El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 186 · invierno 2019 · página 8
Artículos

Perspectivas revolucionarias en 1868

Fernando Álvarez Balbuena

Sobre las diferentes lecturas que ha suscitado la Gloriosa y el Sexenio

Isabel II

Goethe decía de las revoluciones dos cosas. Una: que cada revolución es siempre la consecuencia de los errores del régimen que la ha precedido. Y otra: que, mientras dura la etapa revolucionaria, es imposible juzgarla con acierto, porque sus inconvenientes se ven demasiado cerca y sus beneficios demasiado lejos. Es evidente que un régimen no cambia jamás en las épocas de prosperidad. La revolución es un estado morboso, y los hombres normales la aceptan cuando es inevitable, pero no la desean nunca (Marañón, G. 1932).

Estas atinadísimas palabras, referidas por el ilustre médico, historiador y escritor a la revolución que trajo la II República en 1931, son perfectamente válidas para establecer un juicio sobre nuestra revolución de 1868. Ahora podemos verla con suficiente perspectiva histórica y valorar si sus logros o sus fracasos arrojaron o no un balance positivo. Evidentemente los sucesos del 68 fueron la consecuencia de un sinnúmero de circunstancias encadenadas, así como también de muchos errores políticos, y cuando la prosperidad social que habían aportado los años de gobierno de la Unión Liberal se trocó en estrechez, hambruna e inestabilidad económica, surgió el caldo de cultivo adecuado para que estallara. Pero sus raíces son muy hondas, y aún tendremos ocasión de profundizar en ellas, ya que para que se desarrollara como lo hizo, eran necesarios condicionantes especiales que provenían de muy atrás.

Como en todos los hechos históricos, sobre todo en aquellos que son considerados clave y también aquellos otros cuyas consecuencias políticas interesan de manera especial al desarrollo de los acontecimientos posteriores, la Gloriosa Revolución de 1868 tiene diversas lecturas. Y no solo por su innegable importancia intrínseca, sino también porque a posteriori de cualquier acontecimiento, la crítica histórica extrae sus conclusiones sobre el mismo según la visión, necesariamente parcial, de cada historiador por muy objetivo que pretenda ser en su trabajo. Así pues estamos convencidos de que nadie puede prescindir al cien por cien de las ideas, o más bien de las ideologías, que se han ido formando en su mente, tanto con el estudio, como con el ambiente familiar y social en que está inmerso. La objetividad puede y debe ser rigurosa con los hechos, pero raramente lo es con su interpretación. Esto, tal como hemos considerado, si se fundamenta bien, es perfectamente lógico e incluso legítimo, pero llena muchas veces de perplejidad al lector que se aproxima a los episodios históricos con una información previa insuficiente o sesgada, o quizás destinada a crear estados permanentes de opinión, como aquella que se daba en la escuela primaria, siempre informada por elementos de un acendrado patriotismo, según el color político del ministerio de turno.

El Estado, que hace de la enseñanza de la historia un instrumento de dominación indirecta de mentes y conciencias, preconiza siempre un estudio que justifique su signo ideológico y su modo de hacer político. Esta manera de proceder conlleva una deformación muy común que produce prejuicios difíciles de erradicar porque está sesgada por la fuerza de las conveniencias políticas. En otras palabras; se trata de crear mitos, tales como el de Santiago matamoros o don Pelayo héroe y autor del inicio de la Reconquista, mediante una cacareada Batalla de Covadonga, que apenas sería una escaramuza de muy escasa importancia. Pero estas construcciones son muchas veces tan fuertes y arraigadas que tratan de ver con ojos de hoy sucesos acaecidos hace cientos de años, arrimado el ascua a una escuálida sardina política que es necesario vestir con pompa y esplendor para fomentar lo que se ha dado en llamar, equivocadamente, patriotismo.

Tal es, por ejemplo, el caso de cómo se ha enseñado durante un largo período de nuestra historia reciente, la aventura americana de España y las glorias del Imperio de Carlos V, Felipe II, e incluso los reyes posteriores, confundiendo los intereses de estos monarcas con los de España (sobre todo los de Castilla) tan lejanos a las glorias imperiales europeas y tan obligados a financiarlas con el oro que venía de América. No es nuestro propósito de hoy el extendernos en estas consideraciones, paro sí diremos que aquellos años de aleccionamiento imperial más bien confundieron que formaron la mentalidad de los escolares, imprimiéndoles la falsa idea de que las grandezas de los Austrias, eran la propia grandeza de España, y que ésta renacería otra vez por los caminos del Imperio. Pero lo cierto es que, en realidad, España se arruinó y se empequeñeció con las guerras imperiales que los reyes de la casa de Austria mantuvieron en Europa, guerras que interesaban bien poco a España, en tanto que la política imperial europea abandonó la vigilancia y el cuidado de las provincias y territorios de América, que sí que hubieran podido ser nuestra verdadera grandeza futura, como lo habían sido durante trescientos años pues, parafraseando el poema de Mío Cid, podemos decir que aquellos hombres y mujeres del continente americano, hubieran sido buenos vasallos si hubieran tenido buenos señores.

En parte por estas razones y también por otras más complejas, que obviamente no vamos a exponer aquí de forma exhaustiva, es por lo que para algunos el Sexenio Democrático que siguió al triunfo de los revolucionarios de septiembre de 1868, es el primer intento serio de democratización y de renovación de las caducas estructuras políticas de España, como dicen en su documentadísimo libro La Revolución Gloriosa (Un ensayo de regeneración nacional), Gregorio de la Fuente Monje y Rafael Serrano García:

A pesar de todo el caos que hubo y que se quiera ver en el Sexenio Democrático, lo cierto es que fue el período de mayor libertad y el ensayo de modernización política más serio de todo el siglo XIX. (2005:40)

Para otros el mismo período es el comienzo del desorden y del desgobierno más absolutos y, en vez de democrático, lo bautizan como Sexenio Revolucionario, y lo valoran como continuación del Régimen de los Generales (Pabón), pues, al fin y al cabo el propio Sexenio estuvo continuamente tutelado por algún espadón, si bien en la mentalidad de estos nuevos dirigentes político-militares primaba un cierto sentimiento de necesidad de transformación política. Pero considerando que el desarrollo político y social de aquellos seis años, lejos de ser el final feliz de una revolución y el principio de una nueva era política más plácida y más justa, fue el comienzo del caos, las opiniones están fuertemente divididas al respecto y no es fácil establecer un juicio justo de su realidad, aunque sea más sencillo establecerlo sobre su intencionalidad.

Abundando en este punto sobre la doble visión del Sexenio, transcribimos el siguiente párrafo que nos ofrece el criterio sobre el mismo de un historiador actual:

Los historiadores liberales –Carlos Seco Serrano, José María Jover, Miguel Artola– e incluso los liberal-conservadores como José Luis Comellas, consideran el Sexenio Revolucionario de 1868 a 1874 como el principio del futuro, como el comienzo, según Seco, de la “Baja Edad Contemporánea”. Perdonan tan insignes maestros pero después de estudiar a fondo el Sexenio yo no lo veo como un principio de nada sino como un final, una sentina política y social en que desemboca todo el lamentable siglo XIX. Cierto que la Gloriosa fue una revolución liberal-radical y burguesa, aunque no exclusivamente; porque entre sus elementos constitutivos figura el clásico pronunciamiento militar de los resentidos (Serrano, Prim y compañía) y el republicanismo apenas disimulado de los “demócratas de cátedra”. Eso sí, no fue una revolución proletaria, al modo de la que predicaba Carlos Marx desde el Manifiesto Comunista de 1848 y desde la creación (que en parte es suya) de la Primera Internacional en Londres, el año 1864. (En el mundo la primera revolución proletaria es la bolchevique de 1917; en España la que se adueñó de la España republicana tras el 18 de julio de 1936). Historiadores idealistas como el profesor Jover tratan de edulcorar al Sexenio con tintes utópicos e idealistas. No fue así; el Sexenio fue el caos y la Gloriosa el principio del caos. Insisto; no fue un nacimiento sino una desembocadura, donde se vertieron todos los absurdos del siglo XIX. En mi opinión la Baja Edad Contemporánea en España, el comienzo auténtico del futuro, no fue 1868 sino la Primera Restauración de 1874. Lo demás es retórica. (Cierva, R de la. 1997:646).

