El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 190 · invierno 2020 · página 9
Artículos

Pecados originales del régimen de 1978

Pedro Carlos González Cuevas

Estado de las Autonomías, partitocracia, europeísmo y otros lastres

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“Es una ilusión pueril creer que está garantizada en alguna parte la eternidad de los pueblos; de la historia, que es una arena toda de ferocidades, han desaparecido muchas razas como entidades independientes” (José Ortega y Gasset)

A modo de introducción

“La falta de pensamiento es un huésped inquietante que en el mundo de hoy entra y sale por todas partes. Porque hoy en día se toma noticia de todo por el camino más rápido y se olvida en el mismo instante con la misma rapidez. Así, un acto público sigue a otro. Las celebraciones conmemorativas son cada vez más pobres en pensamiento. Celebración conmemorativa y falta de pensamiento se encuentran y concuerdan perfectamente”.{1} Así se expresaba el filósofo Martin Heidegger en su intervención en los actos conmemorativos del 175 aniversario del nacimiento del compositor Constantin Kreutzer. Viene esta cita a colación al celebrarse el cuarenta aniversario de la aprobación por referéndum del texto constitucional de 1978. Significativamente, el sociólogo y comentarista político Enrique Gil Calvo, plenamente inserto en el régimen político vigente, señalaba que este aniversario no debía celebrarse, “pues la democracia española se encuentra atravesando una crisis agónica de imposible solución”.{2} Sin duda, hubiera sido necesaria una auténtica y profunda autocrítica en el campo político e intelectual español. Sin embargo, las celebraciones se han caracterizado por la rutina oficial y la indiferencia popular. Felipe VI, el actual Jefe del Estado, no sólo reivindicó la figura de su progenitor Juan Carlos I, de trayectoria vital y política algo más que discutible, sino que dio un apoyo cerrado a la transformación territorial y social experimentada por España en los últimos cuarenta años bajo la vigencia de la Constitución. Reconoció, en concreto, los profundos cambios “en la estructura territorial” dando su beneplácito. “Nunca antes en nuestra historia se había diseñado y construido una arquitectura territorial con tan profunda descentralización del poder político, y el reconocimiento y protección de nuestras lenguas, tradiciones, culturas e instituciones. Señaló, sin embargo, “la vocación integradora” de la sociedad, que dijo “no supone uniformidad, ni significa olvidar o suprimir la diversidad territorial, ni negar la pluralidad, sino asumir a todas ellas en una realidad común en la que caben diferentes modos de pensar”. Quiso dejar clara su voluntad de garantizar la continuidad de la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado. Y afirmó que la Corona “está ya indisolublemente unida a la democracia y a la libertad en España”. Y hubo igualmente un reconocimiento a “los avances en derechos civiles y en la protección e igualdad de la mujer”, todos ellos “conquistas indiscutibles en una sociedad avanzada y madura”.{3}

Nada nuevo, pues, bajo el sol. En realidad, solo le faltó al actual Jefe del Estado afirmar que los españoles habían sido, a lo largo de estos cuarenta años, “justos y benéficos”, como se decía en uno de los artículos de la Constitución de 1812. A ese respecto, recuerdo que Raymond Aron solía decir que la democracia liberal era “el único régimen que confiesa, mejor aún, que proclama que la historia de los Estados está, y debe estar, escrita en prosa y no en verso”.{4} En España todavía no parece que hayamos salido del ditirambo. Y es que desde hace cuarenta años se nos ha ofrecido, por parte de cierta prensa y cierta historiografía, la “cara” del actual régimen político. Ahora es preciso analizar y señalar su “cruz”, es decir, las disfunciones del Estado de las autonomías, la partitocracia, la asfixiante hegemonía de la izquierda cultural, tan “feliz” como mediocre, o el un tanto infantil eurofundamentalismo español.

Esta ausencia de autocrítica resulta alarmante. Y es por completo inútil hacer referencia a los comentarios proferidos por los portavoces de los partidos autodenominados “constitucionalistas”, algunos de los cuales, en concreto el Partido Popular, llevados de su fervor, intentaron articular, siguiendo los planteamientos de Dolf Sternberger y Jürgen Habermas,{5} una especie de “patriotismo constitucional”, que, finalmente, terminó en la mayor de las inanidades. Y es que sin la nación no puede existir la constitución. Es decir, los valores que dan cuerpo al “patriotismo constitucional” o son valores expresados por la historia nacional, por las tradiciones, o no son nada. Los esperantos iluministas suelen tener, por lo general, y la España actual es un buen ejemplo de ello, malas traducciones políticas. Como señala el gran filósofo escocés Alasdair MacIntyre, las personas requieren la pertenencia a comunidades históricas concretas tanto en la formación de identidades personales y culturales como en el desarrollo de una ética, sin por ello perder la capacidad de juzgar como negativo algunos aspectos de su nación o cultura.{6}

En realidad, todos sabemos que, hoy por hoy, las elites políticas e intelectuales, sobre todo las autodenominadas “constitucionalistas”, viven en la más absoluta perplejidad y carecen de un proyecto de reforma. Frente a la ofensiva secesionista y neocomunista, su postura es, ante todo, reactiva, sin capacidad proyectiva y autocrítica. Siguen anclados en el “mito” de la Santa Transición, cada vez menos operativo políticamente. Y es que tanto la Constitución como el régimen de 1978 padecen un grave proceso de deslegitimación. Tras la etapa de José Luis Rodríguez Zapatero muchas de las certezas –o pretendidas certezas– sobre la estabilidad de la vida social y política española se evaporaron sin remisión. Naturalmente, no podemos sostener racionalmente que Rodríguez Zapatero, a pesar de todos sus errores, sea el principal culpable de la crisis global que nos atenaza. Siempre será preciso tanto en historia como en el análisis de carácter político no confundir la chispa con el combustible. Y es que el proceso de transición del régimen autoritario al régimen de partidos, se llevó a cabo con unos moldes muy frágiles e improvisados. No obstante, las mayorías absolutas y cierta prudencia política por parte de algunos dirigentes del PSOE y del Partido Popular lograron ocultar la precariedad de esos fundamentos. Tuvo que venir, y para colmo como consecuencia de un cruento atentado terrorista, un político de las características de Rodríguez Zapatero para que se pusiera de manifiesto con toda rotundidad las debilidades de nuestra situación político-social. Su insistencia en la reforma del Estatuto de Cataluña, su proyecto de Memoria Histórica, su deplorable ignorancia en materia económica y relaciones internacionales fueron factores de indudable trascendencia en el agravamiento de la crisis. Y es que, a diferencia de lo sustentado por un historiador y analista político no excesivamente lúcido,{7} el proceso de transición al Estado de partidos tuvo numerosos “pecados de origen”. En esto, como en otras cosas, hay que ser profundamente católico.

Lo que hay que dejar meridianamente claro es que el texto constitucional de 1978 dista mucho no ya de una humanamente inalcanzable perfección, sino de la funcionalidad que sus apologetas le atribuyen. Hace algunos años, Alejandro Nieto tuvo la osadía de aplicar el análisis realista del gran Ferdinand Lassalle a la Constitución de 1978. Para el catedrático de la Universidad Complutense, el texto constitucional de 1978, a la altura de 2012, había perdido ya su “sacralidad inicial”: “Primero se constató que el pretendido consenso no era tal puesto que todas las cuestiones importantes habían quedado pospuestas. Luego se pusieron en duda los pilares en que se apoyaba –nación, nacionalidades, autonomía, soberanía, ciudadanía, monarquía– así como el alcance de todos de todos y cada uno de los derechos fundamentales. Y lo peor vino cuando se analizó el grado de aplicación de sus principios. Porque resultó que la separación de poderes no existía, que los derechos fundamentales no estaban garantizados por los tribunales; que los partidos políticos eran instrumentos de oligarquías cerradas; que los órganos constitucionales –el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo– no funcionaban; que la Administración de Justicia se había derrumbado; que en las deliberaciones de las Cortes se practicaba sistemáticamente el absentismo y el rigor partidista en las votaciones; que el Senado era un trasto inútil; que el régimen electoral era injusto, &c., &c.” Como hubiera dicho Lassalle, la Constitución se había convertido en “una hoja de papel”, mera cobertura de los poderes sociales reales, es decir, los sindicatos “sin afiliados, pero con subvenciones oficiales”; los partidos políticos “que han asaltado y ocupan los aparatos del Estado hasta convertir la Democracia formal en partitocracia real; la Prensa, que controla la opinión pública; la Banca, los mercados; las mafias de narcotraficantes, prostitución , armas y otras mercancías y otros servicios menos populares; las Comunidades Autónomas y grandes Ayuntamiento y un largo y desasosegador etcétera”. A ello añadía Nieto la “falsificación del pasado” mediante la incorporación de “elementos simbólicos e incluso mágicos” a la hora de legitimar el régimen político vigente, sobre todo en el caso de las comunidades autónomas o en el de la demanda de “memoria histórica”.{8}

