El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 184 · verano 2018 · página 7
Artículos

José Luis Abellán: la invención de la tradición progresista

Pedro Carlos González Cuevas

Análisis de su producción historiográfica en el contexto de la Transición española

1. Dialéctica cultural del franquismo

José Luis Abellán

Tras el final de la guerra civil, la sociedad española asistió a la puesta en marcha de un proyecto de “reencantamiento del mundo”. Y es que, en realidad, la mayor originalidad del régimen acaudillado por el general Francisco Franco radicó principalmente en sus pretensiones de ser el exponente máximo en Europa de los intentos de restauración del catolicismo. Se trataba, en líneas generales, de una forma de contramodernidad cuyo marco de referencia histórica era la España de los siglos XVI y XVII. Un retorno a una especie de Segundo Imperio, para cuya legitimación se hizo uso del tradicionalismo cultural de raíz menéndezpelayana. La Iglesia católica, pilar básico del régimen junto al Ejército, definió la guerra civil como “Cruzada”; y bastaba consultar cualquier publicación cultural de los primeros tiempos para leer alabanzas del Siglo de Oro y de la España de los Reyes Católicos al lado de críticas muy duras contra el siglo XVIII, la Ilustración, el liberalismo, el krausismo, la Institución Libre de Enseñanza, la Generación del 98 o la filosofía de Ortega y Gasset. Se evocaban las gestas de la Reconquista, o el descubrimiento de América, la cultura barroca, Cervantes, Juan de Austria, Calderón, Lope de Vega, Teresa de Jesús; se reivindicó Trento. Las leyes y la legislación tuvieron un acusado carácter confesional. La neoescolástica adquirió el rango de filosofía cuasioficial, a través de las facultades de Madrid y Barcelona y en el Instituto “Luis Vives” de Filosofía, encuadrado en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y cuyo órgano de expresión fue la Revista de Filosofía{1}.

Sin embargo, lejos de ser monolítico, el nuevo régimen fue, de hecho, plural{2}, configurándose en una maraña inextricable de organizaciones rivales que se hostilizaban entre sí. El predominio de una u otra corriente cambiaría según los períodos, las coyunturas y, sobre todo, la voluntad pragmática de Franco, que tuvo, desde el primer momento, el papel de árbitro y mediador entre aquella constelación de fuerzas sociales, políticas y culturales. A nivel cultural, existió una clara dialéctica entre diversos equipos intelectuales: el falangista “liberal”, capitaneado por Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar; el neomonárquico, heredero de Acción Española, cuyas figuras más relevantes eran Rafael Calvo Serer y Florentino Pérez Embid; y el social-católico, dirigido por Ángel Herrera Oria, Fernando Martín Sánchez-Juliá, José Larraz, Alberto Martín Artajo, José María Sánchez de Muniaín y José María García Escudero. Los grupos más activos fueron el falangista “liberal”, cuyo órgano de expresión fue la revista Escorial; y el neomonárquico, de Arbor, órgano del Consejo Superior de Investigaciones Científicas{3}.

Escorial aspiró a integrar a los miembros de la comunidad intelectual que no se hubieran exiliado; y dio audiencia en sus páginas a viejas glorias de la literatura, de la historia y de la filosofía como “Azorín”, Menéndez Pidal, Baroja, Marañón, &c. Sus colaboradores comentaron elogiosamente los trabajos de Ortega y Gasset y de Xavier Zubiri; y dio oportunidad de expresarse a las nuevas generaciones: Eugenio Montes, Julián Marías, Dámaso Alonso, García Gómez, Fernández Almagro, Zubiri, Gullón, &c. Laín Entralgo inició una reinterpretación del legado menéndezpelayano y noventayochista. Laín estimaba que Menéndez Pelayo fue un hombre de su tiempo, que supo sobrepasar en su madurez, gracias a su conocimiento de la cultura europea moderna, tanto el “extremismo progresista” de los krausistas y positivistas como el “extremismo reaccionario” de tradicionalistas y escolásticos{4}. En esa misma línea, reivindicó el legado noventayochista. No deja de ser significativo que el noventayochista menos valorado por Laín, frente a Machado, Unamuno o “Azorín”, sea Ramiro de Maeztu, a quien apenas cita en sus obras. Su meditación sobre el 98 se sintetizaba en el “problema de España”. Los noventayochistas fueron el primer grupo intelectual español que supo sustituir el amor declamatorio y pasadista de la historia de España, por el patriotismo crítico y proyectivo, cuyo principal heredero era Ortega y Gasset, que asumirá el auténtico “ideal de eficacia” tendente a la europeización de la sociedad española, aunque cometió, a juicio de Laín, el error de no tener en cuenta la importancia de la tradición católica{5}.

Los falangistas “liberales” ayudaron igualmente al filósofo Xavier Zubiri. Exiliado en Francia e Italia durante la guerra civil, regresó a España en 1939. Sin embargo, el obispo Eijo y Garay forzó su alejamiento de Madrid y de su cátedra universitaria, no por motivos políticos, sino por su condición de sacerdote secularizado y porque había contraído matrimonio. Ante su situación precaria, recibió ayuda de Laín Entralgo y Francisco Javier Conde. Luego, se le envió como catedrático a la Universidad de Barcelona, pero dos años después pidió, por motivos personales, la excedencia administrativa. Lo que, en la práctica, supuso su abandono definitivo de la docencia universitaria, Zubiri colaboró en Escorial y en 1944 Editora Nacional publicó su obra Naturaleza, Historia, Dios, que recogía su pensamiento fundamental en esos años. Gracias al apoyo de Juan Lladó y del Banco Urquijo, inició sus cursos privados{6}.

Por su parte, Dionisio Ridruejo inició muy pronto la reivindicación de un poeta tan significado ideológicamente como Antonio Machado, al que consideró un “secuestrado moral” por parte del bando republicano/revolucionario y víctima de la “fidelidad a sus antiguos sentimientos políticos, y digo sentimientos porque don Antonio ideas políticas no tenía, o las que tenía no tenían forma de tales”{7}.

En 1949, la revista Cuadernos Hispanoamericanos, órgano del Instituto de Cultura Hispánica, dirigida por Laín Entralgo y Mario Amadeo, publicó un homenaje al poeta andaluz, en el que participaron Laín, Eugenio D´Ors, Adolfo Muñoz Alonso, Manuel Cardenal, Julián Marías, Dámaso Alonso, José Luis López Aranguren, José Posada, Gerardo Diego, Manuel Cabral, Luis Rosales, Enrique Casamayor, &c.{8} No deja de ser significativo que esta revista oficial no publicara un homenaje a Ramiro de Maeztu hasta 1952{9}. Los intentos de recuperación de Machado fueron constantes{10}. Con motivo del veinte aniversario de su muerte en el exilio, tuvo lugar en Soria, en el cine Ideal, un acto de homenaje, presidido por el filósofo falangista Adolfo Muñoz Alonso, y en el que participaron Heliodoro Carpintero y los poetas Rafael Morales, Manuel Alcántara, Luis López de Anglada, Salvador Jiménez y Pérez Valiente{11}. La oposición al régimen aprovechó el aniversario para celebrar otros homenajes al poeta en Colliure y Segovia. El poeta comunista Gabriel Celaya calificó, con notoria injusticia, a los asistentes al acto oficial de “poetas vendidos” y de “segunda fila”{12}.

Por su parte, el grupo neomonárquico consideraba que la necesaria construcción de una “conciencia nacional unitaria” exigía la marginación de las tradiciones “heterodoxas” del liberalismo, el krausismo, el institucionismo, el noventayochismo y el orteguismo. Calvo Serer y sus seguidores consideraban que, gracias a Menéndez Pelayo, España había dejado de ser un problema, con su identificación entre catolicismo e identidad nacional. Una vez fuera de discusión el tema de la identidad nacional y solucionado el problema institucional, mediante la restauración de la Monarquía tradicional, podría darse respuesta y solución a los problemas cotidianos de carácter socioeconómico. Se trataba, en fin, de lograr, como diría Florentino Pérez Embid, “la españolización de los fines y la europeización de los medios”{13}. No obstante, al mismo tiempo se revalorizó la experiencia de la Ilustración española como vehículo legítimo para el logro de la modernización de la sociedad española respetando el espíritu católico. Así, el historiador Vicente Rodríguez Casado sostuvo que bajo el gobierno de Carlos III tuvieron lugar en España cambios en la estructura social análogos a los ocurridos en Francia y Gran Bretaña. Se trataba del proyecto de una “revolución burguesa” desde arriba, propiciada por los “ilustrados cristianos” o “reformistas tradicionales”{14}. Uno de los colaboradores de la revista Arbor, el tradicionalista Vicente Marrero fue el primer escritor español del interior que entrevistó al pintor Pablo Picasso tras las guerra civil{15}.

La polémica entre los que Dionisio Ridruejo denominaría “excluyentes” y “comprensivos” duró varios años{16}. Cuando el social-católico Joaquín Ruíz Giménez accedió al Ministerio de Educación Nacional se intentó llevar a cabo una política de integración nacional, mediante homenajes a Menéndez Pidal, Unamuno, Ortega y Gasset y Zubiri. Se promovió igualmente el regreso de algunos intelectuales y científicos exiliados como Arturo Duperier, Recasens Siches, Miaja de la Muela, Boix Raspail, &c. En revistas universitarias de tendencia falangista como La Hora, Alcalá o Alférez se reivindicaba las figuras de Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Giner de los Ríos, la Institución Libre de Enseñanza, abominando del “derechismo casticista y mendezpelayesco”{17}. Y es que el malestar de un importante sector de la juventud universitaria resultaba ya evidente. La muerte y entierro de Ortega y Gasset fue, en cierta medida, el anuncio de un cambio de situación y de mentalidad. En octubre de 1955, el psicólogo José Luis Pinillos había revelado los datos de una encuesta entre los estudiantes universitarios, que reflejaban un profundo malestar respecto a las instituciones del régimen y su actuación. Un 60% esperaba un cambio político que les permitiese más libertad; el 70% se declaraba descontento con las estructuras socioeconómicas; y el 85% consideraba como maestros a los intelectuales liberales{18}. Como rector de la Universidad Complutense de Madrid, Laín Entralgo tuvo acceso a los datos, lo que le sirvió para reflexionar sobre la situación espiritual de la juventud universitaria y sacar conclusiones. Laín caracterizaba la situación como de “inquietud”, al menos en las minorías más activas. Estas minorías se encontraban descontentas en relación al nivel filosófico, científico y literario de la sociedad española. Y señalaba que un movimiento de opinión marxista “no es todavía muy aparente”, pero que podía germinar si la juventud no era “asistida en el orden intelectual y en el orden religioso”{19}.

A partir de ahí, los acontecimientos se precipitaron en la Universidad. Hubo un proyecto de congreso de escritores jóvenes que contó con el apoyo de Laín; luego se pidió la convocatoria de un congreso de estudiantes. Se rechazaron, además, los candidatos oficiales del SEU para los puestos de delegados de curso, pero se suspendieron las elecciones y los estudiantes antifalangistas se apoderaron de la Facultad de Derecho y asaltaron el local del SEU. Todo lo cual culminó en los graves sucesos del 19 de febrero de 1956, con motivo del Día del Estudiante Caído{20}. Ante la magnitud de los acontecimientos, Franco resolvió la crisis, despidiendo a Ruíz Giménez como Ministro de Educación Nacional y a Raimundo Fernández Cuesta como ministro-secretario general del Movimiento. El régimen había perdido ya a un importante sector de la joven intelectualidad española.

Dos años después se produjo otra significativa escaramuza intelectual en torno a la figura y a la filosofía de Ortega y Gasset. El motivo fue la salida a la luz de la obra del Padre Santiago Ramírez, La filosofía de Ortega y Gasset, en la que se subrayaba la incompatibilidad esencial de ésta con el catolicismo{21}. En realidad, la tesis no era nueva; había sido reiteradamente defendida por escolásticos y tradicionalistas: José Pemartín, Bruno Ibeas, Ramiro de Maeztu, Joan Tusquets, Tomás Carreras Artau, Joaquín Iriarte, Juan Roig Gironella, José Sánchez Villaseñor, Miguel Oromí, Vicente Marrero, &c., &c. Sin embargo, en este caso no sólo Ramírez era la voz más autorizada de la neoescolástica española, sino que su obra tenía como motivo conductor la denuncia de Ortega y Gasset como heresiarca y, en consecuencia, la puesta en el Índice de Libros Prohibidos del conjunto de su obra. El libro de Ramírez fue muy criticado por Julián Marías, José Luis López Aranguren, José Antonio Maravall, Laín Entralgo y Adolfo Muñoz Alonso. Finalmente, el embajador español en la Santa Sede, Francisco Gómez del Llano, acudió ante el cardenal Ottaviani para impedir la condena, y la operación clerical-integrista se paralizó{22}.

Progresivamente, muchos conservadores fueron aceptando el contenido de la filosofía orteguiana. El monárquico Gonzalo Fernández de la Mora sostenía, en una de sus primeras obras, que Ortega y Gasset era “un pensador político de rotundo signo conservador”{23}. La Editorial Doncel, muy ligada al Ministerio de Educación Nacional, publicó una antología de Ortega, elaborada por José Rodríguez Martínez{24}. El joven pensador católico Ciriaco Morón Arroyo presentaba a Ortega como “un pensador desaprovechado” por los teólogos católicos{25}. Desde entonces, y tendremos oportunidad de verlo, las críticas más radicales hacia Ortega vinieron de la izquierda marxista. Por su parte, Florentino Pérez Embid consideraba, a la altura de los años sesenta, la polémica entre “excluyentes” y “comprensivos”{26}.

Y es que igualmente la impronta del Concilio Vaticano II en España no sólo desautorizó definitivamente las pretensiones del integrismo católico, sino que favoreció una interpretación más libre del catolicismo entre los intelectuales más jóvenes. Algo que tuvo su testimonio en la obra de dos historiadores como Vicente Cacho Viu y María Dolores Gómez Molleda sobre el significado de la Institución Libre de Enseñanza{27}.

No resulta extraño que, a comienzos de los años sesenta, Julián Marías señalara que, a pesar de ciertas dificultades, “existe una floreciente vida intelectual…, que no es, en conjunto, inferior a la de un período equivalente al de antes de la guerra”{28}. Y es que, paulatinamente, se fueron desarrollando, como indica el historiador Juan Pablo Fusi, unos claros “espacios de libertad” en la sociedad española{29}. Uno de los fenómenos más significativos fueron los intentos de recuperación por parte de algunos intelectuales afines al régimen de los representantes del pensamiento del exilio. Desde su tribuna de ABC, Gonzalo Fernández de la Mora comentó elogiosamente las obras de José Ferrater Mora, Eduardo Nicol, Américo Castro, Salvador de Madariaga, José Medina Echavarría, Guillermo de Torre o Claudio Sánchez Albornoz{30}. Eduardo Nicol fue requerido por Florentino Pérez Embid para que colaborara en la revista Atlántida; algo que hizo Recasens Siches. Alfredo Sánchez Bella hizo lo mismo para Cuadernos Hispanoamericanos. Adolfo Muñoz Alonso le ofreció reincorporarse a la Universidad. Manuel Fraga sondeó a Francisco Ayala, que regresó a España en los años sesenta. Juan Ramón Jiménez publicó artículos en la revista oficial Clavileño {31}. El filósofo católico y sacerdote Alfonso López Quintás expuso, en uno de sus libros, los sistemas filosóficos de Joaquín Xirau, María Zambrano, José Ferrater Mora, José Gaos, Juan David García Bacca, Eduardo Nicol, Luis Recasens Siches y Francisco Ayala{32}.

Desde su exilio mexicano, el filósofo marxista Adolfo Sánchez Vázquez rectificaba el contenido de los conocidos versos de León Felipe, a la hora de describir la nueva realidad cultural de la España de Franco, criticando la ceguera de los exiliados “ante las plantas que comenzaban a crecer en el campo cultural, y que, en poesía, llevaban el nombre de Blas de Otero, José Hierro, Gabriel Celaya, Ángel Figueras, Victoriano Crémer o Eugenio de Nora”. Y concluía: “Durante largos años los intelectuales exiliados no sólo cerraron sus ojos ante aquel campo que comenzaba a florecer, sino que consideraban que para mantener su pureza política y moral deberían mantenerse incontaminados, a distancia de él”{33}.

Al socaire de la nueva legislación liberalizante, sobre todo la Ley de Prensa de Manuel Fraga, fueron apareciendo nuevos órganos de expresión y nuevas editoriales de izquierdas como Ciencia Nueva, Cuadernos para el Dialogo, Triunfo, Revista de Occidente, Cambio 16, Anagrama, Ariel, Taurus, Ayuso, Seix Barral, Fontamara, Fontanella, Fundamentos, Península, Siglo XXI, &c., &c. La censura siguió existiendo, pero fue cada vez más flexible. La inmensa mayoría de estas publicaciones avalaron una interpretación muy crítica de la situación social, política y cultural española. No por casualidad se produjo un auténtica revival de las corrientes intelectuales que Menéndez Pelayo y los tradicionalistas habían considerado “heterodoxas” y antiespañolas como el krausismo, el movimiento obrero, el socialismo y la Institución Libre de Enseñanza. Así lo prueban el gran número de tesis doctorales y de libros dedicados a esta temática: Eloy Terrón, Sociedad e ideología en los orígenes de la España contemporánea; Juan José Gil Cremades, El reformismo español y Krausismo, escuela histórica, neotomismo; Elías Díaz, La filosofía social del krausismo español y Revisión de Unamuno; Emilio Lamo de Espinosa, Filosofía y política en Julián Besteiro; Virgilio Zapatero, Fernando de los Ríos: los problemas del socialismo democrático; Francisco Lapuerta, Adolfo Posada: política y sociología en la crisis del liberalismo español; Manuel Núñez Encabo, Manuel Sales y Ferré: los orígenes de la sociología en España; Manuel Tuñón de Lara, Historia del movimiento obrero en España, Medio siglo de cultura en España (1885-1936), Historia y realidad del poder, &c., &c.

No deja de ser significativo que un sector de los jóvenes falangistas, muy críticos con las políticas sociales y económicas de los tecnócratas, se sintieran fascinados por las izquierdas europeas, particularmente por la socialdemocracia alemana, e incluso por las experiencias populistas o revolucionarias hispanoamericanas, como el castrismo, el peronismo, el populismo militar peruano o el socialismo chileno. Así, Torcuato Fernández Miranda, ministro-secretario general del Movimiento, hizo referencia, en algunos de sus discursos, a la posibilidad de un nuevo “socialismo nacional integrador”, presente, según él, en los escritos de José Antonio Primo de Rivera{34}. Por su parte, Manuel Cantarero del Castillo, autor de libros como Falange y Socialismo e Historia y libertad, manifestaba, en la revista neofalangista Criba, sus simpatías por el socialismo de Pablo Iglesias, Julián Besteiro, Fernando de los Ríos y por el sindicalismo de Ángel Pestaña{35}. En las páginas de los nuevos órganos falangistas solía entrevistarse a intelectuales de izquierda y socialistas como Enrique Tierno Galván, Pbalo castellanos, Dionisio Ridruejo, Manuel Pizán, Ramón Tamames, o José Luis López Aranguren. A este último, por cierto, los planteamientos de los neofalangistas le parecían “desorientados, aunque simpáticos” e hizo referencia al “paleofalangismo”; lo cual no gustó a directivos de Criba{36}. Y es que el intelectual abulense interpretaba el “nuevo falangismo” como “mera representación del poder” y como “demagogia fácil”{37}.

Significativamente, Ricardo de la Cierva, director general de Cultura Popular y biógrafo oficial del general Franco, expresó sus deseos de que “el español del siglo XXI viera en un mismo bloque cultural a Picasso, Casals, Cela y Jesús Pabón”. “¿Quién recuerda ya o da importancia a la política de Goya?”. Y abogaba por “el redescubrimiento de Cernuda”. En ese sentido, se comprometía a garantizar la libertad de los intelectuales mediante “una política de reconciliación”. Señalaba, sin embargo, un “desfase publicitario, propagandístico de la obra de los intelectuales adeptos al régimen”. “Los intelectuales de izquierda –no me gusta utilizar esa terminología– han tenido siempre más ayudas, mejores editoriales, mejores libreros, más atención a sus obras. ¿Por qué?. Sin duda, porque lo prohibido siempre atrae más”{38}.

Incluso un personaje tan polémico para el régimen como Manuel Azaña volvió a la normalidad sobre todo tras la publicación en México, por Juan Marichal, de sus Obras Completas. El propio Marichal pudo publicar, en 1968, en España, su libro La vocación de Manuel Azaña, que era, en realidad, su estudio introductorio a las Obras Completas del escritor alcalaíno.El antiguo jonsista Emiliano Aguado publicó, en 1972, Don Manuel Azaña Díaz, destacando la coherencia de sus proyectos políticos y su calidad literaria{39}. El nuevo historiador oficial del régimen, Ricardo de la Cierva, consideraba al escritor alcalaíno “un personaje interesantísimo y fuera de serie de la historia contemporánea de España”{40}. Adolfo Muñoz Alonso comparaba, en su biografía intelectual de José Antonio Primo de Rivera, al fundador de Falange con Azaña. Su valoración del alcalaíno seguía siendo muy crítica. Sin embargo, señalaba que Primo de Rivera “alimentó ilusiones por Azaña”, por “los rasgos de excelsitud personal y política de Azaña, alteradas por las presiones de iconoclastia, a las que no supo, o no quiso o no pudo resistir”, “un hombre con capacidad de magisterio o con poder de seducción”{41}.

La política seguida por De la Cierva no favoreció excesivamente a los intelectuales favorables al régimen. Más bien todo lo contrario. Incluso declaró de “interés nacional” las obras de dos comunistas tan conspicuos como Manuel Vázquez Montalbán y Carlos París, La penetración americana en España y la Universidad española. Posibilidades y frustraciones{42}. Editora Nacional publicó en 1975 la obra del pancatalanista Joan Fuster, Literatura catalana contemporánea; y Ensayos politeístas, del neonietzscheano Fernando Savater. El viejo vanguardista fascista Ernesto Giménez Caballero denunció que “España no aparta y silencia a los intelectuales disidentes del Estado, sino a aquellos que lo defienden”{43}. Y es que muy pocos leían ya, sobre todo entre las juventudes universitarias, a Francisco Javier Conde, Eugenio D´Ors, Leopoldo Panero, Adolfo Muñoz Alonso, Leopoldo-Eulogio Palacios, Rafael García Serrano, Felipe Ximénez de Sandoval, José María Pemán, Carmen de Icaza, Joaquín Calvo Sotelo, Enrique Jardiel Poncela, Mercedes Formica, Rafael Sánchez Mazas, José María Sánchez Silva, Manuel Machado, Ignacio Agustí, Alfonso Paso, Emiliano Aguado, Jesús Fueyo, Eugenio Montes, Wenceslao Fernández Flórez, José María Alfaro, Luis Legaz Lacambra, José García Nieto, Ernesto Giménez Caballero, Agustín de Foxá, &c. Por ello, pudo decir, el historiador comunista Manuel Tuñón de Lara: “Al filo de los años setenta, no hay literatura de los vencedores del 39: ¿qué se hizo de los Pemán, Foxá, Agustí, García Serrano?. Este divorcio entre literatura y Poder, tiene una implícita repercusión en medios universitarios, en ‘mass media’, &c.”{44} Y José Luis López Aranguren –disidente, desde hacía tiempo, del régimen– señalaba que la “cultura establecida” era ya, a la altura de 1975, la de los “continuadores del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, Junta de Ampliación de Estudios y Centro de Estudios Históricos, el orteguismo, la Revista de Occidente, las Reales Academias en su núcleo esencial (no, claro, en sus adherencias pseudoculturales), y hasta los ‘hijos’, ya que no ‘nietos’, de la generación del 98”{45}. Hacía tiempo, además, que no pocos intelectuales, como Andrés Amorós, José Luis López Aranguren, Juan Goytisolo, José Jiménez Lozano, Rafael Lapesa, Juan Marichal, Antonio Tovar, Alfonso Zamora Vicente, Pedro Laín Entralgo, Domingo García Sabell, Julio Rodríguez Puértolas, o Francisco López Estrada, habían dado su adhesión a la figura y la obra de Américo Castro, cuya concepción de la historia de España nunca había sido, aceptada a diferencia de la defendida por Claudio Sánchez Albornoz, por los intelectuales afines al régimen nacido de la guerra civil{46}.

