El Catoblepas · número 185 · otoño 2018 · página 10
Georges Sorel y el sindicalismo revolucionario
Sergio Fernández Riquelme
Del mito de la Revolución al símbolo de la Violencia
1. Sorel y la revolución antiliberal
Rojo y negro, comunismo y fascismo. El filósofo Georges Sorel comprendió las diferencias y similitudes de ambos paradigmas ideológicos y simbólicos referentes, en sus diferentes modalidades, de la era de entreguerras. En ambas Sorel atisbó una causa común, un potencial compartido y un instrumental revolucionario similar, destinado, mutatis mutandis, a la destrucción parcial o total del multiforme sistema liberal-burgués heredado del siglo XIX. Tanto las distintas apuestas por la proclamada Revolución socialista redentora del proletariado, como las diversas opciones de una nacionalista Revolución conservadora casi paralela, presentaban una misma razón histórica. Razón marcada, y quizás escenifica, por el “símbolo”: el símbolo a destruir en su decadencia (la democracia liberal-burguesa) y el símbolo para construir el nuevo socialismo (la violencia revolucionaria). Por ello su polémico pluralismo doctrinal, que combinaba propuestas de ambas esferas del espectro ideológico (supuestamente antagónicas para la historiografía), no fue un enigma ni una contradicción, ni su propuesta del Sindicalismo revolucionario, desde el mito de la violencia moral y obrera, algo ajeno a su tiempo.
Desde la Historia de las Ideas podemos situar a Sorel como producto de un momento, de una generación donde el irracionalismo vital y el antidemocratismo político se convirtieron en ingredientes esenciales de cambio y transformación radical desde el socialismo, convirtiendo a la Revolución en ese mito que permitía movilizar y ayudaba a sobrepasar la naciente democracia de masas (Fernández Riquelme, 2018). Sorel fue socialista (en un sentido propiamente moral e histórico) y fue revolucionario (principalmente desde su pluma y sus propuestas); y por ello buscó la interrelación entre ambas dimensiones en la pléyade de propuestas antiliberales de su tiempo, de sus coetáneos, mostrando la función instrumental y compartida del mito de la Revolución y aportando su propio modelo de Sindicalismo revolucionario fundado en el símbolo de la violencia radical y transformadora.
Toda época, cronológica o historiográficamente definida, tiene sus propios mitos, fundadores o terminales, y cada sociedad presente en el mismo (desde su elite dirigente) los construye para explicar las causas y consecuencias de sus creencias legitimadoras desde un tiempo atemporal e inalterable que fundamenta sus proyectos colectivos, o para deslegitimar al sistema adversario. Y la etapa quizás fundada por la toma de la Bastilla en 1789 parece revelar la esencia de ese mito, desde la noción advertida por Mircea Eliade (1968) de perpetúa pretensión de “renovación del mundo”, que conecta perfectamente con el idea que la contemporaneidad atribuye a “lo revolucionario” como esencia mitológica del progreso ilimitado (y relacionado con otro mito cosmogónico tradicional, el “fin del Mundo”, en busca de la recuperación del mundo en su perfección inicial es mediante la destrucción de todo lo existente). “El mito –señala Eliade– cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos” (Eliade, 2001).
Mito construido por y para una auténtica “revolución de las masas” (polemizada por Ortega y Gasset), epítome de la movilización militar de las viejas Guerras de la edad moderna en sus los conflictos dinásticos y su ética aristocrática. Desde la primera gran propaganda política registrada fue principiada por la burguesía ilustrada bajo la fundacional Revolución francesa de la mano de los sans-culottes, y desde la propaganda comercia innovadora por el empresariado en la multiforme Revolución industrial y su producción masiva en serie dirigida por la mano invisible de Adam Smith. Masas revolucionarias, la “muchedumbre” para Ortega (2010: 13-15), que anunciaban un tiempo histórico en Occidente y en las naciones occidentalizadas de protagonismo de fuerzas antidemocráticas y antiintelectualistas, obrerista y colectivistas (que explican las no tan paradójicas y controvertidas tesis del “universo soreliano”; y cuyos rescoldos donde el mito transformador (como progreso ilimitado) parece seguir vigente en las mentalidades contemporáneas, transitando de la democracia de masas al consumo de masas como principio de organización político-social en la era de la Globalización (Wallerstein, 2011), tras el derrumbe, casi global, de la dictadura de las masas proletarias con la caída del Muro de Berlín:
“La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro” (Ortega, 2010: 14-16).
Y no se puede comprender este mito y este periodo, en sus sueños transformadores y en sus tragedias colectivas, sin entender la obra de Georges Eugène Sorel [1847-1922] en sus referentes y sus implicaciones. Filósofo, teórico y escritor francés, Sorel construyó su famosa tesis del sindicalismo revolucionario, dentro de su amplia gama de estudios sobre el pasado y presente de las creencias de su tiempo. No creó -como Marx- una escuela ni una doctrina que prolongaran sus tesis reinterpretadas en el mundo contemporáneo; desarrolló, siempre a contracorriente, una concepción moralista del socialismo y una estrategia transformadora de “lo político” (Schmitt, 2008) que parece común, en sus herramientas revolucionarias y su ética colectiva, a los diversos movimientos político-social que quisieron transformar el mundo en el siglo XX desde la destrucción del sistema liberal-capitalista. Sorel, el hombre del mito, del mito revolucionario de la época (Gianinazzi, 2006) o contra la época del progreso técnico:
“El mito es una creencia creada por el hombre, frecuentemente ligada a la cuestión de los orígenes (se trata de motivar la acción por una genealogía ejemplar), que nace de un choque psicológico. No se remite pues al pasado, como habían creído los “primitivistas”, sino a lo eterno. El mito no nos esclarece sobre lo que ocurrió, sino sobre lo que se producirá, sobre lo que se busca producir. Si es fecundo, si responde a la demanda colectiva, si es aceptado por la sociedad en su totalidad, o por un segmento importante de esta, entonces se renueva por sí mismo: su socialización va aparejada con su sacralización. El mito se sitúa más allá de lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Únicamente es fecundo, o no lo es. Tiene o no un valor operativo, determina una actividad sociopscicológica o no la determina. No podría pues ser refutado, sino simplemente aprobado o reprobado” (Freund, 2014: 4-6).
El mito de la Revolución se convirtió, con sus propias implicaciones, en referente transformador de las supuestas derechas y supuestas izquierdas, de los nuevos girondinos y los viejos jacobinos. Y el mito de Sorel fue rojo y negro a la vez; por ello es considerado como marxista heterodoxo o crítico por Leszek Kolakowski o Bo Gustafsson, definido como el primer revolucionario-conservador y cofundador de la llamada Konservative Revolution europea por Julien Freund o Armin Mohler, señalado como inspirador del socialismo nacionalista del Círculo Proudhon e incluso prefascista para Zeev Sternhell (Freund, Benoist et Alii., 2006) o para Louis Dupeux, quién lo etiqueta como creador del “prefascismo intelectual” o reivindicado finalmente por ciertos sectores latinoamericanos del anarquismo (Mayorga, 2003).
Pero Sorel, a diferencia de otros pensadores y activistas coetáneos, no evolucionó del socialismo (como el viejo Mussolini en Avanti, el radical sindicalista Pelloutier) o del liberalismo (como el afamado Gramsci o ciertos herederos del regeneracionismo) hacia el nacionalismo o el colectivismo, sino que buscó; no militó en partidos a diestra o siniestra, sino que contrastó. Indagó el camino más adecuado para cumplir su profecía histórica y desarrollar su Sindicalismo revolucionario. Por ello pasó por todas estas fases y se acercó a todas estas doctrinas, casi nunca siendo fiel a las mismas en busca de esa síntesis entre el hecho social y la cuestión nacional capaz de alumbrar un instrumento capaz de derrumbar, para siempre, el sistema liberal-capitalista (Lacasta Zabalza, 2009: 22-25). Para el mismo Freund “quedará de hecho en la historia de las ideas como el fundador en política de la noción de mito: red de significaciones y dispositivo de elucidación que nos ayuda a percibir nuestra propia historia” (Freund, 2014: 4-5).