1. El Estado de las autonomías: la desnacionalización de España

La crítica era tan valiente como certera, pero en modo alguno original. Ya en el proceso constituyente, se produjeron una serie de intervenciones de políticos e intelectuales, cuyos lúcidos análisis presagiaban lo que ahora sufrimos. Militaban en todas las tendencias políticas: antiguos ministros de Franco, democristianos, social-demócratas o liberal-conservadores. Su gran preocupación fue, en primer lugar, la inclusión del término “nacionalidades” en la Constitución, y posteriormente el desarrollo del denominado “Estado de las autonomías”. Para el filósofo Julián Marías, la introducción de los términos “nacionalidades” y “regiones” establecía una “arbitraria desigualdad entre sus miembros”. No menos grave resultaba, a su juicio, la sustitución de “lengua española” por la de “castellano”, a la hora de dar una denominación al idioma oficial. Todo lo cual demostraba la existencia de grupos políticos “aquejados de insolidaridad”, a los que no les interesaba en absoluto el conjunto de España, salvo para “desarticular la estructura nacional”.{9} Por su parte, el viejo líder democristiano José María Gil Robles opinaba que el concepto de “nacionalidad” presuponía el reconocimiento de una entidad que podía aspirar a “constituirse en Estado”; y ello en una época a la que “no parece corresponderle crear nuevas fronteras, sino abrir aún más las existentes”. Denunciaba la ambivalencia entre autonomía y autogobierno, “que no son conceptos intercambiables”; y la admisión de los derechos históricos de los territorios forales en la “desdichada disposición adicional”. Gil Robles censuró, además, la concesión general de preautonomías en vez de esperar a la aprobación del texto constitucional o sin elaborar siquiera una ley marco.{10}

No muy lejos de aquella perspectiva se encontraba el antiguo ministro de Franco, Laureano López Rodó, para quien el término “nacionalidades” era “un concepto jurídico impreciso en su aplicación a nuestro Derecho interno”; pero que estaba “muy bien definido y tiene una carga peligrosísima en la doctrina y en la práctica del Derecho Internacional”. López Rodó se mostraba partidario de una cierta descentralización a nivel administrativo, pero tal proceso descentralizador no debía propiciar “una burocracia paralela que despliegue los órganos e interfiera sus funciones”. Tampoco podía encubrir “un federalismo vergonzante”. Menos aún aproximarlo a la construcción de un “embrión de Estado con la secreta intención de declararse independiente en el primer momento en que el debilitamiento del sentido de unidad de España no permitiera”. Temía el político catalán que el proceso autonomista pudiera dar al traste con el Estado y que mantuviese “indefinidamente abierto el período constituyente”. El Estado autonómico no era unitario, ni federal, tampoco, como en el caso italiano, un tipo intermedio de Estado regional. La autonomía podría conducir a “la ruptura de la unidad económica, de la unidad de mercado, de la unidad de la Hacienda Pública, de la unidad del ordenamiento jurídico, de la unidad cultural y de la unidad política de España”.{11}

De la misma forma, otro ministro de Franco, Gonzalo Fernández de la Mora denunció el Título VIII de la Constitución como “una antología de ambigüedades”, señalando las contradicciones entre un artículo 149 que enumeraba las treinta y seis materias que eran competencia exclusiva del Estado y un artículo 150 que decía que las competencias podrían ser delegadas en las comunidades autónomas; lo que era una de las muchas “trampas mortales” en la que había caído el gobierno de Unión del Centro Democrático en su relación con los partidos nacionalistas. Más grave aún era que se hubieran negociado los estatutos con “plenipotenciarios de las comunidades autónomas”, elaborando una legislación “como si fuera un tratado internacional”; lo que implicaba una “escisión de soberanía”. Además, a partir de la experiencia catalana y vasca el proceso se haría extensivo al resto de las regiones. Con todo, el principal error era “la pretensión de inventar el primer Estado autonómico del mundo en unos meses y con reuniones bilaterales de emergencia… y apenas sin precedentes internacionales”.{12} A juicio de Fernández de la Mora, el proceso de descentralización no iba a dar cohesión nacional a España, porque las autonomías se habían convertido en un fin en sí mismo, en “proyectos regionales y aún locales; pero no nacionales, y desde el punto de vista de España están resultando desnacionalizadoras”. En ese sentido, una interpretación extensiva de la Constitución podría llevar a “la balcanización de España, o sea, al límite de las tensiones locales”. Finalmente, el texto constitucional se había convertido en “una ley de fomento de la plurinacionalidad”.{13} Veinte años después, consideraba que el modelo de Estado se encontraba “todavía in fieri y el proceso constituyente ni ha terminado ni se adivina su conclusión”.{14}

Como diputado de Alianza Popular, Fernández de la Mora defendió, en consonancia con sus planteamientos, que el artículo 2º del proyecto constitucional comenzara diciendo, “España, patria común e indivisible de todos los españoles”; que se suprimiera el término “nacionalidades”; y que se añadiera al artículo en el que se reconocía la unidad de la nación española , “dentro del principio de solidaridad”, ya que, a su juicio, el mayor peligro del sistema autonómico era “agrandar los desequilibrios socioeconómicos de las diferentes regiones”. Le contestó demagógicamente el diputado comunista Jordi Solé Tura, para quien Fernández de la Mora confundía la unidad nacional “con el dominio de una clase social cerrada”.{15}

Y es que el conjunto de la izquierda española reivindicó, desde el principio, el federalismo, el autonomismo e incluso el proceso de autodeterminación de las “nacionalidades”; y evitó la utilización del nombre de “España”.{16} No obstante, el socialdemócrata Luis García San Miguel manifestó, desde el principio, sus dudas y temores ante la generalización del proceso autonómico; y denunció que para algunos “la autonomía es la sala de espera de la independencia”. Al mismo tiempo, acusaba a la izquierda de generar problemas, al inventarse “las naciones y los pueblos del Estado español”. “Hasta hace poco tiempo –decía García San Miguel– la oposición simpatizaba con ETA”. En cualquier caso, a la vista de las reivindicaciones autonomistas no había más remedio que abordar el problema territorial, algo que llevaría a los españoles a pagar “un alto precio”.{17} José Luis López Aranguren consideró “irreversibles” las autonomías del País Vasco y Cataluña; pero advertía que era preciso que se conjugasen con “el principio de solidaridad entre todos los españoles”. Sin embargo, se mostró escéptico ante la fórmula de generalización de las autonomías, cuyo objetivo no era otro que “hacer tragar esas píldoras para todas las regiones españolas”. Así, el Estado de las autonomías conducía al montaje de “un aparato político regional con una clase política reclutada por diversos partidos unos minigobiernos, unos miniministros, un miniparlamento y unas miniburocracias políticas y administrativas que, sin disminuir la centralista, antes al contrario, vengan a multiplicar por el número de autonomías, el de los políticos con cargos públicos, el de los funcionarios, el de los llamados, con deliciosa expresión, gastos corrientes, el del enchufismo, como en otros tiempos se decía, el del despilfarro del gasto público, del que tan mal ejemplo nos ha estado dando, continuamente el Gobierno mismo”.{18}

Por desgracia, las sospechas de los intelectuales críticos iban a confirmarse con el tiempo. No en vano, uno de los historiadores orgánicos del régimen, Javier Tusell Gómez, señaló que la Constitución de 1978 significó el final del nacionalismo español que arrancaba de finales del siglo XVIII.{19}

Y es que, como ha señalado Fernando Molina, el Estado de las autonomías se ha convertido en un instrumento de nacionalización de las masas por parte de los grupos secesionistas. Y ha sido Cataluña donde se ha manifestado con mayor vigor este proceso. Bajo la égida de Jordi Pujol, el nacionalismo catalán logró politizar y monopolizar el conjunto de las instituciones catalanas y los lugares de socialización, “escuelas y casals, los programas de humor televisivo, los editoriales de los periódicos, los libros de texto, los programas institucionales conmemorativos de episodios del pasado y la gestión de la memoria local”. Al mismo tiempo, la estrategia nacionalista favoreció “la despolitización de las sociedades castellano-parlantes de la periferia industrial catalana, de origen inmigrante, que fueron colocados fuera de un consenso nacional dirigido por (y en beneficio de) las clases medias autóctonas, urbanas, semiurbanas, que constituían la base electoral del partido en el poder (CIU) y de su oposición independentista (ERC) y de las que provenía la elite dirigente del PSC”. Según Molina, la sociedad catalana “ha sido uniformizada en las décadas de 1980-2010 mediante políticas inspiradas en el paradigma de la ‘reconstrucción nacional’ o ‘estado nacionalizador’”, fomentado el “autoodio entre el colectivo social castellano parlante de extracción inmigrante”. En contraste, el Estado español no ha emprendido “una ‘senda nacionalizadora’ asimilable”, “el nacionalismo español se ha ubicado desde los años de la transición democrática en espacios discursivos y banales, pero no en una acción institucional homogeneizadora”. Y concluye Molina: “El independentismo, en definitiva, tiene futuro en España y la consecución de sus objetivos, si en un tiempo fue quimérica, resulta hoy día perfectamente posible dado que cuenta con un fértil humus cultural y político en que florecer”.{20} El hispanista francés Guy Hermet señala que en la sociedad española la lógica del Estado autonómico “induce al abandono de las ideas de voluntad nacional o de interés general, reemplazada por acuerdos negociados o, peor aún, por el mercadeo como el que practican los dirigentes de las comunidades autónomas, que tienden a comportarse de la misma manera que los representantes de los poderes centrales”: “En España, ha desaparecido el poder, que sólo funciona en vertical, de arriba abajo. Además, esta misma lógica permite explicar que la autoridad se inscribe no tanto en un lugar o en un aparato de poder (la capital y el Estado) como hasta hora, sino en un proceso difícilmente localizable y cuyos actores ampliamente cooptados no resultan siempre identificables”. En definitiva, España se presenta como un conjunto de “pueblos fraccionados y no solidarios”.{21}

