El Catoblepas · número 188 · verano 2019 · página 2
Amén. Por los siglos de los siglos
Marcelino Javier Suárez Ardura
Se comenta esta pintura-tapiz (mixta experimental, 162×114 cm) de la artista Ada Pérez García, considerando su vinculación con el materialismo filosófico
I. Preludio
Escasos hilos se entreveran en la trama y urdimbre del “lienzo” sobre el que se representa la obra Amén. Por los siglos de los siglos de Ada Pérez García{1}. No precisa de más. Esta forma de incorporar el lienzo a la materia pictórica desplaza a otro lugar aquella técnica de Manet de la que nos hablaba Foucault en su conferencia de Túnez de 1971. Para Foucault, Manet, en El Ferrocarril (1872-1873), estaría jugando con la textura del propio lienzo, incorporando el tejido a la superficie pictórica. Sería una novedad en la historia de la pintura según la cual Manet habría conseguido que aparecieran en el plano simultáneamente el anverso y el reverso del cuadro, por lo que el pintor estaría forzando al espectador a querer ver lo que hay detrás. Pero, como sabemos, el reverso de la tela de Manet como consecuencia de su invisibilidad es inaccesible en cuanto que representación, dada la bidimensionalidad del cuadro; de manera que Foucault nos fuerza a tomar en consideración una apariencia falaz, porque precisamente el lienzo al manifestarse a la misma escala que la pintura, se convierte en materia pictórica dejando de ser lienzo. Algo similar tendríamos en la pintura titulada La ejecución de Maximiliano (1868), donde las líneas horizontales y verticales de la representación no serían otras que los ejes verticales y horizontales del lienzo, reiterados y multiplicados; y lo mismo ocurriría en El puerto de Burdeos (1871), porque aquí los ejes de coordenadas de la pintura remedarían los propios ejes de la trama y urdimbre en la que consistiría la propia tela. En palabras del Foucault: “Es como si el tejido del lienzo empezara a aparecer y a manifestar su geometría interna; como ven esa estructura de hilos entrelazados es como la representación de un bosquejo de la propia tela”{2}. Pero con Amén. Por los siglos de los siglos de Ada Pérez estamos ante una categoría artística de diferente naturaleza.
Desde luego, las líneas que, a la manera de los mimbres de un tapiz se cruzan perpendicularmente, insinuando un lienzo, nos remiten al soporte de una pintura. Pero estas gruesas líneas son al mismo tiempo los hilos de la trama de un telar que no tienen necesidad de entreverarse hasta tupir la superficie total del plano a la manera de una pantalla. En este cuadro de 162×114 cm, esta función del lienzo ya queda desempeñada como una suerte de fondo sobre el que destaca la pintura –mas simultáneamente incorporada a la misma–. Una pintura, por cierto, a la que conviene acoger desde ya al género de las pinturas-tapiz, como ha destacado Tomás García López{3} recogiendo una definición de Gustavo Bueno sobre los trabajos de Ada Pérez. En efecto, la pintura-tapiz que tenemos ante nosotros aparece como contradistinta a los lienzos de Manet analizados por Foucault, pero también a otras obras, acaso con el mismo aire familiar entre sí.
II. Composición
Ada Pérez nos remite a las técnicas artesanales. Y, precisamente en esta obra, concurren tres tipos de técnicas diferentes: las técnicas de bordado, el taller de tapices y el taller del pintor. Las líneas que de arriba abajo, de izquierda a derecha o en diagonal unen o se aproximan a las distintas partes del contorno (del marco), atravesando y configurando a la vez el dintorno del cuadro, ya no pueden ser consideradas como partes materiales, partes del lienzo, ni mucho menos de un tapiz, pero tampoco acaso los hilos de una tela tensada por el bastidor, preparada para las operaciones del bordado. Estas líneas forman ya parte constitutiva de la pintura-tapiz, y, sin embargo, nos remiten a estos tres ámbitos técnicos y artesanales. Así es: junto con la magnífica cruz dorada que preside y centra el cuadro, el molino de Pitágoras y los informes retazos azules que lo respaldan, los hilos que cruzan el espacio pictórico, sin ocultarse, manifestando obscenamente su presencia, su consistencia, solo cambiando de color en el momento preciso, dan a esta pintura-tapiz ya no solo la forma de una representación pictórica sino la matriz de un discurso. De manera que las partes de esta obra no deben ser consideradas solo retales sino retazos. El pañuelo se ha vuelto mapa{4}.
