El Catoblepas · número 186 · invierno 2019 · página 4
La filosofía social del Quijote (II): el estamento noble
José Antonio López Calle
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (60)
Examinada la concepción de la sociedad en general y de ésta como sociedad estamental, sobre todo según se las representaban don Quijote y Sancho, ahora toca pasar revista a los órdenes, estados o estamentos en que se articulaba y a su significación literaria. La sociedad estamental de la que formaban parte don Quijote y Sancho se componía de tres órdenes, siendo ellos miembros, como se vio, representativos del primer y tercer orden respectivamente. Esta tripartición de la sociedad se remontaba a los tiempos del feudalismo medieval y estaba inspirada en una idea funcionalista de la sociedad, según la cual la estructura de ésta se define por el conjunto de funciones necesarias para su subsistencia y permanencia; y se estimaba que esas funciones fundamentales eran tres, por lo que la sociedad había de articularse en tres estamentos o estados, a los que se estaba adscrito por nacimiento. Al primer estado, el de los nobles o caballeros, se le asignaba el oficio de la guerra o de las armas para defender y proteger al clero y al campesinado y, en definitiva, a toda la sociedad; de ahí que se les denominase guerreros (bellatores) o también los defensores, como así se les designa en Las siete partidas de Alfonso X el Sabio, que, en realidad, en el fragmentado Estado feudal, desempeñaban no sólo el oficio de las armas, sino también funciones políticas como señores feudales en sus territorios; al segundo estado pertenecía el clero, cuyo oficio es el de servir a Dios y contribuir a la salvación de las almas, y, como el rezo o la oración, es una de las manifestaciones principales de ese servicio, se les denominaba, en virtud de esa función, oratores; y finalmente, el tercer estado o estado llano estaba formado por la inmensa mayoría de la población dedicada al mantenimiento económico de toda la sociedad, incluidos los nobles y los clérigos; por ello se les denominaba laboratores o trabajadores, o bien, por sinécdoque, por la principalidad de una de sus partes productoras, labradores, como así se designan en las mentadas Siete partidas.{i}
Cuando más adelante, estando ya en marcha la sociedad feudal estamental, emergieron nuevos grupos sociales, al socaire del desarrollo de las ciudades, como los mercaderes y artesanos, exentos de la jurisdicción señorial, no constituyeron un nuevo estado, sino que pasaron a engrosar las filas del estado llano o de los laboratores y, por tanto, se mantuvo en vigor la estructura tripartita de la sociedad feudal. En esta ordenación trifuncional se admitía la supremacía del clero sobre la nobleza, a causa de la religión, pues, dado que los valores religiosos se tenían por los valores superiores a los que los demás estaban subordinados, quienes dedicaban su vida a la religión como servicio a Dios estaban un peldaño por encima del resto de la sociedad, incluidos los nobles. Una buena formulación de esta idea la encontramos en el Libro del caballero y del escudero de don Juan Manuel, quien sostenía que el estado de los clérigos u oradores era el más alto y honrado en este mundo, por causa de la religión que es los más excelso y honrado, pero que, si se deja aparte a la religión y a quienes la sirven, es el estado de los nobles o defensores el más alto y honrado entre los legos, porque son los que defienden y protegen a los del estado de los trabajadores y también a los clérigos.{ii}
Pues bien, en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna la sociedad estamental heredada del feudalismo no sufre ninguna alteración fundamental. Los nobles siguen encargándose de las actividades políticas y militares; los clérigos se consagran a la religión y a las diversas actividades de orden cultural, que, desde el Medievo, se le han ido superponiendo o entretejiendo con ella; y los miembros del estado llano atienden a todos los sectores de la economía. Se mantiene incluso la superioridad jerárquica del clero, que, como se verá en su momento, don Quijote no duda en reconocer.
Dos cambios relevantes cabe reseñar, que, como indicamos, no alteran, no obstante, la estructura fundamental. El primero afecta a la función política y militar del estamento nobiliario, no al hecho en sí de la misma, sino a su trasformación a causa del cambio del contexto político en que se ejerce: se trata de que, con la desaparición del Estado fragmentado feudal, y el surgimiento del moderno Estado nacional monárquico, los nobles dejan de ser jefes políticos y militares casi soberanos en su feudo, en el que comandan pequeños ejércitos o mesnadas, para convertirse en funcionarios que ejercen cargos políticos o militares, en el seno del Estado unificado moderno, al servicio del rey, el soberano único que ejerce un gobierno centralizado sobre todo el reino y que es el jefe supremo del ejército en el cual se integran los nobles consagrados al oficio de las armas. El segundo concierne a la rigidez de la organización estamental: mientras la sociedad estamental medieval era extremamente rígida e inmovilista, su heredera moderna pierde parte de su rigidez y adquiere cierta movilidad social, tanto en un sentido ascendente, visible en el hecho de que los plebeyos enriquecidos podrán acceder a la nobleza, como en un sentido descendente, patente en el hecho de que muchos nobles, sobre todo de la baja nobleza, particularmente los hidalgos, se verán obligados a emplearse en trabajos serviles Así es como estaba configurada o estructurada, en sus rasgos básicos, la sociedad española como sociedad estamental en los tiempos del Quijote y que en la gran novela se refleja, como veremos, con notable fidelidad, incluyendo esas dos transformaciones que acabamos de glosar.
Examinemos, pues, la manera como en el magno libro se representa cada uno de los estamentos, empezando por el de la nobleza, que, dejando aparte la perspectiva teológica o religiosa, ocupaba el primer puesto en la jerarquía social y, si bien no es fácil determinar si su influjo en la sociedad española superaba o no al del clero, en la novela cervantina sí podemos decir que el papel de los nobles, siendo no pequeño el de los eclesiásticos, es muy superior al de éstos, por la doble razón de que su protagonista es un miembro del estado nobiliario, orgulloso de su condición, y que además los personajes de noble cuna participan de forma más notable en la trama narrativa que los del estamento eclesiástico.
La nobleza componía un estamento heterogéneo y estaba jerarquizada y subdividida en niveles: un nivel superior, el de la alta nobleza, que se subdividía en dos subniveles: el de la grandeza, integrada por un grupo minoritario y selecto, formado por casi un centenar de miembros, generalmente duques, marqueses y condes, llamados, en los siglos XVI y XVII, oficialmente grandes de Castilla y, oficiosamente, también grandes de España; y el de la nobleza con título; y un nivel inferior, el de la baja nobleza sin título, en la que se encuadraban los caballeros, que constituían su estrato superior, y los hidalgos, como don Quijote, que conformaban el estrato inferior.
Los grandes de España
Todas estas categorías de la jerarquía nobiliaria se hallan bien reflejadas en el Quijote. La máxima dignidad nobiliaria, la de la grandeza, está representada en la gran novela por el duque andaluz don Ricardo, padre de don Fernando, el seductor de Dorotea. Suele verse en él un trasunto literario del duque de Osuna{iii}. Nos enteramos por Cardenio de que este duque, como su modelo histórico, es “un grande de España” (I, 24, 225), lo que más adelante reitera Dorotea al referirse a él como “uno de los que llaman ‘grandes’ en España” (I, 228, 278). En realidad, como decíamos más arriba, en los siglos XVI y XVII se les denominaba grandes de Castilla, como bien se acredita en la obra de Alonso Carrillo Origen de la dignidad de la grandeza de Castilla, de 1657, y no de España. Que se les conociese como grandes de Castilla es lógico, pues esta categoría nobiliaria tiene su origen en la Castilla de los siglos XIV y XV, pero de ser una institución inicialmente castellana pasó a ser una institución ampliada al conjunto de España. Puede decirse que la evolución de la práctica institucional de nombramiento de los nobles con título de Castilla a la dignidad máxima de grandes a la de la elevación a tal dignidad de nobles con título de cualquier reino de España fue al compás de la transformación de la España medieval fragmentada en reinos a la España moderna unificada y configurada como una unión de reinos. Este proceso se consumó al final de la segunda década del siglo XVI, al comienzo del reinado del rey y emperador Carlos, momento en que la dignidad de grandeza adquirió la forma como se ha venido conociendo hasta el presente; ello se documenta cabalmente en la primera lista de grandes, que se remonta a 1520 y recoge veintiséis miembros, en la que, si bien la gran mayoría de los reconocidos como grandes son de Castilla, ya se admite como tales a representantes de casas nobiliarias de Aragón, Navarra y Cataluña.
A lo largo de su reinado se incrementó la lista hasta cincuenta nobles, en la que se produce una nueva generalización de la concesión del título de grande de España hasta el punto de que se incluye a nobles de los dominios españoles en Italia, de Flandes e incluso a un indiano. Así que, después de todo, tras la ampliación de la lista de grandes a casas nobles de los reinos y territorios españoles no castellanos, bien puede hablarse de grandes de España; pero lo cierto es que, si bien muchos tratadistas e historiadores de este asunto, retrospectivamente hablan de grandes de España en referencia a los nobles que ostentaron este título en la España de los siglos XVI y XVII, y algunos autores de estos tiempos, como Cervantes, ya anticiparon el uso de esa denominación, los llamados grandes lo fueron únicamente de Castilla hasta 1815 y sólo a partir de esta fecha lo fueron de España.{iv}
Los miembros de esta elite de los grandes de Castilla o de España poseían extensos territorios sobre los que ejercían su dominio señorial, una gran fortuna, unas rentas anuales cuantiosas, unas prerrogativas especiales y un considerable poder político, que, entre otras cosas, implicaba un acceso y trato privilegiados con el rey. Pues bien, el duque Ricardo, padre de don Fernando, como miembro de tan selecto grupo, auténtica elite dirigente en la España del tiempo del Quijote, reunía en su persona todos esos rasgos, aunque no todos ellos se hallan reflejados en la novela. Para los fines literarios de Cervantes, le basta con referirse a él como propietario de sus estados sobre los que ejerce el dominio señorial y como señor de vasallos. A lo primero, a su dominio señorial sobre un territorio en Andalucía, cuyo nombre o ubicación se nos hurtan, alude Cardenio en el mismo pasaje en que lo presenta como grande de España:
“Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis de saber, es un grande de España que tiene su estado en lo mejor de esta Andalucía”. I, 24, 225
Mayor énfasis pone el narrador en la condición del duque como señor de vasallos, pues tiene mayor necesidad de ello para proporcionar un buen relato de las historias de Cardenio, Luscinda, don Fernando y Dorotea. No es posible contar la historia de Cardenio, la cual arrastra la de Luscinda y don Fernando, y la de Dorotea, que involucra también a don Fernando, sin tener en cuenta el hecho de que los padres de Cardenio y los de Dorotea, y por tanto, ellos mismos, son vasallos del señorío del duque Ricardo y esa relación de vasallaje va a ser un factor determinante del discurso de sus vidas, de sus relaciones amorosas y de sus expectativas matrimoniales; además los dominios del señorío del duque y grande de España van a ser el escenario del desarrollo de sus historias, pues allí viven el duque y sus hijos, Dorotea, Cardenio y Luscinda, especialmente una ciudad, cuyo nombre se nos oculta, aunque todas las pistas apuntan a que se trata efectivamente de la ciudad sevillana de Osuna, a la que tácitamente alude Dorotea, al describir la patria de sus padres y suya:
“En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de los que llaman “grandes” en España”. Éste tiene dos hijos…”. I, 28, 278
Con estos solos datos es bastante seguro que los que estaban escuchando, en un paraje de Sierra Morena, estas palabras con las que Dorotea inicia el relato de su historia, el cura, el barbero y Cardenio, debían sospechar que ese lugar no podía era otro que Osuna y que el duque grande que toma su título, como dice Dorotea, de esta ciudad sevillana, y además es grande de España, no podía ser sino el primer duque de Osuna, Pedro Téllez-Girón y de la Cueva. Sobre esto volveremos más adelante{v}, al hablar del hijo mayor del duque Ricardo como militar.
Entre los vasallos del duque hay tanto nobles de menor rango, como el padre de Cardenio, que es caballero, como villanos o plebeyos, así los padres de Dorotea, cuyos padres son labradores ricos, dueños de sus propiedades, pero sometidos, no obstante, a la jurisdicción señorial del duque. Es la propia Dorotea la que nos informa sobre la relación de vasallaje de sus padres con el duque Ricardo, a la vez que nos ofrece un testimonio conmovedor sobre la desventaja que suponía en la época no haber nacido noble y la manera como ello había marcado su propia vida:
“De este señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni yo temiera verme en la desdicha en la que me veo, porque quizá nace mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres”. I, 28, 278
En el caso de Cardenio la relación de vasallaje con el duque y sus hijos es también determinante en la trayectoria de su vida, al interferir el duque Ricardo, en su condición de señor, en ella. En el momento crucial en que Cardenio va a pedirle a su padre que pida la mano de Luscinda al padre de ésta, una carta del duque va a alterar el curso de los acontecimientos dificultando, casi imposibilitando, el matrimonio de su vasallo con Luscinda. En esa carta, dirigida al padre de Cardenio, el duque le da cuenta de su voluntad de que su hijo sea compañero, no criado, de su hijo mayor y de que asumía el cargo de ponerlo en estado, esto es, de procurarle una buena situación social y económica en correspondencia con la estimación en que lo tenía. Padre e hijo, como buenos vasallos, aunque nobles, aceptan cumplir la petición del duque; no es ningún desdoro para un noble ser vasallo o criado de un noble de rango superior; lo único que podría manchar su honra sería trabajar en un oficio mecánico.