Siguió a todos y los dejó de seguir pronto. Sorel fue deudor de Tocqueville y Renan en sus primeros escritos, admirador de Proudhon y Le Play en su acercamiento inicial a los problemas sociales, amigo tanto del marxista Labriola como del libertario Pareto, entusiasmado con las tesis de Marx en su conversión al socialismo pero después revisionista cercano a la falta de ortodoxia de Guesde y Bernstein, apasionado de la filosofía tanto de Bergson como de Nietzsche, valoró el misticismo de Peguy y el pragmatismo de James, admirador del anarco-sindicalista de Pelloutier y del nacionalismo integral de Valois, e ilusionado a la vez por grandes colectivismos inicial y supuestamente antiestatistas: la federación de Sóviets de obreros y campesinos en el primer Lenin, y el corporativismo integral del Manifiesto fascista del otrora sindicalista Mussolini (Kersffeld, 2004).
Pero aunque no lo parezca, Sorel no es ese enigma, ni siquiera una rara avis; fue aparentemente contradictorio como lo fue su misma época, pero realmente coherente como lo fueron dos pesos pesados del pensamiento corporativista del momento, el rumano Mijail Manoilescu y el italiano Ugo Spirito (Fernández Riquelme, 2010). Sorel es, por ello, uno de los grandes exponentes del tiempo nuevo que se abría, como sueño o como estrategia, en la era de entreguerras. Fue producto y productor de una época totalizante de aspiraciones doctrinales radicales, antidemocráticas y movilizadoras (aunque con sus posteriores formas de supuestas democracias de partido único, con adjetivos orgánicos desde el corporativismo, o populares desde el comunismo), que transitaban entre el mito de la Revolución nacional y de la internacional (Rossi, 1999). Citado por los organicistas sociales, leído por marxistas heterodoxos y anarquistas en ciernes, valorado por socialistas conservadores y conservadores socializantes, y a la vez “reivindicado en su época por Lenin y Mussolini”; todo una pléyade de lectores y seguidores unidos, para Freund, por la radical posición antiburguesa de Sorel, por la sistemática “reivindicación de las cualidades aristocráticas y militares”, y por la visión integral de la violencia transformadora y por el papel del mito. Mussolini, desde el socialismo nacional, encontró en Sorel (a través de Pareto) a uno de los pensadores antiliberales que podía legitimar su proyecto desde el sindicalismo vertical, sin caer en el marxismo, desde la instituciones económicas productivas; para alcanzar la consecución de la paz social por medio del corporativismo “fraternal” de obreros y patronos ante el altar de la patria, reinterpretando su concepto de violencia revolucionaria en conexión con su violencia partidista para alcanzar tal pax y construir su sistema. Lenin, desde el socialismo internacionalista, alabó su radical oposición a todo gobierno burgués y su primera base materialista marxista (pese a interpretaciones excesivamente empíriocriticistas), así como esa noción de violencia revolucionaria creadora de una nueva moral y de un nuevo hombre ligado a la producción. Hechos que superaban sus supuestas ambigüedades (de un burgués al servicio del sindicalismo usado por conservadores y revolucionarios) y que explican su lectura común “en una época en la que se desprecia a la historia para exaltar la utopía” (Freund, 2014: 4-6).
Su pensamiento sindical-revolucionario, a modo de socialismo moral más que de organización corporativista definida, fue singular en la integración de referentes y en sus posiciones maximalistas. Puede ser complejo y conflictivo, pero su obra es tan “pluralista” (Díaz Guerra, 1977) como el complejo y polémico tiempo histórico en que él que escribió y que pretendió transformar. Pero la obra de Sorel aparece para la Historia de las Ideas, así, como otro posible eje explicativo transversal, por sus fuentes y por sus receptores, para seguir reinterpretando historiográficamente ese mito revolucionario fundador de la contemporaneidad; especialmente como símbolo transformador, desde la violencia colectiva, en la era de entreguerras que tanto marcó el devenir del siglo XX. Un campo de juego más común de lo que pudiese parecer, culminado por el conocimiento o desconocimiento de las implicaciones de polémico y popularizado “concepto de lo político” de Carl Schmitt (Der Begriff des Politischen, 1933) en su esencia dialéctica, mortal en su extremo, entre el amigo y el enemigo (“Freund and Feind”), donde surgieron y compitieron distintas propuestas de organización colectiva antidemocrática y anticapitalista adanistas, donde sectores anarquistas, socialistas y fascistas vieron en esas masas, en esa “muchedumbre”, el medio para revolucionar Occidente.
2. Un burgués al servicio de la Revolución
Sorel nació Cherburgo. Hijo de una familia burguesa de mercaderes de Normandía venida a menos, fue criado en un ambiente tradicionalista profundamente religioso, y marchó a París a terminar sus estudios secundarios en el Colegio Rollín. Despúes de estudiar en la École Polytechnique de la capital gala, comenzó a trabajar desde 1870 como ingeniero jefe de caminos y puentes en el Departamento de trabajos públicos de Perpiñán (Díaz Guerra, 1977: 143-144). Paralelamente desarrolló una limitada tarea de escritor influido tanto por el catolicismo provincial de la vieja Francia glorificada por Charles Pèguy, como por el “conservadurismo de orden” de Torcqueville, Renán y Taine tras el gran hundimiento de 1871 (con la derrota en la Guerra franco-prusiana que tanto le marcó) y durante la Tercera República francesa; de ambas escuelas tomó su rechazó al papel absolutista del Estado (bien monárquico bien republicano) y la reivindicación de la función esencial los grupos sociales intermediarios (gremios y corporaciones) tras la destrucción producida de los mismos por la Revolución francesa, dejando como señal sus obras histórico-filosóficas publicadas en 1889: Contribution a l'étude profane de la Bible, Les Girondins du Roussillon, y Le Procès de Socrate, examen critique des thèses socratiques.
Tras media vida de servicio público, y gracias a una herencia familiar, en 1892 abandonó su cargo de Ingeniero y se volcó en su nueva faceta intelectual: el estudio histórico-filosófico de los problemas sociales (como administrador de la École des Hautes Études Sociales de París); el origen campesino y la vida humilde y sufrida como obrera de su compañera de vida (que no esposa) Marie-Euphrasie David, marcó su nueva orientación social. Abandonando el conservadurismo de sus primeros años, su primera gran influencia doctrinal fue el que consideraba como “socialismo moral” de Pierre-Joseph Proudhon, el autor de la famosa frase “la propiedad es un robo” y no siempre aceptado por el resto de socialistas premarxistas por su tradicionalismo. Proudhon representaba, para Sorel, la actualización de las virtudes y valores sociales cotidianos desde la fidelidad más absoluta: el amor a la familia, exaltación del trabajo en medio en la pobreza, la necesidad insaciable de libertad y la lucha contra todo estatismo arbitrario, el espíritu rebelde pero respetuoso a la vez de las tradiciones históricas, como recogió de manera sistemática en Essai sur la philosophie de Proudhon de 1892 (Llobera, 1998).
Ya en 1893 se declaró deudor de su segunda gran influencia: el marxismo, gracias a la lectura de su admirado Antonio Labriola, destacado filósofo hegeliano de la masonería italiana, y través de las interpretaciones de Jules Guesde y Paul Lafargue. Su compleja obra D’Aristote à Marx (L’Ancienne et la nouvelle métaphysique) de 1894 fue el gran testimonio de ese descubrimiento, conectando su paradigma filosófico-histórico inicial sobre el pasado civilizatorio con el paradigma marxista del presente transformador; aunque comenzó a valorar tanto las fórmulas anarcolectivistas de Mijail Bakunin como el sindicalismo nacionalista de Hurbert Lagardelle. Entre 1895 y 1897, junto a sus amigos y colaboradores Bonnet y Deville, publicó la revista Le devenir social, colaborando asimismo con las publicaciones Mouvement Socialiste, Ére Nouvelle y Revue de Metaphisique et de Morale, y profundizando en la “ciencia nueva” del verum-factum antiracionalista de Gianbattista Vico (en Étude sur Vico de 1896).