Gonzalo Fernández de la Mora hizo una llamada para el “rearme intelectual” del régimen{47}; pero nadie le siguió en el empeño. A comienzos de los años setenta, desaparecieron del mercado revistas tradicionalistas y conservadoras como Punta Europa y Atlántida, y nadie ocupó su puesto. En sus memorias, el propio Fernández de la Mora puso decir que “desasistidos por los principales centros de poder cultural, público y privado, perdimos una batalla de pensamiento, y se inició el camino que, a través de un lento desmantelamiento intelectual del Estado, desembocaría en su destrucción a la muerte de Franco”{48}. Coincidiendo con ese diagnóstico, Francisco Vázquez García ha señalado que no puede hablarse de “ruptura”, sino de “transición cultural” cuando se produjo el cambio de régimen político a partir de 1976-1978{49}.

La producción historiográfica de José Luis Abellán resulta inseparable de ese contexto. Sus reflexiones sobre la historia del pensamiento español reflejan su rechazo categórico de la ideología oficial del régimen nacido de la guerra civil y el intento consciente de elaboración de una nueva narrativa histórica de la trayectoria filosófica e intelectual española desde una perspectiva izquierdista. De ahí su reivindicación de figuras carismáticas como los erasmistas, Bartolomé de las Casas, Blanco White, Américo Castro o del krausismo, la Institución Libre de Enseñanza, la generación de 1914, la II República o el exilio filosófico posterior a 1939. Su gran proyecto fue la elaboración de una historia del pensamiento español que sirviera de cimiento intelectual del sistema político nacido del proceso de transición que arranca de 1975-1976, y que cristaliza en el texto constitucional de 1978.

2. Juventud y rebeldía: Unamuno, Ortega, el 98 y el “descubrimiento” del exilio

José Luis Abellán García-González nació en Madrid, en el Postigo de San Martín, el 19 de mayo de 1933. Era hijo del abogado y periodista José Abellán García y Pérez de Camino, partidario de Don Juan de Borbón{50}. Sus primeros años los vivió, sin embargo, en Ávila. En 1947 su familia se trasladó a Madrid, donde su padre abrió un bufete. Sin embargo, él siempre se sintió vinculado a la ciudad del Adaja, a la que considera representante y evocadora de diversas tendencias filosóficas y literarias: “Junto a la Ávila leal y caballeresca, mística y guerrera, teresiana y juanista, habrá que incluir una Ávila modernista protagonizada en lo literario por el novelista argentino Enrique Larreta y su famosa novela La gloria de Don Ramiro, y en los filósofos por Jorge Santayana y su bella evocación de la ciudad en Persona and Place. El reflejo modernista convive así, a partir de ahora, con el medieval, el renacentista, el místico y el contemporáneo”{51}. Abellán cursó el bachillerato en el Instituto Nacional de Enseñanza Media de Ávila y luego en el “Ramiro de Maeztu” de Madrid, donde el Padre Manuel Mindán le encauzó hacia el estudio de la filosofía. A su entender, el sacerdote aragonés se convirtió en el “patriarca de la filosofía española”, “una institución en el mundo de la filosofía, con innumerables discípulos y seguidores: “En el Maeztu ejerció una influencia determinante como director de una de sus residencias de estudiantes y fue un factor decisivo en la orientación pedagógica del Centro; como tal creó un Gabinete de Orientación Profesional, desde el que marcó –entre muchos otros– mi orientación vocacional por la filosofía”{52}.

El joven José Luis cursó dos años de Derecho, carrera que abandonó, con gran disgusto de su padre, para matricularse en Filosofía y Letras y Psicología entre 1953 y 1958 en la Universidad Central de Madrid y en la Escuela de Psicología y Psicotecnia. Fue, además, becario en el Instituto “Luis Vives” del CSIC entre 1959 y 1961. Su impresión de la vida universitaria no pudo ser más crítica y lamentable. Se trataba, a su entender, de una Universidad “invadida por la filosofía escolástica, por el tomismo puro y duro del siglo XIII”; y sus representantes, Alcorta, Bofill, Todolí, Muñoz Alonso, Carreras Artau, &c., daban “un aire de profundo medievalismo a nuestros ‘claustros’. ¡Y nunca mejor empleada esta palabra de resonancias conventuales!”. Igualmente, se mostraba muy crítico con Rafael Calvo Serer y su actuación al frente de la cátedra de Historia de la Filosofía Española, porque “todavía creía que en Menéndez Pelayo se encontraban las claves de todo lo español”. No obstante, valoró más positivamente el legado de lo que se han venido a denominar “falangismo liberal”, cuyos máximos representantes eran Pedro Laín Entralgo y Dionisio Ridruejo. Según él, este grupo acabó ampliándose hasta constituir “un movimiento de espiritualismo cristiano, de inspiración orteguiana, encabezado filosóficamente por Xavier Zubiri y en el que entrarán –aparte los citados antes– figuras como Julián Marías, José Luis Aranguren y J. Rof Carballo”{53}. Estas actitudes favorecieron, a su juicio, “la aparición del primer movimiento juvenil serio de postguerra: me refiero al movimiento o, si queremos usar aún ese término tan desprestigiado, la generación de 1956”; una generación muy crítica con el régimen de Franco, que no había vivido la guerra civil, que leía en francés e inglés, que viajaba a Alemania, y que se sentía influida por las lecturas de Camus, Sartre, Heidegger, Jaspers, &c.; y cuya característica más peculiar era “el acercamiento a las ciencias sociales como instrumento de análisis de la sociedad bajo una óptica democrática”{54}. Igualmente positiva fue su valoración de Antonio Millán Puelles, Sánchez Cantón, Manuel Ferrandis y, sobre todo, de Lucio Gil Fagoaga, catedrático de Psicología y devoto de Schopenhauer y de Williams James, quien le animó a la lectura de El mundo como voluntad y representación. Su memoria de licenciatura versó sobre Las dos líneas fundamentales de la ética, muy influida por Schopenhauer y Albert Schweitzer{55}.

Durante su etapa universitaria, Abellán, que había sido un joven muy piadoso, sufrió una profunda crisis de fe, aunque nunca abandonó sus tendencias místicas, nacidas de su experiencia vital abulense, la influencia de su abuela y sus lecturas de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. La crisis incitó su interés no sólo por la filosofía de Schopenhauer, sino por la historia de las religiones, la mitología y el budismo: “Los mitos eran la vía natural del hombre para el acceso a lo sagrado; desde este punto de vista la figura de Cristo se engrandeció a mis ojos, y así –después de muchos años– se produjo mi acercamiento a la tradición cristiana, aunque alejada de la tradición católica”{56}. Sin embargo, su trayectoria intelectual estuvo marcada, desde el principio, por el tema del “problema de España”, “llegando a afectar –dirá– a mi destino biográfico y a mi vocación intelectual”{57}

La muerte de Ortega y Gasset tuvo un profundo impacto en el sector de la juventud universitaria con el que Abellán se sentía más identificado: “El que a muy pocos pasos de las aulas universitarias hubiera muerto el pensador español más eminente del siglo XX, sin que ninguno de nosotros hubiéramos tenido la menor oportunidad de oír su voz ni de escuchar sus enseñanzas, se convertía automáticamente en una acusación rotunda e inequívoca contra el régimen político que tales cosas permitía. La reacción fue contundente y violenta”. Tras la muerte, emergió, según Abellán, “una nueva conciencia generacional”. Le escandalizó igualmente la manipulación a que fue sometida su figura por parte de los católicos, que dieron la noticia de su conversión poco antes de fallecer{58}.

De hecho, el joven Abellán participó, en los preparativos del Congreso Nacional de Escritores Jóvenes y en los acontecimientos universitarios de 1956, junto a Dionisio Ridruejo, Ramón Tamames, Enrique Múgica, Gabriel Elorriaga y otros, siendo detenido y enviado a la cárcel por un corto período de tiempo. Según su testimonio, no se consideraba “comunista”, sino “compañero de viaje contra la dictadura”{59}. Se le acusó de cómplice de propaganda ilegal por omisión, es decir, la policía afirmaba que tuvo en su poder ejemplares del periódico comunista Mundo Obrero, y como no lo denunció era culpable. Fue indultado tras la muerte del pontífice Pío XII, incorporándose de nuevo a la vida universitaria{60}. Abellán alabó la actuación de Laín Entralgo como rector de la Complutense en aquel período: “Desde entonces, la figura de Laín Entralgo quedó marcada para los hombres de mi generación con un toque de liberalismo, que ha ido depurándose con el tiempo, y que en mí personalmente se ha ido acendrando con un mayor conocimiento de su obra escrita”{61}.

Su director de tesis doctoral, que versó sobre el perfil psicológico de Miguel de Unamuno, fue José Luis López Aranguren, cuya obra consideró años después lastrada por su militancia en contra del régimen de Franco. Y es que su papel como “moralista” y “heterodoxo” tenía sus limitaciones, por lo que López Aranguren había pagado “un precio demasiado alto por él”. “Su labor de investigación y creación filosófica terminó en la práctica en 1965”. Lo consideraba un representante del “espiritualismo cristiano”, cuya obra más interesante había sido Moral y sociedad{62}. Sin embargo, la figura de López Aranguren apenas aparece en sus memorias{63}. No obstante, el catedrático abulense influyó, sin duda, en su discípulo en su interés acerca del exilio intelectual español en América. En su conocido artículo sobre “La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración”, distinguía López Aranguren entre intelectuales y políticos. Mientras los primeros padecían “la visible mordedura del tiempo”, los segundos padecían “la ceguera y el resentimiento”, “la imperturbable monotonía ajena a la realidad”, “ajena a la Historia”. Estimaba, además, que la mayoría de los intelectuales podían regresar a España “a estas alturas sin la menor dificultad”. Y se ocupaba de la opinión de los exiliados sobre la figura de Menéndez Pelayo, afirmando que la mayoría “le elogian sin mezquindad”. E igualmente de su actitud ante el catolicismo, llegando a la conclusión de que tendían a reconocerlo como “una realidad esencial al ser mismo de España, tal y como ésta se ha constituido históricamente”. En ese sentido, hacía referencia a la preocupación religiosa que, según él, resultaba evidente en García Bacca y Ferrater Mora{64}.

Su tesis doctoral fue presentada en diciembre de 1960 ante un tribunal presidido por Lucio Gil Fagoaga y compuesto por Antonio Millán Puelles, Mariano Yela y José Luis López Aranguren. Obtuvo la calificación de “Sobresaliente”{65}. Abellán publicó su la tesis en 1964 bajo el título de Miguel de Unamuno a la luz de la psicología, un análisis clínico de la obra unamuniana siguiendo las tesis de Adler y Freud. Después de definir la neurosis como una “desarmonía de la personalidad bien por falta de adaptación a la sociedad bien por falta de integración a las distintas capaz del sujeto”, Abellán afirmaba que en “Unamuno se dan los dos síntomas que constituyen los rasgos del carácter neurótico”. “Por un lado, un inconcebible afán de notoriedad, un endiosamiento; por otra parte, fuertes sentimientos de inferioridad que dan al sujeto la sensación de caer en un negro abismo donde habita la angustia”. Según el autor, se trataba de una neurosis obsesiva montada sobre la idea de inmortalidad personal”. Los síntomas somáticos eran el exotismo del atuendo unamuniano, el nerviosismo de sus dedos siempre jugando con pajaritas de papel o migas de pan, su preocupación por una inexistente angina de pecho, sus desmayos, sus bruscos despertares con palpitaciones, su agresividad morbosa, sus terribles crisis de angustia y su propia confesión de locura. No obstante, Abellán centraba su estudio en el análisis de los textos unamunianos. Su investigación era preferentemente literaria. Y sus conclusiones las siguientes: “El egocentrismo manifestado bajo apariencia de una vanidad arrolladora es el rasgo psicológico que se haya bajo todas las manifestaciones intelectuales de Unamuno. No se trata de encontrar la verdad, sino de ser famoso y admirado. Ahora bien, Unamuno no podía reconocer semejante inmoralidad. Por ello, justificaba su vanidad con el anhelo de inmortalidad personal, que, al ser invalidado por la razón, permite la salida a la vanidad mediante el subterfugio de una inmortalidad aparencial en el hombre y en la fama”{66}.

El contenido del libro fue bien recibido por el crítico conservador Gonzalo Fernández de la Mora, cuya valoración de la obra de Unamuno siempre había sido muy negativa, como representante del irracionalismo noventayochista: “El método clínico experimental puede ofrecer un Unamuno entero y aún explicar la cadena de sus desesperantes paradojas. Y acaso confirme los que es en mí una convicción antigua: que la obra unamuniana no es teoría, sino un espectáculo; fabuloso, desde luego”{67}.

Abellán no estuvo nunca de acuerdo con la opinión del crítico; y alegó que él no pretendía valorar o juzgar la obra del vasco, sino comprenderla y explicarla. Tampoco creía que el análisis psicológico fuese el único criterio a la hora de interpretarla. A ese respecto, sostenía que la interpretación sociológico-política tenía un valor superior “en lo que concierne a un esclarecimiento de la historia cultural española”{68}. En realidad consideraba complementarias ambas perspectivas, identificándose finalmente con las tesis defendidas por el socialista Elías Díaz en su libro Revisión de Unamuno, en cuyas páginas se resaltaban las contradicciones en el pensamiento político del bilbaíno, que “si por un lado le acerca a un cierto organicismo social, por otro adquiere un tono elitista de un aristocratismo político-intelectual, en un afán de aunar el individualismo y el liberalismo con la democracia; afán que, para el autor, termina en una síntesis frustrada”{69}. Y es que el pensamiento político de Unamuno era “una reacción ante la crisis de la pequeña burguesía” en la España de finales del siglo XIX y comienzos del XX{70}.

Mientras tanto, se había producido un episodio de singular transcendencia para su formación intelectual y para el desarrollo de su obra ulterior. Y es que entre 1961 y 1963 obtuvo un puesto de profesor visitante en la Universidad de Ríos Piedras, en Puerto Rico, donde tuvo oportunidad de conocer al filósofo orteguiano exiliado José Gaos, a quien llegó a considerar como uno de sus grandes maestros. Profesor en México, el antiguo discípulo de Ortega impartió en Puerto Rico un curso sobre la Metafísica aristotélica, al que Abellán tuvo oportunidad de asistir. Gaos fue una auténtica revelación para el joven historiador de la filosofía: “Acostumbrado como estaba, durante mis años de estudiante en Madrid, a una interpretación seca y acartonada, basada en una versión de rancio escolasticismo, aquel Aristóteles, inmerso en la circunstancia griega y obedeciendo a estímulos del mundo helénico, era recuperar el status nasciendi de la filosofía y el entusiasmo consiguiente. El curso me familiarizó además con el método de trabajo en historia de las ideas, que hice mío a partir de entonces. José Gaos se convirtió para mí en el gran maestro, que yo había buscado inútilmente”{71}. Abellán consideraba a Gaos, como discípulo de Ortega, superior a Julián Marías{72}. Y es que Abellán y Marías tuvieron en Puerto Rico un choque a causa de las opiniones del madrileño sobre la situación cultural española y la política exterior de Estados Unidos. En consecuencia, sus relaciones nunca fueron buenas, porque, dice Abellán, “aunque yo siempre esperé algún apoyo por su parte dadas nuestras concomitancias, éste nunca se produjo”{73}. En aquellos momentos, trató con filósofos e intelectuales exiliados, algunos de los cuales se negaron a facilitarle sus obras, porque desconfiaban de un “joven que vivía en la España de Franco y que se ocupaba de ellos con desinterés y simpatía”{74}. Por otra parte, en Puerto Rico, tuvo oportunidad de conocer a Federico de Onís, Ricardo Gullón, Aurora de Albornoz, Vicente Cervera; y a Enrique Tierno Galván, tras su expulsión de la Universidad de Salamanca. Gracias a la influencia de éste, pudo publicar en la editorial Tecnos algunos de sus libros{75}.

Tras su etapa sudamericana, fue profesor en el Queen´s University de Belfast. Allí conoció a los hispanistas Ian Gibson, Robert Tafe, Frank Pierce, Alexander Parker, Geoffrey Ribbans y Edward Rusell. Se familiarizó con la filosofía del lenguaje y con la obra de Alfred Ayer. Sin embargo, su estancia en Irlanda y Gran Bretaña le hizo tomar conciencia de las diferencias de mentalidad entre anglosajones e hispanos: “Los valores económicos tienen en la mentalidad anglosajona una prioridad en cualquier relación social, y por eso quedan desterrados los actos generosos y gratuitos tan frecuentes entre nosotros: ‘porque sí’, ‘por tu cara bonita’, ‘porque me has caído bien’, ‘porque me da la real gana’…”. De la misma forma, le desagradó el puritanismo dominante en la sociedad británica, “usos y costumbres muy apegados a un anglicanismo secular: los cines y los teatros estaban cerrados los domingos, como también ocurría con los pubs, donde no se permitía entrar a la mujeres…”{76}

Como otros intelectuales españoles, Abellán no resistió la tentación de enfrentarse a Ortega y Gasset. Y es que, como señala el historiador Tzvi Medin, la figura del filósofo madrileño se ha configurado como un “ineludible referente identitario del ser español”. De ahí que las interpretaciones de su obra no sólo ofrezcan una determinada ubicuación, significación e identificación de Ortega, sino igualmente de los mismos intérpretes que, al definir al filósofo, van definiendo los rasgos de su propia identidad, ubicándolos y significándose a sí mismos en su propio horizonte discursivo y existencial{77}. Lejos de ser apologética, la interpretación de Abellán resulta, en muchas ocasiones, muy crítica, mostrando unos planteamientos políticos de carácter marcadamente izquierdistas, muy próximos a la perspectiva marxista. Siguiendo a Francisco Romero, lo consideraba un “jefe espiritual”, cuyos rasgos de “universalidad, autoridad, energía, postura renovadora o reformadora se observan en todos sus actos”, “todo incita a la adhesión o a la animadversión apasionada”. El resultado de aquella jefatura espiritual fue “una transformación del panorama cultural español”. Lo cual había sido igualmente producto de las condiciones de “libertad intelectual dominante en durante la Monarquía de Alfonso XIII y el predominio de una incipiente burguesía en el país”. Sus tendencias europeístas fueron una manifestación de “germanismo”, fruto de su estancia en Alemania y de la influencia del neokantismo y luego del historicismo. En definitiva, había sido el “fundador de la filosofía española”, “la expresión, por primera vez lograda en la época moderna, de una Filosofía pensada en español y que crea para el futuro la posibilidad auténtica de un pensamiento filosófico en lengua española”. Donde Abellán se muestra significativamente más crítico es a la hora de analizar el pensamiento político orteguiano. Y es que el filósofo madrileño era un retoño de “la alta burguesía madrileña de fin de siglo”. De ahí su elitismo o “aristocratismo” visible en sus planteamientos morales, “una moral individualista y aristocrática”; o en su interpretación del arte, en su apuesta por “un arte puro, alejado de toda contaminación ajena a sí mismo”; y en política, “una teoría defensiva de un orden social de predominio de clase burguesa”. Desde esta perspectiva muy próxima al materialismo histórico, Abellán afirmaba: “Las aspiraciones aristocráticas expresadas en las doctrinas de Ortega sobre la moral, el arte, España y Europa, no son sino la manifestación de las aspiraciones de las clases burguesas españolas y europeas; aspiraciones legítimas sin duda, y que, por mi parte, me hubiera gustado ver triunfar en nuestro país a su tiempo, cuando podían habernos ahorrado muchos años de miseria y sufrimientos”. “Por de pronto, es evidente que Ortega era más consciente de la desigualdad que de la solidaridad humana y que las diferencias de clases –sean en la forma de vida noble y vida vulgar, en la de hombre mediocre y selecto o en la de las masas y minorías– eran profundamente sentidas por él”. Su liberalismo era antidemocrático, “un liberalismo aristocrático que trataba de realizarse mediante la dirección de los más por los menos, de las masas por las minorías, de acuerdo con lo que él consideraba estructura aristocrática de la sociedad”. En el fondo, este tipo de liberalismo se perfilaba como un antecedente del “neoautoritarismo de nuestro tiempo”. “Y, en ese sentido –concluía Abellán– su pensamiento, como su vida, manifiesta las contradicciones sociales de la clase a la que pertenecía; es una reacción a dichas contradicciones y de ellas, en definitiva, depende”{78}.

No deja de ser curioso que, en lo sucesivo, Abellán se identificara más con Unamuno que con Ortega. Y es que, como iremos viendo, en la obra del historiador madrileño, pese a la influencia que ejercen en su pensamiento la sociología del conocimiento y el marxismo, nunca desapareció una especie de tradicionalismo historicista –del que tampoco estuvo ausente la impronta de Menéndez Pelayo–, que valoraba positivamente la importancia del factor religioso en la trayectoria histórica de España. En ese sentido, Unamuno comprendió mejor, a su entender, el significado de la historia de España que Ortega. Y es que el madrileño estaba incapacitado, a diferencia del vasco, para analizar y sentir el fenómeno religioso: “Ortega no supo durante la mayor parte de su vida lo que es el sentimiento religioso. Probablemente su temperamento estético-hedónico de hombre apegado a la plasticidad de las formas fue uno de los motivos que le impidieron la vivencia espiritual propiamente dicha”. Por el contrario, Unamuno podía ser calificado de “místico”; y los principales conceptos que aparecían en su obra eran “lo histórico, lo intrahistórico y lo eterno”, unos conceptos que servían no sólo para conocer con mayor profundidad la historia española, sino para “tratar de europeizarnos sin abandonar nuestras más profundas características para dar salida a la vida subconsciente del pueblo, a las corrientes profundas de la intrahistoria, donde reside el poder creador y espontáneo que remueve e impulsa la vida de los países”. Por ello, Unamuno “se acercó plenamente, a nuestro modo de ver, con una agudeza de la que estuvo muy lejos Ortega, al sentido auténtico de España y de su historia”{79}.

