez Junco y Gregorio de la Fuente: “Más que por la profundidad de sus análisis o por la originalidad de sus posiciones metodológicas, o incluso de la carga subversiva directa que pudieran contener sus obras, Tuñón de Lara destacó por ofrecer la versión del pasado que era el paradigma alternativo perfecto a lo que el régimen había fomentado en su época creativa. Era, por lo tanto, lo que pedían quienes se oponían al franquismo en sus años finales. Fue el hombre adecuado en el momento adecuado, y de ahí que su influjo superara con mucho el campo de la historia contemporánea”{26}.

El entusiasmo que generó su obra entre los universitarios y los historiadores de izquierda es hoy difícilmente creíble. Para Eloy Fernández Clemente, las obras de Tuñón de Lara resultaban “polémicas para la derecha que se siente incapaz de descalificarlas científicamente y acusa el terrible golpe de una historia sin mitos, sin tópicos, rigurosa”{27}. No parece, sin embargo, que el economista Juan Velarde Fuertes sintiera ningún escalofrío a la hora de someter a crítica su interpretación de la historia contemporánea de España. Velarde consideraba a Tuñón de Lara superior a Ramos Oliveira, pero su libro sobre el siglo XIX español le resultaba “confuso, parcial, lleno de errores y de erratas”. Ante todo, destacaba la “agromanía” y, sobre todo, una ignorancia absoluta de las obras de los economistas y sociólogos españoles: “Nada de Flores de Lemus, nada de Bernis, nada de Perpiñá Grau, nada de Bernaldo de Quirós, nada de Bermúdez Cañete. Todos estos olvidos son imperdonables si se quiere abordar nada menos que un análisis del papel que desempeña la producción rural en el marco histórico español”{28}. En otra ocasión, señaló su error al confundir a Rafael Gasset con Fernando Gasset; y es que las relaciones de ministros en La España del siglo XIX eran “poco de fiar”{29}. Sin embargo, Tuñón de Lara y Velarde se respetaron intelectualmente y tuvieron una buena relación personal{30}. Incluso colaboró con una ponencia en uno de los coloquios de Pau{31}. Su presencia causó extrañeza entre los asiduos: “No sabíamos bien que significaba esa tan llamativa presencia: si una estrategia del listísimo Manolo para cuasi legitimar los encuentros, o una del no menos listo Velarde, siempre fiel al régimen de Franco, pero también en la cordial frontera con los opositores que consideraba civilizados”{32}.

En el proceso de articulación del campo historiográfico español, tuvo igualmente una singular importancia la influencia del hispanismo británico y norteamericano. En el primer caso, adquiere una especial relevancia la figura de Raymond Carr{33}, profesor en la Universidad de Oxford y autor de la influyente monografía España, 1808-1939, un análisis de la historia contemporánea española desde una óptica liberal. En ese sentido, Carr interpretaba la trayectoria contemporánea española como la de un país del sur de Europa, atrasado social y económicamente, en vías de modernización y pendiente de consolidar un sistema político estable de carácter demoliberal{34}. Carr contactó con la Sociedad de Estudios y Publicaciones, financiada por el Banco Urquijo, para fundar el Centro Ibérico, a través del cual se realizaron una serie de seminarios con jóvenes historiadores españoles como José Varela Ortega, Joaquín Romero Maura y Juan Pablo Fusi{35}. Los discípulos españoles de Carr centraron su interés investigador en la España de la Restauración, el análisis del caciquismo y el desarrollo del movimiento obrero. Otros discípulos del historiador británico, como Slhomo Ben Ami o Martin Blinkhorn, lo harían sobre la Dictadura de Primo de Rivera, el carlismo o la derecha.

Tampoco iba a ser desdeñable la influencia del hispanismo norteamericano. El milagro económico español de los años 60 y el boom turístico que lo acompañó, atrajeron el interés de los historiadores norteamericanos. A ese respecto resultó trascendente la producción historiográfica de Richard Herr, Edward Malefakis, Gabriel Jackson, Burnett Bolloten, Joan Connely Ullman y Stanley G. Payne. En ese contexto, adquirió relevancia sobre todo por sus trabajos sobre el régimen de Franco la figura del profesor español de sociología de la Universidad de Yale Juan José Linz{36}.

Por su parte, la editorial antifranquista Ruedo Ibérico, fundada y regentada por el libertario José Martínez, publicaba en Francia una serie de libros que desafiaban la ortodoxia del régimen. El mito de la Cruzada de Franco y Antifalange, de Herbert R. Southworth; El laberinto español, de Gerald Brenan; La guerra civil española, de Hugh Thomas; Falange. Historia del fascismo español y Los militares y la política en la España contemporánea, de Stanley G. Payne, etc. La mayoría de estas obras no eran, en particular las de Thomas y Payne, políticamente izquierdistas, pero, según señala Albert Forment, en “1965 estudiar de modo independiente la historia contemporánea española tenía un fuerte componente de crítica al régimen, de subversión ideológica”{37}.

Además, al socaire de la legislación liberalizadora franquista, cuyo paradigma fue la Ley de Prensa de 1966, obra de Manuel Fraga, aparecieron nuevos órganos de opinión y nuevas editoriales, como Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, Revista de Occidente, Cambio 16, Anagrama, Ariel, Tecnos, Ayuso, Seix Barral, Fontanella, Fundamentos, Península, y Siglo XXI, donde pudieron publicarse y difundirse los nuevos planteamientos historiográficos.

No deja de ser significativo que la entonces célebre “gauche divine” barcelonesa tuviera sus novelistas, poetas, humoristas, arquitectos, incluso sus filósofos, pero no sus historiadores{38}.

Ante tal desafío, sobre todo en el ámbito de la interpretación de la II República y de la guerra civil, el Ministerio de Información y Turismo, bajo la dirección de Manuel Fraga, creó la Sección de Estudios sobre la Guerra de España, cuyo máximos representantes fueron Ricardo de la Cierva y Hoces, Vicente Palacio Atard, Ramón Salas Larrazábal y José Manuel Martínez Bande. La Sección tuvo como órgano de difusión los Cuadernos Bibliográficos de la Guerra España{39}. En su elaboración, colaboraron igualmente Manuel Espadas Burgos, Luis Álvarez Gutierrez, Antonio Fernández García, María del Carmen Gárate, Enrique García López, Ángeles Jiménez Butragueño y Juan A. Sánchez y García de Saúco. El más carismático miembro de este grupo fue, sin duda, Ricardo de la Cierva. Palacio Atard venía del estudio de la España moderna y luego dedicó sus esfuerzos al siglo XIX. Sus incursiones en la II República fueron poco frecuentes, casi incidentales{40}. Martínez Bande se especializó en la historia militar de la guerra civil. El más inteligente resultó ser Salas Larrazábal, cuya Historia del Ejército Popular de la República, sigue siendo un libro de referencia; algo que no ocurre, como tenderemos oportunidad de ver, con los de Ricardo de la Cierva, ni con los de Palacio Atard. El objetivo de este equipo de historiadores fue la actualización de la interpretación franquista de la II República y de la guerra civil, y, por ende, de la historia contemporánea española. Quien llevó las riendas del proyecto fue Ricardo de la Cierva.

2. Ricardo de la Cierva: el hombre, su formación intelectual y sus intentos de un franquismo liberal

De la Cierva fue un historiador con biografía. Nacido en Madrid el 9 de noviembre de 1926, Ricardo de la Cierva y de Hoces era nieto de Juan de la Cierva –el célebre ministro de Alfonso XIII– y sobrino del inventor del autogiro. Sus padres fueron Ricardo de la Cierva y Pilar de Hoces Dorticós. Fue bautizado en la parroquia de San Jerónimo, en cuya pila bautismal le impusieron los nombres de Ricardo, Mariano de la Almudena, José Ramón y Juan. El padre era abogado, había sido diputado en las penúltimas Cortes del régimen de la Restauración, militante durante la II República del partido monárquico Renovación Española y miembro de la sociedad de pensamiento Acción Española. De ahí que el joven Ricardo tuviera ocasión de ver en su propio domicilio a Ramiro de Maeztu y a José Antonio Primo de Rivera. Uno de sus primeros recuerdos fue el de su abuelo “de uniforme ministerial, entrando indignado en su casa el atardecer del 14 de abril cuando ya las gentes aclamaban a la República en la Puerta del Sol”{41}. En la biblioteca paterna predominaban los libros sobre Derecho, pero pudo leer igualmente al conde de Toreno, Emilio Salgari, Julio Verne o Ramiro de Maeztu{42}.

Cursó sus estudios primarios en los colegios de El Pilar y de Areneros de Madrid, donde hizo amistad con Juan Antonio Vallejo Nájera y Torcuato Luca de Tena. Tras la proclamación de la II República, la familia salió para Biarritz y luego a Hossegor en las Landas. Retornó a España, para exiliarse de nuevo, a raíz del 10 de agosto, porque su padre fue encarcelado. Al estallar la guerra civil, la familia buscó refugio en la Legación de Noruega, evadiéndose del Madrid revolucionario; y después de una odisea en tres navíos de la marina británica y de desembarcar en Marsella, emprendieron su exilio en Francia. El padre murió asesinado en Paracuellos del Jarama. Su tío Juan en un accidente de aviación mientras realizaba misiones en favor de los sublevados. El abuelo falleció en Madrid en 1938 en la embajada de Noruega. A fines de septiembre de 1936, la familia llegó de nuevo a Biarritz; y retornó a España por Vera del Bidasoa{43}. “La guerra civil me marcó –dirá– para la vida y para la lectura”{44}. Pudo conocer por vez primera al general Franco en Salamanca, el diez de marzo de 1937, cuando tenía diez años, formando parte de las milicias de Renovación Española. “Fuimos presentados a Franco, que nos estrechó la mano y me dijo algo que no recuerdo sobre mi familia”{45}. De hecho, ya en su casa había tenido oportunidad de escuchar voces en su cada “durante la angustia de los meses finales de la República, el nombre de Franco como una especie de invocación”{46}. No se le escapó, por cierto, la transformación mental y política que la guerra provocó en las clases altas, cuando oyó decir a una anciana sirvienta de la casa: “Los ricos han sabido ser pobres y los pobres no han sabido ser ricos”{47}. En no pocas ocasiones, recordó que “la religión fue al alma del Alzamiento”, “el alma de la zona nacional, el idealismo que reinó en ella en medio de las inevitables miserias humanas”{48}.

Dada esa trayectoria vital y familiar, no resulta extraña su fascinación por la figura de Franco. Y sólo algunos fariseos, como Alberto Reig Tapia o Ángel Viñas, pueden escandalizarse{49} del contenido de una dedicatoria que De la Cierva hizo al dictador en su libro Turismo-Teoría-Técnica-Ambiente: “El autor de esta obra, que en tiempos nefastos para España, empezaba a ir al colegio con el temor en la próxima esquina, que temía la hora del almuerzo por si no regresaba su padre –y un día no regresó-…”{50}. En San Sebastián, estudió en el colegio de San Ignacio, sintiendo la tentación de ser jesuita, pero sin pasar del noviciado. Por tradición familiar, se consideraba monárquico; y era partidario de un pacto entre Franco y Juan de Borbón. Tuvo oportunidad de conocer al heredero de Alfonso XIII en Villa Giralda en 1954{51}. Sin embargo, siempre se identificó intelectualmente con el falangismo “liberal” de Laín Entralgo y Ridruejo, y no con el neotradicionalismo del grupo Arbor, dirigido por Rafael Calvo Serer{52}. Estudió filosofía en Madrid, doctorándose con una tesis sobre Henri Bergson, bajo la dirección de Antonio Millán Puelles. Cursó la carrera de Químicas en las universidades de Madrid y Murcia, donde doctoró en 1957 con una tesis titulada Intensidades absolutas en infrarrojo de bandas fundamentales en derivados alogenados del metano. Al parecer fue publicada en Estados Unidos{53}. Se graduó en la Escuela Oficial de Periodismo y consiguió el título de técnico en Información y Turismo. En un primer momento, trabajó como empleado en la empresa de Manufacturas Metálicas Madrileñas. Luego, ingresó, por oposición, en el Cuerpo Técnico de Información y Turismo. Su orientación hacia la historiografía se produjo al ser nombrado jefe de la Sección de Estudios sobre la Guerra de España de ese Ministerio{54}. No deja de ser curioso que nunca se licenciase en Historia. En realidad, fue un amateur de gran cultura y capacidad dialéctica. A pesar de su formación filosófica, nunca reflexionó sobre el conocimiento histórico. Sin embargo, inauguró en la sociedad española la figura del historiador mediático y divulgador de la Historia, a través de espacios televisivos y colecciones de fascículos como el dedicado a la trayectoria vital de Francisco Franco o La Historia se confiesa. Se consideraba discípulo de Tucídides, Jesús Pabón, Raymond Carr, Vicente Palacio Atard y Vicens Vives{55}. La Historia era, a la vez, “ciencia” y “arte”{56}. De Tucídides y su Historia de la Guerra del Peloponeso, decía: “Casi cinco siglos antes de Cristo ya estaba fijado, en ese libro, el canon de la historia científica, que, a mi modo de ver, nunca ha sido modificado. Allí está el conocimiento personal, pero despegado de aquello que se reconstruye; la búsqueda y el análisis de las fuentes, la articulación de los contextos, la síntesis de lo biográfico y lo colectivo, el tratamiento equilibrado de los datos militares, económicos, sociales y culturales”{57}. Consideraba anacrónico el marxismo tras las consecuencias filosóficas y epistemológicas del principio de indeterminación de Heisenberg. El marxismo era, en aquellos momentos, un lenguaje manipulador, cuya capacidad de análisis histórico era nulo, “vertedero cansado de un ridículo talante propagandístico”{58}.

Su estilo era periodístico; su método, positivista, combinado, por lo general, con opiniones muy personales, a menudo intuitivas. A ese respecto, hay que tener en cuenta algunos rasgos de su carácter, por él mismo señalados en alguna entrevista: el egocentrismo, la belicosidad y su tendencia a considerarse el ombligo del mundo{59}. En sus obras, aspiraba a una “historia absolutamente descomprometida”, a “contar lo que pasó”. Sin embargo, rechazaba el principio de objetividad: “Lo que pretendemos no es objetividad, sino juego limpio. Sabemos que la verdad se basa en una combinación de hechos y opiniones y que los dos elementos son inextricables. Intentamos siempre que nuestros hechos se seleccionen a través de una valoración equilibrada y que nuestros juicios se apoyen en hechos comprobables”{60}. En sus obras, las tramas narrativas{61} son múltiples. Como tendremos oportunidad de ver, el historiador madrileño utiliza en unas el romance; y en otras, la comedia, la tragedia o la sátira.

De la Cierva se dio a conocer con Los documentos de la Primavera trágica y Bibliografía sobre la guerra de España (1936-1939) y sus antecedentes{62}. Esta última fue muy criticada por el polemista norteamericano Herbert R. Southworth, para quien esta obra no sólo era metodológicamente muy defectuosa, sino que, en el fondo, sus objetivos eran de mera “propaganda” del régimen español y de legitimación de la nueva escuela “neofranquista”. Calificaba a De la Cierva como un “bibliofobo”{63}. Desde entonces, la enemistad entre ambos fue radical. Para De la Cierva, el norteamericano era un “botarate de la historia, vendedor de bibliotecas que fichaba pero leía superficialmente sus libros”, “repugnante e ignorante”{64}.

En esta etapa de su trayectoria vital, Ricardo de la Cierva ejerció la función de Guardián de la Historia{65}. Sin embargo, no hay duda de que el historiador madrileño significó un cambio positivo con respecto, por ejemplo, a Joaquín Arrarás. En un discurso sobre la figura de José Antonio Primo de Rivera, pronunciado el 29 de octubre de 1969, De la Cierva abogó por “conseguir de una vez para siempre la integración democrática de este pueblo”, perdiendo el miedo a “una auténtica democracia para España”. “Hora es ya de perder el miedo a la democracia, de purificar su ideal de los fantasmas de un pasado irreversible, de no caer otra vez en traducciones cuando nos enfrentamos al supremo desafío de la configuración evolutiva de nuestro futuro”{66}.

Como jefe de la Sección de Estudios sobre la Guerra de España, director de Editora Nacional y director general de Cultura Popular, ejerció la censura y su influencia a la hora de facilitar o bloquear, por ejemplo, el acceso a los fondos de los archivos públicos. Según los humoristas de izquierda Rafael Wirth y Jaume Bach, colaboradores de la revista Por favor, De la Cierva fue “todo lo bueno que puede ser un franquista”{67}. Otros, desde una acentuada perspectiva antifranquista, han criticado acremente su actuación{68}. Por allí pasaron Teodomiro Menéndez, Gabriel Jackson, Herbert R. Southworth, Ramón Salas Larrazábal, etc{69}.

En sus comentarios críticos, rechazó El laberinto español, de Gerald Brenan, al que calificó de “concienzudo amateur” y “romántico impenitente”. Alababa a Joaquín Arrarás, pero criticaba su antirrepublicanismo, su “óptica reductora sobre indudables aspectos positivos de aquel Régimen que para muchos españoles fue la gran esperanza de la historia contemporánea”. Elogiaba a Manuel Azaña y su “talante literario-político”. Acusaba a Salvador de Madariaga de “oportunista indiferencia”. Ramos Oliveira no pasaba de ser un “periodista de la Historia”. Hugh Thomas la parecía prorrepublicano y su Historia de la guerra civil, “un hilvanado periodístico de historias inconexas”. Stanley Payne era un “discípulo de Tucídides”; y su obra sobre Falange “una espléndida y difícil aproximación histórica, que estimamos aceptable y lógica, aun cuando no faltan en ella desenfoques y defectos, en perspectiva y detalle”. Southworth le parecía “un propagandista y un destructor de propaganda, no un historiador”{70}. No menos crítico se mostraba con Ignacio Fernández de Castro, cuyo libro De las Cortes de Cádiz al Plan de Desarrollo calificaba de “obra de humor negro”{71}. Tampoco se mostró afín a los postulados tradicionalistas de la Escuela de Navarra, cuyos intentos de reivindicar a Fernando VII juzgaba infructuosos{72}. De Tuñón de Lara destacaba –siguiendo a Velarde Fuertes– su “insuficiente asimilación de la historia económica en una perspectiva general”, a lo que se unía “una deficiencia de información monográfica incluso en períodos que ya están aceptablemente cubiertos por ella”. Lo consideraba el historiador “quizá oficioso de la izquierda hispana”{73}. No obstante, destacó, en alguna ocasión, su “sentido del diálogo profundo”{74}.