Este apasionado punto de vista aunque para muchos hoy en día no resultaría encuadrable en los márgenes de lo políticamente correcto, es bastante esclarecedor de lo que es una corriente de opinión no poco fundamentada y que, en cualquier caso, nos ofrece históricamente abundantes motivos de reflexión.

Sin embargo y relativamente en la línea del texto anteriormente transcrito, resulta también sumamente esclarecedor al respecto, el siguiente párrafo, tomado de las memorias de un escritor de la época, muy vinculado al movimiento carlista, aunque hombre de gran ponderación, que vivió aquellos momentos y cuyo entusiasmo por la Gloriosa y por el Sexenio es también bastante escaso:

Aquella revolución tan fecunda en saludables principios, tan noble y generosamente aceptada por la mayoría del país y torpe o codiciosamente explotada por los que no pueden, aunque quieran, enmendar sus errores o contener sus apetitos.

Pero entre los revolucionarios triunfantes había hombres inteligentes y enérgicos, como Prim, sociólogos y políticos tan honrados y competentes como Pi y Margall, Ruíz Zorrilla, Salmerón, y tan generosos y a la buena de Dios como Topete. Además, entre los que la secundaban aparecían la mayor parte de los intelectuales de aquel tiempo, y el pueblo soberano seguía siendo, a pesar de su falta de cultura y de recursos para vivir, lo mejorcito del país, cuando no se le indigestaban los derechos individuales y no le embriagaban sus constantes explotadores con un alcohol amílico al que llamaban patriotismo. (Nombela, J. 1976:775)

Lo que viene a querer decir que, como siempre, el político profesional, el que busca en el ejercicio del engaño y de la componenda la consecución de sus personales y oscuros objetivos, fue tan abundante en aquella gloriosa revolución, como sinceros los prohombres que la pusieron en marcha, los cuales, fatalmente y debido a su altruismo un tanto ingenuo, acabaron siendo fagocitados por las fuerzas ocultas que supieron aprovecharse de ellos.

Sin embargo, en lo que parece estar todo el mundo de acuerdo, es en la necesidad del cambio profundo que necesitaba la España de la segunda mitad del siglo XIX. El sistema político estaba agotado, los cambios de gobierno desde arriba (cincuenta y siete gobiernos, entre 1833 y 1868), eran la consecuencia de un principio establecido en las Cortes de Cádiz de 1812, las cuales, pese a su liberalismo y a su pretensión de establecer una Constitución que fuera la garantía de los derechos cívicos frente al poder real, habían establecido que Cortes y Corona compartirían el poder legislativo, y aunque preconizaban que las Cortes, en el ejercicio de dicho poder, tenían prioridad sobre el propio rey, en la práctica, la realidad era que dejaban la puerta abierta a un cierto margen, nada escaso, de maniobra al rey, y por lo tanto, lo que compartían era la propia soberanía nacional y en última instancia, como quiera que la sanción real era un poder poco discutible por parte de las propias Cortes, estas poco era lo que podían hacer sin la aquiescencia de la corona. Las Constituciones posteriores siguieron recogiendo este principio; algunas aún lo ampliaron y en la época que nos ocupa la autonomía del parlamento estaba muy condicionada por las prerrogativas de que gozaba la Corona.

Así Manuel Tuñón de Lara escribe:

Las Cortes, según la Constitución de 23 de mayo de 1845, compartían la soberanía con la Corona; en realidad, poco o nada eran sin ésta y sin sus colaboradores del Ejecutivo. No podían reunirse sin ser convocadas por el rey y de ellas formaba parte un senado nobiliario de nombramiento regio. Para tener mayores seguridades se elevaron, como hemos dicho, los tipos de renta exigibles para ser elector. (1972:61).

Esta prerrogativa regia, hacedora de gobiernos y parlamentos, propiciaban mayorías dóciles y sumamente manejables, además, las Cortes solo se reunían durante escasos meses del año para decidir sobre cuestiones que, en realidad, estaban de antemano decididas pues el parlamento intervenía más bien poco en la política y poco también en las tareas que le eran propias. Las más de las veces se legislaba por decreto y luego venía la sanción regia de cuanto hacía el gobierno, y aún para asuntos presupuestarios se apelaba frecuentemente a la autorización previa (Fdz. de Córdova, F. 1965:248, vol.II).

Esta manera arbitraria de gobernar, evidentemente, se había producido y reproducido en exceso y ello parece causa y motivo suficiente para la justificación social de aquella revolución desde un plano teórico. Parece, pues, a todas luces que era imprescindible modernizar y dar nuevas energías a una España apática y ruinosa, alejada de Europa y con unos vicios estructurales que, con o sin revolución, era necesario desterrar, porque la realidad es que las verdaderas revoluciones las trae, más que la voluntad de los hombres, el curso de los acontecimientos (Pi y Margall, F. 1891: 11-II).

En el ánimo, si no en el programa, de todos los partidos revolucionarios, unionistas, demócratas y progresistas, estaban la instauración de un régimen con mayor representatividad parlamentaria, la formulación constitucional de una monarquía más democrática, sin los excesivos poderes de la existente y también, y muy importante, una serie de reformas sociales, sobre todo preconizadas por parte del ala izquierda de los demócratas, que suponía un reconocimiento de derechos laborales, políticos y económicos a las clases más desfavorecidas. Estos derechos ya existían y estaban reconocidos y consagrados en las constituciones de los países de nuestro entorno y que, dicho sea de paso, no se habían logrado imponer sin una fuerte lucha por parte de la burguesía y de las clases populares contra los privilegios de la nobleza y de las propias monarquías. Por otra parte, amén de dicha necesidad objetiva de cambio, situándonos en el terreno de la verdad histórica, hemos de reconocer que la conducta moral de la reina, denostada por numerosos autores que la culparon e hicieron responsable de la revolución, tuvo poco que ver en el sentir del pueblo para que apoyara o no dicha revolución pues éste, como reiteradamente se puede comprobar, fue mas espectador que autor en los sucesos de 1868 y jamás se emocionó demasiado con los desórdenes de la vida privada de su soberana (Luz, P de.1943:227) y cómo ha escrito Mauricio Legendre en su apasionante Portrait de l´Espagne:

“Con la anarquía natural de España va la tolerancia natural de este país […] La tolerancia española reposa, en efecto, sobre una seria experiencia psicológica; no implica complacencia solapada en el error, ni desprecio por aquel que está en el error, sino sencillamente la convicción muy española de que no hay medio práctico de modificar las ideas y las opiniones del individuo, que son exclusiva incumbencia de su real gana (1930:91)

Los cinco años de gobierno de la Unión Liberal, habían sido, sin duda, años de progreso, de tolerancia, de orden, de prestigio militar y también de fundadas esperanzas de que España pudiera volver a ocupar un puesto destacado entre las naciones europeas de primer orden (Echegaray, J. 1917:379, vol. I), Pero los sistemas en los que los partidos políticos son protagonistas de la dirección del Estado, necesitan como condición sine qua non que estos tengan la posibilidad real de ser poder y hacer pasar a sus adversarios a la oposición. Es evidente que no existe una voluntad nacional condicionada por una única opinión y que la propia dinámica social necesita del cambio político. De este cambio la sociedad sale siempre fortalecida pues es la ocasión de corregir errores y de establecer nuevas perspectivas que, si a su vez son erróneas, pueden volver a corregirse en sucesivas elecciones cuyos parlamentarios elegidos establecerán nuevas disposiciones legales. Pero esto que hoy es la esencia y la razón de ser del sistema liberal democrático, no sucedió como hubiera sido necesario durante el reinado de Isabel II y así la falta de alternancia de los progresistas con los moderados, que eran los dos partidos mayoritarios y de mayor rivalidad, frustró toda esperanza de cambio político serio ya que la reina, mal aconsejada por la camarilla que la rodeaba, usó de su regia prerrogativa equivocadamente y alejó por sistema a los progresistas del poder.