Y es que la historia de España y, por lo tanto, la del pensamiento español era inseparable del catolicismo. Basándose en Max Weber, Abellán sostenía que la ausencia de la Reforma luterana en nuestro país, hacía que en “la concepción del mundo del hombre español” lo importante fuese no el “tener éxito”, sino “quedar bien”; de aquí que en esta filosofía “la tentación haya sido el ‘parecer’, nunca el ‘tener’”. Por ello, en la teoría del Estado de la Contrarreforma se manifestaba “un hondo antimaquiavelismo que se niega a admitir ‘la razón de Estado’ como razón suprema de la actividad política”. En ese sentido, contraponía “la idea del príncipe cristiano” a “la del príncipe de Maquiavelo, para quien todos los medios son buenos con el fin de engrandecer el Estado”. Buena prueba de ello eran las figuras de Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas, representantes de un “pensamiento universalista y humano de la tradición española que no duda en ir contra los intereses nacionalistas si así lo exige la defensa del hombre, de la humanidad y de los valores que lo sustentan”. A ese respecto, afirmaba Abellán que Bartolomé de las Casas era “el más español de nuestros intelectuales, pues es el más denodado impugnador de toda voluntad de poder”. La “negación de la religión del éxito” era igualmente característica del liberalismo anticolonialista de los siglos XVIII y XIX, “cuyas ideas –caso del padre Feijoo, por ejemplo– difundieron por América el de un espíritu de libertad que habría de conducir a la independencia política de aquellos países”. Y lo mismo podría decirse de los defensores del krausismo, el existencialismo y el historicismo: Sanz del Río, Unamuno y Ortega{80}.

En alguna ocasión, Abellán, frente a Menéndez Pidal, ha sostenido que tanto la derecha como la izquierda desconocían la historia del pensamiento español, porque una y otra habían bebido “en fuentes extranjeras para reanimar el panorama cultural y filosófico de España”{81}. En otro de sus libros posteriores, dio la razón al historiador, a la hora de reconocer que las izquierdas desconocían la historia y la tradición del pensamiento español{82}. A ese respecto, valoraba positivamente, y lo seguiría haciendo en el futuro, los trabajos de Menéndez Pelayo dedicados a la historia de la ciencia española, seguidos luego por autores como Vera, Sánchez Pérez, Millás Vallicrosa y Rey Pastor: “Nadie se atrevería a negar hoy que, aunque pobre y desmandada, la ciencia española ha existido y que en España ha habido siempre científicos que cultivaron con mayor o menor fortuna, como tampoco nadie discutiría que la ciencia experimental es útil y necesaria para cualquier nación que se precie de moderna”{83}.

El mismo año en que salía a la luz su obra sobre Ortega y Gasset, se publicaba un ensayo más innovador dedicado a la Filosofía española en América (1936-1966), dedicado sobre todo al análisis de los planteamientos filosóficos de los pensadores españoles exiliados durante y tras el final de la guerra civil. En un principio, el autor se apresuraba a decir que el libro carecía de “intención polémica”: “No se trata de lamentar hechos que hace tiempo ocurrieron ni de buscar causas o autores sobre los que lanzar una acusación de culpabilidad. Por otro lado, tampoco se trata de alimentar un nacionalismo estúpido, reivindicando para España una historia que en su mayor parte transcurrió fuera de ella”. Su auténtica intención era escribir “un capítulo de la filosofía española que se halla sin escribir y que, a nuestro juicio, es uno de los más importantes por la cantidad y calidad de sus representantes”. Con posterioridad, Abellán especificó que el motivo último del libro era “entroncar con nuestro pasado inmediato, que se nos había dado trunco, empalmar con nuestras raíces, buscar una tradición inmediata y una continuidad histórica que nos había sido escamoteada por arte y virtud de la última guerra y la subsiguiente ‘represión’ de lo que se llamaba ‘el enemigo’, ‘la anti-España’”{84}.

Igualmente, señalaba su continuidad con los planteamientos de su director de tesis, López Aranguren, cuyo artículo consideraba como el “comienzo del diálogo”. Sin embargo, la posición de Abellán presentaba al exilio como consecuencia de una ocasión perdida, porque “todos ellos estaban cambiando el panorama cultural de España”. “¿Qué hubiera pasado –se preguntaba– si no se hubiesen visto obligados a salir violentamente del país para no poder integrarse en el mismo? ¿Cuál sería el horizonte cultural e intelectual de España en estos momentos?”. El autor distinguía diversas reacciones ante el hecho del exilio: los que, como Julián Besteiro, se negaron a abandonar España; los que negaron a participar en la guerra y se presentaron como “Tercera España”: Ortega, Marañón, Pérez de Ayala, Zubiri, Marías; y los que prestaron su apoyo incondicional a la II República: Antonio Machado, Xirau, Imaz, María Zambrano, Ferrater Mora, Eduardo Nicol, Recasens Siches, García Bacca. En estos últimos, destacaba, salvo en el caso de Ferrater Mora, su necesidad de conservar su lengua y de vivir en países sudamericanos donde ésta era un medio usual de comunicación; la creciente “despolitización” a su llegada a América; el hecho de sentirse “transterrados”, al experimentar su nueva vida como “una prolongación de la anterior”; su común liberalismo, en “tono de un liberalismo moderado”; la “tremenda influencia de Ortega y Gasset sobre ellos”, salvo en el caso de García Bacca; la presencia de la Institución Libre de Enseñanza; y la división entre las llamadas escuelas de Madrid y de Barcelona, si bien Abellán consideraba este rasgo más bien superficial. Al mismo tiempo, el autor destacaba la importancia de las instituciones culturales fundadas por los exiliados, como los Cuadernos de Historia de España, de Sánchez Albornoz; la Revista de Filología Española, fundada por Amado Alonso; los departamentos de Estudios Hispánicos en Norteamérica; la Casa de España en México; el Fondo de Cultura Económica; el Centro de Estudios Filosóficos, la revista Cuadernos Americanos, &c., &c. A continuación, Abellán hacía una exposición del pensamiento filosófico de Joaquín Xirau, Eduardo Nicol y José Ferrater Mora. La herencia orteguiana presente en Gaos, Recasens Siches, Francisco Ayala y María Zambrano. La filosofía de Eugenio Imaz y de Juan David García Bacca. Para pasar luego, a un análisis del panorama de la filosofía española en los distintos países sudamericanos{85}.

No obstante, como ya hemos señalado, cuando Abellán publicaba su libro, el propio régimen de Franco y sus intelectuales habían iniciado un proceso de recuperación del pensamiento de algunos exiliados. Años después el propio Abellán se quejaba de ese revival oficial del exilio. Creía que los exiliados podrían “tener una función noble y eficaz en la dinámica de la sociedad española”. No obstante, señalaba: “Y para ello no había que caer en el espectáculo denigrante de un Sender a quien el alcalde de Zaragoza le explica la ciudad, y mucho menos de un Recasens Siches que pasea por Madrid en un coche de la FET”{86}.

Otra de las preocupaciones de Abellán fue el estudio de la Generación del 98, en cuyas ideas políticas y planteamientos estéticos no sólo vio “una reacción política y social frente al Desastre”, sino un modernismo, “donde los rasgos más sobresalientes son un cosmopolitismo y un esteticismo conscientes, que busca ante todo la belleza”, “un común rechazo del positivismo, la novela naturalista, la poesía tradicional y el drama neorromántico. Así como un desprecio del parlamentarismo en política y un compartido afán de denuncia de los males patrios”. Todo ello era, en su opinión, un reflejo de la crisis de la pequeña burguesía, compuesta por pequeños comerciantes, una clase media ilustrada, profesiones liberales, que se hallaban “marginalizados del hondo proceso de transformación”; y que, en consecuencia, se ven abocados a “un antidemocraticismo que les conducirá a fórmulas nacionalistas, militaristas y francamente reaccionarias”{87}. Como tendremos oportunidad de ver, las propias conclusiones de Abellán no se adaptan, sobre todo en el caso de Antonio Machado y Valle-Inclán, al esquema interpretativo defendido en la obra.

Y es que no todos los miembros de la Generación del Desastre son tratados en la obra de la misma forma. De “Azorín”, aparte de destacar la importancia de su estilo literario, hace hincapié en su evolución desde el anarquismo hasta un esteticismo y un conformismo político cada vez más acentuado. De ahí que Abellán denunciara su “vuelta de espaldas a la realidad y una tendencia evasiva ante la misma”. Tendía a la “mixtificación”, a la que se unía una “veleidad política que cae francamente del lado del inmoralismo”{88}. Baroja aparecía como un individualista muy influido por Nietzsche y Schopenhauer; lo que se traducía en la exaltación del paganismo, el afán de independencia, el anhelo de sinceridad y el gusto por la acción{89}. No deja de ser significativo que el peor parado fuese Ramiro de Maeztu, cuya trayectoria intelectual considera marcada por la voluntad de poder nietzscheana y, en ese sentido, lejos de ser un pensador de ritmo fluctuante y tornadizo, resalta su continuidad y coherencia. Frente a Blanco Aguinaga e Inmann Fox, no creía que el joven Maeztu fuese socialista, sino un apologista del capitalismo liberal, que luego evolucionaría al corporativismo. Para luego convertirse en uno los profetas del fascismo español. “Es un caso aleccionador, para nosotros, hombres de hoy, como ejemplo extremo y paradigmático de las últimas implicaciones sociopolíticas del individualismo de que hizo gala la generación del 98; lección que todos deberíamos aprender”. No obstante, consideraba que en su obra Defensa de la Hispanidad existían “valiosísimos elementos para el entendimiento y el análisis de lo que han sido las aportaciones fundamentales de la cultura española y su proyección en América”{90}. Muy diferente, y no por casualidad, era su valoración de Antonio Machado, de quien destaca su “honda preocupación por el ideal pedagógico”, como hombre de la Institución Libre de Enseñanza. Incluso lo consideraba un filósofo. Exaltaba cristianismo espiritualista, “alejado totalmente del imperialismo católico y de la voluntad de poder de que la Iglesia ha hecho gala a lo largo de su historia”, o su valoración positiva de la revolución rusa, “una revolución hondamente cristiana”, “su aspiración a la fraternidad humana universal”, “su socialismo no marxista”, “un comunismo cristiano que tiene como aspiración máxima la realización de la justicia, en lucha contra el materialismo excesivo”. “Hoy, nosotros, que no compartimos todas las esperanzas de Machado, vemos su Cristo escéptico y bondadoso, que predica orgullo a los humildes y funda la auténtica fraternidad humana, como algo lleno de actualidad. Y su inspiración puede servirnos para afrontar con sentido recto muchos de los problemas que hoy nos acosan”. Además, Machado se “sintió siempre unido al pueblo y su máximo afán fue ser el poeta de éste, a sabiendas de las dificultades que ello suponía”. A ese respecto, su conclusión era de lo más explícito: “Y Machado se dio por entero. Basta recordar los años de la guerra. Durante ellos, Machado no pensó ni vivió sino para su pueblo hasta llegar –camino ya de su cercana muerte en tierra francesa– a fundirse materialmente con él, a perderse como uno más –según cuentan los testigos– en aquella masa de vencidos que cruzaba atropelladamente la frontera”{91}. Nuevamente enfrentado con Miguel de Unamuno, Abellán considera su pensamiento político como fruto de la crisis del liberalismo del siglo XIX, “el momento de toma de conciencia de las contradicciones de una sociedad, y a esta luz su pensamiento es positivo frente al liberalismo conservador que trata de enmascarar las contradicciones de clase mediante una concepción idílica de la sociedad”. “Junto a este aspecto, hay otro evidente negativo, que revela el tono irracionalista y reaccionario de su pensamiento, cuyas implicaciones sociales conducen al totalitarismo, aunque él se niega a aceptarlo así”{92}. De Valle Inclán destaca, como en Machado, “su compromiso social y político progresivamente acentuado”. En su obra, hacía hincapié en la “crítica de un catolicismo degenerado que llegado a las mayores aberraciones” y a “la afirmación de los valores cristianos, “de los verdaderos valores cristianos”. “Cristianismo y revolución social se identifican aquí de acuerdo con la ideología valle-inclanesca irrevocablemente inclinada a la izquierda, lo que por lo demás no hacía sin anticipar clarividentemente una postura que hoy parece arraigarse en ciertos sectores católicos, que ven en ello el único porvenir de una religión anquilosada de por siglos”{93}.

Su experiencia portorriqueña le llevó igualmente a meditar sobre la idea de América, a partir de los planteamientos de la sociología del conocimiento, es decir, “el momento de máxima conciencia intelectual que, en un momento determinado, dan expresión al movimiento general de la sociedad”{94}. Abellán se mostraba partidario de la unidad de los pueblos iberoamericanos, que juzgaba “inevitable”, y que no tenía por qué “dejar de respetar la variedad característica de cada país”. América era fruto de la proyección intelectual, política y cultural europea. Y es que Europa representaba frente al continente americano “un estadio avanzado en el devenir histórico”. Se trataba, en el fondo, de hacer de América “otra Europa”, lo que se manifestaba bajo una doble actitud, “primero como inmenso territorio apropiable y explotable en beneficio propio; y segundo, como mundo de liberación, de promesa y de futuro”. Por ello, más que como “descubrimiento”, debería hacerse referencia a “la invención de América”. En el caso de Hispanoamérica se realidad venía configurada por las diferencias entre la colonización hispánica y la colonización anglosajona. Marcada la primera por el catolicismo; por el puritanismo, la segunda. La colonización anglosajona estuvo determinada por “una religión individualista y atomizada”, cuyo objetivo era destruir los obstáculos que se oponían al “ideal puritano y capitalista” de “poblar y explotar”. Por el contrario, la colonización hispánica buscaba “incorporar y salvar”, “hacer del mundo el cuerpo de Cristo”, “el objetivo primordial de toda la empresa ibérica fue el hombre y, especialmente, el alma”, “el prójimo era una auténtica necesidad, puesto que era el fin primordial de la misma”. En todo ello, predominaba un espíritu “católico” –no en el sentido confesional ni clerical del término– basado en dos rasgos principales, “simpatía activa y creadora que viene de la experiencia de la conexión orgánica; e integridad personal”, “una integridad y un contacto inmediato con el mundo, que sólo puede venir del sentido verdadero de la persona”, “la vida individual en el Norte está centrada en lo económico y lo utilitario, mientras que en el Sur se basa mucho más en el amor y la amistad”. A ese respecto, Abellán estimaba que las causas de la independencia hispanoamericana se encontraban dentro de la tradición española. Y es que los hispanos se rebelaron no tanto contra los españoles, sino, como consecuencia del estallido de la Guerra de la Independencia, contra la posibilidad de caer bajo la tiranía napoleónica; y luego contra el absolutismo de Fernando VII. Igualmente, era preciso destacar la influencia inglesa y francesa, a través del liberalismo. El positivismo se configuró como “un punto ideológico de aglutinación” y “una primera toma de conciencia de ser algo peculiar y específico, frente al pasado colonial”. En ese sentido, Abellán celebraba la reacción antipositivista de José Enrique Rodó y de José Vasconcelos, críticos de la civilización materialista anglosajona. De esta perspectiva antipositivista y antimaterialista, se deducía, según Abellán, “una unidad cultural y espiritual, entre los pueblos hispanoamericanos”. A ello se unía la influencia del pensamiento de Ortega y Gasset, sobre todo a través del magisterio de José Gaos. De la misma forma, mostraba su simpatía por el pensamiento marxista de José Carlos Mariátegui, como antecedente de las experiencias socialistas cubana y chilena, “una adaptación del socialismo marxista a las peculiares circunstancias histórico-culturales de los países hispanoamericanos”. “Así se aprecia en particular respecto al elemento religioso, que llega hasta la crítica del materialismo y hasta del escepticismo y el nihilismo propios de la vida occidental”. “Y es que el radicalismo de Mariátegui es más humano que político; de aquí que la transformación total a que aspira en la vida de su país sabe que solo puede lograrse mediante una nueva mitología”. En fin; lo más importante de la cultura americana era su “carácter universalista”, “el sentimiento de continuidad con la cultura española” y “la tendencia a un humanismo real”. Abellán era muy crítico con Estados Unidos, a los que calificaba de “democracia rebaño”{95}. Una visión que se vio corroborada por sus viajes a Norteamérica, cuyo sistema social, político y de visa estaba basado en “la movilidad económica”, el pragmatismo y el imperio de la estadística{96}.

3. Críticas y proyectos

A su regreso a España, tras su estancia en Belfast, y gracias a la ayuda de Cándido Cimadevilla, consiguió una plaza de profesor no numerario en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, creada con el fin de sustituir las numerosas ausencias de Rafael Calvo Serer en su cátedra de Historia de la Filosofía Española. En ese sentido, señala significativamente en sus memorias: “Aunque otro profesor Sergio Rábade, decano entonces de dicha Facultad, me había advertido que mientras viviera Franco, yo nunca sería catedrático, la verdad es que fui escalando puestos paulatinamente: ingreso en el cuerpo de profesores adjuntos, catedrático encargado de curso, catedrático extraordinario y finalmente catedrático numerario; claro que éste último fue cuando efectivamente Franco había muerto”. Avalado por el orteguiano Paulino Garagorri, Abellán dio, además, lecciones de Historia de las Ideas en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la Complutense. Colaboró en las barcelonesas Ediciones de Cultura Popular, e impartió clases a estudiantes norteamericanos enviados a España por distintas universidades. Llegó a ser director del Wersleyan University Program in Spain, y dio clases posteriormente en Vasar-Wesleyan y en Bryn Mawr College. En la editorial Tecnos, se relacionó con el grupo que se movía en torno a la figura carismática de Tierno Galván: Raúl Morodo, Elías Díaz, Pedro de Vega, Fernando Morán y Fernando Baeza{97} .

Al mismo tiempo, Abellán fue un colaborador habitual de revistas progresistas como Ínsula, El Urogallo, Sistema, La Torre y Cuadernos Americanos, cuyos artículos fueron luego insertos en libros como La cultura en España y La industria cultural en España, donde desarrolló sus planteamientos en torno al significado y características del pensamiento español contemporáneo. En ese sentido, no dudaba en describir la situación cultural española tras el final de la guerra civil, frente a Julián Marías, como “un auténtico páramo intelectual”, “un vacío inmenso que ofreció nuevas oportunidades a los jóvenes desconocidos, y, en muchos casos, a los no tan jóvenes”, un “desierto”{98}. Algo que, además, se vio agravado por la actitud de las nuevas autoridades, que “no manifestaron más que despego y, en ocasiones, hasta un manifiesto desprecio por la misma”. “La actitud del régimen nacido de la guerra civil ante los supervivientes de la Generación del 98 fueron muy negativas”. Ante Pío Baroja, se suscitó “la indiferencia más olímpica”. Hasta 1966, “Azorín” “no tuvo reconocimiento oficial de ningún tipo”. Otros, como Gregorio Marañón, dividieron “su tiempo entre la consulta privada, la del hospital y su trabajo de creación e investigación”. Ortega y Gasset, tras su regreso a España en 1946, pecó, a su juicio, de “ingenuidad”. Abellán atribuía, en cambio, al grupo Escorial “una política cultural progresiva”, “clara y sinceramente aperturista”, como si esa política fuese del todo ajena al régimen político vigente. Ciertamente, la situación y las condiciones culturales se fueron “suavizando”, iniciándose en los años 60 “el principio del deshielo”. Por aquellos años, se produjo el auge de la novela, con autores como Cela, Gironella, Delibes, Sánchez Ferlosio, Carmen Laforet, &c., estimulados por premios como el Nadal, Seix Barral, Planeta y Alfaguara. Sin embargo, contra no pocas racionalidades y evidencias, consideraba que “lo mejor de la novela española actual se encuentra en los novelistas del exilio: Max Aub, Francisco Ayala, Ramon J. Sender, Arturo Barea, Benjamín Jarnés, Manuel Andújar, Mercé Rodoreda”. Igualmente, adquirió importancia el ensayo “frente a la depreciación de la filosofía”, con autores como López Aranguren, Laín, Rosales, Pemán, &c. Abellán desvalorizaba, a ese respecto, la labor de Julián Marías, “poco menos que intérprete oficial en España de Ortega, con los beneficios y los prejuicios propios de todo discipulado demasiado estrecho, máxime si se considera criterio infalible y universal de interpretación”. Naturaleza, Historia, Dios, de Xavier Zubiri, no era otra cosa que “una colección de ensayos –valiosos y estimables, sí, pero insuficientes para la adecuada ponderación de su pensamiento”. Su magisterio privado era “minoritario y casi mistagónico”. Denunciaba, además, siguiendo al autor teatral Alfonso Sastre, el “culto esotérico” al filósofo vasco. Creía igualmente que Zubiri había sido “objeto de repulsa ‘oficial’”, cuando en 1942 se trasladó “de Barcelona a Madrid”{99}; lo cual es falso y demuestra que el historiador madrileño desconocía por entonces la situación por la que atravesaba el pensador vasco, dada su condición de sacerdote secularizado{100}. Celebraba la emergencia en la sociedad española de la filosofía de la ciencia, con la revista Theoria y la recepción de la obra de Karl Popper. Juzgaba muy importante la labor de Enrique Tierno Galván como traductor y divulgador del neopositivismo lógico y del marxismo. De la misma forma, revista como Insula e Indice favorecían el contacto con el pensamiento de los exiliados. Otras publicaciones que consideraba interesantes eran Atlántida, Revista de Occidente, Cuadernos para el Diálogo, Aporía y Cuadernos de Ruedo Ibérico, “como estímulos y aglutinante de un renacimiento del marxismo joven en España”. Destacaba negativamente la abundancia de traducciones, algo que mostraba, a su entender, que “en parte importantísima de la cultura y de la ciencia vivimos de lo que nos dicen fuera y no de lo que nosotros decimos; que en ese ámbito no pasamos tampoco del más denigrante de los subdesarrollos: el cultural”. Denunciaba el “fracaso estruendoso de la Universidad y de todo el sistema educativo”. En cambio, celebraba la nueva Ley de Prensa e Imprenta de 1966 y la Ley de Educación de 1970. Por aquellos años, se había producido, según él, “una inusitada eclosión del interés por el ensayo y la filosofía (…) y en general el crecimiento de la industria editorial va a ser tan espectacular que se convertirá en una de las más prósperas y saneadas del país”. En aquel contexto, juzgaba que “la función de los intelectuales en el proyecto de preparar un futuro auténticamente democrático para el país, no puede ser otro que ir formándose cada vez mejor a sí mismos hasta alcanzar niveles dignos de especialismo”. “Cuando España posea ese plantel de especialistas en los distintos saberes, la plataforma de una futura democracia estará ya dada, y entonces el salto será irremediable. No puede estar ya muy lejos ese momento, pues la serie de gente joven que se mueve en ese nivel deseable de especialización va siendo considerable”. A ese respecto, destacaba las figuras de Ramón Tamames, Luis Ángel Rojo, Gonzalo Anes, Jorge Nadal, Pedro Schwartz, Carlos Castilla del Pino, José Aumente, Manuel Sacristán, Javier Muguerza, Emilio Lledó, Carlos Moya, Salvador Giner, Antonio Jutglar, José María Maravall, Antonio Elorza, Manuel Martínez Cuadrado, Javier Tusell, Elías Díaz, &c., &c.{101} Muy crítico se mostraba, por el contrario, con el fenómeno de “la subcultura que ha alienado grandes masas de nuestro público durante los últimos años”, y que tenía una función social “enajenante y adormecedora”, a través del “falso flamenco y el folkrore postizo”, o las novelas de Corín Tellado”. Y sentenciaba: “La riqueza y variedad subcultural no es sino un reflejo de la pobreza de nuestra cultura académica y universitaria. Es la única forma que el pueblo ha encontrado a su alcance para hacer frente a las necesidades de sublimación, de racionalización y de compensación. Cuando el pueblo esté preparado para enfrentarse lúcidamente con sus problemas sin recurrir a falsos subterfugios, la subcultura decrecerá, mientras la auténtica cultura entrará en alza, pues una y otra se hallan en recíproca interdependencia, de modo que la subcultura no es más que otra manifestación de ese subdesarrollo cultural que también ha salido a relucir al examinar otros aspectos de nuestra vida intelectual”{102}.