Para la elaboración de su libro más innovador, Historia de la guerra civil española. Perspectivas y antecedentes, De la Cierva tuvo acceso a los manuscritos existentes en el Servicio Histórico Militar, en los Servicios de Documentación de Salamanca y en la Sección de Estudios sobre la Guerra de España del Ministerio de Información y Turismo. Significativamente, iba precedida de una larga cita del discurso de Manuel Azaña pronunciado en Valencia el 18 de julio de 1938: “Paz, Piedad y Perdón”. Su trama narrativa es de claro sesgo trágico. La sociedad española aparece, en el fondo, como un personaje que se conduce a su hundimiento. De la Cierva nos viene a decir que, gracias a los horrores presentados, el lector puede comprender lo concreto de la dureza de la realidad, para poder enfrentarse a ella de manera más inteligente en el futuro. Para De la Cierva, la contienda fue “exclusivamente un asunto español”; y negaba que hubiese sido fruto de la lucha de clases: “Llamar guerra de clases es no comprender ni a las brigadas de Navarra…, ni a la aviación gubernamental”. En su opinión, la contienda había sido “la culminación y degeneración de un proceso interno o, lo que es lo mismo, que sus causas y su gestación se encuentran muy atrás”. El autor lo remontaba a la crisis del 98. El pueblo español era, por entonces, “inculto” y “pobre”. Las diferencias de clase eran “explosivas”. La Iglesia católica se había convertido en un “actor negativo” en aquel contexto. Atribuía al tándem Maura-Cierva los intentos renovadores de 1907-1909. Calificaba a los nacionalismos periféricos de “mininacionalismos”. El Ejército se encontraba hipertrofiado en sus jerarquías. De la Cierva veía en la huelga general revolucionaria de 1917 “una revolución fracasada”, que luego “tendrá que abrirse paso por imprevisibles senderos”, “el primero de los ensayos generales para 1936”. El retrato de Miguel Primo de Rivera era más bien favorable, “un patriotismo sincerísimo, sentado en el alma y en el cuerpo”. No obstante, su régimen político era juzgado con severidad, denunciando su “convicción mesiánica”, ciertas “originalidades nefastas”, “hachazos a las libertades constitucionales”, “el cáncer de la arbitrariedad” y la “faceta antijurídica”. El Dictador fracasó “como organizador político”, ya que no supo “asegurar el orden sin hundir la libertad”. A la hora de analizar la caída de la Monarquía sigue a su abuelo Juan de la Cierva. El 14 de abril Alfonso XIII y los monárquicos ofrecieron una “insegura aceptación de la tesis de sus enemigos, un descomunal ejemplo de falta de información”. La II República fue una “fórmula imposible”, porque “cada grupo quería utilizar a la República no para algo, sino preferentemente contra algo”. Por eso, el nuevo régimen “quiso hacerlo todo a la vez, mientras trataba también de destruirlo todo”. Las dos figuras que parecían atraer más a De la Cierva eran Manuel Azaña, “personaje interesantísimo y fuera de serie de la Historia Contemporánea española”; y José María Gil Robles, cuya interpretación de los hechos, sustentada en No fue posible la paz, aceptaba en lo esencial. Respecto a la evolución de la conciencia de la clase obrera y su organización, tomaba nota del fracaso social del catolicismo. El proletariado se encontraba dividido entre anarquistas, socialistas y comunistas. Acusaba a Primo de Rivera de haber contribuido al desarrollo del socialismo español. Hacia 1933, los socialistas evolucionaron claramente hacia el bolchevismo; y al año siguiente se produce “la marcha socialista a la revolución”. Octubre de 1934 es el “antecedente esencial y determinante de la guerra civil”. De la Cierva hace historia crítica de Falange, a la que considera un partido de derechas, la manifestación española del fascismo europeo; y estima que su influencia en la sociedad española fue mínima. En 1936, no creía que sus militantes pasaran de 25.000. Hace referencia igualmente al “vértigo fascista” experimentado por las derechas españolas, en particular la CEDA y los monárquicos alfonsinos, con la excepción del carlismo -“imposible hablar de fascismo en el siglo XIX”– y del diario ABC. No obstante, el fascismo estuvo representado sobre todo por Ramiro Ledesma Ramos, el “gran fascista español”. Onésimo Redondo era intelectualmente inferior a Ledesma; era “un típico sindicalista católico” y no podía ser considerado un fascista sensu strictu, sino “un patriota que sustituía la teoría política por la violencia”. No creía que el nacional-sindicalismo se explayara en “una seria doctrina concreta, ni económica ni social”. José Antonio Primo de Rivera era “un español integral”, pero echaba de menos en sus escritos un pensamiento económico concreto. “Bien pobre es, por tanto, el programa económico-social expresado en los puntos programáticos de Falange Española”. En el caso de Primo de Rivera destacaba “su amor reaccionario y retrógrado hacia la agricultura, su desdén innato hacia la industria”. Los auténticos promotores del alzamiento fueron los militares y su líder Emilio Mola{75}.

Esta fue, sin duda, la obra más innovadora y ambiciosa de Ricardo de la Cierva. En otras, tendió claramente a la vulgarización, como fue el caso de La historia perdida del socialismo español. El libro era fruto de una serie de artículos publicados en El Alcázar, durante el mes de diciembre de 1969, cuyo contenido había sido bien recibido por algunos grupos socialistas exiliados en Méjico. Su trama coincidía con un momento en que ciertos sectores afincados en el régimen solían hacer declaraciones a favor de un vago socialismo nacional integrador o “humanista”. Igualmente, algunos antiguos miembros del Frente de Juventudes, como Manuel Cantarero del Castillo, hacían una “lectura” socialista de José Antonio Primo de Rivera. Y los denominados “neofalangistas”, a través de revistas como Criba o Índice, reivindicaban las figuras de Pablo Iglesias o de Julián Besteiro{76}, frente a los tecnócratas. No en vano De la Cierva hizo mención, un tanto irónicamente, a “los socialistados”, en paralelo a los “fascistizados” durante la II República. En su perspectiva, sigue dominando la trama narrativa de carácter trágico, porque el fracaso del socialismo español, como alternativa democrática, fue una de las claves del estallido de la guerra civil. En cualquier caso, el autor estimaba que la historia del socialismo español era una “historia perdida”, dado que no había interesado a historiadores extranjeros como G.D.H. Cole, ni había contado en España con historiadores solventes. Sin embargo, consideraba que se trataba de “un trozo de la historia de España contemporánea y ninguna gran empresa de los hombres de España puede sernos indiferentes a los demás”. En los orígenes del socialismo, destacaba la presencia de “santos laicos” como Fermín Salvochea o Anselmo Lorenzo. Subrayaba la labor de los tipógrafos como “una especie de aristocracia que gustaba denominar a su oficio el noble arte de imprimir”. En ese sentido, Pablo Iglesias encarnaba un nuevo perfil de “santo laico”, partidario de la II Internacional frente a los anarquistas. Una de las principales características del socialismo español fue su enemiga hacia los intelectuales. Y es que Pablo Iglesias eran un “hombre tan honesto como poco flexible”, excesivamente identificado con las posturas y estrategias del socialismo francés. El único intelectual digno de mención era Jaime Vera. En consecuencia, el PSOE sólo cultivó “un marxismo vergonzante”. Ni Pablo Iglesias, ni Francisco Largo Caballero o Indalecio Prieto leyeron a Marx. Y Julián Besteiro fue incapaz de “trazar para las masas del PSOE una aproximación popular a Carlos Marx del estilo de la que su colega de Universidad Manuel García Morente lograse respecto a un pensador todavía más difícil como era Kant”. Como católico, De la Cierva volvió a lamentar la escasa iniciativa social de la Iglesia. El socialismo español destacó, en cambio, por capacidad en la gestión municipal, que no sólo fue “seria y eficaz”, sino que impidió “abusos y democratizó los Ayuntamientos”. Su alianza con los republicanos en 1909 consiguió un objetivo fundamental: la caída de Antonio Maura. El autor acusaba a los socialistas de “suprema ingratitud” hacia la figura de José Canalejas. Ya en la crisis de la Restauración, De la Cierva establecía un paralelo entre Petrogrado y Barcelona, ciudades ambas donde se desarrollaron sendos procesos revolucionario, victorioso uno, fracasado otro. No obstante, el historiador madrileño destacaba el rechazo de la revolución rusa por parte del sindicalista Ángel Pestaña y del socialista Fernando de los Ríos. A ese respecto, calificaba al Partido Comunista de España en sus orígenes de “dividido, raquítico, formado por los desechos de las dos grandes corrientes sindicalistas y socialistas, condenado a la inactividad durante quince años vitales”. Los sucesores de Pablo Iglesias se caracterizaron por su “doctrinarismo” en el caso de Julián Besteiro; por el “oportunismo nada intelectual” de Francisco Largo Caballero; y por el “centrismo” de Indalecio Prieto, “un buen burgués socialdemócratico”. La trayectoria de Largo Caballero fue la de un oportunista, como lo demostró su colaboración con la Dictadura de Primo de Rivera y luego su adhesión a la República. Los socialistas identificaron República con Revolución. Sin embargo, De la Cierva valoró positivamente su labor en los primeros gobiernos republicanos. Tan sólo censuraba el anticlericalismo de Fernando de los Ríos en Justicia y Educación. Largo Caballero desarrolló una política social “sin duda progresiva, pero no puede tacharse de irresponsable, ni menos de revolucionaria”. De “brillante” califica la gestión de Prieto en Obras Públicas y Hacienda. Sin embargo, la reacción negativa vino de la base socialista sindicalista y rural, como se demostró en Castilblanco y Arnedo; y en las huelgas del Sindicato Minero Asturiano en 1933. A partir de ahí, Largo Caballero intentó situarse “a la izquierda” mediante el recurso a la “demagogia revolucionaria”. Todo ello en el contexto de la crisis de la democracia centroeuropea. La revolución de octubre de 1934 aparece de nuevo como “la purificación por el fuego”. Era el preludio de la guerra civil: “A partir de octubre termina abruptamente el difícil diálogo de izquierdas y derechas en la República española; a partir de octubre se impone una nueva dialéctica, de la revolución y contrarrevolución”. Lo demostraba la conversión de Santiago Carrillo y de las Juventudes Socialistas a la estrategia revolucionaria. Fue igualmente la “gran hora” del PCE. El Frente Popular sólo pudo fraguarse, como consecuencia de la presión de Largo Caballero, mediante la inclusión en sus listas de los comunistas y de otros partidos de extrema izquierda. Sin embargo, las contradicciones entre los diversos sectores socialistas hicieron inviable el gobierno del Frente Popular, tras su victoria en febrero de 1936. Siguiendo a Burnett Bolloten, el historiador madrileño estima que, tras el estallido de la guerra civil, existía un “doble poder” en la España republicana. El PSOE iba siendo hegemonizado paulatinamente por el PCE. El gran proyecto stalinista para España era “la fusión absoluta” de los partidos socialista y comunista. No obstante, De la Cierva estima que Largo Caballero pretendió garantizar la independencia nacional frente a la URSS. Tras su caída en 1937, el período presidido por Negrín no era, a su entender, “un capítulo de la historia del socialismo, sino un capítulo de la historia del comunismo español y del comunismo soviético en la guerra de España”. En consecuencia, exaltaba la actuación de Besteiro en apoyo al coronel Casado. La desaparición de Besteiro coincide con “el final de la historia pública del socialismo español”, que, a partir de entonces, será “la de un destierro y, tal vez (sic), la de una clandestinidad”{77}.

En Leyenda y tragedia de las Brigadas Internacionales se esforzó en desmitificar la trayectoria de los voluntarios izquierdistas en la guerra civil. En ese sentido, destacaba su obediencia y militancia comunista y su condición de “hijos de la crisis, del hambre y de la persecución”{78}. Publicó, además, una divulgativa Historia ilustrada de la guerra civil, publicada por Ediciones Danae, con la colaboración de Manuel Rubio Cabeza y José Lázaro González.

Con gran escándalo de su enemigo Herbert Routledge Southworth y de José Martínez, el promotor de la editorial Ruedo Ibérico, De la Cierva consiguió un gran éxito a nivel internacional, al verse reconocido por el influyente Raymond Carr, quien le invitó, junto al embajador Manuel Fraga, a una cena en St. Antony´s con los jóvenes investigadores Juan Pablo Fusi, José Varela Ortega y Slhomo Ben Ami. Carr tenía una buena relación con el establishment político español, sobre todo con los generales Martínez Campos y Díez Alegría {79}. De la Cierva colaboró en el libro coordinado por Carr, Estudios sobre la República y la Guerra Civil española, al lado de Edward Malefakis, Richard Robinson, Stanley G. Payne, Burnett Bolloten, Ramón Salas Larrazábal, Robert H. Whealy y Hugh Thomas. El madrileño trató el tema de “El Ejército nacionalista durante la guerra civil”. En el texto, insistía en el carácter “popular” del Ejército nacional: unos quinientos mil hombres. De la misma forma, señalaba que el alzamiento no se hizo contra el régimen republicano, sino contra el Frente Popular. A su entender, la aceptación del liderazgo de Franco y la unificación tanto política como espiritual fueron vitales para el triunfo final del bando nacional. Señalaba que la represión se atenuó cuando Franco asumió el mando único, en ese momento “el derecho de vida y muerte sobre los presuntos enemigos tendría que someterse al supremo arbitraje del cuartel general”. El apoyo exterior a uno y otro bando estuvo equilibrado. El más importante resultó ser el italiano. Franco dominó, según él, en el aspecto logístico. Además, Franco “nunca perdió de vista que luchaba contra otros españoles y que esos españoles acabarían por integrarse en una España única”. De ahí que, por ejemplo, no se destruyeran los embalses de los que dependía el abastecimiento de Madrid{80}.

Su participación y la de Salas Larrazábal en el libro, hizo que Southworth calificara a Carr de líder, junto a Stanley Payne, de una especie de conspiración “neofranquista” en contra de la historiografía proclive a la II República{81}. Hugh Thomas consideraba, por su parte, a De la Cierva “un hombre inteligente del régimen”, que “auspició a varios jóvenes para que escribieran historias opuestas a la mía, pero historias fundadas, documentadas”{82}.

De la Cierva era, por aquellas fechas, consciente, de la crisis experimentada por el catolicismo español. A ese respecto, hacía referencia al “enquistamiento negativo de la religión viva a lo largo de los siglos XIX y XX, al margen de la primera gran marcha del pueblo desde el campo a la ciudad”; a la influencia del movimiento carlista, que supuso el “enquistamiento de la original corriente tradicional española”; a la persistencia del anarquismo como “fenómeno carencialmente religioso”; y al anticlericalismo liberal. La Iglesia no tomó conciencia, además, de la existencia del movimiento obrero, “se marginó de él, lo trató exclusivamente con un sentido paternalista”. Su apologética fue “anticientífica”; y la escolástica se explicaba tan sólo “en sentido decadente”. Calificaba la interpretación de la guerra civil como “Cruzada” de “absolutamente real, pero necesariamente parcial y necesariamente, por tanto, no total y totalizadora”. Fue “una consecuencia histórica necesaria de la persecución”. Con esa trayectoria regresiva, la Iglesia católica española, pretendía, ante el fenómeno conciliar, recuperar el tiempo perdido, lo cual explicaba hechos, como el de la Asamblea Conjunta, que el historiador madrileño calificaba, como católico, de “dolorosa, incomprensible y absurda; como historiador, fríamente, me parece una inversión inconsciente de planos y una inmensa estupidez”. Y señalaba: “Es para pensar que nuestra Iglesia hoy quiere quemar etapas para salvar hacia el futuro aquel retraso. Posiblemente esté quemando, para ese ancho y necesario objetivo, unas reservas. Quizá son para eso las reservas, sobre todo, cuando todo lo esencial se mantiene enraizado en la misma roca”. En ese sentido, parecía como si estuviese emergiendo una especie de “anarcocristianismo”. Ante toda aquella problemática, propugnaba un “pluralismo de unidad” y la creación de una intelectualidad católica “abierta, autónoma, crítica (y no simplemente mimética, como por desgracia ha sido la incipiente intelectualidad católica que tuvimos en los tiempos de la apologética), apta para esta España en la cual ya no causa escándalo alguno decir que está dejando de ser católica”{83}.

De la Cierva adquirió de nuevo notoriedad como biógrafo oficial de Francisco Franco. Publicada primero en fascículos por la Editora Nacional, la biografía era una obra monumental en dos gruesos volúmenes, con abundancia de fotos y lujosa encuadernación. Sin abandonar la trama narrativa de carácter trágico, el historiador madrileño la combina con el romance, ya que presenta al general Franco como el héroe que pelea contra el mal ganando la batalla. Franco es una esperanza en una sociedad en permanente inestabilidad y decadencia. En su presentación, De la Cierva destacaba, ante la proliferación de obras de autores anglosajones dedicadas a Franco, la necesidad de una biografía “desde dentro, en casa”. Se comprometía, además, a realizar no una “apología benévola”, sino una “crónica fiel que se acerque todo lo posible al ideal imposible de una auténtica historia”. La figura de Franco era analizada en el contexto de una “nueva interpretación de la historia contemporánea de España”. La obra se dividía en dos partes: la primera, de 1892 a 1937, era la de “un ascenso”, “una carrera en el condicionamiento vital de la milicia”; la segunda, de 1937 a 1972, era la de “incertidumbre y victoria en la guerra civil, frustrada esperanza de entreguerras, resistencia alternativa durante la Segunda Guerra Mundial, cerco numantino de la postguerra en Europa, rehabilitación y reintegración internacional, recuperación, despegue y desarrollo económico, concreción institucional y redención cultural del pueblo español que, desde 1951, por vez primera en toda su historia, ya no tiene hambre”. De la Cierva presenta a un Franco marcado emocionalmente por la crisis de 1898. En ese sentido, resalta su condición de militar. Y es que el Ejército, ante aquella situación de decadencia, se sentía llamado a la “salvación de la unidad nacional en peligro”. Franco era un militar patriota, pero sobre todo un militar profesional preocupado por la unidad de las Fuerzas Armadas. Su matrimonio con Carmen Polo contribuyó a acentuar su conservadurismo; pero sin abandonar su actitud profesional y apolítica. No obstante, la guerra de África y su jefatura de la Legión marcaron igualmente su mentalidad. Ante la crisis de la Restauración, se adhirió, en un principio, a las Juntas de Defensa, pero las abandonó cuando vio peligrar la unidad del Ejército. Respecto a la Dictadura de Primo de Rivera, Franco rechazó sus proyectos de abandono de Marruecos. Valoró positivamente su política de autoridad y de desarrollo económico, pero no su aferramiento a la provisionalidad. Durante el período republicano, siguió manifestando su profesionalismo, pero mostró su desacuerdo con la política militar de Azaña. Mantuvo buenas relaciones no sólo con la CEDA, sino con el Partido Radical. Su actuación frente a la huelga general revolucionaria de octubre de 1934 fue decisiva. Aunque contrario al Frente Popular, no decidió su adhesión al alzamiento hasta no estar plenamente seguro del carácter revolucionario de la situación. Su pensamiento político estuvo marcado por la lectura de Anarquía o jerarquía, de Salvador de Madariaga, los planteamientos de Acción Española, y por los discursos de José Antonio Primo de Rivera. Su régimen se diferenció claramente de los fascismos por su impronta católica y por su recelo ante cualquier tipo de mímesis exterior. Durante la Segunda Guerra Mundial, defendió la neutralidad, salvo en un corto período de tiempo en que quedó seducido por las victorias de Alemania. Tras la entrada de Estados Unidos en el conflicto, Franco desechó cualquier posibilidad de entrada en la guerra. Fue capaz de institucionalizar su régimen y, finalmente, de instaurar la Monarquía y desarrollar económicamente la sociedad española{84}. El libro fue presentado en sociedad, coincidiendo con el ochenta cumpleaños de Franco, por el embajador Manuel Aznar Zubigaray{85}.