Sorel se retiró en 1897 a una pequeña casa de Boulogne-sur-Seine (suburbio de la capital). En ella residió hasta el fin de sus días, dedicándose a ser, desde la distancia y la libertad más absoluta, escritor y ensayista, polemista y agitador social; ese “publicista tardío” que marcó decisivamente, para Pierre Andreau, la historia reciente del pensamiento político revolucionario en el mundo occidental como inspirador y espectador (Andreau, 1982). Su obra se nutrió en esos años, combinando la facilidad para la exposición verbal y su ágil pero desordenada pluma, de sus continuas visitas a la Biblioteca nacional, su profusa correspondencia con rivales y potenciales aliados, su activa participación en los círculos sindicales locales, sus discursos y conversaciones en la librería de su amigo Paul Delesalle, la redacción de Cahiers de la Quinzaine, en la Sociedad de filosofía, en la Ècole des Hautes Ètudes Soiciales, en los cursos de Bergson en la Sorbona (Lacasta Zabalza, 2009). Como escribió a Daniel Halevy:
“Yo no soy ni profesor, ni vulgarizador, ni aspirante a jefe de partido; soy un autodidacto, que ofrece a algunas personas los cuadernos que han servido para su propia instrucción; es que las reglas del arte no me han interesado mucho jamás. Durante veinte años he procurado librarme de lo que había asimilado en mi educación; he paseado mí curiosidad a través de los libros, menos por aprender que para limpiar mi memoria de las ideas que se le habían grabado. Desde hace quince años me esfuerzo verdaderamente por aprender, mas no he encontrado personas que me enseñen lo que quiero saber. Me ha sido preciso convertirme en mi propio maestro, y, de alguna manera, asistir a mis propias clases” (Sorel, 2014).
Su lealtad intelectual al gurú del socialismo científico duró poco tiempo. La atracción inicial por la ortodoxia de Marx y el papel redentor del proletariado frente a una sociedad liberal-burguesa en decadencia, fue dando paso a una interpretación peculiar, y en cierta medida radical-moral, del socialismo. El marxismo resultaba a su juicio, y en la práctica, otro movimiento utópico más (que conectaba Sorel con el cristianismo primitivo), sin capacidad real de transformación más allá de lo económico, de lo material, al igual que resto del doctrinas comunistas y anarquistas, a su juicio meramente ideológicas y realmente divididas (presente es sus estudios recopilados en Ensayos de crítica del marxismo, 1903). Marxismo que para Sorel cada vez más derivaba en un servil reformismo social socialdemócrata (evidenciado las falsas componendas del máximo dirigente del socialismo francés, Jean Jaures), el cual corrompía la moral proletaria; como compartía con Proudhon, los problemas sociales nunca podrían ser resueltos por esa especie de “aristocracia republicana” que pretendía integrar socialismo y democracia en la Tercera república (Sorel, 2014).
Así apeló a un nuevo socialismo profundamente moral, como “un imperativo ético” en forma del auténtico sindicalismo revolucionario, capaz de mover tanto el bolsillo como apelar al espíritu humano. Desde 1898 había comenzó a diseñar su syndicat en el texto L’Avenir socialiste des syndicats: una corporación para movilizar y transformar material y, sobre todo, moralmente, ante las lagunas morales y culturales que observaba en esquema marxista (Essais de critique du marxisme, 1903), frente al enemigo de una economía liberal-capitalista profundamente corrupta (Introduction à l’économie moderne, 1903), y como solución a la decadencia histórica inevitable del mundo burgués (La Ruine du monde antique. Conception matérialiste de l’histoire, 1902).
De Proudhon, como hemos visto, retomaba ese socialismo capaz de transformar la ética colectiva; pero comenzaba a integrar las tesis sobre la intuición humana de Henri Bergson, reivindicando las fuerzas irracionales del hombre, y el historicismo pragmático de Vico (eso sí, secularizado en Sorel) en su máxima de que “el hombre solo conoce lo que el mismo hace (o construye)”, y el culto a la grandeza, a la voluntad de Friedrich Nietzsche. Había que ir un paso más allá. Frente a la corrupta democracia liberal y la corruptible socialdemocracia, solo había un camino posible: la movilización radical para tomar el poder y cambiar la sociedad y sus sistemas económicos de producción, cambiando moralmente al hombre y a la comunidad (Enseignements sociaux de l’économie contemporaine. Dégénérescence capitaliste et dégénérescence socialiste, 1907). Sorel escribió por ello que:
“el socialismo es una cuestión moral, en el sentido de que aporta al mundo, por lo menos, una manera nueva de juzgar todos los actos humanos o, de acuerdo con una conocida expresión de Nietzsche, una transmutación de todos los valores. […] El socialismo no sabe si podrá, cuando podrá realizar sus actuales aspiraciones, porque el tiempo cambió tanto nuestras ideas morales como nuestras condiciones económicas; pero se presenta frente al mundo burgués como su adversario irreconciliables, y lo amenaza con una catástrofe moral mucho más que con una catástrofe material” (Sorel, 1934).
El antimaterialismo de Sorel se hizo cada vez más evidente. Solo le fue quedando, de conexión con el marxismo, su común odio hacia lo burgués y el útil concepto de la lucha de clases como mito revolucionario. La visión heroica de la vida, ese espíritu del hombre que se niega a perecer y puede reaccionar frente a la opresión, era la base de un socialismo sin concesiones ni compromisos frente a la corrupción y a la decadencia del sistema liberal-burgués a destruir. Así nació su obra cumbre y polémica, Réflexions sur la violence (1908), en la cual sistematizaba, a modo de ensayo, esa violencia revolucionaria y mítica, no como atentado práctico sino como movilización moral, fundada en la definitiva Huelga general que a su juicio cambiaría para siempre el mundo. Eso sí, desde un pesimismo existencial necesario, “una metafísica de las costumbres” del hombre cotidiano, como marcha hacia la liberación desde el comportamiento experimental (conociendo y comprendiendo las condiciones sociales de desigualdad y explotación) (Sorel, 1934:17-19); fundamentalmente frente al optimismo ocioso del liberalismo burgués y sus doctrinas aduladoras, que pensaban que el progreso material era ilimitado y la felicidad espontánea (Les Illusions du progres, 1908).
Sorel aparece ya opuesto, frontal y radicalmente, a la democracia liberal-burguesa; pero también desencantado del utopismo proletario de gran parte del marxismo y del llamado socialismo tradicional por su participación estatal parlamentaria o sindical (La Décomposition du marxisme, 1908). Una posición especialmente visible tras el affaire Dreyfus, en el que tomó partido por el militar considerado traidor (La Révolution dreyfusienne, 1909). Y comenzó a buscar el encaje de su propuesta sindicalista-revolucionaria en ámbitos ya no internacionalistas, que creía ilusorios, sino en propuestas nacionalistas concretas como las de L´Action Française. Admiró públicamente el ideal del Nationalisme intègral presente en la obra Enquête sur la Monarchie de Charles Maurras (que descifró en su artículo sobre sindicalismo revolucionario publicado en la revista Il Divenire sociale de Enrico Leone, aunque posteriormente fue crítico del que consideraba excesivo democratismo de Maurras) o en el texto de Charles Péguy Le mistère de la charité de Jeanne D'Arc (en otro artículo publicado en la misma L'Action française). Pese a su rechazo a la institución monárquica (real o simbólica) Sorel admiraba la tesis corporativista de los tradicionalistas y nacionalistas ante el desencanto que le producía los sindicatos obreros “aburguesados”, ligados a reivindicaciones estrictamente económicas-laborales, y sobre todo por la importancia dada en ella a las Corporaciones neotradicionalistas como ejemplo de regeneración moral del trabajador y el empresario en un nuevo sistema político que sustituyera “violenta” y totalmente el modelo demoliberal (Serrano González, 1996).
Pese a su creciente influencia entre los nacionalistas maurrasianos y corporativistas franceses (como Georges Valois) e incluso en socialistas precomunistas como Robert Louzon, será en Italia donde su eco será más profundo. El citado Labriola, futuro ministro italiano de trabajo y referente de Antonio Gramsci, traducirá el texto de Sorel El futuro socialista de los sindicatos, y el mismo Leone realizará el prólogo de la primera edición italiana de Reflexiones sobre la violencia, a lo que se unirá las recurrentes citas a sus tesis de autores de la talla de Vilfredo Pareto, Benedetto Croce, Giovanni Gentile y del propio Benito Mussolini (Andreu, 1982).
