El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 185 · otoño 2018 · página 12
Libros

El Baroja de Regalado

Carlos M. Madrid Casado

Reseña de Pío Baroja: Cronología razonada de Antonio Regalado (editado por José Lasaga, UMA editorial, Málaga 2017)

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Antonio Regalado (1932-2012) fue un ensayista, crítico literario y profesor (en la Universidad de Nueva York), nacido en Madrid, exiliado en Santo Domingo, Cuba y, finalmente, EE.UU. (estudió en Harvard y Yale), pero que terminó regresando a España. Nuestro interés por su obra se despertó gracias a los elogios que Gustavo Bueno le dedicó en múltiples conferencias y escritos. Por ejemplo en “El español como lengua de pensamiento” (Anuario del Instituto Cervantes, 2003):

“Gran mérito de Antonio Regalado es haber presentado a Calderón como uno de los grandes pensadores españoles a la altura de Pascal o de Hobbes y haber mostrado el reconocimiento que él tuvo entre los filósofos alemanes, desde los Schlegel hasta Nietzsche.”

De hecho, en el I Ciclo de Lecciones “Oviedo”, celebrado en la Fundación Gustavo Bueno en 1999, Regalado participó con tres sesiones, en las que mostró que Calderón es un pensador de la talla de Descartes, Pascal o Leibniz.

Como buen hispanista, Regalado fue enemigo declarado de la leyenda negra antiespañola, tanto de la que encontró en el mundo anglosajón, como de la que halló “en este bendito país [España] donde sobran los que se la han tragado y que acaban repitiendo como loros” (cit. p. 23). Así lo demostró en sus estudios sobre Galdós, Unamuno, Ortega y, especialmente, Calderón.

En El laberinto de la razón: Ortega y Heidegger (Alianza, Madrid 1990), intentó hacer justicia al filósofo liberal español frente a los que –como su padre– le veían “diestro en burlar al lector y en abreviar la faena sin rematarla” (p. 31). Como apunta Lasaga en la introducción, Ortega concebía al hombre como un “peregrino del ser”, del ser con minúscula, lo que hizo que Regalado viese en Ortega –por decirlo con el diagnóstico de Heidegger– “a un sutil y formidable positivista”, que no toma partido por la pregunta por el Ser con mayúscula y por una posible apertura a la trascendencia (pp. 22-23).

Pero la obra maestra de Antonio Regalado fue, desde luego, su estudio en dos extensos volúmenes de Calderón (Calderón. Los orígenes de la modernidad en la España del Siglo de Oro I y II, Destino, Barcelona 1995). Allí disecciona su vida, obra, pensamiento (en lo que atañe a temas como el conocimiento, la experiencia, la duda y el escepticismo, la libertad y la gracia…), la recepción en Europa (en concreto, en Alemania), el destacado papel de la mujer en su teatro, &c.

No deja de resultar paradójico, sobre todo para los que siguen presos de una imagen negrolegendaria del autor que puso en escena las doctrinas escolásticas, que los tres enemigos de la fe cristiana según el jansenista Pascal –probabilismo, escepticismo, teatro– se den la mano en el arte dramático de Calderón, el dramaturgo católico por excelencia. En relación con los “padres” de la modernidad, Regalado llega a comparar al autor de La vida es sueño con el autor de El discurso del método. Aún más: para Regalado, Calderón desarrolló una crítica de la naciente modernidad en la que le tocó vivir y escribir, apuntando un camino alternativo a la reducción racionalista que había de triunfar con la Ilustración. El dramaturgo desarrolla una estructura dialéctica de la razón que en parte anticipa a Kant o Hegel. Intuye bajo formas poéticas y dramáticas la estructura compleja de la conciencia, de ahí las afinidades electivas que el pensamiento idealista alemán descubre en su obra. Sin embargo, continúa Regalado, no se detiene en una toma de posición idealista, sino que al concebir la existencia como res dramatica, adelanta intuiciones características de las filosofías de la vida y de la existencia. No es de extrañar que Regalado acabe declarando, como señala Lasaga (p. 37), la superioridad sin ambages de Segismundo sobre Hamlet; porque mientras este último se pierde en mil y una disquisiciones retóricas sobre si vale o no la pena vivir, el primero se plantea directamente cómo vivir, cómo ser, cómo actuar…

Pero vayamos a Baroja, el autor del que Regalado se ocupó en sus últimos años de vida, y cuyo ordenamiento de la obra a la acción guarda cierta semejanza con Calderón. Al igual que José Carlos Mainer, Regalado reivindica la figura de Baroja (1872-1956) contra aquellos biógrafos que nos han legado la imagen de un sabio avinagrado en zapatillas, capaz de defender una cosa y su contraria.

El libro que comentamos es una obra póstuma. Regalado terminó en vida el manuscrito, pero no llegó a verlo publicado. Esta cronología razonada forma pareja, como explica el editor (José Lasaga Medina), con un libro previo (Leyendo a Baroja, Renacimiento, Sevilla 2012), concebido inicialmente como prólogo al que recensionamos. Mientras que el presente libro constituye una guía de lectura, el anterior es una suerte de confesión autobiográfica al hilo de las lecturas barojianas realizadas por el autor, iniciadas en Boston en 1948, cuando Regalado leyó El árbol de la ciencia, donde Baroja vuelca parte de su vida (su abandono de la carrera médica, porque –como dice el Eclesiastés– “quien añade ciencia, añade dolor”, apotegma que le acompañaría toda la vida) en el personaje protagonista, Andrés Hurtado.