Así que Cardenio marcha a la casa del duque, donde es bien recibido y tratado por éste y también por su hijo mayor, al que siempre se menciona, tanto en el relato de Cardenio como en el de Dorotea, sin identificarlo por su nombre{vi}, pero, en vez de convertirse en compañero de éste, va a terminar siéndolo del hijo menor, don Fernando, incluso amigo, pues éste se le muestra y lo trata como tal.
Y, creyendo que ha de corresponder como amigo, le cuenta el secreto de su amor por Luscinda. Gravísimo error, clave de sus desgracias. Pues don Fernando, en realidad un seductor de mujeres y traicionero, luego de ver desde la casa del padre de Cardenio, a Luscinda y encapricharse de ella, hará todo lo posible para quitársela a su sedicente amigo. Y para conseguir su objetivo de convertir a Luscinda en su esposa, se quita de en medio a Cardenio prevaliéndose de su condición de ser hijo de un señor poderoso y Cardenio un vasallo y criado suyo. Le manda a éste que vaya a su hermano mayor para que le dé dinero para comprar unos caballos y le ordena quedarse allí ocho días, el tiempo que él estima suficiente para sacar adelante su torcido propósito. Naturalmente, Cardenio, como buen vasallo, obedece el mandato del hijo de su señor, aun sabiendo lo caro que le puede costar su obediencia:
“Orden y mandato fue éste que me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar tantos días la vida en el ausencia de Luscinda…, pero, con todo esto, obedecí, como buen criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud”. I, 27, 266
A la larga no le servirá de nada a don Fernando utilizar a Cardenio como criado, aprovechándose de ser vasallo de su padre, pues no se saldrá con la suya.
Pero el segundón del duque abusa de su posición como hijo de un señor poderoso no sólo con Cardenio, sino también con otra vasalla de su padre, la bella y discreta Dorotea. Ella misma declara ante don Fernando ser su vasalla: “Tu vasalla soy, pero no tu esclava” (I, 28, 282), pero lo cierto es que, aunque en defensa de su dignidad le advierte que ella se estima como villana y labradora tanto como él como señor y caballero e intenta hacer valer sus derechos con la protesta de que la nobleza de su sangre no le autoriza a deshonrar y tener en poco la humildad de su sangre plebeya, la trata, por usar las propias palabras de Dorotea, como una esclava. Pues, aguijoneado por un ardiente deseo y decidido a hacerla suya a toda costa, entra en su aposento con malas artes, encubiertamente y como por asalto, luego de haber sobornado a los criados de la casa de los padres de Dorotea y a la doncella a su servicio, que le ha facilitado la entrada al aposento, a pesar de que, temiéndose algo así, Dorotea había tomado la precaución de cerrar con llave todas las puertas. Todo esto genera así una situación muy comprometida en que prácticamente le fuerza a ella a que se le entregue, si quiere evitar un escándalo y la pérdida de su honra.
No le queda otra alternativa. Si lo rechaza, él usará la fuerza, la violará y quedará deshonrada; pues nadie, ni siquiera sus padres, creerán en su inocencia; no habría razones con las que poder persuadirlos a ellos y a otros de que don Fernando, un caballero, entró en su aposento sin su consentimiento, habiendo encontrado en éste a ella a solas con él. Además, siendo él caballero y ella villana, es difícil que a ella se le otorgue tanto crédito como a él. Así que no tiene más remedio que entregarse, aunque no sin la promesa previa, contando como testigo a su traidora criada, de ser su marido. Bien es cierto que sobre un matrimonio socialmente tan desigual, entre un noble y una villana, se cierne una sombra, de la que la propia Dorotea es consciente y así se lo advierte a don Fernando al decirle que, antes de pronunciar las palabras de promesa de matrimonio, había de considerar “el enojo que su padre había de recibir de verle casado con una villana, vasalla suya” (I, 28, 283) y que los matrimonios tan desiguales se deterioran.
Pero él, cegado por un apetito que Dorotea tiene por lascivo, si bien deviene lícito con la promesa de tomarla como esposa, persiste en su intento hasta lograr salirse con la suya. Diríase que él no tiene otro empeño que el de conquistarla para poder gozarla, aunque para ello tenga que darle la palabra de ser su esposo, pues, habida cuenta de que la honestidad de Dorotea se alza como un muro inexpugnable, de otro modo y sin usar la fuerza sería imposible conquistarla. Pero, una vez conseguido el trofeo, él no vuelve a verla y al cabo de unos cuantos días, traicionando a Dorotea (y a la vez a Cardenio), intenta casarse con la hermosa Luscinda, aunque frustradamente. Al final, la perseverancia de Dorotea logra que don Fernando cumpla con su promesa de matrimonio y terminan juntos, pero visto desde de hoy, su historia resulta un tanto amarga, pues tiene que aceptar como marido a quien entró en su aposento como si fuese un salteador y se olvida de ella tan pronto como conoce a Luscinda.
Los nobles titulados
El segundo grado de la alta nobleza, la que cuenta con un título, se halla representado en el Quijote por los Duques, de quienes, a diferencia del duque andaluz de la primera parte, el narrador siempre nos oculta su nombre. Al igual que el duque andaluz, los Duques de la ficción están inspirados en un modelo histórico, en este caso en los duques aragoneses de Villahermosa{vii}, que, por cierto, también eran grandes de España{viii}, aunque a los Duques de la novela nunca se les reconoce esta dignidad. En cambio, su función en la novela es mucho más relevante, ya que, mientras el duque Ricardo y grande de España es sólo un personaje secundario en las historias de Dorotea y Cardenio, los Duques aragoneses forman parte interna de la historia principal, la de don Quijote, interactúan con él y su escudero, al ser los anfitriones de la pareja inmortal y organizadores de muchas de las burlas a que ésta es sometida en la segunda parte de la novela.
Al igual que el duque andaluz, los Duques aragoneses se nos presentan ante todo como propietarios de un señorío, situado en la ribera del Ebro, en la provincia de Zaragoza, y señores de vasallos sobre los que ejercen el dominio señorial. Al final de una corta plática entre la Duquesa y Sancho, tras ser informada por éste de la llegada de don Quijote a los dominios ducales, ella alude a éstos en el momento de darle la bienvenida:
“Id, hermano Sancho, y decid a vuestro señor que él sea el bien llegado y el bien venido a mis estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más contento me diera”. II, 30, 780
En los estados de los Duques aragoneses, como en los del duque andaluz, hay vasallos de distintas posiciones sociales: nobles de baja alcurnia, los carentes de título, sobre todo hidalgos, como la hidalga doña Rodríguez, al servicio de los Duques en su palacio en calidad de dueña, o los hidalgos de la localidad, bautizada en la ficción como Barataria, también sometida a la jurisdicción de los Duques, sobre la que Sancho va a ejercer su fingido gobierno; y labradores, pobres, como algunos de los vecinos de la mentada localidad, y labradores ricos, como el padre del burlador de la hija de doña Rodríguez. Pero el señorío, gobernado por los Duques desde el castillo o palacio ducal, donde ellos habitan y son servidos por una numerosa servidumbre, no se reducía al castillo y al pueblo de Barataria, si bien estaba entre los mejores de sus dominios, sino que además comprendía otros más, según se da a entender con ocasión de la llegada de Sancho como fingido gobernador a ese lugar, del que más adelante sabremos que es una villa amurallada:
“Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía”. II, 45, 887-8
Además, sus estados incluyen extensos montes boscosos en los que practican uno de sus pasatiempos favoritos, la caza, en las dos variedades preferidas por los nobles, la caza mayor o de montería y la cetrería, para cuyo ejercicio organizan partidas con todo un cortejo de cazadores. De hecho, precisamente el primer encuentro del sedicente caballero y su escudero con los Duques tiene lugar estando éstos de caza, entregados a la de cetrería, en un paraje de los montes de los Duques; más adelante, asistimos a una partida de caza de montería, a la que se dedica uno de los episodios, en la que don Quijote y su escudero participan como invitados de los Duques, precisamente montada con mucho aparato y tropa de cazadores y ojeadores.
Con todos los elementos mencionados como partes y manifestaciones del señorío ducal, como el palacio, una mansión suntuosa, las villas y pueblos bajo su jurisdicción señorial, sus numerosos criados con librea, montes para la caza, reflejo todo ello de la posesión de una considerable riqueza y de un gran poder, y otros no mencionados, pero que salen a relucir en los capítulos dedicados a la vida de don Quijote y Sancho como huéspedes de los Duques, como un tren de vida carísimo, de mucho lujo, boato y gasto -a tal punto llegan sus dispendios, que acaban endeudándose y para hacer frente a sus deudas dependen de un vasallo suyo, un labrador riquísimo, que le sale fiador de sus trampas (II, 48)-, se nos pinta en la imagen de éstos un retrato de un típico representante de la alta nobleza española del tiempo del Quijote y a la vez de su privilegiada situación.
Pero nos interesa ahora destacar del señorío ducal no tanto lo que representaba como fuente de ingresos, sino como fuente de poder político, porque ello tiene un papel crucial en todo lo que concierne al nombramiento de Sancho como gobernador. Conviene tener en cuenta que un señorío era una institución política y jurídica por la que el rey delegaba una parcela de su potestad a un particular, un señor laico o eclesiástico, y el señor venía a ser en las tierras de señorío una especie de vicario del rey que tenía en ellas las mismas funciones o competencias que los representantes del poder civil en las tierras de realengo. Y entre esas competencias estaban las de nombrar a las autoridades municipales, como regidores y alguaciles, y a los funcionarios encargados de la administración de la justicia, como corregidores, alcaldes, alcaldes mayores, etc. Pues bien, el Duque aragonés, como titular de un señorío, tiene encomendadas todas esas facultades, excepto la de nombrar corregidores, que era una institución típica de Castilla, no introducida en el reino de Aragón hasta el siglo XVIII, y, en particular, como señor de la villa de Barataria, es el titular allí del poder civil y de la administración de la justicia y por tanto está en sus manos la provisión de los cargos públicos en ella, salvo el que acabamos de mencionar.
Por tanto, aunque ficticio el nombramiento de Sancho como gobernador, está anclado en la realidad política de la época, una época en que los propietarios de un señorío, como los Duques aragoneses, tenían la potestad de proveer los cargos públicos en las ciudades, villas y pueblos de su señorío. Y esa potestad es la que le autoriza a nombrar a Sancho para un cargo ficticio de gobernador, un cargo que existía en la España de entonces, pero no en la organización política interior de la España peninsular e insular adyacente, sino en los dominios españoles exteriores, en Europa, como, por ejemplo, la figura del gobernador de Flandes, en África, como el gobernador de Orán, o en América, donde había gobernadores de territorios o provincias y de ciudades (así el gobernador de Cartagena de Indias), pero su nombramiento competía al rey. En el organigrama político de la España metropolitana el cargo más parecido al que vemos desempeñar a Sancho es el de corregidor y, si bien un señor, como el Duque aragonés, no podía nombrarlo como tal, por lar razón ya apuntada, lo cierto es que el cargo político asignado a Sancho está inspirado en el que correspondía a un corregidor, que reunía competencias ejecutivas y judiciales. En otras palabras, el corregidor era una mezcla de alcalde en su sentido actual{ix} y de juez, lo mismo en un lugar de realengo que de señorío. Puede decirse que Cervantes trasplanta el cargo de corregidor, típicamente castellano, a la villa aragonesa de Barataria, para investir a Sancho de unas facultades de gobierno que prácticamente son las mismas que tenía un corregidor en Castilla.