Pero tras la Primera Guerra Mundial, “tiempo de ilusiones perdidas” para Sorel ante la lucha fratricida entre las plutocracias apoyadas tanto por nacionalistas como por obreros, el escritor francés apostará por el internacionalismo; por un mundo sin fronteras para una revolución sindical de amplio espectro, ante el “apocalipsis” global que se avecinaba(Matériaux d'une théorie du proletariat, 1919). En este sentido valoró positivamente las primeras propuestas que apostaban por superar, de manera radical, ese mundo político y económico que habían llevado a la devastación del viejo continente: el fascismo italiano con su discurso subversivo y proletario en clave nacionalista y corporativista (manteniendo correspondencia con el mismo Mussolini, aunque rechazando la pretensión progresiva del Fascio hacia el estatismo), y en especial las propuestas descentralizadoras y obreristas de las primeras proclamas leninistas tras la Revolución rusa, representación de esa vanguardia creadora de la “aurora de una nueva era” (proclamada en su Plaidoyer pour Lénine de 1921). Era el testimonio final de “un viejo que se obstina en permanecer, como había hecho Proudhon, un servidor desinteresado del proletariado” (Díaz Guerra, 1977: 143).
3. Sorel frente a la decadencia de Occidente
Rojo y negro, Rouge et Noir. Sorel fue de un lado y de otro, de todos y de ninguno. Su objetivo era la transformación, a toda costa, de los valores morales de su generación, desde el voluntarismo del individuo trabajador en el seno de la movilización colectiva. Y buscó, uno tras otro, el espacio, la fórmula, la doctrina donde la Revolución de la masa popular pudiera encontrar su sitio, sin caer en el parlamentarismo democrático, y donde su violencia regeneradora pudiera alzar el Sindicato como forma de organización local para frenar la decadencia de la civilización occidental.
“Las revoluciones se asemejan los dramas románticos: el ridículo y lo sublime se mezclan de tan manera inextricable que a menudo no sabemos cómo juzgar a los hombres que parecen ser, al mismo tiempo, bufones y héroes. Cuando las emociones apropiadas a los tiempos difíciles se han calmado, el país se avergüenza de aguantado tantas cosas cuyo absurdo no había sospechado. Se ve con espanto que no es posible separar lo que sólo merece la risa y la que debe seguir para provocar admiración. El mayoría de personas llegan a creer que el revolucionario que había llenado la nación con entusiasmo constituye el sueño de un Don Quijote que merece la piedad” (Sorel, 1909: 6-7).
No había otra alternativa. El que consideraba como esperpéntico caso Dreyfus mostraba los límites del socialismo reformista y el utopismo del marxismo, con un proletariado como mero instrumento de las elites para conseguir o mantener el poder partidista. “La bufonada deyfrusiana fue soportada con cierta dificultad por la mayoría del país, y de tal manera el paso a tiempos más tranquilos se hizo más fácil” (Sorel, 1909: 60-62), demostraba lo vacio del régimen parlamentario en sus debates intrascendentes y la incapacidad del mismo para ofrecer una opción real más allá del viejo recuerdo de las “glorias revolucionarias” liberales (Sorel, 1909: 60-62). Había que destruir el sistema democrático capitalista-burgués sin ninguna concesión; la degeneración del mismo, entre palabras vacías y opresión generalizada, solo podía ser superada mediante una revolución política del proletariado. Ni reforma del sistema ni pactos con el enemigo.
Esta “decadencia” civilizatoria, que el socialismo actual no parecía poder solucionar, se conectaba con sus estudios histórico-filosóficos: toda civilización que sacralizaba la mediocridad en las virtudes y la corrupción en sus valores acababa eclipsada en la Historia. Como señala Pierre Cauvin, la obra de Sorel viene marcada transversalmente por este primer gran problema vital, estudiando el caso del judaísmo (tras el advenimiento del cristianismo) en Le système historique de Renan, del mundo griego en Le procès de Socrate, de la decadencia de Roma en La ruine du monde antique, de la burguesía en Les illusions du progrès, del mundo moderno en Réflexions sur la violence, y de la socialdemocracia en La décomposition du marxisme (Cauvin, 1971: 22-26). Pero una decadencia marcada, en este momento espacio-temporal, por la introducción de mecanismos democráticos (o cuando menos igualitarios y representativos) en la lucha por el reparto de la riqueza y los medios de producción, que anulaban la voluntad creadora del ser humano (Sorel, 1933) y anulaba la verdadera misión radical del socialismo. Mecanismos aceptados por unos y por otros que renuncian a la creación productiva por el beneficio inmediato, a la verdadera jerarquía (en función del mérito) por el falso igualitarismo (en manos de las elites). Una “decadencia de Occidente” popularizada, en este momento histórico, por Spengler, un trágico final y una decidida misión:
“Para nosotros, empero, a quienes un sino ha colocado en esta cultura y en este momento de su evolución; para nosotros, que presenciamos las últimas victorias del dinero y sentimos llegar al sucesor –el cesarismo– con paso lento, pero irresistible; para nosotros, queda circunscrita en un estrecho círculo la dirección de nuestra voluntad y de nuestra necesidad, sin la que no vale la pena de vivir. No somos libres de conseguir esto o aquello, sino de hacer lo necesario o no hacer nada. Los problemas que plantea la necesidad histórica se resuelven siempre con el individuo o contra él. Ducunt fata volentem, nolentem trahunt” (Spengler, 1996: 530-532).
Solo quedaba el camino de la Revolución. Para Sorel, el símbolo democrático proclamaba, desde la universalidad, la igualdad entre los ciudadanos, entre los pueblos, entre las clases, llevando a la ruina a una nación o una sociedad al destruir la libertad y la jerarquía, al sacralizar la dependencia y la mediocridad. El reino de la mediocridad, de la democracia, solo se había superado en diversos momentos de la Historia mediante la aparición de un personaje trascendental (Napoleón, Pelloutier, Mussolini, Lenin) o de un movimiento poderoso (como su Sindicalismo revolucionario y su Huelga general), capaces de movilizar a las personas, de conmocionar a la humanidad, de dar a los hombres la oportunidad de superarse y de alcanzar lo sublime. La Huelga general revolucionaria podía ser, para Sorel, uno de esos movimientos poderosos capaces de superar la decadencia del mundo burgués, liberando a los obreros a la esclavitud del sistema democrático-capitalista y de la mediocridad en la que estaban educados, concienciándolos en sus verdaderos anhelos, y movilizándolos para acciones sublimes (desterrando el anonimato de la masa) en la inminente “guerra de liberación social”:
“El mismo espíritu se halla en los grupos obreros que están apasionados por la huelga general; estos grupos miran, en efecto, a la revolución como un inmenso alzamiento que incluso se puede calificar de individualista: cada uno marchando con el mayor ardor posible, actuando por su cuenta, no preocupándose demasiado de subordinar su conducta a un gran plan de conjunto sabiamente combinado” (Sorel, 1934: 257-258).
En la Ruine du monde antique recogía las claves históricas de la crisis de toda sociedad, a modo de ley social, desde la recopilación de las primeras civilizaciones europeas en su apogeo y en su decadencia, especialmente poniendo como ejemplo el caso de la Atenas clásica y su racionalismo socrático destructor (Sorel, 1933). En esta obra comienza a verse plasmada la influencia del vitalismo de Henri Bergson en el pensamiento sorealiano: la especificidad de la filosofía (con una metodología propia) respecto a la ciencia (con límites evidentes), y la esencia propia de la conciencia humana (de la memoria a la libertad). Influencias que determinarán, en gran medida, otras dos claves del constructo soreliano: el anticientifismo y el antirracionalismo.
Anticientifismo que no negaba una Ciencia seria y profesional que recibió en su formación educativa, y a la que consagró varios de sus estudios (en el orden general del conocimiento). Sorel rechazaba la “pequeña ciencia”, o aquellas construcciones imaginarias con pretensión científica pero sin ninguna base seria. La ciencia no era, por si sola, una actividad determinante que regeneraría a la humanidad, resolviendo todos los problemas y alcanzando la paz, la libertad, y felicidad; alcanzar dichas metas no se lograría mediante el conocimiento teórico o especulativo, tendente inevitablemente a soluciones provisionales o a la mera utopía. Se necesitaba una ciencia aplicada y práctica, ligada a la vida diaria de las personas y a la lucha social, a esa vida creadora de Bergson, ya que “el mundo camina pese a los teóricos” (como escribió en la Revue de métaphysique et de morale hacia 1911). Por ello se opuso frontalmente al darwinismo social o evolucionismo determinista, que hablaba de un progreso inevitable, al modernismo católico que ligaba razón y fe despreciando la mística (en especial a León XIII y su Rerum Novarum), al protestantismo liberal que reducía la creencia a un simple acto racional, e incluso al socialismo científico de Engels que simplemente reinterpretaba el materialismo histórico de Marx desde una economía que se arrogaba toda explicación de todos los fenómenos sociales.