Entender Amén. Por los siglos de los siglos como una pintura-tapiz requiere regresar al taller en el que fue producida a partir de un determinado conjunto de operaciones técnicas. Entender también las operaciones de su autora en el sentido de una mano que piensa o, dicho de otro modo, de un pensamiento manual, técnico, es entrar en el taller, conocer sus procedimientos, ver su proceso artesanal y artístico en acción.
El taller de Ada Pérez es un espacio ordenado. Aun bajo la apariencia del desorden, podríamos considerar cada cuadro, cada pintura-tapiz, como un fractal de su propio taller. Caminar por los estrechos pasillos que están liberados de las pilas de cuadros, de bocetos y, en general, de enseres que de alguna manera prefiguran obras, supone adentrarse en un espacio donde se canalizan y construyen estas obras que delatan un arte in fieri. El taller de Ada Pérez está enmarcado por varias estanterías de libros a la manera de ejes que dan sentido al vacío arquitectónico, estructurando su dintorno de una forma singular. Pinturas, murales y materiales rehechos cuelgan del techo o reposan apoyados en las paredes, dando lugar a un nicho artístico labrado a su medida, a la medida de sus obras. Apuntes, artículos y libros de trabajo que deben ser considerados en sí mismos ya como obras artísticas, sin perjuicio de su morfología abocetada, desvelan una constante labor donde los autologismos de esta pintora remiten a una incansable dialéctica de anamnesis y prolepsis. Así, en el taller, la originalidad de la pintora consiste en una reelaboración de los materiales, en la mezcla de los pigmentos y disolventes más sorprendentes hasta inventar las tinturas finales. La originalidad de Ada Pérez se resuelve en hacer posible, en su taller, una reelaboración sui generis de la tradición pictórica en un recurrente dimorfismo hasta obtener resultados como este Amén. Por los siglos de los siglos. El taller de Ada Pérez no esconde los materiales, más humildes o más nobles, que emplea para finalmente conseguir texturas y cromatismos semejantes a los del deslustrado oro o del enigmático lapislázuli. Aquí encontramos el secreto de sus llamativas morfologías cromáticas: el cordón de algodón que Ada dispondrá en el cuadro a la manera de una matriz axial tensada en un bastidor; el papel que se transformará en una estructura cromática rehecha de retazos y domada con la goma arábiga o con el barniz en el que se diluyen los productos, como salidos de la moleta, que darán lugar a estos pigmentos (un azul como de lapislázuli, un dorado o un amarillo dorado) que nos remiten sin duda a la misma historia de las categorías pictóricas.
Son asombrosos el uso que esta pintora hace de tales materiales y las construcciones que se llegan a revelar tras su trabajo. Sin duda, a estas obras cabe llamarlas cuadros –incluso, si así fuera, contra la propia opinión de Ada Pérez– porque, entre otras cosas, reclama insistentemente un marco a partir del cual ya no podremos dejar de considerar su anverso y su reverso. Pero el taller de Ada Pérez no se reduce a las pilas de obras, a los materiales, como diría Tomás García López tales como “cordón de algodón, papel y goma arábiga sobre lienzo”, a sus pinceles, a sus tarros y cajas con pigmentos. El taller de Ada Pérez amontona ordenadamente –un orden sistemático– libros y artículos de las más diversas temáticas, pero donde la filosofía de Gustavo Bueno ocupa, diríamos, un lugar de un grado tal que sin pretender sustituir sus operaciones de pintora-tapicera se constituye en el tamiz imprescindible para la elaboración de tales cartografías.
Los retazos que salen del taller de Ada Pérez, ordenados finalmente en sus cuadros, en sus estructuras, en sus pinturas-tapiz, constituyen también, como en el caso al que aquí nos atenemos, un discurso filosófico. Si en Amén. Por los siglos de los siglos asistimos a la configuración de una estructura axial formada por los hilos de algodón que destacan sobre el fondo blanco y que al ser totalizados por este marco rectangular de 162×114 cm nos remiten (anamnesis) al bastidor de un taller de bordado en modo alguno podemos reducir esta pintura-tapiz a la prosaica labor de una bordadora. Ada Pérez aquí no es una bordadora. Seguramente que entre sus “recuerdos” están las operaciones de bordado, pero esta obra des-borda las fronteras del bastidor cuadrado o circular porque el marco tensa la tela o el lienzo para darlo a la representación, pero el bastidor busca otras funciones relativas al trabajo con la tela. El marco es el contorno de la obra; el bastidor, una vez acabada la obra, se deja de lado. Y si el bordado finalmente entra en el Reino de Artemia precisará un marco que ya no es un bastidor porque no necesita de aros u otras estructuras encajables, ni tambores, sean de pie o no.