No muy diferente, es el diagnóstico de Dalmacio Negro Pavón, para quien el Estado de las autonomías destruye la nación histórica y el Estado, “dividiéndolos en pequeños estados-nación semisoberanos, algunos de los cuales reclaman ya la soberanía”. “Es una anárquica Kleinstaterei que recuerda a la del Imperio alemán en la época muy bien descrita por Hegel”. “Los nacionalismos se han intensificado y extendido mediante la ingeniería social convertida e incluso alentada desde el Estado. Hasta da la impresión de que el Gobierno central, que dirige oficialmente el consenso, quisiera sustituir el idioma español como lengua común o lingua franca por el inglés, para satisfacer a las oligarquías locales que, fundamentando su ‘nacionalidad’ en sus lenguas particulares, mezclándolas con un etéreo racismo historicista, odian el español, la lengua común”{22}.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes describen el Estado de las autonomías como “un nuevo feudalismo” caracterizado por la “improvisación”; es un “Estado sin territorio”. “Un sistema feudal con perfiles nuevos, pero en el que se advierten ciertos rasgos del orden antiguo, caracterizados por el hecho de que, en él, el interés predominante del noble –señor territorial y hacendado– se dirigía al disfrute –sin tapujo alguno y en disputa con el rey– de su posición económica, social y política”. El neofeudalismo se caracteriza, por un lado, en el “afianzamiento de la influencia política de los señores territoriales hasta donde lo permiten las combinaciones parlamentarias y los acuerdos coyunturales; de otro, apartamiento particularista –e insolidario– de la estructura común del Estado”.{23}

Ignacio Sotelo estima que el Estado de las autonomías ha supuesto “un proceso abierto” hacia la secesión de Cataluña y el País Vasco. “Por escandaloso que suene a algunos, la Constitución de 1978, lejos de corregirlas, ha favorecido las tendencias centrífugas”; y, además, implica “unos costos impagables, que lo hacen a la larga inviable”. Por si fuera poco, su propia lógica lleva a la “confederación”, que, a corto plazo, llevaría a la disolución del Estado.{24}

Para el economista Lucio A. Muñoz, el paro estructural que padece la sociedad y la economía españolas ha sido creado por el Estado de las autonomías, a causa de la insoportable presión fiscal y los altos costes laborales, “todo ello consecuencia del mantenimiento despilfarrador y corrupto Estado autonómico”. Y es que el Estado se apropia entre impuestos directos y cotizaciones sociales del 40% del coste laboral de cada asalariado en España, a lo que hay que añadir el coste que suponen los impuestos directos, tales como el IVA. Además, la Administración se veía ocupada por “miles de empleados públicos sin oposición y enchufados por los partidos políticos, que se encuentran acomodados laboralmente en administraciones, universidades, empresas públicas, televisiones, fundaciones y todo tipo de organismos regionales deficitarios y subvencionados”. Cataluña y Andalucía eran las autonomías que habían disparado el gasto empresarial. “Y ello porque ninguna de las cuatro principales formaciones políticas aboga para eliminar las CC.AA. o, al menos, por reducir las competencias y redimensionar las estructuras político –administrativas y públicas– empresariales de las mismas, máxime cuando muchas autonomías incumplen el objetivo de déficit sin ni siquiera valorar las multas que Bruselas impone a los Estados incumplidores”.{25} No muy lejos de esta perspectiva, se expresan Ramón Tamames y Antonio Rueda, que denuncian “la tendencia de hipergasto” de las comunidades autónomas, pese a que España acumula una deuda superior en 2017 al 100 por 100 de su PIB, de que no consigue cumplir con los objetivos de déficit público y de que la Unión Europea ha estudiado incluso imponer multas al país por su “pertinaz indisciplina fiscal”. Además, las autonomías acumulan más funcionarios y más gastos que, a pesar de las dificultades permanentes de la economía española: “hay 7.242 empleados públicos más en 2016 que en 2007, pesar de la congelación de la tasa de reparación o del cierre de empresas públicas” y la deuda autonómica “se acerca a los 300.000 millones”.{26}

En cualquier caso, como ha señalado José Ramón Parada, el actual modelo de descentralización política ha sido un fracaso sin paliativos.{27} No en vano, hoy, no sólo no se encuentra solución al problema, sino que los independentistas catalanes llevan la iniciativa en la política española.

2. Partitocracia

Tampoco el actual régimen político español ha resultado un modelo de representatividad. Y es que la Constitución de 1978 no instauró, en realidad, una democracia de carácter representativo, sino un Estado de partidos,{28} o, si se quiere, una “partitocracia”. Pionero en esta denuncia fue de nuevo Gonzalo Fernández de la Mora, en un libro titulado significativamente La partitocracia, en cuyas páginas sostuvo que la democracia liberal evolucionaba, por la propia dinámica social y política, en una mayor oligarquización. El punto esencial desea evolución se encontraba en que el control decisivo de la vida política había pasado de los parlamentos a las cúpulas de los partidos. Por ello, la democracia liberal desembocaba inevitablemente en la “partitocracia”, cuyos efectos en la vida política no podían ser más destructivos, ya que anulaba la división de poderes, la dialéctica parlamentaria, la autodeterminación de los electores e incluso el gobierno de la mayoría.{29}

Bastantes años después, el siempre incisivo Alejandro Nieto no dudó en calificar de “descarado y certero” el diagnóstico de Fernández de la Mora. Y es que el autor de La partitocracia se había atrevido a plantear un tema “tabú” para el sistema político vigente: “Declarar un tema tabú –denunciaba Nieto– es la última defensa de un sistema que se considera tan vulnerable que no acepta la discusión y que, además, no repara en poner en entredicho, y sin posibilidades de defensa, a quienes pisan –como ahora se dice– un terreno políticamente incorrecto”. Para Nieto, no existía la menor duda de que “la pregonada democracia es en realidad una partitocracia”, que descansaba fundamentalmente en la manipulación mediática.{30}

Ante una realidad política cada vez más corrupta e hiriente, una minoría de politólogos, sociólogos, filósofos, intelectuales y periodistas comenzaron a ejercer una desmitificadora labor crítica, que, al menos en parte, coincidía con lo sustentado por Fernández de la Mora y Alejandro Nieto. Así, Luis de Velasco y José María Gimbernat describían el sistema político actual como una “democracia plana”, “de baja intensidad”, que padecía una profunda “crisis de legitimidad”; y donde las consideraciones democráticas “se inclinan ante las oligarquías partidistas y los poderes reales de la sociedad”. Denunciaban la influencia de los partidos nacionalistas, que se veían favorecidos por la legislación, “sobreprimando claramente su representación y dándoles un poder real muy superior a su respaldo electoral”. No menos grave resultaba que el Estado de las autonomías había supuesto “el duplicamiento, incluso el triplicamiento de funciones con el correspondiente efecto negativo en burocratismo y gasto público”, así como la lacra permanente del “nepotismo”. El senado, señalaban, “casi nadie sabe para qué sirve”; y el Parlamento se encontraba absolutamente debilitado ante el poder de los partidos: “La opinión pública se pregunta para qué sirve el Parlamento, más cuando contempla cómo se vota según las órdenes que a mano alzada dan los portavoces o cuando ve el hemiciclo semivacío (…) El ciudadano además no se identifica con ningún diputado pues ha votado una lista cerrada del partido. El nexo representado-representante no existe”. Los partidos políticos se habían convertido “en organizaciones tan poco atractivas que su militancia es muy escasa”; y en realidad, “no son instrumentos de participación política”, sino “máquinas para intentar ganar elecciones”.{31}