Fue, por ello, uno de los últimos estandartes de la metafísica contemporánea vital e irracionalista, de una vida que debía explicarse más allá de la competencia científica, y que fundaba el conocimiento social respondiendo a interrogantes que el positivismo sociológico no lograba entender. La “opinión soberana de la metafísica” demostraba, a su juicio, que la ciencia social no podía formularse desde los esquemas las ciencias naturales, ni de las utopías de intelectuales profesionales muy bien pagados; al contrario, debía construirse desde las convicciones grupales y de los mitos colectivos, desde la moral regeneradora y de la razón humana. Pero si bien la razón era imprescindible para el desarrollo de la humanidad, y la ciencia clave para declarar las certezas morales, el conocimiento racional no debía reducirse a la abstracción positivista y al racionalismo cientifista (siendo el prestigioso Émile Durkheim blanco de sus críticas). Existían, para Sorel, realidades y valores más allá de la razón que explican la existencia humana, y podían evitar su mediocridad o decadencia; fuerzas irracionales que eran parte integral de nuestra vida, que son la base esencial de toda moral, del heroísmo, de lo sublime, de la gloria, de la abnegación, del espíritu de sacrificio, de la propia vida y de la propia muerte (Lacasta Zabalza, 1994).
4. Hacia un nuevo socialismo
“Lo decadente” en el mundo tenía una solución. Un nuevo socialismo que combinaría el moralismo de Proudhon y el materialismo de Marx, integrando la metafísica soreliana. Del filósofo francés heredó ese obrerismo tradicionalista y moral (aunque anticlerical) y el papel del burgués al servicio del proletariado y contra el capitalismo, pero no de una clase obrera universal ni de una economía mercantilista global y abstracta; su concepción del trabajador y del devenir del proletariado vuelve, por ello, a los orígenes, al gremio y al trabajo manual, a la comunidad y a la naturaleza. Y del economista germano obtuvo la visión de la lucha de clases como motor de la Historia, clave de la movilización individual y colectiva frente a la plutocracia internacional.
Pero Sorel pronto comenzó a disentir de las máximas marxistas. Comprendió que el socialismo estatista preconizado por Engels era una mera respuesta, un medio tributario del modo de producción industrial y capitalista del que surge y ante el que reacciona. Por ello planteó que la Revolución no podía limitarse a construir un socialismo estatal y sindical más, sino debía cambiar para siempre las condiciones históricas del capitalismo y sus formas productivas asociadas. En Introduction à l'économie moderne (1903) principió las bases teóricas y morales de un nueva economía concreta, aplicando en lo social la filosofía bergsoniana y combinándola con el materialismo histórico; y esbozó por primera vez el aspecto jurídico del sindicato, como nueva forma de organización político-social, superando la concepción estrictamente materialista y evolutiva del socialismo estatista. Sorel hablaba de una economía social marcada no solo por el progreso material, sino por ideas irracionales profundamente humanas, por instintos de naturaleza biológica y esencia espiritual que explicaban la transformación social (más allá del darwinismo), vitales en los actos diarios de las personas, y por dimensiones religaciones y místicas que impregnaban el quehacer humano en el taller y en la familia. Es decir, una comunidad creada y elevada por “fuerzas espirituales” emergentes, creadoras y destructoras a la vez, superadora del dogmatismo filosófico hegeliano.
No había que tomar el poder; había que destruirlo. No había que convertir al obrero en burgués, sino que había que recuperar la virilidad del mundo a través del obrero trabajador y organizado. El próximo Sindicato de Sorel, como medio de transformación socialista y como referente moral, tenía que devolver a los obreros la independencia para producir por sí mismos y para sí mismos, recuperar el viejo espíritu del gremio, cambiar la voluntad de hacer por la técnica de producir, y ser, para ello, la organización típica de otro sistema económico que integre y supere lo capitalista y lo socialista.
Este nuevo socialismo se basó, siempre, en el antidemocratismo (desde La mort de Socrate al texto Pour Lénine); tanto en su primera creencia en la dictadura del proletariado (que finalmente daría lugar a una nueva burocracia que recrearía de nuevo la vieja distinción entre “señores y esclavos”) como en una especie de omnipresente libertarismo cuasianarquista basado en la concepción pluralista del mundo (frente al Parlamento, o “refugio de la charlatanería política, de la demagogia de los mercaderes y de la hipocresía de los intelectuales”). Sorel, desde esa reflexión antiparlamentaria similar al diferente liberalismo de Pareto, y que atrajo tanto a internacionalistas y nacionalistas, nunca creyó en la democracia liberal corrupta moralmente, ni en la democracia socialista (que sometía a las masas hacia la esclavitud, bajo la bandera de una ficción basada en ideales como la igualdad o el gobierno del conjunto de los ciudadanos) ni en una democracia sindical o corporativista que siempre acabaría siendo estatista como cualquier otra forma de democracia (el solidarismo de Léon Bourgeois o el cooperativismo de Charles Gide). Nunca le importó la filiación de sus referentes y colaboradores en las supuestas izquierdas o derechas, solo sus credenciales antidemocráticas (Goriely, 1962).
5. El Sindicalismo revolucionario
Ni la Política social (el invento de Bismarck progresivamente asumido por los socialistas democráticos) ni la Utopía marxista. Sorel proponía como medio de destrucción de lo viejo y construcción un sistema concreto, más como espíritu de unión que como institución cerrada: el Sindicalismo revolucionario. El proletariado era el arquetipo que crear y al que movilizar, ante la decadencia moral de una burguesía dominante de “mentalidad claudicante, cobarde y negociadora” y de un sistema capitalismo en manos “de los mercaderes del templo, de los filisteos y de los usureros de postín”, donde “hasta los dioses parecen muertos” (Sorel, 1934: 270-271).
El proletario encarnaba esa regeneración moral, y su papel en la revolución social suponía la reconstrucción espiritual. Pero Sorel, en ningún momento, hablaba de matizar el capitalismo ni de realizar concesiones a los “socialistas parlamentarios” ni de conseguir “siervos votantes”. La Revolución debía ir más allá, destruyendo una sociedad de amos y esclavos para construir una nueva donde el obrero sea un trabajador y un artista, un creador en suma. El proletario debía destruir, literalmente, el viejo sistema sin concesiones, sin dudas, sin regateos.
“Generalmente, los socialistas llaman a la legislación social derecho obrero; error análogo a aquél en que habrían incurrido los autores antiguos si hubiesen llamado derecho burgués al conjunto de reglas relativas a las relaciones que existían entre los señores feudales y los campesinos; la legislación social está fundada en la noción de sangre. Debería llamarse derecho obrero a las reglas que se refieren a todo el cuerpo de trabajadores, y que pueden, perfeccionándose, convertirse en el derecho futuro” (Sorel, 2004: 110-113).
Para Freund “si Sorel se convirtió en socialista, no lo fue para nada por sentimentalismo o por seguir una moda, sino por una decisión lúcida, porque pensaba que el socialismo era la doctrina que permitiría escapar de la degeneración moral que afecta a la sociedad” (Freund, 2014: 21). Su socialismo fue más moral que político, y por ello su crítica a la democracia se basó en que difundía la cobardía y la ociosidad, disolvía las costumbres, erradicaba los sentimientos de nobleza y coraje en la sociedad, desmoralizaba y corrompía la armonía social, desconsideraba la creación humana, y provocaba la esclavitud espiritual. La lucha de clases era el nuevo instrumento para renovar las tradiciones de siempre, para recuperar las altas convicciones morales, para exaltar la generosidad y la solidaridad; era el “estado de guerra” emergente en el que los hombres participan y que genera mitos movilizadores. El “campo de batalla” contemporáneo que difunde el carácter sublime de la batalla contra el mal, contra el enemigo y que “fascina a las almas”; y que da luz a los héroes morales de este tiempo histórico, al obrero revolucionario que utiliza la violencia moral en la sublime huelga general contra la burguesía declinante y la socialdemocracia colaboradora. Así su socialismo era “una metafísica de las costumbres”, un modelo ético de conducta vital, un medio para recuperar sentido del honor; en suma el sistema pertinente históricamente para volver a hablar de la nobleza del alma, del heroísmo y de lo sublime (Sorel, 1934: 270-273).