Este equivocado proceder de la corona, creó un mal ambiente entre lo que se consideraba la avanzadilla liberal y frustró las aspiraciones de Prim y las de sus partidarios. Así la reina no consiguió con su miope actitud otra cosa que enajenarse la voluntad de los progresistas, los cuales, de haber sido las cosas de otra manera, a la muerte de Narváez y de O´Donnell, muy bien hubieran podido ser el sostén del trono, tal como durante tanto tiempo lo habían sido estos dos generales y sus partidos, el moderado y el liberal. La lucha política se hubiera limitado, como en Inglaterra, a la sana y recomendable alternancia de unos y otros en el poder, sin que la monarquía isabelina llegara a desgastarse ni a ponerse en cuestión, como no lo fue la victoriana.

Otrora Prim, con ocasión de la revolución de 1854, con tanta sinceridad como lleno de espíritu dinástico y patriótico, se había manifestado el día 30 de noviembre, en un discurso en las cortes, en los siguientes términos:

“Yo soy lo que he sido siempre: monárquico constitucional, que quiero a la reina doña Isabel como la he querido siempre y como la he defendido en el campo de batalla y en la tribuna. En el campo de batalla me encontrarán, por desdicha suya, los que quieran atacarla; y, si fuera posible que vencieran, no sería yo ciertamente quien les pidiera tregua, gracia ni cuartel. Tomad acta de estas palabras por si llega el día en que se rompa el fuego entre nosotros” (La Fuente, M. 1890, vol. XXXIII, pag.202)

Pero los progresistas, con el propio general Prim al frente, que acabaron por hacerse antidinásticos, tomaron dicha actitud porque se vieron rechazados por la reina. Si esta les hubiera llamado al poder, al menos alguna vez, como sin duda hubiera podido hacerlo espontáneamente, estos hubieran llenado de flores y de lealtades apasionadas el camino de la soberana. En suma: los progresistas eran monárquicos sinceros, aunque habían sido bien castigados por la monarquía (Echegaray, J. 1917:31-32, vol.III), pero, no obstante, había un grave inconveniente para que hubiesen alcanzado el favor de Palacio y para constituir una alternativa a moderados y liberales unionistas. Las cosas se sucedieron de la manera que se sucedieron, no solamente por virtud de los errores y ligerezas de la reina, sino también por una causa más plausible, aunque subjetiva: el temor; un temor, seguramente infundado, que la reina había llegado a alimentar probablemente tanto por sí misma como por los malos e interesados consejos de la camarilla de cortesanos que la rodeaba. Era el temor a que los progresistas provocasen unos cambios drásticos en la administración y en las estructuras del Estado, pero que ninguna de las personas del entorno real se cuidó de disipar del ánimo de Isabel II. Ésta bien sabía quién era y qué representaba el general Prim y los deseos fundamentados que el conde de Reus tenía de verse Presidente del Consejo de Ministros. Hubiese estado en la lógica de los aconteceres políticos que Prim sucediera a O´Donnell y relegase para siempre en una bien merecida jubilación al Espadón de Loja, ya viejo para los menesteres de gobierno. El prestigio militar de Prim eclipsaba ampliamente a los de Serrano, O´Donnell y Narváez. Su hermoso trabajo en Méjico, como la propia reina lo calificó, antes de que los maledicentes y el propio O´Donnell, tuvieran tiempo de desacreditar a Prim ante ella, (Luz. P de, 1943:223) demostró que el conde de Reus igualmente sabía negociar que combatir y que no solo era un militar valiente, sino también un auténtico hombre de estado. A mayor abundamiento, no era un radical ni un extremista porque, aún siendo masón, lo era por la moda e imperativo de los tiempos, ya que multitud de oficiales de Ejército pertenecían a las logias. Pero Prim estaba lejos de ser un anticlerical ni, menos aún, un persecutor del catolicismo español, y aún siendo contrario al moderantismo y a lo que tal régimen significaba, era profunda, sincera y convencidamente monárquico.

Pero, no obstante, Prim tenía en su contra algunos graves inconvenientes. De un lado al propio general O´Donnell, que se agarraba como una lapa al poder. En igual situación estaba Narváez que se sentía y creía indispensable todavía para tener a España metida en un puño y para controlar cualquier intento de revolución y, desde luego, el peor de todos los enemigos del conde de Reus era la camarilla regia. Este grupo de presión estaba más cercano de lo que se cree comúnmente al integrismo absolutista, el cual, a su vez, es pariente próximo del ideario carlista (con el que el nefasto Francisco de Asís no dejó nunca de coquetear). A éstos que Galdós llamó en uno de sus Episodios Nacionales Duendes de la Camarilla, les asustaban profundamente las ideas de Prim; el progresismo les traía inquietudes crematísticas y de status, creían que las ideas de progreso, de renovación, de sufragio universal, de estado laico, de libertad de cátedra y de conciencia, iban a terminar con el latifundismo y con las rentas pingues que les permitian eterna holganza. Creían igualmente que la sumisión del campesino –que es casi aún un siervo de la gleba, al menos moralmente- se iba a terminar con el advenimiento del partido progresista al poder y contaban con que dicho partido iba a cortar las alas a la iglesia y, evidentemente, para ellos una iglesia debilitada va a contribuir a la supresión de sus privilegios estamentales porque la fe en lo sobrenatural comporta, según su credo peculiar, la santa resignación de los desheredados y la conformidad de estos con la dominación señorial. Tomaban al pié de la letra las palabras de Cristo que dicen: “Mi reino no es de este mundo” y, en virtud de ellas, consideraban que la justicia habrá de ser impartida por Dios en el otro porque en este valle de lágrimas ya sabemos que es un imposible metafísico.

Esta ideología, aunque parezca increíble en los tiempos actuales, estuvo vigente entre la aristocracia y la alta burguesía de la sociedad española desde épocas medievales y durante tan largo tiempo que incluso alcanzó una época bastante cercana a nosotros como fue el primer tercio del siglo XX y tuvo una influencia enorme y nefasta tanto en el desarrollo de nuestra política, como en el atraso de nuestra economía y constituyó, mucho más de lo que se piensa, el fermento, hábilmente manejado por los políticos, de motines, rebeliones y guerras civiles. El propio José María Orense, cuyas ideas iconoclastas son sobradamente conocidas, clamaba por la desaparición, con la llegada de la república federal, de la presión clerical en las altas esferas del poder (1870:30) como la verdadera regeneración de España.

Por otra parte, la propia reina Isabel, quien pese a haber prometido de manera un tanto evanescente a Prim el llamarle al poder en un futuro, no ha olvidado los tristes días de 1854-55 y teme encontrar en el Conde de Reus a otro Espartero, más que por la propia figura del general y de sus convicciones políticas, teme la reina que se vea sobrepasado por sus partidarios; no está segura de que estos no le vayan a obligar a efectuar los cambios que brumosamente se presienten en el horizonte político y que ya en los países de nuestro entorno habían tomado carta de naturaleza, asentándose en sus estructuras políticas. Prim, por su parte, se consideraba jefe – y de hecho lo era - del partido progresista y tras la retirada definitiva de Espartero de la política era su sucesor natural. Ello hacía que, dados los derroteros que seguía la política, esperara ser pronto llamado al poder. Sin embargo las cosas no estaban tan claras; Olózaga y sus partidarios consideraban vital para el partido progresista seguir con su retraimiento y desde Palacio no acababa de llegar el anhelado encargo de formar gobierno (Diego, E. de, 2003:264). Ante estos obstáculos la única salida del general Prim es la clásica del siglo, es decir, la conspiración desde la marginalidad política, actitudes que, como bien sabemos por la marcha de los acontecimientos del siglo, llevan irremisiblemente al pronunciamiento militar. Así lo proclama claramente en 1865 en el circo de Price donde abogó por la insurrección militar para salvar al país; es decir, en realidad y con más sinceras palabras, para lograr el poder, visto que por los medios legales no había manera de conseguirlo.