Regalado recorre cronológicamente las grandes creaciones de Baroja: Silvestre Paradox, Zalacaín, Shanti Andía, Aviraneta… E intenta explicarse, y explicarnos, el hacer novelístico de Baroja. Influido por Schopenhauer y Nietzsche, don Pío afrontó el reto del nihilismo, agarrándose a la ciencia como a una tabla de náufrago, pero sobre todo a la concepción de que la acción, aunque fracase, acaba venciendo la miseria y el vacío de la vida humana. Como dice Shanti Andía, traído a colación por Regalado: “vivir todavía más en cada hora, en cada minuto, sin la nostalgia del pasado ni la ansiedad por el porvenir” (cit. p. 116).

Además, Regalado defiende a Baroja de las acusaciones de Ortega. Para el filósofo, el novelista ha de cuidar la forma y ceñirse en el contenido de la novela a la inclusión de sólo unos pocos personajes. El arte de novelar de don Pío era, como es bien sabido por sus lectores, todo lo contrario: no excesivamente cuidado en la forma (donde se narra con soltura, con diálogos ágiles, pero sin gran profundidad psicológica) y abundante en personajes, que actúan un poco a la buena de Dios, en una suerte de finalidad sin fin (p. 76). Y, sin embargo, Baroja es –a entender de Regalado– un precursor de la novela existencial y un excelente hacedor de novelas históricas.

Al final, Regalado encuentra la esencia del novelar barojiano en la idea del homo viator, donde la vida se concibe como un viaje sólo de ida, donde la meta es el propio camino. Por decirlo con Cervantes: “es más sabroso el camino que la posada”. O, como prefiere Regalado, con el Calderón de El año santo en Madrid: “Pues es la vida un camino / que al nacer empezamos / y al vivir proseguimos / y aún no tiene su fin cuando morimos” (cit. p. 143). Apuntemos de pasada que Gustavo Bueno, sin llegar a retirar por completo al hombre la condición de homo viator, ha criticado esta concepción metafísica (teológica) del viaje; porque sólo hay viaje, como sólo hay camino, donde hay ida y vuelta (el camino no se hace al andar sino al regresar), de manera que un viaje únicamente de ida sería una contradicción en los términos, a no ser que se introduzca a otros hombres a fin de cerrar el círculo (“Homo viator. El viaje y el camino”).

En el libro también se da cuenta sucintamente de la posición de Baroja ante el nacionalismo. En Divagación sobre Barcelona, conferencia leída el 25 de marzo de 1910 en la Casa del Pueblo de Barcelona, Baroja expuso sus ideas al respecto. Primeramente, defiende que el castellano se ha convertido en español, y hasta en hispanoamericano, por lo que reducirlo a la condición de castellano es olvidar su expansión y que es una lengua tan propia del catalán como del gallego o del vascongado. Asimismo, mantiene que no es que el español sea un idioma superior al catalán, sino que es más general, razón por la cual pervive en Cataluña (para, por ejemplo, vender en América). En ningún caso por un despotismo central. En segundo lugar, niega que haya una raza catalana, castellana, vasca o gallega, como tampoco la hay española. Y critica la estupidez, aventada por intelectuales y periodistas catalanes, de que los castellanos son violentos y los catalanes apacibles por naturaleza. Finalmente, condena el nacionalismo, catalán y vascongado, porque no ve nada aprovechable en él: “yo, vascongado, voy a vivir a Madrid y soy un madrileño, sin necesidad de exigirme expediente […] ¿y por qué obligar al que se siente castellano o aragonés a identificarse con el vasco verdadero?”.

A su juicio, el nacionalismo se sostiene por rivalidades personales, por celos de unos a otros, por quitarse la parroquia mutuamente. Como espetaría en Momentum Catastrophicum a Sabino Arana y sus correligionarios: “¿A qué andar buscando en el guardarropa si en el fondo lo que buscáis es el roquete del sacristán?” (cit. p. 159). Lo que no debe interpretarse como un desprecio hacia su patria chica, pues Baroja abogaba por un País Vasco nuevo, no latino, aunque donde el idioma de cultura fuese el español y no el vascuence (p. 165).

También hay espacio para que Regalado glose el papel de Baroja durante la Guerra Civil y el Franquismo. Don Pío estuvo a punto de ser fusilado por una partida de requetés, cuando alguien le identificó como el novelista enemigo de los curas y la religión. Pero el miedo a que su familia, su casa y su biblioteca sufrieran las consecuencias del conflicto, le llevó a congraciarse con los sublevados (se cuenta la sabrosa anécdota de que cuando se le instó a prestar juramento de fidelidad al régimen, se le pregunto “¿Usted jura o promete?” y contestó “Yo, lo que me manden”). Incluso, Baroja escribió un panfleto titulado Judíos, comunistas y demás ralea. En él don Pío recoge su ideología antisemita y germanófila, que ve en la Alemania Nazi el mejor pueblo de Europa y en la dictadura la salvación (siguiendo quizá el consejo de Goethe de que es preferible la injusticia al desorden).

Como plus, el libro cuenta con una bella y cuidada edición. Numerosas estampas ilustran sus páginas, destacando la de don Pío arando su huerta, la del afectuoso tarjetón que le escribiera Millán-Astray, o la de la visita que Hemingway le hiciera poco antes de morir y donde le dejó una botella de güisqui y unos calcetines.

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