Mientras tanto, había logrado, por oposición y gracias al apoyo de Vicente Palacio Atard, la cátedra de Geografía e Historia en el Instituto de Madridejos, en Toledo, que compaginaba con las clases de Historia de las Ideas Políticas en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid; y de Política Exterior Contemporánea en la Escuela Diplomática de Madrid.

A mediados de 1973, fue nombrado Director General de Cultura Popular por el ministro de Información y Turismo Fernando de Liñán y Zofío, con el beneplácito del almirante Carrero Blanco; cargo en el que fue confirmado tres meses después por Pío Cabanillas. En la línea de Manuel Fraga, Cabanillas se mostraba partidario de una política cultural basada en el principio de colaboración y respeto a la autonomía, “en la mayor participación posible de la sociedad”. Hizo pública la idea de crear un Consejo Nacional de la Cultura, una especie de Senado del que formarían parte las personas más influyentes en cada uno de los diversos contextos artísticos e intelectuales. Además, elaboró una Ley del Libro cuyo objetivo era “promover el libro español en sus diferentes modalidades, en sus diversas expresiones lingüísticas, tanto en España como en el exterior”{86}.

Como Director General de Cultura Popular, De la Cierva se pronunció por una política “aperturista” e hizo un llamamiento a los “núcleos intelectuales fieles al Régimen y, a la vez, leales al futuro, que emprendan tareas como la de aquella Acción Española inacabada”. A ese respecto, hizo referencia a la “cuarta apertura” del régimen. La primera se debió a José Antonio Primo de Rivera en sus últimos escritos próximo ya a la muerte. La segunda fue “la social” con la política de José Antonio Girón. La tercera fue “la cultural” con Joaquín Ruíz Giménez al frente del ministerio de Educación Nacional. Y la cuarta debería ser “la política”. En el fondo, De la Cierva intentaba perfilarse, a semejanza de los falangistas de Escorial, como un “franquista liberal”. Definió la cultura popular como “todo lo que constituya el nivel expresivo de un pueblo”{87}. Sus proyectos podían ser considerados ambiciosos. Concebía a la Editora Nacional como “posibilidad de convivencia”. En un principio, anunció la publicación de una biografía de Franco, que inauguraría una colección titulada Libros de Choque. Con la Historia del Ejército Popular de la República, Ramón Salas Larrázabal, se abriría una segunda colección, Libros Decisivos, que abordaría temas políticos, económicos, de política interior y exterior española. Una tercera colección llevaría por título Clásicos del Siglo XX, donde se publicarían obras agotadas o injustamente olvidadas. Escalada se ocuparía de la literatura. Los libros blancos de Editora Nacional presentarían “los auténticos objetivos de la Administración Española”. Libros Directos y del Teleclub se ocuparían del campo de los libros de bolsillo y de divulgación literaria. Entre los directores de estas publicaciones figuraban Vintila Horia, Tomás Solís, el propio De la Cierva, Fernando Díaz Plaja y Luis Sánchez Agesta{88}.

Se declaró defensor de las librerías frente a los ataques que sufrían por parte de algunos grupos de extrema derecha, como los autodenominados “Guerrilleros de Cristo Rey”: “Una amenaza o una agresión a una librería es una amenaza a la Dirección General de Cultura Popular”. Igualmente se mostró partidario de la “amistad entre las cuatro lenguas”: castellano, catalán, gallego y vascuence, “por encima de todo lo que pudiese ser disgregador”. La promoción del libro era otro de sus proyectos: “con Franco, el pueblo español dejó de pasar hambre y aprendió a leer…Ahora hay que conseguir que lea. Esa es la misión de Cultura Popular”. Se esforzó en lograr la reapertura del Ateneo de Madrid, que sería, en lo sucesivo, “un Ateneo centrista, lejos del reducto revolucionario y de la propaganda demagógica, huyendo por igual de la nostalgia y del temor”. Al final, el Ateneo se inauguró oficialmente durante las Fiestas de San isidro de 1974. Otro de sus deseos fue la convocatoria de los intelectuales o su retorno si se encontraban en el exilio. A su entender, “el español del siglo XXI verá en un mismo bloque cultural a Picasso, Casals, Cela y Jesús Pabón”. “¿Quién recuerda ya o da importancia a la política de Goya?”. Y abogaba por el “redescubrimiento de Cernuda”{89}. En ese sentido, se comprometía a garantizar la libertad de los intelectuales mediante “una política de reconciliación”, aunque siempre dentro de la ley. Denunciaba, no obstante, la existencia de un “desfase publicitario, propagandístico de la obra de los intelectuales adeptos al Régimen, y quiero compensar esa situación; quiero hacer por ello mismo que he intentado hacer con los historiadores que han defendido al Régimen de Franco”. “Los intelectuales de izquierda –no me gusta usar esa terminología– han tenido siempre más ayudas, mejores editoriales, mejores libreros, más atención a sus obras. ¿Por qué? Sin duda porque lo prohibido siempre atrae más”. Sin embargo, no se mostraba muy optimista respecto a sus posibilidades de éxito: “Si, creo sinceramente que fracasaré. ¿Por qué?. Sencillamente, porque soy historiador y puedo intuir el futuro. Los intelectuales como grupo, todavía no se ha repuesto del trauma de la guerra civil, porque han sido instrumentos y víctimas de todas las propagandas”{90}.

Sin duda, De la Cierva se convirtió en una de las bestias negras de la extrema derecha del régimen, en particular del sector acaudillado por el notario Blas Piñar López, líder de Fuerza Nueva. Cuando se autorizó una versión “pop” del Cara al Sol Juan Moso Goizueta, desde la revista dirigida por Piñar, lo denunció como una especie de intento de trivialización del himno falangista “para servir de jolgorio en cualquier decadente discoteca, sala de fiestas a gogó o club de gestos híbridos”{91}. El conocido comediógrafo Alfonso Paso denunció las infiltraciones marxistas en los libros de texto de historia de la literatura, con la presencia de escritores como Neruda, Tolstoi, García Lorca, Antonio Machado, Miguel Hernández y Ángel María de Lera{92}. Y es que, según denunciaba Ernesto Giménez Caballero, “España no aparta y silencia a los intelectuales disidentes de Estado, sino a aquellos que lo defienden”{93}. El sacerdote tradicionalista Antonio María de Silva de Castro hizo referencia “al pobre La Cierva”{94}. El falangista Rafael García Serrano decía: “Con motivo de cumplir ciento cincuenta años de edad don Salvador de Madariaga ha declarado a los herederos de Ricardo de la Cierva que él no volverá a España mientras el general Franco siga al frente de la Jefatura del Estado español”{95}. José María Ruíz Gallardón le reprochó su permisividad por la publicación de libros subversivos cuyos autores eran Tierno Galván y López Aranguren; al igual que el silencio respecto a autores conservadores como Manuel Machado o José María Pemán{96}. Frente a todas estas acusaciones, De la Cierva contestó: “En un futuro más o menos próximo, pero inevitable, va a producirse en España una inundación de libros demoledores, negativos, libros-revancha contra todo lo que ha supuesto esta época histórica. Esto es lo que se trataba de evitar con aquella política: evitar la ruptura, lograr una inflexión controlada”{97}. De hecho, bajo su égida, la izquierda intelectual escaló posiciones. De la Cierva declaró de “interés nacional” el libro del escritor comunista Manuel Vázquez Montalbán, La penetración americana en España, al igual que el de Carlos Paris, La Universidad española. Posibilidades y frustraciones{98}. Por aquellas fechas, Tuñón de Lara pudo publicar algunos de sus libros e impartir conferencias en España.

Más importantes fueron los ataques a Cabanillas de José Antonio Girón, quien publicó en el diario Arriba, su famoso discurso conocido como el “gironazo”, en el que denunciaba la nueva permisividad y advertía que no podría tolerarse ni el olvido de la guerra civil ni la traición al régimen. Días después Blas Piñar aludió a los “enanos infiltrados” –Cabanillas era hombre de escasa estatura– en el régimen para subvertirlo y denunció la “prensa canallesca”{99}.

El 29 de octubre de 1974, Franco había ordenado al nuevo presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, el cese del ministro Cabanillas; lo cual provocó la dimisión del historiador madrileño. La izquierda intelectual de la época no dudó en homenajearlo. Se le ofreció una cena-homenaje en Barcelona, a la que asistieron Javier Godó, Alfonso Carlos Comín, Josep Pastor, Alexandre Argullós, José Manuel Lara, Jesús Pina, Federico Rahola, Rafael Soriano, Pere Fábregas, José María Boixereu y la adhesión de Carlos Barral, que no pudo asistir al acto{100}. Por cierto, Barral era el escritor favorito del historiador madrileño{101}. No deja de ser significativo que Barral, notorio antifranquista de la “gauche divine” barcelonesa, organizase una especie de bacanales y de orgías celebrando la enfermedad y la muerte de Franco{102}. El escritor comunista Manuel Vázquez Montalbán exaltó, por su parte, a De la Cierva en la revista Triunfo, afirmando que “el balance de su gestión es impresionante, y ahí están los escaparates de las librerías para corroborar lo que digo”{103}. Según señaló posteriormente, le fue ofrecido el cargo de consejero nacional, que rechazó: “Yo quería entrar en la Carrera de San Jerónimo o en el Palacio del Senado por una elección popular, como lo conseguí por dos veces, y no por designación”{104}.

Desde entonces, De la Cierva se dedicó a preparar oposiciones a la Universidad y reanudar su vida intelectual. Su libro Historia básica de la España actual fue escrito al calor de aquellos acontecimientos. A diferencia de lo sustentado por De la Cierva, no se trata en modo alguno de un libro de texto para sus alumnos universitarios. Es un ensayo histórico de síntesis, de contenido abiertamente presentista, muy alarmado por las consecuencias políticas de la cada vez más evidente decadencia física de Franco y su previsible muerte a corto plazo. Como señaló José María Ruíz Gallardón, se trataba ante todo de un libro para políticos{105}. En sus páginas, la trama narrativa trágica vuelve a ser dominante. En ese sentido, afirmaba: “(…) la historia de España de 1808 a 1939 es simple y trágicamente la historia larvada o declarada de un guerra civil”{106}. Su trama narrativa seguía los planteamientos de Jesús Pabón, Vicens Vives, Perpiñá Grau, Velarde Fuertes, Cuenca Toribio, Palacio Atard, Carr, Comellas y los hermanos Salas Larrazabal. La guerra de la Independencia y la pérdida de las colonias a comienzos del siglo XIX marcaron un nuevo y negativo horizonte histórico para España. En ese sentido, su valoración del siglo XIX era muy pesimista: “Ni esta historia quiere ser <conservadora> –dirá–, ni abominar de todo un siglo de esta. Pero negar el carácter trágico del XIX español parece casi masoquismo”{107}. Fernando VII fue “un regio histrión”. La Constitución de 1812 no era más que “un falso mito de estabilidad y seguridad histórica”. La sociedad española fue, a lo largo de aquella centuria, un país pobre y subdesarrollado, inculto y analfabeto, “un país de desajustes, difícil de entender desde dentro y desde fuera”. La Iglesia católica es presentada de nuevo por este intelectual católico como una institución inculta, inmovilista y cerrada al progreso y a la justicia social. Su intelectualidad, salvo en el caso de Balmes y Menéndez Pelayo, era “mimética y reaccionaria”. Claro que el krausismo, su gran enemigo, se configuró como una filosofía “minoritaria, esotérica y estrambótica”. El liberalismo español, globalmente entendido, resultaba “ingenuo y dogmático”; y trató de “convertirse en fantasmagórico ideal en forma de gobierno estable”. El carlismo no sólo fue reaccionario, sino que careció de eficacia política. Isabel II resultó ser una reina mediocre, “moza garrida, iletrada y chulapona”. Los moderados son calificados de grupo “pragmático”. En el fondo, los identifica con los tecnócratas del franquismo, una “nueva versión para los nuevos tiempos del despotismo ilustrado clásico”. No obstante, ofrecía una visión más bien positiva de Mon y de Bravo Murillo, por su política económica y de infraestructuras. La Unión Liberal es “un centrismo burgués tan despreocupado por su vinculación popular como la etapa anterior”. Las sucesivas desamortizaciones supusieron un duro golpe para el poder económico de la Iglesia, pero no lograron “transformar la configuración de la propiedad agraria”{108}. La revolución de 1868 fue “prematura” y de carácter “pequeño burgués”. Desilusión política y desilusión religiosa provocaron la emergencia del anarquismo. La I República fue una “ilusión muerta”, caracterizada por la “indisciplina y la desintegración”. En un principio, De la Cierva daba una interpretación positiva de la Restauración, cuyo significado profundo fue “salvar, mediante la recuperación del ideal y la realidad monárquica, el caos desintegrador que precedía”. Destacaba el “roquero realismo político” de Cánovas; y el papel de “vertebración institucional y nacionalizador” del Ejército en esta etapa. Nuevo fracaso social del catolicismo español, incapaz de conectar con las clases populares, centrándose en las altas y medias, salvo en el ámbito rural, donde triunfa el sindicalismo católico. El fenómeno caciquil era, según él, “probablemente necesario y podía de hecho constituir una paradójica vía hacia una democracia auténtica”. Destaca la “comprensión y la inteligencia” de Alfonso XII, y lamenta su pronta muerte. El fracaso social de la Restauración se deba a que contempló el movimiento obrero como “un peligro y como un enemigo irreconciliable”, no como un “cauce necesario de frustraciones humanas seculares”. El fin del Imperio significó que “España tendría que sumirse en su propia tragedia para reconectar algo que desde 1898 le estaba vedado: la esperanza”. Sólo la Corona como institución pudo permanecer incólume ante la crisis. Desgraciadamente, Alfonso XIII no tuvo su Cánovas; y fracasó en sus funciones de carácter institucional y simbólico. De nuevo valoró positivamente las figuras de Maura, Canalejas y, naturalmente, su abuelo Juan de la Cierva. Maura fue “el primer teórico, hasta hoy, de la democracia en España”. Califica de “oasis” su “gobierno largo”. La trayectoria de La Cierva se caracteriza por la energía, la honradez y la eficacia. A Canalejas lo interpreta como “un adelantado de la era conciliar”; valora positivamente su “africanismo”, su actitud conciliadora ante el socialismo y su ruptura con el liberalismo económico. Muy crítico es de nuevo con el líder socialista Pablo Iglesias, “una catástrofe para el socialismo español”, por su intransigencia obrerista. El régimen de la Restauración fue incapaz de dar respuesta adecuada a la crisis de 1917, y lo mismo ocurrió con el desastre de Annual, todo lo cual abrió el paso a la dictadura militar. El gobierno de García Prieto le parecía “un intento infantil, nada serio”. El pronunciamiento de Primo de Rivera fue “un acto incruento, inevitable”. Nuevamente incidía en los graves errores del Dictador: las agresiones institucionales y la “espontaneidad simplificadora”. En ese contexto, se producía la ruptura de la unidad militar y la “frustración política del Ejército”. Más positiva fue su política económica, porque puso en marcha “el ideal intervencionista” y una política de infraestructuras. De la Cierva es muy crítico con Berenguer y sus gobierno, “el error de la Monarquía, un error de régimen y de sistema y de rumbo genérico, no meramente una aberración personal”. Denuncia “la soledad del rey” y la desunión monárquica. Se trataba de un sistema ni dictatorial ni plenamente constitucional. Tacha a Romanones de “irresponsable”. Y sentencia: “La derecha española tiene que sumirse en el desastre para reaccionar. Nunca ha sabido preverlo ni menos ejercer la autocrítica a la hora de evitar las causas”{109}. Por todo ello, el 14 de abril fue “demasiado fácil, demasiado incruento; fue una inmensa sorpresa para los propios vencedores, que sólo triunfaron porque su propio miedo, su propia desesperanza, fue simplemente menor que el abandono suicida de sus adversarios”. La II República resultó “imposible”, porque heredó “las culpas, las lacras de la Monarquía”. Además, no fue revolucionaria, sino “reaccionaria, incluso en sus fases de demagogia aparentemente izquierdista, porque miraba al pasado en vez de prever el futuro”. Manuel Azaña es descrito nuevamente como “un liberal conspicuo”, “un centrista conservador”, un “filósofo, que se movía en el plano de la concepción y hasta de la intuición política”; fue siempre “un patriota”. Sus reformas, sin embargo, resultaron auténticas agresiones contra el Ejército y la Iglesia, “jamás supo discernir matices”. Sus políticas económicas fueron un fracaso; y careció de política exterior, salvo las elucubraciones de Salvador de Madariaga. En fin, la II República era un tipo de democracia liberal “sobrepasada y anacrónica, fundada en un parlamentarismo casi puro, sin más refuerzos autoritarios en la Presidencia de la República que las pequeñas manías y los resentimientos de un exministro de la Corona”. Al Partido Radical de Lerroux le atribuye el mérito de ser “el primero y hasta ahora el único movimiento político de centro en la historia política de España”. No obstante, las fuerzas de la derecha tampoco salían bien paradas. La CEDA era “la derecha confesional, monárquica remozada, aunque no sectaria, y socialmente mucho más conservadora y reaccionaria que progresista”. Los monárquicos eran “pequeños en efectivos, pero importantes por su influencia económica”. El fascismo español fue “una modernización del nacionalismo y del tradicionalismo”. Su valoración de la figura de José Antonio Primo de Rivera seguía siendo positiva; le atribuye el intento de “nacionalizar a la izquierda”{110}. La revolución de Asturias no sólo fue antidemocrática, sino que se convirtió, insistía de nuevo el autor, en “una pequeña guerra civil a muerte y, lo que es peor, en su ensayo general con todo para la guerra civil”. En definitiva, se convirtió en ”el antecedente inmediato y decisivo para la guerra civil española de 1936”. Y es que tampoco las derechas estuvieron a la altura de las circunstancias. Gil Robles no sólo sondeó a los militares, sino que fue incapaz de seguir una política de carácter reformista: “la pugna entre su sentido social, derivado de la enseñanza pontificia, y su reaccionarismo, impuesto por las concesiones internas y externas con el capitalismo agrario de la época, tan ciego como antes y después”. Como en el caso de las izquierdas, las derechas carecieron de un programa de política económica creativa, como se demostró con los proyectos de Joaquín Chapaprieta. Las elecciones de febrero de 1936 fueron “un auténtico despliegue de totalitarismo preelectoral”. El centro “quedó borrado, con medio millón escaso de votos”. El Frente Popular era una coalición contradictoria, que fluctuaba entre el reformismo de los republicanos y la revolución de los partidos obreros. A ello se unió la “erupción autonomista”, la legalización gubernamental de las ocupaciones de tierras por parte de los sindicatos, y la obsesión antimilitarista. Su conclusión estaba muy clara: “La guerra civil fue un fracaso total no de esta o aquella figura, sino de la propia España, con todo su peso real e histórico en cuanto tal España”, “nuestra mayor vergüenza histórica, de la que tardaremos al menos un siglo en reponernos”{111}. Siguiendo a Bolloten, De la Cierva continuaba sosteniendo que en la zona republicana existió un “doble poder”, gubernamental y revolucionario. Largo Caballero se convirtió en víctima de la influencia soviética. Negrín fue el hombre del comunismo en España. La zona nacional encarnó “el ideal político del Vaticano para el Estado católico en los años treinta del siglo XX”. No Mussolini o Hitler, sino Salazar y Dollfuss. De la Cierva reconocía, como había hecho en otros libros, la legitimidad del régimen nacido de la guerra civil; y le atribuía grandes éxitos históricos: unidad de las Fuerzas Armadas, neutralidad en la Guerra Mundial, garantía de orden, restauración de la Monarquía, erradicación del hambre y del analfabetismo y desarrollo económico. Siguiendo a Rodrigo Fernández Carvajal, sostenía que el régimen se había convertido en una “dictadura constituyente y de desarrollo”, aunque en el fondo estimaba que Franco se había comportado como un monarca absoluto en la línea de Carlos III. Sin embargo, criticaba que el desarrollo económico no hubiese tenido como contrapunto un auténtico desarrollo político. Alababa, en ese sentido, a Manuel Fraga. El problema de España radicaba en que, tras la caída de los sistemas políticos de Portugal y Grecia, era “el único Estado de sistema autoritario en toda Europa occidental”. Y no existía una “tercera vía” entre el totalitarismo y la democracia liberal. El destino de España era la democracia liberal. En ese contexto, De la Cierva mostraba su temor ante la posibilidad de una nueva guerra civil, que era un “peligro latente”{112}. De sus conclusiones históricas quien salía peor parada era la extrema derecha, a la que atribuía buena parte de la responsabilidad de la fallida trayectoria histórica de la sociedad española contemporánea, pero que en aquellos momentos se encontraba ya en decadencia: “Sin traducciones respetables, sin el apoyo de la Iglesia, la extrema derecha es ya una cáscara muerta”{113}.