Abellán celebró la publicación de la obra del historiador marxista Manuel Tuñón de Lara, Medio siglo de cultura española, a la que calificó de “aportación decisiva”, si bien señalaba “ligerísimos reparos”: “Se trata de la poca o casi nula importancia que en ella se presta al pensamiento tradicionalista en sus diferentes versiones: carlismo, integrismo, autoritarismo, falangismo, fascismo, &c. Comprendemos las razones que a ello pueden haberle llevado al autor. Sin duda, este tipo de pensamiento tiene muy poco valor como tal. De hecho, sin embargo, su influencia ha sido decisiva en los últimos años, hasta el punto de haber prestado contenido ideológico a una de las partes que lucharon en la guerra civil. Y, desde luego, en una historia de la cultura que busca siempre la base social resulta difícil comprender su ausencia. En cualquier caso, en la historia de la cultura que comentamos, y que termina en 1936, falta esa parcela de pensamiento, única que puede hacer comprender, desde el punto de vista ideológico, la lucha fratricida”{103}. Claro que posteriormente, el propio Abellán contradijo o, al menos, matizó su posición ante el pensamiento de las derechas españolas, resaltando su importancia intelectual y política. Así, en un comentario a la obra de Luis Rodríguez Aranda, El desarrollo de la razón en la cultura española, afirmó: “¿Cómo es posible hacer una historia cultural de nuestro siglo XIX teniendo sólo en cuenta el krausismo y al idealismo o positivismo de bolsillo de un Nieto Serrano, un Benítez de Lugo, un Pi y Margall o un Manuel de la Revilla?. ¿Cómo es posible minusvalorar a Donoso o a Balmes, que no sólo son filósofos católicos, sino que dan expresión a todo un estado colectivo de conciencia, suponiendo que no queramos fijar la atención en los escolásticos que dan el tono de la filosofía oficial de la España de aquel tiempo, un Pidal y Mon, un Ortí y Lara, por ejemplo?. ¿Es que se puede prescindir de la polémica sobre la ciencia española de Menéndez Pelayo en una historia fidenigna de nuestro siglo XIX?”{104}. En cualquier caso, para Abellán Tuñón de Lara representaba la “nueva historia de España”. Sus coloquios de Pau, en los que participó el propio Abellán, realizaban “una tarea de estímulos de orientación y de trabajo que suponen importantes avances en la historiografía española moderna”. “En este sentido cualquier libro de Tuñón es saludado como un gran acontecimiento”. Sus Estudios sobre sobre el siglo XIX español suponían una superación de “la historia episódica o de los acontecimientos”{105}. Significativamente, Abellán participó en los coloquios de la Universidad de Pau. En 1972, presentó una ponencia sobre “Claves del 98. Un acercamiento a su significado”{106}.

Por otra parte, Laín Entralgo seguía siendo uno de los ídolos de Abellán, destacando su “honradez intelectual” y su condición de “figura profundamente marcada por la guerra y la posguerra, y en la que la preocupación por el problema y el destino de España ha sido meditación central de su vida, de plena actualidad en un momento en que la situación de nuestro país está cambiando radicalmente”{107}.

Abellán se hacía eco de la polémica entre Gustavo Bueno y Manuel Sacristán sobre el papel de la filosofía en los estudios superiores. Sin tomar claramente partido por uno u otro contendiente, señalaba que, en el fondo, Sacristán, al criticar la función del pensamiento filosófico, estaba atacando a la filosofía profesional española, pero que ambos autores estaban de acuerdo en que la filosofía debía vivir en proximidad con las ciencias, ya fueran físicas, matemáticas o sociales, y que la organización actual de los estudios de filosofía no respondía en España a nada que se le pareciera. “La reforma de esto es urgente, si no queremos arruinar definitivamente la misión de la especialidad en filosofía. Al menos, dentro de la polémica, esto está muy claro”{108}.

Por otra parte, al autor cuestionaba las consecuencias prácticas de los planteamientos antropológicos del psiquiatra Carlos Castilla del Pino, cuya apuesta por la politización explícita de la psiquiatría no le parecía razonable en “lo que toca a la curación de un enfermo, especialmente en los casos de aquellas personas que ya estén relativamente politizadas”. Y es que, en el fondo, lo que planteaba el psiquiatra cordobés era “el problema básico de nuestra sociedad: la imposibilidad de una auténtica realización humana bajo los condicionamientos históricos de la sociedad capitalista y la frustración a que éstos conducen”{109}.

Tomaba nota Abellán del revival que experimentaba la filosofía krausista entre los historiadores españoles de la cultura. Y es que el krausismo estaba, a su entender, en los orígenes de la filosofía moderna en España: “desde Sanz del Río el acercamiento a la cultura germana es un ingrediente decisivo de renovación y modernización en nuestro país, como no se había visto anteriormente; es este ambiente el que hará posible movimientos como el regeneracionismo, la generación del 98, el modernismo y los avances crecientes de nuestra filosofía y de las ciencias del espíritu en general”. Sanz del Río fue, además, un “intelectual honrado e incorruptible”{110}.

No menos positiva era la revalorización del marxismo por parte de Enrique Tierno en su obra Razón mecánica y razón dialéctica, en cuyas páginas de ponía de relieve “el conflicto fundamental del mundo capitalista al nivel de las discusiones progresistas más importantes de nuestra época”, aunque señalaba que el autor no dejaba claro su concepto de revolución{111}.

Otra de sus figuras de referencia era Américo Castro, cuya revolución historiográfica y metodológica calificaba de “incalculable”, como lo demostraba la “evidentísima aportación de los cristianos nuevos a la creación del humanismo de nuestro siglo XV, XVI y XVII”, o en lo literatos del Siglo de Oro. Ante su polémica con Claudio Sánchez Albornoz, Abellán consideraba al historiador abulense excesivamente aferrado al “positivismo documental”. Por el contrario, Castro partía de una concepción historicista, muy próxima a la noción “biográfica” de la razón histórica inspirada en Dilthey y Ortega y Gasset. Sánchez Albornoz, a partir de su positivismo, era incapaz de “iluminar adecuadamente la parcela en estudio”. Se trataba de dos concepciones irreductibles, que hacían imposible un auténtico diálogo; ni tan siquiera una polémica. Al final, Abellán tomaba partido por Castro. Siguiendo el criterio de fecundidad y productividad de sus distintas teorías, opinaba que no existía comparación “entre quien asegura que nuestro pueblo es un ‘enigma’ y el que afirma poseer una ‘clave’ de comprensión”. “No olvidemos, por otro lado, que este criterio es tan científico como cualquier otro; en física, en química y en otras ciencias, la hipótesis se acepta o se rechaza por su capacidad o incapacidad de explicar otros hechos”{112}. En concreto, Abellán hizo suyas las interpretaciones castristas del pensamiento de Cervantes, que consideraba “imprescindibles”{113}.

Entre otros clásicos a recuperar, se encontraban Juan Antonio Llorente, Sebastián Miñano, León de Arroyal y, sobre todo, Francisco Pi y Margall, cuya obra Las nacionalidades gozaba, a su juicio, de una gran actualidad, “a la luz de los actuales problemas españoles, donde el problema de las regiones constituye el problema político de fondo y el más grave de todos los que tenemos planteados, ya que afecta a la existencia misma de la nación y a todos los demás en su raíz”. “Para este problema sólo la autonomía de las regiones puede ser la solución sensata y duradera”. Y es que de cara a la integración de España en la Comunidad Europea, la solución no era otra que el federalismo: “El propósito de este federalismo no es, pues, dividir a España, sino, por el contrario, vigorizarla y enriquecerla, al eliminar un centralismo empobrecedor y excluyente. España sería una nacionalidad superior con respecto a los pueblos que la componen, asumiendo sus intereses y enriqueciéndose así con las aportaciones de todos los pueblos”. A ese respecto, Abellán consideraba al pancatalanista Joan Fuster, un “verdadero intérprete de la cultura y de la realidad valenciana”. Celebraba, además, los planteamientos filosóficos de Xavier Rubert de Ventós, la obra de Ramón Piñeiro y la recuperación oficial de la lengua gallega{114}.

Muy crítico se mostraba, en cambio, con Ramón Menéndez Pidal y su valoración de la figura de Bartolomé de las Casas. Y es que, bajo la apariencia científica, se escondía, a su entender, “una profunda y apasionada antipatía hacia Las Casas”. Lo cual tenía su explicación en que Menéndez Pidal pertenecía a la Generación del 98 y mantenía afinidades ideológicas con ella, sobre todo en la defensa del castellano, la preocupación por “lo castizo y lo esencial hispánico”. “Un nacionalismo quijotesco y malentendido le llevó a tomar partido por una causa perdida, olvidando que el cometido final del historiador no puede ser el de combatiente que juzga y toma partido, sino el del científico que comprende, sitúa, aclara, analiza, pero jamás pelea. En ese sentido, don Ramón no pudo dejar de pagar el tributo inherente a su propia generación”. La interpretación abellanesca de la figura de Las Casas era antitética a la pidaliana. A su entender, el obispo de Chiapas formaba parte, “y parte importante, de la historia cultural e intelectual de nuestro país, que en gran medida sería incomprensible sin él”; “es una de las grandes glorias españolas, incluidos sus inmensos defectos, pues supo anteponer los principios de justicia y caridad para los indios frente a las consideraciones patrióticas o nacionalistas que no podían estar en el ánimo de quien pensaba en términos de extensión de la cristiandad más que en términos de patria, nación, &c.”{115} En consonancia con ello, Abellán celebraba la debilidad del pensamiento imperialista español: “Es más que dudoso que, en el caso español, las ideas dominantes sean las de la clase dominante; por el contrario, creemos que en este punto concreto de las colonias el pensamiento dominante ha sido la postura anticolonialista, a menos que llamemos pensamiento a la mera ‘ideología’ de los políticos, comerciantes o los militares pretorianos. Salvo el caso de Juan Ginés de Sepúlveda en el siglo XVI o de los ideólogos del ‘imperio español’ posteriores al 39, es difícil encontrar pensadores colonialistas de envergadura”{116}.

Tampoco experimentó Abellán excesiva simpatía por la aparición del neonietzscheanismo español y sus principales representantes, Eugenio Trías y Fernando Savater, cuyo nihilismo interpretaba como consecuencia del “espíritu de contestación estudiantil, habiéndose convertido –consciente o inconscientemente– en portavoz de este movimiento en amplios sectores de nuestra juventud universitaria”. “Y de aquí ha pasado a ser filosofía de consumo de masas estudiantiles, que, al menos superficialmente y a nivel de la moda convierten los ‘campus’ universitarios en un carnaval de vestidos, ideas, estudios, ‘progres’, ‘guerrilleros’, ‘gauche divine’, &c. Esta evidente proximidad a la moda, no puede por menos de hacer sospechosa una actitud que deja bastantes flancos abiertos a la crítica”{117}. Esta crítica se encontraba directamente relacionada con su profunda preocupación por el porvenir de la Universidad española. Su opinión al respecto, como ya lo era a comienzos de los años setenta, no podía ser más deprimente. Y es que, según él, la historia de la Universidad española “desde 1940 hasta nuestros días, ha sido la historia de una degradación constante, y ello por el abandono en que los poderes públicos han tenido sometida a la Universidad”, ocupando “un nivel muy bajo en lo que a educación se refiere, y ello no sólo a escala europea, sino incluso mundial”. Algo que era consecuencia del “recelo y –más aún– del miedo ante una institución que se ha considerado tradicionalmente depositaria del espíritu crítico”. La subversión universitaria se había convertido en endémica desde 1956, y las autoridades se obstinaban en no ver otra cosa que “una mera cuestión de orden público”. Los acontecimientos franceses de mayo del 68 no habían hecho sino aumentar esos recelos. Sin embargo, reconocía que el ministro Villar Palasí tuvo la lucidez de interpretar que el problema universitario era, entre otras cosas, consecuencia de “la masificación de nuestros principales centros universitarios”. Por ello, los planteamientos de la nueva Ley Universitaria de 1970 eran “realmente ambiciosos”. Sin embargo, dado el contexto social y político, pecaba de “utopismo” y “hacía aguas por todas partes”. Además, el gobierno pecó de “improvisación”. La etapa protagonizada por Julio Rodríguez fue, a ese respecto, “especialmente nefasta”. No mejor resultó la de Cruz Martínez Esteruelas, cuya Ley de Selectividad calificaba Abellán de “retrógrada y clasista”, aunque tenía aspectos positivos a la hora de frenar la masificación{118}. Todo ello era singularmente grave, porque en la apuesta educativa se jugaba el futuro de la Universidad y con ésta “nuestro destino como nación”. Ser un pueblo culto y evolucionado o convertirse en un “país balneario”, “de sabor histórico y artístico indudable, pero cuya hora sonó hace siglos, y hoy vive pasiva y receptivamente de lo que se produce o se crea en los demás países”. A su juicio, la renovación pedagógica y universitaria no podía llevarse a cabo por el régimen nacido de la guerra civil, que, tras el asesinato de Carrero Blanco, atravesaba una profunda crisis: “En estas circunstancias es muy posible que todo lo referente a la política cultural quede en suspenso; es decir, que la industria editorial se defienda malamente, que la situación universitaria permanezca estacionaria o empeore, y que la promoción de la cultura quede, al menos momentáneamente, en agua de borrajas”{119}.

Aparte de lo inevitable de un cambio político, Abellán llegaba a la conclusión de que era necesaria la articulación de “una nueva conciencia nacional que no sea parcial en ningún sentido”. “Solamente esta actitud de entronque con una tradición nacional unitaria e integrada, que ha superado todas las divisiones y los parcialismos puede hacernos capaces de afrontar con espontaneidad creadora, y, por tanto, con originalidad, los problemas de nuestro presente y nuestro futuro”. Naturalmente, esta elaboración intelectual debía huir de toda retórica reaccionaria sobre “la metafísica nacional”, basándose en los saberes de la sociología del conocimiento: “Ante esta alternativa, no cabe duda sobre lo revolucionario del sociologismo de las nuevas generaciones; es la ‘revolución real’ del dato contante y sonante, verdaderamente importante en un país como el nuestro, donde se ha predicado siempre la política del avestruz y donde los datos se han ocultado secularmente para hacerle decir lo que al político de turno le convenía”{120}.

4. Un proyecto progresista de historia del pensamiento español

Con el advenimiento del nuevo régimen demoliberal, Abellán consiguió la cátedra de Historia de la Filosofía Española en la Universidad Complutense de Madrid; recibió el Premio Nacional de Ensayo en 1981. Próximo al PSOE, fue representante de España en la UNESCO entre 1983 y 1986. Su labor intelectual fue igualmente muy intensa. Finalmente, abordó su ambicioso proyecto de articulación de una nueva “conciencia nacional” a través de una reinterpretación de la historia del pensamiento español.

Desde 1973, el historiador madrileño coordinó una obra colectiva sobre El exilio español. La obra constaba de seis tomos: La emigración republicana, guerra y política; Revistas, pensamiento, educación; Cultura y literatura; Arte y Ciencia; Cataluña, Vasconia, Galicia. El proyecto contó con la colaboración de Vicente Llorens, Carlos Sáenz de la Calzada, Javier Malagón, Alberto Fernández, Vidente Riera Llorca, Ramón Martínez López, Manuel Tuñón de Lara, Aurora de Albornoz, Juan Marichal, Martín de Ugalde y Ramón Xirau. La obra fue publicada por la editorial Taurus en 1976. Su objetivo era acabar con “una laguna vergonzosa en nuestra bibliografía” y “dar una información lo más precisa y exacta posible de lo que dicho éxodo había representado en nuestra historia política, cultural y social”. Se distinguía, en el desarrollo de la obra, entre la emigración de la guerra y la emigración del franquismo, el “exilio republicano”. Su interés se centraba en “dejar constancia del valor intelectual de un exilio como el que aquí nos ocupa”. “Por un lado, se trata de que españoles que no hicimos la guerra intentamos así salir al encuentro de nuestro pasado inmediato, entroncando con una tradición histórica y cultural que se nos ha pretendido escamotear mediante la ‘represión’ gubernativa y la ‘censura’ administrativa. Se pretende mantener de esta forma una continuidad intelectual de la historia española que había sido rota por el tajo de la guerra y la subsiguiente dispersión cultural por innúmeros países de Europa y América. Nuestro objetivo se inscribe dentro del intento de recuperación intelectual de los protagonistas de la emigración, pero dejando bien claro que esa recuperación no tiene carácter ‘oficial’ que tuvo en los últimos años del régimen de Franco, cuando éste intentaba capitalizar en su propio beneficio el prestigio intelectual y moral de algunos de nuestros emigrados, aprovechándose cínicamente del estado de vejez y de nostalgia que muchos años de alejamiento forzoso de la patria había provocado en tales hombres”{121}.

Abellán estimaba que el exilio podría servir de “plataforma reivindicativa y de inspiración de nuevas cotas de libertad, de justicia y de cultura para un pueblo que hoy ve abierta la posibilidad de un horizonte inédito de esperanza y de ideales”. Incluso creía que la influencia de los exiliados podía “contribuir a una integración cultural del mundo hispánico que supere los nacionalismos de uno y otro lado”. Además, insistía en “su ejemplaridad moral en el futuro político español”, “rendir un indudable beneficio para hacer el tránsito al futuro un paso menos rudo del previsible”. “Su prestigio intelectual, su autoridad moral y su reconocido desinterés podrían servir de elementos de considerable utilidad en una definitiva y verdadera consolidación de la democracia en España”{122}. Al mismo tiempo, destacó lo “doloroso” de su final político, tras la disolución del gobierno republicano en el exilio; pero creía que su ejemplo podría contribuir a una nueva política con respecto a los países hispanoamericanos, rechazando “la vieja política de hispanidad practicada por el franquismo”. Y es que, según Abellán, la Hispanidad de Ramiro de Maeztu tenía “un contenido muy poco acorde al espíritu de nuestros pueblos”. “Era una visión jerárquica de nuestra vinculación a Hispanoamérica sobre las ideas de ‘la Madre Patria’, que recogió el régimen de Franco para identificar la hispanidad con la política de imperialismo cultural practicada desde las esferas oficiales españolas, y muy especialmente a través del Instituto de Cultura Hispánica. El rechazo de la política jerárquica y autoritaria de la hispanidad tiene que dar paso a otra nueva de cooperación y solidaridad, y en ello parece que va a inspirarse el nuevo Centro Iberoamericano de Cooperación”{123}.

Acabado este proyecto reivindicativo del exilio, Abellán estuvo inmerso en un trabajo mucho más ambicioso, y en el que, como sabemos, llevaba pensando desde comienzo de los años setenta: una historia global del pensamiento español. Y es que nuestro autor consideraba “escandalosa” la situación de la filosofía y, en general, de la historia del pensamiento español. La situación era escandalosa por muchas razones, según él. En primer lugar, porque “su misma evolución histórica así lo proclama, al estar definida por una constante que le ha impedido gozar de la continuidad normal del quehacer intelectual de todo país civilizado”. Y, para mejor precisión, aclaraba: “Me refiero a la persistencia ininterrumpida hasta nuestra historia más reciente de repetidos exilios que jalonan nuestra evolución intelectual”. Y a la ausencia de “una historia completa y enteramente satisfactoria de esta disciplina”{124}.

Por aquellas fechas, Abellán dirigió la Biblioteca de Pensamiento, editada por Castalia, en la que se publicaron obras de autores considerados heterodoxos, como Fernando de los Ríos, Miguel Servet, Manuel Azaña, el primer Ramiro de Maeztu, o el proceso de difusión del darwinismo en la sociedad española. El propio Abellán publicó una introducción a la Minuta testamentaria del krausista Fernando de Castro, cuya figura identificaba con los problemas del catolicismo liberal español. Destacaba en la trayectoria del sacerdote secularizado su preocupación constante por los grupos más humildes de la sociedad y la extensión de la política universitaria hacia las clases populares, así como su colaboración en la Sociedad Abolicionista Española. Criticaba a Menéndez Pelayo por sus páginas “llenas de incomprensión” de sus Heterodoxos hacia Castro. En su opinión, tras el Concilio Vaticano II, la figura de Castro se resalzaba por su “lucha por un catolicismo que tenga cabida dentro del liberalismo político”. Abellán creía que los krausistas eran “sinceros católicos liberales”, “si bien antes liberales que católicos”; y los comparaba con los erasmistas. A su entender, el krausismo no era tanto una filosofía como una moral compatible con el catolicismo. Su heterodoxia final y el abandono del catolicismo fueron consecuencia de la involución experimentada por la Iglesia con Pío IX y el Concilio Vaticano I{125}.

Una primera aproximación a su proyecto de historia del pensamiento español fue una especie de manual de la asignatura elaborado junto a Luis Martínez Gómez para la Universidad Nacional de Educación a Distancia titulado El pensamiento español. De Séneca a Zubiri. Mientras Martínez Gómez redactó la Introducción general, el pensamiento antiguo y medieval, Abellán trató el período moderno y contemporáneo. Se trataba, sin duda, de una obra de divulgación, que, en buena medida, repetía los planteamientos defendidos por Abellán años antes. Los autores consideraban que la asignatura de pensamiento político español debía ocupar “un lugar relevante en los estudios de enseñanza media y superior en nuestro país”, porque “no hay ninguna otra que pueda suplantarla con ventaja en la tarea de informar y estimular y dar continuidad a la ‘conciencia nacional’”{126}.