Así, ya convencido de la inutilidad de la espera y agotada su paciencia, renuncia a su tradicional y probada fidelidad a la reina y se decide a dar el paso definitivo sublevándose en Villarejo del Salvanés el 3 de enero de 1866. Fracasada esta sublevación se convierte en un proscrito que consigue huir a Portugal y luego a Inglaterra, desde donde sigue manejando los hilos de la revolución que, por fin, habrá de realizarse dos años después. Pero no olvidemos que el movimiento revolucionario iniciado entonces y culminado en 1868, no tiene ningún afán moralizador, pese a los entusiasmos suscitados entre los historiadores de izquierda. La realidad es más prosaica que las hermosas palabras y los bellos ideales. Prim ansía recuperar el poder que perdieron los progresistas en 1856 y no solo por el prestigio del partido, sino por su propio interés y satisfacción personal. Un interés que no es ilegítimo, todo lo contrario, él se sabe muy capaz de cambiar las estructuras que causan el atraso de España y su ambición política es puramente vocacional porque, al fin y al cabo, tanto entonces, como ahora mismo, solamente desde el poder se pueden realizar los objetivos que son inaccesibles desde fuera del Gobierno (Requeijo, J.1999:16). Prim, por otra parte, estaba completamente convencido que él era el hombre necesario a España en aquellos momentos para enderezar el rumbo errático de la política nacional y solía decir de sí mismo:

Soy hombre de Gobierno y de buen Gobierno (…) y digo esto para desvanecer la idea vertida por algunos de que yo no sirvo más que para asaltar una brecha o una muralla. (Brey Mariño, M. 1968:35)

Poco a poco el movimiento que él lidera se va engrosando con todos los descontentos. Todo general perjudicado por una promoción o un cambio de destino se une a él y finalmente este movimiento, en principio de izquierda, o más propiamente de centro izquierda, se convertirá en un movimiento universal en el que al cabo de poco tiempo la izquierda no será en el sino una escasa minoría.

A todo ello se unió el desacierto del nombramiento de González Bravo como presidente del Consejo de Ministros, combinación que ya había sido pactada con él por Narváez en sus últimos tiempos, pues ambos habían convenido que fuera su sucesor, pero aunque se había identificado con él, en vez de seguir una política basada en la prudencia se embarcó en la de las aventuras y manifestó en la sesión de su investidura en las Cortes que su política sería de resistencia, (como Narváez) y queriendo hacer ver que un paisano podía ejercer en España la dictadura militar como habían hecho sus antecesores O´Donnell y Narváez, cosa que ni Bravo Murillo ni El Conde de San Luis habían podido lograr (La Fuente, M. 1890:312, Vol.XXIII)

El 19 de mayo se terminaron las sesiones de Cortes y su presidente, el conde de San Luis, se retiró triste y descorazonado a la vida privada a escribir un folleto, calificado oportunamente de oración fúnebre, y lo era, no solamente de la parte intransigente del partido moderado que tenía más afinidad con el absolutismo, sino de todo el partido. ¡Con qué gráfica amargura decía el conde: el falseamiento completo del régimen constitucional, al que todos debemos nuestro ser político, ha traído a España al peligroso trance en que hoy se encuentra. No gobernaba ya en España un partido, sino una fracción obcecada, una bandería apasionada, de la que se apresuraban a separarse las eminencias más moderadas, como si temieran su contacto, produciendo alrededor del gobierno el vacío más grande en que ninguno se ha visto. Nadie podía ya dudar un momento de las consecuencias que había de producir tanta insensatez, tan escaso tacto político. No podía hacer más la reina a favor de la revolución, ni podía haberse formado un gabinete que más la precipitara (La Fuente, M. 1890:312: Vol. XXIII)

En otras palabras, el 68 no será uno más de los incontables pronunciamientos del siglo XIX, como algunos autores lo han querido ver. En rigor es un movimiento que engloba a más militares comprometidos que otras veces y que además goza de una aceptación no escasa por parte del elemento civil.

En el 68 el ambiente estaba cargado de obsesión revolucionaria. Todo el mundo decía que se iba a armar la gorda. Prim estaba en boca de todos como el espíritu fuerte, como la columna firme sobre la que pivotaba la revolución. Se hablaba en los centros de enseñanza, en la Revista de Obras Públicas, en el Ateneo, etc. No se respiraban más que vientos de revolución; los más reaccionarios, hasta muchos amigos del Gobierno, la consideraban como inevitable y algunos decían: ¿Quién sabe? Puede ser que traiga algo bueno (Echegaray, J. 1917:305. Vol. II)

Ciertamente el 68 empieza con inquietudes generalizadas que el mes de septiembre culminaran en un levantamiento militar, solo que esta vez, por las especiales circunstancias que propicia el agotamiento del sistema, este levantamiento acabará por costar el trono a Isabel II.

Pero el trono no se pierde solamente por la actitud personal de la reina; se pierde también porque está mal aconsejada en el momento supremo de tomar la decisión de exiliarse. Todo hay que decirlo, y a todos cabe achacar el tanto de culpa y no es el menor de ellos la indecisión y el apocamiento de su propio Presidente del Consejo, el Marqués de la Habana, a quien González Bravo había elevado a la categoría de Capitán General. Éste, optimista en un principio, a poco de suceder los acontecimientos adversos, no se atreve a hacerla venir de San Sebastián a Madrid, para que apoyándose en el pueblo, que siempre le fue incondicionalmente fiel, y sirviéndose de algunos regimientos aún leales, que los hay, o cuando menos indecisos, que también los hay, se pudiera iniciar la contrarrevolución e incluso se lograra desbaratar el triunfo de los rebeldes en Alcolea, victoria ésta mucho menos definitiva en sí misma de lo que se ha magnificado por parte de ciertos historiadores que han escrito sobre ella.

Una parte importante de la historiografía progresista nos ha transmitido esta batalla como el gran triunfo de la libertad; así pues son muchos quienes omiten hablar de las conversaciones previas a la batalla habidas entre Serrano y Novaliches, las cuales no fructificaron en un acuerdo claro que hubiera ahorrado vidas, porque ninguno de los dos, especialmente Novaliches, estaban dispuestos a aparecer como traidores a los partidos a los que representaban. Así hubo de celebrarse la batalla, que estaba perdida de antemano por el ejército gubernamental, para justificar, más que otra cosa, la resistencia que un general leal oponía al destronamiento de su reina. Y como dice un descendiente del general Serrano, el también general Carlos Martínez Campos:

El combate de Alcolea se produjo sin que hubiera guerra. Fue como un trueno sin tormenta o como un chispazo sin corriente (1962:212)

Es, ciertamente, más que probable que con su sola presencia, la reina hubiera desbaratado la adhesión a la revolución de los militares oportunistas. Estos, que no eran tampoco un prodigio de virtudes castrenses, calculadamente, se subieron al carro de Prim, buscando, como siempre, más su medro político personal que la cacareada honra de España. Como ya hemos apuntado antes, así lo pensaba también, en un principio, el luego indeciso don José Gutiérrez de la Concha, marqués de la Habana. Para éste, mientras Prim a bordo de la Zaragoza, va haciendo la propaganda revolucionaria y sublevando toda la costa levantina, la situación militar aún no tiene nada de desesperada. Piensa Cocha - y no está en absoluto descaminado su pensamiento - que bastaría con que la reina regresara a Madrid, revistarse la guarnición y se mostrara a las multitudes, para que la capital se convirtiera en un baluarte inexpugnable. Así se lo telegrafía a la reina, aunque le hace la salvedad de que vuelva sin Marfori el cual “podría ser mal acogido por la población” (Luz, P. de, 1943:232). Pero la reina no acepta la imposición de desprenderse del favorito, aunque éste, hombre inteligente, se ofrece a desaparecer. Probablemente esta apreciación de la impopularidad del favorito es el mayor error político del Presidente del Consejo. Al Marqués de la Habana le preocupan más las opiniones de los personajes y personajillos de su propio entorno y está más atento a ellas, que al sentir del pueblo cuya fidelidad a la reina era más segura que la fidelidad de los militares a uno u otro bando.