Dándose por aludido, Blas Piñar no dudó en contestar a De la Cierva en un mitin: “¡Qué pena nos da que el señor De la Cierva haya olvidado que entre las cáscaras muertas se encuentra la del plátano, y que, si la cáscara del plátano se pisa, el resbalón es seguro y la caída peligrosa!”{114}.

3. Por la reforma: el ideólogo de una transición

Con la decadencia física de Franco y su ulterior desaparición, las fuerzas sociales y políticas que apoyaban al régimen nacido de la guerra civil fueron buscando el mejor acomodo posible a la nueva situación. Agotados todos los recursos, no cabía ya más que la escisión de las derechas. De un lado, iba a marchar una derecha utópicamente continuista y, por otro, una realísticamente reformadora. Pero, con el paso del tiempo, los reformadores, a su vez, terminaron por escindirse. De la Cierva fue muy consciente de esta situación. Nunca creyó, como sabemos, en la continuidad del régimen, sino en una transición ordenada desde arriba, en un “cambio sin traumas” hacia la democracia liberal; y desarrolló una campaña en diversos periódicos y revistas en defensa del proyecto reformista. A su entender, se trataba de un proceso que no arrancaba del asesinato de Carrero Blanco. “un hecho que quizá aceleró el cambio; pero sobre todo reveló la profundidad del cambio”. “Porque el cambio se hubiera producido de forma parecida –es una firme convicción de este historiador– aún sin la trágica desaparición del almirante”. En ese nuevo contexto, volvía a producirse la permanente contradicción entre “el país real” y el “país oficial”{115}. A ese respecto, no dudaba en criticar las tesis y posiciones continuistas de Jesús Fueyo y Gonzalo Fernández de la Mora: “el continuismo no tiene posibilidades de racionalización –porque se basa en el momento de inercia histórica de toda una época–, ni consistencia posible fuera de los efectos considerables de esa misma inercia”. En ese sentido, no dudaba en establecer un paralelo histórico entre la situación actual y la que precedió a la muerte de Fernando VII. Por ello, estimaba que podía producirse el cambio “bajo la misma corona y mediante una profunda evolución institucional que evitó la ruptura”{116}. La figura de su antiguo mentor Manuel Fraga comenzó a defraudarle. El político gallego se había convertido, sin duda, en “referencia universal para el horizonte político”; pero no parecía ser capaz de ofrecer una “definición”, una alternativa viable a la nueva circunstancia. Y era, además, “un autoritario nato”. Con todo, Fraga le parecía un político “incombustible”; y no parecía concebirse sin él el “futuro de España”. Tampoco confiaba excesivamente en Carlos Arias y en el llamado “espíritu del 12 de febrero”. Y es que Arias era más “continuista que evolutivo”{117}. Para De la Cierva, la clave del proceso político era la institución monárquica y la figura del Rey. De ahí que juzgara necesario “preservar, por encima de todo, la inviolabilidad y la sacralidad de la persona del Rey, de acuerdo con los usos y convenciones de las monarquías europeas”. Confiaba, además, en el apoyo de las Fuerzas Armadas y de la Iglesia católica{118}. Y en lo que ya se denominaba “franquismo sociológico”, es decir, “millones de españoles que han vivido más o menos conscientemente en el régimen; que aceptan los valores de origen y ejercicio del régimen; que, sin embargo, no ven clara hoy su representación en el régimen”{119}.

Su valoración del sistema político era cada vez más crítica, y en el fondo coincidía con la de ciertos sectores de la oposición. Ante todo, le desagradaba su permanente recurso a un lenguaje que falseaba la realidad cotidiana: “Vivimos todavía inmersos en esa hipocresía totalitaria de las palabras. En el terreno de las palabras es donde menos hemos conseguido alejar el remordimiento de nuestro inicial y jamás confesado parafascismo (…) Decimos justicia social, debemos decir miedo social. Llamamos asociaciones a los partidos políticos y elecciones a lo que de momento son sólo selecciones. No hemos avanzado mucho en sinceridad a pesar de nuestro repudio oficioso de los productores y de los conflictos. Los historiadores definirían los aspectos retóricos de nuestra época como la antología del eufemismo. Somos, en terminología política, el país más victoriano de Occidente”{120}.

Denunciaba igualmente los planes de ciertos sectores del régimen, agrupados en torno a Unión del Pueblo Español, para organizar una especie de PRI a la española, “atemperado quizá con unos acentos de peronismo clásico y sin descartar, en última instancia, las posibilidades de un trasplante político desde el reducto militar-desarrollista brasileño”. Se trataba de un “redescubrimiento del populismo”, “un populismo seudodemocrático”. Una alternativa que De la Cierva rechazaba de forma elocuente: “No cabe en la España actual un populismo virtualmente totalitario a la sombra, activa y pasiva, de las Américas; porque éste sólo es posible cuando el analfabetismo cubre a la mitad de la población, cuando la diferencia entre nivel urbano y nivel rural en todos los parámetros culturales y políticos es completa; cuando la situación económica es de subdesarrollo, la presión demográfica incontenible y las relaciones externas yacen dominadas por una influencia neocolonial. Ni una sola de estas condiciones se da en la España cuasi-europea y predemocrática de 1975. No sé si pudo ser la salida provisional para el Portugal de Salazar y Caetano; jamás el portillo de escape histórico para la España de Franco”{121}.

En aquellos momentos, De la Cierva había participado en el lanzamiento de FEDISA –Federación Democrática Independiente– y luego en el Partido Popular{122}. De ahí que juzgara necesario era que la derecha española asumiera la necesidad no sólo del cambio político, sino del social y económico, aceptando, de una vez por todas, una auténtica reforma fiscal “tan generosa como progresiva y abierta”, y “una fuerte matización regional en lo administrativo, en lo cultural y en lo político”, porque “la España del inmediato futuro deberá superar regionalmente el enclaustramiento centralista del régimen provincial, que equivale políticamente al fomento de la incomunicación y al caciquismo institucionalizado desde Madrid”{123}.

En cualquier caso, De la Cierva era consciente de que este proyecto reformista no podría llevarse a cabo en vida del “fundador” del régimen{124}. No obstante, era necesario superar “la etapa moderada-tecnocrática que ha sido el ámbito durante un siglo y su modelo durante dos”. “Ya no le basta a la derecha configurarse como un conservadurismo británico; necesita ahondar en su experiencia histórica populista –Maura, Canalejas, Cambó, Aguirre, Gil Robles– para nacionalizar así el inevitable modelo giscardiano”. En aquellos momentos, apostaba de nuevo por Pío Cabanillas, “un representante auténtico del futuro de España”{125}. Otro político al que veía un horizonte de futuro era José María de Areilza, por “su conocimiento profundo del problema vasco, el reconocido prestigio de sus servicios a los más delicados engranajes de la institución monárquica y su capacidad para trasmitir a Europa una dosis suficiente –y vital– de credibilidad exterior en caso de una transición de signo positivo”{126}.

De la Cierva censuró el contenido de uno de los últimos manifiestos de Juan de Borbón, cuyos ataques al régimen consideró un error, ya que suponían la deslegitimación de su hijo Juan Carlos. El Pretendiente se había convertido así en “el principal obstáculo para la restauración de la Monarquía”. Negaba que el heredero de Alfonso XIII hubiese sido siempre demócrata; en realidad, su exilio había sido “indeciso y contradictorio”. Vaticinaba que Juan de Borbón nunca sería rey de España: “El retorno de la Monarquía sólo puede hacerse desde el futuro, jamás como desea don Juan en su manifiesto, desde el pasado. La única Monarquía posible es la de Juan Carlos, gravísimamente dañada en algunas de sus raíces indiscutibles por la reacción antinatural de esa misma raíz (…) El pueblo español, que no es monárquico, va a serlo menos desde cierto sábado. Si vuelvo a equivocarme, y don Juan llega, a pesar de todo, a ceñir la corona de sus mayores, no tendrá tiempo para alegrarse. Porque será sólo el rey efímero y abandonado de nuestra tercera república”{127}.

Tampoco se tomaba excesivamente en serio a la oposición, que, en algunos de los casos, parecía ir “en auxilio del régimen”; y es que grupos como las denominadas Junta y Convergencia derivaban “peligrosamente hacia Romas utópicas”, “entre los temores del colaboracionismo y las alergias –o las nostalgias– del Frente Popular”. Algo que resultaba muy peligroso porque “la humanización de la derecha” sólo podría venir de la colaboración de una izquierda moderada{128}. No confiaba excesivamente en la posibilidad de una democracia cristiana. En parte por la desunión y heterogeneidad de sus distintos sectores y en parte “por el desencanto de la Iglesia ante la actual crisis profunda de la DC en Italia”{129}. Menos porvenir tenía aún, en su opinión, la extrema derecha. La Confederación de Ex-Combatientes, bajo la dirección de José Antonio Girón, era una organización absolutamente minoritaria. El contenido del llamado “gironazo” demostraba esa debilidad: “Sus autores, incapaces de ofrecer soluciones reales al país, desahogan su propia frustración en la caza de brujas”. Y lo mismo ocurría con Fuerza Nueva: “Numéricamente la extrema derecha es insignificante. Su influencia potencial por el contrario es considerable, a través de sus irreductibles representantes en ciertas instituciones que todo el mundo conoce y donde los extremistas de derecha resultan tan minoritarios como provocadores”{130}.

Con la muerte de Franco terminaba “toda una época”: “La historia contemporánea encomendada a mi generación se abre en los primeros días de 1875, con el advenimiento de la Restauración, que trataba de cancelar los ciclos excluyentes y agónicos del siglo XIX; se cierra el 20 de noviembre de 1975, con el final de una época que es a la vez el principio de otra”. “La Historia ha muerto, viva el rey”, dirá{131}.

La continuidad de Arias Navarro tras la muerte de Franco fue interpretada por De la Cierva como “la trampa Arias”. Era “el último Gobierno creado según las acreditadas técnicas de pasillo”. Arias se había convertido en “el máximo aliado del búnker”. Se trataba del “error Arias”. Su gobierno era “un conjunto de individualidades incontrolables y de rellanos anodinos”. Consideraba la presencia de Fraga como un gran error, no sólo por integrarse en el ejecutivo, sino por haber aceptado la peligrosa cartera de Gobernación: “El impetuoso lucense cayó en la trampa de Gobernación, y encima encantado”{132}. En cambio, valoraba positivamente la figura de Torcuato Fernández Miranda: “Inteligente político que ya se ha hecho con esas Cortes y ese Consejo del Reino donde quienes conocen menos su habilidad y su dialéctica le auguraban vía crucis y calvarios”{133}. Celebraba, además, la unión de las Fuerzas Armadas como “un patrimonio providencial para la transición; es quizá la herencia más limpia que nos deja el régimen anterior”. “Derechas, izquierdas y centro necesitamos la unidad de las Fuerzas Armadas como suprema categoría arbitral –bajo el engarce asegurado por la Corona como institución– para la difícil articulación concreta del futuro”. La sustitución del general Fernando de Santiago por Gutiérrez Mellado era la garantía de una “reforma profunda” del Ejército{134}.

La aparición en el ruedo político de Alianza Popular, bajo el liderazgo de Fraga, fue muy mal recibida por De la Cierva, porque, según él, favorecía “la guerra civil” y significaba “el abandono de las posiciones de centro que ha perpetrado el señor Fraga y parte de sus amigos políticos”. Por el contrario, resultaba vital una “alternativa de centro, para lo que es necesario salir de la atomización de grupúsculos”. Uno de los políticos más atacados por el historiador era Gonzalo Fernández de la Mora, “el hombre con menor porvenir político en la España actual”{135}.

Recibió positivamente la salida a la luz del diario El País, en cuyas páginas colaboró durante algún tiempo. Lo consideraba un “heredero directo de los afanes de José Ortega y Gasset y el testamento intelectual por él presidido”{136}.

Demandó una definitiva reconciliación militar: “No hay razón para perpetuar, cuarenta años después, las huellas de aquel suicidio. Cientos de aquellos oficiales del Ejército de la República viven hoy entre nosotros. Muchos no sabían ser otra cosa que militares; necesitan ahora una ayuda material para esperar con dignidad la muerte; pero sobre todo necesitan el reconocimiento moral de que al permanecer fieles a la República optaban por España, aunque se equivocaran de sector y de victoria”{137}.

Censuraba el comportamiento de la familia de Franco, en particular de Carmen Polo y del marqués de Villaverde, tras el asesinato de Carrero Blanco: “La tensión entre El Pardo y la Zarzuela sólo podía conllevarse gracias a la prudencia que reinaba en este último palacio ante algunas actitudes diríase seniles que se originaban en el otro”{138}. Su bête noire seguía siendo la extrema derecha representada por José Antonio Girón y Blas Piñar. Fuerza Nueva era, a su modo de ver, “simplemente un conato de fascismo a la española”. “Se disolverá antes de un año de partidos y libertades democráticas. Sucumbirá probablemente a sus propios excesos, como parece demostrar el reciente y gravísimo error de su intervención en Montejurra”. El plano Girón era “bastante más serio”. El antiguo ministro de Trabajo de Franco había sido “el primer representante del populismo franquista”. Sin embargo, denunciaba sus intentos de “implicar políticamente a las Fuerzas Armadas”. De la misma forma, los diversos sectores falangistas carecían de horizonte. Sus intentos de unidad resultaban, tras la experiencia franquista, completamente antihistóricos, “y no les queda más futuro que dedicarse a la crítica autofágica de sus propios antecedentes”{139}. Con posterioridad, llegó a sostener una interpretación distinta. Ante la crisis social, económica, política y la amenaza del terrorismo en el País Vasco, De la Cierva llegó a sostener que en España el “fascismo empieza ahora”{140}

Siempre dio por desahuciado políticamente a Carlos Arias; era “el hombre de la primera transición”, y se encontraba “quemado por su tremendo esfuerzo personal, por las frustraciones de la nación y por la propia Historia, que es la más noble hoguera con que pueden y deben quemarse los políticos”{141}. Ante su evidente fracaso, se abrían distintas posibilidades. En su opinión, Fraga ya no era “el número uno”. Y es que su arriesgada apuesta por el ministerio de la Gobernación le había desgastado. Además, su grupo político había “fracasado en casi toda la línea, y le ha comprometido a él con su fracaso”. “No se puede crear, ni siquiera inspirar a un partido nonnato desde un Poder confuso”. Por ello, habían ganado puntos Fernández Miranda y Adolfo Suárez. Sin embargo, De la Cierva apostaba por Areilza, que representaba, según él, “la moderación interna, el sentido de puente y comparte –casi sólo él– con el Rey toda la credibilidad exterior de la reforma, de la que Fraga participa, a pesar de TVE, en mucho menor grado”{142}. Finalmente, la caída del presidente del gobierno no fue, para De la Cierva, una dimisión, sino una clara “destitución”. “Arias no quería irse de ninguna manera, hasta que su patriotismo bien e intensamente venció a su obstinación”. Y lo relacionaba con el viaje de Juan Carlos I a Norteamérica. Sin embargo, la designación de Adolfo Suárez como sucesor de Arias fue recibida por el historiador con el ya célebre “¡Qué error, qué inmenso error!”, que atribuía, no sin razón, a los manejos y estrategias de Fernández Miranda, su “evidente muñidor” y “triunfador profundo”. Tampoco contaba con su apoyo el nuevo gobierno, que no tenía dentro “a las regiones, a las clases inferiores y a las mujeres de España”. Era fruto del “Movimiento dividido” y del “frente político-conservador vinculado al Opus Dei”{143}. Posteriormente, reconoció equivocarse con Suárez y su gobierno{144}. No en vano sometió a una crítica radical el libro de Gregorio Morán, Adolfo Suárez: historia de una ambición. A su modo de ver, el autor era sólo un “experto en libelos, típico submarino del partido comunista”{145}.

Entonces, su enemigo por antonomasia, mucho más que la poco significativa extrema derecha, fue Alianza Popular. Criticaba que Fraga hubiese abandonado, tras la victoria de Suárez, el centro, “para quedarse al frente de la desbordada derecha franquista”. El proyecto fraguista tenía la virtud de “desplazar a la extrema derecha fascistoide; aunque la inclusión de Gonzalo Fernández de la Mora es para echarse a meditar”. Y es que al líder de Unión Nacional Española le atribuía nada menos que la jefatura del “ala neofascista de la gran alianza de derechas”{146}.

Ahora, el hombre del futuro era Adolfo Suárez, “irrevocablemente decidido a coronar su proyecto de reforma, sean cuales sean los obstáculos que se encuentre”. Ante su éxito en la aprobación de la Ley de Reforma Política, sostuvo: “Con todo y con eso, las Cortes de Franco, nacidas en 1943 como fachada contra la democracia, han sabido morir con patriotismo y con honor. En el día de hoy actuaban como si fueran Cortes representativas. Como nacieron para no serlo, han muerto en el trance. Pero no sin prestar un gran servicio al futuro”{147}.