Finalmente, Abellán publicó el primer tomo de su Historia crítica del pensamiento español en 1979. El último volumen vio la luz doce años después, en 1991. Siguiendo las premisas metahistóricas de Hayden White, podemos de decir que la trama narrativa de esta obra es de claro signo trágico; su método mecanicista; y su perspectiva ideológica, radical.{127}

Como tendremos oportunidad de comprobar, Abellán va a defender históricamente la existencia de una “tradición” progresista en el pensamiento español, mediante la “invención” de un proceso de continuidad, a través de la selección de aquellos elementos que, desde su perspectiva, juzga significativos del pasado. El leif motiv de la obra era, según su autor, “recuperar el sentido de nuestra personalidad colectiva y de nuestra identidad como pueblo, en peligro de desaparecer por la despersonalización y la desespañolización producida por la impronta de cuarenta años de falta de libertades, durante los que se ha propiciado la confusión ideológica, estimulada paralelamente por la invasión turística, la emigración obrera y un desarrollo económico indiscriminado y arbitrario”. Preocupaba al autor, en ese sentido, sobre todo entre la juventud, “el desconocimiento de lo español y de su tradición; la falta de verdadera conciencia nacional, con sentido de nuestros valores y de nuestra historia, que está siendo sustituida por un cosmopolitismo híbrido y superficial”. Consideraba que en la tradición española “hay para todos los gustos y para todas las ideologías, y pretender anclar en esas raíces como impulso orientador de nuestro quehacer colectivo en el futuro pasa a ser ineludible”{128}. La obra se hacía bajo el patrocinio “moral e intelectual” de Gumersindo Laverde y Marcelino Menéndez Pelayo, como precursores de la historia de la filosofía española. Desde su perspectiva sociológica, Abellán consideraba indefendible el concepto de “carácter nacional”, pero no el de “cultura nacional”, con dos correctivos: el recurso al contraste histórico y a las ciencias sociales. A continuación analizaba y contextualizaba históricamente la célebre polémica de la ciencia española entre Menéndez Pelayo y krausistas, positivistas y neoescolásticos, en un sentido muy próximo a Pedro Laín Entralgo. Para Abellán, la labor historiográfica del polígrafo santanderino era “el fundamento de la Historia de la Filosofía en España”. Y, desde un planteamiento pluridisciplinar, proyectaba aplicar al conocimiento de la historia intelectual española las aportaciones del psicoanálisis, la antropología cultural y la sociología del conocimiento. En ese sentido, la filosofía sería “el momento de máxima conciencia intelectual que de sí adquieren determinadas culturas, grupos, clases sociales e individuos”. El carácter del pensamiento español se encontraba íntimamente ligado a una serie de características de nuestra historia: alternancia entre períodos de aislamiento y comunicación; permanente insolidaridad con el pasado, una actitud común, según a Abellán, a derechas e izquierdas; y existencia de una decadencia española. En cualquier caso, el autor estimaba que el “factor que más había contribuido a configurar nuestra estructura psicológica” había sido el catolicismo. Frente al protestantismo, el catolicismo suponía una valoración positiva de la pobreza, la “mitología del pobre” y una “concepción estática de la sociedad”; en la moral, la laxitud y la flexibilidad; “una cultura más realista que da al alma lo que es del alma y al cuerpo lo que es del cuerpo”, que se refleja en una cultura gastronómica que brilla por su ausencia entre los países anglosajones; en la mentalidad, el autoritarismo intelectual; en psicología, un “exceso de comunitarismo”; y en sociedad, como respuesta al comunitarismo, “una evidente reacción de carácter individualista”, “la autoafirmación de la personalidad, la importancia del individuo frente a la sociedad, los brotes anarquistas y anarcoides, el valor del ‘gesto’ y de las grandes hazañas individuales, ya sea a nivel de acción (conquistadores, guerreros, navegantes, descubridores, &c.), ya sea al de la contemplación (místicos, poetas, pintores, investigadores)”. Todo lo cual hacía que, en opinión del autor, la filosofía española se caracterizara por “la importancia del mito y la forma mítica del pensar”, “una forma mítica de pensar”, en la que el hombre vale “por lo que es y no por lo que tiene o por el puesto que llegue a alcanzar social y económicamente”, “el rechazo de lo social o económico en favor de la humano, la exaltación del ser frente al tener, de acuerdo con criterios en que predomina el hombre frente a las cosas, el alma o el espíritu frente a las ideas o conceptos, y la conciencia moral frente a la conciencia psicológica”, “la filosofía como negación de la religión del éxito”. “Todo ello lleva –y para apurar el contraste con los países protestantes– a una democracia humana, donde se siente que todos los hombres son iguales, corregida por un autoritarismo político que con frecuencia se cree obligado a poner coto al ‘desmadre’ anarquista de esa democracia que Menéndez Pelayo llama ‘frailuna’, creemos que equivocadamente”{129}.

A partir de tales planteamientos, Abellán estima que no puede hacerse referencia al pensamiento español si no existe una entidad llamada “España”. Como criterio para determinar esta entidad, el autor recurre a la cristalización del “Estado español” en el siglo XVI; lo que le permite considerar a los pensadores de siglos precedentes como “prehistóricos”{130}. Sin embargo, como introducción histórica, Abellán incluye en su tratado a los pensadores romanos –Séneca, Moderato de Gades–, los primeros filósofos cristianos –Calcidio y Prisciliano, Orosio y Martín de Braga, Licinio de Cartagena, Isidoro de Sevilla–, los filósofos musulmanes y judíos, la Escuela de Traductores de Toledo, la filosofía cristiana del siglo XIII; los mitos medievales –Santiago y el Cid–, Ramón Llull, &c. Y es que, a su entender: “Sólo estudiando a Séneca podremos comprender en todo su significado el neoestoicismo senequista de nuestro siglo XVII; sólo si atendemos al misticismo árabe y judío se nos aclara en parte lo profundo y espontáneo del movimiento místico del siglo XVI; sólo si conocemos a fondo los primeros desarrollos de la filosofía catalana medieval tiene explicación el arraigo de la filosofía en Cataluña durante la época moderna. Y así sucesivamente”{131}.

Frente a no pocos críticos. Abellán defiende la existencia de un Renacimiento genuinamente español, que se consolida a lo largo del reinado de los Reyes Católicos, y que dura un siglo. Durante este período, se consolida el Estado español, mediante el logro de la unidad geográfica, la ampliación del horizonte político y comercial por el descubrimiento de América y las incursiones africanas, la forja de la unidad religiosa basada en la Inquisición, la expulsión de los judíos y la huida de los moriscos: “Todo ello, creado con medios más o menos criticables –algunos de ellos mucho, como la Inquisición y las coacciones a moriscos y judíos– revelaba un alto sentido del destino nacional, que a raíz del descubrimiento de América adquirió un fuerte sentido misional”{132}. Desde el punto de vista socioeconómico, los monarcas promulgaron numerosas leyes que afectaron a la vida material de Castilla; se prohibió la exportación del oro y la plata; se protegió la industria naval; se organizó el sistema gremial y se ofrecieron alicientes a artesanos flamencos e italianos para su establecimiento en España. Sin embargo, los errores no estuvieron en modo alguno ausentes: se consolidó, mediante el sistema de mayorazgos, “un latifundismo que había reafirmado el poder económico y social de la aristocracia, aún después de haber destruido su influencia política; se protegió la ganadería a través de la Mesta, con privilegios desusados que irían en grave detrimento de la agricultura; los gremios castellanos se reorganizaron con arreglo a la rígida estructura de los gremios castellano-aragoneses, lo que, en una época de expansión económica, no produjo si no obstáculos y dificultades incalculables; la expulsión de los judíos, que eran en su mayor parte hábiles artesanos o competentes financieros; había provocado una situación de desvitalización industrial y económica; la unión de Castilla y Aragón había unión personal de las coronas de los soberanos, pero nunca una integración de instituciones y organismos, hasta el punto de que, en la práctica, funcionaban como dos estados independientes”. Tampoco el descubrimiento de América favoreció el proceso de desarrollo económico capitalista. Por otra parte, la Corte de los Reyes Católicos se convirtió en “el centro natural de la vida cultural castellana”, algo que continuó en los reinados de Carlos V y Felipe II. La Corte de Carlos V impulsó el humanismo español hacia una tendencia “clara y netamente erasmista”. La actitud de su sucesor cambió “radicalmente e ese punto, y ello se nota en el giro que el humanismo va a tomar en su reinado claramente identificado con el antierasmismo de Melchor Cano y del contrarreformismo de Trento”. La cultura renacentista española fue, en fin, productor de una “sociedad aristocrática y ‘elitista’, que dejaba marginada a la mayoría de la población; una inmensa parte de éste era analfabeta, y hasta tal punto se hallaba el analfabetismo extendido, que tenemos noticias de que algunas veces los mismos regidores no sabían firmar”. Sin embargo, en ese contexto surgió un “tipo de intelectual –pensador, escritor– independiente y, a veces, enormemente crítico respecto de la sociedad establecida cuyo planteamiento ‘contestatario’ sorprende al escritor desprevenido”. Algo que Abellán relaciona, siguiendo a Américo Castro, con la existencia de una casta de judíos y de falsos judeoconversos, entre los que destacaban figuras como Fernando de Rojas, Nebrija, Juan Luis Vives, Fox Morcillo, Francisco Vitoria, Arias Montano, fray Luis de León, Miguel Servet, Andrés Laguna, Mateo Alemán, Bartolomé de las Casas, Santa Teresa de Jesús, Diego Laínez, Miguel de Cervantes, &c.{133} En ese sentido, Abellán enfatiza la importancia de la influencia del erasmismo en la España de los siglos XVI y XVII{134}. En la difusión del erasmismo, tuvieron un gran papel los conversos del siglo XV y la tendencia contemplativa de la Orden de los Jerónimos. Su atractivo radicaba en la crítica a la filosofía escolástica, a la corrupción del clero y su programa de elevación espiritual del catolicismo frente a “ceremonias y ritos sobrevenidos” y su tendencia a un retorno “al evangelio, al interiorismo y la caridad”. Abellán cree que su influencia se extendió en el tiempo hasta el krausismo del siglo XIX, ya que ambos movimientos coincidían “en el pensamiento y la esperanza comunes de la Humanidad civilizada”. Los grandes representantes del erasmismo fueron los hermanos Valdés, Alfonso y Juan, cuyas obras incidieron en la crítica a la paganización y la inmoralidad del clero; la defensa del cristianismo interior, la Philosophia Christi, es decir, una concepción según la cual todos somos miembros de un mismo cuerpo cuya cabeza es Cristo y, por lo tanto, hemos de mantener como Él la misma relación que los distintos cuerpos mantienen con la cabeza{135}. El Quijote es, para Abellán, una obra profundamente influida por el erasmismo, que se refleja, según él, en un cierto anticlericalismo, la moral del amor alejado del código de honor vigente; el sentido de la naturaleza, con sus secuelas de amor a lo sencillo, a lo espontáneo; el cristianismo reflejado en la caridad, alejada de los ritos externos; el ideal del “aurea mediocritas”, del pequeño propietario; la crítica social al “gigantismo”, es decir, a las elites, a los poderosos, clérigos, autoridades, la aristocracia, los ricos; comprensión de la locura, &c.{136} La obra de Cervantes refleja igualmente la crisis característica del Barroco, la “expresión de la crisis general de una sociedad donde los valores feudales están abocados a muerte definitiva, por más que en España se intentan perpetuar contra la dirección de la Historia que había tomado en el resto de Europa”{137}. Con todo, el máximo representante del erasmismo español es Juan Luis Vives, de quien destaca su condición de judío converso, su antiimperialismo y pacifismo; incluso hace hincapié en sus planteamientos filosóficos antiescolásticos y en sus ideas sociales colectivistas{138}.

Con respecto al tema del descubrimiento de América, Abellán lo considera uno de los sucesos fundamentales y definitorios del Renacimiento español, un fenómeno histórico que rompió “todos los esquemas fundamentales de la época, y no sólo en lo que se refiere a la concepción geográfica de la Tierra, sino en la medida en que ésta se imbrica con la concepción teológico-religiosa en algo que afecta a toda la armazón psíquica e intelectual de una concepción del mundo”{139}. Y es que el descubrimiento de América suscitó en España, y en el resto del mundo, una vena utópica que perfilaba el mito de la “Edad de Oro”, y que se tradujo en las experiencias de los “hospitales-pueblos” de Vasco de Gama, en las misiones guaraníes de los jesuitas, en los proyectos de Bartolomé de las Casas, &c. El obispo de Chiapas seguía siendo uno de los héroes intelectuales de Abellán, no sólo como defensor de los indios, sino como precursor de la idea del “buen salvaje” y su superioridad sobre la mayoría de los pueblos y civilizaciones conocidas. Para el autor, lo más valioso de la obra lascasiana es “haber puesto las bases utópicas de una nueva Antropología”{140}. Con respecto al problema de la soberanía española en América, Abellán cree que Francisco Vitoria introdujo “criterios de racionalidad natural por primera vez en los asuntos de la convivencia internacional, poniendo así las bases de un futuro Derecho Internacional. Sin embargo, concluye que, comparado con Las Casas, pecó de “timidez intelectual”. No obstante, el auténtico enemigo de Las Casas fue Juan Ginés de Sepúlveda, a quien censura su “exaltación del militarismo y de las virtudes militares de los españoles” y cuya actitud emocional e ideología le llevaba a “un pensamiento nacionalista”. Su perspectiva doctrinal era “aristocrática y selectiva”; la de Las Casas “profundamente penetrada de la sensibilidad cristiana, mantiene la doctrina democrática según la cual todos los hombres son iguales por naturaleza y, en consecuencia, libres, con los mismos derechos y las mismas responsabilidades ante la ley”. En definitiva, la polémica Ginés de Sepúlveda/Las Casas puso de manifiesto la contradicción entre “un imperialismo nacionalista” y el “universalismo cristiano”. En cualquier caso, Abellán considera al obispo de Chiapas un pensador absolutamente moderno precursor del “racionalismo ilustrado· y del “anticolonialismo actual”. Lo defiende, además, de las acusaciones de antiespañol y de creador de la “Leyenda Negra”: “Es más: yo diría, si no temiendo caer en lo hagiográfico, que es uno de las grandes glorias españolas, defectos incluidos, pues supo anteponer los principios de justicia y caridad para los indios consideraciones patrióticas o nacionalistas que no podían estar en el ánimo de quien pensaba en términos de extensión de la Cristiandad más que de patria, nación, &c.”. Repetía así Abellán lo sostenido en los años sesenta. Y, además, siguiendo a Américo Castro, insistía en su origen converso{141}.

La Contrarreforma supuso, en opinión de Abellán, una auténtica regresión con respecto a las tendencias erasmistas dominantes a lo largo del Renacimiento. Fue el triunfo del “teocratismo”, “una religiosidad paternalista, protegida y amparada”. “Por ello, se obstaculiza, desde entonces, la lectura directa de la Biblia por los católicos y desaparece la participación del laico en el culto divino. Al mismo tiempo, se debilita la idea de ‘Cuerpo Místico’, que adquiere un carácter metafórico, frente al sentido ontológico que tenía entre los erasmistas durante la primera mitad del siglo XVI”{142}. Sin embargo, Abellán interpreta, por ejemplo, la figura de Juan de Mariana como precursor de Hobbes y Rousseau y “como claro defensor de actitudes socialistas”{143}. En el mismo sentido, aparece Francisco Suárez, en quien ve a la cumbre de la Contrarreforma, como un pensador democrático que se adelanta a Locke y a la declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano{144}.

El Barroco se configura como la “cultura de la Contrarreforma”, en el contexto socioeconómico, político y cultura de una irreversible decadencia, “dentro de la cual el tono universal de la cultura renacentista va cediendo a un imperativo de unidad más preocupado por la pureza dogmática de la fe que por la libertad de investigación”{145}. El período barroco o “segunda Contrarreforma” –coincidente con el reinado de Felipe III y Felipe IV, entre 1598 y 1680– representa el triunfo del “cristiano viejo” y de las “masas populares”, “el desprecio del espíritu de lucro, del propio espíritu de producción y una tendencia al espíritu de casta” y de “la función nefasta de una institución como la Inquisición”, del “ambiente misoneísta”, la “decadencia de los estudios basados en la experimentación y en la observación…para atenerse al dogma y a su explicación escolástica”, “el espíritu escolástico con sus inevitables secuelas de odio hacia el Humanismo y el desarrollo científico”, “la ideología antimaquiavelista”; y una consiguiente teoría del Estado de la Contrarreforma “opuesta al Estado absoluto que ese está construyendo en Europa”, la “refeudalización de la sociedad{146}. Socialmente, la época barroca está presidida por el esplendor de la nobleza terrateniente, que, junto con el clero, contaba con la totalidad de la tierra y la parte fundamental de la riqueza del país. En aquellos momentos, particularmente desde 1648, los españoles “viven mirando al pasado, adormecidos por el sueño de viejos mitos sin vigencia en la vida real”{147}. Y es que la característica principal del Barroco es la conciencia del “desengaño”. Algo que se manifiesta en la obra de Francisco de Quevedo en su concepción del mundo como pesadilla; en Gracián, el mundo como engaño; en Calderón, el mundo como teatro o sueño. Tanto la novela picaresca como el teatro barroco tienen como función el apuntalamiento del sistema social vigente. El teatro de Lope de Vega supone, por ejemplo, “la exaltación del orgullo nacional, mediante el cual cumple una función de integrar socialmente a su pueblo cada vez más empobrecido y acosado por fuerzas externas”, “el papel de entusiasmarle vicariamente mediante los dos ideales que el español medio todavía sentía como propios: el de la exaltación de la monarquía absoluta y el de la fe católica, al mismo tiempo que exaltaba el sentimiento igualitario del pueblo encarnándole en la figura del villano defensor de su honra –o, lo que es lo mismo, de su dignidad– con la misma bravura que lo hacían lo de más alta alcurnia”{148}.

Sin embargo, la sociedad española del siglo XVII no era una sociedad completamente estática. La influencia de las ideas francesas aparece ya antes de la llegada de la dinastía Borbón y de aparición de figuras como Feijoo. Alrededor de 1680, existía un movimiento preilustrado, los “novatores”, representado por Nicolás Antón, Diego Mateo Zapata, Mayans y Siscar, Andrés Piquer, &c. La filosofía de los “novatores” tuvo como objetivo “introducir una concepción científica, que de momento ponga las bases de un estudio experimental de la naturaleza, aunque el fin último probablemente tiene aspiraciones mucho más radicales”, “la implantación de una cosmovisión científica que sustituta a la cosmovisión escolástica, aunque el objetivo final no pueda cumplirse plenamente por la oposición sistemática y denodada de las fuerzas más conservadoras y misoneístas de la sociedad”. El “novator” o “preilustrado” más significado, según Abellán, fue Gregorio Mayáns y Síscar, al que considera superior a Feijoo. Y es que mientras el primero era un “investigador”, el segundo nunca pasó de ser un “divulgador”. Abellán presenta a Mayáns como un crítico del sistema social vigente y de la política centralizadora de Felipe V; un anticlerical y crítico de la Iglesia; un seguidor de la “teología erasmiana” y un representante del “humanismo cristiano”, “incorporado al movimiento de racionalismo crítico propio de su siglo”{149}.

La Ilustración española y el despotismo ilustrado se consolidan en el reinado de Carlos III, “el gran momento cumbre de la Ilustración y de la recuperación iniciada en 1680”. Abellán presenta a Feijoo, Campomanes, Floridablanca y Jovellanos como representantes de un “cristianismo ilustrado”. “Todos ellos empapados de la filosofía de la Ilustración, se propusieron contribuir a una reforma social y educativa del país, que acabara de una vez con el atraso científico y técnico respecto de las naciones europeas más adelantadas del momento”. Su origen social no fue burgués, sino que procedían de “la baja y media aristocracia”. La Ilustración española no tuvo el carácter radical de la francesa; y no fue una mera mímesis, sino que buscó sus fuentes en la filosofía de Vives, en las tendencias racionalistas y libertarias del erasmismo y en el positivismo de los médicos filósofos. Feijoo fue, en ese sentido, un continuador de la labor de los “novatores” y “un divulgador genial de sus ideas y planteamientos”. Sin embargo, no se trataba, a su entender, de un ilustrado puro, por su “no creencia en la capacidad transformadora de lo real por la razón y en la fuerza revolucionaria del derecho, la inexistencia de una crisis de fe o de ruptura con la revelación, la falta de una explicación historicista de las religiones y/o de reducción de lo humano al naturalismo físico”. En el fondo, no fue un pensador original, sino “un gran divulgador”. En realidad, el primer pensador español plenamente ilustrado es, para Abellán, Jovellanos, de cuya obra pretende dar, contra no pocas racionalidades y evidencias, una interpretación radical y revolucionaria, como defensor de “una utopía socialista”; utopismo que, según él, no se trata de un postura “puramente adventicia, sino la última consecuencia de una actitud ilustrada radical”. No obstante, señala su rechazo a “los métodos violentos y sangrientos de llevarlas a la práctica”. A su entender, la revolución para Jovellanos debe “hacerse cuando se cumplen dos condiciones absolutas: el ser voluntad del pueblo y el no estar contra la constitución interna, lo que en definitiva viene a ser lo mismo”. Fue un ilustrado utópico que no renunció nunca a sus más altas metas de un igualitarismo radical, “si bien éstas permanecen soterradas en función de una operatividad práctica que nunca perdió de vista”. En ese sentido, hace hincapié en sus críticas a la nobleza, su actitud reivindicativa ante la mujer, sus ideas religiosas próximas al jansenismo y, por supuesto, al erasmismo. Su Informe sobre la Ley Agraria era, sin embargo, “una aplicación del liberalismo económico al campo de la agricultura”. No obstante, Abellán vuelve a insistir en que “por debajo de su aparente moderación adivinamos, pues, al hombre que es consciente de que las grandes transformaciones sociales solo son posibles de verdad cuando se atacan las estructuras económicas que les sirven de fundamento”. Otro representante de la Ilustración es Juan Pablo Forner, cuya defensa de la cultura española en las polémicas de su tiempo nada tenían que ver con el tradicionalismo, ya que sus ideas eran las de “un fiel representante del despotismo ilustrado con cuyos planteamientos se identifica una vez más plenamente”{150}.

Tras la muerte de Carlos III, con su heredero y con Manuel Godoy., se produce la sustitución del “despotismo ilustrado” por el “despotismo ministerial”{151}.

Abellán interpreta el siglo XIX en clave marxista, muy próxima a los postulados de Manuel Tuñón de Lara. Y es que defiende que el modelo de “revolución burguesa” español se concretó en “la alianza entre grandes terratenientes y alta burguesía, donde la hegemonía de los primeros actuará de freno de la segunda por su ideología y sus instituciones”. “Con todas sus limitaciones, sin embargo, se trata de una clase burguesa muy alejada de los intereses feudales”. En la sociedad española, “esa hegemonía de la oligarquía terrateniente se va a realizar contra la masa campesina y va a frenar el desarrollo de la revolución burguesa, puesto que la explotación latifundista mantiene muy bajo el poder adquisitivo de la mayoría de la población e impide la formación de un mercado nacional, manteniendo una producción industrial raquítica, tanto en bienes de consumo como de maquinaria”{152}. En tan desfavorable contexto, el autor destaca “la vitalidad ideológica de la España del siglo XIX”, ya que “en una sociedad básicamente conservadora e inmovilista, se requería una vasta movilización ideológica para remover los obstáculos de la tradición”. “La clase intelectual más progresista fue, en ese sentido, no sólo coherente con sus ideas, sino que tuvo un alto sentido de su responsabilidad”{153}.