En estos trámites e indecisiones se pasa un día entero, y un día en estas circunstancias es muchísimo tiempo. Pero la reina confía, a pesar de todo, en el entusiasmo y fidelidad que siempre le ha demostrado su pueblo, especialmente el de Madrid y cuando, al fin, ya está decidida a salir para Madrid sin la compañía de su intendente general, y se le telegrafía tal decisión al Marqués de la Habana, he aquí que de nuevo, contradictoriamente, otro telegrama venido de parte de éste participa a la reina que la vía está cortada en algunos puntos y que es peligroso el retorno. Es en este momento en el que Isabel desiste completamente de recuperar el trono y ya cansada de indecisiones, dimes y diretes, lo da todo por perdido…

Por otra parte, está también cansada y desilusionada de una lucha política que la ha tomado a ella como objetivo y, prefiriendo el segundo consejo, que contradice los primeros optimismos de Concha, desoye a cuantos desean animarla a la resistencia. Tal es el caso de uno de los generales que acompañan a la corte en San Sebastián, quién dirigiéndose a ella, cuando estaba a punto de tomar el tren para pasar la frontera, le dice con la solemnidad del momento y con la grandilocuencia propia de le época:

“Déme Vuestra. Majestad el mando de algunos regimientos leales, recapacite y vuelva de sus pasos que yo le brindaré la corona de la gloria y los laureles de la victoria”. Pero Isabel II cuyas lágrimas y suspiros, así como los frecuentes desmayos que suele padecer, son perfectamente compatibles con un excelente apetito y con un humor sarcástico, heredado de un padre al que apenas conoció, le contesta: “La gloria para quien la quiera y los laureles están mejor para la pepitoria, que yo me voy a Francia” (Aguado, D. 1968:21)

Y así, de esta manera, entre trágica y cómica, en vez de tomar el camino de Madrid, se sube al otro tren transfronterizo que ha de llevarla a un largo exilio, aunque en su más íntimo sentir pensaba que el pueblo pronto la llamaría otra vez al trono. Con ella pasaron a Francia personajes de variada índole, empezando por su nefasto marido, Francisco de Asís, que tantos disgustos le proporcionaría aún durante su destierro, para sumar a los muchos que le dio durante su reinado.

Su firme creencia de que el pueblo español iba a tomar pronto partido por su vuelta a la patria, se desprende del manifiesto que, recién llegada a Pau, dirige a los españoles y del cual entresacamos los siguientes párrafos que expresan bien a las claras que la reina consideraba su exilio como una especie de nube pasajera, tras la cual volvería a reinar:

“Al poner mi planta en tierra extranjera, vueltos siempre el corazón y los ojos a la que es mi patria y la patria de mis hijos, me apresuro a formular la protesta explícita y solemne, ante Dios y ante los hombres, de que la fuerza mayor a que obedezco saliendo de mi reino, en nada perjudica, atenúa ni compromete la integridad de mis derechos, ni podrán afectarla en modo alguno los actos del Gobierno revolucionario (…) Si creéis que la corona de España, llevada por una reina que ha tenido la fortuna de unir su nombre a la regeneración política y social del Estado, es el símbolo de aquellos principios tutelares, permaneced fieles, como lo espero, a vuestros juramentos y creencias, dejad pasar, como una calamidad el vértigo revolucionario en que hoy se agitan la ingratitud, la falsía y la ambición, y vivid seguros de que procuraré mantener incólume, aún en la desgracia, este símbolo, fuera del cual no hay para España ni recuerdo que la halague, ni una esperanza que la alivie (…) La monarquía de quince siglos de luchas, de victorias, de patriotismo y de grandeza, no ha de perderse en quince días de perjurios, de sobornos y traiciones. Tengamos fe en lo porvenir: la gloria del pueblo español siempre fue la de sus reyes; las desdichas de los reyes siempre se reflejaron en el pueblo. La recta y patriótica aspiración de mantener el derecho, la legitimidad y el honor; vuestro espíritu y vuestros esfuerzos se encontrarán siempre con la decisión enérgica y el amor maternal de vuestra reina ISABEL” (Rodríguez Alonso, M. 1998:179-180)

Pero esta ilusión tan ardientemente y con tanta fe expresada, no se cumplió. Se fue la reina de España al exilio para no volver jamás como soberana, pues aunque pudo volver años después, gracias a la restauración canovista, lo hizo por gracia especial del Gobierno y como Reina Madre que había abdicado de sus derechos. Cánovas, que veía más lejos de lo que la mayoría, no quería poner en riesgo su proceso de Restauración y estabilidad política por nada ni por nadie, y así tardó mucho tiempo en permitir que Isabel II volviese a España, aunque solo fuera de visita, pensando previsoramente que su presencia en Madrid pudiera suscitar pasados entusiasmos. Solamente cuando los ánimos se serenaron y el turno pacífico consolidó la nueva situación política, transigió con los deseos de Isabel de venir a España, pero siempre de forma provisional y pasajera, pues su residencia oficial, hasta su muerte, fue el Palacio de Castilla en París.

Al exilio marchó, pues, para siempre, acompañada de un séquito variopinto ya que con ella pasan la frontera, además de su antedicho marido, el intendente general y amante Carlos Marfori, una nómina no escasa de cortesanos que prefieren, en aquel tiempo de tribulación para ellos, poner tierra por medio hasta ver qué pasaba. La acompañan también al exilio dos figuras de inmensa influencia en su ánimo de reina cristiana, aunque de muy escaso crédito en su conducta como mujer: el Padre Antonio María Claret (santificado luego por el Papa), y, aunque no en el mismo momento, también sor María Rafaela Patrocinio Quiroga, la monja de las llagas, probablemente las dos únicas personas de moral intachable en aquella corte que, desde un punto de vista ético, es un infierno de depravación y de corrupciones. (Cierva, R. de la, 1997:621). Sin embargo estos dos personajes, cuya fidelidad a la reina ha sido incesante, pese a los constantes devaneos en que ésta ha vivido continuamente, han concitado la unánime animadversión de los progresistas, y no solo de estos, sino de muchos otros miembros de la corte y de la política, también cercanos a la reina y que utilizan el poder real con su influencia para el logro de sus propios intereses. El porqué de esta enemiga generalizada es bastante claro; se debe, indudablemente, al gran ascendiente que sus consejos ejercen sobre las decisiones políticas de la soberana, ya que no sobre las morales.

Sin embargo, si la siguen al destierro, lo hacen más por amor a la reina que por miedo a las represalias de los revolucionarios, las cuales, por otra parte, no parece dudoso que se producirían habida cuenta del ambiente que contra ambos se había desatado hacía ya mucho tiempo. Es ciertamente indudable que las envidias de quienes aspiraban a ser más influyentes que ellos y a obtener prebendas de dicha influencia, miraban con inquina a los dos eclesiásticos, pero también es obligado decir que ellos, con sus consejos y su actitud, jamás buscaron el medro personal. Buscaron, eso sí, el mantenimiento de las prebendas y privilegios de la Iglesia y el brillo de la religión y del culto, pero esta actitud, lejos de ser censurable, se debía a la buena fe de ambos personajes y a la absoluta creencia de realizar con su conducta una labor santa y meritoria a los ojos de Dios. Otra cosa distinta es el concepto que tal manera sincerísima de pensar y de actuar mereciera a envidiosos, descreídos o, simplemente, a las personas que se jactaban de poseer ideas avanzadas, como lo eran los progresistas, y los propios discípulos de Sanz del Río que, aún reclamándose de católicos, preconizaban la libertad de pensamiento y, por lo mismo, de cátedra, lo que les costó la expulsión de la universidad por el inicuo decreto de Orovio.