En esa misma línea, el politólogo Manuel Ramírez denunciaba que el actual régimen político español era “una clarísima partitocracia”, en la que los principios fundamentales del parlamentarismo –representación, libertad, independencia– son sistemáticamente negados: “La institución que estamos estudiando deviene, por ello, en un conjunto de mónadas perfectamente orquestadas por la fuerza de la oligarquía del grupo. El único ápice de independencia posible reside en la posible disonancia entre el grupo y el partido. Entre dos oligarquías”. No menos negativo le parecía el desarrollo del Estado de las autonomías, una “expresión –dirá– ya de sí contradictoria”, cuya regulación equivale a un “auténtico desguace del Estado”. “Se ha caminado mucho más allá y con mucho más peligro. Sobre todo, equiparando nacionalismos tardíos construidos desde el particularismo (que es siempre menor y excluyente) con un nacionalismo que ha nacido del universalismo”. Por todo ello, Ramírez denunciaba “la estólida España de nuestros días” y “su escaso nivel cultural”.{32} No menos crítico se mostraba otro filósofo, Gustavo Bueno, para quien las democracias contemporáneas realmente existentes eran “plutocracias u oligarquías”, “partitocracias”, “en las que los individuos propiamente dichos carecen de toda capacidad de iniciativa”. La democracia parlamentaria tenía por base “listas cerradas y bloqueadas”; lo que hacía que el poder de los ciudadanos fuese “muy pequeño porque el individuo elector depende de las cúpulas de los partidos y de la eventualidad de que un partido político determinado se haga con el poder, sin perjuicio de su falta de proyecto o de sus proyectos puramente utópicos y, por decirlo así, frívolos”.{33}

A ello hay que añadir el predominio en el sistema político español del “clientelismo de partido”, sobre todo en algunas comunidades autónomas; lo que implica, una vez más, una “disturbación de la democracia”, al atacar, por su propia esencia, aspectos básicos como la igualdad de oportunidades y derechos. Uno de los aspectos más significativos es la utilización de los fondos y empleos públicos para la prestación de favores como base para la formación de clientelas. El control y asignación de recursos son las claves del ejercicio de este poder{34}; algo que ha favorecido la corrupción sistémica, como lo demuestran los casos Naseiro, Juan Guerra, FILESA, Casinos de Cataluña, Banca Catalana RENFE-San Sebastián de los Reyes, comisiones ilegales, los eres de Andalucía, la trama Gürtel en Valencia, &c., &c.

3. Monólogo político-cultural de una izquierda “feliz”

Sin embargo, durante bastantes años, este tipo de críticas fueron claramente bloqueadas en la esfera pública. A ese respecto, casi podríamos expresarnos en términos foucaultianos, de dominación y control del “discurso”, mediante una clara una clara “voluntad de verdad” destinada a excluir a los disidentes.{35} La izquierda, en sus distintas variantes, instauró una hegemonía cultural apabullante. Desde la transición, y aún antes, la izquierda española ha sido una izquierda “feliz”, en el sentido que Roland Barthes daba a esta palabra. Para el intelectual galo, Voltaire había sido “el último escritor feliz”, porque nunca tuvo que medir sus fuerzas con “ninguna fuerza viva, con ninguna idea, con ningún hombre que pudiera hacerle reflexionar seriamente (salvo en el pasado Pascal, y en el futuro Rousseau, pero los escamoteó a ambos): jesuitas, jansenistas o parlamentos eran grandes cuerpos anquilosados, vaciados de toda inteligencia”.{36} La izquierda configuró una especie de oligarquía cultural y mediática, cuyos principales representantes fueron, y en realidad siguen siendo, el diario El País y el grupo Prisa con la cadena radiofónica Ser, que, mediante múltiples rituales de exclusión simbólica, ha construido un sistema basado en la distinción entre discutidores legítimos y excluidos del debate social. El sociólogo Víctor Pérez Díaz criticó esa práctica social, cuando, al describir la vida cultural española, menciona la clara hegemonía de los “líderes exhortativos”, es decir, intelectuales al servicio de los partidos políticos y cuya función es la de estrangular la emergencia de ideas críticas mediante el método del “silencio sistemático”, en detrimento de los intelectuales “deliberativos”, independientes.{37} Significativamente, José Luis López Aranguren definió al diario El País como “nuestro gramsciano-neocapitalista intelectual colectivo, la empresa cultural de la España postfranquista”.{38} Y es que el diario madrileño ha sido, hasta ahora, el órgano intelectual por antonomasia del actual régimen de partidos, su gran legitimador. Sin embargo, a ese fenómeno es preciso sumar otros quizá incluso de mayor calado. En ese sentido, no andaba muy lejos de la realidad el cáustico Rafael Sánchez Ferlosio cuando denunció, con gran lucidez y valentía, el desprecio de la nueva clase política española hacia las elites intelectuales, a las que el socialista Felipe González se limitó a “comprar” mediante su manipulación en congresos presuntamente culturales exposiciones y subvenciones. Y denunciaba: “La cultura quedará cada vez más exclusivamente concentrada en la pura celebración del acto cultural, o sean identificada con su estricta presentación propagandística”. En el fondo, la política cultural socialista consistía en un “populismo caro; mejor dicho, carísimo, ruinoso”. Era, en fin, un “invento del gobierno”.{39} De esta forma, el actual régimen político logró crear una especie de “Estado cultural”,{40} con el claro propósito de orientar y dirigir la opinión pública dominante. Una política seguida igualmente por las comunidades autónomas, sobre todo en Cataluña, el País Vasco o Andalucía, inventando sus propias tradiciones, fiestas, monumentos e incluso “padres de la Patria”, iconos carismáticos, como Luis Companys o Francecs Maciá, José Antonio de Aguirre o Blas Infante. Como señala el lúcido Alejandro Nieto: “Los historiadores modernos hablan irónicamente de la simbología de los regímenes comunistas y autoritarios del siglo XX, pero pasan por alto las propias de los democráticos, no menos llamativas”.{41}

En el caso de la industria cinematográfica, por ejemplo, el decreto inspirado por Pilar Miró estableció un régimen de subvención anticipada a los rendimientos de taquilla a partir de la presentación del proyecto de filme, incluyendo el guión, el equipo técnico y artístico, el presupuesto y el plan de financiación. Mediante este sistema se estableció definitivamente la política de subvenciones y consolidó las relaciones entre los distintos sectores de la industria cinematográfica y el Estado. Una política que tuvo su continuidad bajo el ministerio de Jorge Semprún. En el caso de las comunidades autónomas, en Cataluña y el País Vasco se promocionó oficialmente un cine autóctono que excluyó a una “gran parte” de la población proveniente de la inmigración.{42}

Una realidad institucional que generó aquello que Guillén Martínez denominó “Cultura de la Transición”, es decir. “una determinada y asombrosa serie de reglas-tapón que empequeñecen y determinan el reconocimiento de un objeto de cultura”. “El resultado es una patología singular, la cultura más extraña y asombrosa de Europa”. “Se trata de una cultura (…) en que una novela, una canción, una película, un artículo, un discurso, una declaración o una actuación políticas están absolutamente pautadas y previstas. Se trata a su vez de una aberración cultural, que ha supuesto una limitación diaria y llamativa a la libertad de expresión, a la libertad de opinión, a la libertad creativa. A la libertad a palo seco”. Según Martínez, una “aberración” con la que se identificaban el PSOE e Izquierda Unida, aunque, finalmente, el Partido Popular intentó aprovechar sus mecanismos para “imponer tesis gubernamentales”.{43}

Los medios de comunicación hegemónicos convirtieron a la mayoría de los intelectuales y, en general, al mundo universitario en meros secuaces de lo que el gran Jorge Santayana denominaba “ley de la moda”.{44} Muy pocos pensadores fueron capaces de escapar o superar el cúmulo de presiones y coacciones psíquicas de todo tipo a las que han sido sometidos cotidianamente. Podemos decir, en ese sentido, que lo dominante, a lo largo de todos estos años, ha sido, en el campo específicamente cultural, una especie de “tolerancia represiva”.{45} Fenómenos supuestamente culturales, innovadores y vanguardistas como la grotesca “movida madrileña”, son hoy interpretados como un vehículo para “la formación de nuestro consentimiento a la degradación de las instituciones públicas y la mercantilización de la sociedad”. “Escuchando la música madrileña de principios de los ochenta cuesta imaginar que fuera contemporánea de los brutales conflictos laborales de la desindustrialización, de los asesinatos de ETA cada semana, de los inicios del terrorismo de Estado o de la epidemia de heroína que arrasó el país”.{46}