Desde 1897 había comenzado a hablar del medio para la regeneración moral y social que pretendía: la agrupación de proletariado en sindicatos autónomos que no participaban del juego político partidista: los syndicats o corporaciones que integraban la tradición de la fidelidad gremial y la modernidad de la conciencia proletaria. Esta era la base de su sistema del Sindicalismo revolucionario de Sorel, como expuso en “El porvenir de los sindicatos obreros” y en las citadas “Reflexiones sobre la violencia”.
Un modelo que era el reflejo de un pensamiento. Solo era posible comprender lo que cada uno de nosotros es capaz de crear, solo era posible entender el mundo artificial que nosotros fabricamos; así siempre lo creyó Sorel. Las creencias y valores, el “mundo cósmico” era la base sobre la que trabaja el “homo faber”, evolución de los primeros “homo sapiens”, al ser la razón hija de la técnica. Pero este materialismo marxista de base se concretaba en la capacidad creativa del hombre; el conocimiento humano partía del uso de los medios de producción y por ello son los productores (los obreros, los trabajadores) la fuente de todo inteligencia. Para Georges Goriely constituía la llamada teoría del “pluralismo dramático”, una forma de conocimiento social que estudiaba una realidad siempre plural y en constante transformación desde los diferentes puntos de vista proyectados en un marco fijo de comprensión creado ex profeso, y que el productor o el creador adivinaba en su labor técnica mediante el ensayo y el error en busca de la solución instrumental. Acción técnica y racional motivada y generada por los elementos pasionales e imaginativos humanos; la razón dependía de la técnica, pero ésta se fundada en el papel aglutinante de los sentimientos (Goreily, 1962: 33-36).
Sobre esta concepción de síntesis entre técnica (razón) y humanidad (pasión), entre tradición y socialismo, se concretaba en una doctrina político-social, el Sindicalismo revolucionario, que combinaba la materia por la que se luchaba (los medios de producción) y la voluntad que movilizaba (el obrerismo social). Ser hombre era comprender, y comprender era producir; por ello, el hombre verdadero y necesario para su sistema es el productor, el trabajador, y quién no produce es un simple parásito, económica e intelectualmente. Aquí radicaba su famoso “anti-intelectualismo”. Para Sorel los valores creativos y superiores del proletariado, como protagonista del nuevo Sindicalismo, eran clave para la regeneración, y no las proclamas de una supuesta elite intelectual socialista (mesiánica o reformista) alejada del trabajo manual, de la innovación tecnológica, del verdadero mundo obrero en su realidad y su moralidad. Los intelectuales solo podían ser “empleados” al servicio de la clase obrera, como él, y con una tarea muy clara: difundir sus valores, construir su proyecto y desprestigiar a la burguesía. Una “sociedad de productores” solo podía ser edificada por los propios productores (Sorel, 1900: 67-68).
Este primer planteamiento, en clave puramente racional, será expuesto en su obra El porvenir de los sindicatos obreros (1898). Compartiendo la pretensión de Fernand Pelloutier de convertir a la poderosa Confederation General du Travail (C.G.T.) en un Sindicato autónomo del Estado y profundamente combativo, Sorel apuesta por fundar esta “sociedad de productores” como un sistema social organicista donde el proletariado y el taller sería el protagonista de un mundo que “es a la vez su pan, su laboratorio, su clase de filosofía y su mundo” (Sorel, 1900: 43-45). Una clase social que adquiría su conciencia colectiva y comenzaría su triunfante revolución combinando la propaganda ideológica de autoconciencia y la organización particular con sus propias instituciones, moral y derecho; en una organización sindical independiente, fuera de los partidos políticos serviles de la burguesía, de partidos que solo pretendían conquistar el poder y no liberar al hombre que trabaja, creada por y para los obreros como sociedad alternativa capaz de iniciar y desarrollar la gran transformación para el reemplazo de la sociedad burguesa como forma de organización dominante y general:
“la lucha de clases es el alfa y el Omega del socialismo, quien es un concepto sociológico para uso de los sabios sin el aspecto ideológico de una guerra social proseguido por el proletariado contra el conjunto de los jefes de la industria; el sindicato es el instrumento de la guerra social” (Sorel, 1934: 90-98).
Este esquema inicial se concretaba de la siguiente manera: los sindicatos obreros asumirían la gestión política directa, quitándosela a las administraciones estatal, regional y municipal, y asumiendo sus competencias (en “federaciones de obreros” de base local). Gestionarían los recursos económicos de manera colectiva, bajo criterios de igualdad y responsabilidad (en “cooperativas de producción y consumo”), y ejercerían las funciones de asistencia, protección y formación de las familias y los jóvenes, imponiendo un modelo de educación sobre normas y principios propios genuinamente revolucionarios; todo ello transformando desde la posesión efectiva de los medios de producción (colectivizados sindicalmente) hasta el mismo derecho de familia (reconociendo la “unión libre” en la que el mismo vivía).
Frente al mito científico de Marx (reacción lógica a su alter ego, el mito capitalista) que Sorel comparte por su carácter reivindicador y colectivo en su aspecto de “lucha de clases”, el mito soreliano se concreta en la acción que integra lo individual y lo colectivo a partir de motivaciones psicológicas “invencibles” en el momento y el acontecimiento histórico. Motivaciones de una colectividad que determinan la capacidad y calidad de la acción en la intensidad de las creencias; eran el verdadero motor del que nace el entusiasmo colectivo, que aspira a lo sublime, que rechaza el miedo, que genera esa voluntad de superarse y que supera la seguridad de los valores imperantes de la decadente sociedad burguesa (la que no busca alcanzar lo sublime ni superarse). Sorel reivindica aquellas “virtudes quiriteas” en un momento histórico marcado por el triunfo de la técnica, el ocaso de lo sagrado y el dominio de una burguesía corrupta ajena a la antiguas aristocracias vinculadas al pueblo. “Lo sublime está muerto en la burguesía” proclamaba Sorel (1900).
La liberación obrera en su esencial moral era, por tanto, el único objetivo. Ante el socialismo centrado en la retórica revolucionaria (conmovida por la miseria generada por las contradicciones del capitalismo), y opuesto el “sentimentalismo del reparto” (centrada en la utopía comunista) o la mera política aburguesada (reformismo que acababa en la misma coacción estatal), el Sindicalismo revolucionario de Sorel se centraba en los derechos concretos de los trabajadores; había que hacerlos conscientes de su capacidad creadora, convertirlos en auténticos combatientes para la lucha social en soldados listos pata la transformación, Sorel no buscaba, así, un mero sistema nuevo de reparto, ni un igualdad total y utópica, ni una democracia adaptada para los obreros, ni un socialismo presto a copiar las formas y medios plutocráticos. Frente al régimen donde los principios políticos eran corrompidos por el éxito económico y el intercambio de bienes, que lo justificaban todo, Sorel alzaba las ideas morales, los valores humanos y los oficios creadores:
“el gran peligro que amenaza al sindicalismo sería cualquier tentativa de imitar a la democracia; es mejor, para él, saber contentarse, durante un cierto tiempo, con organizaciones débiles y caóticas, que caer bajo el dominio de sindicatos que copiarían las formas políticas de la burguesía” (Sorel, 1934: 226-227).
El socialismo sindical de Sorel significaba, así, un katehon obrero, ligado a la realidad nacional de cada país, como muralla moral frente a la “fusión de clases” propugnada por el socialismo reformista o el catolicismo social, y derivada de la falsa “paz social”. En primer lugar se materializaba en el incesante y radical movimiento de la Huelga revolucionaria, el cual expresaba, claramente, que “el tiempo de las revoluciones políticas ha terminado, y que el proletariado se niega a dejar constituir nuevas jerarquías”; un movimiento que ansiaba una nueva comunidad organizada, más allá de la posible realidad estatal o productiva de la transacción socialista:
"Esta fórmula no sabe nada de los derechos del hombre, de la justicia absoluta, de las constituciones políticas y de los parlamentos; no niega pura y simplemente el gobierno de la burguesía capitalista, sino también toda jerarquía más o menos análoga a la burguesía. Los partidarios de la huelga general aspiran a hacer desaparecer todo lo que había preocupado a los antiguos liberales: la elocuencia de los tribunos, el manejo de la opinión pública, las combinaciones de partidos políticos” (Sorel, 2004: 30-35).