4. Entre la Historia y la Política

A partir de aquellos momentos, De la Cierva volvió a combinar su labor de historiador con la de político en activo. De un lado, consiguió consolidar su situación en la Universidad. Fue nombrado Profesor Agregado, por oposición, de Historia Contemporánea de España en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid. Posteriormente, opositó con éxito a la cátedra de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Granada. Y, finalmente, logró, por oposición, la cátedra de esa misma asignatura en la Universidad Complutense de Alcalá de Henares. Celebró la brillantez de los discípulos de Carr: “Con la reciente revelación de Juan Pablo Fusi, la tesis-libro de Varela Ortega confirma el inmenso servicio de Raymond Carr a la joven historiografía española”{148}. Y procuró, en la medida de lo posible, desvincularse de su pasado franquista. Desde su óptica conservadora, hizo un balance más bien crítico de la trayectoria histórica de las derechas españolas; y es que sus dos grandes defectos habían sido “prescindir excluyentemente de la izquierda como alternativa y recurrir ante las crisis de la nación al arbitraje dictatorial de la espada”. Incluso reiteró su interpretación de Manuel Azaña como una especie de liberal-conservador. Su opinión sobre el régimen de Franco tampoco resultaba excesivamente alagadora. El franquismo había sido “por encima de todo la elaboración de Franco sobre el sustrato formado por la derecha militar y la derecha tradicional en todas sus formas”. “La famosa FET de las JONS no era más que el artilugio fascistoide y operativo para que funcionase con un mínimo de apariencia y coherencia todo este sustrato. En este sentido puede decirse que el general Franco ha sido el más derechista de toda la historia contemporánea española; y el Movimiento ha sido, a la vez, ya la sombra constituyente de Franco, el estuario donde han desembocado, aunadas todas las corrientes y tendencias de la derecha española, tradicional, clásica y moderna”{149}. En otra ocasión, afirmó: “Es evidente que no me interesa la defensa política de Franco, el hombre que me mandó a la calle desde la dirección de Cultura Popular por fiarse de dossiers truncados y testigos medrosos. Pero me interesa la defensa de la historia de España, incluida la historia del franquismo. Ni fui servil en el franquismo ni ahora pienso aparecer como un renegado”{150}. Incluso llegó a negar que sus cargos en el régimen de Franco hubiesen tenido un carácter político: “Fui director general de Cultura Popular, pero las direcciones generales en mi propio ministerio (del cual era yo técnico de Información y Turismo) no eran cargos políticos; se designaba a los funcionarios más destacados, como ha sucedido después también en la democracia. Por tanto, yo no tuve absolutamente ningún cargo político en el franquismo. Y no tuve más que una condecoración menor: la encomienda del Mérito Civil. Franco no me dio ninguna condecoración por mi biografía, por ejemplo, seguramente porque era algo crítica”. Creía, además, que “una dictadura es injustificable”. En cambio, se sentía orgulloso de “haber sido diputado, senador y ministro de la democracia, no del franquismo”{151}.

Defendió la publicación de los estudios de Ángel Viñas sobre el famoso “oro de Moscú” en Editora Nacional. Su valoración de la obra de Viñas era, en aquellos momentos, ditirámbica. Calificó de “espectacular” la aparición de su libro La Alemania nazi y el 18 de julio. Era “uno de los primeros expertos en los más vidriosos y escondidos temas de nuestra historia económica reciente”. Y el dedicado al “oro de Moscú” era “el mejor de todas sus publicaciones hasta hoy”{152}. Calificó el libro de Francisco Franco Salgado-Araújo, Mis conversaciones privadas con Franco como “la venganza del ayuda de cámara”, porque estaban escritas desde el resentimiento. No obstante, creía que su publicación, en la que nada había tenido que ver, resultaba positiva: “El Caudillo está de cuerpo entero en estas páginas. Franco Salgado no inventa nada; reproduce con fidelidad magnetofónica cuanto oye. En esto radica el enorme valor histórico de estas confidencias, que son las memorias de Franco: las únicas memorias de Franco”. Y señalaba: “Los consejos de administración; este libro es la más decisiva prueba de cargo contra la corrupción del régimen de Franco conocida y permitida, cuando no alentada, por el propio Franco”{153}.

De la Cierva se mostraba comprensivo con Laín Entralgo a raíz de la publicación de su obra Descargo de conciencia. Lo comparaba con las Antimemorias de André Malraux; y señalaba que era una especie de autobiografía de los “hijos de la muerte”, víctimas de la guerra civil. “Toda la vida del pensamiento y la anticultura española contemporánea –su libro es pura contemporaneidad-quedan reproducidos en su libro…”. Y concluía: “Este libro acaba de situarle ya en el plano magistral de los Azañas y Madariagas: dentro de todo, al margen de todo. Sus palabras son comunes, comunitarias. Sus posibles culpas, ahora lo vemos, nunca destruyeron su inocencia esencial. Es un ejemplo vivo de lo que pudo sin una guerra civil, la cultura española que venía imparable de una Edad de Plata. Desde el fondo de la tragedia es un restaurador; un reanudador”{154}.

De la Cierva aceptó la legalización del PCE, calificando de “irracional” la represión a que le sometió el régimen de Franco, “encarnación e institucionalización de lo que se ha llamado gran derecha, y realmente es pequeña derecha, la cegata derecha tradicional española”. Y concluía: “Quienes deseen oponerse al comunismo dentro de una sociedad democrática –que para serlo tiene que aceptar el hándicap de admitir al comunismo en su seno– no deben procurar eliminarle con procedimientos totalitarios más o menos encubiertos –como el comunismo, eso sí, utiliza en los países donde domina, sin una excepción hasta hoy– sino reconociendo, emulando y superando su vigor doctrinal, la dedicación de sus militantes, la capacidad política de sus dirigentes y el largo alcance de sus apoyos estratégicos”{155}.

Entre 1976 y 1978, publicó, en dos tomos, una Historia del franquismo, que careció, en realidad, de repercusión historiográfica. El primer tomo, subtitulado Orígenes y configuración (1939-1945), incidía en temas ya tratados anteriormente, aunque narrado desde una perspectiva más crítica, fruto del nuevo contexto político y cultural. Franco aparece como un representante de un “autoritarismo paternalista y a la vez tradicional”, “el sucesor directo de un rey absoluto, Carlos III, en las entrañas de una época en la que brotan probablemente en España las raíces del regeneracionismo”. “Franco es un populista de inspiración militar primero y luego cristiana”. De la Cierva reprocha a Franco el “gran error inicial del régimen en 1939 de cerrarse a los innumerables vencidos que estaban dispuestos –como Julián Besteiro– a olvidar la guerra y a trabajar juntos por una paz común”. En su opinión, hasta 1945 no se llega al “franquismo definitivo”. Denunciaba el fracaso de la lucha contra la corrupción; y que no supiera conservar el apoyo de los intelectuales. A ese respecto, calificaba a la censura de “lunática”. Consideraba la entrevista de Hendaya como un éxito para Franco, que, durante un tiempo, tuvo la “tentación” de entrar en la guerra mundial. Su “viraje atlántico” se produjo en 1942{156}.

El libro fue presentado en sociedad por el exministro de Franco, Ramón Serrano Súñer, quien calificó a De la Cierva como “historiador oficial del Régimen”, señalando algunas puntualizaciones al libro, sobre todo sus discrepancias respecto a la entrevista de Hendaya, el cese de Dionisio Ridruejo, su relación con la Alemania de Hitler, etc. Según parece, Serrano asistió al acto algo enfermo, lo que no le impidió extenderse largo rato en su intervención. Tanto es así que De la Cierva afirmó: “Menos mal que no se encontraba bien, porque si llega a venir en plenas facultades…”{157}. Algunos críticos como Manuel Adrio, reprocharon al historiador “ciertas pasiones y no pocas autocensuras”, al igual que sus “alabanzas a personajes actuales de la vida española”. Además, tampoco profundizaba en la situación política y social de los primeros momentos del régimen antes del estallido de la Guerra Mundial. Y la entrevista de Hendaya no estaba bien tratada. Lo más positivo era su descripción de la personalidad de Franco y de su capacidad para resolver problemas{158}.

El segundo tomo, bajo el subtítulo de Aislamiento, transformación y agonía (1945-1975), hubo de esperar hasta dos años después. Se trataba de una síntesis mucho más apresurada y coyuntural que la anterior. De nuevo, el autor repetía, aunque de una forma más matizada, lo ya defendido en libros anteriores. Hacía referencia al aislamiento posterior a la Segunda Guerra Mundial, los éxitos del régimen a partir de los años cincuenta en los pactos con Estados Unidos y la Santa Sede, la transformación económica del país, el fracaso político de las tendencias liberalizadoras, las consecuencias del Concilio Vaticano II, el inmovilismo de Carrero Blanco y del propio régimen, etc. A ese respecto, hacía referencia, desde una óptica manifiestamente presentista, a los “Anales de la degradación”: “terminar como época, pero dejar varios problemas envenenados a la época siguiente”. Igualmente, calificaba de “alucinación tecnocrática” el período comprendido entre 1957 y 1967. Carrero Blanco era “la prueba de la regresión del propio Franco. “Por eso, el 1967 –cuando la barrera tomó cuerpo y nombre propio, Luis Carrero Blanco, vicepresidente e indiscutible número dos– se pudo ver que la tecnocracia, además de un equipo y un espíritu, era también una alucinación; el pueblo español que votó la Ley Orgánica porque Franco se la presentó como un método democratizador, se sintió defraudado y estafado, aunque no lo manifestó de forma airada y visible”. Carrero era “la cerrazón y el inmovilismo”. Tomaba nota de la corrupción existente en el régimen, en particular con el asunto Matesa. Interpretaba ETA como consecuencia de “un nuevo reflejo subcarlista a manos de una parte importante del clero joven de Euzkallerría, que concentró buena parte de la permanente vocación trabucaire de tantos curas españoles de misa y olla, incapaces de adaptarse espiritualmente a una sociedad secularizada de talante europeo”. Frente al estancamiento del régimen, De la Cierva presentaba “un oculto ritmo positivo, una eclosión –desde luego no espontánea– de nuevas posibilidades de futuro, que descansaban en las tensiones convergentes de una joven generación más que política en la que confluían, aparentemente dentro de la ortodoxia o de la tolerancia del régimen, personas símbolo como Juan Carlos de Borbón, que por entonces recibe la plena aceptación atlántica; Adolfo Suárez González, cuyo ascenso singular e irresistible no se debe solo a la casualidad política ni solo a sus tremendas cualidades políticas muy superiores a su hábil ambición personal; Felipe González, que se afirma bajo una lenta y magistral creación secreta de imagen con evidente cobertura atlántica también; y Vicente Enrique y Tarancón, que empuña por entonces con sentido de futuro las sendas de una Iglesia española que, como revelaría la Asamblea Conjunta de 1971 había anticipado su transición a la general transición del país”. Celebraba ahora, frente a lo sostenido cinco años antes, los planteamientos de la Asamblea Conjunta de 1971. Y se ponía de parte de monseñor Añoveros en contra del régimen. Y es que, en su homilía, “todo era verdad y sería asumido después por los Gobiernos de la Corona”, porque resultaban “evidentes las discriminaciones culturales de un régimen que había utilizado absurdamente la política anticultural como cobertura de un pacto oligárquico que a tan triste restricción se reducía el vacío político del régimen respecto a una de sus más conflictivas entre las Españas”. Y concluía: “Todos los problemas de España quedaban en flor tormentosa, sin resolver o mal planteados; o con simples parches de expectativa (…); pero también una España diferente, sobre la que, después de la transformación realizada durante el mando de Franco iba a ser posible intentar con éxito la operación política definitiva que nunca pudo cuajar desde el hundimiento de la Ilustración, y del horizonte marítimo, y de las Américas y Filipinas españoles como consecuencia de la desintegración del Antiguo Régimen en la estela de Trafalgar; y por la simultánea agresión exterior” {159}.

En otro de sus libros, años después, sostuvo que el régimen era ya, a la altura de 1967, “un cadáver de pie; se desmoronaba desde dentro, sin que los embates de la oposición exterior, excepto en el caso de la Iglesia, influyesen para nada en su decadencia”. “El franquismo como tal murió en 1967; Franco sobrevivió, gracias a su peso histórico, durante ocho años, al franquismo y la oposición apenas se enteró de ello”{160}.

Su labor se fue centrando cada vez más en la política. A finales de 1977, corrió el rumor de que iba a presidir la Agencia EFE{161}. Durante apenas un año, dirigió la revista Nueva Historia, que contó entre sus colaboradores con Ramón Salas Larrazábal, Juan Antonio Vallejo Nájera, Gregorio Gallego, Horacio Salas, Josep F. Valls, Ricardo Blasco, Xavier Moreno Lara, Javier Domingo, Emilio Temprano, Francisco Agramunt, Luis Gasca, Mario Hernández Sánchez-Barba, Jesús Salas Larrazábal, etc, etc. En la revista, existió una sección denominada “La Torre de Londres”, en la que solía ponerse en solfa a políticos, historiadores y partidos que no eran del agrado de su director: Gonzalo Fernández de la Mora, José María Gil Robles, Gabriel Jackson, el PCE, etc. De la Cierva solía escribir una crónica. Cada vez más próximo a Suárez, alabó la legalización del PCE y valoró positivamente el significado de sus viajes a Méjico y Estados Unidos: “La entrevista de Suárez con Carter fue especialmente cordial; y el presidente norteamericano pareció incorporarse a la ya larga lista de políticos fascinados por la simpatía y la sinceridad del presidente español”{162}. De la Cierva fue pronto sustituído por Antonio Padilla Bolívar, que dio a la revista un sesgo más izquierdista. Sin embargo, la revista no pudo competir con Historia 16 y Tiempo de Historia, y desapareció al año siguiente.

Afiliado ya a Unión del Centro Democrático, De la Cierva logró un escaño en el Senado por su feudo familiar de Murcia; y participó en la redacción del texto constitucional. Junto al filósofo Julián Marías, introdujo el término “Nación española” y “Comunidad Hispánica de Naciones” en la Constitución{163}.

Por entonces, afirmaba que al PSOE le convenía “pasarse una generación en la oposición, UCD va a estar mucho tiempo en el poder y no existe la más mínima posibilidad de que nos desintegremos”. En su opinión, quien se estaba desintegrando era Alianza Popular, cuya situación era “tan mala que se han inventado esa aberración llamada Nueva Mayoría”{164}. Posteriormente, fue designado consejero para Asuntos Culturales del presidente Suárez{165}, cargo del que dimitió para presentarse a las elecciones de 1979, resultando elegido de nuevo diputado por Murcia. A comienzos del siguiente año, fue designado, en sustitución de Manuel Clavero Arévalo, ministro de Cultura. Periodistas como Pedro J. Ramírez y políticos como Leopoldo Calvo Sotelo le acusaron de conspirar contra el político andaluz{166}. Según Leopoldo Calvo Sotelo, su situación política nunca fue estable: “Su perihelio no le acercó mucho al Sol-Presidente: Ricardo de la Cierva se quedó en el otro extremo de la mesa ovalada, cerca de mí, donde solían aparcarse los ministros raros: Cultura, Relaciones con las Comunidades Europeas, Adjuntos al Presidente; Ministros que hoy son y mañana van al horno, como los lirios del Evangelio, muy lejanos de las grandes Carteras estables: Hacienda, Interior, Exteriores”{167}.

Su gestión fue muy discutida. En un primer momento, manifestó que sería un “ministro continuista”, en la línea de Clavero y Cabanillas; y que huiría del “dirigismo cultural”: “Para mí, y no sólo para mí, sino para el programa cultural de UCD, la política cultural ha de ser eminentemente subsidiaria. Es decir, el Estado tiene que acudir allí donde la sociedad y los entes políticos y sociales no llegan en lo cultural y donde la sociedad quiere que el Estado llegue”{168}. De ahí que considerara que la prensa del Estado resultaba “incompatible con la sociedad democrática”{169}. La salida a la luz de El libro rojo del cole fue calificada por De la Cierva como “intolerable”; se trataba, además, de una obra “clandestina”{170}.

Su nombramiento fue recibido de una manera ambigua por el nuevo diario de referencia nacional, El País, para quien, por un lado, destacaba su vinculación al régimen y a la figura de Francisco Franco; y, por otro, su labor al frente de Editora Nacional y de Cultura Popular, “un estimable esfuerzo en favor de la liberalización, la concordia y la apertura”. No obstante, valoraba de forma negativa su “papel de espadachín del Gobierno precisamente en asuntos relacionados con la vida cultural de este país”. A ese respecto, el editorialista demandaba neutralidad política y capacidad para superar “la larga, lúgubre y oscura noche de la cultura española que dura ya casi medio siglo”{171}.

Intentó, en principio, una aproximación al mundo intelectual nombrando una serie de “consejeros culturales”, algunos no precisamente de derechas, como Santiago Amón, Julio Caro Baroja, José María Castellet, Palacio Atard, Baltasar Porcel, José Luis Borau, Mario Hernández Sánchez-Barba, Ángel María de Lera, Francisco García Pavón, Pedro de Lorenzo, Martín de Riquer, Camilo José Cela, Nuria Espert, Cristóbal Halffter, etc. La mayoría de los cuales rechazó el nombramiento{172}. Entre sus proyectos, se encontraban la educación física y deportes, la clasificación de las salas cinematográficas, el patrimonio artístico, la propiedad intelectual, las bibliotecas, el fomento de la cultura, la apertura de archivos, el fomento y la defensa de la lengua española, la reforma del sector del libro, etc{173}. Unos proyectos que chocaron con las críticas de socialistas y comunistas. El portavoz socialista Rafael Ballesteros los calificó de “surrealistas y dadaístas”. Por su parte, De la Cierva calificó a Ballesteros de “infantil”. La comunista Pilar Brabo denunció su inconcreción{174}.

De la Cierva hubo de enfrentarse al espinoso tema de la censura a la película de Pilar Miró, El crimen de Cuenca. “Todos los que me han dicho lo que yo debía haber hecho sobre el tema de la película El crimen de Cuenca, saben perfectamente que no puedo hacer nada”. Y es que su ministerio carecía de competencias jurídicas sobre ese problema{175}. Se comprometió a garantizar el respecto a las culturas minoritarias, como la gitana{176}. Muy dura fue la posición de los partidos parlamentarios y extra– parlamentarios vascos pidiendo su dimisión en un acto de conmemoración del 43 aniversario del bombardeo de Guernica, donde se demandó la apertura de los archivos militares para esclarecer el hecho. La petición en contra del ministro de Cultura venía dada “por el cúmulo de argumentos tergiversados y gravemente hirientes para el pueblo de Guernica y de Euskadi que en torno al bombardeo se han dado en las últimas décadas y en razón de la considerable aportación a los mismos de aquél”{177}.

Entre sus críticos más acerbos se encontraba el escritor Francisco Umbral, que le tachó de “ministro espectáculo”{178} y de “ministro de contracultura”{179}.