De la misma forma, el conjunto de la izquierda ha monopolizado el discurso feminista, desde una perspectiva no de mayor justicia social, lo cual resulta completamente plausible, sino desde los parámetros de lo que Kay Millett ha denominado “política sexual”, destinada a la destrucción de la familia natural y de la dominación “patriarcal”.{47} En ese sentido, no sólo ha supuesto una victoria política e ideológica de los partidarios de la legalización del aborto y de los matrimonios gays; ha sido la victoria de la peligrosa “ideología de género”, cuyo discurso tiene por base la presunción de que la identidad sexual no depende para nada del sexo biológico, sino de los roles sociales atribuidos a los individuos por la educación o la cultura. Las orientaciones sexuales serían independientes del sexo; el género resultaría exclusivamente de la interiorización social de un cierto número de condicionamientos, prejuicios o estereotipos, adquiridos por el efecto de las presiones culturales y sociales. Las diferencias de comportamiento que se observan entre niños y niñas, luego entre hombres y mujeres, se explican únicamente por la interiorización de esos estereotipos inculcados desde la infancia. En definitiva, la diferencia entre sexos no preexiste a su construcción social. Y es que el propio concepto de “género” no es, por supuesto, neutral. Desde la perspectiva de los partidarios de esta ideología, el “género” es una entidad moral, política y cultural, es decir, una construcción ideológica, mientras que el sexo es una realidad anatómica. Así, por ejemplo, el transexualismo o la homosexualidad son interpretados como una manera de subvertir el orden establecido al negarse a aceptar las diferencias biológicas. De ahí la profusión de términos que nombran las sexualidades minoritarias como “gay” o “queer” –de la palabra inglesa “extraño”, “poco común”–, las “transgens” –constatación de transexualismo y travestismo–. Al expandir en la sociedad civil el término “género” se intenta normalizar, dignificar o legitimar las prácticas sexuales consideradas aberrantes o degeneradas.{48}

Y es que en los medios de comunicación hegemónicos el lenguaje se utiliza de una forma claramente unidireccional, en la que los actos performativos de poder definen un entorno en que no cabe ninguna réplica; este lenguaje lo denomina J.A.G. Pocock, “politics of bad faith”, cuyo fundamento es la relación amigo/enemigo. Se define al “otro”, al discrepante, al disidente, de una forma que no admite réplica y con ello le lleva a su destrucción.{49} Tanto en su vertiente política como en su vertiente ideológica, los medios desarrollan una dialéctica que Arthur Schopenhauer había denominado “erística”, es decir, orientada en último término con el único objetivo de obtener la victoria en las disputas sin tener en cuenta para nada la verdad, mediante el recurso a la homonimia, a las falsas premisas, a los argumentos ad hominem, a la retorsio argumenti, al argumentum ad auditórium, al ataque personal, al argumentun ad verecundiam, a la inclusión de las afirmaciones de sus enemigos en la categoría de lo execrable, &c.{50} Un recurso permanente de estos sectores es la seudología o silogismo de falsa identidad; o, como diría Leo Strauss, al reductio ad Hitlerum.{51} Según Joseph Gabel, consiste en “disociar la totalidad concreta de las personas y de las doctrinas”; extraer de ella artificialmente un elemento idéntico y elevar esa identidad parcial a la categoría de identidad total. Gabel narra, a ese respecto, que en el Congreso del PCF en 1947, “uno de los oradores dijo en sustancia esto: <De Gaulle está en contra del comunismo; Hitler también lo estaba; luego De Gaulle es igual a Hitler”.{52}

Así, se ha instaurado una “neolengua”, cuyo motivo conductor no ha sido otro que inculcar en el conjunto de la población pensamientos “políticamente correctos”, tópicos, jerga estereotipada, &c. La “neolengua”, difundida machaconamente, insiste en palabras tales como “país”, “Estado español”, “constitucionalista”, “izquierda”, “autonomía”, “descentralización”, “democracia”, “libertad”, “tolerancia” o “feminismo”, cuyo contrapunto negativo es “conservador”, “derechista”, “derechización”, “fascista”, “nazi”, “ultraderechista”, “intolerante”, “patriarcalista”, “homófobo”, nacionalista español”, “españolista”, &c., &c.

En el campo historiográfico, autores como Manuel Tuñón de Lara, José Luis Abellán, Santos Juliá o Javier Tusell se convirtieron en auténticos “Guardianes de la Historia”, promoviendo una interpretación del pasado español muy sesgada ideológicamente, cuyo único objetivo era legitimar el nuevo régimen político.{53} Tuñón de Lara elaboró una historia marxista de la España contemporánea, apologética de la II República y del bando perdedor de la guerra civil.{54} Abellán inventó una trayectoria del pensamiento progresista español que arrancaba del erasmismo y que culminaba en la victoria de los socialistas en las elecciones de 1982.{55} Santos Juliá convirtió a Manuel Azaña en el icono intelectual y político de la España actual.{56} Javier Tusell defendió que la investigación histórica debía estar subordinada al consenso entre las elites historiográfica y las resoluciones del Congreso de Diputados.{57} Quizá, por ello, llegó a sostener, sin que nadie lo criticara, que el modelo de transición política español debería ser elevado nada menos que a la categoría de elemento fundador de la nación española, en cuya realidad histórica Tusell no creía en exceso; y es que ni la reivindicación de Gibraltar, ni unas glorias lejanas o discutibles; tan sólo “la hazaña histórica de construir su libertad con costes sociales reducidos y sin modelo inmediato a seguir”. Tal debía ser, a juicio del historiador catalán, la base histórica de un “nuevo nacionalismo español”. Al mismo tiempo, intentó construir en la figura de Juan Carlos I una especie de icono carismático, la figura del Rey Taumaturgo.{58}

En contraste, el régimen de Franco aparecía poco menos que como el compendio paradigmático de lo grotesco y de lo repugnante, algo que produce indignación y, al mismo tiempo, superaba los límites de lo absurdo. Lo grotesco y lo horrible se unían en este caso de un modo tal que, pese a que habían transcurrido ya muchos años del final de la guerra civil y de la muerte de Franco, aún permanecen en primer plano las acusaciones que, a veces, con bastante frecuencia, se convierten en auténticos ultrajes. Hoy, el régimen de Franco es interpretado no ya como una dictadura de carácter fascista, sino como un régimen “genocida”, represor y causante del atraso padecido por la sociedad española a lo largo de su existencia.{59} De ahí que no haya existido en España nada parecido a las polémicas historiográfica suscitadas en Alemania, Francia e Italia por Ernst Nolte, François Furet, o Renzo de Felice en torno al nacional-socialismo y al fascismo, que han tenido la virtud no sólo de plantear problemas políticos candentes en sus respectivas sociedades, en torno a los temas de las denominadas “políticas de la memoria”, sino en revolucionar, al menos en parte, la perspectiva historiográfica acabando con el monopolio de la interpretación marxista de la historia contemporánea europea.{60} Las leyes de memoria histórica, propugnadas por las izquierdas, son consecuencia de esa ausencia de debates y de los complejos de la intelectualidad de derechas.{61}

Esta narración truculenta y distorsionada ha sido transmitida por el cine y la televisión. Por ello, en algunas películas, según señala Vicente J. Benet, se establece “un diáfano enfrentamiento entre el bien (personajes intachables, con la rotunda e incontestable consistencia moral de las víctimas) y sobre todo el mal, casi siempre representado por caricaturas de militares y falangistas sádicos con bigotito, así como curas perversos”.{62} No deja de ser significativo que, en los cuarenta años de régimen de partidos, no se haya realizado –ni tan siquiera proyectado– una sola película, no ya favorable, sino comprensiva hacia el bando nacional. ¿Se le habrá ocurrido a alguien –me pregunto– lleva a la pantalla la estupenda novela de Agustín de Foxá Madrid, de Corte a checa? Seguro que no.

Todo lo cual se tradujo en una nueva imagen de la identidad española como nación y de su trayectoria histórica; y, en consecuencia, a la elaboración de un conjunto de simbolismos políticos que incluyeron textos “sagrados”, como la Constitución de 1978; instituciones “ejemplares” como la Monarquía constitucional; mitos edificantes como la Transición política; evocación de figuras carismáticas como Antonio Machado, Manuel Azaña, Adolfo Suárez o Juan Carlos I; y la interpretación del Estado de las autonomías como “constitución natural” de España. Todo autor que discrepara de esta visión ha sido criticado o silenciado. No resulta extraño, pues, que en el campo cultural no se cumplieran las optimistas previsiones respecto a las consecuencias del advenimiento del nuevo régimen de partidos. Y es que aquellos pronósticos adolecían de una profunda veta voluntarista y utópica. Entre otras cosas, porque no se encuentran entre las facultades de ningún régimen político la de influir en la creación de formas superiores de cultura. El arte, la literatura, la filosofía se han desenvuelto históricamente al margen de las situaciones políticas y sociales concretas. Ninguna de ellas es género de improvisación fácil, cuya existencia dependa de una evolución política, social o económica. En cualquier caso, resulta evidente que el momento cultural español, que arranca de 1975, se caracteriza por una falta de creatividad ciertamente singular, lo que inevitablemente refleja, por lo modos indirectos en que las letras y el pensamiento político y/o filosófico pueden hacerlo, la privatización, el hedonismo y el narcisismo de una vida social en la que la improvisación, la promiscuidad, el dinero y la autogratificación mediante el consumo de bienes superfluos se han convertido en una norma general. Por ejemplo, el campo filosófico español refleja una profunda mediocridad. Figuras como Xavier Zubiri, Gustavo Bueno, Antonio Millán Puelles, o Pedro Laín Entralgo, carecen, hoy por hoy, continuadores de altura. A ese respecto, el insobornable Gustavo Bueno denunciaba que la filosofía posterior a la muerte de Franco se limitó a la recepción y traducción de obras que venían de fuera, de Francia, de los países comunistas y, muy especialmente, de Inglaterra: Marx, Engels, Garaudy, Althusser, Popper, Wittgenstein, Ayer, Austin, los “nuevos filósofos” y, más tarde, los postmodernos. “Lo cierto es que filosofar públicamente, con reconocimiento, en la democracia, ha sido, sobre todo, traducir, comentar, las traducciones de los <pensadores> franceses, británicos, italianos”. Algo que implicaba “una sistemática y creciente desatención hacia la filosofía que pudiera estar siendo desarrollada en español y desde España”. Además, durante este período, los profesores de filosofía se habían convertido en “instrumento de la Constitución democrática de 1978 (monarquía borbónica incluida)”.{63}