Pretendía, en segundo lugar, edificar el colectivismo socialismo por etapas, aboliendo progresivamente el capitalismo sobre el principio de la lucha de clases; un proceso basado en un estrategia que no buscaba la ambición personal (un puesto de diputado o un sueldo a cargo del patrono) y era ajeno a toda participación electoral o acción parlamentaria (a la organización del proletariado en el terreno político y económico) que impida su desarrollo gradual e inevitable (frente a las consideraciones de Kautsky). Y en tercer lugar, el Sindicalismo de Sorel “marcha, en efecto, al azar de las circunstancias, sin cuidarse de someterse a una dogmática y dirigiendo más de una vez sus fuerzas por caminos que condenan los sabios” (Sorel, 2004); es decir, se fundaba en la práctica del hombre sencillo y de su voluntad de participar en batalla al sistema como “lucha de clases” que le afectaba directamente, y no en la teoría del intelectual aburguesado deudor de axiomas filosóficos o dogmas religiosos:
"La huelga general no ha nacido de reflexiones profundas sobre la filosofía de la historia; ha surgido de la práctica. Las huelgas no serían más que incidentes económicos de una importancia social mínima, si los revolucionarios no interviniesen para cambiar su carácter y convertirlas en episodios de la lucha social. Toda huelga, por local que sea, es una escaramuza en la gran batalla que se llama la huelga general. Las asociaciones de ideas son aquí tan simples que basta indicárselas a los obreros en huelga para hacer de ellos socialistas. Mantener la idea de guerra, hoy que tantos esfuerzos se hacen para oponer al socialismo la paz social, parece más necesario que nunca” (Sorel, 2004: 45-48).
El Sindicalismo revolucionario constituía, para Sorel, la única competencia a la “ceguera y locura del capitalismo”, al aprender del marxismo sobre la potencialidad de la lucha de clases, pero superar sus abstracciones teóricas (científicas y filosóficas) al desligarse de la mera reacción al sistema de producción del que también participaba como reacción. Y se demostraba, en la práctica, organizándose sobre la base local, comprendiendo las realidades nacionales, impulsando la instrucción de los obreros, asumiendo la capacidad creadora del hombre, imitando la fórmula revolucionaria del primer capitalismo para vencerle, y sobre todo, movilizando a las clases populares mediante el mito de la batalla social:
"El sindicalismo revolucionario encarna, a la hora presente, lo que hay en el marxismo de verdadero, de profundamente original, de superior a todas las fórmulas: a saber, que la lucha de clases es el alfa y omega del socialismo; que no es un concepto sociológico para uso de los sabios, sino el aspecto ideológico de una guerra social emprendida por el proletariado contra todos los jefes de industria; que el sindicato es el instrumento de la guerra social” (Sorel, 2004: 67-48).
6. La violencia revolucionaria
Alcanzar esa nueva sociedad necesitaba de un medio adecuado. Y en Reflexiones sobre la violencia (1906), su obra más célebre, Sorel encontró la clave para la formación de un sindicalismo obrero fuerte, consciente y preparado para enfrentarse con la sociedad burguesa, y para destruirla; creando sobre sus ruinas una comunidad basada en la producción creativa, libre de las jerarquías e instituciones del pasado.
Frente al racionalismo ilustrado (Descartes), el irracionalismo espiritual. Siguiendo al citado Bergson o a Gustav Le Bon, Sorel comprendió la existencia de elementos irracionales que determinaban la voluntad del individuo y que actuaban en su movilización: psicológicos e intuitivos, morales y espirituales. Y dicha voluntad, como tomó de Friedrich Nietzsche, fundaba esa idea de rebelión capaz de negar los valores reinantes y afirmar otros nuevos, rebeldes y propios, construidos desde el mito revolucionario. Estos elementos mitificados, organizados grupalmente, permitían a través de la imagen y la propaganda, la movilización colectiva, en su caso revolucionaria. Un gran movimiento revolucionario, para Sorel, que debía ser impulsado más por los mitos que por la racionalidad; ésta era la lección que debía aprender el socialismo para triunfar.
“Los mitos no son descripciones de cosas, sino expresiones de voluntad, un conjunto de imágenes capaces de evocar en bloque y a través de la intuición, sin ningún análisis reflexivo” (Sorel, 1934: 22-33).
En este sentido, la voluntad del cambio tenía que sostenerse en el mito y no de la lucha de clases como el motor de la Historia, como el factor decisivo de la Revolución. Y en ella la violencia sería el ingrediente clave: el natural impulso de lucha fundaba el mítico valor del heroísmo y éste el moderno sindicalismo de combate. Exaltación de la violencia, de esa energía creadora al servicio del proletariado en sus intereses concretos y de la civilización en su dimensión global; pero “violencia” concebida como arma revolucionaria de la Comunidad (proletaria, sindicalista) frente a la “fuerza” del Estado, el instrumento de la minoría rectora (liberal-burguesa o incluso socialista) para imponer la organización de un determinado orden social para dominar a la mayoría (La rivoluzione d'oggi, 1909).
En este proceso, en este momento histórico, convergían el mito y la violencia. “¿Cómo se podía movilizar a las masas para conseguir la derrota total del capitalismo?” se preguntaba Sorel. Básicamente construyendo el mito revolucionario; un mito con la fuerza suficiente para movilizar al trabajador, mucho más eficaz que los débiles eslóganes de los intelectuales y las utopías de los burócratas (construcciones que se convertían rápidamente en simples procesos reformistas). Instrumento mitológico que presentaba, para Sorel, una fuerza revolucionaria incontestable, al constituir esa “realidad total” que escapaba a la estructura lógica jerarquizada: la capacidad para superar el marco estatal y para movilizar a la población obrera, poniendo como ejemplo la Huelga revolucionaria final donde las masas exaltadas destruirían la opresión de un Estado en manos de los intereses de la burguesía y de sus lacayos, los pretendidos intelectuales socialistas (Sorel, 1934: 25-27).
La violencia revolucionaria del mito se oponía al llamado “resentimiento jacobino del Reinado del Terror”. El burócrata y el utopista usaban la fuerza para imponer la coacción del poder de su Estado soñado, siempre jerárquico y opresor, al pueblo; los verdaderos revolucionarios utilizaban la violencia como única herramienta para romper la sumisión de las clases desfavorecidas, como “potencia indomable con la que el pueblo se sacude el yugo impuesto” para arrebatar a la minoría su poder histórico. La violencia revolucionaria no era ni venganza ni ajuste de cuentas (eso era propio de las revoluciones burguesas previas, con sus orgias de sangre frente a nobles y reyes); era el medio para la justicia colectiva e histórica (Serrano González, 1996). Esta era su “apología de la violencia”: el uso de la violencia proletaria, en su caso, a través de la Huelga revolucionaria, como medio mitológico de cohesión y liberación y como práctica del cambio social, hacia una comunidad sin estructuras de poder jerárquicas y con relaciones armónicas:
“la fuerza tiene como objeto imponer la organización de determinado orden social en el cual gobierna una minoría, mientras que la violencia tiende a la destrucción de ese orden. La burguesía ha empleado la fuerza desde el comienzo de los tiempos modernos, mientras que el proletariado reacciona ahora contra ella y contra el Estado mediante la violencia” (Sorel, 1934: 200-210).
Este modelo, que Sorel consideraba de inminente aplicación, tenía que poseer esa herramienta que evitará el posible aburguesamiento de las masas obreras o sus tendencias hacia la exclusividad nacionalista. En Reflexiones sobre la violencia: la “violencia revolucionaria” definió ese instrumento esencial para la movilización pasional y continua de la clase obrera organizada, desde el impuso para la cohesión sentimental y permanente de la misma, para hacer de la realidad laboral y asociativa humana la noción intelectual de la lucha de clases (Kersffeld, 2004: 25-28). Por mucho que al obrero se le muestre la existencia de un antagonismo de intereses entre él y su patrón, esa información no llegará hasta lo más hondo de su conciencia, no se manifestará en su vida real hasta que el mismo se convierta en una dimensión emocional y sentimental capaz de llevarle a usar la violencia, perfectamente legitimada en su fuero interno, contra su enemigo de clase. Pero no la violencia desnuda, del pequeño sabotaje industrial al gran el terrorismo racionalista al servicio de las utopías políticas; la época de la violencia ética y moral del proletariado, del hombre dotado de las virtudes de valentía, energía y heroísmo:
“Nunca sentí por el odio creador la admiración que le dedicó Jaurès; no siento para nada por los guillotinadores las mismas indulgencias que él; siento horror por toda medida que humilla al vencido bajo un disfraz judicial. La guerra hecha a la luz del día, sin ninguna atenuación hipócrita, para lograr la ruina de un enemigo irreconciliable, excluye todas las abominaciones que deshonraron a la revolución burguesa del siglo XVIII” (Sorel, 1934: 371-372).