En opinión del autor, la guerra de la Independencia representa “la madurez política del pueblo español”; y resalta el origen español de las palabras “liberal” y “liberalismo”, sinónimo de persona generosa y tolerante, es decir, un carácter “predominantemente moral”, hecho relacionado con “el fondo religioso que anima a tantas concepciones española, y en este caso la expresión de lo que hemos llamado ‘negación de la religión del éxito’”. El liberal español es un “hombre despreocupado por la prosperidad económica, mientras que se entrega a la guerra, a la aventura o a la gloria”. Con la guerra de la Independencia, el pueblo español “empezó a ejercer por iniciativa propia el principio de soberanía nacional”. Exalta la figura de José María Blanco White, cuya actitud ante los acontecimientos considera “claramente democrática”, incluso lo presenta como un precursor de las tesis de Américo Castro sobre la historia española. Abellán considera que la originalidad del liberalismo español es su vinculación romántica entre “las ideas de libertad y el sentimiento de nación”. Liberalismo y romanticismo dieron definitivamente expresión a la labor de las Cortes de Cádiz. Su motor era la burguesía española y su “anhelo profundo por la remodelación de la sociedad”{154}. A juicio de Abellán, la originalidad de la Constitución de 1812 provenía de ser “la expresión más alta del liberalismo español”; es “la primera expresión europea de un Romanticismo político en el que España fue primera”, “la manifestación más pura de la fe en la propia nación como sujeto de soberanía y como lugar donde encarnar esos supuestos valores universales y abstractos”. Por ello, “no necesitan beber en fuentes extranjeras; aprovechan la existencia de una tradición nacional que les sirve de inspiración, aunque a veces tenga que forzar los textos y en algún momento hasta tergiversarlos”. A ese respecto, valora positivamente, la obra de Francisco Martínez Marina, quien “trataba simplemente de adaptar sus ideas a las circunstancias y naturaleza del pueblo español”{155}. En ese contexto, los llamados “afrancesados” o “josefinos” son un sector “a medio camino entre los absolutistas defensores de Fernando VII y los liberales de las Cortes de Cádiz, se crearon la enemistad y el odio de ambos bandos, adelantándose de forma premonitoria a los excesos que van a caracterizar nuestro siglo XIX”. Con respecto al tema colonial y la independencia de los países hispanoamericanos, Abellán considera a los liberales como herederos del iusnaturalismo católico y de la “religión de la negación del éxito”. Así lo prueban, a su entender, los textos de Quintana, Flórez Estrada y Blanco White: “El liberalismo español –dice– puso las bases de la descolonización de los países hispanoamericanos, en varias ocasiones contribuyó a ello cuando vio que era imposible compaginar la libertad en ambos hemisferios, prefirió la del nuevo continente”{156}.

A la hora de analizar el pensamiento antiilustrado y antiliberal, Abellán sigue a pies juntillas las tesis del discutible libro de Javier Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español. Y es que para nuestro autor, como para Herrero, autores como Francisco Zeballos, Antonio José Rodríguez, Antonio Javier Pérez y López, Antonio Vila y Camps, Clemente Peñalosa y Zúñiga, fray Diego de Cádiz, Pedro de Quevedo y Quintana, Rafael de Vélez o Francisco de Alvarado –“El Filósofo Rancio”– carecen de la menor altura intelectual y ética; son meros plagiarios de las tesis y de los intereses defendidos por la Iglesia católica y los estamentos tradicionales. Son más afrancesados que los liberales. Sin embargo, su elaboración del “mito reaccionario” se convirtió en un obstáculo para la instauración de la modernidad en la sociedad española: “Es el atrincheramiento de una sociedad de inmovilismo ciego que se niega a la menor reforma y a cualquier planteamiento que roce la más elemental racionalidad. Muchas incongruencias de la historia contemporánea española no se entenderían si no tenemos en cuenta las actitudes y los prejuicios que anidan bajo esa postura. Por eso ha sido necesario dedicarle este largo capítulo de nuestra Historia, pese a lo anodino que desde el punto de vista puramente intelectual puedan parecernos sus argumentos y planteamientos”{157}. En ese sentido, el carlismo posterior no fue otra cosa que “la resistencia de la sociedad neofeudal”{158}.

Y es que Abellán se identifica con el liberalismo de carácter revolucionario o radical, en cuya tradición ubica a Mariano José de Larra y a José de Espronceda, liberales y románticos a un tiempo. Frente a los extremos absolutistas y revolucionarios, apareció el liberalismo doctrinario, “una doctrina conciliadora”, cuyo origen no sólo se encontraba en la Francia posrevolucionaria, sino en “la gran figura de Jovellanos”. Su vigencia en la sociedad española venía dada por la existencia de bases estamentales y tradicionales muy fuertes, ya que “la contraposición tradicional del rey y cortes, expresiva recíprocamente del poder regio y la representación nacional, que garantiza su supervivencia”. Sus máximos representantes fueron Javier de Burgos, Pedro José Pidal, Antonio de Alcalá Galiano y Francisco Martínez de la Rosa{159}. Juan Donoso Cortés merecía párrafo aparte, porque se movía entre el doctrinarismo y el tradicionalismo. Cree Abellán que su cambio de perspectiva ideológica fue producto de una lenta evolución, pero que no representó una total ruptura con lo anterior. Y es que existían unas constantes donosianas, que lo enmarcaban en el romanticismo político e ideológico. En su opinión, se trataba de un hombre “no vulgar”, sobre todo por haber sabido anticipar “la importancia cada vez mayor del socialismo”, “casi como un profeta que supo adivinar el fin del imperio inglés; o la hegemonía de Rusia”. En su debe se encontraba su ignorancia de Marx y Engels, así como su interés por Proudhon{160}. Por su parte, Jaime Balmes es presentado como “un espíritu conciliador que trató de renovar las doctrinas filosóficas sin salirse del catolicismo” y que nunca cayó en el “ultramontanismo”. En gran medida, lo interpreta como un liberal. Sin embargo, y no sin contradicción, estima que su proyecto político hubiera tenido como consecuencia “una restauración del Antiguo Régimen”. Fue, además, “el intérprete de la primera burguesía de la Renaixença”{161}.

La “Gloriosa” de 1868 significó el triunfo de “la burguesía revolucionaria” frente a la burguesía conservadora isabelina{162} y, a nivel intelectual, del krausismo, “para una reforma en profundidad de la sociedad española, de acuerdo con las tendencias implícitas en el momento progresista”. Frente a Menéndez Pelayo, Abellán defiende que la decisión de Sanz del Río fue consecuencia de “las afinidades filosófico-espirituales con la tradicional sensibilidad religiosa de la cultura española así como las implicaciones ético-prácticas que exigían los imperativos de la reforma sociopolítica en que se hallaban comprometidas las minorías más avanzadas de nuestro país”. Con respecto a Sanz del Río considera que se obra es ante todo de carácter socrático y defiende la originalidad de su pensamiento en relación a Krause. Estima que su oscuridad estilística es “premeditada”, cuya finalidad era crear un lenguaje filosófico riguroso y preciso. Señala, como de costumbre, sus concomitancias con el erasmismo, por su fondo místico y estoico. El krausismo introdujo en la sociedad española “una creencia en el progreso moral del hombre que en un país católico –con su pesimismo antropológico– supuso un giro inconmensurable en su concepción del mundo”. En definitiva, suponía “la verdadera incorporación de los presupuestos ideológicos de la Ilustración a nuestro panorama cultural y social”. Insiste igualmente en su vertiente religiosa; se trata de una “teología sistemática”. En ese sentido, la figura de Fernando de Castro vuelve a resultar esencial para Abellán: un representante del catolicismo liberal europeo, no opuesto al catolicismo; una alternativa que se vio frustrada por la evolución del catolicismo con Pío IX. Por ello, el autor se muestra muy crítico con las campañas neocatólicas en contra del krausismo. Además, defiende que su concepción orgánica de la sociedad era compatible con el liberalismo. La revolución del 68 supuso la edad de oro del krausismo. Entre sus realizaciones, Abellán destaca la Universidad Central, la Asociación para la Enseñanza de la Mujer y la Sociedad Abolicionista Española{163}.

Entre los seguidores españoles de Hegel, Abellán destaca a Emilio Castelar, como representante de la “derecha hegeliana”; y a Francisco Pi y Margall, de la “izquierda”. En el caso de éste último, destaca, como ya lo hizo en otros escritos, su defensa del federalismo, “expresión política del Romanticismo”{164}.

La Restauración, por el contrario, significó el “triunfo de la burguesía conservadora” y un compromiso entre “los representantes de la España tradicional –conservadora– y los promotores de la nueva España democrática –progresismo– manteniendo siempre y en cualquier caso la hegemonía política de la burguesía frente a la vieja nobleza feudal”{165}. Su base ideológica era el liberalismo doctrinario defendido por Antonio Cánovas del Castillo, “la creencia en la propiedad privada como principio ordenador de la convivencia social”. No obstante, Abellán cree ver igualmente en el ideario canovista “una anticipación de la concepción asistencial del Estado, que se formulará posteriormente bajo las teorías del Estado benefactor”. Como historiador, Cánovas coincide con Menéndez Pelayo en un “reflejo del rearme ideológico del moderantismo español”, que busca sus fuentes en el neotomismo y en el tradicionalismo. Se trataba, en fin, de un sistema político “oligárquico-caciquil de bases rurales”, que ignoraba “todo el desarrollo industrial y volviendo la espalda, por tanto, a la participación activa de la burguesía industrial dentro del sistema”, estimulando, así, “no sólo la división clasista entre campesinado empobrecido y mediatizado y los latifundistas y propietarios poseedores de la tierra, con su secuela de servidores –caciques de toda laya y condición–, sino una profunda contradicción entre el campo y la ciudad”{166}.

Al mismo tiempo, el autor señala que la Restauración significó la “implantación y arraigo del positivismo” como ideología de la nueva clase social dominante; lo que se manifestó en la articulación del denominado “krausopositivismo”, en el desarrollo de la sociología, la difusión del darwinismo y la interpretación del marxismo defendida por Jaime Vera{167}. A ese respecto, Abellán hace especial hincapié en la labor pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza y su principal figura, Francisco Giner de los Ríos, “el Sócrates español”, destacando “su saber, su humanidad, su sencillez y humildad”. Además, en la Institución, pese a su laicismo, se “respiraba un cierto aire franciscano”. “Un santo laico, cabría precisar, para el que el amor a la Naturaleza lo era todo”. El “espíritu institucionista” se caracterizó por ser “un centro de resistencia y como un impulso de transformación y cambio”. Entre sus realizaciones, destacaba la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, la Residencia de Estudiantes, la Residencia de Señoritas, el Instituto-Escuela para la Segunda Enseñanza y las Misiones Pedagógicas{168}.

Sin embargo, y no sin contradicciones, Abellán nos ofrece un perfil positivo de Menéndez Pelayo, al que califica de “erudito genial, que dedicó su vida entera al trabajo literario y a la investigación histórica, campo en los que sus aportaciones marcan un hito insoslayable en la historia de la cultura española”. Y es que su proyecto intelectual consistió en hacer “una historia católica sin fáciles concesiones a una piedad anticientífica”. En su madurez se convirtió en “un sabio sereno y erudito que busca lo mismo con mayor ecuanimidad”. Siguiendo a Adolfo Muñoz Alonso, describe su sistema filosófico como “ontopsicologismo”. Y, en un balance final de su obra, señala: “En todo caso, su labor ha rendido un fruto que sólo los ciegos o los ignaros pueden desconocer: la demostración y exposición de nuestro valor histórico en la esfera del pensamiento. Desde este punto de vista, lo que al principio de su labor parecía una contradicción en los términos –filosofía española–, dejó de serlo, dando lugar a que se hiciese realidad lo que él mismo describía así al cabo de los años”{169}.

En contraste, su valoración del conjunto de la filosofía católica de la época –espiritualismo, neoescolástica y tradicionalismo– fue negativa, dado su “carácter defensivo y apologético, careciendo del vigor y la fuerza que el pensamiento católico alcanzó en otras épocas”. El más valorado fue el cardenal Zeferino González, ya que “no concebía el tomismo como un sistema concluso y, por tanto, inmóvil, sino como un pensamiento vivo y abierto a las tendencias renovadoras”. Juan Manuel Ortí y Lara, en cambio, “nunca sobrepasó un escolasticismo rayano en lo dogmático”. Entre los tradicionalistas destacaba Juan Vázquez de Mella, “un pensador hondamente reaccionario, y de los más firmes y consecuentes que hemos tenido en España en esa línea”. Sin embargo, prácticamente desconoce a Enrique Gil y Robles, el más sistemático doctrinario tradicionalista del siglo XIX{170}.

Todavía menos convincente resulta su tratamiento del regeneracionismo, en el que sigue, en lo fundamental, las muy discutibles tesis de Enrique Tierno Galván. Se trata, a su juicio, de la expresión de la crisis ideológica del 98, la emanación de la “mentalidad positiva” y su repercusión en la pequeña y media burguesía. En ese sentido, hace referencia a los “planteamientos neoautoritarios” de Costa. Sin embargo, estima que este “prefascismo” “no afecta al fondo profundamente liberal de Costa”. Otros autores, como Lucas Mallada, Macías Picavea, Isern, Silió, Senador e incluso el conservador liberal Sánchez de Toca aparecen como precedentes de un “caudillismo”, “acuñado de nuevo para una de las experiencias dictatoriales que vivirá España con el general Primo de Rivera, primero, y con el general Franco, después”{171}.

Los nacionalismos periféricos catalán y vasco son interpretados por nuestro autor como reacciones al centralismo característico del régimen de la Restauración y de las clases burguesas que “habían adquirido un desarrollo superior, reclamando niveles de autonomía cada vez mayores frente a la Meseta para resolver sus problemas”, algo que “el Estado canovista no comprendió nunca”. Abellán no consideraba a Prat de la Riba un separatista; en realidad, fue alguien que “se rebela contra la interpretación castellana de la España y la identificación de ésta con Castilla”. En el caso vasco, cree que se aparición es consecuencia remota de la escasa “romanización” de las provincias y de la primera guerra carlista. No obstante, defiende que el nacionalismo vasco no cobró “toda su fuerza hasta que no se produce el desarrollo de una burguesía altamente emprendedora –en particular la vinculada a los intereses mineros, siderúrgicos, navieros y financieros– que va a reivindicar un ámbito de autonomía política e institucional acorde con la importancia de dichos intereses”. Califica a Sabino Arana de “radicalmente xenófobo” y “anticastellano”, aunque luego evolucionó, según él, “hasta el punto de abjurar de sus convicciones originales”. Sin embargo, para Abellán los nacionalismos periféricos han tenido el aspecto positivo de cuestionar la estructura centralista del Estado español, “contagiándolas de una compartida aspiración a la autonomía”{172}.

Por su parte, el socialismo español destaca por “la insuficiencia ideológica de los primeros planteamientos españoles con respecto al movimiento obrero”. Pablo Iglesias se movía en torno a dos planteamientos dispares. Por un lado, la socialdemocracia; por otro, “una cierta conciencia utópica y profética”. Lo cual, según Abellán, relaciona al socialismo con el “espíritu español”, “de tal manera que utopía y ética se presentan estrechamente enlazadas en una actitud vital que refleja profundos contenidos de una cultura a veces soterrada y oculta, pero siempre viva entre nosotros a lo largo de la historia, donde el humanismo y el socialismo se dan la mano en un puente entre el pasado y el presente; el lazo entre los socialistas del siglo XVI y XVII (sic) y la victoria política en 1982 y en 1986, resulta así algo más que un recuerdo retórico”{173}. En parecidos términos se expresa el autor en su interpretación del fenómeno anarquista, haciendo mención a “la existencia de condiciones particularmente favorables en nuestro país para su implantación; y, al mismo tiempo, el hecho de darse en el anarquismo español una peculiar afinidad con el temperamento y la sensibilidad propia del carácter español (sic)”, “un idealismo generoso y espontáneo”, “el rechazo al centralismo político que venía imponiéndose en España desde la Casa de Borbón y que se había acentuado con la revolución liberal”, “el anticlericalismo, lo que no es un fenómeno extraño a nuestra tradición ni mucho menos; desde el erasmismo del siglo XVI”, “el fondo profundamente idealista y el sentido religioso-moral del anarquismo”, “un cierto tipo de herejía religiosa que no consiste en la separación de la Iglesia en materia doctrinal, sino aquella que provienen de una cierta rebelión contra a los abusos de sus miembros o contra la incapacidad del clero para vivir de acuerdo con sus exigencias”. A todo ello, Abellán añadía “la debilidad teórica del marxismo y la propia debilidad del proletariado industrial”{174}.

Su valoración de la obra de Fernando de los Ríos es, y no por casualidad, muy positiva. Y es que el profesor granadino disfrutaba de una triple filiación: “humanismo renacentista (¿erasmista?), racionalismo ilustrado y socialismo neokantiano”; un socialismo como “proyecto humanizador de carácter reformista”, “un socialismo muy poco marxista, que busca ante todo la libertad del hombre, muy próximo a las próximo a las posturas jurídico-reformistas de Jean Jaurès o de Fernando Lassalle”. Menos entusiasta se mostraba con Julián Besteiro, cuyo pensamiento no se había constituido sistemáticamente, sino “como reacción ante los acontecimientos políticos o la actualidad inmediata”. En cualquier caso, se trataba, según él, de “un socialismo democrático, abierto a las conquistas del humanismo liberal”. Cuando se ocupa de Luis Araquistain, nuestro autor resalta “una coherencia muy notable que mantiene su evolución intelectual dentro de unas coordenadas inalterables desde las primeras formulaciones juveniles hasta el final de su vida”. Sin embargo, es incapaz de ofrecer una interpretación razonable de su militancia revolucionaria durante la II República{175}.

Su valoración del espíritu noventayochista no varió excesivamente desde sus estudios juveniles de los años sesenta y setenta. El noventayochismo seguía siendo consecuencia de la “crisis de la pequeña burguesía” y se encontraba conectado con la “crisis de fin de siglo”. Todos los noventayochistas –Maeztu, Azorín, Baroja, Unamuno, Valle Inclán, Machado– eran “arquetipos del pequeño burgués lúcido y consciente de su situación”, lo que podía percibirse, según Abellán, en “el refugio de sus posturas individualistas, que les llevará a una crítica acerba, y a veces a la ruptura con la estructura dominante, sin integrarse, por otro lado, en la opuesta”. “Y es que en realidad como representantes de la pequeña burguesía y de la crisis por la que ésta pasaba, su posición era prácticamente insostenible. O saltaban por encima de las barreras ideológicas para integrarse en el pueblo (Machado) o se pasaban a la defensa de los ideales de la oligarquía (Maeztu), o –como hicieron la mayoría durante una larga etapa de su vida literaria– se entregaban al esteticismo y a la contemplación”{176}.

Abellán destaca la influencia de Nietzsche como “caudillo ideológico” en los hombres del 98, en Baroja y “Azorín”, pero sobre todo en Maeztu, que de nuevo aparece como el adalid del fascismo español: “La responsabilidad final de Maeztu en las actitudes que conducirán a la guerra civil no puede obviarse (…) ‘La voluntad de poder’, con su inicial origen nietzscheano, ha llegado aquí a sus últimas consecuencias prácticas, de doloroso recuerdo para los españoles”. En contraste, la valoración de Antonio Machado continuaba siendo muy positiva, casi hagiográfica. Lo seguía considerando un filósofo, haciendo referencia a su “lógica poética”; y exaltaba su evolución político-social, particularmente la de la relación entre Cristo y el comunismo, al igual que su admiración por la Rusia soviética, “un comunismo cristiano que tiene como aspiración máxima la realización de la justicia, en lucha contra todo materialismo excesivo”{177}. Comprensivo se muestra con Unamuno, aunque seguía defendiendo las posiciones interpretativas de la tesis doctoral: su crisis de fe resultaba del enfrentamiento agónico entre “la vanidad” y “el impulso de humildad y entrega religiosa”. En ese sentido, lo ve como un adelantado del existencialismo, en temas como la conciencia, la angustia, la muerte, la trascendencia y la personalidad. Su posición se encontraba muy próxima a la de Nietzsche y Kierkegaard. Y, en el tema del darwinismo, a Bergson y Teilhard de Chardin. Su heterodoxia religiosa era un signo de “españolidad”{178}.

De nuevo, quien salía muy malparado de su pluma era Ramón Menéndez Pidal, a quien Abellán seguía viendo como un epígono del 98. No sólo volvía a criticar su castellanismo, su preocupación por “lo castizo y lo esencial castellano”, sino nuevamente “una muy desafortunada interpretación ‘nacionalista’ del padre Las Casas”. Y concluía: “Son limitaciones muy propias de una historiografía condicionada por posiciones ideológicas previas, que no responden a un planteamiento estrictamente científico”{179}. En cambio, Américo Castro, cuya concepción de la historia de España expone como devoción discipular, suponía, a su entender, “la superación del casticismo”. De tal concepción se derivaba la inexistencia de una “España eterna”, encarnada en “valores eternos u otras entelequias metafísicas en un ‘espíritu nacional’, sino algo mucho más sencillo: una ‘realidad histórica’ a la que se puede atribuir fecha de origen y unos hitos en su desarrollo temporal, bajo condiciones históricas, sociales, políticas y culturales perfectamente delimitables por la historiografía”{180}. Por el contrario, Abellán continuaba despreciando la obra de Sánchez Albornoz, a la que relaciona, como en el caso de Menéndez Pidal, con el 98; lo califica de “positivista” y del padecer el “síndrome ideológico” del esencialismo nacionalista{181}.

La denominada “generación de 1914” tenía como “caudillo” a José Ortega y Gasset, cuyas obras Meditaciones del Quijote y Vieja y nueva política, marcaron, a juicio del autor, un nuevo horizonte político e intelectual. Según Abellán, otro de los representantes más cualificados de esa generación fue Manuel Azaña, que pregona su carácter eminentemente político. Se trata de una generación “plenamente universitaria” y que se declara aliadófila durante la Gran Guerra. Sus ideales son los de “europeísmo, racionalismo, cientificismo y republicanismo”{182}.

A la hora de ocuparse de Ortega y Gasset, Abellán no se muestra tan radical como en sus escritos juveniles. Como entonces, ubica socialmente al filósofo en la alta burguesía, con su consiguiente adhesión al liberalismo y sus evidentes reticencias a la democracia. Hace mención, a ese respecto, su “idealismo político”, que “desconoce a pesar de su afirmación explícita en contrario, las motivaciones profundas de carácter irracional e inconsciente en la conducta política, social y psicológica de los sujetos”; y ensalza su defensa de un “raciovitalismo consecuente y fecundo”. Resaltaba, además, su acatolicismo, que no era ateísmo y que se pronunciaba abiertamente contra el anticlericalismo”. Su proyecto era “una plena inserción de España en el ámbito de una vida universal, donde los planteamientos de la ‘modernidad’ quedasen superados”. “Esto suponía una plena reivindicación de la filosofía para España, como esfera autónoma y neutral, ajena a los intereses extrínsecos –incluidos los religiosos– de toda clase, con lo que la obra de Ortega cierra sí el círculo de su propia actuación”. Destaca igualmente su labor como promotor de la Escuela de Madrid, con García Morente, Zubiri, Marías y Gaos, García Valdecasas, Maravall, Recasens Siches, &c.; y la Revista de Occidente. Una Escuela que se dividiría en Madrid e Hispanoamérica, con Marías y Gaos, tras la guerra civil{183}.