En efecto, no hay tarea de gobierno que veamos desempeñar a Sancho de la que no se ocupase igualmente un corregidor. Así Sancho, al igual que éste, actúa como juez y, como tal, lleva la vista de pleitos en audiencia pública{x}; atiende la vigilancia nocturna de calles y plazas acompañado de un escuadrón de alguaciles y escribanos, lo que igualmente hacían los corregidores, secundados por un cortejo de oficiales auxiliares (alcaldes, alguaciles, etc.); la vigilancia de los abastos o bastimentos, las visitas e inspección de los mercados y la regulación de algunos precios por parte de Sancho era algo que también competía a los corregidores; incluso la visita de Sancho a la cárcel para consolar a los presos, siguiendo el consejo de don Quijote, no es una ocurrencia humanitaria de éste, sino que está inspirado en lo que era una práctica habitual de los corregidores, que acudían frecuentemente a las cárceles para interesarse por la suerte de los presos; y finalmente, la actuación de Sancho como jefe de la defensa de la villa de Barataria ante un fingido ataque enemigo se corresponde también con una de las funciones asignadas a los corregidores, que tenían competencias en caso de guerra{xi}.
Los caballeros
Hasta aquí la alta nobleza, la de título y la reconocida además como grande de España. Pasamos al nivel inferior de ella, la nobleza sin título o baja nobleza, compuesta de caballeros e hidalgos, que, al menos en cantidad, está mucho más ampliamente representada en la gran novela, lo que no deja de ser muy natural ya que a medida que descendemos de la cima de la pirámide nobiliaria a su base o estrato inferior el número de nobles va en aumento. Era mucho más fácil que en sus andanzas por Castilla la Nueva, la Andalucía del Norte o Sierra Morena, Aragón y Cataluña, don Quijote y Sancho se cruzasen en su camino con caballeros y, no digamos, hidalgos, que eran aún mucho más numerosos que los caballeros, que con miembros de sus grados jerárquicos más altos. Pero su mayor número no significa mayor importancia literaria. De hecho, aunque más numerosos tanto en la vida real como en la ficción literaria, su función en ésta es mucho menor, dejando aparte obviamente al hidalgo protagonista, que la de la alta nobleza de la que sus máximos exponentes allí son los Duques.
Por exigencias internas de la propia trama argumental de la novela Cervantes tenía necesidad de la destacada presencia de un miembro de la alta nobleza, si es que pretendía, como así es manifiesto, parodiar los episodios de los libros de caballerías ligados a la recepción y hospedaje como invitado del héroe caballeresco en una casa real. Evidentemente no hubiera sido realista presentar a la pareja inmortal siendo recibida y hospedada en la Corte real española, si es que quería mantenerse fiel a los principios de una ficción realista, a los que él declara su adhesión y que promueve frente a la ficción idealizada y fantaseadora de los libros caballerescos. Así que no le quedaban candidatos más adecuados para esa función que la de unos nobles de la más alta jerarquía titulada, unos duques. Y eso sí que es compatible con las exigencias del realismo literario: es perfectamente verosímil que don Quijote, en su peregrinación por la provincia de Zaragoza, se topase con alguien como los Duques aragoneses. Y sólo unos nobles como éstos o similares disponían de la suficiente riqueza, dominios, servidumbre, vasallos, lujo y otros recursos como para poder simular algo parecido a una corte real y para poder organizar los espectáculos burlescos con los que satirizar diversos episodios de los libros de caballerías y la ficción del gobierno de Sancho en una villa de su señorío.
Los caballeros estaban por encima de los hidalgos en la jerarquía nobiliaria y, por tanto, constituían la categoría social superior de la nobleza sin título. No hay un criterio legalmente establecido que permita distinguir a un caballero de un hidalgo. En realidad, en su origen los caballeros proceden de los hidalgos y el único criterio distintivo respecto de los hidalgos es puramente económico: sencillamente un caballero es un hidalgo que por su riqueza o por poseer unos estados más ricos se alza por encima de los demás hidalgos, quienes, desde el punto de vista del linaje o la sangre, son, sin embargo, sus iguales.
Siendo así que un caballero tiene su origen en un linaje de hidalgo y que su única diferencia es simplemente la de su mayor fortuna económica, no es de extrañar que, según se quisiese hacer hincapié en el linaje o en el rango superior adquirido por su hacienda y dinero, en la época era costumbre referirse a él llamándole indistintamente hidalgo, aunque calificado con un adjetivo, normalmente el de rico, o una expresión que aludiese a su riqueza, para que quedase claro su rango superior al de mero hidalgo, o caballero. Un ejemplo ilustrativo en el Quijote es el de don Diego de Miranda, inicialmente presentado como hidalgo rico y luego como caballero; primeramente se presenta a sí mismo ante don Quijote y Sancho como un hidalgo, pero inmediatamente añade el dato de que es más que medianamente rico (II, 16, 664); más adelante, es el propio narrador quien, hablando de la casa del hidalgo, nos informa de que es la de “un caballero labrador y rico” (II, 18, 680). Otras veces, quizá por llamar la atención sobre su origen más que sobre su punto de llegada a su nuevo estatus, se elude presentar a un caballero como tal y se le describe simplemente como hidalgo rico: así es el caso de Grisóstomo, “hijodalgo rico” (I, 12, 104); del vecino de Sancho, aunque natural de los Álamos de Medina del Campo, “hidalgo… muy rico y principal”, que mantiene una porfía con un labrador por la preferencia de asiento, según el cuento relatado por Sancho ante los Duques (II, 31, 789); y de don Diego de la Llana, “hidalgo principal y rico” en la villa de Barataria (II, 49, 924).
Aparte de los citados que nos ahorramos mencionar de nuevo, hay más personajes en el Quijote que, por su cuantiosa hacienda y por su mucho dinero, merecen el tratamiento de caballeros, que pasamos a enumerar por orden de aparición en la novela: Cardenio, ya citado más arriba por otros motivos, mancebo hijo de padres nobles y ricos; el padre de Luscinda y ella misma, tan nobles y ricos como Cardenio y sus padres (I, 28); don Luis, hijo de un caballero aragonés y mancebo enamorado de Clara, la hija del oidor, hermano del capitán Ruy Pérez de Viedma; Anselmo y Lotario, “caballeros ricos y principales” florentinos y amigos (I, 33, 327); don Pedro Gregorio, el mancebo vecino de la aldea de don Quijote y Sancho, “caballero” (II, 63, 1040) y “mayorazgo rico” (II, 54, 967) o “hijo mayorazgo” (II, 63, 1040), enamorado de la morisca Ana Félix, a la que acompaña en su destierro a Argel; don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago, citado por Sancho en el cuento antes mentado relatado ante los Duques, y su hija doña Mencía de Quiñones, casada con el hidalgo rico antes nombrado, vecino de Sancho; los caballeros don Juan y don Jerónimo, que debaten sobre el Quijote de Avellaneda con don Quijote y Sancho (II, 59, 999-1004); el caballero barcelonés don Antonio Moreno, que hospeda a don Quijote y Sancho durante su estancia en la ciudad condal (II, 62), el único miembro de la nobleza urbana que aparece en la novela desempeñando un relevante cometido en la historia de don Quijote, muy similar al de los Duques aragoneses, pues al igual que éstos da hospedaje a la pareja inmortal, organiza fiestas y burlas, y les sirve de guía en Barcelona; el caballero granadino don Álvaro Tarfe, con quien don Quijote y Sancho dialogan sobre el Quijote de Avellaneda (II, 72).
A todos los citados hay que agregar los numerosos caballeros anónimos que desempeñan funciones menores en el escenario literario, como el tropel de caballeros urbanos de Barcelona, que no cumplen otra función que la puramente secundaria de rellenar el escenario literario para crear ambiente: los que pasean por la marina montados a caballo mientras contemplan los movimientos de las galeras; los caballeros barceloneses que asisten al sarao organizado en la casa de don Antonio Moreno; los que presencian el combate entre don Quijote y el Caballero de la Blanca Luna en la playa. Tampoco han de faltar los caballeros asimismo anónimos del pueblo de don Quijote y Sancho a los que se alude en el coloquio con su señor sobre la recepción de la historia de don Quijote en su lugar natal, de los que se dice, por boca de Sancho, que están molestos porque un hidalgo pobre como don Quijote cree que se puede comparar o igualar con ellos:
“Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos [creyesen que son como ellos], especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde”. II, 2, 564
Los caballeros, como se ve en este pasaje, eran celosos guardianes de su superior estatus en la jerarquía nobiliaria frente a los hidalgos, una superioridad jerárquica que se mantenía hasta en el trato, pues a los caballeros, pero no a los hidalgos, se les reconocía el tratamiento de don, de lo que se halla una buena muestra en el reproche que los hidalgos de su lugar le hacen a don Quijote de apropiarse indebidamente del tratamiento de don para equiparase a la categoría superior de los caballeros (ibid.).
Pero no se contentaban con sentirse y mostrarse superiores a los hidalgos; además los caballeros anhelaban ante todo mejorar su posición social y su mayor aspiración era ascender en la escala social a la categoría de la nobleza con título, lo que representaba el rasgo más característico del movimiento ascensional dentro de la nobleza. Un buen ejemplo de esta lucha de los caballeros por conseguir un título nos los brinda el rico caballero aragonés padre de don Luis, del que el oidor, hermano del capitán cautivo, dice saber “que pretendía hacer de título a su hijo” (I, 44, 463), esto es, el afán que le mueve es el de procurarle a su hijo un título nobiliario. Y seguramente lo sabe porque ambos residen en la Corte en casas contiguas. Nada se dice sobre las razones del traslado del caballero aragonés a Madrid, pero todo apunta a que al menos una de sus misiones, si no la única, era conseguir proporcionarle a su hijo, prevaliéndose de su riqueza, ante todo de sus rentas como señor jurisdiccional, y contando con su influencia directa ante los altos funcionarios cortesanos, el anhelado título de nobleza.
Además, los caballeros podían ser, no menos que los nobles titulados, propietarios de un señorío y, por tanto, señores de vasallos. De nuevo el mejor ejemplo de ello en la magna novela es el mentado caballero padre de don Luis, del que doña Clara nos informa de que es “un caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares” (I, 43, 449). Y, antes de esto, ella misma también había pintado al propio don Luis, su enamorado, como “señor de lugares” (I, 43, 447) y más adelante, más expresivamente, con unas palabras que resaltan a la vez su carácter de señor de vasallos y dueño de un señorío sobre los que ejerce su jurisdicción señorial, lo describe como “señor de almas y lugares” (I, 43 450). El poder ser propietario de unos estados y ser señor de vasallos se había convertido en el principal modo como los caballeros realizaban sus aspiraciones de ascenso social, más importante que los servicios de índole militar o burocrática prestados a la Corona. En efecto, ser titular de un señorío o señor jurisdiccional había llegado a ser un requisito casi indispensable para lograr un título. De hecho, muchos caballeros ansiosos de promoción en la escala nobiliaria escogían ese camino, por lo que no es de sorprender que la mayoría de las solicitudes de nuevos señoríos proviniesen de caballeros ricos, pues así daban un paso decisivo para alzarse con el anhelado título{xii}.
Los hidalgos
En el peldaño más ínfimo de la jerarquía aristocrática se situaban los hidalgos, la categoría nobiliaria más numerosa: se calcula que eran hidalgos alrededor del 10 % de la población, si bien su distribución geográfica era muy desigual, pues la inmensa mayoría estaba concentrada en el norte de España, mientras sus efectivos era muy reducidos en el centro y el sur del país{xiii}.
No podrían estar mejor representados en el Quijote, habida cuenta de que la novela gira en torno a un hidalgo. No es, sin embargo, el único miembro de la nobleza sin título más baja presente en el escenario literario. También son hidalgos, que enumeramos por orden de aparición en la novela, independientemente de su significación literaria, el vizcaíno, que se dedica a servir como escudero o criado acompañante a una señora principal (I, 8); la asturiana Maritornes, criada en la venta de Juan Palomeque (I, 16); el capitán cautivo Ruy Pérez de Viedma, el primogénito de un hidalgo de las montañas de León (I, 39); doña Rodríguez, asturiana, que primero sirvió como doncella de labor de una señora principal en Madrid, donde se casó con un hidalgo montañés (de la actual Cantabria), que sirvió como escudero, y más tarde, luego de quedarse viuda y con una hija, entró a servir como dueña de la Duquesa aragonesa (II, 48); y el vizcaíno que sirve como secretario a Sancho siendo éste gobernador de Barataria (II, 47, 903), al que le suponemos la condición de hidalgo, al igual que al escudero vizcaíno, porque a los naturales de Vizcaya se les atribuía la hidalguía simplemente por ser de allí. A ellos hay que sumar, como en el caso de los caballeros, a los hidalgos innombrados del lugar de don Quijote y Sancho que censuran a su convecino hidalgo por transgredir los límites de la hidalguía al pretender ser un caballero, lo que, alegan ellos, le está vedado por ser dueño de una hacienda pobre (II, 2, 564). Dejamos fuera de la lista a los hidalgos ricos, porque, como ya vimos más arriba, justo por ser ricos tienen la consideración social de caballeros.