Conclusión fundamental a la que llegaba a través de un razonamiento concreto (Sorel, 1934): a) la violencia es parte consustancial de las sociedades modernas e industrializadas, ligada a la lucha de clases hasta la aparición de los utopismos y reformismos en el socialismo que la desactivan por la lucha por el poder; b) el socialismo democrático y parlamentario es un mero colaborador servil de la burguesía, por lo que se demostraba imprescindible un nuevo sindicalismo autónomo que reivindicara y utilizara la violencia revolucionaria auténtica; c) el marxismo reformista mostraba prejuicios contra la violencia proletaria por motivos oportunistas que se demostraba en su aprecio al papel represivo del Estado y al militarismo de los plutocracias nacionales (y que ejemplificaba en la figura de Jean Jaurès); d) La huelga proletaria era el gran mito del proletariado, superior cuantitativa y cualitativamente a la utopía redentora del marxismo ortodoxo (que perfeccionaba) o del tacticismo del socialismo parlamentario (al que refutaba) como instrumento para alcanzar la liberación del proletario; e) Frente a la fuerza represiva del Estado se alzaba la violencia regeneradora del proletariado, por medio de la Huelga general y frente a los partidos políticos, desde el heroísmo del mito de movilización y destrucción hacia la dictadura del proletariado; f) La moral de la violencia proletaria (rememorando a Proudhon) rechazaba la conciliación con la burguesía, el arbitraje partidista o el control estatal de los sindicatos, legitimando el Sindicalismo revolucionario en Francia en contraste las potencias capitalistas de Inglaterra y Alemania; g) Y finalmente, se alcanzaría un nueva moral de los productores, reflejo de la síntesis entre la organización sindical y la transformación revolucionaria, a través del espíritu de la Huelga general como “la nueva guerra por la libertad” y del Sindicalismo revolucionario como el gran “educador en la sociedad contemporánea” (Sorel, 1934: 230-231)
“La lucha de clases” era el instrumento novedoso para renovar las tradiciones de siempre, para recuperar las altas convicciones morales, para exaltar la generosidad y la solidaridad; era el “estado de guerra” emergente en el que los hombres participan y que genera mitos movilizadores. El “campo de batalla” contemporáneo que difunde el carácter sublime de a batalla contra el mal, contra el enemigo y que “fascina a las almas”; y que da luz a los héroes morales de este tiempo histórico, “al obrero revolucionario” que utiliza la violencia moral en la sublime huelga general contra la burguesía declinante y la socialdemocracia colaboradora. Así su socialismo era “una metafísica de las costumbres”, un modelo ético de conducta vital, un medio para recuperar sentido del honor; en suma el sistema pertinente históricamente para volver a hablar de la nobleza del alma, del heroísmo y de lo sublime (Sorel, 1934: 270-273).
Un socialismo moral basado en las virtudes de la familia, del trabajo, de las costumbres, fundaría un Sindicalismo revolucionario donde la lucha de clases y la Huelga general serían los instrumentos para la regeneración de la economía, de la sociedad, del hombre, de ese héroe revolucionario, el obrero consciente y movilizado, como en la leyenda homérica o en la empresa napoleónica. Pero una Huelga no política sino moral. Sorel no propugnaba un Estado sindical ni una democracia sindical como fin a alcanzar; no pretendía reformar el sistema ni crear otro régimen estatal. El fin de la Huelga general era social, desde la reeducación moral del hombre a través de una transformación radical de la sociedad; no había que conquistar el poder político o el Estado, sino trazar una nueva vía para el futuro reuniendo las fuerzas populares para generar esa situación de “catástrofe total” o desorden general que provoque la caída del decadente poder burgués-capitalista y sus medios democráticos que ha conllevado, progresivamente “la disolución de las costumbres, la pereza, la falta de voluntad y la mediocridad” (Sorel, 1934: 33-38). Y dicho caos se alcanzaría mediante la violencia revolucionaria; un instrumento ético que otorgaba al socialismo una profunda moralidad y una fidelidad clara, superando la negociación reformista (el compromiso) y negando el mero nihilismo (el terrorismo), como expresión de una voluntad consciente de los proletarios que convierten sus ideas en actos, que colaboran en la transformación ética, ya que “a la violencia le debe el socialismo los elevados valores morales mediante los cuales aporta la salvación al mundo moderno” (Sorel, 2014: 229-231). Obreros convertidos en militares comprometidos, en soldados audaces, en héroes colectivos; los protagonistas de la epopeya revolucionaria, de un sueño, de un futuro donde la lucha de clases es el sentimiento bello y heroico por antonomasia, y que aunque no produce ventajas materiales rápidas e inmediatas, salva al mundo de la barbarie. ”Saludamos a los revolucionarios, como los griegos saludaron a los héroes espartanos que defendieron las Termópilas y contribuyeron de este modo a mantener la luz en el mundo antiguo” proclamaba Sorel (1934: 29-30).
El mito revolucionario no era una utopía; era el gran símbolo, el objetivo final construido dentro del ser humano y no el objetivo final proyectado en la secuencia histórica. Y tampoco era un mito intelectual más; no era como el catolicismo primitivo o la reforma protestante, la Revolución Francesa o el Risorgimento italiano. Era la superación de los errores de las viejas fantasías utópicas, de los mitos creados intelectualmente y que se veían siempre superados por los métodos racionales de análisis. El nuevo mito, la violencia como símbolo de la Revolución, no podía refutarse ni contradecirse: era indivisible y de extensión ilimitada (siguiendo a Bergson); el mito perfecto y perdurable, que se creaba a través de la violencia colectiva, de una violencia de la mayoría oprimida contra la fuerza de la minoría opresora en todos los ámbitos de la existencia personal y colectiva:
“a veces, los términos fuerza y violencia se utilizan indistintivamente para hablar de actos de autoridad o de actos de rebelión. Y es obvio que los dos casos dan lugar a consecuencias muy dispares. Pienso preferible adoptar una terminología que no dé lugar a ambigüedades, y reservar el vocablo violencia para los actos de rebelión. Se dirá, pues, que la fuerza tiene por objeto imponer cierto orden social a través del gobierno de una minoría, en tanto que la violencia tiende a la destrucción de dicho orden. La burguesía ha empleado la fuerza desde el inicio de los tiempos modernos, mientras el proletariado reacciona ahora contra la burguesía y contra el estado mediante la violencia” (Sorel, 1934: 53-58).
El mito soreliano y violento se encarnaba, por ello, en la Huelga revolucionaria proletaria: una campaña organizada y sostenida de ataque de los obreros organizados socialistamente para derrocar los bastiones del gobierno capitalista-burgués desde el ejemplo moral, la voluntad de cambio y la conciencia colectiva (Pérez López, 2015). El gran símbolo de una batalla opuesta, radicalmente, a la huelga política de los socialistas democráticos o la restringida huelga económica de los socialistas aburguesados. La Huelga para cambiarlo todo y cambiarlo para siempre, cuya violencia masiva destruiría las instituciones y costumbres burguesas (moralmente corruptas) y, en el sentido antes citado de Spengler (1966), frenaría la decadencia de un Occidente ahora en manos del trabajador victorioso y heroico (moralmente sano):
“La idea de la huelga general, engendrada por la práctica de las huelgas violentas, comporta la concepción de un desastre irremediable. Es algo aterrador, que se presentará más aterrador cuando la violencia haya ocupado un espacio mucho más grande en el espíritu de los proletarios. Pero, al emprender una obra tan seria, temeraria y sublime, los socialistas se elevan por encima de nuestra frívola sociedad y se hacen dignos de indicar al mundo los nuevos derroteros (…). El sindicalismo revolucionario correspondería bastante bien a los ejércitos napoleónicos, cuyos soldados realizaron tantas proezas, sabiendo todos que permanecerían pobres. ¿Qué ha quedado del Imperio? Nada más que la epopeya del Gran Ejército. Y lo que ha de quedar del actual movimiento socialista, será la epopeya de las huelgas” (Sorel, 1934: 229).
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