Para colmo, tampoco contó con el apoyo de su partido, sobre todo de su sector liberal y socialdemócrata. El secretario de la UCD murciana Juan Martínez Meseguer denunció públicamente a De la Cierva por sus críticas al comité ejecutivo del partido, próximo a Joaquín Garrigues Walker{180}. Finalmente, De la Cierva cesó como ministro el 8 de septiembre de aquel mismo año; y lo que resulta significativo con gran alegría de la UCD murciana, que vio en su caída un éxito de los sectores más izquierdistas del partido{181}. Cada vez más aislado, el historiador madrileño propugnó una alianza con Fraga{182}. Pero a comienzos de noviembre de 1981, presentó su baja en la UCD{183}. En una entrevista, señaló: “No me he ido de UCD, a mí me han echado”{184}. Fue sustituido por el democristiano Iñigo Cavero.

Por entonces publicó un anodino libro sobre la entrevista de Hendaya, en la que basándose en los estudios de los historiadores Donald S. Detwiler y Raymond Proctor, y sin consultar documentación primaria, intentó demostrar que Franco nunca pretendió entrar en la Segunda Guerra Mundial, aunque experimentó un cierto vértigo beligerante tras la victoria de Alemania frente a Francia. “En medio de semejante vorágine, cuando de verdad parecía surgir de esa Europa atónita un orden nuevo, la nueva España de Franco vio como cambiaba dramáticamente su circunstancia exterior, hasta abocar a una auténtica inversión estratégica; no debe extrañar, pues, que el rumbo español vacilase, se atemperase a intuiciones contradictorias y llegase al borde de la intervención. Pero la gran tentación, que parecía suprema e invencible durante escasas y eternas semanas, cedió al final. España notó que, tras la inmensa amenaza, seguía sobre su precario, pero firme sendero y que la misma mano empuñaba, tras las sombras y hacia las sombras, un timón reforzado”{185}.

5. Entre la Historia y la polémica: retorno a los orígenes

En enero de 1982, abandonó UCD, junto a Miguel Herrero y Francisco Soler, para pasarse al grupo de Alianza Popular, capitaneado por su antiguo mentor, Manuel Fraga. Según el sarcástico Leopoldo Calvo Sotelo, Soler procedía del grupo socialdemócrata, mientras que De la Cierva pertenecía al de “la Luna, como el almirante Aznar”{186}. En Alianza Popular, el historiador madrileño fue rechazado por los representantes del partido en Murcia, pero Fraga consiguió que ocupara el primer lugar en la lista por Melilla en las elecciones de 1982{187}, que resultó derrotada. Muy comentada fue su colaboración en el diario católico YA, en una sección titulada significativamente “La Quinta Columna”, muy crítica con la izquierda socialista y con la actuación de Suárez y de los restos de la UCD capitaneados por Leopoldo Calvo Sotelo y Landelino Lavilla por su negativa a coaligarse con Alianza Popular. Sus compañeros de página eran el periodista Emilio Romero y el sociólogo Salustiano del Campo. Una de sus preocupaciones, aparte de las estrictamente políticas, fue la ya perceptible influencia universitaria y mediática, con los socialistas ya en el poder, de la escuela marxista de Manuel Tuñón de Lara. Y es que a mediados de 1983 comenzó a emitirse por televisión la serie “Memoria de España (Medio siglo de crisis, 1898-1936)”, a la que luego siguió “España en guerra, 1936-1939”. Su director era Ricardo Blasco, con quien De la Cierva había trabajado anteriormente; y era presentada por el conocido actor Fernando Rey. El equipo era asesorado por un grupo de historiadores como Tuñón de Lara, Josep Benet, Antonio María Calero, José Manuel Cuenca Toribio, Gregori Mir y Alfonso Cucó. La mayoría de ellos, salvo Cuenca Toribio, pertenecían a la izquierda historiográfica o militaban en formaciones nacionalistas{188}. Entre otras cosas, De la Cierva acusó a los guionistas de minimizar el “crimen de Estado que acabó con la vida de Calvo Sotelo”; y señaló que en la primavera de 1936 el papel de las derechas “no fue de agitación, sino de denuncia”{189}. Independientemente de la veracidad o falsedad de sus alegatos, lo que estaba ya muy claro es que Ricardo de la Cierva había perdido su rol de historiador de referencia mediática; que otros ocupaban ahora ese lugar; y que con ellos se divulgaba otra interpretación de la historia contemporánea de España. Además, De la Cierva nunca perdonó, como tendremos oportunidad de ver, a Cuenca Toribio, cuyos libros sobre la historia de la Iglesia española contemporánea tanto había utilizado, su participación en dichas programas televisivas.

Por aquellas fechas, salió a la luz la revista de pensamiento político Razón Española, cuyo fundador y guía era Gonzalo Fernández de la Mora, uno de los intelectuales de la derecha a quien De la Cierva había criticado con mayor saña a lo largo de la transición. Sin embargo, su nombre aparecía en el consejo de redacción, al lado de otros intelectuales afines al franquismo como Jesús Fueyo, José García Nieto, José Luis Comellas, Dalmacio Negro Pavón, Juan José López Ibor, Carmen Llorca, Francisco Puy, Juan Velarde, Luis Suárez, Antonio Millán Puelles, etc. El hecho no dejaba de ser significativo a la hora de analizar la evolución ideológica del historiador madrileño. De la Cierva no sólo había criticado a Fernández de la Mora, sino que, además, desconocía su trayectoria intelectual, atribuyéndole, en el segundo tomo de su Historia del franquismo, una militancia en la “democracia monárquica” y “liberal conservadora”{190}, que nunca existió{191}. Además, supuso que Fernández de la Mora era el autor de uno de los manifiestos publicados en el diario El Alcázar bajo el pseudónimo de “Almendros”{192}, algo que el interpelado siempre negó. Así lo señaló en una carta a De la Cierva, y éste se comprometió a corregir “mi error” en futuras ediciones del libro{193}. Por otra parte, nunca compartió las críticas de Fernández de la Mora a la Monarquía constitucional de Juan Carlos I, ni su apuesta por un modelo de República presidencialista{194}. No obstante, participó en el homenaje tributado al director de Razón Española al cumplir sus setenta años{195}. En aquellos momentos, consideraba a Fernández de la Mora el sucesor de Ramiro de Maeztu, “podador de la yedra, custodio de la encina”{196}.

En cualquier caso, su estrella historiográfica estaba ya en declive. Ninguneada fue su oportunista Historia del socialismo en España, 1879-1983 –mero remake de su Historia perdida del socialismo español, publicada al socaire de la victoria de Felipe González y su partido en 1982–, que fue calificada de mera “historieta” por parte de una nueva figura de la historiografía de izquierda, Santos Juliá Díaz{197}. Claro que en sectores más afines, como Razón Española, tampoco se le dio excesiva importancia. Para Juan Luis Calleja, era un libro de circunstancias, meramente coyuntural{198}.

De la Cierva nunca perdonó a Juliá su desdeñosa crítica. Y tanto en el diario YA como en algunos de sus últimos libros sometió a una radical criba el conjunto de la producción del historiador gallego. A su entender, Juliá se había convertido en “el historiador oficial del PSOE”. Y le recordaba su libro juvenil Introducción a la Historia (Hombres, clases, pueblos), burlándose de su metodología marxista, que pretendía aplicar al conjunto de la trayectoria histórica de la Humanidad: “Es lo que pasa por querer encorsetar la Historia viva en las pautas férreas que ni siquiera Marx se atrevió a aplicar a todas las épocas de la Historia”{199}.

Como en el caso de UCD, Fraga encargó a De la Cierva la dirección cultural de Alianza Popular, pero no tardó excesivo tiempo en abandonar el cargo, aduciendo que quería irse “a su cátedra y dejar la política cultural de AP; está metido en varias e importantes obras historiográficas”{200}. La verdad es que consideraba a la Fundación Cánovas del Castillo un ente inoperante, que “no contribuye prácticamente en nada a revivir entre los españoles la memoria histórica de la gran derecha española, aunque su fundador y su actual presidente hayan sido destacados colaboradores de Franco en vida de Franco”{201}.

En 1986, De la Cierva publicó una nueva biografía de Franco, presentada nada menos que como “una obra definitiva sobre la figura más polémica de la historia de España”. Su valoración última del biografiado seguía siendo más que positiva o ditirámbica, providencial: “Consiguió –en admiración y odio– la equiparación con las primeras figuras políticas de su tiempo; Pétain, Mussolini, Hitler, Roosevelt, Einsenhower, Nixon, De Gaulle, Stalin, Oliveira Salazar, Alfonso XIII, don Juan de Borbón, Pío XI, Pío XII (….) Pretendió dejar a España fuera de la guerra y lo consiguió. Ganó antes su guerra civil, y venció en España al que consideraba el enemigo supremo de España: el comunismo internacional. Resistió con éxito y contra todo pronóstico al mundo unido contra él entre 1944 y 1948. Vio que el mundo que le había rechazado le dio la razón durante la guerra fría. Recibió una España deshecha, en trance de extinción, y entregó una España convertida en la décima potencia industrial del mundo, en la que por vez primera podría ensayarse con garantía de éxito la experiencia democrática. No dio a España la democracia; pero si la posibilidad y la infraestructura económica, social y cultural para la democracia. La síntesis de su preocupación y su doctrina se resume en una sola palabra: unidad”. “Murió invicto, mientras vivió nadie pudo dudar de su permanencia”. Y concluía: “El historiador piensa con sinceridad que si se consolida definitivamente, Dios lo quiera, la democracia en España, Franco habrá tenido razón, la gran razón de su vida”. De la Cierva hizo mención a dos de las biografías escritas sobre Franco por aquellas mismas fechas, la de Juan Pablo Fusi y la de Luis Suárez Fernández. A la primera la consideraba un “estimable ensayo biográfico desde una perspectiva política adversa”. La segunda era tachada de “acrítica”{202}.

En más de una ocasión, De la Cierva criticó la obra de Luis Suárez, Francisco Franco y su tiempo, a la que tachó de ser “puramente apologética, no introduce elementos críticos sobre la figura y la obra de Franco y está prácticamente incompleta; nada describe ni sugiere sobre la decadencia de Franco y la degradación de su régimen”. Y no dudó en acusar a los dirigentes de la Fundación Francisco Franco de tener una “visión alicorta” y de impedirle “el acceso a sus archivos en nombre de estúpidos pretextos y sin esa documentación, libremente estudiada, no puedo abordar el proyecto hasta que la propia Fundación se libre de tan ineptos rectores de la Historia y de la propia figura de Franco”{203}.

De la Cierva recurrió a Fernández de la Mora para que intercediera en su favor. En un primer momento, sospechaba que el veto procedía de Cristóbal Martínez Bordíu, marqués de Villaverde. En una carta a Fernández de la Mora, afirmaba: “Mil gracias por tu gestión ante la Fundación Francisco Franco. Me temo que cometen los mismos errores que Franco en su fase final y con menos estilo. Sigo dolido e indignado de que frente a los ataques de Preston y Vázquez Montalbán (vengo de ver los originales y son terribles) sólo saquen el librito de documentos inconexos ya publicados, sin la menor armadura, y el librito de Ángel Palomino, gran amigo mío, pero no es especialista. ¿Es que manda Cristóbal Villaverde en ese cotarro? (…) Cerrarme el camino a mí porque soy crítico y no confundo a Franco con Cristóbal es una memez insondable. Con su pan se lo coman quienes pretenden convertir la Fundación en mausoleo. Franco jamás me puso cortapisas. Estos no son testamentarios de Franco, sino enemigos de Franco, pequeños, rastreros, gilipollas”{204} . En opinión de Fernández de la Mora, el marqués de Villaverde nada tenía que ver con el veto que sufría en la Fundación Francisco Franco: “En la Fundación Francisco Franco creo poder asegurar que Cristóbal no tiene arte ni parte alguna, jamás le he visto por allí, ni siquiera como público en las conferencias”{205}. Fernández de la Mora intervino a favor del historiador madrileño, pero sin éxito. Y es que Luis Suárez estaba “profundamente dolido porque, según él, le difamas y calumnias (…) En todo caso, como viejo amigo y admirador tuyo, he de reiterarte que Luis es un caballero de pies a cabeza y que las discrepancias historiográficas no pueden atenuar el respeto que su persona y su obra merecen. Y siempre caridad, como reza la consigna cristiana”{206}. A lo que De la Cierva contestó: “Luis Suárez es una de las poquísimas discrepancias que tengo contigo, pero es profunda. Desde hace muchos años, he elogiado sus libros medievales y sus trabajos sobre Franco, de los que ahora reniega al no mencionarlos jamás en la Academia de Historia (…) ha impulsado al pobre Gutiérrez Cano para que de hecho me cierre el paso al archivo, pero es él quien lo impide. Lo voy a desenmascarar mucho más. Perdona mi sinceridad”{207}.

No obstante, con posterioridad, el 3 de diciembre de 2011, le fue otorgado el título de Caballero de Honor de la Fundación Nacional Francisco Franco{208}.

Sin embargo, en esta etapa de su trayectoria la política primó sobre la producción puramente historiográfica. Y es que De la Cierva consideraba que la derecha liderada por Fraga y luego por Antonio Hernández Mancha era incapaz de articular un auténtico proyecto político-cultural frente a la ya apabullante hegemonía de los socialistas Era “la derecha sin remedio”. “España es ahora-políticamente– una coña medio sofocada por la estupidez de la derecha y por la merecida prepotencia del socialismo, que a este paso nos gobernará durante el próximo siglo”{209}. En ese contexto, su retrato de Felipe González no carecía de mérito: “Felipe González ha sido un notable hallazgo del socialismo interior y de la estrategia atlántica progresista para la transición española (…) Es un extraordinario vendedor que a veces degenera en las técnicas del charlatán de feria. Es un líder ideal para una sociedad con escasa cultura y confusa experiencia política, amén de casi nula experiencia democrática. Líder ideal para un partido en el que domina la praxis sobre la teoría, el disfrute del poder sobre el cultivo de las raíces, la prepotencia e incluso la chulería política sobre la solidaridad democrática y la buena educación, la actitud hortera sobre el señorío, el cinismo sobre la lógica”{210}. Y es que el PSOE pretendía convertir el proceso de reforma en ruptura mediante un auténtico proyecto de hegemonía –el Programa 2000–, cuyo objetivo era controlar al conjunto de la sociedad civil y de las instituciones tradicionales: la Iglesia, las Fuerzas Armadas, la escuela, la cultura, las universidades, el poder judicial y el sistema económico. Sus raíces ideológicas eran, pese a las apariencias, auténticamente marxistas; y bebían en las fuentes de Jurguen Habermas, la Escuela de Frankfurt y Antonio Gramsci{211}. A ese respecto, concedía una gran importancia no sólo a la masonería, sino a lo que denominaba “Frente Popular de la Cultura”, al que pertenecían no sólo historiadores e intelectuales de izquierda como Santos Juliá, Ángel Viñas, Julio Aróstegui, sino de derechas como Cuenca Toribio. Al ministro Jorge Semprún le acusaba de llevar a cabo una política cultural, no ya de “amiguetes, sino de amigotes”. Frente a tal ofensiva, la derecha se rendía ante los socialistas. Por ello, De la Cierva abominaba de “la ramplonería y las incoherencias de Génova 13, y especialmente de la hirsuta y alicorta delegación española de la Fundación alemana Seidel”{212}.

En ese sentido, De la Cierva llegó a hacer referencia a la pervivencia del franquismo en el régimen demoliberal, señalando “las profundas semejanzas e incluso vinculaciones del populismo socialista con el populismo franquista”. “Hasta en sus métodos, el gobierno socialista de 1982, sus métodos y sus nuevas costumbres institucionales, recuerda al franquismo por sus cuatro costados”. “La infraestructura histórica del franquismo está dentro de la democracia española. Que no hubiera llegado nunca sin la previa transformación básica de España en lo económico, en lo social y en lo cultural, que es la obra histórica del franquismo. La conjunción de franquismo y de antifranquismo en la transición es lo que da a la transición su carácter excepcional y original. Como proceso de síntesis y no como golpe de antítesis, como han sido la inmensa mayoría de las transiciones históricas del mundo”{213}.

El historiador madrileño fue muy crítico con la alianza de Fraga con los democristianos de Oscar Alzaga, en quien veía el arquetipo del traidor. Igualmente, censuraba las posiciones de la Banca y de la Iglesia. Además, la derecha desconocía su historia. En esta ocasión, De la Cierva se mostraba mucho más apologético de la trayectoria histórica y doctrinal del conservadurismo español. A su entender, los orígenes del conservadurismo liberal se encontraban en Jovellanos, cuyos planteamientos influyeron posteriormente en el moderantismo y en el canovismo. El carlismo era presentado ahora como “la derecha popular”. De la misma forma, exaltaba a Bravo Murillo y Donoso Cortés. Consideraba a la Unión Liberal como “el gran antecedente centrista”, “un disfraz de la derecha moderada”. El krausismo era interpretado como un germen de “la llamada modernización socialista”, de la LODE y del diario El País. Cánovas era calificado de nuevo como “genio político”, e incluso llega a sostener De la Cierva, contra toda evidencia, que el político malagueño “invocó el apoyo de la clase obrera; era una Monarquía de todos”. La Restauración fue un “momento creativo de paz, progreso y convivencia”. De nuevo, Maura aparece como “teórico de la democracia” y defensor del nacionalismo económico. En el ámbito intelectual no sólo defendía la actualidad de Ramiro de Maeztu, sino que interpretaba a Ortega y Gasset como liberal-conservador. Acusaba a la derecha monárquica de traicionar a Alfonso XIII. Valoraba positivamente la figura de Gil Robles, aunque reconocía que la derecha, a lo largo de la II República, no fue democrática. De Acción Española hacía hincapié en su “hondura doctrinal, su nuevo espíritu de equipo, en su lúcida defensa de los valores de la derecha española, en su sincera preocupación por los problemas de la cultura”. Significativa era igualmente su defensa de la vertiente populista de Gil Robles y del general Franco. Ya en la actualidad, contemplaba a Fraga como víctima de la “derecha de intereses”. Ante su dimisión, confiaba en que su sucesor Antonio Hernández Mancha fuese un continuador de la “derecha de ideales” y populista representada históricamente por Maura, Gil Robles y Franco. Igualmente, manifestaba su esperanza de que tomase “la medida política a Felipe González”{214}.

Sin embargo, Hernández Mancha no sólo no le hizo, como era de esperar, el menor caso, sino que su figura política no tardó en fagocitarse.