El mero hecho de ser hidalgo, como los enumerados, era indicativo, aunque pertenecieran al grado más bajo de la nobleza, de ser miembros de un linaje o dinastía ilustres y ésa era su más importante y valiosa posesión, aquella por la cual podían ser reconocidos como nobles. Siendo así no es de extrañar que don Quijote se ufane, como ya dijimos en la anterior entrega, de ser hidalgo de sangre, esto es, descendiente de un linaje de hidalgos antiguo y reconocido: “Yo soy hijodalgo de solar conocido” (I, 21, 196) y no ser hidalgo por haber comprado una carta de hidalguía; e incluso, en su coloquio con el canónigo en el que cita una larga lista de caballeros famosos por sus hazañas guerreras, identifica a uno de ellos, Gutierre de Quijana, como uno de sus ilustres y gloriosos antepasados, “de cuya alcurnia, aclara don Quijote en un inciso, yo desciendo por línea recta de varón” (I, 49, 507). Y les bastaba la mera condición de hidalguía para tener derecho a todas las prerrogativas anejas a la nobleza, como la exención de impuestos y otras. Fuera de estos rasgos comunes compartidos con los caballeros y la aristocracia titulada, la situación social de los hidalgos no era uniforme.
Los personajes enumerados representan varios tipos muy habituales de hidalgos en la España del Quijote. Uno era el tipo del hidalgo rural, dueño de una hacienda básicamente agraria, complementada con algo de ganado, que no le permite ser rico, pero al menos sí vivir dignamente, con un cierto bienestar, dedicando una parte de su tiempo a la administración de la hacienda y el resto del tiempo a las aficiones típicas de un hidalgo de este género, las armas y la caza. Este tipo de hidalgo rural no era raro entre los miembros de este escalón nobiliario del centro y del sur de España, donde el porcentaje de hidalgos entre sus habitantes era insignificante; en Castilla la Nueva, sin ir más lejos, no llegaba al 2 % de los vecinos{xiv}.
En la novela el principal y único exponente de esta clase de hidalgo rural es don Quijote, cuya hacienda, principalmente agraria, se compone ante todo de fincas de cultivo, que sin duda debían de ser muchas, pues don Quijote se permite, para comprar libros de caballerías, vender “muchas fanegas de tierra de sembradura” (I, 1, 28), sin que, al parecer, su estilo de vida se vea alterado; en otro lugar, sus propiedades agrarias se cifran en “dos yugadas de tierra” (II, 2, 564), lo que es una cantidad apreciable, teniendo en cuenta que una yugada es la cantidad de tierra que puede arar una yunta en un día, si bien, según los criterios de la época, no era suficiente para obtener unos beneficios que conviertan a su propietario en rico. La hacienda de don Quijote se completa con la posesión de algo de ganado diverso, caballar, asnal y aviar: tres yeguas en el prado concejil del pueblo que le van a dar sendas crías (II, 10, 618), cinco pollinos (I, 23) y un montón de gallinas, que, según el ama, son buenas ponedoras, gordas y bien criadas (II, 7, 594); a lo que hay que sumar un galgo corredor, que revela su afición a la caza, que explícitamente mienta el narrador, y un rocín, que indica que su dueño no es un caballero, pues este tipo de caballo, ya viejo y cansado, no se consideraba apropiado obviamente para caballería de gente noble, sino del estado llano.
Estos datos sobre el patrimonio de don Quijote nos transmiten una imagen de él que se corresponde más bien con la de un hidalgo modestamente acomodado, de lo que hay tres tipos de indicios que así lo acreditan. Una primera señal de ello es el hecho de que las rentas de su hacienda le permiten tener algo de servidumbre, reducida a un ama, encargada del trabajo doméstico y de gobernar la casa, y “un mozo de campo y plaza”, es decir, un mozo que servía para todo, lo mismo para podar que para ensillar el rocín. Y además el hidalgo Alonso Quijano mantiene a una sobrina, que vive con él.
Una segunda señal del estado acomodado del hidalgo manchego se manifiesta en el cierto bienestar que reflejan la dieta y el vestuario, que nos describe el narrador con tanto detalle. De la primera dos aspectos destacan: que se compone de una olla diaria, de cuyas sobras se obtenía la cena (un salpicón), una ración más bien escasa, ya que la ración común en una casa bien surtida o administrada era de dos ollas al día{xv}; y que en ella predominan las carnes. En la comida se gastaba tres cuartos de sus ingresos. Y el otro cuarto lo gastaba en la indumentaria, que se compone de ropa para los días festivos y de otra para los días de diario, toda ella de buena calidad y cuidada, especialmente la destinada para los festivos.
Una tercera señal de la situación más bien holgada de don Quijote es que los ingresos de su hacienda le permiten vivir sin trabajar, llevar una vida ociosa sin más interrupción que los ratos dedicados al gobierno de su hacienda, que le quita poco tiempo. La mayor parte de éste a lo largo del año estaba ocioso, un ocio que inicialmente llenaba con la lectura de libros de caballerías, que financiaba, como ya vimos, con la venta de fanegas de tierra de labor, y el ejercicio de la caza, y, tras quedar totalmente absorbido por la lectura, se olvidó de la caza y no hacía otra cosa en su tiempo de ocio que leer libros de caballerías. Por cierto, el hecho de disponer de libros en su casa, de una biblioteca relativamente bien nutrida, es otro signo indicativo de que Alonso Quijano no es pobre, salvo en comparación con un caballero, pues los hidalgos pobres no podían permitirse tener libros como él.
La situación económica de don Quijote distaba mucho, pues, de la de gran parte de los hidalgos pobres, de aquellos que se veían obligados a servir como criados o a trabajar, como labradores o en algún oficio, algo frecuente, como vamos a ver, entre los hidalgos del norte de España; y distaba, no digamos, aún más del estado de pobreza extrema que acuciaba o perseguía a muchos hidalgos y que Cervantes ha descrito como nadie en un largo pasaje de la segunda parte de la novela, en el que nos pinta minuciosamente la ristra entretejida de servidumbres, miserias, hipocresías y humillaciones a que estaban sujetos los hidalgos verdaderamente pobres, quienes llevaban una vida de penuria y disimulo sin más objetivo que ocultar su hambre, los defectos y remiendos de su atuendo y calzado, y, en general, cualesquiera signos del estado miserable a que habían ido a parar (cf. II, 44, 882).
Precisamente en el Quijote hallamos también el retrato de esa categoría de hidalgos pobres, procedentes del norte del reino de Castilla, a que acabamos de aludir y que solían dedicarse a servir en la casa de un caballero o un noble titulado, pues no se consideraba deshonroso servir como criado de un noble, sino trabajar en un oficio mecánico, lo que tampoco se cumplía a rajatabla. Se trata de los llamados hidalgos escuderos o simplemente escuderos, que servían como criados de compañía en las casas nobles, especialmente de las señoras. La mayoría de los hidalgos de la gran novela pertenecen a este tipo de hidalgos destinados a engrosar como escuderos la servidumbre de los nobles ricos: el vizcaíno que se enfrenta a don Quijote, escudero, como ya hemos vista, de una señora principal; el marido de doña Rodríguez y ella misma; y el secretario vizcaíno de Sancho gobernador, que, en realidad, es un criado de los Duques, pero por el mero hecho de saber leer y escribir, Sancho lo escoge como secretario. No se dice expresamente que sea un criado, pero todo apunta a que lo es, pues, aparte del contexto en que aparece el personaje, que no sugiere otra cosa, el propio narrador se refiere a él como “el recién nacido secretario” (II, 47, 903), lo que quiere decir que antes no lo era, sino simplemente uno más de los criados de los Duques reclutados para sostener la burla del gobierno insulano de Sancho. Y si no fuese así se trataría de uno de los muchos hidalgos vizcaínos que, para huir de la pobreza, se vieron obligados a trabajar como secretarios, un oficio frecuente entre los vizcaínos y además tenían buena fama en su ejercicio.
Todos estos hidalgos escuderos son un perfecto reflejo de la situación de éstos en la España de la época, algo que se denuncia hasta en su propio origen regional. Los escuderos enumerados, al igual que la mayoría de los dedicados en España a servir como tales, proceden del norte: doña Rodríguez es asturiana, su marido montañés y de los vizcaínos sobra decir nada. Un caso interesante y algo distinto es el de la asturiana Maritornes, que se tiene por hidalga y hasta presumía de serlo, pero que se ve conducida por desgracias y malos sucesos a servir en la venta de Juan Palomeque, sin que ello suponga una afrenta para ella, pues, a diferencia de los anteriores, no trabaja como escudera de un noble, sino como simple criada de un plebeyo. La mayor población de hidalgos se concentraba allí, en zonas que van desde Galicia y León pasando por toda la cornisa cantábrica y el norte de Castilla la Vieja hasta la Navarra pirenaica{xvi}; y en algunas provincias y comarcas, como Asturias, la Montaña, Vizcaya y Guipúzcoa, las Cinco Villas (comarca al noroeste de la provincia de Zaragoza) y la zona pirenaica de Navarra, los habitantes hidalgos superaban en número al resto de la población{xvii} . Siendo así no es de extrañar que muchos hidalgos norteños pobres, como los que pueblan el escenario del Quijote, se vean empujados a emigrar para vivir como escuderos o, a veces, como simples criados, como Maritornes.
Pero no todos los hidalgos norteños pobres se buscaban la vida como escuderos de nobles o, si fuera menester, criados de plebeyos. Muchos otros igualmente pobres preferían una actividad más acorde con su linaje: la profesión de las armas o el oficio de la guerra. Se trata de un tercer tipo de hidalgos, que en la novela cervantina encarna cabalmente el capitán cautivo Ruy Pérez de Viedma.
Natural de las montañas de León, es el primogénito y por tanto el heredero del linaje familiar. Su padre tiene fama de rico, por lo que, como hidalgo rico, se le puede considerar un caballero, pero, al despilfarrar gran parte de su hacienda, pasa a ser en la práctica un hidalgo pobre, si bien no completamente pobre, porque ha conservado una porción del patrimonio, insuficiente para ofrecerles un futuro a sus tres hijos ni en la hacienda ni en la comarca, por lo que decide vender lo que le queda de ella a un hermano suyo y con el dinero así obtenido, tras reservarse una parte para él para poder mantenerse en su vejez, aunque pobremente, hace tres partes, inicialmente de tres mil ducados, pero, tras la renuncia de cada uno de ellos a dos mil para que su padre no sufra privaciones con la muy poca hacienda que se había quedado para él, cada hermano recibe sólo mil ducados con los que iniciar su camino en la vida (cf. I, 39, 399-401). El mayor de los hermanos, que por su valor y esfuerzo llegará a capitán de infantería, invierte sus mil ducados en labrarse un futuro como militar, para lo que se enrola como soldado de los tercios españoles en Italia y, por su valor y esfuerzo, ascenderá a capitán de infantería y aun estaba en camino de ser nombrado en breve maestre de campo, lo que la mala fortuna truncó.
Asimismo, hubo hidalgos e hijos suyos que, a pesar de los prejuicios nobiliarios en contra, se dedicaron al comercio, aunque no fue un camino muy transitado por ellos. De ello tenemos en el Quijote una muestra ilustrativa. El hidalgo leonés, padre de los tres hermanos Pérez de Viedma, les enseña que entre los caminos principales que puede seguir un hombre para salir de la pobreza y enriquecerse uno de ellos es del “arte de la mercancía” y manifiesta su voluntad de que uno de los tres siga el camino del comercio, que será escogido por el mediano (I, 39, 400). Éste se irá a las Indias, donde gracias al comercio se hará tan rico en el Perú que podrá enviar mucho dinero a su padre, con el que éste podrá dar rienda suelta a su tendencia natural a la liberalidad, y a su hermano menor, al que ayuda a pagar sus estudios en Salamanca y a obtener su puesto de oidor en México (I, 42, 443-4).