Reiteramos, el taller de Ada Pérez no es un taller de bordado. Pero tampoco se trata de un taller de tapices porque incluso las obras del taller de tapices, cuando están dadas a la representación, cuando pueden ser consideradas como arte sustantivo, alejado de la prosaica función de las alfombras, dejan, de alguna manera, de ser tapices en un sentido prosaico. El grosor de sus hilos de algodón no empece para que la consideremos como una pintura-tapiz. Pero no como un tapiz: la obra que aquí nos convoca no puede ser reducida por anegación a las categorías textiles. Es el mismo tapiz el que al incorporar las imágenes pictóricas y al introducir poco a poco materiales de gran variedad como los hilos de oro, la plata y la seda fue apartándose, en un complejo proceso histórico, de sus funciones prosaicas para constituirse en obras de arte sustantivo. Pero entonces, ya no miramos al entreveramiento de la trama y urdimbre desde su calidad técnica. Y así ocurre, precisamente, en Amen. Por los siglos de los siglos, porque miramos más allá sin negar sus vínculos con el tapiz (anamnesis); miramos a la pintura-tapiz.
Es cosa de moda y del gusto de numerosos “artistas contemporáneos” la reivindicación de sus obras como obras de remisión a lo textil, unas veces, y, otras, a las operaciones de hilatura, a la utilización de lonas y telas e incluso a la sastrería femenina. Se “sienten” confortados acercándose a las labores artesanales, pero este acercamiento, cuando es intrínseco, devalúa la obra y, cuando es nematológico, debe ser puesto en cuarentena a partir de una labor catártica. Ada Pérez García obra, no habla. Kima Guitart{5}, por ejemplo, en su instalación Llueven plegarias 2 (2018) entronca con nematologías armonistas y de fundamentalismo pacifista. Así, explica sus instalaciones inspirándose en las banderas de oración tibetana, como si aquí se hallase el secreto de lo más arcano y a la vez genuino. Silvia Japkin{6} considerada artista multidisciplinar incurre con sus explicaciones en nematologías monistas, disertando sobre un mundo unido y entrelazado como objeto de sus representaciones. Dolors Puigdemont{7}, considerada artista textil, relaciona sus obras con el poder de las mujeres: cada mujer un estilo. En concreto, las texturas constitutivas del Concepto solar (2017) de Silvia Japkin nos remitirían al quipu andino, que algunos especialistas quieren identificar con una forma de escritura a través de nudos. Otros como Joan Hernández Pijuán{8} o Celia Eslava{9} transitan entre la instalación y la pintura. Celia Eslava, en Tejer, hablar, silenciar busca entroncar con el arte de tejer y Hernández Pijuán, en Guarda si venes 6 (2006) con el ámbito de la sastrería femenina. Pero las ideas que envuelven tales obras –sin perjuicio de que estas plazcan a los ojos de muchos– se nos presentan como ideas completamente adventicias y metafísicas. No basta querer, ni siquiera un círculo de público o una textura dialógica de críticos, o tener a la mano las salas de exposición. El transductor por sí mismo no añade nada a la fundada interpretación de la mirada anónima. Si estas miradas pragmáticas fuesen por sí mismas constitutivas de la obra artística al generar una circularidad que se realimenta como pretende George Dickie{10}, el arte se disolvería en su función adjetiva al pasar la sustantividad poética a un segundo plano o a desaparecer como tal. La teoría institucional del arte de Dickie parece guardar cierto parentesco con las explicaciones sobre el Kula de Malinowski porque las obras artísticas vendrían a ser los soulava (collares) y los mwali (brazaletes) cuya relevancia iría referida solo y exclusivamente al intercambio. Pero precisamente la obra de arte al tener valor de cambio quedaría despojada de esa condición de collares y brazaletes simbólicos siendo acaso las figuras pragmáticas las que adquieren esa condición. No queremos acogernos a la teoría institucional del arte ni a su correlato del mundo del arte, sin que esto signifique negar los componentes pragmáticos de las instituciones artísticas. Solamente insistimos en la necesidad de contar con los componentes sintácticos y semánticos en su justa escala. Los “artistas contemporáneos” más arriba mencionados deben contemplarse no desde su inserción en el círculo del arte, no desde la nematologías envolventes desplegadas para interpretar su obra, sino desde la “verdad” de la misma.
Amén. Por los siglos de los siglos es una pintura-tapiz de la que no necesitamos postular un regressus hermenéutico hacia el corazón de la ilusión etnológica{11} como parece pretender Silvia Japkin con sus texturas remitentes a los quipus andinos. Amén. Por los siglos de los siglos nada quiere con los árboles y las aldeas extramuros pues nos remite al corazón de la ciudad, lo que ya supone cierto nivel histórico en la configuración del espacio antropológico. ¿Qué es, pues, esta pintura-tapiz? ¿Qué decir de su significado? ¿Cómo acercarnos a ella desde esa perspectiva que dentro de las coordenadas del materialismo filosófico Gustavo Bueno ha denominado objetivismo estético?