Estos intelectuales y muchísimos otros militantes de los partidos demócrata, progresista y liberal, con igual buena fe, veían que el progreso de España no se realizaría mediante a la tradicional alianza del Trono y el Altar, tendente siempre a establecer gobiernos de corte teocrático, sino que el progreso habría de venir de la mano de la separación de la Iglesia y el Estado; es decir, del laicismo y de la libertad de pensamiento, sin ataduras trascendentes que hicieran poner en tela de juicio la adopción de medidas que, como las desamortizaciones de bienes eclesiásticos, fueron consideradas por el integrismo católico como un ataque frontal, no ya a la Iglesia, sino al mismísimo Dios.

Era esta una vieja polémica ya latente en el siglo XVIII pues procedía de la Ilustración y que, por los conocidos avatares de la historia, no se llevó a cabo hasta más de un siglo después y, desde luego, de muy distinta manera a como los progresistas y los krausistas la hubieran deseado, sino que como siempre, o casi siempre, sucede en España, se llevó a cabo en ambientes de crispación y aún de sangre cuyo estudio excedería los límites de este estudio.

Es lo cierto que con la marcha de Isabel II se cerraba un capítulo de nuestra Historia. Los esquemas sociopolíticos hasta entonces vigentes iban a sufrir un arrumbamiento que se esperaba como definitivo en pro de los nuevos conceptos de la política, regidos por la idea, siempre intensamente repetida por los revolucionarios, del concepto de Libertad. Otra cosa distinta es la aplicación práctica que tuvo el concepto a lo largo de los seis años que habrían de seguir al cambio de régimen, cuyos desafortunados avatares hicieron fracasar las más ilusionadas esperanzas.

Galdós, excelente cronista de los acontecimientos del reinado de Isabel, en el tomo de sus Episodios Nacionales La de los tristes destinos, hace, las siguientes atinadas reflexiones a propósito de aquel momento en que la reina se encaminaba al destierro:

“Aún sentía en su cabeza la corona, por costumbre de aquel peso ideal, y engañada todavía de los espejismos puestos ante sus ojos por la superstición, vislumbraba socorros enviados a última hora por la Providencia. Y si la Reina, dentro de su improvisado palacio, esperaba el milagro, fuera del edificio y frente a él la embobada multitud, montando a pié firme la incansable guardia de la curiosidad, leía en las puertas y ventanas de una fonda la última página de un reinado. El buen pueblo de San Sebastián y la colonia de forasteros castellanos no sentían inquina contra la Reina, pero sí un fuerte anhelo de la novedad histórica, de ver cómo se deshacía una época y cómo corrían a encasillarse en la actualidad los tiempos que algunos días antes parecían lejanos” (1943:360)

Se fue pues la reina, cargada de todas sus responsabilidades y con la amargura que la situación le causaba y con su marcha inevitable quedó libre del último obstáculo el camino de los pronunciados hacia Madrid y, por fin, el general Prim y el partido progresista verán el poder al alcance de su mano, a pesar de las reticencias de Topete (y de los demás generales de la Unión Liberal) que, a la hora de pronunciarse en Cádiz, le hace saber que solo considera a Serrano como autoridad suprema de la revolución y a Montpensier y Luisa Fernanda como dignos inquilinos del Palacio de Oriente.

Prim, más inteligente y mejor político, considera que no es el momento de hacer declaraciones comprometidas y, con gran tacto, como siempre, le sigue la corriente aunque está bien seguro de que es él quien tiene en su mano todas las claves de la revolución y que una vez asentado en Madrid, triunfante el pronunciamiento, el poder será suyo y se hará aquello que él decida. Al fin y al cabo, como tantas veces repetimos, él veía mucho más lejos que todos los demás juntos, y su ambición personal no era mezquina como lo era la de casi todos los otros, sino que su último horizonte, su meta política, se cifraba en conseguir la regeneración de España, la modernización de sus estructuras y formar un gobierno estable que, desde bases sólidas, consiguiese transformar al país en una democracia parlamentaria con una Corona que fuera verdaderamente un poder moderador, arbitral y máximo símbolo de la soberanía nacional, pero, eso sí, recortando la prerrogativa regia de hacer y deshacer cortes y gobiernos, aunque conservando cuanto de estabilidad política y de paz social se incardinaba en el sistema monárquico, frente a la aventura poco prometedora que significaba un estado republicano y a la que Prim se negó siempre en redondo. Los hechos, por desgracia, dieron la razón al criterio de Prim quien, una vez desaparecido, no pudo ver como se derrumbaba inexorablemente aquello que con tanta pasión y fe había tratado de edificar y que fue sustituido por una república insensata y carente de cuantos apoyos hubiera necesitado un cambio de régimen tan radical.

De todos modos, justo es decir que Prim, en dos ocasiones clave para sus aspiraciones, y a las que anteriormente hemos aludido, vio el poder al alcance de su mano y en ambas se frustraron sus esperanzas. Una de ellas es al regreso de la guerra de África; allí, con su valor temerario, ha ganado honores y popularidad imperecederos y llega de vuelta a España aureolado por la fama de héroe. La reina le recibe obsequiosa y tras hacerle Marqués de los Castillejos y Grande de España, llega hasta el terreno del halago personal y amadrina a su hija que hace bautizar en la propia capilla de Palacio.

Otra es al regreso de Méjico. En esta difícil misión, cargada de peligros políticos para España, Prim, como siempre, ha sabido ver más lejos que la mayoría de los personajes políticos de la época y hábilmente, sin hacer grandes gestos ni extemporáneas manifestaciones, tomó la decisión por su cuenta y sin consultar a su teórico superior, el general Serrano, Capitán General de Cuba, de retirar las tropas españolas de aquella aventura inspirada en el ilusorio proyecto napoleónico de instaurar un imperio en Méjico. El participar comprometiéndose en lo que el tiempo se encargó de demostrar que era un despropósito, hubiera podido traer a España graves consecuencias. La reina, haciendo esta vez, sin embargo, caso omiso de malos consejos y peores influencias que trataban de descalificar a Prim, elogió la gestión del general, tal como hemos relatado líneas arriba.

Tras tantas y tan fundadas esperanzas sobreviene la decepción y esta es tanto mayor cuanto las esperanzas habían sido más firmes. Así el 29 de agosto de 1863, Prim visita a la reina en La Granja. La entrevista dura más de dos horas y durante ellas pasaron cumplida revista a las turbulencias políticas en que se debatía España, las cuales propiciaban las estériles luchas partidistas, auténticas guerras intestinas que aún se ven agravadas por el aumento de las tensiones electorales. La situación era especialmente virulenta aquel año a causa de un decreto del gobierno que, en síntesis, tenía por único objeto dificultar la elección de diputados progresistas. Sin embargo, en esta audiencia real, Prim reiteró a la soberana la absoluta lealtad del partido progresista siempre, claro está, que se retirara la orden circular del Ministerio de la Gobernación que les era adversa y se formara un nuevo Ministerio. La reina le dio largas pero Prim, inasequible al desaliento, volvió a Palacio el primero de septiembre y llevó a la reina nuevas propuestas para solucionar la crisis. Fue entonces cuando la reina le ofreció, para un futuro no lejano, llamarle a la Presidencia del Gobierno. Volvió aún Prim a La Granja, una vez más, el día seis del mismo mes y mantuvo con Isabel II una larga conversación (más de tres horas), consecuencia de la cual y de las anteriores es la recomendación de Prim a su partido de que, aún siguiendo con su línea política, “no se apartara de de la legalidad constituida, ni amenguara su amor al orden ni a la dinastía” (Anguera. P.2003)

Los sucesos de la fatídica Noche de San Daniel (10 de abril de 1864), van a colocar a Prim en una actitud firme y sumamente crítica con el gobierno moderado de González Bravo, pues la represión gubernamental de los incidentes de aquella noche se juzgaba, desde las filas progresistas, y con mucha razón, excesiva y desproporcionada y, como consecuencia de los agrios debates parlamentarios que siguieron a aquella fecha aciaga, el partido progresista, marginado sistemáticamente de las combinaciones políticas, va a acabar pasando definitivamente al retraimiento y, consecuentemente, al campo de la conspiración.