La situación real de los hidalgos era, no obstante, más heterogénea de lo que el Quijote da a entender. A los cuatro tipos señalados que encuentran su reflejo en personajes de la novela hay que agregar un quinto tipo, nunca aludido en ella, que formaba parte de la realidad social de la época. Se trata de los hidalgos, que, a pesar del prejuicio de los nobles contra el trabajo manual y la deshonra que sobre ellos recaía en caso de practicarlo, se pusieron a trabajar en la labranza e incluso en cualquier oficio. Según las llamadas Relaciones de los pueblos de España, hechas mediante interrogatorios en 1575 y 1576, los hidalgos de Leganés, por poner un ejemplo, eran en su mayoría, como los vecinos villanos, también labradores y algunos trabajadores en oficios, entre los cuales había sastres, tejedores, zapateros, herreros, etc.; y en varias regiones del norte de España, como la Montaña, Vizcaya y Guipúzcoa, la dedicación de los hidalgos a todos los oficios era muy común.{xviii}
La función política de la nobleza
En cuanto a los intereses y preferencias profesionales, no importa cuál fuese el rango aristocrático de un noble, había un rasgo común a todos los grados de la jerarquía nobiliaria: la inclinación a dedicarse a la milicia, a la política, a la diplomacia, a la magistratura y a servir en la administración, pues, de acuerdo con la ideología señorial, estas profesiones, incluidas la de las letras y las derivadas de éstas, eran las más congruentes con el modo de vida de un noble. Y también en esto contaba la jerarquía: los grandes de España y la nobleza titulada acaparaban los grados más altos en la milicia, tanto en el ejército como en la marina, sin excluir las órdenes militares, cuya dignidad de mayor rango, la de comendador, estaba reservada a la alta aristocracia, mientras que los miembros de la baja aristocracia habían de contentarse con el hábito de la orden, como el caballero del pueblo de don Quijote don Alonso de Marañón, que era caballero del hábito de Santiago (II, 31, 789); y los cargos más relevantes en la esfera política, como, por ejemplo, en los diversos Consejos consultivos del rey, en la judicatura y en la diplomacia, así como los mejores puestos de la administración, mientras que la baja nobleza, los caballeros e hidalgos, sólo podían aspirar a los cargos y puestos medios o inferiores en la esfera política y en la administración, como cargos municipales, entre los que el más ambicionado era el de corregidor, procuraciones en Cortes y otras prebendas{xix}. Mucho de todo esto se halla reflejado en personajes del Quijote, aunque no todo, porque los intereses literarios de Cervantes, le llevan en ocasiones a esquivar las alusiones al aspecto político de algunos personajes notables.
Tal es el caso de su tratamiento del duque Ricardo, que, como ya vimos, simplemente aparece como grande de España y dueño de un señorío en el que ejerce como señor de vasallos. Pero no se mienta ninguna ocupación suya que vaya más allá de esto. Pero lo más común era que un grande de España desempeñase un cargo político del más alto nivel o bien fuese un militar de alto rango y a veces podían darse ambas cosas en un mismo personaje. De hecho, el modelo histórico en el que se inspira el duque Ricardo, que, a juzgar por las pistas que ofrece Cervantes, no es otro, como ya se ha señalado, que el primer duque de Osuna, Pedro Téllez-Girón y de la Cueva, no se limitó a sus funciones como señor de sus estados, sino que fue notario mayor de Castilla, consejero de Estado, embajador extraordinario en Roma y en Portugal, y virrey y capitán general del reino de Nápoles. Lo mismo puede decirse del modelo histórico real del Duque aragonés del escenario literario, Carlos de Borja y Aragón, quien, amén de gentilhombre de cámara al servicio del rey, fue miembro del Consejo de Estado y presidente del Consejo de Portugal. Sin embargo, Cervantes elude la mención de cualquier aspecto del Duque aragonés que vaya más allá de su función como señor de sus estados y de vasallos. Y es que ciertamente, para cumplir su función en el escenario literario, el autor no tiene necesidad de mentar nada que trascienda su papel de anfitrión de la pareja inmortal y de organizador de festivos espectáculos burlescos en el palacio ducal.
No obstante, el narrador deja caer algún dato que invita a pensar que la existencia del Duque no se reducía a los estrechos márgenes de sus posesiones y que no estaba desconectado del mundo exterior a éstas. En el encuentro de Tosilos, lacayo del Duque, con don Quijote y Sancho, a su vuelta a casa tras la derrota en Barcelona, les revela que se dirige a Barcelona como correo de su señor, para entregar unos papeles al virrey, lo que evidencia que el aristócrata aragonés tenía buenos contactos con cargos políticos de gran relevancia, tal como el virrey de Cataluña, que, por cierto, durante la estancia de don Quijote en Barcelona en el verano de 1614, lo era el duque de Monteleón, pero Cervantes lo mantiene en el anonimato, pues nos oculta tanto el nombre como el rango nobiliario del virrey novelado.
Tampoco se nos dice nada del caballero rico barcelonés don Antonio Moreno ajeno a su papel en el escenario literario, reducido a ser anfitrión y guía de don Quijote en la capital condal, así como artífice de algunas de las burlas al sedicente caballero durante su estancia allí. Sin embargo, el autor no puede evitar aludir, si no directamente a la vida profesional de don Antonio, sí a sus excelentes relaciones con las autoridades políticas y militares en la capital del principado. Pues se mueve en el círculo más próximo al virrey, con quien tiene relaciones amistosas; también trata al general o cuatralbo de las cuatro galeras destinadas a proteger las costas de Cataluña, en la ficción un caballero valenciano innombrado; mantiene relaciones con miembros influyentes de la Corte; y, finalmente, se halla envuelto en las pugnas típicas de la Cataluña de aquel entonces entre los dos bandos enfrentados, el de los niarros o nyerros (lechones) y el de los cadells (cachorros), dos facciones enemigas que dividían la sociedad catalana, independientemente de la adscripción estamental, división de la que no quedaban al margen ni la Generalidad ni el virrey.
Pues bien, don Antonio, al mismo tiempo que se mueve en los más altos círculos del poder en Cataluña, está enfrascado, como partidario de los niarros, en las contiendas entre ambas facciones y está estrechamente vinculado al bandolerismo, entonces endémico en Cataluña, pues es amigo y protector de bandoleros, como el famoso Roque Guinard, también partidario de los niarros y jefe de una partida de bandoleros. Aunque, según parece, las simpatías y rencores personales influían más en la adhesión a una facción u otra que las consideraciones ideológicas, la posición social o las inclinaciones políticas, cada una de ellas y su enconada lucha tenía una significación social y política, aunque un tanto oscura, pues, en el curso de la contienda, cada uno de los bandos procuraba infiltrar a sus agentes en las principales instituciones catalanas para utilizar a su favor los órganos de poder y ganarse el respaldo del virrey{xx}. Aunque Cervantes elude referirse a esto y da a entender que las relaciones del caballero rico barcelonés con el virrey y el general de galeras no van más allá del mero trato entre amigos y conocidos, don Antonio parece cumplir esa función de tratar de utilizar a las autoridades al servicio de su causa con su doble juego, por un lado, como personaje influyente ante el virrey y, por otro, como favorecedor y servidor de los intereses de las huestes de bandoleros niarros, contra los que, sin embargo, había órdenes de detención del virrey (cf., II, 60, 1017; y 61-64).
Mientras que Cervantes soslaya, como hemos visto, referirse a las actividades políticas o en la administración de los nobles del escenario literario, no sucede lo mismo cuando se trata de un personaje histórico. Tal es el caso de su referencia al conde de Salazar, Bernardino de Velasco, que fue mayordomo de Felipe III y, más allá del tiempo narrativo de la novela, presidente del Consejo de Hacienda (entre 1618 y 1621), pero Cervantes lo cita por su importante papel en la expulsión de los moriscos, por haber sido el encargado por el rey de ejecutarla y haber cumplido el encargo con un celo implacable, que es por lo que ha pasado a la historia y por lo que es elogiado en la novela (cf. II, 65, 1052- 3).
Tampoco hay en el Quijote personaje alguno de la baja aristocracia que desempeñe un cargo político o tenga un puesto en la Corte. Pero sí se alude a esto último, al funcionariado cortesano, en una plática entre el ama, la sobrina y don Quijote, en la que es precisamente el sedicente caballero, en respuesta a una pregunta del ama, el encargado de informarnos de que muchos caballeros se hallan empleados en la Corte, los llamados caballeros cortesanos; la plática es además interesante porque, al final de ella, el ama, una vez enterada del empleo de muchos caballeros en la burocracia de la Corte, no duda en sugerirle a su amo que se busque también un puesto en ella. He aquí la parte de mayor interés de la plática en relación con nuestro asunto:
Díganos, señor, en la corte de su Majestad, ¿no hay caballeros?
—Sí, –respondió don Quijote–, y muchos, y es razón que los haya, para adorno de la grandeza de los príncipes y para ostentación de la majestad real.
—Pues ¿no sería vuesa merced –replicó ella– uno de los que a pie quedo sirviesen a su rey y señor estándose en la corte?
Naturalmente, don Quijote, cuyas críticas a los caballeros cortesanos son bien conocidas, no puede aceptar la sugerencia de su ama, pero no porque cuestione la existencia de ese género de caballeros, cuya necesidad concede paladinamente, sino porque a él no le atrae su modo de vida, sino el de los caballeros andantes:
“Mira amiga –respondió don Quijote–, no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes: de todos ha de haber en el mundo”. II 6, 588-9
El padre de don Luis, como ya vimos, se ha instalado en una casa cerca de la Corte, pero no sabemos si busca algo más en ésta que un título para su hijo don Luis.
En otras obras de Cervantes, sí se alude expresamente a caballeros que desempeñan un cargo político. Un cargo muy apetecido por ellos y para el que precisamente se nombraba normalmente a un caballero era, como ya señalamos, el de corregidor. En La Gitanilla el padre de Preciosa, la protagonista, don Fernando de Acebedo, caballero de la orden de Calatrava, es corregidor en Murcia; y el padre de don Juan de Cárcamo, el joven enamorado de Preciosa, es un buen ejemplo de los nobles o caballeros que iban a la Corte en busca de un cargo, lo que requería una paciente práctica de toda suerte de consultas y pesquisas; al final de la novela nos enteramos de que, por fin, ha conseguido uno y el que le han concedido es precisamente el de corregidor, al igual que su futuro consuegro, y, en calidad de tal, se le destina a Cartagena. Todo esto es un fiel reflejo de una realidad típica de aquel tiempo: la del adueñamiento por parte de los caballeros del cargo de corregidor, amén de otros del gobierno municipal y de la administración de justicia, en la mayoría de las ciudades{xxi}. La responsabilidad, en último término de ello, era de la Corona, que era la que nombraba a los corregidores, representantes del rey en los municipios.
Los nobles y las armas
Si Cervantes se muestra reacio en el Quijote a mencionar las ocupaciones políticas de los nobles y con ello el peso e influencia políticas que ello suponía en la España de entonces, al acaparar los principales puestos en los altos órganos del Estado y en muchos municipios, especialmente los de las ciudades importantes, en cambio, no tiene dificultad alguna para referirse a la vinculación de la nobleza con las armas, por las que ésta tenía preferencia, porque las consideraba como su oficio propio, más propio de ella que de cualquier otro sector social, seguramente porque le recordaba sus orígenes históricos guerreros, es decir, que la nobleza se había adquirido mediante hechos de guerra y que por éstos a sus depositarios les había sido concedida. Eso sí, había cambiado, como ya indicamos, el modo de ejercer la función militar, pues con la constitución de España en un Estado moderno con un ejército permanente directamente dependiente de la Corona, los nobles que seguían considerando las armas como su auténtica vocación ya no eran jefes militares de mesnadas o huestes, sino jefes insertos en una escala de mando dentro de un ejército cuyo jefe supremo era el rey, a cuyas órdenes estaban sujetos. Pero su identificación con el oficio de las armas como su vocación más genuina seguía siendo la misma.
Por ello no asombra que, de hecho, el aspecto mejor reflejado en la novela de la vida profesional de los nobles sea el de su dedicación a la milicia o al arte de la guerra. La tesis de la primacía de las armas sobre las letras, defendida por don Quijote en su célebre discurso, seguramente la suscribirían la mayoría de los nobles; al menos sí los nobles escuchantes del discurso de don Quijote en la venta, entre los que se cuentan don Fernando, Cardenio, Ruy Pérez de Viedma y “demás caballeros” que el novelista deja en el anonimato (I, 37, 391), a juzgar por el gusto y atención con que escuchaban a quien les parecía no un loco, sino un hombre de buen entendimiento y buen discurso en todo lo que trataba (I, 38, 398). Cuando el cura, aunque letrado y graduado, declara ser del mismo parecer que don Quijote en todo cuanto ha dicho en favor de las armas, todos parecen estar de acuerdo con la declaración del cura, pues nadie, de entre los circunstantes, toma la palabra para expresar una opinión diferente o para contradecirle.
Es más, Cervantes atribuye a los nobles una propensión natural en ellos a dedicarse al oficio de las armas. Precisamente en una pausa o interrupción del discurso de don Quijote sobre las armas y las letras, en referencia a los caballeros presentes, se da a entender que el ejercicio de las armas es algo inherente al ser caballero:
“Como todos los más eran caballeros, a quien son anejas las armas, le escuchaban con mucha atención”. I, 37, 393.