El canon literario, vehículo de hegemonía en el ámbito del campo de la producción cultural, ha sido prácticamente monopolizado por la izquierda y el progresismo cultural. En la obra de críticos de referencia mediática como José Carlos Mainer, Santos Sanz Villanueva, José María Pozuelo Yvancos o el difunto Miguel García Posada, los autores que aparecen como “clásicos” son siempre los mismos: Federico García Lorca, Antonio Machado, Miguel Hernández, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, &c. Entre los escritores actuales, aparecen los promocionados por El País, el grupo Prisa y editoriales como Alfaguara: Juan José Millás, Rosa Montero, Javier Marías, Soledad Puértolas, Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán, Almudena Grandes, Arturo Pérez Reverte, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas, &c.{64} Autores como José María Pemán, Wenceslao Fernández Flórez, Lorenzo Vilallonga, Rafael Sánchez Mazas, César González Ruano, José María Hinojosa, Leopoldo Panero, Rafael Morales, Eugenio D´Ors, al igual que otros muchos, han sido erradicados del canon literario/filosófico, ante todo por “razones” de carácter político, es decir, por su relación más o menos estrecha con el régimen nacido de la guerra civil, cuyo período ha sido calificado arbitrariamente como “páramo cultural”.{65} En realidad, por lo menos a mi modo de ver, es hoy, en estos momentos, cuando vivimos o vegetamos en un auténtico “páramo cultural”, en el que, a nivel popular, lo que domina es la “telebasura”.{66}

En el campo educativo, el régimen político actual, como denuncian los economistas Ramón Tamames y Antonio Rueda, si bien se ha conseguido universalizar la educación superando el analfabetismo, “no ha logrado resolver problemas esenciales que, más al contrario, han ido adquiriendo una importancia creciente: el fracaso escolar, la quiebra de los valores esenciales, la cultura del menor esfuerzo, y la caída del respeto a los mayores, o la pertinaz desconexión entre el sistema educativo y el mercado laboral”.{67} En esa misma línea, el fiasco del modelo universitario resulta evidente. El catedrático de Física Antonio Fernández Rañada ve la Universidad actual “empapada de amiguismo y endogamia”, aquejada de una “politización en el peor sentido de la vida universitaria”. En las elecciones a decano o rector suelen producirse “una serie de presiones para que los elegidos pertenezcan a una u otra familia política”. Como consecuencia, “hay decisiones importantes que no se toman por razones académicas, sino por intereses de partido”.{68} No muy distinto de ese diagnóstico se encuentra el sociólogo Víctor Pérez Díaz, quien señala que el modelo de oposiciones ha tenido como consecuencia “reforzar la endogamia local”. Por ello, los departamentos no son “focos de convivencia y debate intelectual; más bien suelen ser terrenos de coexistencia (relativamente) pacífica entre académicos, donde se reparten las cargas docentes y se desarrollan las estrategias de cooptación, selección y promoción de la carrera académica de los profesores jóvenes”.{69} El historiador de la economía Gabriel Tortella ha denunciado que la selección del profesorado “sigue tan mal o peor que entonces”, es decir, que en el régimen de Franco. “La organización interna de las universidades españolas es un disparate y la dependencia del presupuesto del Estado las anquilosa y prostituye”. La selección de los rectores entre los propios profesores es “una invitación a la corrupción y al cohecho, invitación que pocas veces se rechaza”. “Los únicos grupos que tienen alguna fuerza en las universidades españolas son los partidos políticos y los sindicatos, por lo que la mayor parte de las decisiones, y en particular las elecciones se deciden por criterios que muy poco tienen que ver con la educación, la ciencia, y la academia, temas que raramente están presentes en la vida de las universidades, entre las discusiones y reuniones. Se habla de puestos de trabajo, de planes de estudio (que vienen a ser lo mismo), de horarios de clase y de política, mucha política; pero no de ciencia política, sino de política práctica, de quien manda y de cómo acceder al poder. La teoría interesa poco en la universidad española”. “El sistema y el ambiente igualitario imperante en la universidad española desmoraliza profundamente a estudiantes y profesores (…) Lo que en la española da prestigio a un estudiante es ser torpe y cazurro”. En ese sentido, Tortella califica de “lamentable” la Ley de Reforma Universitaria del socialista José María Maravall.{70}

Muy duro y crítico se muestra igualmente el filósofo José Sánchez Tortosa respecto al sistema de enseñanza primaria y secundaria que arranca de la legislación socialista, la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (Logse), cuya raíz filosófica se encuentra, según él, en Rousseau; y cuyo leif motiv perseguía la instauración de una “nueva realidad social, por medio de la cual se acaba imponiendo la corrección política y terminológica”. Su resultado ha sido “la extensión por las aulas de un ambiente de laxitud, en el que se tiende a valorar lo emocional por encima de lo intelectual”, “se expulsa de la escuela toda cuanto suene a autoridad, disciplina, rigor, requisitos técnicos indispensables para el conocimiento, que queda relegado a un segundo plano en una educación presuntamente libertaria, pues no conviene olvidar que una operación matemática pone al estudiante únicamente con la razón, sin poder ‘elegir’ entre posibles opciones”; “se ha democratizado la ignorancia; lo que se ha socializado es la idiotez, no el conocimiento; se ha universalizado el sentimiento, no el concepto, lo cual es tanto como decir que se ha democratizado la tiranía, la barbarie, lo que, por definición, no puede ser democrático”; “produciendo masas de analfabetismo alfabetizado”, quedando reducidos los alumnos a “consumidores con futuro derecho al voto, pero no auténticos ciudadanos”. Y es que el profesor había “desaparecido como figura que encarna un papel decisivo en la formación y, por tanto, en la vida de cada uno, porque su influencia se ha esfumado bajo el dogma de que toda disciplina es reaccionaria o cuando no fascista”.{71}

Como tendremos oportunidad de mostrar, nos encontramos ante una problemática global, a la que lo que denominaremos derecha “oficial” ha sido incapaz, por múltiples razones, no ya de solventar, sino de definir y de plantear en un proyecto político y cultural alternativo.

4. Eurofundamentalismo

A finales de los años ochenta, Jürgen Habermas hizo referencia a la emergencia y constitución de una identidad “postnacional”, cuyo fundamento era el ya mencionado “patriotismo constitucional”, basado en una amalgama de elementos ideológicos liberales y social-demócratas.{72} Quizás el proyecto de construcción de la Unión Europea haya sido el intento más ambicioso de constituir no sólo una serie de instituciones supranacionales, sino de esa identidad “postnacional”. Frente a esta perspectiva, la politóloga izquierdista Chantal Mouffe señaló, acertadamente, que era “muy poco probable que las formas nacionales de lealtad desaparezcan”; y calificaba de “muy peligroso” cualquier proyecto de intentar imponer una “identidad europea posnacional”. En su opinión, un proyecto europeo razonable debía combinar “la unidad y la diversidad, en crear una forma de <comunalidad> que deja margen para la heterogeneidad”.{73}