Ada Pérez García ha respondido a la convocatoria de la I Bienal “San Lucas” de arte contemporáneo de Plasencia con una obra sobre una pantalla –o fondo– blanca, encerrada en un marco de 162×114 cm, con el título, Amén. Por los siglos de los siglos, que ha sido seleccionada entre otros 25 trabajos, como puede verse en el catálogo editado por la organización de la misma. Pero Amén. Por los siglos de los siglos, con acogerse a las bases de la convocatoria nos parece, sin embargo, distinta por cuanto supera precisamente tales bases, las cuales, a la vez, carecen de la fuerza suficiente para agotarla. No bastan las palabras de Francisco I citadas en la convocatoria para embridar las fuerzas que empujan en esta pintura-tapiz. Pues no se trata de que el arte represente “tal vez incluso más que en el pasado, una necesidad universal, ya que es fuente de armonía y paz y es una expresión de la gratuidad”{12}. Estas palabras de S. S. Francisco I se emiten a una escala lisológica y nada dicen, con pretender decirlo todo. Diríamos que esta afirmación de Francisco I pertenece a un plano, en palabras de Gustavo Bueno, de conceptualización global{13}, necesaria, pero, reiteramos, insuficiente. ¿Qué hay, pues, en esta pintura tapiz?
Desde luego destaca por sus dimensiones la magna cruz dorada cuyos ejes vertical y horizontal recorren las respectivas coordenadas del cuadro; resalta también la tablilla o titulus donde el acrónimo consabido es sustituido por una expresión en griego, latín y español que hace alusión al racionalismo católico. Sobre la cruz, pero en el centro del cuadro, el molino de Pitágoras. Tras la cruz, retazos de una estructura informe en azul sobre una matriz axial de líneas que cruzan en todos los sentidos y direcciones. No son estos elementos por separado los que dotan de fuerza y significado a esta obra de Ada Pérez. Hay que verlos en conjunto, remitiendo unos a otros, tanto desde una perspectiva de proceso como desde una perspectiva de estado.
Para empezar diremos que estas morfologías cromáticas han de contemplarse, sin duda, a partir del título de la misma: Amén. Por los siglos de los siglos. Ahora bien, la expresión “por los siglos de los siglos” no podrá ser entendida si no la remitimos a una totalidad de la que forma parte atributiva, sin perjuicio de que pueda ser disociada de esa misma totalidad; y considerada como parte distributiva posteriormente como parece haber hecho Ada Pérez para poder insertarla aquí. Y sin embargo, si tiene un significado más profundo es porque precisamente la expresión Amén. Por los siglos de los siglos puede ponerse en relación con ciertas instituciones discursivas como son, por ejemplo, las oraciones básicas del devocionario católico. En concreto, nos referimos aquí al Gloria, oración que, según parece, se recitaba ya en los primeros siglos del cristianismo para el bautismo por mandato de Cristo{14}. Y sobre todo porque el Gloria habría sido una oración constitutiva del catolicismo frente a Arrio, por un lado y a Macedonio, por otro{15}. Es decir, frente a quienes negaba la divinidad del Hijo y la divinidad del Espíritu Santo: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén”. Se trata desde luego, del dogma de la Trinidad tantas veces objeto de representación en la tradición histórica de la pintura. Es pues, a nuestro juicio, imposible leer el título de esta pintura-tapiz sin conectar con su contenido católico. Pero Ada Pérez lo invierte –Amén. Por los siglos de los siglos–. Y precisamente es esta inversión de los términos del sintagma la que nos permite introducir una consideración contradistinta de los elementos que aparecen soportados en la urdimbre del cuadro. A nuestro juicio, estos elementos, su disposición y su cromatismo, piden regresar a la tradición de las categorías pictóricas occidentales.