El último libro de Ricardo de la Cierva que suscitó polémica y tuvo cierta repercusión historiográfica fue 1939. Agonía y victoria (El protocolo 277), que obtuvo el Premio Espejo de España de la editorial Planeta en 1989. En la obra, De la Cierva describía el final de la guerra civil, el papel de la quinta columna, de Julián Besteiro y del coronel Casado frente a la táctica de Juan Negrín de resistencia a ultranza. De un lado, se encontraba el bando republicano, que experimentaba una auténtica agonía, acabando en desintegración, en guerras civiles interiores, algunas muy sangrientas como en Madrid; y en cambio en el bando nacional dominó la cohesión, lo que le condujo a una victoria total. Alababa la actuación del coronel Segismundo Casado, de Julián Besteiro y de los anarquistas. En las últimas páginas del libro, De la Cierva criticaba a Franco por no haber comprendido “las esperanzas de amnistía” de los republicanos en general y de Julián Besteiro en particular. “Probablemente se equivocó; probablemente era necesario entonces, fuera de la utopía, que se equivocase. He ahí la cita de la tragedia”. Con todo, a su juicio el 1 de abril de 1939 no marcó el final de la democracia en España, porque la República no se había “planteado más que formalmente como una democracia, le faltaba un rasgo esencial de la democracia, el sentido profundo del pacto para la convivencia”. Y concluía: “La media España que no se había resignado a morir, como dijo Gil Robles en mayo de 1936, estaba ahora decidida a transformar la nación con el impulso regeneracionista de Franco y la garantía de un ejército vencedor y joven, con el ansia de vivir que brotaba de una Iglesia salvada de la aniquilación y de una sociedad ilusionada con ganar el futuro”{215}.

La concesión del Premio a De la Cierva provocó fuertes críticas del historiador democristiano Javier Tusell y del ministro de socialista de Justicia Enrique Múgica, que calificaron el libro de abiertamente profranquista, “neofascista” e incluso “neonazi”. Tras el escándalo, el editor Juan Manuel Lara afirmó: “Estos dos no vuelven por aquí”{216}.

Su ira se concentró entonces en la figura y la obra de Javier Tusell, a quien no dudó en calificar de “cómico de la Historia, que no parece leer casi nunca los libros sobre los que opina, ni siquiera, dicen, los firmados por él”{217}. De la Cierva acusaba al historiador catalán de haber boicoteado y vilipendiado su libro para promocionar al joven José María Toquero, autor de una tesis sobre las relaciones de Franco y Juan de Borbón, en la que se defendía que el carácter democrático y liberal de la oposición monárquica al franquismo{218}. Desde entonces, se dedicó, sin demasiada dificultad, a demoler las tesis de Toquero, defendidas en sus libros Franco y Don Juan. La oposición monárquica al franquismo y Don Juan de Borbón, el Rey-Padre{219}. No menos agresivo y mordaz se mostró con el libro de Tusell, Juan Carlos I, la restauración de la Monarquía, en la que vio un intento de adulación del historiador al monarca, una “pseudobiografía”{220}.

No sin razón, De la Cierva descalificó igualmente la biografía de Franco escrita por el hispanista británico Paul Preston, al que calificó de “beatle de la Historia”. Sin embargo, cometió el error de relacionar a su autor con la masonería, con “la Gran Logia de Inglaterra”. Calificó la biografía de “mendaz”, porque mantenía sobre Franco las tesis de “la secta masónica y la línea internacional socialista, que ofrece signos esenciales de identidad masónica en nuestro tiempo”. Acertaba, sin embargo, al considerar aquella obra como “una regresión” respecto a las de Thomas y Carr; era “un libro de intención política y de venganza histórica, no una investigación histórica”. Lo que le causaba una mayor hilaridad es que Preston hubiese confundido, en la edición inglesa, a la Virgen de Fuencisla, patrona de Segovia, con un inexistente “San Fuencisla”{221}.

Sin embargo, cuando los conservadores españolas retornaron, ya de forma irreversible, sobre todo a la llegada de José María Aznar López a la dirección del Partido Popular, a lo que he denominado la tradición liberal-conservadora{222}, nadie recurrió ya a los servicios del Ricardo de la Cierva. Lo hicieron a los discípulos de Raymond Carr y a las viejas glorias de la historiografía liberal: Miguel Artola, Jover, Seco Serrano, Juan Pablo Fusi, Carlos Dardé, José Varela Ortega, etc{223}. Y lo mismo ocurrió cuando la editorial Rialp publicó, bajo la dirección de José Andrés Gallego, la Historia de España y América.

Ricardo de la Cierva se quedó literalmente sólo, sin aliados, ni discípulos. Buena prueba de ello fue el contenido de su alucinante novela histórica Decamerón 90. Cien figuraciones escabrosas de la Transición, en cuyas páginas se ofrecían una serie de retratos satíricos de algunos representantes de la historiografía española: “Putell” (Javier Tusell), “Guadalajara Novillo” (Cuenca Toribio), “Pompón de Pana” (Tuñón de Lara), “Mojado” (Seco), etc, etc{224}. La mayoría le ignoraron. Con gran escándalo por su parte, algunos jóvenes historiadores lo consideraron “erradicado”{225}.

Finalmente, De la Cierva rompió con las editoriales Planeta y Plaza y Janés, a las que acusó de censurar sus libros{226}; y fundó su propia editorial, Fénix, sin duda para resurgir de sus cenizas, y en la que reeditó la mayoría de sus libros, además de otras obras de vulgarización, incluso novelas históricas. En muchos de aquellos libros destacaba la obsesión antimasónica y la crítica a la teología de la liberación: Los signos del AntiCristo, La palabra perdida: constituciones y rituales de la masonería, La masonería invisible, Zp. Tres años de gobierno masónico, La infiltración. La infiltración marxista y masónica en la Iglesia católica del siglo XX, La hoz y la cruz. Auge y caída del marxismo y la teología de la liberación, etc. Especialmente polémico fue su libro Carrillo miente, en cuyas páginas acusaba al dirigente comunista de ser el responsable de la matanza de Paracuellos del Jarama, donde había muerto su padre{227}. Publicó, además, libros del general Casas de la Vega, de Ángel Martín Rubio, José Manuel Otero Novas y Julio González Iglesias. En sus últimos años, se identificó con el pseudorrevisonismo histórico representado por Pío Moa y César Vidal{228}.

En cualquier caso, no volvió a investigar; y en sus últimos años se sobrevivió a sí mismo, con una cierta clientela de incondicionales, pero sin influencia real, no ya en la Universidad, donde nunca la tuvo, sino en la sociedad civil.

Ricardo de la Cierva falleció el 19 de noviembre de 2015. La prensa no fue excesivamente benevolente en sus necrológicas. El País se limitó a denominarlo “historiador franquista”, lo que, en el contexto semántico del momento, tenía un profundo sentido peyorativo{229}. Con su habitual brutalidad, el periodista Gregorio Morán, que nunca le perdonó la crítica a su biografía de Adolfo Suárez, le tachó de “matarife de la Historia”{230}. Con más espíritu cristiano, José Manuel Cuenca Toribio, lo consideró el “más popular historiador del franquismo”; y manifestó que “nunca lo consideró un enemigo”; y que, a su juicio, seguiría “ocupando, por títulos propios, un puesto descollante que hará que su obra permanezca como hito indispensable de referencia en dicha temática”{231}. La Fundación Nacional Francisco Franco lo recordó como defensor del legado de Franco y como admirador de José Antonio Primo de Rivera{232}.

Conclusión

Según puede deducirse de nuestra exposición, la obra de Ricardo de la Cierva, con las salvedades a que luego haremos referencia, ha sido escasamente fecunda. Y no puede ser considerado como un clásico de nuestra historiografía. En eso, y sólo en eso, coincide con Manuel Tuñón de Lara. Su producción se encuentra circunscrita a un contexto muy determinado de la vida cultural, política y social de nuestro país; y es incapaz de trascenderlo. Su falta de sistematismo, las insuficiencias en la argumentación, los zigzagueos y las contradicciones internas, el presentismo, y, en general, la ausencia de ethos científico, independientemente de la mayor o menor verosimilitud o plausibilidad de algunas interpretaciones e hipótesis, explican, por sí solos, su marginación final. Y es que, en el fondo, su evidente ambición política se impuso, sin duda, a su vocación intelectual e historiográfica. De la Cierva no tuvo influencia alguna, por ejemplo, en el descrédito de la historiografía marxistoide defendida, entre otros, por Manuel Tuñón de Lara y sus acólitos, una sana labor que corrió a cargo de izquierdistas y liberales como José Álvarez Junco, Manuel Pérez Ledesma, Juan Pablo Fusi, Joaquín Romero Maura o José Varela Ortega. El impacto de su obra entre las jóvenes generaciones universitarias, y hablo por experiencia propia, fue prácticamente nulo. La mayoría se encontraba alienada en el hórrido y esquemático marxismo tuñonesco, muy distinto al defendido por Edward Thompson, Antonio Gramsci, Raymond Williams o Perry Anderson. Según todos los indicios y testimonios, su cátedra alcalaína era de las menos frecuentadas; y resulta significativo que cuando solicitó, tras su jubilación, una plaza de emérito, le fue rechazada. Y es que nunca se preocupó por crear una red universitaria de recepción y aprendizaje o apoyo; mucho menos una escuela. Fue, además, un historiador ajeno al mundo exterior, que desconoció las aportaciones de la escuela revisionista italiana de Renzo de Felice, al igual que las obras de François Furet, George L. Mosse o Ernst Nolte. Básicamente, fue no tanto un historiador profesional sino un vulgarizador de la Historia y, sobre todo, un polemista extraordinariamente culto y corrosivo. De la misma forma, brilló como analista político muy apegado al terreno, sobre todo en los primeros momentos de la transición al régimen de partidos. Fue un prosista claro y brillante. Sin duda, fracasó como aspirante a intelectual orgánico de unas elites políticas y sociales que, en el fondo, desprecian la figura del intelectual. De su obra nos queda quizá el estímulo de centenares de opiniones inteligentes sobre la política española contemporánea, en especial las dedicadas al período de la transición. Y sus biografías del general Franco. ¿Fue franquista Ricardo de la Cierva?. Sin duda; pero de una forma muy distinta a la de Blas Piñar, José Antonio Girón e incluso Gonzalo Fernández de la Mora. A diferencia de éstos, nunca creyó en la viabilidad de un franquismo sin Franco o en la virtualidad histórico-política de las instituciones forjadas por el régimen. En eso, no se equivocó. Su franquismo consistió en la adhesión a una serie de valores sociales y políticos y, sobre todo, a la figura del general Franco, el hombre que acabó con la pesadilla republicana y revolucionaria. En ese sentido, las aportaciones de su biografía de Franco, de la que, como hemos visto, no estaban ausentes fuertes críticas al régimen nacido de la guerra civil, pueden ser todavía tomadas en serio, al menos como aproximaciones temáticas, juicios o hipótesis. Y es que no poseemos aún una biografía clásica, solvente, sobre la figura de Franco, análoga, por ejemplo, a la que Renzo de Felice dedicó a Mussolini. La historiografía española no parece todavía haber tomado en serio su figura. De la anglosajona no hablaremos aquí, porque la biografía de Paul Preston parece de broma, un mal chiste. Craso error. Y es que, como dijo el poeta Jaime Gil de Biedma –todo lo contrario de un franquista– en 1965: “No vale decir, como dicen algunos frívolos, que Franco es simplemente un individuo grotesco, que tiene buena suerte, porque eso no es más que la versión invertida de la imagen de Franco, hombre providencial, difundida por la propaganda. ¿Puede, en efecto, imaginarse nada más providencial que veinticinco años de buena suerte? Veinticinco años son muchos años. España y los españoles han cambiado, y aunque forzosamente hubieran cambiado también sin Franco, el hecho es que han cambiado con él. De la España que Franco deje han de partir quienes vengan, cuando él acabe, no de ninguna anterior”{233}. Para el poeta, Franco era el “arquitrabe”, la viga maestra sobre la que se sustentaba todo el edificio{234}.

Por ello, Ricardo de la Cierva, por encima de todos sus errores, sus oportunismos, sus egolatrías y sus insuficiencias, todavía puede servir como referente historiográfico. Sencillamente, porque, a diferencia de otros, se tomó en serio la figura del dictador, cuya biografía sigue siendo una de las principales asignaturas pendientes de nuestra historiografía contemporánea.

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{1} Marcelino Menéndez Pelayo, La Ciencia Española. Tomo I. Madrid, 1953.p. 95.

{2} Jaume Aurell, La escritura de la memoria. De los positivismos a los postmodernismos. Valencia, 2017, p. 20.

{3} Gabriel Tortella, El desarrollo de la España contemporánea. Madrid, 1994.

{4} Olegario González de Cardedal, La teología en España (1959-2009). Madrid, 2010, pp. 52-53 ss.

{5} Pedro Carlos González Cuevas, La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, una biografía político-intelectual. Madrid, 2015.

{6} José María Jover, “El siglo XIX en la historiografía contemporánea (1939-1974)”, en El siglo XIX en España. Doce estudios. Barcelona, 1974, pp. 9-151.

{7} Julio Caro Baroja, El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo. Madrid, 1970. José Antonio Maravall, “Sobre el mito de los caracteres nacionales”, en Revista de Occidente, julio de 1964, pp. 1-13.

{8} Véase José Manuel Cuenca Toribio, “La historiografía sobre la edad contemporánea”, en Historia de la historiografía española. Madrid, 1999, pp. 208 ss. Onésimo Díaz Hernández, Rafael Calvo Serer y el grupo Arbor. Valencia, 2010. Véase también Rosario Ruíz Franco (ed.), Pensar el pasado. José María Jover Zamora y la historiografía española. Madrid, 2012.

{9} José María Jover Zamora, “El siglo XIX en la historiografía contemporánea (1939-1972)”, en El siglo XIX en España: doce estudios. Barcelona, 1974, pp. 20 ss. VVAA, Estudios de historia moderna y contemporánea. Homenaje a Federico Suárez Verdeguer. Madrid, 1991. José Manuel Cuenca Toribio, “La historiografía sobre la edad contemporánea”, en Historia de historiografía española. Madrid, 1999, pp. 205 ss.

{10} Véase Javier Varela, La novela de España. Madrid, 1990, pp. 370-375.

{11} Josep Termes, “La historiografía de postguerra i la represa de Jaume Vicens Vives”, en La historiografía catalana. Girona, 1990, pp. 37 ss. Véase también Angel Casals (ccord.), Revisió historiográfica de Jaume Vicens Vives. Cabrera de Mar, 2014, pp. 209-238.

{12} Véase José Luis de la Granja y Alberto Reig Tapia, Manuel Tuñón de Lara. El compromiso con la Historia. Su vida y su obra. Universidad del País Vasco, 1993. Más datos en Francisco Caudet, “Max Aub/Manuel Tuñón de Lara. Introducción”, en Max Aub/Manuel Tuñón de Lara. Epistolario, 1958-1973. Valencia, 2003, pp. 7-31. José Luis de la Granja y Alberto Reig Tapia (coord.), Manuel Tuñón de Lara, maestro de historiadores. Bilbao/Madrid, 1994. José Luis de la Granja (ed.), La España del siglo XX a debate. Homenaje a Manuel Tuñón de Lara. Madrid, 2017.

{13} Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez. Barcelona, 1977, p. 126.

{14} Eloy Fernández Clemente, “Manuel Tuñón de Lara, maestro y amigo”, en Manuel Tuñón de Lara. Desde Aragón. Zaragoza, 2002, p. 10.

{15} Manuel Tuñón de Lara, Presentación a La crisis del Estado español, 1898-1936. Madrid, 1978, pp. 9 y 11.

{16} “Vigilancia del intelectual”, El País, 6-VI-1984. Sobre el Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas, véase Michel Winock, Le siècle des intellectuels. París, 1999, pp. 298-311.

{17} Max Aub/Manuel Tuñón de Lara, Epistolario 1958-1973. Valencia, 2003, pp. 80, 215, 129 ss.

{18} Manuel Tuñón de Lara, Metodología de la historia social de España. Madrid, 1973, 67 ss.

{19} Manuel Tuñón de Lara, Prólogo al Contrato social, de Juan Jacobo Rousseau. Madrid, 1981, pp. 11-28.

{20} Manuel Tuñón de Lara, “Discurso en la investidura de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza”, en Manuel Tuñón de Lara desde Aragón. Zaragoza, 2002, pp. 95-104. Antonio Machado, poeta del pueblo. Barcelona, 1973.

{21} Véase Geoff Eley, Una línea torcida. De la historia de la cultura a la historia de la sociedad. Valencia, 2002, pp. 82 ss.

{22} Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, 1992, pp. 18, 20 ss.

{23} Ignacio Peiró, “Historiografía española del siglo XX”, en Antonio Morales Moya (coord.), La cultura. Madrid, 2003, pp. 72-73.

{24} Véase Gérard Caussimont, “Diez años del Centre de Recherches Hispaniques de la Universidad de Pau”, en Manuel Tuñón de Lara (dir.), Historiografía española contemporánea. X Coloquio del Centro de Investigaciones Hispánicas de la Universidad de Pau. Balance y resumen. Madrid, 1980, pp. 25-43.

{25} Rafael Cruz, “Movimiento Obrero”, en Javier Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes, Diccionario político y social del siglo XX español. Madrid, 2008, p. 822.

{26} Álvarez Junco y De la Fuente Monge, op. cit., p. 418.

{27} Eloy Fernández Clemente, “Hacia un hispanismo total”, en Historiografía española contemporánea. X Coloquio del Centro de Investigaciones Hispánicas de la Universidad de Pau. Balance y resumen. Madrid, 1980, p. 17.

{28} Juan Velarde Fuertes, Sobre la decadencia económica de España. Madrid, 1969, pp. 545-549.

{29} Juan Velarde Fuertes, Economía y sociedad de la transición. Madrid, 1978, p. 288.

{30} Véase Velarde, op. cit., pp. 443 ss.

{31} Juan Velarde Fuertes, “Primera aproximación al estudio de la Universidad de Oviedo como enlace entre la Institución Libre de Enseñanza y el Instituto de Reformas Sociales”, en Movimiento obrero, política y literatura en la España contemporánea. Madrid, 1974, pp. 233-239.

{32} Eloy Fernández Clemente, “Manuel Tuñón de Lara, maestro y amigo”, en La España del siglo XX a debate. Homenaje a Tuñón de Lara. Madrid, 2017, p. 333.

{33} Véase María Jesús González Hernández, Raymond Carr. La curiosidad del zorro. Una biografía. Barcelona, 2010.

{34} Raymond Carr, España, 1808-1939. Barcelona, 1968.

{35} González Hernández, Raymond Carr. La curiosidad del zorro…, pp. 404 ss.

{36} Carolyn Boyd, “El hispanismo norteamericano y la historiografía contemporánea de España en la dictadura franquista”, en Historia Contemporánea nº 29, 2004, pp. 103-115. Pedro Carlos González Cuevas, “Historia de España, derechas y fascismo en la obra de Stanley G. Payne”, en El Catoblepas nº 171, mayo 2016, pp. 8 ss.

{37} Albert Forment, José Martínez, la epopeya de Ruedo Ibérico. Barcelona, 2000, pp. 268-269, 350. Alberto Hernando, Ruedo Ibérico y José Martínez. La imposibilidad feroz de lo posible. Logroño, 2017.

{38} Ana María Moix, 24 horas con la gauche divine (Escrito en 1971). Barcelona, 2001.

{39} Véase Vicente Palacio Atard, Ricardo de la Cierva y Ramón Salas Larrázabal, Aproximación histórica a la guerra española (1936-1939). Madrid, 1970. Véase igualmente Secundino-José Gutiérrez Álvarez, “Palacio Atard y los estudios sobre la guerra civil española”, en Cuadernos de Historia Contemporánea nº 9, 1988, pp. 86-102.