Se trata de una idea que Cervantes reitera insistentemente en sus escritos. Así en la novela La señora Cornelia, sus protagonistas, dos caballeros vizcaínos, abandonan sus estudios en Salamanca y se marchan a Flandes por varias razones, pero la principal, según ellos, es que:
“El ejercicio de las armas, aunque arma y dice bien a todos, principalmente asienta y dice mejor en los bien nacidos y de ilustre sangre”{xxii}.
Siendo así que a la nobleza le es consustancial el oficio de las armas, lo natural para un noble es dedicarse a la milicia. Esta dedicación, si no le da riqueza, le permite vivir holgadamente, sobre todo si llega a ser oficial, y además, si se desempeña bien, aumenta su honra y da lustre a su linaje. Tal es lo que piensa el padre de Ruy Pérez de Viedma, un pensamiento compartido por todo el estamento noble: “Que ya que la guerra no dé muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama” (I, 39, 400).
Esta estrecha vinculación de los nobles con la milicia se halla bien documentada en el Quijote, tanto en los personajes ficticios como en los históricos. Por lo que respecta a lo primero, el principal ejemplo de ello es, por supuesto, don Quijote, del que importa más, en el presente contexto, su defensa de la profesión de las armas y de la milicia que su fantástico intento de resurrección de la caballería andante literaria; pero, aparte de él, el caso más sobresaliente es el del hidalgo Pérez de Viedma, tantas veces citado, del que sólo diremos que se abre un camino en la vida gracias a la milicia, en la que logra ascender de soldado raso a capitán y, aun hubiera llegado más lejos, si la desdicha de caer prisionero de los turcos y quedar cautivo durante años no se hubiera interpuesto en su camino.
También merece destacarse a don Pedro de Aguilar, el hijo mayor del duque Ricardo; de él, caballero, alférez y dotado de talento para la poesía, nos cuenta el capitán Pérez de Viedma que combatió valientemente en la defensa del fuerte de la Goleta, situado en la bahía de Túnez; que cayó prisionero de los turcos y llevado a Constantinopla, de donde al cabo de dos años de cautiverio logró escapar, una escapada cuyo desenlace ignora, pero don Fernando, hermano de don Pedro, confirma que tuvo buen resultado, ya que logró regresar a España sano y salvo. Esta información, por cierto, es determinante para identificar al primer duque de Osuna como el modelo vivo del duque Ricardo y no al segundo duque de Osuna, y menos aún el tercero, a los que hay que descartar, por razones cronológicas, porque únicamente el primero tuvo un hijo con la edad suficiente para haber combatido en la Goleta en 1574, en cuya fecha el hijo mayor del primer duque de Osuna tenía veinte años, mientras que el hijo heredero del segundo duque de Osuna nació ese año y el también heredero del tercer duque de Osuna nació muchos años después de la batalla de la Goleta, en 1598; y además, de los tres duques de Osuna sólo el primero tuvo dos hijos varones supervivientes, mientras que a los otros dos, a diferencia del duque Ricardo de la ficción, sólo les sobrevivió un único hijo varón{xxiii}.
Otro caballero militar de profesión es el vecino del pueblo de don Quijote y Sancho, ya citado por otros motivos, don Alonso de Marañón, quien tuvo un trágico final. Este caballero, quizás basado en algún modelo real, iba a bordo de uno de los navíos de la escuadra enviada por Felipe II a defender Orán contra los moros argelinos, pero la escuadra, sacudida por un fortísimo temporal con vientos huracanados, naufragó, en 1562, en el puerto de la Herradura, cercano a Vélez Málaga, y don Alonso de Marañón fue uno de los miles que murieron ahogados.
Pero el caballero de más alta graduación militar que aparece en la novela es el general o cuatralbo de las galeras de Cataluña, cuya misión era vigilar y proteger las costas catalanas de las frecuentes incursiones berberiscas y turcas para impedir sus saqueos de las poblaciones litorales y el cautiverio de sus habitantes. Se trata de un caballero valenciano cuyo nombre prefiere el narrador mantener en el anonimato. En el tiempo en que don Quijote visita Barcelona, el verano de 1614, no había ningún caballero valenciano al mando de las galeras catalanas, pero sí unos años antes, en que el cuatralbo lo fue el caballero valenciano y almirante Pedro Vich, mencionado en la novela Las dos doncellas como don Pedro Vique y como capitán de unas galeras fondeadas en el puerto de Barcelona. Seguramente en éste debió de inspirarse Cervantes.
El caballero y general valenciano desempeña un papel principal en la aventura de las galeras y en parte del episodio de la historia de Ana Félix; en el primero es el encargado de guiar a don Quijote y Sancho en su visita a las galeras, a quienes, una vez a bordo, les obsequia con un corto viaje en las cercanías del puerto, lo que es suficiente para que tengan ocasión de asistir a una breve refriega contra un bajel de corsarios de Argel, que es capturado, quizá inspirado en el hecho real acontecido ese mismo año de 1614 en que precisamente a la vista del puerto de Barcelona se produjo un combate entre una galera y una nave de corsarios argelinos.
En lo tocante a los personajes históricos, es en el relato de la historia del cautivo donde se menciona a toda una serie de personajes reales, tanto de la más alta nobleza como de la baja, que sobresalieron como militares profesionales. Entre los primeros, el capitán Pérez de Viedma encomia la conducta heroica de don Juan de Austria, del duque de Alba, al que califica de “grande”, del marqués de Santa Cruz, don Álvaro de Bazán, en cuyo ensalzamiento se explaya llamándole “aquel rayo de la guerra, padre de los soldados, venturoso y jamás vencido capitán”. Entre los miembros de la baja nobleza, pondera el heroísmo de los caballeros don Juan de Zanoguerra y don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta.
Los nobles también competían por la posesión de dignidades de las órdenes militares, principalmente las de Santiago, Calatrava, san Juan y Alcántara, unas distinciones que realzaban la grandeza y preeminencia aristocráticas de sus beneficiarios. Como ya adelantamos, los aristócratas con título aspiraban a las concesiones de una encomienda de alguna de estas órdenes; en cambio, los caballeros habían de conformarse con pertenecer a alguna de ellas, lo que se manifestaba en la posesión del hábito correspondiente. Lo primero no se halla registrado en el Quijote ni en ningún otro escrito de Cervantes; lo segundo, sí. En la magna novela se alude a lo importante que para un caballero era la obtención del hábito de una orden militar, ya que, como señala el canónigo, su posesión era un signo de nobleza aquilatada o bien acreditada, de un linaje limpio:
“Y era [la distinción de pares de Francia] como una religión [orden militar] de las que ahora se usan de Santiago o de Calatrava, que se presupone que los que la profesan han de ser o deben ser caballeros valerosos, valientes y bien nacidos”. I, 49, 508
Pero en el Quijote no aparece más que un caballero perteneciente a una orden militar, un caballero del hábito de la orden de Santiago, el ya citado don Alonso de Marañón. Pero en otros escritos de Cervantes se revela mucho mejor la relevancia que para un caballero tenía la obtención del hábito de una orden militar como distinción nobiliaria. Así en La Gitanilla, el mancebo enamorado de Preciosa, don Juan de Cárcamo, presume de estar en posesión de un hábito “de los más calificados que hay en España” para realzar el valor de su nobleza{xxiv}; y en La ilustre fregona se alude a la distinción de ser “caballero del hábito de Alcántara” del padre del mismo nombre de don Diego de Carriazo, al que su amigo don Tomás de Avendaño le reprende por entregarse a un género de vida picaresco, tan contrario a la alta distinción de su padre{xxv}.
Los nobles y las letras
Ahora bien, aunque el noble se identifica ante todo con las armas y en ellas sigue viendo, como en la Edad Media, su verdadera vocación, gracias a la cual puede seguir dando lustre a la nobleza que sus antepasados adquirieron y mantuvieron con las armas, ello no quiere decir que desprecie otras profesiones; lejos de ello, también tiene interés por otras, particularmente por las eclesiásticas y las que tienen que ver con las letras. Esto se halla muy bien ilustrado en el Quijote en el consejo de orientación profesional que el hidalgo de la montaña leonesa les da a sus tres hijos, que están ya en edad de elegir oficio:
“Pero querría que, después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda, siguiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra España, a mi parecer muy verdadero…; y el que yo digo dice: ‘Iglesia o mar o casa real’, como si más claramente dijera: ‘Quien quisiere valer y ser rico siga o la Iglesia o navegue, ejercitando el arte de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas’… Digo esto porque querría y es mi voluntad que uno de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrar a servirle en su casa”. I, 39, 400
Tales eran las tres vías de colocación profesional y a la vez de ascenso social: el ejército o la milicia, el comercio y las letras, las cuales allanaban el camino bien para seguir una carrera eclesiástica, bien una carrera de letrado o jurista, la cual abría las puertas del funcionariado al servicio de la Corona, de la política y de la administración de la justicia. No es ninguna casualidad que de los tres hijos sea el mayor, el heredero de la hidalguía de su padre, el que escoja el ejercicio de las armas, mientras que los demás hermanos escogen otras ocupaciones: el mediano elige el comercio, yéndose a ejercerlo al Perú, donde se enriquecerá, y el menor se decanta por la Iglesia o por acabar sus comenzados estudios en Salamanca, que, una vez licenciado en ella, luego le conducirán no a convertirse en un hombre de Iglesia, como inicialmente había pensado, sino un letrado u hombre de leyes, que alcanzará el puesto de oidor o magistrado en la Audiencia de México.
Dejemos a un lado el camino de las armas, que ya hemos analizado, y el del comercio, un camino no muy transitado por los nobles y, de entre ellos, más por los de la baja nobleza, especialmente hidalgos o sus hijos segundones, y centrémonos en los otros caminos, que cabría sintetizar, en una versión revisada del refrán con el que el hidalgo leonés pretendía orientar profesionalmente a sus tres vástagos, así: Iglesia o casa real, pero reinterpretando casa real no en el sentido restringido de la Corte en torno al palacio real, sino en el sentido más amplio de la Corona o de la máquina del Estado Monárquico, para cuyo servicio son esenciales, como sugiere el hidalgo, las letras, las cuales podían dejar expedita la senda a un noble para alcanzar un buen puesto lo mismo en la Iglesia que en el servicio de la Corona como funcionario o miembro de la administración de justicia. Que las letras eran la llave que abrían las puertas de la Iglesia o de la Corona para lograr una buena colocación era algo de dominio público, entre toda suerte de gentes, no sólo los nobles, como refleja este comentario de un labrador, en el que declara que nada hay mejor que cursar estudios universitarios, a ser posible en Salamanca, pues con ellos y algo de favor y ventura lo mismo se puede acceder a un cargo civil que a uno eclesiástico:
“Yo apostaré que si van a estudiar a Salamanca, que a un tris han de venir a ser alcaldes de corte [jueces de los criminal]. Que todo es burla, sino estudiar y más estudiar, y tener favor y ventura; y cuanto menos se piensa el hombre, se halla con una vara en la mano o con una mitra en la cabeza”. II, 66, 1057
El cursar letras para hacer carrera eclesiástica y poder acceder a las más altas dignidades de la Iglesia fue algo muy codiciado por los nobles, quienes solían encarrilar a sus hijos segundones por esa vía. Por ahora no diremos más sobre este asunto, pues volveremos sobre él al ocuparnos del estamento del clero en la próxima entrega.
Nos concentraremos ahora en la actitud de la aristocracia ante las letras, en las que, como veremos, veían no sólo un trampolín para la especialización profesional y el ascenso social, sino también una vía para aumentar o mejorar la nobleza heredada. Los nobles, en la estela de don Quijote, podían pensar que nada había mejor para ellos que las armas, que éstas estaban por encima de las letras, pero, después de éstas, nada había mejor que ellas para medrar en la vida. Y aunque don Quijote defiende la preeminencia de las armas y que su ejercicio proporciona más honra, no tiene más remedio que admitir que las letras también proporcionan honra y que enriquecen tanto o más que las armas. Así en el coloquio con el ama y su sobrina les anuncia:
“Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas”. II, 6, 592
Y en la plática con el mozo que va a la guerra vuelve sobre ello insistiendo en que las letras pueden enriquecer tanto como las armas, “por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos más honra que por las letras” (II, 24, 739), o incluso más: “Han fundado más mayorazgos las letras que las armas” (ibid.).