Ante todo, la composición cromática. Si descartamos, por ahora, la pantalla o fondo en blanco sobre la que se imprime la pintura-tapiz de Ada Pérez –por cierto un procedimiento que inmediatamente convierte a esta obra en una obra de arte superficial– tenemos que reducir la gama cromática con la que juega la artista a tres colores, a saber: azul, dorado y rojo. Ahora bien, tres colores que pueden ser rastreados en la tradición pictórica sin la mayor dificultad. Acaso el azul es el de mayor presencia en el espacio superficial del cuadro; engranado con los hilos de algodón que evocan sin esfuerzo la textura de un tapiz, llega incluso a desempeñar las funciones de contexto o “lejos” sobre el que resaltan los otros componentes y colores. Este azul –color del cielo y del mar{16}– cuya clara remisión al lapislázuli no puede ser obviada, se hace hegemónico. El azul –también debemos acordarnos de la frita azul egipcia, de la azurita o del índigo– lo encontraríamos ya en los frescos que cubrían las paredes de las diversas estancias de los palacios minoicos donde las morfologías cromáticas representadas suponen la remisión ciertas morfologías antropológicas angulares (Fresco de los delfines, fresco de la taurocatapsia, en Knossos). Desde luego, no es lapislázuli, como sabemos, el azul que utiliza aquí la autora, pero los efectos que logra en el conjunto desempeñan esta función arcana. Su intensidad coloniza la pintura a pesar de extenderse a través de los diferentes retazos que la constituyen y su aparente fuerza mineral (silicato de alúmina, mezclado con sulfato de cal y sosa, acompañado de pirita de hierro) le da la solidez de la que hace alarde. ¿No es posible convenir, solo por el uso de este pigmento en su paleta, el parentesco, por ejemplo, con una obra tan conocida como la Anunciación del Museo del Prado de Fra Angélico? La bóveda que cubre la capilla de la Arena en Padua y que en sus paredes muestra pinturas de Giotto de alrededor de 1305 viste su concavidad de azul como símbolo del cielo estrellado. ¿No es el azul que decora la bóveda de arista que acoge a la Virgen de Fra Angélico el que representa, al menos intencionalmente, la misma concavidad cosmológica –primogenérica– del cielo estrellado, junto con el manto azul que la envuelve –a la manera como aparece envuelta en La Virgen y el Niño con santos (1315) de Duccio–? Son estos retazos que aquí presenta Ada Pérez los que nos remiten a ese azul de la tradición pictórica –que involucraba importantes componentes circulares, radiales y angulares– que aparecen informes, desvencijados, los que parecen constituir el suelo mismo en el que se asienta la cruz dorada. Pero este azul intenso, sin embargo, no domina totalmente la composición como ponen de manifiesto las discontinuidades que se desvelan sin llegar a ser un vacío en los austeros entrelazamientos de los hilos de algodón.
Luego está el color dorado de la cruz –el color del pan de oro–. Un color que revela, además, una textura rugosa pero que, a nuestro juicio, no interesa tanto por esta calidad táctil cuanto por su entronque, de nuevo, con una tradición que remontaría el curso histórico a través de las pinturas de Giotto –pero también de los hermanos Lorenzetti, Simone Martini, Cimabue o Duccio–, por ejemplo, hasta llegar a la matriz pictórica del cristianismo oriental. Es esta cruz la que, en los lugares correspondientes a las manos y pies de Cristo, sintetiza con unos pequeños pero vehementes cuadrados rojos la figura del Hombre mediante el triángulo que describe la unión de tales vértices. Un triángulo no tan imaginario si reparamos en la figura triangular –también en rojo– que aparece constituyendo el molino de Pitágoras. Pero, en todo caso, la cruz nos pone en conexión precisamente con el Cristo, es decir, con Dios en cuanto Hombre. Es precisamente esta figura dorada la que podría introducir una dimensión segundogenérica –y que sin duda no solo tiene un alcance circular– en la obra.
Finalmente, también un color amarillo con tonalidad dorada que pretendemos ver en el curso de esta misma tradición. Pero seguramente, no es ahora la función cromática la que hay que destacar aquí sino la función simbólica del color rojo que hace descollar el triángulo rectángulo. En suma, a nuestro juicio los colores desempeñan una función simbólica autogórica en tanto podemos remitirlos al plano de la misma tradición de las categorías pictóricas: los azules, los dorados, los rojos. Y sin embargo, no podríamos decir que la labor que ha desplegado Ada Pérez en esta obra quede consumada en estos simbolismos autogóricos porque la propia composición de la misma nos ha permitido adelantar ya algunas proyecciones alegóricas de su pintura-tapiz.