Sin duda, la parte más endeble de la Historia crítica del pensamiento español, y tiene múltiples como hemos tenido oportunidad de ver, es la dedicada a la II República y a la guerra civil. Al tratar estos temas, el autor más bien parece un militante político de izquierda que un historiador mínimamente objetivo. En su discurso, la II República aparece, sin matices, como “el proyecto político más genuino de la generación de 1914”. Su figura más representativa era Manuel Azaña, “el hombre que mejor encarnaba su espíritu y su sentido”, “uno de los más grandes oradores del siglo XX” y “un liberal radical” con “honda repugnancia por la tendencia a la transacción y a la componenda”, algo, por lo demás, ligado a un “profundo sentido patriótico”. Su proyecto político suponía “desmantelar los fundamentos de una sociedad basada en la oligarquía y el caciquismo, que tenía sus pilares en una Iglesia anacrónica y un Ejército inflacionado”, “una estructura que mantenía aún fuertes componentes semifeudales”. Azaña fue, en fin, “una figura patética que defiende la razón y el derecho en un mar de violencia e irracionalidad”{184}.

Frente a este proyecto, se alza la reacción de la derecha, que, según Abellán, configura “un fascismo español”, representado por Acción Española, en “una dirección fascista o parafascista”. Sigue Abellán identificando a Maeztu con el fascismo y la voluntad de poder nietzscheana. En su interpretación, sigue a pie juntillas el discutible libro de Raúl Morodo. Al lado de Acción Española, se encuentra Ledesma Ramos y La Conquista del Estado y Falange, de José Antonio Primo de Rivera, que identifica, además, y con notable distorsión de la realidad, con El Estado nuevo, de Víctor Pradera y Genio de España, de Ernesto Giménez Caballero{185}.

Consecuentemente, interpreta la guerra civil no sólo como el fracaso de la “modernidad”, sino como la contraposición entre el “pueblo” republicano y el “imperio” fascista/tradicionalista, que identifica con la Hispanidad de Maeztu. Y como colofón a todo ello, señala: “La debilidad de la burguesía española, muy alejada de los parámetros de la que existía en el resto de los países europeos, las injustas desigualdades económicas de la estructura social, la crisis internacional por la emergencia de los totalitarismos y de la revolución soviética, la inadecuación psicológica y educativa del español medio para la vida democrática, fueron elementos detonantes de una situación insostenible”{186}.

Curiosamente, en la Historia no aparecen referencias al pensamiento del exilio. Años después, en 1998, Abellán publicó una reedición corregida y aumentada de su obra juvenil, ahora titulada El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939. Al nuevo libro, se añadieron tres secciones, con ocho filósofos más con tratamiento independiente: Xirau, Nicol, Ferrater Mora, Gaos, Granell, Recasens Siches, Ayala, Fernando de los Ríos, Araquistain, Sánchez Vázquez, Zambrano, Larrea, Bergamín, Imaz, García Bacca, Medina Echavarría, Gallegos Rocafull y García Pelayo. A dicha lista de añadía un nuevo repertorio de filósofos exiliados: Serra i Hunter, Roura-Parella, Casanovas, Oliver, Ramón Xirau, Rodríguez Huéscar, Abad Carretero, Castro, Zulueta, Carmona Nenclares, Pescador, Nuño, &c., &c. En realidad, sus premisas y conclusiones seguían siendo las mismas que en 1966: el exilio republicano de 1939 era “uno de los fenómenos más importantes de nuestra historia y, por la calidad humana e intelectual de sus hombres, es sin duda la señalada de nuestras emigraciones, en un país en que éstas han sido el pan nuestro de cada día”{187}.

5. Epílogo de un alma desilusionada

Mientras realizaba su obra magna, nuestro autor se entregó, al mismo tiempo, al análisis de la actualidad. El fallido intento de golpe de Estado de febrero de 1981 fue interpretado por Abellán como fruto de la obsolescencia del modelo de Ejército vigente aún en la sociedad española y como muestra de la resistencia de ciertos grupos reaccionarios al proceso de democratización del país. Históricamente, el golpismo militar había sido fruto del “deseo de vivir políticamente en democracia bajo estructuras socioeconómicas poco propicias a ello de una sociedad agraria”. De ahí que, a lo largo del siglo XIX, tuviera carácter “progresista”. Sin embargo, en el siglo XX, el golpismo cambió de signo, sobre todo a partir de la crisis de 1898, convirtiéndose en “gendarme nacional”. De ahí que, en la actualidad, se hubiese convertido en un “quiste social, residuo de una sociedad agraria en medio de otra ya industrial”. En su opinión, el golpe del 23 de febrero había estado muy bien preparado, pero careció no sólo del apoyo del monarca, sino de “identificación de la población civil”. La solución era que las Fuerzas Armadas se integrasen en “una sociedad del siglo XX y aprendan a pensar en criterios propios de la sociedad industrial, en un proceso de cambio irremediable”{188}. Al mismo tiempo, opinaba que la llamada “trama civil del golpe” estaba representada por “el conjunto de los intereses socioeconómicos que anidan bajo el mismo, tratando de propiciarlo y provocarlo”, es decir, el “capital especulativo surgido bajo la protección de la dictadura”. Sin embargo, esta fracción del capitalismo español constituía ya una minoría “frente al gran capitalismo financiero que representa la banca, los intereses del capitalismo industrial y de las multinacionales, al mismo tiempo que la gran mayoría de las Iglesia y del Ejército”{189}. La solución definitiva al problema militar era la profesionalización del Ejército, ya que el proceso de globalización económica hacía que la misma idea de unas Fuerzas Armadas nacionales resultara “anacrónica”. “El concepto de Ejército-Pueblo que lo sustenta ha dejado de ser operativo; de aquí la necesidad de cambiarlo por otro en el que el Ejército sea básicamente una institución mantenida y servida en su totalidad por profesionales”{190}.

Por aquellas fechas, Abellán se dedicó a divulgar algunos de los contenidos de su Historia crítica del pensamiento español en periódicos como Diario 16 o El País. Se trataba de retratos de figuras históricas que, a su juicio, encarnaban la idea de progreso, aquellos que denominaba “los pioneros de la libertad”. Así, Vasco de Quiroga era interpretado como un cristiano que intentó “restaurar la doctrina y la vida cristiana en su santa simplicidad, mansedumbre, humildad, piedad y caridad”{191}. Las Casas era de nuevo presentado como “un buen cristiano”, preocupado por “los desvalidos y menesterosos”, un precursor de los derechos humanos y del concepto de ‘Humanidad’”; era “el español de la Humanidad”{192}. Luis Vives, un crítico del Imperio español, “denunciando los males de la época”, “un firme defensor de la libertad y de la independencia del espíritu”{193}. Jovellanos, el adalid de “una modernización pacífica y gradual de España”, “uno de los primeros portavoces del feminismo en España”; y exalta su “veta radical e igualitaria”{194}. De Espronceda, destaca “sus tendencias socializantes”{195}. Larra personifica el romanticismo liberal, “una actitud casi revolucionaria”, porque “el pueblo siempre tiene razón para Larra”{196}. Teresa de Ávila era colocada, por Abellán, en la línea de Clara Campoamor, Dolores Ibárruri, Federica Montseny, Margarita Nelken, Emilia Pardo Bazán y Concepción Arenal, como una “adelantada de los movimientos de liberación femenina”, cuyo misticismo la hizo “sospechosa de herejía y estaba muy vigilada por los inquisidores”{197}. Mariana Pineda era “el personaje femenino más significado de cuantos en nuestra historia han defendido los ideales de la libertad”, “símbolo universal de la nueva España que renace”{198}. Clara Campoamor era la luchadora por “una sociedad más justa y equitativa”{199}. María Zambrano destacaba por su esfuerzo de “acercar la filosofía a la poesía”, que ofrecía la expresión a “una manera de pensar muy afín al alma femenina”{200}. Cervantes “un genio y frustrado defensor de la libertad” y de la “igualdad metafísica”{201}. Unamuno, “un hombre de una pieza”, cuya obra se encontraba marcada por “un largo aliciente de libertad”{202}.

Abellán se identificó totalmente con el modelo de Estado de las autonomías instaurado a partir de 1978. A su entender, se trataba de una consecuencia del “proyecto socialista”, y que gracias a él se estaban “dando las condiciones mínimas de esperanza –en Cataluña, Euzkadi y Andalucía, por lo menos– para que las comunidades periféricas, tan marginadas durante la dictadura, puedan vivir la democracia con una mínima credibilidad y un cierto sentido del futuro”. Además, la construcción de ese mismo Estado realizaba “una labor de depuración del concepto de lo nacional que no puede ser más saludable desde el punto de vista psicológico”{203}. Se trataba de un ensayo histórico de gran importancia que, en su opinión, podría tener “una influencia muy superior a la mera política interna, convirtiéndole en un modelo posible para otros Estados nacionales”; incluso podría ser la fórmula “para resolver las viejas frustraciones territoriales representadas por Gibraltar y Portugal”{204}. Era la “inversión” de la historia española, “frente al monolitismo, la pluralidad; frente al centralismo unitario, la democracia participativa; frente al imperialismo, la fraternidad”. “A la España ‘única’ y ‘dogmática’” contraponemos otra España plural y diversa, presidida por el concepto de ‘nación de naciones’”{205}.

Abellán pensaba que, con la democracia, el problema de España había dejado de estar vigente, ya que “los españoles hemos aprendido a convivir en un régimen de aceptable tolerancia que hace impensables situaciones de enfrentamiento civil”. Claro que, en aquellos momentos, el nacionalismo excluyente se había trasladado a “algunas Comunidades Autónomas”, por lo que era necesario “extremar las precauciones”. Criticaba, en ese sentido, las posiciones de Pasqual Maragall, que parecía olvidar que es en “las Cortes Generales donde reside la soberanía del pueblo español en su conjunto”. La solución seguía radicando, según Abellán, en un Estado cuasi-federal, “en todo el territorio peninsular”. Y señalaba: “El victimismo y espíritu reivindicativo son muy rentables desde el punto de vista electoral, pero esa dialéctica tiene que tener un fin si no queremos conducir al país a una tragedia”. Por otra parte, su opinión respecto a las nuevas generaciones no era excesivamente optimista. Las veía seducidas por la “moral del éxito”, “sin tener en cuenta que los valores auténticos lo son por sí mismos y no por el éxito que les acompaña”. Otro de los problemas de la sociedad española era la inmigración. A su entender, era obvio que la sociedad española necesitaba de los inmigrantes para “seguir el nivel de vida que hemos alcanzado”. En ese sentido, el tema de la natalidad era esencial, porque doce de cada cien nacimientos era de madre extranjera; los inmigrantes se habían multiplicado por cuatro, y ello implicaba un claro cambio de “valores en la percepción de nuestro pasado”. De ahí la funcionalidad de la interpretación histórica defendida por Américo Castro sobre “la España de las tres religiones” y no de la “España monolítica y centralista (¡) de los Reyes Católicos”. Se baría, pues, el camino a “otra España”, no sólo “plural”, sino transformada en sus fundamentos étnicos, “con la incorporación de oleadas de inmigrantes”; un punto de “no retorno de esa nueva España”, una nueva hispanidad, “mucho más acorde con el proceso de ‘globalización’ que estamos viviendo en el mundo”{206}.

Por ello, el historiador madrileño se mostró muy crítico con la política exterior de José María Aznar, sobre todo por la participación española en la guerra de Irak, “totalmente injustificada e injustificable a la luz de nuestra historia”. Y es que España había sido “puente con los países islámicos”, “un eslabón entre la Cristiandad y el Islam”; una política de amistad luego seguida por el “africanismo español”, “cultivado por el régimen de Franco”; igualmente, iba en contra de los vínculos con “América Latina”, dando “la espalda a otra solidaridad más vieja, que es la ‘hispanidad’; y, en fin, con el resto del continente europeo”. Además, su alianza con los países anglosajones contradecía los supuestos de nuestro viejo “humanismo español”, “que defendieron nuestros místicos y nuestros pensadores, en un rechazo del impulso de poder, propio de los países anglosajones”. “Una interpretación evangélica de la pobreza, caracterizada por la moral católica, llevó a considerar que el hombre y su valor intrínseco está por encima de los posesiones materiales”{207}.

Su libro Ortega y Gasset y los orígenes de la transición democrática tuvo, a ese respecto, mucho más de testimonio autobiográfico que de investigación histórica. Por un lado, hacía referencia una vez más en sus páginas a la figura del filósofo madrileño, su significación intelectual y filosófica. Lo más discutible del contenido de la obra era su tesis de que Ortega y Gasset retornó a España para favorecer la evolución del régimen de Franco hacia el liberalismo y la democracia, mediante su apoyo a Juan de Borbón y el retorno de la Monarquía constitucional. A ese respecto, consideraba la creación del Instituto de Humanidades como su contribución a la caída del franquismo, un proyecto que acabó fracasando{208}. Ningún biógrafo del filósofo ha tomado en serio dicha tesis{209}. Desde luego, no hay la menor duda de que Ortega y Gasset no se sintió del todo cómodo en la España de Franco, pero no existe prueba documental alguna de que pretendiese avalar una pronta restauración de la Monarquía. A lo que habría que añadir que los más férvidos partidarios de Juan de Borbón y de la Monarquía eran antiguos miembros de Acción Española como Eugenio Vegas Latapié o Rafael Calvo Serer, profundamente antiliberales y antiorteguianos. Lo más interesante de la obra son sus perfiles autobiográficos, sobre todo su desilusión política en relación al período de gobierno de Felipe González y el PSOE, su “prepotencia” y “pragmatismo”; y, por lo tanto, muy lejos de un “supuesto proyecto colectivo”, avalado por los hombres de la “generación del 56”, basado en la racionalización y el freno a la sociedad de consumo. El PSOE dio entrada a “los arribistas y medradores”, y permitió que continuara actuando el “franquismo sociológico residual”. Por ello, denunciaba un proceso de “desideologización creciente, que en algunos casos llevó a rozar la traición de ideales supuestamente defendidos”. “El socialismo se alió con el capitalismo de las grandes multinacionales, haciendo juego a los intereses del banco Mundial y sus asociados”{210}.

Por otra parte, tras la jubilación en 2003 su presencia en la Universidad se convirtió, según expresó en sus memorias, en “una especie de sombra”. “Nadie me echó de menos, y salvo el profesor Antonio Jiménez, que era mi discípulo más directo y ejercía en activo como profesor, nadie tuvo el menor recuerdo para mí, pero desgraciadamente Antonio murió muy joven, cuando apenas había cumplido cincuenta años”. Para colmo, su gestión como presidente del Ateneo de Madrid fue muy discutida. En sus memorias, acusa a Carlos Paris de “haberse rodeado de un equipo poco recomendable”. Sin embargo, su antiguo colaborador Manuel Núñez Encabo, que ejerció la vicepresidencia de la Docta Casa, terminó acusándole de haberse adherido a la Iglesia de la Cienciología{211}.

En otro orden de cosas, las esperanzas de Abellán sobre la influencia política e intelectual de los pensadores del exilio quedaron en agua de borrajas. El filósofo Gustavo Bueno señaló, ya muy entrados los años ochenta del pasado siglo, el escaso conocimiento que la élite intelectual tenía de la obra de los filósofos exiliados: “En los años ochenta participé en el jurado de los Premios Príncipe de Asturias. Propuso a Juan David García Bacca: muchos de los miembros del jurado, que no habían oído jamás tal nombre, me miraron asombrados confundiendo su ignorancia con una supuesta extravagancia mía”{212}. Para el historiador de la literatura Jordi Gracia, la democracia liberal que arranca de 1978 “desoyó las llamadas de las elites intelectuales y culturales al valor del exilio y de su literatura”, “no hubo público para ellos, y el que hubo no bastó para restituirles el tiempo pasado, ni trasmitió el vértigo del éxito o del triunfo por fin reconquistado”. “El exilio no sintonizó ni era fácil que pudiera sintonizar con una democracia que quiso y necesitó caras nuevas, ideas nuevas, voces nuevas, partidos nuevos, aunque entre sus tótenes estuviesen los líderes históricos del exilio o grandes creadores. Habían sido víctimas del franquismo e iban a ser ahora también de los legítimos intereses de una democracia en marcha”{213}.

Además, como denunciaba Gustavo Bueno, los filósofos españoles, en el nuevo régimen político, se habían limitado a labores de “recepción” de obras que venían de fuera, “de Francia, de los países comunistas y muy especialmente de Inglaterra. Para Bueno, la democracia significó la irrupción de las traducciones de Marx, Engels, Garaudy, Althusser, Popper, Wittgenstein, Ayer, Austin, los “nuevos filósofos” o los defensores de la postmodernidad; todo lo cual significaba “una sistemática y creciente desatención hacia la filosofía que pudiera estar siendo desarrollada en español y desde España”{214}. En ese sentido, Bueno censuró acremente “el silencio casi sepulcral ante la filosofía española, por parte del cuerpo de profesores de filosofía de nuestro país”; lo que, a su juicio, podía ser considerado como una especie de “síndrome de Estocolmo”. “¿Puede el cuerpo de profesores de filosofía justificar ante el resto de la sociedad española las funciones de su responsabilidad asumiendo de hecho la misión de traducir al español (o al catalán o al euskera) especulaciones vagas, utópicas o vulgares de Habermas, Apel o Kutscher?”{215}. Sin duda, Bueno tenía arzón. Según ha puesto de relieve Francisco Vázquez García, ninguno de los nódulos dominantes en el campo filosófico español otorgó excesiva influencia, más bien todo lo contrario, al exilio filosófico español. Quizá la excepción fue José Ferrater Mora, pero más bien por su condición de seguir de la filosofía analítico que por su condición de exiliado. La joven filosofía española se sintió fascinada por las tradiciones intelectuales foráneas como el neopositivismo lógico, el racionalismo crítico de Popper, la Escuela de Frankfurt, el neomarxismo, o el neonietzscheanismo{216}.

El exilio literario tuvo más suerte que el filosófico, con figuras como Max Aub, Francisco Ayala, Ramón J. Sender, Rosa Chacel, &c. Sin embargo, no estuvo libre de críticas. Especialmente dura fue la del escritor Francisco Umbral, para quien los escritores exiliados se beneficiaron, en el fondo, de “un prestigio, una gloria, un aura, un carisma que muchos nunca hubieran tenido en una España republicana y normalizada”. En realidad, según este autor, debían “su grandeza a Franco”. “Una buena página de Cela –señaló– vale por casi todo el exilio”. Ramón J. Sender “jamás pasó de Galdós”; el teatro de Max Aub era “realista, coñazo, pesado, intolerable”; Madariaga, “un tonto en cinco idiomas”; Ayala, “un maestro de la obviedad y de la prosa gris”; Rosa Chacel, “una bruja cruzada de Mary Poppins”{217}.

De la misma forma, su optimismo acerca de las virtualidades del Estado de las autonomías, nunca estuvo justificado. Como ha puesto de relieve José Ramón Parada, el fracaso del modelo español de descentralización resulta ya evidente{218}. Y es que el modelo autonómico no sólo no ha conseguido integrar a los nacionalismos periféricos catalán y vasco, sino que ha favorecido las tendencias centrífugas. Hoy la desnacionalización de la sociedad española es mayor que nunca. Al mismo tiempo, el sistema político nacido en 1978 se ha degradado en partitocracia; en un sistema plano y escasamente representativo{219}. No deja de ser significativo que Abellán haya sido el primero de los firmantes del Manifiesto del Mundo Intelectual y Académico por la III República, en el que se considera “obsoleta” la Monarquía, acusándola de ser una institución impuesta por el “dictador”{220}.

Sin embargo, resulta mucho más importante el fracaso de su proyecto intelectual. Sin duda, la sociedad española necesita hoy más que nunca una historia de su pensamiento; pero no al modo en que la hizo nuestro autor. Por fuerza, ha de ser un trabajo de equipo, bajo la dirección de expertos. Y es que Abellán pecó de soberbia intelectual. Por competente que sea, un solo hombre no puede abarcar semejante desafío, tal cantidad de saberes. Es preciso señalar igualmente que la obra adolece de la precisión y el orden de un texto acabado y sistemático. Los conceptos fundamentales no se definen no se utilizan unívocamente. Es llamativo que Abellán desconozca las aportaciones de la escuela de historia intelectual de Cambridge, de Quentin Skinner, John Dunn y J.G.A. Pocock{221}. En su Historia crítica del pensamiento español, Abellán mezcla metodologías diversas sin la necesaria jerarquización. En la introducción a la obra, sostiene la inexistencia del llamado “carácter nacional”, pero, como hemos tenido oportunidad de ver, en otras páginas sostiene lo contrario. A la hora de analizar pensadores y tendencias, en unos capítulos sigue a Américo Castro; en otros, una metodología marxista. En unas, parece un liberal; y en otras, un socialista. Incurre, además, en una especie de pan-erasmismo. Como le reprochó Gustavo Bueno: “Se saca la impresión de que prácticamente todo cuanto de importante (¿de europeo?) hay en nuestro siglo de oro (desde Cervantes a Fray Luis, de San Ignacio a Santa Teresa) se desenvuelve a la sombra de Erasmo. Nos recuerdo Abellán a aquellos bisabuelos nuestros que veían todo cuanto en la España del siglo XIX había sido importante, como envuelto en la sombra de Krause –sin más que cambiar Krause por Erasmo– (…) Desde esta perspectiva, (opinamos) es obligado subrayar constantemente las fuentes internas (sociales, culturales: conversos, judíos, musulmanes, &c.) de muchos de los rasgos que se llaman ‘erasmistas’ por comodidad acaso, sin que, muchas veces, ni siquiera puedan, salvo oblicuamente, tomarse como tales históricamente”{222}. El filósofo riojano hacía referencia a los siglos XVI y XVII, pero es que Abellán proyecta la influencia erasmiana teleológicamente hasta el siglo XX, lo que resulta aún más discutible. Dentro de esa línea, no deja de ser chocante que el autor acuse de parcialidad a historiadores eminentes como Menéndez Pidal o Sánchez Albornoz, cuando él no duda en descalificar de forma maximalista a los autores que no son de su agrado, como, por ejemplo, Ginés de Sepúlveda o Ramiro de Maeztu. Y es que, pese a sus alabanzas hacia la obra de Menéndez Pelayo, su Historia crítica viene a ser una versión de los Heterodoxos del revés, en el que estos últimos son los que marcan la pauta que ha de seguirse en el futuro. De ahí su animadversión e incluso desinterés hacia el pensamiento que pueda ser conceptualizado como de derechas. Prácticamente todos sus representantes salen malparados o menospreciados, cuando no silenciados. Y en otros casos, como en los de Balmes o Jovellanos, sus interpretaciones no pueden ser más disparatadas. El capítulo dedicado a la guerra civil no sólo resulta insuficiente, sino insostenible y sectario.

En ese sentido, mucho me temo que la hora de una historia del pensamiento español realizada con solvencia y objetividad tardará todavía mucho tiempo en llegar.

Notas

{1} Véase Alfonso Álvarez Bolado, El experimento del nacional-catolicismo (1939-1975). Madrid, 1976. Del mismo autor, Teología política desde España. Del nacional-catolicismo y otros ensayos. Bilbao, 1992. Francisco Vázquez García, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica. Madrid, 2009, pp. 83 ss. Gustavo Bueno, “La filosofía en España en un tiempo de silencio”, en El Basilisco nº 20, 1996, pp., 55-72.

{2} Francisco Vázquez García, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica. Madrid, 2009, pp. 388 ss. José Luis Moreno Pestaña, La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la guerra civil. Madrid, 2013.

{3} Véase Elías Díaz, Pensamiento español en la era de Franco (1939-1975). Madrid, 1992. Onésimo Díaz Hernández, Rafael Calvo Serer y el grupo Arbor. Valencia, 2008. Enrique Iáñez, No parar hasta conquistar. Propaganda y política: el grupo Escorial. Gijón, 2001.