Pero el mismo don Quijote que enseña que las letras son un medio de enriquecimiento y de poder llevar, por tanto, una vida confortable, enseña también que sirven asimismo para engrandecer el linaje del que ya es noble:
“Las letras humanas… tan bien parecen en un caballero de capa y espada y así le adornan, honran y engrandecen como las mitras a los obispos o como las garnachas [togas] a los peritos jurisconsultos”. II, 16, 668
Que las letras contribuyen a esclarecer los linajes no es una ocurrencia de don Quijote. Se trata de una idea que formaba parte de la cosmovisión social o mentalidad de las gentes de los siglos XVI y XVII. Un documento muy pertinente sobre ese modo de pensar es el que nos ofrece Bernabé Moreno de Vargas, en la portada de su libro Discursos de la nobleza de España,{xxvi} de 1622, en la que figura un lema cuya primera parte reza así: “Las letras y las armas dan nobleza”. Es más, no sólo se pensaba que los nobles se engrandecían con el cultivo de las letras y las ciencias, sino que incluso los de linaje plebeyo podían ennoblecerse con su ejercicio. Un esclarecedor testimonio de ello nos lo suministra el monje benedictino fray Juan Benito Guardiola, coetáneo de Cervantes, en su Tratado de nobleza y de los títulos en su capítulo noveno, cuyo epígrafe es todo un compendio de su mensaje principal: “De cómo por las letras se alcanza título y prerrogativa de nobleza”{xxvii}.
El creciente interés de los nobles (y también, como veremos en el estudio del estamento llano, de los plebeyos) por las letras como vía de engrandecimiento del linaje y de promoción social obedecía también a la cambiante situación política de España en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna. La constitución de España como un Estado moderno por obra de los Reyes Católicos y sus sucesores exigió la creación de todo un aparato administrativo y judicial, que se fue ampliando para atender a sus necesidades conforme España se fue transformando en un gran Imperio. La puesta en marcha de la enorme y compleja maquinaria política, administrativa y judicial de la España imperial necesitaba, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVI, de una cantidad cada vez mayor de servidores del Estado, reclutados sobre todo entre los letrados o titulados en leyes salidos de las universidades. Por ello, no es de extrañar que, paralelamente al desarrollo del aparato estatal del Imperio español, se produjese un crecimiento de las universidades y un considerable aumento, en la segunda mitad del siglo XVI, del número de estudiantes matriculados en leyes, en detrimento del estudio de otras carreras, y entre esos estudiantes que cursaban leyes para procurarse un buen puesto como servidores de la Corona predominaban los hijos de las familias nobles, particularmente de la nobleza baja{xxviii}.
El interés de los nobles por las letras en general y en particular por las leyes para procurarse un cargo como servidor del Estado se halla bien registrado en el Quijote, donde podemos observar cómo los hijos de los hidalgos y caballeros anhelan cursar estudios universitarios. No todos los vástagos de casas nobles desean realizarlos para convertirse en funcionarios de la Corona. Un ejemplo destacado de esto es el de Grisóstomo, hijo de un hidalgo rico de un pueblo manchego, estudiante durante muchos años en la universidad de Salamanca, al cabo de los cuales regresó “con opinión de muy sabio y muy leído” (I, 12, 104). Nada se nos dice de sus preferencias profesionales o de a qué pensaba dedicar su vida, quizá porque al narrador sólo le interesa contar su desgarrada y desesperada historia de amor por Marcela; aunque sí se nos informa de que utilizaba una de las ciencias estudiadas en Salamanca, la astronomía, para mejorar la producción agrícola, aconsejando a su padre y a sus amigos qué es lo que convenía cultivar de acuerdo con sus predicciones astrológicas. Puede ser que, habiendo heredado tras la muerte de su padre mucha cantidad de hacienda y un gran caudal de dinero, no pretendiese más que dirigir su rico patrimonio, para lo cual podía serle útil el acervo de saberes adquiridos en Salamanca, dedicando lo que le sobrase de tiempo a ejercitar sus dotes artísticas para componer coplas, villancicos y autos sacramentales. En cualquier caso, aun si no le fuesen útiles para la administración y acrecentamiento de su hacienda, las letras y los conocimientos obtenidos a través de ellas siempre son para un noble una forma de dar lustre a su linaje, a lo que ya contribuye la reputación adquirida de ser muy sabio y leído.
El ejemplo paradigmático de un hijo de una familia de la nobleza inferior que busca ante todo él éxito profesional y la promoción social a través de las letras es Juan Pérez de Viedma, el hijo menor del hidalgo leonés y hermano del capitán cautivo. Como a muchos jóvenes españoles de aquel tiempo, lo que le mueve a estudiar y concluir sus estudios en la universidad de Salamanca es el anhelo de obtener un cargo, ya sea eclesiástico o civil, que le permita disfrutar de una vida confortable; de hecho, su primer pensamiento al empezar sus estudios estaba puesto en la Iglesia, según nos cuenta su hermano el cautivo: “El menor… dijo que quería seguir la Iglesia o irse a acabar sus comenzados estudios a Salamanca” (I, 39, 400). Las letras abrían la puerta tanto para hacer carrera en la Iglesia, un refugio seguro en aquel tiempo, como en la administración del Estado, pero, a la postre, a contrapelo de su aspiración primera de hacer carrera en la Iglesia, se decantó por el ingreso en la administración de la justicia, llegando a ser magistrado con destino en México. El caso de Juan Pérez de Viedma viene a ser así una buena muestra de la preferencia mayoritaria de los jóvenes de ilustre cuna, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, por cursar estudios universitarios más con el fin de buscarse un puesto como servidor de la Corona que como hombre de Iglesia.
Un caso del mayor interés es el que representa el hijo del caballero don Diego de Miranda porque sirve de ilustración de una situación típica de aquel tiempo en que los estudios universitarios relacionados con el servicio a la Corona en algún puesto de la administración del Estado se han impuesto como la mejor vía para procurarse una buena colocación, quedando relegada la vía eclesiástica a un segundo lugar. El joven don Lorenzo, también estudiante en Salamanca, es un buen exponente de los que, siendo herederos de una cuantiosa hacienda, pueden permitirse el lujo de dedicarse a unos estudios, las lenguas y literaturas clásicas, poco propicios para encontrar un medio de vida, salvo la carrera eclesiástica, lo que no está entre los planes de don Lorenzo. Su inclinación por las letras clásicas no es del agrado de su padre, quien no puede ocultar, conforme a la mentalidad reinante en el tiempo del Quijote, su contrariedad por la elección de su hijo y su preferencia por las otras letras, las de las leyes, en primer término, y, si no éstas, al menos las letras divinas, la teología: “No es posible hacerle arrostrar la [ciencia] de las leyes, que yo quisiera que estudiara, ni de la reina de todas, la teología” (II, 16, 665).
La observación de don Diego es un fiel reflejo de la percepción de las profesiones y de sus perspectivas de éxito, desde el punto de vista de un noble. Por un lago, don Diego es harto consciente de que las leyes y la teología son las carreras que ofrecen mejor porvenir profesional, pues con las leyes cabe procurarse un puesto bien remunerado como funcionario de la Corona en algún lugar del inmenso Imperio español, de lo que es ejemplo Juan Pérez de Viedma; y con la teología se puede hacer carrera en el seno de la Iglesia ordenándose como sacerdote con la mira puesta en un cargo eclesiástico que aporte rentas para vivir holgadamente, tal como una canonjía, como la que disfruta el canónigo de Toledo, o un obispado. Puesto que su hijo no tiene en cuenta todo esto en su elección de estudios, es comprensible el disgusto de su padre. Por otro lado, se puede observar cómo a los ojos de don Diego la teología cede ante el creciente empuje de las leyes en la estimación de la gente como instrumento de ascenso social, pues claramente antepone, como salida o dedicación profesional, las leyes a la teología, a pesar del estatus que reconoce a ésta de reina de las ciencias.
Como cualquier noble de su tiempo, don Diego desea que el hijo engrandezca su linaje dedicándose a las letras: “Quisiera yo que fuera corona de su linaje” (ibid.), pero unas letras tal como las leyes, que le permiten abrirse camino como servidor de la Corona, o como la teología, que le abren las puertas de la Iglesia, las dos carreras, dejando aparte la de las armas, preferidas por los nobles de entonces. A la postre, don Diego tiene que resignarse y aceptar que su hijo siga su inclinación, quien va a encontrar un aliado inesperado en don Quijote. El sedicente caballero zanja el asunto con su sentencia de que quien no tiene necesidad de estudiar para ganarse la vida (pane lucrando), porque tiene unos padres que le dejan rentas suficientes para sustentarse sin tener que trabajar, puede estudiar lo que le plazca según su inclinación.
La dedicación a los estudios por parte de los hijos de los nobles como vía para el logro de un empleo bien retribuido que permita llevar una vida holgada y de paso dé lustre al linaje es una realidad que Cervantes retrata en algunas de sus otras obras. Así en La ilustre fregona sus protagonistas masculinos, don Diego de Carriazo y don Tomás de Avendaño, son hijos de unos caballeros burgaleses ricos y principales, y de ellos el segundo es estudiante en Salamanca y el primero pide permiso a su padre para ir también a allí a estudiar, antes de marcharse a Toledo, donde se desarrollará la historia que tiene como centro a la ilustre fregona{xxix}. Y en La señora Cornelia, sus personajes principales, los mancebos don Antonio de Isunza y don Juan de Gamboa, hijos de caballeros vascongados, también son estudiantes en Salamanca y, tras un paréntesis en que abandonan sus estudios para ir a Flandes y luego a Italia, se instalan en Bolonia, donde discurrirá la trama argumental y donde piensan proseguir sus estudios{xxx}.
Conclusión
Cervantes nos proporciona, como hemos visto, una representación bastante fiel de lo que era el orden aristocrático en el seno de la sociedad estamental. No se cuestiona la existencia de ese orden ni sus privilegios estamentales. Ni él lo cuestiona ni tampoco sus personajes, ni siquiera quienes se llevaban la parte peor en este sistema, los miembros del estado llano. Éstos, lejos de poner en la piqueta los privilegios estamentales, deseaban poder participar de ellos. Los villanos enriquecidos anhelaban ennoblecerse comprando un título de nobleza para así poder disfrutar igualmente de las prerrogativas nobiliarias. Que los bienes materiales despejaban el camino para que se ennobleciese su poseedor es algo muy bien reflejado en el Quijote. Un pasaje del mayor interés al respecto es aquel en que Dorotea habla así de sus padres:
“Gente llana…, pero tan ricos que su riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos y aun de caballeros”. I, 28, 278
En ningún momento se nos dice que estos labradores ricos iniciasen los trámites de compraventa de la carta de hidalguía o de un título, algo conforme con la legalidad de la época. La práctica de la compraventa de títulos de nobleza se halla bien documentada en el Quijote en aquel pasaje en que Sancho se imagina ser señor de vasallos negros en el reino africano de Micomicón, que piensa traer a España para venderlos como esclavos y así poder comprar, con el dinero de tal modo adquirido, un título o incluso un oficio o cargo oficial (I, 29, 295-6). Con estas manifestaciones Sancho está retratando una situación real de la época, en que villanos enriquecidos en diferentes actividades económicas, principalmente aldeanos o labradores ricos, mercaderes, hombres de negocios, banqueros, fabricantes, inversores en las minas de Indias y dueños de plantaciones, compraban títulos para ennoblecerse.{xxxi}
La compraventa de títulos como procedimiento de ennoblecimiento utilizado por los miembros acaudalados del estado llano deseosos de ingresar en las filas de la nobleza no fue exclusivo de España, sino algo común en la Europa de los siglos XVI y XVII. Braudel, al hecho de que los burgueses enriquecidos hiciesen esto o casasen a sus hijas, con una buena dote, con pretendientes nobles lo llamó “la traición de la burguesía”{xxxii} y Domínguez Ortiz, en referencia a España, “el pecado común de la burguesía hispánica”{xxxiii}, pero sendas denominaciones entrañan un juicio de valor anacrónico realizado desde la perspectiva de una etapa posterior de la historia en que las gentes enriquecidas del tercer estado ya no sueñan con igualarse con los nobles integrándose en la aristocracia para compartir sus privilegios, sino con liquidar la nobleza como tal y sus privilegios y conformar una nueva sociedad fundada en la igualdad universal de derechos y ante la ley. Pero, en el tiempo del Quijote, la gente llana adinerada o que sueña con enriquecerse, como Sancho, lo que anhela es formar parte del mundo de la nobleza, compartir su modo de vida que le encandila y participar en sus privilegios, pues, como señalara Carreras Artau, la gente del pueblo llano no tiene otra idea de la igualdad que la igualdad de la participación en los privilegios de la nobleza.