Tampoco acudir a la teoría de la perspectiva agotaría una hermenéutica adecuada de este cuadro-mapa{17}. Es cierto, que las morfologías cromáticas que aparecen dispuestas en la superficie del espacio pictórico aquí enmarcado no usan de los trampantojos de la perspectiva. Ni siquiera las líneas constituidas por los hilos de algodón que organizan el entrelazamiento de los distintos retazos son líneas de fuga, porque tales hilos de algodón no están presentados aquí –ni lo consiguen, ni lo pretenden– para ajustar el arte a la ciencia pues en tal caso, su papel no excedería la escala operatoria fenoménica. Estos hilos son la manifestación de la discontinuidad en su entreveramiento. Ahora bien, las distintas morfologías que se dan en el cuadro guardan un orden en la proximidad en la dirección del espectador. Así como al fondo aparecen los retazos azules, un lugar intermedio lo ocupa la cruz dorada; y, más próximos al espectador, son representados el molino de Pitágoras, en la parte intermedia de la cruz, y el titulus, en la parte superior. Pues bien, a la vez que se da esta superposición se niega la distancia. Diríamos entonces, que Ada Pérez cuenta con los recursos de la perspectiva precisamente para negarlos, para remarcar más –ya casi como una tesis de su filosofía pictórica– la superficialidad de su pintura-tapiz. De manera que la perspectiva se concebirá dialécticamente como perspectiva cero.
III. Contraposición
Pero no es suficiente el regressus a esta tradición de la inmanencia del taller del pintor con la que sin duda entronca Amén. Por los siglos de los siglos, porque las morfologías cromáticas constitutivas de esta obra están pidiendo internamente desbordar el marco de la misma, para dar cuenta, de su condición de mapa (de cuadro-mapa). Entre otras razones porque es la misma tradición la que pide explicar su inmanencia autogórica en el contexto de determinadas configuraciones alegóricas en cada momento. He aquí el secreto de su programa iconográfico. En Amén. Por los siglos de los siglos creemos encontrar, por tanto, el lugar alegórico –no inmanente autogórico– a partir del cual cabría hacer una interpretación ajustada de las operaciones de Ada Pérez. Nuestro punto de vista no será en esto nada novedoso, y pretende seguir las líneas que Tomás García López trazó en su comentario de los estromas de Ada Pérez García en su artículo titulado Pinceladas materialistas{18}.
En primer lugar, la elección del género pintura-tapiz ya supone un compromiso de tipo ontológico que se manifiesta en la metodología y en la resolución compositiva adoptadas. Desde el punto de vista metodológico, nos encontramos con el hecho según el cual las distintas morfologías cromáticas aquí representadas apuestan por un tipo de materiales en los que destaca su apariencia corpórea ofrecida al tacto: así los hilos de algodón o la utilización del papel haciendo resaltar su rugosidad, que aportan unas cualidades visuales pictóricas de numerosos contrastes cromáticos y que paradójicamente parece negadas en la medida en que el cuadro acaba resolviéndose en su naturaleza bidimensional. Desde el punto de vista de su resolución, la autora ha querido que podamos contemplar, por decirlo así, el alma misma de la pintura-tapiz al cruzar en los distintos sentidos que permite el marco una serie de líneas evocadoras precisamente de la textura de tapiz intrínseca a la obra. Diríamos que Ada Pérez, al presentarnos Amén. Por los siglos de los siglos como un tapiz del que muestra sus entrañas opera a la manera como operaba don Quijote al comparar la proporción de las traducciones: “como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se veen las figuras son llenas de hilos que las oscurecen”{19}. Por tanto, la elección de los materiales que constituyen las distintas morfologías cromáticas nos presenta desde luego con la idea de materia, una idea de materia crítica que queda postulada por el principio de simploké ejercido precisamente a través del entrelazamiento discontinuo de los hilos de algodón. Y esto, acabaría de verificarse en el hecho según el cual, aunque el marco cierra la obra para su representación los hilos de algodón no acaban conectando con el mismo a la manera de un bastidor que al fin y a la postre supondría la conexión de todo con todo.
En segundo lugar, porque la elección del título para esta representación ya sugiere el pluralismo atinente a las distintas materias representadas. Ante todo, en su referencia inmediata, porque la expresión “por los siglos de los siglos” deberá ser vista en los términos de la recurrencia de la propia materia en cuanto idea a la que se remite aquí. Pero también en su referencia mediata a través del propio título, a saber: la remisión entre otras a la trinidad católica Padre, Hijo y Espíritu Santo en la medida en que el sintagma “por los siglos de los siglos” podría ser pensado como una parte del Gloria, frente a los arrianos y contra los pneumatómacos. Pues bien, de alguna manera, la pintura-tapiz que aquí Ada Pérez construye no podrá ser pensada al menos desde los finis operis –pero de alguna manera también desde los finis operantis– al margen de una idea materialista de materia cuyas líneas constitutivas son el pluralismo y la simploké discontinuista.
