El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 188 · verano 2019 · página 14
Libros

Hernán Cortés, artífice de México

Carlos M. Madrid Casado

Sobre el libro La conquista de México. Una nueva España de Iván Vélez (Esfera de los Libros, Madrid 2019)

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Aunque a primera vista no lo parezca, no estamos ante otra historia fenoménica de la conquista de México, sino ante una verdadera historia filosófica de la conquista. Iván Vélez no se limita a narrarnos unos hechos más o menos relatados ya por otros (Cortés, Gómara, Bernal, Cervantes de Salazar, &c.), sino que procede a sistematizarlos, no renunciando a abordar ciertos temas polémicos que salen al paso. Estamos, en suma, ante una reconstrucción racional de la conquista de México hilvanando reliquias (documentos y monumentos) desde las coordenadas de una filosofía materialista de la historia como la expuesta por Gustavo Bueno en España frente a Europa (Vol. I. Obras Completas, Pentalfa, Oviedo 2019).

Por descontado, en el libro se repasan los principales hitos de la conquista, con un ameno estilo épico-irónico a la par que impresionista, rico en matices, que contribuye a dar vívidos colores a los sucesos acaecidos entre 1519 y 1521. Así, el lector asiste a la partida de la expedición de Cuba, no exenta de tensión entre Cortés y el gobernador Velázquez; la batalla de los “centauros” en Centla; el encuentro con Doña Marina; la fundación de Veracruz; la “quema” de las naves (más bien, aclara Vélez, el darlas al través o barrenarlas); la guerra y posterior alianza con los tlaxcaltecas; la matanza de Cholula (“acordé de prevenir antes de ser prevenido”, cf. pág. 110); la esplendorosa entrada en la ciudad lacustre de Tenochtitlán, que terminó convirtiéndose en una ratonera, pese al prendimiento y cautiverio de Moctezuma; la audaz derrota de Pánfilo de Narváez; la Noche Triste; la victoria de Otumba; el asedio final por tierra y agua a la capital del imperio azteca; y la pacificación de los territorios en la frontera de la Nueva España, con un Cortés incansable, que tan pronto emprendía la desastrosa expedición a Las Hibueras como soñaba con hacerse a la mar del Sur en dirección a las Islas de la Especiería.

Pero lo que aquí nos gustaría resaltar son varias de las ideas filosóficas que se desprenden del libro de Iván Vélez. Primeramente: el sujeto protagonista de la historia no es un individuo o un conjunto de individuos sino una pluralidad de grupos, unos frente a otros, tanto entre las filas españolas (cortesianos, velazqueños, &c.) como entre las filas indias (aztecas, tlaxcaltecas…). Lo que, como cuenta Vélez, está más en sintonía con las páginas escritas por Bernal, siempre dispuesto a vindicar a su capitán Alvarado y a sus compañeros de armas, que con las páginas de Gómara, el capellán de Cortés, más tendente a la hagiografía.

Otra idea que no pasa desapercibida es que no existe el indio, un sujeto tan inexistente como idealizado, el buen salvaje habitante de una Arcadia feliz. La realidad es que el Anáhuac era un mosaico de naciones étnicas en biocenosis, que convivían más de forma violenta que en armonía. Muchos pueblos, como las tlaxcaltecas, encontraron en los barbudos unos excelentes aliados para sacudirse el yugo azteca: su continua demanda de corazones y sangre fresca, así como las prohibiciones de vestir ropas de algodón y plumería o consumir cacao y sal (cf. capítulo 1). Cortés operó, según esto, como un libertador de los pueblos sojuzgados por los crueles aztecas, debiéndose el éxito más a su talante diplomático (divide et impera) que a la capacidad bélica de su reducida hueste.

En tercer lugar, hay que dejar constancia de que la mortandad a causa de la viruela y otros factores bacteriológicos comenzó ciertamente a hacer estragos durante la conquista, pero lo hizo tanto sobre los indios enemigos como sobre los indios aliados. Pese a que últimamente cada Doce de Octubre los indigenistas y los afectados por la leyenda negra de esta y la otra orilla de la mar del Norte hablen en sus proclamas de un genocidio, los rostros de los hispanoamericanos del presente evidencian que no hubo tal. Tanto las ordenanzas dictadas por Cortés como las emanadas desde la Península nunca cuestionaron la humanidad de los indios, buscando velar por sus personas. Si había que convertirlas a la fe católica, acabando con sus macabras costumbres (idolatría, sacrificios, antropofagia…), o si simplemente había que conservarlas para que trabajasen, su exterminio no podía entrar en los planes y programas imperiales. Además, el libro de Iván Vélez da testimonio del fin de la pureza racial, pues el mestizaje entre españoles e indios comenzó por los capitanes cortesianos, casados muchos de ellos con indias principales (incluso el propio Cortés tuvo un hijo muy querido con Doña Marina, Martín, uno de los primeros “novohispanos”).