{4} Pedro Laín Entralgo, Menéndez Pelayo. Historia de sus problemas intelectuales. Madrid, 1944.

{5} Pedro Laín Entralgo, La Generación del 98. Madrid, 1945. España como problema. Madrid, 1948.

{6} Jordi Corominas y Joan Albert Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora. Madrid, 2005, pp. 523 ss. De los mismos autores, Conversaciones sobre Zubiri. Madrid, 2008.

{7} Dionisio Ridruejo, “El poeta rescatado”, en Obras Completas de Antonio Machado. Madrid, 1941, p. IX.

{8} “A la memoria de Antonio Machado”, en Cuadernos Hispanoamericanos nº 11-12, septiembre-noviembre de 1949.

{9} “Homenaje a Ramiro de Maeztu”, Cuadernos Hispanoamericanos nº 33-34, 1952.

{10} Véase Javier Muñoz Soro y Hugo García Fernández, “Poeta rescatado, poeta del pueblo, poeta de la reconciliación: la memoria política de Antonio Machado durante el franquismo y la transición”, en Hispania nº 234, enero-abril 2010, pp. 137-162.

{11} ABC, 24-II-1959.

{12} Gabriel Celaya, “Poesía y verdad. Papeles para un proceso”, en Ensayos literarios. Madrid, 2009, pp. 781 ss.

{13} Rafael Calvo Serer, España sin problema. Madrid, 1947. Teoría de la restauración. Madrid, 1950. Florentino Pérez Embid, Ambiciones españolas. Madrid, 1953.

{14} Vicente Rodríguez Casado, “La revolución burguesa en el siglo XVIII”, Arbor nº 61, 1951, pp. 5 ss.

{15} Vicente Marrero, Picasso y el toro. Madrid, 1951, pp. 80-81, 83-84. Guardini, Picasso, Heidegger. Madrid, 1959.

{16} Dionisio Ridruejo, “Excluyentes y comprensivos”, Revista, 17-IV-1952.

{17} Véase “Educación y casticismo”, Alférez, 30-VII-1947. “Ensayos Liberales”, Alférez, 30-IX-1947. “Otra vez Ortega”, Alférez, octubre 1948.

{18} Véase Helio Carpintero, “Psicología y Política en España: la encuesta de Pinillos de 1955”, en Psicología Latina nº 2, 2010, pp. 88-96.

{19} Pedro Laín Entralgo, Sobre la situación espiritual de la juventud universitaria. Madrid, 1955.

{20} Véase Pablo Lizcano, La generación del 56. La Universidad contra Franco. Barcelona, 1981. Antonio López Pina (ed.), La Generación del 56. Madrid, 2010.

{21} Santiago Ramírez, La filosofía de Ortega y Gasset. Barcelona, 1958.

{22} Véase Pedro Carlos González Cuevas, “Ortega y Gasset: el conservadurismo heterodoxo”, en Conservadurismo heterodoxo. Tres vías ante las derechas españolas: Maurice Barrès, José Ortega y Gasset y Gonzalo Fernández de la Mora. Madrid, 2009, pp. 119 ss.

{23} Gonzalo Fernández de la Mora, Ortega y el 98. Madrid, 1961, pp. 160 ss.

{24} José Rodríguez Martínez, Ortega y Gasset (Antología). Madrid, 1960.

{25} Ciriaco Morón Arroyo, El sistema de Ortega y Gasset. Madrid, 1968, pp. 7-8.

{26} “Florentino Pérez Embid”, en Punta Europa nº 57-58, septiembre-octubre 1960, p. 121 ss.

{27} Vicente Cacho Viu, La Institución Libre de Enseñanza. Madrid, 1962. María Dolores Gómez Molleda, Los reformadores de la España contemporánea. Madrid, 1966.

{28} Julián Marías, Los españoles. Madrid, 1962.

{29} Véase Juan Pablo Fusi, Espacios de libertad. La cultura española bajo el franquismo y la reinvención de la democracia. Barcelona, 2017.

{30} Véase Pedro Carlos González Cuevas, “Gonzalo Fernández de la Mora y el pensamiento del exilio”, en Cuadernos de Historia Contemporánea. Volumen Extraordinario, 2007, pp. 121-131. Pedro Carlos González Cuevas, La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, biografía político-intelectual. Madrid, 2015.

{31} Véase Alicia R. Nicol, “Eduardo Nicol: la vocación cumplida”, en Anthropos. Extraordinario, 1998, pp. 51-52. Francisco Ayala, Recuerdos y olvidos. Madrid, 2001, pp. 475 ss. Miquel Osset (ed.), Un exilio desde dentro: ética y literatura. Francisco Ayala-José Ferrater Mora (1949-1984). Barcelona, 2015.

{32} Alfonso López Quintás, Filosofía española contemporánea. Madrid, 1970.

{33} Adolfo Sánchez Vázquez, A tiempo y a destiempo. México, 2003, p. 603.

{34} Arriba, 5-III-1971.

{35} Criba nº 47, 1-V-1971.

{36} Camilo García, “El escepticismo de Aranguren”, Criba nº 110, 15-VII-1972.

{37} Salvador Pániker, “José Luis López Aranguren”, en Conversaciones en Madrid. Barcelona, 1968, p. 55.

{38} Ricardo de la Cierva, La cuarta apertura. Madrid, 1976, pp. 69-10.

{39} Emiliano Aguado, Don Manuel Azaña Díaz. Barcelona, 1972.

{40} Ricardo de la Cierva, Historia de la guerra civil española. Tomo I. Perspectivas y antecedentes. Madrid, 1969, pp. 125 ss.

{41} Adolfo Muñoz Alonso, Un pensador para un pueblo. Madrid, 1969, pp, 76, 84, 90.

{42} Carlos París, Memorias sobre medio siglo. De la Contrarreforma a Internet. Barcelona, 2009, pp. 292 ss.

{43} “Ruegos y preguntas”, El Alcázar, 5-X-1974.

{44} Manuel Tuñón de Lara, España bajo la dictadura franquista. Barcelona, 1982, p. 517.

{45} José Luis López Aranguren, La cultura española y la cultura establecida. Madrid, 1975, p. 14.

{46} Véase VVAA, Estudios sobre la obra de Américo Castro. Madrid, 1971.

{47} “La erosión del sistema”, ABC, 14-III-1975.

{48} Gonzalo Fernández de la Mora, Río arriba. Memorias. Barcelona, 1995, p. 120.

{49} Francisco Vázquez García, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica. Madrid, 2009, pp. 387-388.

{50} José Luis Abellán, Mi geografía sentimental. Madrid, 2014, p. 22 y 31.

{51} José Luis Abellán, “Ávila en el modernismo filosófico de Santayana”, en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía. Extra Nº 1, 1996, pp. 387-396. José Luis Abellán, Mi geografía sentimental. Madrid, 2014, p. 15.

{52} “Manuel Mindán, patriarca de la filosofía española”, El País, 20-IX-2006. Abellán, Mi geografía sentimental, pp. 28 ss.

{53} José Luis Abellán, Panorama de la filosofía española actual. Una situación escandalosa. Madrid, 1978, pp. 42, 45 ss. Entrevista con Tzivi Medin, en El cristal y sus reflexiones. Nueve intérpretes de españoles de Ortega y Gasset. Madrid, 2005, pp. 228 ss. “El presente español: estado de la cuestión”, en Bajo palabra. Revista de Filosofía nº 4, 2009, p. 340.

{54} “La reforma del panorama filosófico español: una asignatura abandonada”, en Daimon. Revista del Instituto de Filosofía nº 50, 2010, pp. 16 ss.

{55} José Luis Abellán, Mi geografía sentimental. Madrid, 2014, pp. 33, 36-37.

{56} José Luis Abellán, Mi geografía sentimental, pp. 49-51.

{57} José Luis Abellán, El problema de España y la cuestión militar. Historia y conciencia de una anormalidad. Madrid, 2005, p. 9.

{58} José Luis Abellán, “La muerte de Ortega y Gasset y la generación de 1956”, en Triunfo nº 856, 23-Vi-1979. Mi geografía sentimental, pp. 88 ss.

{59} José Luis Abellán, Ortega y Gasset y los orígenes de la transición democrática. Madrid, 2000. Medin, op. cit., pp. 231 ss.

{60} Rafael Fraguas, “La razón crítica del Ateneo”, El País, 23-II-2013. Mi geografía…, pp. 76-81.

{61} José Luis Abellán, “Laín en el panorama de la posguerra española”, en La cultura en España. Madrid, 1971, p. 75.

{62} José Luis Abellán, Panorama de la filosofía española actual, p. 78. Introducción a La filosofía de Eugenio D´Ors, de José Luis López Aranguren. Madrid, 1981, pp. 35 ss.

{63} Abellán, MI geografía…, pp. 69-70.

{64} “La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración”, Cuadernos Hispanoamericanos nº 38, febrero 1953, pp. 123-157.

{65} Abellán, Mi geografía sentimental, p. 69.

{66} José Luis Abellán, Miguel de Unamuno a la luz de la psicología. Madrid, 1964.

{67} Gonzalo Fernández de la Mora, “La figura”, en Pensamiento español 1964. Madrid, 1965, p. 195.

{68} José Luis Abellán, Sociología del 98. Barcelona, 1973, pp. 209-213. No obstante, valoró positivamente lo elogioso de la crítica. Véase José Luis Abellán, Mi geografía sentimental. Madrid, 2014, p. 132.

{69} José Luis Abellán, La cultura en España (Ensayo para un diagnóstico). Madrid, 1971, p. 330.

{70} Abellán, Sociología del 98, p. 221. Véase también “Unamuno ante la psicología”, en op. cit., pp. 163 ss.

{71} José Luis Abellán, María Zambrano. Una pensadora de nuestro tiempo. Barcelona, 2006, p. 9. “Una meditación sobre el ‘desgarro’ (a propósito de José Gaos)”, en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía nº 18, 2001, pp. 201-206.

{72} José Luis Abellán, La industria cultural en España. Madrid, 1975, p. 185.

{73} Abellán, Mi geografía sentimental, p. 108.

{74} José Luis Abellán, El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939. México, 1998, p. 7.

{75} Abellán, Mi geografía… pp. 107, 111 y 112.

{76} Ibidem, pp. 126, 128, 129.

{77} Medin, op. cit., pp. 9 ss.

{78} José Luis Abellán, Ortega y Gasset en la filosofía española. Ensayos de apreciación. Madrid, 1966.

{79} José Luis Abellán, “El tema de España en Ortega y Unamuno” (1961), en Sociología del 98. Barcelona, 1973, pp. 276 ss.

{80} José Luis Abellán, “Filosofía española y sociedad” (1972), en Panorama de la filosofía española actual. Madrid, 1978, pp. 131 ss.

{81} José Luis Abellán, Panorama de la filosofía española actual, p. 200.

{82} José Luis Abellán, El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939. México, 1998, p. 147.

{83} José Luis Abellán, La industria cultural en España. Madrid, 1975, pp. 201-202.

{84} José Luis Abellán, La industria cultural en España. Madrid, 1975, p. 25.

{85} José Luis Abellán, La filosofía española en América (1936-1966). Madrid, 1966.

{86} José Luis Abellán, La industria cultural en España. Madrid, 1975, p. 27.

{87} José Luis Abellán, Sociología del 98. Barcelona, 1973, pp. 13 y 37.

{88} Abellán, “Ambivalencia de Azorín”, en op. cit., pp. 65 ss.

{89} Abellán, “Baroja y lo barojiano”, en op. cit., pp. 82 ss.

{90} Abellán, “Ramiro de Maeztu y la voluntad de poder”, en op. cit., pp. 156-158.

{91} Abellán, “Antonio Machado”, en op. cit., pp. 107-139.

{92} Abellán, “Nota para su interpretación sociológica”, en op. cit., pp. 220 ss.

{93} Abellán, “Valle-Inclán: Clásicos y esperpentos”, en op. cit., pp. 304-305.

{94} José Luis Abellán, La Idea de América. Origen y evolución. Madrid, 1972, p. 18.

{95} Ibidem, p. 10.

{96} José Luis Abellán, Mi geografía sentimental. Madrid, 2014, pp. 185 ss.

{97} Ibidem, pp, 132, 133 y 137.

{98} José Luis Abellán, “Notas sobre la cultura en España”, en La cultura española (Ensayo para un diagnóstico). Madrid, 1971, p. 11.

{99} Ibidem, pp. 15, 16, 23, 28 ss.

{100} Lo reconocería posteriormente, véase José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo V (III). La crisis contemporánea.III. C/ De la Gran Guerra a la guerra civil española. Madrid, 1991, p. 282.

{101} Abellán, La cultura española…, pp. 36, 38, 43 ss.

{102} Ibidem, pp. 46-47.

{103} Ibidem, pp. 57-58.

{104} José Luis Abellán, “La razón en la cultura española”, en La industria cultural en España. Madrid, 1975, pp. 224-225.

{105} Abellán, “La nueva historia de España”, en La industria…, pp. 290-292.

{106} Véase Gérard Caussimont, “Diez años del Centro de Recherches Hispaniques de la Universidad de Pau”, en Manuel Tuñón de Lara, Historiografía española contemporánea. Madrid, 1980, p. 33.

{107} Abellán, “La teoría y realidad del otro”, en La cultura, p. 87.

{108} Abellán, “Polémica en Filosofía: su función en los estudios superiores”, en Ibidem, pp. 121-130.

{109} Abellán, “La antropología dialéctica de Castilla del Pino”, en Ibidem, pp. 143-152.

{110} Abellán, “Nota sobre Sanz del Río”, en Ibidem, p. 181-182.

{111} Abellán, “El profesor Tierno y la razón dialéctica”, en Ibidem, p. 211.

{112} Abellán, “El ‘caso’ fray Bartolomé de las Casas”, en La industria…, pp. 255-256. “El laberinto de los casticismos en Américo Castro”, en La cultura…, pp. 239-240.

{113} Abellán, Sociología del 98, p. 33.

{114} Abellán, “Un clásico olvidado”, en La cultura, pp. 248-249, “La Europa de las regiones”, en La industria, pp. 46, 48, 301-325.

{115} Abellán, “El ‘caso’ fray Bartolomé de las Casas”, en La industria…, pp. 260-262.

{116} Ibidem, p. 160.

{117} Abellán, “El neonietzscheanismo”, en Ibidem, p. 221.

{118} Abellán, “Sobre la revolución educativa”, en Ibidem, pp. 50 ss.

{119} Abellán, “La ley del libro”, “El problema de la cultura española”, en Ibidem, pp. 62 y 75.

{120} Abellán, “La sociología crítica de Carlos Moya”, en Ibidem, pp. 165-166, 115.

{121} José Luis Abellán, “Presentación general”, en El exilio español de 1939. La emigración republicana. Tomo I. Madrid, 1976, pp. 17-19.

{122} Ibidem, pp. 19-121.

{123} José Luis Abellán, “Epílogo”, en El exilio español de 1939. Tomo VI. Madrid, 1976, p. 353.

{124} José Luis Abellán, Panorama de la filosofía española actual. Una situación escandalosa. Madrid, 1978, pp. 27 ss.

{125} José Luis Abellán, Introducción a Minuta testamentaria, de Fernando de Castro. Madrid, 1975, pp. 7-64.

{126} José Luis Abellán y Luis Martínez Gómez, El pensamiento español. De Séneca a Zubiri. Madrid, 1977, p. 5.

{127} Hayden White, Metahistoria: la imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, 1992, pp. 14 ss.

{128} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo I. Metodología e introducción histórica. Madrid, 1979, pp. 17-18.

{129} Ibidem, pp. 126, 127-145, 146-147.

{130} Ibidem, pp. 151-152. Este planteamiento fue criticado por el filósofo Gustavo Bueno, resaltando la importancia del factor idiomático sobre el político. Véase El Basilisco nº 8, julio-diciembre 1979, pp. 103 ss.

{131} Ibidem, p. 152.

{132} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo II. La Edad de Oro. Madrid, 1986, pp. 23, 26 ss.

{133} Ibidem, pp. 28, 32-33.

{134} Ibidem, p. 35 ss. José Luis Abellán, El erasmismo español. Madrid, 1975.

{135} Ibidem, pp. 36, 46, 56, 59-70.

{136} Ibidem, pp. 97-107.

{137} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo III. Del Barroco a la Ilustración (Siglos XVII y XVIII). Madrid, 1988, p. 128.

{138} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo II. La Edad de Oro. Madrid, 1986, pp. 123-124.

{139} Ibidem, pp. 349, 357 ss.

{140} Ibidem, pp. 420-423.

{141} Ibidem, pp. 491-493, 499, 500-501.

{142} Ibidem, pp. 574-575. Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo III. Del Barroco a la Ilustración (Siglos XVII y XVIII). Madrid, 1988, pp. 31 ss.

{143} Ibidem, p. 586.

{144} Ibidem, pp. 621-628.

{145} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo III. Del Barroco a la Ilustración (Siglos XVII y XVIII). Madrid, 1988, p. 53.

{146} Ibidem, pp, 20-21, 22, 26, 28, 29, 30, 31, 32, 40.

{147} Ibidem, pp. 42 y 49.

{148} Ibidem, pp. 71, 137 ss, 169, 173.

{149} Ibidem, pp. 355 ss, 372 ss, 377, 394, 424, 431, 433.

{150} Ibidem, pp. 484, 491, 494, 506, 536-537, 539, 540, 567, 573, 838 ss.

{151} Ibidem, p. 474.

{152} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo IV. Liberalismo y romanticismo (1808-1874). Madrid, 1984, pp. 27-28.

{153} Ibidem, p. 35.

{154} Ibidem, pp. 55, 56-57, 60, 85-86, 93, 103.

{155} Ibidem, pp. 108, 118.

{156} Ibidem, pp. 137, 204, 220.

{157} Ibidem, pp. 149-179.

{158} Ibidem, p. 43.

{159} Ibidem, pp. 283-316, 318, 321, 324-330.

{160} Ibidem, pp. 331-344, 338-344.

{161} Ibidem, pp. 359-361.

{162} Ibidem, p. 23.

{163} Ibidem, pp. 394, 405, 422, 426-427, 429, 4 33, 436, 439, 444 ss, 452, 494-495, 498.

{164} Ibidem, pp. 577-599.

{165} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo V (I). La crisis contemporánea (1875-1939). Madrid, 1989, p. 17.

{166} Ibidem, pp. 510, 514, 515 ss.

{167} Ibidem, pp. 75-106.

{168} Ibidem, pp. 165, 173, 177, 178-201.

{169} Ibidem, pp. 359, 365, 367, 370, 382.

{170} Ibidem, pp. 481, 450-451, 460, 465.

{171} Ibidem, pp. 475-494.

{172} Ibidem, pp. 516, 531, 542, 550.

{173} Ibidem, pp, 254, 270, 274, 278

{174} Ibidem, pp. 298-299, 302 ss.

{175} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español Tomo V (III). La crisis contemporánea. III. C./ De la Gran Guerra a la guerra civil española (1914-1936). Madrid, 1991, pp. 133-153.

{176} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo V (II). La crisis contemporánea. II. B./ Fin de Siglo, modernismo, generación del 98 (1898-1913). Madrid, 1989, pp. 174-175.

{177} Ibidem, pp. 208-209, 294 y 305.

{178} Ibidem, 241, 246 ss.

{179} Ibidem, pp. 177-180.

{180} Ibidem, pp. 343-350.

{181} José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español. Tomo V (IIII). C./ De la Gran Guerra a la guerra civil española (1914-1939). Madrid, 1991, pp. 163-165.

{182} Ibidem, pp. 46-65.

{183} Ibidem, pp. 187, 197, 221, 229 y 250ss.

{184} Ibidem, pp. 369-385

{185} Ibidem, pp. 385-393.

{186} Ibidem, pp. 398-427. José Luis Abellán, “La doble cultura de la Guerra Civil española”, en Ensayo sobre las dos Españas. Una voz de esperanza. Barcelona, 2011, pp. 69-137.

{187} José Luis Abellán, El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939. México, 1998, p. 21.

{188} “El golpe militar y el golpismo histórico”, El País, 11-III-1981.

{189} “La misión del rey y los capitales del franquismo”, El País, 26-XII-1981.

{190} “El nuevo Ejército español”, El País, 21-IX-1990.

{191} “Vasco de Quiroga”, Diario 16, 7-VI-1982.

{192} “Las Casas”, Diario 16, 10-V-1982.

{193} “Luis Vives”, Diario 16, 27-IV-1982.

{194} “Jovellanos”, Diario 16, 25-V-1982.

{195} “Espronceda”, Diario 16, 17-III-1983.

{196} “Larra”, Diario 16, 18-I-1983.

{197} “Teresa de Ávila”, Diario 16, 23-IX-1982.

{198} “Mariana Pineda”, Diario 16, 16-XI-1982.

{199} “Clara Campoamor”, Diario 16, 16-X-1982.

{200} “María Zambrano”, Diario 16, 16-XI-1982.

{201} “Cervantes”, Diario 16, 1-V-1983.

{202} “Miguel de Unamuno”, Diario 16, 9-IV-1982.

{203} “Un proyecto de democracia”, El País, 31-I-1981.

{204} “Reflexión en torno a la integración”, El País, 28-III-1985.

{205} José Luis Abellán, Hacia otra España. Madrid, 2006, p. 82.

{206} José Luis Abellán, Hacia otra España. Madrid, 2006, pp. 12-27.

{207} “España contra sí misma”, El País, 12-IV-2003.

{208} José Luis Abellán, Ortega y Gasset y los orígenes de la transición democrática. Madrid, 2000, pp. 161, 167 ss.

{209} Véanse Javier Zamora Bonilla, Ortega y Gasset. Barcelona, 2002. Jordi Gracia, Ortega y Gasset. Madrid, 2002.

{210} Abellán, Ortega y Gasset…, p. 305.

{211} José Luis Abellán, Mi geografía…, pp. 136, 163, 167.

{212} “¿Quién era Aranguren?”, El Mundo, 21-IV-1996, p. 37.

{213} Jordi Gracia, A la interperie. Exilio y cultura en España. Barcelona, 2010, pp. 77-104.

{214} Gustavo Bueno, “La filosofía en España en un tiempo de silencio”, El Basilisco nº 20, 1996, pp. 55-72.

{215} Gustavo Bueno, ¿Qué es filosofía?, Oviedo, 1996, pp. 11-12.

{216} Francisco Vázquez García, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica. Madrid, 2009.

{217} Francisco Umbral, Las palabras de la tribu. Barcelona, 1996, pp. 279 ss.

{218} “El fracaso de la descentralización”, Revista de Occidente nº 416, enero 2016, pp. 5-39.

{219} Véase Luis de Velasco y José Antonio Gimbernat, La democracia plana. Madrid, 2003. Manuel Ramírez, España de cerca. Reflexiones sobre veinticinco años de democracia. Madrid, 2003. José Ramón Capella (ed.), Las sombras del sistema constitucional español. Madrid, 2003.

{220} Público, 18-II-2014.

{221} Véase Richard Whatmore, What is Intellectual History?. Cambridge, 2014.

{222} El Basilisco nº 8, 1979, pp. 103.

El Catoblepas
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