En este contexto, el programa iconográfico del cuadro se va haciendo más complejo en la medida en que, como realización de la idea de discontinuidad, cabría ver cada una de las morfologías cromáticas que aparecen representadas precisamente a través de las ideas de Mundo, Alma y Dios. Es cierto, que los que venimos llamando retazos azules que aparecen aquí y allá, en el espacio encerrado en el marco, con solución de continuidad, se presentan desfigurados como para que podamos interpretarlos sin más como una determinación de la materia primogenérica. Pero en todo caso, la metodología “matérica” desplegada por la autora así como la utilización del azul cuyo parentesco cromático con otras paletas características de la tradición pictórica nos permitirán entender una realización sui generis del primer género de materialidad. No solo porque la bóveda arquitectónica que cubre a la Virgen en la famosa obra de Fra Angelico expuesta en el Museo del Prado utilice un personal azul para representar el cielo estrellado, remitiendo por tanto, al componente cosmológico, sino porque el manto de la Virgen también es azul y este es ya una tradición consumada en la historia de la pintura –al menos hasta la invención del óleo–. Y finalmente, y desde una perspectiva del ejercicio más que de la representación, porque son precisamente los colores los que nos remiten a determinadas técnicas y tecnologías que evocan antes que nada la materia primogenérica.
Seguramente, la morfología que más evidencia que nos hallamos ante un referente del tercer género de materialidad es el molino de Pitágoras. Pues sin perjuicio de que esta morfología cromática esté ella misma construida a partir de papel atravesado por hilos de algodón parece clara su vinculación con el plano de las esencias. No sería posible otra interpretación. El triángulo rectángulo destacado en rojo sobre un fondo amarillo perdería todo su sentido si suspendemos su conexión con el tercer género de materialidad –con remisión al eje radial del espacio antropológico–.
Y solo desde esta perspectiva que contempla la determinación en el cuadro de la Materia Ontológico Especial cabría reconocer entonces que la cruz se nos hace aquí Alma como expresión del segundo género de materialidad, de la idea de hombre, de la idea de género humano –relacionada con el eje circular del espacio antropológico–. Y si esto es así, no tendríamos más que admitir que el titulus –una suerte de verdadero mapa anicónico–, que corona la cruz, pero también el cuadro, haciendo sin duda alusión a la idea de Imperio Católico podría ser considerado como la determinación positiva de la totalización de la Materia Ontológico Especial, es decir, la determinación del Ego Trascendental. Vistas así las cosas, ¿no debería ser entonces la pantalla o fondo blanco, en la que destaca la pintura-tapiz de Ada Pérez, interpretada como la crítica misma de las morfologías del Mundo?, ¿no es esta superficie algo más que un soporte, algo así como la representación más genuina de una idea negativa de materia, como la Materia Ontológico General? Tendríamos, entonces que Ada Pérez estaría construyendo a partir de determinadas imágenes y estructuras icónicas un mapa cuya remisión a las ideas cardinales del materialismo filosófico guardaría una estrecha relación analógica con el grafo de la ontología general del materialismo filosófico, a saber: < M, Mi, (M1, M2, M3), E >.
IV. Resolución
Ahora bien, no se nos escapa que las ideas matriciales que acabamos de dibujar aquí en pos de la interpretación de esta pintura-tapiz podrían ser interpretadas –y ello sin renunciar a los presupuestos del materialismo filosófico– como excesivamente genéricas; sin duda, lisológicas. Diríamos, reutilizando la metáfora de don Quijote a propósito de las traducciones como tapices, que se parecen más a las figuras del reverso del tapiz, llenas de hilos sueltos. Pero entonces se exige dar una muestra de este tapiz según su anverso. Pues bien creemos poder entender ahora este cuadro mirando al anverso, ajustando nuestra interpretación puntualmente a las morfologías cromáticas que representa.