En la España, postfranquista, las elites políticas, económicas e intelectuales recibieron, por obvias razones, de una forma no ya positiva, sino acrítica el proyecto de construcción europea. Y no pocos pensaron que la única respuesta al problema español era la disolución de España en el conjunto europeo. Una y otra vez, se repitió la conocida frase de José Ortega y Gasset: “España es el problema, Europa la solución”.{74} Por eso, el europeísmo se convirtió en nuestro país no en una simple idea o proyecto político, sino, por seguir con planteamientos orteguianos, en una “creencia”, es decir, en algo que se confunde con “la realidad misma”, en algo en lo que “se está”.{75} Y es que Europa, para liberales y socialdemócratas, era sinónimo de capitalismo, democracia y Estado benefactor. Para las elites empresariales, nuevos mercados. Y para los nacionalistas vascos y catalanes una oportunidad de pasar por encima de las instancias del Estado español. Incluso era una forma, junto al ingreso en la OTAN, de controlar los intentos de las Fuerzas Armadas de intervenir en el campo político. En cualquier caso, no pocos, como José María de Areilza, interpretaron que la adhesión a las instituciones europeas significaba el final de la “era de las guerras civiles en nuestro país”.{76}

En ese sentido, pudo existir tangencialmente, sobre todo desde la llegada de José María Aznar al gobierno, una cierta división, en el campo político español, entre “atlantistas” y “europeístas”, con el apoyo a la guerra de Irak, que, en el fondo, reflejaba una lucha entre liberales y socialdemócratas. Pero en ningún caso fue una manifestación de “euroescepticismo”, tan sólo presente en algunos sectores de Izquierda Unida. Buena prueba de ello fue el referéndum para la ratificación del proyecto de Constitución Europea, que fue aprobado en España por el 76 por ciento de los votos emitidos, bien es verdad que con la participación de un escaso 40 por ciento de la población. En el voto afirmativo coincidieron PP y PSOE, pese a la que la consulta fue interpretada por algunos sectores conservadores como una maniobra de José Luis Rodríguez Zapatero para apuntarse como propio el éxito del plebiscito. Sin embargo, todo quedó en agua de borrajas, ya que los referéndums celebrados en Holanda y Francia dieron un resultado negativo.

Sin embargo, esta opinión más o menos unánime se encuentra igualmente relacionada con los indudables beneficios económicos supuso, al menos a medio plazo, la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea. España fue el máximo receptor, en cifras absolutas, de los fondos europeos creados por la Unión Europea para apuntalar el desarrollo de los países más atrasados y lograr la convergencia económica y social. Naturalmente, nada de ello fue gratuito, ya que la sociedad española fue sometida, sobre todo por el gobierno socialista de Felipe González, a un duro proceso de reconversión industrial, agrícola y agropecuario. Los sectores más perjudicados han sido, en el sector primario, la remolacha, el azúcar, el plátano, el aceite de oliva y los productos lácteos; mientras que en el secundario y terciario, lo han sido la siderurgia, el sector naval y el transporte aéreo. Además, la sociedad española experimentó un claro proceso de desindustrialización. Y, según algunos economistas, el sobredimensionamiento de determinados sectores por otros y la desindustrialización reforzaron las asimetrías ya existentes, provocando que la crisis del 2008 tuviera unos efectos muy negativos y duraderos en nuestra estructura económica.{77}

No obstante, las elites políticas e intelectuales no tuvieron conciencia de las consecuencias políticas, sociales, económicas y culturales que suponía, a medio plazo, la construcción europea. Como ha señalado el sociólogo Wolfgang Streeck, en abierta polémica con Jürgen Habermas, la integración europea lleva implícito “un ejercicio tecnocrático” del poder incompatible con la democracia característica del Estado-nación; y el euro, como moneda única, resulta ser una bomba de relojería para las políticas sociales propias del Estado benefactor.{78}

Unos pocos intelectuales y economistas fueron conscientes de esta problemática. José Luis López Aranguren atacó a la Comunidad Económica Europea, donde, dirá, “no pintamos nada”, “nuestro papel es penoso: decir sí a lo que dedican quienes gobiernan la Comunidad”. Y es que, a su juicio, la Comunidad era “un puro mercado común, en cuyo seno nosotros no vamos a encontrar ninguna defensa de nuestros intereses”.{79} Gustavo Bueno calificó el europeísmo como “una ideología corrompida”, “oscura” y “confusa”, bajo cuyo manto se escondía el dominio de Alemania y Francia. Y es que la adhesión española a las instituciones europeas había supuesto, pese a ciertos beneficios en el desarrollo de las infraestructuras, no sólo “catastróficos perjuicios: hundimiento de la siderurgia, de las industrias lácteas, de los productos pesqueros, de la minería del carbón”, sino una “merma que la democracia española, es decir, su soberanía, ha experimentado como consecuencia de su ingreso en la Unión Europea”.{80} No muy lejos de tales denuncias, el economista Juan Francisco Martín Seco considera que la Unión Europea como “la avanzadilla del capitalismo global”, “la vuelta al capitalismo salvaje del siglo XIX”, “ataca a la democracia de una forma aún más radical, golpeándola en su propio núcleo, la soberanía popular”. “Nos retrotrae al gobierno de los sabios de Platón”.{81}

Sin embargo, el euroescepticismo no ha prendido aún en la sociedad española como ha ocurrido en otras sociedades europeas. No obstante, la Unión Europea no es, ni puede ser vista o interpretada como treinta o veinte años atrás, después de la crisis financiera de 2008, la debacle griega o el Brexit. Además, resulta evidente que Europa carece, hoy por hoy, de identidad precisa. Por ello, la adhesión a la nación prevalece claramente sobre la identidad europea en el conjunto de las poblaciones. Sociológicamente, los sectores más proeuropeos pertenecen a las elites económicas y sociales. Como señala Manuel Castells, “sentirse predominantemente europeo, por no decir ‘ciudadano del mundo’, es un atributo de clase social alta”. En ese sentido, el sociólogo español señala que “a menos que surja un proyecto identitario europeo, prevalecerán las identidades de resistencia nacionalista de las naciones afectadas por la crisis, lo que acabaría abocando al fracaso del sueño europeo”.{82} Por su parte, Sara D. Hobolt señala que el apoyo de las poblaciones a la Unión Europea se debe, sobre todo, al temor a que la salida del euro provoque una catástrofe económica. Por ello, estiman que la Unión Europea está mejor equipada que los Estados-nación para garantizar medidas estabilizadoras. No obstante, el euroescepticismo avanza; y hoy en el Parlamento Europeo están representados 220 diputados euroescépticos de un total de 751.{83} En el caso español, Manuel Castells señala que, en estos últimos años, la adhesión a las instituciones europeas ha disminuido, salvo entre los sectores nacionalistas catalanes y vascos, porque aspiran a la protección de la Unión Europea frente al Estado español.{84} No obstante, según algunas encuestas, son los españoles quienes menos demandan una devolución de soberanía cedida a la Unión Europea, un 49 por ciento; y existe una proporción del 35 por ciento que son favorables a continuar las cesiones de poderes a Bruselas.{85}

Coda

Como hubiera dicho Carl Schmitt, la actual situación española exige una “decisión”. Y es que los pecados originales inherentes al régimen de 1978 han de ser redimidos mediante una voluntad integral de regeneración. Frente a la desnacionalización provocada por el Estado de las autonomías, la afirmación inequívoca de la unidad nacional ligada a una profunda reforma político-administrativa; frente a la partitocracia, el presidencialismo, la representación de intereses sociales, el recurso al referéndum, listas abiertas y fiscalización de los miembros de la clase política; frente a la Cultura de la Transición obra de la izquierda “feliz”, una política cultural creativa y libre; y frente al eurofundamentalismo, una visión de Europa semejante a la defendida por Charles de Gaulle en sus mejores tiempos, la Europa de las Patrias, unida a una defensa sin complejos de los intereses españoles en el seno de la Unión Europea. En definitiva, como hubiera dicho Ernest Renan, una auténtica reforma intelectual y moral.{86} Todo un proyecto; toda una historia. De lo cual depende nuestra existencia como nación.

——

{1} Martin Heidegger, Serenidad. Barcelona, 1994, p. 17.

{2} “Caballos de Troya”, El País, 4-XII-2018.

{3} ABC, 7-XII-2018.

{4} Raymond Aron, Introducción a El político y el científico de Max Weber. Madrid, 1979, p. 34.

{5} Véase Dolf Sternberger, Patriotismo constitucional. Bogotá, 2001. Jürgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales. Madrid, 1989.

{6} Alasdair MacIntyre, “¿Es el patriotismo una virtud?”, en Cuaderno Gris nº 11, 1994, pp. 38-46.

{7} David Lema, “Santos Juliá: <Una Comisión de la Verdad para elaborar un relato único es indeseable>”, en El Mundo, 22-IX-2018.

{8} Alejandro Nieto, Epílogo a ¿Qué es una Constitución? de Ferdinand Lassalle. Barcelona, 2012, pp. 157-158, 160-161, 166.

{9} Julián Marías, La España real. Madrid, 1998, pp, 450-457.

{10} José María Gil Robles, La aventura de las autonomías. Madrid, 1980, pp. 54, 84, 115.

{11} Laureano López Rodó, Conferencia en el Club Siglo XXI, en Ciclo de conferencias 1980-1981. Madrid, 1981, pp. 300, 315-316. Las autonomías, encrucijada de España. Madrid, 1980, pp. 125 ss.