El que la gente del estado llano aspire a ennoblecerse no es incompatible, sin embargo, con el planteamiento de alguna crítica a la nobleza, pero se trata de críticas no a la nobleza como tal, sino a aspectos concretos de la vida de los nobles. Así, por ejemplo, Sancho censura la excesiva dedicación de los nobles a pasatiempos como la caza cuando ello les aparta de sus actividades más importantes; y don Quijote, como ya hemos visto, reprende a los nobles cortesanos, pero esta reprensión, en caso de ser efectiva, tiene poco alcance, pues no afecta a los nobles dedicados a profesiones ajenas a la Corte; pero ni siquiera es efectiva, pues don Quijote, por un lado, admite la necesidad de la nobleza cortesana, y, por otro lado, sus reproches parten de la incomprensión de quien, anclado en la perspectiva fantástica de los libros de caballerías, no entiende la nueva función de la nobleza en la sociedad moderna del Antiguo Régimen y absurdamente enjuicia el papel de los nobles en la Corte desde la perspectiva del modo de vida de los fantásticos caballeros andantes de las novelas caballerescas.{xxxiv}
Pero más incisiva aún que las precedentes es la crítica que se trasluce en el testimonio de Cervantes, puesto en la boca de Sancho, acerca de los miembros de la nobleza, entre los que se hallaban grandes y titulados, que se desentendían de sus estados y vasallos comerciando con ellos, vendiéndolos o arrendándolos, como si fuesen una mercancía, a cambio de unas rentas suculentas, un ejemplo que Sancho confiesa querer imitar:
“Yo he oído decir que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados de los señores y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el señor se está a pierna tendida, gozando de la renta que le dan, sin curarse de otra cosa: y así haré yo, y no repararé en tanto más cuanto, sino que luego me desistiré de todo [me desentenderé de todo] y me gozaré mi renta como un duque, y allá se lo hayan [se las compongan]”. I, 50, 512
Notas
{i} La exposición canónica de la doctrina de la sociedad estamental y también la más antigua es la del obispo Adalberón de Laón, Carmen ad Rotbertum regem francorum (aprox, 1006, disponible en edición bilingüe latín-francés en el sitio www. remacle. org/ y en español en Miguel Artola, Textos fundamentales para la Historia, Alianza Editorial, 1968, reimpr.de1992, pág. 70), un poema dedicado al rey Roberto II de Francia que contiene un pasaje en el que se formula por vez primera la ordenación de la sociedad en tres estados que enumera y designa en este orden: los que oran, los que guerrean y los que laboran (nunc orant, alii pugnant, alliique laborant), pero, en realidad, salvo la denominación de bellatores para los segundos en otro pasaje, no emplea nunca las de oratores y laboratores para los primeros y los terceros, aunque éstas parecían ya obvias. En la tradición española, los expositores canónicos fueron Alfonso X el Sabio hacia mediados del siglo XIII, en Las siete partidas, P. II, Tít. 21, donde, sin abandonar la perspectiva teológica de Adalberón, pues presenta la tripartición del cuerpo social como un orden querido por Dios, modifica su ordenación colocando en primer lugar a los bellatores, aunque la designación de cada uno de los órdenes es muy similar: defensores, oradores y labradores; y, ya en la primera mitad del siglo XIV, su sobrino don Juan Manuel, quien, aunque en el Libro del caballero y del escudero, caps. 17 y 18, reconoce que, desde el punto de vista religioso o teológico, el estado de los oradores es el superior, en su obra posterior, El libro de los estados, I, cap. 92 (pág. 277 en la edición de Castalia) adopta la ordenación de su tío el Rey Sabio y coloca a los defensores en primer lugar.
{ii} Cf. op. cit., caps. 17 y 18.
{iii} El primero en mostrar que el duque Ricardo estaba inspirado en el duque de Osuna fue Juan Antonio Pellicer, en su edición anotada del Quijote de 1797-1798. Sobre esto y los indicios en la novela que le condujeron a esa acertada identificación, véase Diego Clemencín, Comentario al Quijote, en Edición IV Centenario del Quijote, precedida de un estudio crítico de Luis Astrana Marín, Alfrendo Ortells, 2005, págs. 1283-4. Sin embargo, Pellicer erró al identificar al duque de Osuna con el tercer titular de la casa ducal, don Pedro Téllez-Girón y Velasco, conocido como el Gran Duque de Osuna, que lo fue entre 1600 y 1624, un error que enmendó Francisco Rodríguez Marín al identificar correctamente al modelo histórico del duque Ricardo con el primer duque de Osuna, don Pedro Téllez-Girón y de la Cueva, y al ficticio don Fernando con don Pedro Téllez-Girón, hijo segundo de ese primer duque de Osuna. Sobre esto último y de paso las correspondencias históricas de otros personajes, como Dorotea y Cardenio, véase César Vidal, Enciclopedia del Quijote, Planeta, 1999, págs. 112-4.
{iv} Véanse Antonio Domínguez Ortiz, Las clases sociales en el Antiguo Régimen, Akal, 1ª ed. 1973, reimpr. en 2012, págs. 75-83; “Grandeza de España”, Wikipedia; Diputación de la grandeza (2007) ”La Diputación y Consejo de la Grandeza de España”, accesible en www.diputaciondelagrandeza.es; Angel Salcedo Ruiz, El estado social que refleja el Quijote, Imp. del asilo de huérfanos del S.C. de Jesús, 1905, págs.17-30; y Alonso Carrillo, Origen de la dignidad de Grande de Castilla, Imprenta real, 1657, disponible en www.books.google.es.
{v} Véase también la nota 3.
{vi} Sin embargo, por el relato del cautivo Ruy Pérez de Viedma (I, 39, 406-7) nos enteraremos de que un caballero nombrado por él como don Pedro de Aguilar es hermano de don Fernando, según éste mismo lo confirma, y, como no tiene más hermanos, no puede ser sino su hermano mayor. Más adelante aún, nos enteraremos también, por boca del propio don Fernando, de que su hermano mayor, don Pedro de Aguilar, ostenta ya el título de marqués (I, 42, 439).
{vii} Pellicer, en su citada edición del Quijote, señaló que los duques de Villahermosa eran, a la sazón, Carlos de Borja y Aragón y María Luisa de Aragón y que el castillo o palacio, residencia ordinaria de los duques y teatro de tantas aventuras acaecidas a don Quijote y Sancho, estaba en las inmediaciones de la villa de Pedrola, en la orilla occidental del Ebro. Veáse Clemencín, op, cit., pág. 1689; para más detalles históricos sobre los duques, su catillo y la villa de Barataria, véase César Vidal, op. cit., págs. 114-6; y “Qué hay de histórico en el Quijote? (IV)”, Libertad Digital, 2005.
{viii} En realidad, era la duquesa, María Luisa de Aragón, y no el duque, su marido, de origen portugués y conde de Ficalho, primo segundo suyo y con quien se había casado en 1610, la que ostentaba en exclusiva la grandeza de España, pues era ella, y no él, el verdadero titular, desde 1603, del ducado de Villahermosa, heredado de su padre Fernando de Gurrea y Aragón, quinto duque de Villahermosa, y al que era inherente el título de grande de España.
{ix} En el Antiguo Régimen un alcalde era un oficial de justicia auxiliar del corregidor.
{x} Sobre las funciones judiciales de los corregidores el propio Cervantes nos ofrece un valioso documento en la sección final de La gitanilla, donde el corregidor de Murcia, a la sazón don Fernando de Azevedo, es el que lleva el caso de Andrés Caballero-don Juan de Cárcamo, preso tras ser acusado de hurto y de homicidio de un soldado, sobrino del alcalde, delito éste último por el que le hubiera correspondido la condena a la horca. Es el corregidor el que le toma declaración y es él también el que, tras llegar a establecerse la falsedad de la acusación de hurto y que había dado muerte en legítima defensa de su honor, de acuerdo con el código de la época, al soldado, que le había acusado falsamente de ladrón y le había propinado un bofetón, cierra el caso dándole la libertad, no sin antes haber llegado a un acuerdo con el alcalde, tío del muerto, de recibir dos mil ducados, a cambio de retirar la querella y perdonar a don Juan.
{xi} Sobre todo esto, veáse la obra clásica de Jéronimo Castillo de Bovadilla, Política para corregidores y señores de vasallos, en tiempos de paz y de guerra, 1597, dos tomos, especialmente t. II, pág. 437 para la actuación de los corregidores como jueces; t. 1, pág. 671 para su tarea de vigilancia nocturna de calles y plazas; t. II, pág. 117, para sus funciones de garantizar los abastecimientos, inspección de mercados y vigilancia de precios; y t. II, pág. 498 para su deber de acudir regularmente a la cárcel e interesarse por la situación de los presos; a sus competencias militares consagra el autor los capítulos 1-3 del libro IV del tomo II. Está disponible en www.books.google.es el primer tomo de la edición de 1775 y el segundo de la de 1704 y 1775. Para el examen de la estrecha correspondencia entra la acción de Sancho como gobernador y las tareas de un corregidor, es provechoso consultar Javier Salazar Rincón, El mundo social del “Quijote”, Editorial Gredos, 1986, págs. 24-26.
{xii} Véase Domínguez Ortiz, Las clases privilegiadas en la España del Antiguo Régimen, págs. 55- 56, 69, 70.
{xiii} Cf. Bernard Vicent, “La sociedad española en la época del Quijote”, en Antonio Feros y Juan Galabert (Dirs.), España en tiempos del Quijote, Santillana Ediciones Generales, 2004, pág. 290.
{xiv} Tomamos estos datos de Gonzalo Anes, “Don Quijote y Sancho. Hidalguía y escudería en la España de 1600”, en José Alcalá-Zamora (coord.), La España y el Cervantes del primer Quijote, Real Academia de la Historia, 2005, págs. 195-216, especialmente págs. 200-1.
{xv} Cf. Salazar Rincón, op. cit., pág. 107.
{xvi} Cf. Salazar Rincón, op. cit., págs. 109-111, donde se ofrecen interesantes testimonios de la época.
{xvii} Cf. Gonzalo Anes, op. cit., pág. 201.
{xviii} Cf. Gonzalo Anes, op.cit., págs. 198-9 y 201.
{xix} Sobre el monopolio nobiliario de los mejores puestos en el Estado y su diferente reparto según se perteneciese a la alta o baja nobleza, véase Domínguez Ortiz, op. cit., págs. 89-90, 138-140, 160-1, 180.
{xx} Cf. Salazar Rincón, op. cit., pág. 97.
{xxi} Véase Domínguez Ortiz, op. cit., págs. 89 y 139.
{xxii} Novelas ejemplares, II, pág. 241.
{xxiii} Consúltese “Ducado de Osuna”, Wikipedia; y las entradas “Pedro Téllez-Girón y de la Cueva, I duque de Osuna”, “Juan Téllez-Girón y Guzmán, II duque de Osuna” y “Pedro Téllez-Girón y Velasco, III duque de Osuna” en www.fundacionmedinaceli.org.
{xxiv} Novelas ejemplares, I, pág. 84.
{xxv} Novelas ejemplares, II, pág. 152.
{xxvi} Disponible en www.cervantesvirtual.com, sin más que pinchar Enlace externo.
{xxvii} El título completo de la obra es Tratado de nobleza y de los títulos y ditados que oy día tienen los varones claros y grandes de España, cuya primera edición es de 1591. Disponible en la red en www.books.google.es la edición de 1595.
{xxviii} Sobre el crecimiento de las universidades, el aumento de los alumnos matriculados en leyes en la segunda mitad del siglo XVI y el predominio entre éstos de los vástagos de familias nobles, véase Salazar Rincón, op. cit., págs. 125-6.
{xxix} Novelas ejemplares, II, págs. 139 y 143-4.
{xxx} Op. cit., pág. 241-2.
{xxxi} Sobre la práctica de la compraventa de hidalguías y, principalmente, de señoríos y títulos por parte de tales gentes, véase Gonzalo Anes, op. cit., págs. 207-11.
{xxxii} El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, II, FCE, 1987 (1ª ed. francesa, 1949), pág. 104.
{xxxiii} Cf. Las clases privilegiadas en España, pág. 178, donde su autor sostiene que la aspiración de la burguesía en España a confundirse con la nobleza y hacer olvidar sus orígenes le costó un alto precio, el de la pérdida de su función dirigente, aun cuando más exacto sería decir que el costo fue el no haber podido llegar a desempeñar esa función, pues no podía perder lo que no había conseguido.
{xxxiv} Para más detalles sobre la crítica de la nobleza en el Quijote y su interpretación como una sátira de ésta, véase nuestro estudio “El Quijote, sátira de la monarquía y la aristocracia”, El Catoblepas, nº. 80, 2008; y el apartado titulado “Ataque a la nobleza”, en nuestro estudio “Ludovic Osterc y el Quijote como crítica de las clases dominantes”, El Catoblepas, nº. 87, 2009.