{40} Vicente Palacio Atard, Cinco historias de la República y de la guerra. Madrid, 1972.

{41} Ricardo de la Cierva, Retratos que entran en la Historia. Barcelona, 1993, pp. 37, 45 ss, 66.

{42} “Encuentro con la Historia”, en Cuadernos de Historia Contemporánea nº 27, 2005, pp. 71-79.

{43} Cierva, op. cit., pp. 90 ss. “El encuentro con la Historia”, en Cuadernos de Historia Contemporánea nº 27, 2005, pp. 71-79.

{44} “El encuentro con la Historia”, en op. cit., pp. 71.

{45} Ibidem, pp. 90 ss.

{46} Ibidem, p. 87.

{47} Ricardo de la Cierva, “El Ejército nacionalista durante la guerra civil”, en Raymond Carr (ed.), Estudios sobre la República y la Guerra Civil. Barcelona, 1971, p. 243.

{48} Ricardo de la Cierva, No nos robarán la historia. Madrid, 1995, p. 98.

{49} Alberto Reig Tapia, Ideología e historia sobre la represión franquista y la guerra civil. Madrid, 1986, p. 76. Ángel Viñas, La conspiración del general Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada. Barcelona, 2011, pp. 258-260.

{50} Ricardo de la Cierva. Turismo-Teoría-Técnica-Ambiente. Madrid, 1963.

{51} Ricardo de la Cierva, Retratos que entran en la historia. Barcelona, 1993, pp. 146.

{52} Ibidem, pp. 22, 35 ss.

{53} Julián Cortés Cavanillas, “¿Hablamos claro? Ricardo de la Cierva”, en ABC, 19-VII-1975.

{54} De la Cierva, Retratos…, pp. 198 ss.

{55} Ricardo de la Cierva, Retratos…, pp. 80 ss. Cien libros básicos sobre la guerra de España. Madrid, 1966, pp. 72-73. “Historia y catolicidad de España”, en Cuadernos de realidades sociales nº 2, 1973, pp. 33 ss.

{56} Ricardo de la Cierva, Historia básica de la España actual. Barcelona, 1974, pp. 17-18.

{57} Ricardo de la Cierva, No nos robarán la Historia. Madrid, 1995, p. 64.

{58} “Seis dimensiones del marxismo”, ABC, 1-V-1973.

{59} “El spot del señor Ministro”, en Blanco y Negro, 23-I-1980.

{60} Ricardo de la Cierva, Historia de la guerra civil española. Tomo Primero. Perspectivas y antecedentes, 1898-1936. Madrid, 1969, p. XV.

{61} Hayden White, Metahistoria: la imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, 1992, pp. 14 ss.

{62} Ricardo de la Cierva, Los documentos de la Primavera trágica. Madrid, 1967. Bibliografía sobre la guerra de España (1936-1939) y sus antecedentes. Barcelona-Madrid, 1968.

{63} “Los bibliofobos: Ricardo de la Cierva y sus colaboradores”, en Cuadernos de Ruedo Ibérico nº 28-29, diciembre de 1970 y marzo de 1971. Herbert R. Southworth, El mito de la Cruzada de Franco. Barcelona, 2008, pp. 545-585.

{64} De la Cierva, Retratos…, pp. 110, 165,

{65} Sobre este concepto, véase Pedro Carlos González Cuevas, “Los Guardianes de la Historia, presencia, persistencia y retorno”, en Guillermo Gortázar (ed.), Bajo el dios Augusto. El oficio de historiador ante los Guardianes Parciales de la Historia. Madrid, 2017, pp. 143 ss.

{66} Ricardo de la Cierva, José Antonio Primo de Rivera desde el futuro. Murcia, 1970.

{67} Rafael Wirth y Jaume Basch, “El profeta De la Cierva”, en 100 bestias políticas. Barcelona, 1977, p. 97.

{68} Ángel Viñas, La conspiración del general Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada. Barcelona, 2011, pp. 267 ss.

{69} De la Cierva, Retratos…, p. 198.

{70} Ricardo de la Cierva, Cien libros básicos sobre la guerra de España. Madrid, 1966, pp. 83, 95, 96, 106, 108, 41 ss.

{71} Ricardo de la Cierva, La historia perdida del socialismo español. Madrid, 1972. P. 284.

{72} Ricardo de la Cierva, Historia básica de la España actual. Barcelona, 1974, p. 17.

{73} Ibidem, pp. 529 ss.

{74} Ricardo de la Cierva, La cuarta apertura. Madrid, 1976, p. 126.

{75} Ricardo de la Cierva, Historia de la guerra civil española. Tomo I. Perspectivas y antecedentes (1898-1936). Madrid, 1969. Véase también “Los factores desencadenantes de la guerra civil española”, en Aproximación histórica a la Guerra Civil Española (1936-1939). Madrid, 1970, pp. 57-91.

{76} Véase Pedro Carlos González Cuevas, La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, una biografía político-intelectual. Madrid, 2015, pp. 288-289.

{77} Ricardo de la Cierva, La historia perdida del socialismo español. Madrid, 1972.

{78} Ricardo de la Cierva, Leyenda y tragedia de las Brigadas Internacionales. Madrid, 1971, pp. 16, 35 ss.

{79} González Hernández, Raymond Carr…, pp. 422-423.

{80} Ricardo de la Cierva, “El Ejército nacionalista durante la Guerra Civil”, en Raymond Carr (ed.), Estudios sobre la República y la Guerra Civil. Barcelona, 1971, pp. 240-241, 254, 259, 260, 261 ss.

{81} González Hernández, op. cit., pp. 434 ss. Forment, op. cit., pp. 409-410.

{82} Enrique Krauze, “Hugh Thomas, guerras ideológicas”, en Travesía liberal. Del fin de la historia a la historia sin fin. Barcelona, 2003, p. 183.

{83} “Historia y catolicidad de España”, en Cuadernos de realidades sociales nº 2, 1973, pp. 31-50.

{84} Ricardo de la Cierva, Francisco Franco, un siglo de España. Una biografía crítica trazada sobre las últimas etapas de nuestra historia. Madrid, 1973.

{85} ABC, 7-XII-1972.

{86} Véase Giulia Quaggio, La cultura en transición. Reconciliación y política cultural en España, 1976-1986. Madrid, 2014, pp. 52-53.

{87} Ricardo de la Cierva, La cuarta apertura. Madrid, 1976, p. 79.

{88} Ibidem, pp. 12-14, 16.

{89} Ibidem, pp. 41-42, 55, 57.

{90} Ibidem, pp. 69-70.

{91} “Carta urgente al director de Cultura Popular”, Fuerza Nueva, 2-III-1974.

{92} “Infiltraciones”, El Alcázar, 5-X-1974.

{93} “Ruegos y preguntas”, El Alcázar, 22-IX-1974.

{94} “Carta abierta a Girón”, ¿Qué pasa?, 18-I-1975.

{95} “Sucedió mañana”, El Alcázar, 12-VI-1974.

{96} ABC, 6-II-1975.

{97} “Los libros que autoricé con la ley en la mano”, YA, 26-II-1975.

{98} Carlos Paris, Memorias sobre medio siglo. De la Contrarreforma a Internet. Barcelona, 2009, p. 292.

{99} Arriba, 28-IV-1974. Lo recoge el propio Ricardo de la Cierva en su Historia del franquismo. Aislamiento, transformación y agonía (1945-1975). Barcelona, 1978, pp. 402-405.

{100} Ricardo de la Cierva, La cuarta apertura. Madrid, 1976, pp. 44.

{101} Julián Cortés Cavanillas, ¿Hablamos claro? Ricardo de la Cierva”, en ABC, 19-VII-1975.

{102} Miguel Dalmau, Jaime Gil de Biedma. Barcelona, 2010, p. 373.

{103} “Adiós, De la Cierva, adiós”, Triunfo nº 632, noviembre 1974.

{104} Ricardo de la Cierva/Sergio Vilar, Pro y contra Franco. Franquismo y antifranquismo. Barcelona, 1985, p. 215.

{105} “Historia básica de la España actual”, ABC, 12-II-1975.

{106} Ricardo de la Cierva, Historia básica de la España actual. Barcelona, 1974, p. 22.

{107} Ibidem, p. 20.

{108} Ibidem, pp. 62, 62-66, 67, 72 ss.

{109} Ibidem, pp. 115, 146 ss, 154, 159, 168, 180.

{110} Ibidem, pp. 221, 223, 227, 238, 240, 245, 256 ss.

{111} Ibidem, pp. 334, 336, 341, 343, 360, 371.

{112} Ibidem, pp. 394, 453, 500, 511, 515.

{113} Ibidem, p. 516.

{114} “Gusanos que babean”, Fuerza Nueva, 23-XI-1974.

{115} Ricardo de la Cierva, Crónicas de la transición: de la muerte de Carrero a la proclamación del rey. Barcelona, 1975, pp. 25-26, 29.

{116} Ibidem, pp. 30-32.

{117} Ibidem, pp. 49, 225 ss.

{118} Ibidem, pp. 94 ss.

{119} Ibidem, pp. 234.

{120} Ibidem, p. 89.

{121} Ibidem, pp. 109-117.

{122} Manuel Penella, Los orígenes y evolución del PP. Una historia de AP. Tomo I. Valladolid, 2005, pp. 86 y 211.

{123} De la Cierva, Crónicas… pp. 133ss.

{124} Ibidem, pp. 126.

{125} Ibidem, pp. 164, 194.

{126} Ibidem, pp. 292.

{127} Ibidem, pp. 215.

{128} Ibidem, pp. 246 ss.

{129} Ibidem, pp. 302.

{130} Ibidem, pp. 369, 323.

{131} Ibidem, pp. 411, 421.

{132} Ricardo de la Cierva, Crónicas de la confusión. Con claves inéditas. Cartas boca arriba. Barcelona, 1977, pp. 18, 19, 31 ss.

{133} Ibidem, pp. 55.

{134} Ibidem, pp. 70-72.

{135} Ibidem, pp 89, 105.

{136} Ibidem, pp. 131.

{137} Ibidem, p. 201.

{138} Ibidem, p. 208.

{139} Ibidem, pp. 210, 211, 228.

{140} “España: el fascismo empieza ahora”, en Blanco y Negro, 14-XII-1977.

{141} Ricardo de la Cierva, Crónicas de la confusión.., p. 79.

{142} Ibidem, p. 164.

{143} Ibidem, pp. 238, 239, 245.

{144} Ibidem, p. 249.

{145} “Mirador literario”, ABC, 25-X-1979.

{146} Cierva, Crónicas.. pp. 319. En realidad, se trataba de un grupo minoritario cuya base política se encontraba en los restos del tradicionalismo integrado en el régimen de Franco y aceptado a Juan Carlos I como monarca legítimo, véase Pedro Carlos González Cuevas, La razón conservadora…, pp. 334 ss.

{147} Ibidem, pp. 331, 376.

{148} “Un día histórico para la Universidad”, El País, 24-X-1976.

{149} Ricardo de la Cierva, ¿Qué son las derechas?. Barcelona, 1976.

{150} Ricardo de la Cierva, Crónicas de la confusión. Barcelona, 1977, pp. 196.

{151} Ricardo de la Cierva/Sergio Vilar, Por y contra Franco. Franquismo y antifranquismo. Barcelona, 1985, pp. 215 y 218.

{152} “El extraño caso de un Estado que secuestra sus propios libros”, El País, 23-II-1977.

{153} “La venganza del ayuda de cámara”, El País, 10-X-1976.

{154} “Laín: antimemorias con España”, El País, 26-V-1976.

{155} “Nuestros comunistas, de ayer a mañana”, El País, 14-I-1977.

{156} Ricardo de la Cierva, Historia del franquismo. Orígenes y configuración. Barcelona, 1976, pp. 103-104, 113, 147, 161, 182 ss, 220 ss.

{157} Pilar Trenas, “Agenda”, en Blanco y Negro, 19-XII-1975.

{158} “Historia del franquismo”, en Blanco y Negro, 3-I-1976.

{159} Ricardo de la Cierva, Historia del franquismo. Aislamiento, transformación y agonía (1945-1975). Barcelona, 1978, pp. 266, 322, 398, 465.

{160} Ricardo de la Cierva/Sergio Vilar, Por y contra Franco. Franquismo y antifranquismo. Barcelona, 1985, p. 200.

{161} El País, 4-XII-1977.

{162} “La muerte vasca se presenta a la elecciones”, en Nueva Historia nº 5, junio 1977, p. 9.

{163} Ricardo de la Cierva, “El encuentro con la Historia”, en Recuperar la Historia perdida. Madrid, 2012, p. 142.

{164} El País, 15-X-1978.

{165} El País, 18-II-1978.

{166} Pedro J. Ramírez, “Ficha secreta: Ricardo de la Cierva”, en Blanco y Negro, 23-I-1980. Leopoldo Calvo Sotelo, Memoria viva de la transición. Barcelona, 1990, pp. 194-195.

{167} Calvo Sotelo, op. cit., p. 195.

{168} El País, 18-I-1980.

{169} El País, 17-II-1980.

{170} El País, 8-II-1980.

{171} “El candidato permanente”, El País, 18-I-1980.

{172} El País, 3-II-1980. Véase también Giulia Quaggio, La cultura en transición…, p. 130 ss.

{173} El País, 6-II-1980.

{174} El País, 4-III-1980.

{175} El País, 6-V-1980.

{176} El País, 22-VII-1980.

{177} El País, 27-IV-1980.

{178} “El ministro/espectáculo”, El País, 24-II-1980.

{179} “El ministro de contracultura”, El País, 25-IV-1980.

{180} El País, 10-IV-1980.

{181} El País, 10-IX-1980.

{182} El País, 1-IV-1980.

{183} El País, 4-XI-1981.

{184} El País, 31-I-1982.

{185} Ricardo de la Cierva, Hendaya. Punto final. Barcelona, 1981, pp. 15 y 60 ss.

{186} Calvo Sotelo, Memoria viva…, p.215.

{187} Penella, op. cit., p. 654.

{188} El País, 17-IV-1983.

{189} “La mentira final”, YA, 14-IX-1983.

{190} Ricardo de la Cierva, Historia del franquismo. Aislamiento, transformación y agonía (1945-1975). Barcelona, 1978, pp. 59 y 172.

{191} Véase Pedro Carlos González Cuevas, La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, una biografía político-intelectual. Madrid, 2015, pp. 75 ss.

{192} Ricardo de la Cierva, El 23 –F sin máscaras. Primera interpretación histórica. Madrid, 1998, p. 139.

{193} Archivo Fernández de la Mora, 14-V-1998, 28-I-1999.

{194} Ricardo de la Cierva, España: la sociedad violada. Barcelona, 1989, pp. 268-269, 270-272.

{195} “La ideología gnóstica como constante parásito del cristianismo”, en Razonalismo. Homenaje a Fernández de la Mora. Madrid, 1995, pp. 159-161.

{196} “La gran mentira de la transición”, en Razón Española nº 35, 1989, pp. 335 ss.

{197} “Cuando la historia se convierte en historieta”, El País, 9-X-1983.

{198} Razón Española nº 3, 1983, pp. 368-371.

{199} Ricardo de la Cierva, El 18 de julio no fue un golpe militar fascista. Madrid, 1999, pp. 90-91, 93 ss.

{200} Manuel Fraga, En busca del tiempo servido. Barcelona, 1986, pp. 304 y 362.

{201} Ricardo de la Cierva. No nos robarán la Historia. Madrid, 1996, p. 111.

{202} Ricardo de la Cierva, Franco. Barcelona, 1986, pp. 506-507, 16-17.

{203} Ricardo de la Cierva, No nos robarán…, pp. 104-105.

{204} Archivo Fernández de la Mora, 26-VII-1992.

{205} Archivo Fernández de la Mora, 17-IX-1992.

{206} Archivo Fernández de la Mora, 24-II-1997.

{207} Archivo Fernández de la Mora, 15-III-1997.

{208} Boletín de la Fundación Nacional Francisco Franco, 21-XI-2015.

{209} Ricardo de la Cierva, La derecha sin remedio. De la prisión de Jovellanos al martirio de Fraga. Barcelona, 1987, p. 11.

{210} Ricardo de la Cierva, España: la sociedad violada. Barcelona, 1989, p. 48.

{211} Ibidem, pp. 25 ss.

{212} Cierva, España: la sociedad violada, pp. 230, 234, 246.

{213} Ricardo de la Cierva/Sergio Vilar, Pro y contra Franco, p. 201.

{214} Ricardo de la Cierva, La derecha sin remedio (1801-1987). De la prisión de Jovellanos al martirio de Fraga. Barcelona, 1987, pp. 403.

{215} Ricardo de la Cierva, 1939. Agonía y victoria (El protocolo 277). Barcelona, 1989, p. 338.

{216} Véase Sergio Vila-Sanjuán, Pasando página. Autores y editores de la España democrática. Barcelona, 2003, pp. 570-571. ABC, 16-II-1989.

{217} Cierva, España: la sociedad…, pp. 20-21.

{218} Cierva, No nos robarán la Historia, pp. 72-74.

{219} Ricardo de la Cierva, Don Juan de Borbón: por fin toda la verdad. Madrid, 1997.

{220} “El rey como pretexto para una adulación pseudobiográfica”, ABC, 1-XII-1995.

{221} Ricardo de la Cierva, No nos robarán la Historia, pp. 3-59. Razón Española nº 72, 1995, pp. 37-68.

{222} Pedro Carlos González Cuevas, “El retorno de la tradición liberal-conservadora”, en Ayer nº 22, 1996, pp. 71-89.

{223} Véase Guillermo Gortázar Echevarría (ed.), Nación y Estado en la España liberal. Madrid, 1995.

{224} Ricardo de la Cierva, Decamerón 90. Cien figuraciones escabrosas de la Transición. Barcelona, 1988.

{225} Ricardo de la Cierva, Historia actualizada de la II República y de la guerra civil. Madrid, 2003, p. 1113.

{226} Ricardo de la Cierva, Los años mentidos. Madrid, 2008, pp. 13-15.

{227} Ricardo de la Cierva, Carrillo miente: 156 documentos contra 103 falsedades. Madrid, 1994.

{228} Cierva, Historia actualizada de la II República y la guerra civil, pp. 1161-1162.

{229} El País, 20-XI-2015.

{230} “El matarife de la Historia”, La Vanguardia, 28-XI-2015.

{231} “El más popular historiador del franquismo”, ABC, 20-XI-2015.

{232} “Ricardo de la Cierva y Hoces, in memoriam”, Boletín de la Fundación Nacional Francisco Franco, 21-XI-2015.

{233} Jaime Gil de Biedma, “Carta de España (o todo era Nochevieja en nuestra literatura al comenzar 1965)”, en El pie de la letra. Ensayos completos. Barcelona, 2017, p. 280.

{234} Jaime Gil de Biedma, “El arquitrabe”, en Las personas del verbo. Barcelona, 2006, pp. 87-88. Véase también Javier Pérez Escohotado (ed.), Jaime Gil de Biedma. Conversaciones. Madrid, 2015, p. 177.

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