En primer lugar, tomando en consideración la tablilla o titulus que corona la cruz dorada porque es ella la que pide una interpretación en términos de la racionalidad católica (universal) relativa al imperio español. Añadiríamos aún más, el propio titulus, sin perjuicio de que pueda ser interpretado como un lema o como una institución discursiva, como ya se ha sugerido, podría verse como un mapa anicónico que resulta ser a la vez un epítome de la obra en su conjunto. Es esta figura cromática que reproduce en griego, latín y español la idea de Imperio Católico Universal la que a través de las mismas entronca con el Imperio Romano y con el Imperio de Alejandro. De ahí, en segundo lugar, que la cruz dorada tenga tanta importancia. En efecto, esta cruz reforzando el dogma de la Trinidad apoyándose sin duda en el propio título (Amén. Por los siglos de los siglos) supone una alegoría del mismo Dios católico, el Dios de la Teología Dogmática en sus funciones salvíficas, de la misma racionalidad. Y con esto entramos ya, en tercer lugar, en la propia idea de racionalidad representada aquí por el molino de Pitágoras. Consiguientemente, verificamos cómo Ada Pérez García ha ordenado sus figuras cromáticas desde el anverso de su pintura-tapiz, representando a través de sus morfologías cromáticas, de una manera positiva, una tesis genuinamente materialista: ¡Dios salve la Razón!{20}
Concluimos. Ada Pérez García, desde su espacio pictórico, ha encontrado una veta de gran productividad para llevar adelante su programa iconográfico. Un yacimiento desde el que ir produciendo, paciente y sólidamente, estroma tras estroma, un estilo que conociendo retales, bastidores y diversos tipos de mimbres remonta las escarpadas sendas de los respectivos talleres para alumbrar unas pinturas-tapiz que ofrecen a quien las contempla verdaderos retazos. Son los retazos de un mapa, de un discurso filosófico tejido con las ideas urdidas por Gustavo Bueno. Y así el programa iconográfico de Ada Pérez –y en concreto la pintura-tapiz que aquí nos convoca– participa desde una perspectiva singular en el desarrollo del sistema estromático del materialismo filosófico. La representación que ofrece en Amén. Por los siglos de los siglos supone, hasta cierto punto, un mapa cuyo levantamiento entraña una serie de coordenadas muy precisas y no otras. Solo resta decir que sin estas coordenadas, sin las ideas ontológicas, gnoseológicas y antropológicas del Materialismo Filosófico este cuadro-mapa de Ada Pérez hubiera sido seguramente muy distinto.
Pola de Laviana, 14 de mayo de 2019
——
{1} Catalogo, I Bienal “San Lucas” de arte contemporáneo, Plasencia, mayo 2019.
{2} Michel Foucault, La pintura de Manet, Alpha Decay,Barcelona 2005, pág. 26.
{3} Tomás García López, “Pinceladas materialistas”, en El Catoblepas, número 179, pág. 1.
{4} Gustavo Bueno, “El mapa como institución de lo imposible”, en El Catoblepas, número 126, pág. 2.
{5} Kima Guitart, Silvia Japkin y Dolors Puidgemont, Hilvanando Encuentros, Museo Nacional de Artes Decorativas, Madrid, noviembre 2018-enero 2019 (en línea https://mav.org.es/hilvanando-encuentros-kima-guitart-museo-nacional-de-artes-decorativas-madrid/).
{6} Ibidem.
{7} Ibidem.
{8} Véase su página: http://www.hernandezpijuan.org/
{9} Véase su página: http://www.celiaeslava.es/noticias.asp
{10} George Dikie, El círculo del arte, Paidós, Barcelona 2005, 154 págs.
{11} Gustavo Bueno, Etnología y utopía, Ediciones Júcar, Valencia 1971.
{12} Francisco I, “Audiencia a los ‘Patrons of the Arts’ de los Museos Vaticanos” (2018), en Catálogo de la I Bienal “San Lucas” de arte contemporáneo de Plasencia, Plasencia 2019, pág. 3.
{13} Gustavo Bueno, “Más allá de lo Sagrado: un análisis del proyecto del mural de Jesús Mateo” en El Catoblepas, número 122, pág. 2.
{14} Una expresión que se rastrea sin dificultad en las Escrituras: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Iª Pedro 4:11); “y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 1:6); “Y siempre que aquellos seres vivientes dan gloria y honra y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se postran delante del que está sentado en el trono, y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del trono, diciendo” (Apocalipsis 4:9-10); “y juró por el que vive por los siglos de los siglos, que creó el cielo y las cosas que están en él, y la tierra y las cosas que están en ella, y el mar y las cosas que están en él, que el tiempo no sería más” (Apocalipsis 10:6).
{15} María Victoria Escribano Paño, “El cristianismo marginado: heterodoxos, cismáticos y herejes del siglo IV”, en Manuel Sotomayor & José Fernández Ubiña, Historia del cristianismo I, Trotta, Madrid 2011, págs. 399-480.
{16} Philip Ball, La invención del color, Turner/FCE, Madrid 2003, 460 págs.
{17} Gustavo Bueno, “El mapa como institución de lo imposible”, en El Catoblepas, número 126, pág. 2.
{18} Tomás García López, “Pinceladas materialistas”, en El Catoblepas, número 179, pág. 1.
{19} Cervantes Saavedra, Miguel de, Don Quijote de la Mancha (Ed. Francisco Rico), Crítica, Barcelona 2001, pág. 1144.
{20} Gustavo Bueno, “¡Dios salve la Razón!” en Benedicto XVI & alt., Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 57-92.