Pero no es solo este suceso la gota que colma el vaso. La reina es la principal responsable de que se le enajenen los progresistas, ella es, qué duda cabe, frívola y tornadiza, no tiene en cuenta sus anteriores y exhaustivas conversaciones que ha mantenido con Prim. Ese es su carácter pues como indica uno de sus biógrafos, Bernard d´Harcourt:

La debilidad de su salud, la irregularidad de su vida, la ligereza con que trata todas las cosas y las imprudencias que no deja de cometer son una constante en el transcurso de su reinado y aún de toda su vida. (Luz, P. 1943:154)

Ello hace que Prim se canse y se sienta frustrado y así se queja amargamente: “Los progresistas no tenemos favor, ni en el Ejército, ni en Palacio” en clara alusión a que ni en el Ministerio de la Guerra, ni aún en los cuarteles, se les consideraba como una fuerza poderosa con la que habría de contarse, ni, menos aún, la reina estaba dispuesta a cumplir las evanescentes promesas que había hecho a Prim en las visitas relatadas.

Todas estas razones, si bien de peso relativo, creaban un ambiente tenso y disgustado, tanto en las filas del partido progresista como en las de todos los demás partidos de ideas avanzadas que veían la única posibilidad de cambio en el consabido y crónico pronunciamiento militar. De hecho, ya consideraban que era el tiempo propicio para realizarlo. Diversos cuerpos de Ejército manifestaban sotto voce la posibilidad de sumarse a la iniciativa insurreccional, alentada por progresistas y demócratas. Pero la preparación del golpe aún tardaría en madurar bastante tiempo para poder llegar al éxito.

En realidad los años 1865 y 1866 son un continuo flujo de idas y venidas que no acaban de cristalizar en una solución del problema; éste se agiganta por momentos pero no consigue aún los apoyos militares suficientes para garantizar el éxito de los conspiradores. Tales apoyos no se constituían solamente con los oficiales generales. En realidad existía una más que suficiente nómina de éstos dispuestos al pronunciamiento, pero ni técnica ni estratégicamente bastaba porque era aún más necesario comprometer a aquellos militares que tenían el mando directo de las tropas, es decir, los coroneles de los regimientos que eran los jefes de las distintas guarniciones, y también sus subalternos, que eran los que estaban en contacto directo con los soldados.

Pero hacía falta también el entusiasmo popular. Ni los militares solos eran lo suficientemente poderosos para cambiar el régimen ni los levantamientos de paisanos sin el concurso de los cuarteles tenían tampoco suficiente capacidad, como ya hemos apuntado anteriormente. Todos los pronunciamientos militares que tuvieron lugar en la época que nos ocupa, y que fueron muchos, tenían un mecanismo estándar para su montaje y puesta en marcha. Palacio Atard explica este mecanismo, con respecto a la revolución de 1868, de la siguiente manera, que no se diferencia mucho de otros pronunciamientos anteriores:

La táctica revolucionaria seguida para alcanzar el poder, pasó por dos tiempos:

a) La conspiración previa, en la que se aglutina un frente subversivo de amplio espectro político, en vista de las intentonas frustradas en 1866.

b) El pronunciamiento militar, completado en segundo término por la “revuelta popular”.

Desde 1854 iba emparejada esta doble acción de la fuerza militar y de la colaboración civil en el momento insurreccional. Pero tanto en 1868 como en 1854, la “revolución de las barricadas” era solo complemento del pronunciamiento militar, factor inicial y decisivo. (1978:355).

Pero así como en el plano civil la conspiración para lograr la adhesión popular seguía diversas tácticas, casi siempre de no muy difícil puesta en práctica, tales como la agitación de masas, mediante el oportuno discurso patriótico, seguido de la distribución de armas al pueblo, y a las que Tuñón de Lara da en el caso que nos ocupa suma importancia (1976:94), en el terreno militar las cosas se desarrollaban conforme a su particular y propio sistema de movilización de voluntades para convencer a los mandos. Este mecanismo, bastante simple, era el siguiente: los generales comprometidos serían ascendidos a tenientes generales, se les daría un mando militar importante, como una capitanía general de primer orden y ya en esta posición de privilegio habría que contar siempre con ellos en lo sucesivo. Si no era esta la recompensa, alternativamente se les nombraría ministros o se les daría un cargo político importante, adornado además algunas veces por un título nobiliario. El principal de ellos, es decir, el jefe de la conspiración, se reservaba para sí, como es lógico, la presidencia del Gobierno. Los coroneles ascenderían a generales y sus subordinados serían también promovidos al empleo superior. Así sucesivamente se repartían promesas de ascenso hasta llegar a los sargentos. Estos, que dentro del Ejército constituían una clase irredenta por su imposibilidad de llegar a ser oficiales (sobre todo en las armas de Ingenieros y de Artillería), también recibían la promesa de ser revisada su injusta situación y, finalmente, la tropa obtendría también su recompensa más anhelada: el licenciamiento.

Así funcionaba el sistema y ello hacía que las esperanzas de medrar políticamente o profesionalmente de muchos se cifraran en la revolución y en el derrocamiento del gobierno por medios pura y simplemente militares. Los progresistas, como es lógico, no podían ser ajenos a esta línea de conducta, máxime cuando tenían tantas razones para esperar ser llamados al gobierno por parte de la reina, como cualquiera de las demás facciones políticas con las que ésta habitualmente contaba y, sin embargo, dicho llamamiento no acababa de producirse, frustrando día a día, mes a mes y año a año las esperanzas de Prim y las de todo su partido. Así pues no quedaba otro camino que la sublevación…

Viene aquí a la medida la famosa frase de Lord Acton, transformada y retorcida por el ex premier italiano Julio Andreotti, aludiendo al Partido Comunista Italiano, en esta paráfrasis:

“La falta de poder corrompe y la falta absoluta de poder corrompe absolutamente”.

Fue esto dicho para alertar a la clase política de los peligros que encierra el mantener a un grupo o un partido sistemáticamente alejado del poder. Ciertamente los hombres y los colectivos con vocación política a los que se mantiene al margen del poder y de la influencia, solo pueden alimentarse del resentimiento o de la conspiración, toda vez que no consiguen dentro del sistema integrarse legalmente en el espacio vocacional de la tarea de gobernar (Águila, R del, 1995:628). Es esto fue, exactamente, lo que le sucedió al general Prim y a su facción progresista.

* * *

El modo en que se desarrollaron los acontecimientos, será imprescindible para juzgar si la actitud de Prim y su drástico cambio de postura frente a la corona, diez años más tarde de pronunciar aquellas apasionadas palabras de amor y fidelidad a la reina y al trono que hemos reseñado, se deben a su ambición personal o a las circunstancias que rodearon, por parte de la corona y de los demás partidos, su conducta política. Será preciso examinar y valorar igualmente si su lealtad para con la patria era más fuerte que para con la reina. Esta, a su vez, se mostró poco agradecida o, mejor dicho, poco consecuente con Prim. Fue ciertamente pródiga en concederle títulos y honores, pero su gratitud para con él se quedó solamente en este aspecto puramente externo de la valoración de su conducta leal y heroica y del reconocimiento de sus muchos méritos para con la patria, tanto militares como políticos. El fallo capital de la reina fue, sin duda, haberle hecho promesa de llamarle al poder y dejar dicha promesa incumplida. Esta era la recompensa verdaderamente esperada por Prim, la que él hubiera deseado y agradecido y el pago condigno a su lealtad. Pero la obstinación real propició el llamado retraimiento de los progresistas, actitud que teóricamente era una protesta contra la corrupción y las falsificaciones electorales.