En el capítulo 5, titulado sintomáticamente “La estrategia de papel”, Vélez analiza los prudentes pasos dados por Cortes para poblar el nuevo continente. Pese a no tener claramente derecho a ello, conforme a la ambigua instrucción otorgada por Velázquez, Cortés, en ausencia de otra autoridad efectiva, devolvió el poder que ostentaba a la comunidad (casi siguiendo con ello el canon tomista y la doctrina escolástica del pactum translationis, cf. pág. 63), que a su vez se lo volvió a transmitir, solicitándole que nombrara alcalde y regidores de cara a la fundación de la nueva ciudad de Veracruz. Todo lo cual se registró ante escribano, pues al rey se debía tanto el quinto real como el aparato documental generado por la conquista y poblamiento. El éxito militar posterior y la consolidación de la villa, sumado a las hábiles cartas de relación escritas por el propio Cortes y las peticiones del nuevo cabildo, hicieron el resto ante el Emperador Carlos y sus consejeros en la Corte. La espada, la cruz y la pluma caminaban al unísono. Para Vélez, estos hechos no arrojan sombra de traición sobre el conquistador de Medellín, sino que demuestran el carácter colectivo de la decisión tomada en las playas de Veracruz.

Hacia el final del libro nos sumergimos en el avispero que fue el México recién conquistado. Asistimos al conflicto entre las directrices cortesianas, encaminadas a fundar una aristocracia neofeudal de encomenderos, y el corpus de las Leyes de Indias impulsadas por la Corona. Estas últimas perseguían simetrizar aquellas sociedades del Nuevo Mundo respecto de la sociedad hispana del Viejo Mundo bajo la tutela, no de los antiguos conquistadores o sus descendientes (como quería Cortés y la soldadesca), sino de los oficiales reales designados para ello. A la postre, la experiencia novohispana rectificó parte de los errores cometidos en las Antillas. Los actos de codicia o depredadores, que los hubo, no pueden ocultar que las Indias no eran colonias sino virreinatos, con todas sus instituciones distintivas (virreyes, audiencias, visitadores, cabildos, plazas de armas, trazados hipodámicos, catedrales, universidades...). No todo fue –por decirlo con un prócer negrolegendario– “minas y esclavos” (unos esclavos, aclara Vélez, que sólo podían capturarse legítimamente cuando los indios daban guerra, marcándolos por esta causa con una G, pues la esclavización de indios estaba prohibida desde las Leyes de Burgos de 1512).

Del último capítulo se desprende la idea de España como imperio generador de, en este caso, un virreinato: la Nueva España. Un nombre debido supuestamente a Grijalva, pero que aparece por vez primera escrito en una diligencia de probanza relacionada con la conquista, y cuya elección –señala Vélez– es muestra del ánimo de reproducción de la sociedad política de partida. Trescientos años después, el imperio español saltaría por los aires ante los embates de los imperios francés e inglés, pero no puede despreciarse que lo haría precisamente por las “junturas naturales” de la monarquía hispánica, es decir, por las líneas de demarcación de los virreinatos, los reinos y las capitanías trazadas con el objetivo de simetrizar a los españoles americanos con los españoles peninsulares. En ningún caso se recuperarían tras la emancipación las fronteras originales del imperio azteca. Ésta es la razón por la cual autores mexicanos como José Vasconcelos o Juan Miralles califican a Hernán Cortés de padre o inventor de México. Pues la nación política mexicana de hoy es antes hija del virreinato novohispano que de los antiguos aztecas (empezando por la lengua: el español).

Junto a su anterior libro (El mito de Cortés, 2016), y el cúmulo de artículos en prensa (como su respuesta a AMLO en El Mundo, “La conquista de México, un gradual proceso de mestizaje”, 26-III-2019), el presente libro constituye a Iván Vélez como uno de los grandes conocedores de la figura de ese héroe, escritor y empresario que fue Hernán Cortés, así como el cronista de nuestro de tiempo de unos hechos que 500 años después siguen marcando el devenir histórico de 500 millones de hispanohablantes.

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