El retraimiento fue en realidad una represalia por las negativas de Isabel a formar un gobierno progresista y ese fue también su pecado político capital ya que, como hemos visto repetidamente, con su actitud de apartarlos permanentemente del poder, sometió a una durísima prueba su fidelidad a la dinastía y, al contrario de lo que ella pensaba, les empujó a la revolución. Si, por el contrario, en 1863 y 1864 les hubiera puesto un cargo importante ante los ojos y les hubiera llamado a Palacio alguna vez, hubiera convertido a hombres como Madoz y Prim en fidelísimos servidores, sobre todo por lo que al de Reus atañe, pues ya hemos visto con qué enérgicas y apasionadas palabras se mostraba leal a Isabel II.

Hubieran estado, sin duda, los dirigentes progresistas dispuestos a correr riesgos importantes ante sus propios partidarios para salvar una ruptura irreversible con el trono. Prueba de ello es cómo en 1864, tanto Prim como Madoz, se opusieron a las demandas de retraimiento de los extremistas catalanes arguyendo que si conseguían una representación parlamentaria suficiente la reina los llamaría sin duda al poder. Pero cuando ésta se negó obstinadamente a modificar la ley electoral provocó ella misma el retraimiento y a Prim no le quedó otra alternativa que ceder a las presiones internas del partido progresista. Es bien notorio, y de cuanto llevamos examinado al respecto se deduce claramente, que los dirigentes progresistas estaban mucho más preocupados por el peligro que representaba el estallido de acciones extremistas que disminuyeran sus posibilidades de llegar al poder, que por destronar a la reina. Estaban convencidos que ésta les llamaría tarde o temprano y se oponían con firmeza a toda acción violenta y a las agitaciones del sector o grupo de los impacientes. Pero cuando se convencieron lideres y liderados de que el rechazo real era firme y permanente, quedó demostrado que solamente la revolución sería capaz de hacerles llegar al gobierno.

Todo ello fue una verdadera lástima y propició un negro futuro para España. Se perdieron voluntades importantes y se liquidaron esperanzas muy concretas y muy positivas. Prim, ya lo hemos dicho, era cualquier cosa menos un revolucionario de barricada y menos todavía un agitador de masas al estilo anarquista o marxista y, por ello, hubiera podido formar un gobierno progresista muy moderado. El propio Narváez creía que el conde de Reus haría cualquier cosa por conseguir un puesto en el gobierno y al no llegar este puesto, ni siquiera vislumbrar su posibilidad, sino viéndose víctima continua de inmerecidas decepciones, inició con la voluntad que le caracterizaba, los trabajos necesarios que habrían de conducirle, junto con sus numerosos partidarios, a la rebelión. (Carr, R. 2003:285)

Como consecuencia, dilucidar si estaba o no justificada la revolución de 1868, y con dicha revolución el inherente destronamiento de Isabel II, es una cuestión polémica y que ha suscitado, lógicamente, sentimientos encontrados, pero ante todo nos parece premisa necesaria establecer un juicio sobre el carácter de Prim y sobre sus lealtades.

Prim fue la figura central de los acontecimientos revolucionarios y, en definitiva, sin su temple y sin su carácter no hubiera existido la revolución o no, al menos, con los ideales del conde de Reus, ni con el fervor que ellos y su figura despertaron en las masas populares. Estas estaban más entusiasmadas con el héroe, sin duda, que con las doctrinas que representaba, porque Prim, en verdad, había entregado su juventud y su sangre a la causa militar y a una causa política cuya doctrina se condensaba en un triple grito: ¡Viva la reina! ¡Viva la constitución! Y ¡Viva la libertad! A lo largo de su existencia mantuvo fidelidad constante a estos lemas y los que frívolamente le acusan de perjuro y desleal porque al liderar la revolución del 68 terminó por destronar a Isabel II, no tienen en consideración que aquella reina, a la que Prim vitoreaba en sus años juveniles y a la que juró su inquebrantable lealtad, se convirtió con el ejercicio irresponsable del poder real, en un peligro para la patria y en una amenaza para el espíritu liberal que había inspirado la Constitución (Diego, E de, 2003:56), aunque es de plena justicia reconocer que un juicio global sobre Isabel II no puede construirse sobre su exclusiva y personal responsabilidad. Excedería el marco de nuestro estudio el análisis de la conducta de la reina Isabel, pero no podemos por menos de apuntar que no solo ella fue la responsable del caos político. Hubo a su alrededor muchas personas que la influyeron muy negativamente y es bien cierto que siendo una débil niña, hecha reina por las desgraciadas circunstancias que la condicionaron, no encontró los apoyos desinteresados y leales, a la vez que prudentes y sabios, que un Jefe de Estado necesita para llevar a buen término su difícil tarea, máxime si tenemos en cuenta que la monarquía liberal y que debía tender a ser también participativa, aún era muy tierna y estaba todavía demasiado próxima al autoritarismo regio del Antiguo Régimen.

Así pues el pueblo, de algún modo, intuía estas cuestiones y había identificado al marqués de los Castillejos como el hombre capaz de volver del revés a España y de hacerla progresar, mediante la implantación de un nuevo orden, aunque, en realidad, no estuviera muy enterado de cuales eran los ideales políticos que animaban a progresistas, liberales y demócratas. El siguiente párrafo es muy ilustrativo de cómo la conducta popular es un tanto evanescente y cómo el lograr su participación y su adhesión al movimiento revolucionario es vital para que este se consolide.

Es un hecho sistemáticamente constatado que el pueblo, como masa, en prácticamente todas partes y muy probablemente más en España que en otras naciones, siente por la política gran curiosidad y sigue con sumo interés las peripecias y los trastornos que de ella se siguen, pero procede como espectador de un drama, sin tener empeño en representar ningún papel y es opinión corrientemente sostenida que en nuestro país nadie más que los políticos profesionales se interesan por los grandes problemas de cuyas soluciones depende la suerte de España. (Echegaray, J. 1917:306-324. v. II).

Por otra parte, la conducta de la reina tampoco preocupaba ni escandalizaba profundamente al pueblo. Como asegura Galdós, “no hubo nunca una reina mas querida de su pueblo” y este amor era mutuo, pero lo era en un plano muy distante de la política a cuyos vaivenes el pueblo asistía como mero espectador y nunca como actor.

Las numerosas revoluciones de todo el período que abarca el reinado de Fernando VII y el propio de Isabel II, fueron cosa de los militares y, en realidad, nunca triunfó ninguna algarada si no fue dirigida y protagonizada por estos. El pueblo, en abrumadora minoría, cuando participó en alguno de estos sucesos, lo hizo como mero comparsa y, en las contadísimas ocasiones en que tuvo el protagonismo, su fracaso fue total si no pudo contar con el apoyo de los cuarteles (La Fuente Monje. G. 2000: 19), como ya hemos visto antes y como tendrá ocasión de comprobar cualquier estudioso de la historia contemporánea de nuestro país.

En cuanto a la cuestión apuntada por numerosos historiadores, no solamente de la legalidad, sino, y sobre todo, de la legitimidad o ilegitimidad de la Gloriosa Reviolución de 1898, su debate nos llevaría a una serie de disquisiciones histórico- filosóficas que exceden el marco del presente estudio. Tendríamos que hacer muchas reflexiones que, según mi criterio y a la larga, resultarían perfectamente ociosas. Los hechos se produjeron como queda escrito y eso es lo importante porque condicionaron para un larguísimo período la Historia de España y toda valoración moral a estas alturas no cambiaría el hecho de que la Revolución Gloriosa fue obra, más que de sus prohombres, Prim incluido, de las adversas circunstancias que sufrió España a lo largo de todo el siglo XIX, que esterilizaron cualquier intento de renovación y cambio por vías políticas pacíficas y normales.

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El Catoblepas
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