{12} “Trampas mortales”, El Imparcial, 13-VII-1979.

{13} “Crisis de destino”, ABC, 23-V-1980. “Alta tensión”, ABC, 7-VIII-1979. “Este país”, ABC, 17-VIII-1979. “Fomento de las naciones”, ABC, 15-IV-1980.

{14} Gonzalo Fernández de la Mora, “¿Por qué voté negativamente a la Constitución de 1978?”, en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas nº 75, 1998, pp. 249-263.

{15} Diario de Sesiones del Congreso de Diputados, 12-V-1978, pp. 2290-2291 ss.

{16} Véase Andrés de Blas Guerrero, “El problema nacional-regional español en la transición”, en La transición democrática española. Madrid, 1988, pp. 587 ss.

{17} Luis García San Miguel, Teoría de la transición. Un análisis del modelo español 1973-1978. Madrid, 1981, pp. 171-176.

{18} José Luis López Aranguren, España: una meditación política. Barcelona, 1983, pp. 39 ss, 51-52, 54 ss.

{19} “Un españolismo decrépito”, El País, 15-X-2002.

{20} Fernando Molina, “El camino de la secesión, nacionalización de masas e independentismo, 1975-2017”, en Nación y nacionalismos en la España de las autonomías. Madrid, 2018, pp. 280, 283, 290. Véase en el mismo sentido, Fernando Savater, Contra el separatismo. Barcelona, 2017, pp. 17 ss.

{21} Guy Hermet, El invierno de la democracia. Auge y decadencia del gobierno del pueblo. Madrid, 2008, pp. 213-215.

{22} Dalmacio Negro Pavón, Historia de las formas de Estado. Una introducción. Madrid, 2010, pp. 166-167.

{23} Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes, El Estado sin territorio. Cuatro relatos de la España autonómica. Madrid, 2011, pp. 14-15.

{24} Ignacio Sotelo, España a la salida de la crisis. La sociedad dual del capitalismo financiero. Barcelona, 2014, pp. 85 ss.

{25} Lucio A. Muñoz, La cuarta revolución industrial. ¿Cómo reducir el desempleo estructural que está provocando este fenómeno?. Pamplona, 2017, pp. 47-48, 130.

{26} Ramón Tamames/Antón Rueda, Comprender la economía española. La gran transformación. Madrid, 2018, pp. 334-335 ss.

{27} José Ramón Parada, “El fracaso de la descentralización política”, en Revista de Occidente nº 416, enero 2016, pp. 5-39.

{28} Manuel García- Pelayo, El Estado de partidos. Madrid, 1986.

{29} Gonzalo Fernández de la Mora, La partitocracia. Madrid, 1977.

{30} Alejandro Nieto, El desgobierno de lo público. Barcelona, 2008, pp. 64, 113 ss.

{31} Luis de Velasco y José Antonio Gimbernat, La democracia plana. Madrid, 1999, pp. 55 ss.

{32} Manuel Ramírez, España de cerca. Reflexiones sobre veinticinco años de democracia. Madrid, 2003, pp. 52-57, 78-80. Siete lecciones y una conclusión sobre la democracia establecida. Madrid, 2006, pp. 66ss, 83 ss.

{33} Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente. Madrid, 2004, pp. 192 ss. Zapatero y el Pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las Maravillas. Madrid, 2006, pp. 267-268.

{34} José Cazorla Pérez, “El clientelismo de partido en la España de hoy: una disfunción de la democracia”, en Política en penumbra. Patronazgo y clientelismo políticos en la España contemporánea. Madrid, 1996, pp. 303-304 ss.

{35} Michel Foucault, El orden del discurso. Madrid, 2018, pp. 7-8.

{36} Roland Barthes, “El último escritor feliz”, en Ensayos críticos. Barcelona, 2017, pp. 125-126.

{37} Víctor Pérez Díaz, Una interpretación liberal del futuro de España. Madrid, 2002, pp. 100-101.

{38} José Luis López Aranguren, España: una meditación política. Barcelona, 1983, p. 138.

{39} Rafael Sánchez Ferlosio, “La cultura, ese invento del gobierno”, en Ensayos 2. Gastos, disgustos y tiempo perdido. Madrid, 2016, pp. 166-171.

{40} Véase para este concepto, el libro de Marc Fumaroli, El Estado cultural (Ensayo sobre una religión moderna. Barcelona, 2007.

{41} Alejandro Nieto, Epílogo a ¿Qué es una Constitución? de Ferdinand Lassalle. Barcelona, 2012, p. 163.

{42} Véase Vicente J. Benet, El cine español. Una historia cultural. Madrid, 2012, pp. 396-398.

{43} Guillén Martínez, “Presentación” y “El concepto de CT”, en CT o la cultura de la Transición. Crítica a 38 años de cultura española. Barcelona, 2012, pp. 11, 21.

{44} Jorge Santayana, Life of reason. New York, 1962, p. 101.

{45} Véase para este concepto el libro de Paul Wolf, Barrington Moore Jr, y Herbert Marcuse, Crítica de la tolerancia pura. Madrid, 1977.

{46} César Rendueles, Prólogo a Espectros de la movida. Por qué odiar los años 80. Madrid, 2018, pp. 7-8.

{47} Kate Millet, Política sexual. Valencia, 2018.

{48} Véase Thomas Laqueur, La fabrique du sexe. París, 1992. Judith Butler, El género en disputa, El género y la subversión de la identidad. Barcelona, 1990.

{49} J.A.G. Pocock, “Verbalireing a Political Act. Towar Politic of Speech”, en M.J. Shapiro, Lenguage and Politcs. Firenze, 1982, pp. 38 ss.

{50} Arthur Schopenhauer, El arte de tener siempre razón. Palma de Mallorca, 2015.

{51} Leo Strauss, Derecho natural e Historia. Buenos Aires, 2014, pp. 99 ss.

{52} Joseph Gabel, Ideologies. París, 1974, pp. 77 ss.

{53} Pedro Carlos González Cuevas, “Los Guardianes de la Historia, presencia, persistencia y retorno”, en Bajo el dios Augusto. Madrid, 2017.

{54} Pedro Carlos González Cuevas, “Manuel Tuñón de Lara: marxismo, historiografía y redes de influencia universitaria”, en Aportes. Revista de Historia Contemporánea nº 99, 2019.

{55} Pedro Carlos González Cuevas, “José Luis Abellán: la invención de la tradición progresista”, en El Catoblepas nº 184, otoño 2018.

{56} Véase la presentación de las Obras Completas de Manuel Azaña en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, junto al presidente José Luis Rodríguez Zapatero, en El País, 7-XI-2007.

{57} “Bochornosa TVE”, El País, 22-II-2003.

{58} Véase Pedro Carlos González Cuevas, “Javier Tusell Gómez: la Transición sacralizada y la invención del Rey Taumaturgo”, en El Catoblepas nº 185, otoño 2018.

{59} Un arquetipo de esta pseudohistoriografía es el ljbro de Ángel Viñas Martín, La otra cara del Caudillo. Mitos y realidades de la biografía de Franco. Barcelona, 2015. Para una crítica de estos supuestos, Pedro Carlos González Cuevas, “Mein kampf gegen Franco”, en El Catoblepas nº 178, invierno de 2017.

{60} Véase Pedro Carlos González Cuevas, “Ernst Nolte en el contexto del revisionismo histórico europeo”, en Ernst Nolte y el comunismo totalitario. Tarragona, 2018, pp. 2018, pp. 29-49. Pedro Carlos González Cuevas, “El revisionismo histórico europeo”, en Estudios revisionistas sobre las derechas españolas. Salamanca, 2016.

{61} Pedro Carlos González Cuevas, “Miseria de la memoria histórica”, en El Catoblepas nº 116, octubre 2011.

{62} Vicente J. Benet, El cine español. Una historia cultural. Barcelona, 2012, p. 412. Véase también Juan Orellana, Cine e ideología. Barcelona, 2015, pp. 71-89.

{63} Gustavo Bueno, “La filosofía en España en un tiempo de silencio”, en El Basilisco nº 2, 1996, pp. 55-72. Gustavo Bueno, ¿Qué es filosofía?. Oviedo, 1995, pp. 11-12 y 61. Véase igualmente Francisco Vázquez García, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1939-1990). Madrid, 2009. Luis Moreno Pestaña, La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la guerra civil. Madrid, 2013.

{64} Véase Manuel García Viñó, La gran estafa. Alfaguara, Planeta y la novela basura. Madrid, 2007. El País. La cultura como negocio. San Sebastián, 2006.

{65} Véase una crítica a estos supuestos en Aquilino Duque, Memoria, ficción y poesía. Sevilla, 2018.

{66} Gustavo Bueno, Telebasura y democracia. Barcelona, 2002.

{67} Ramón Tamames/Antonio Rueda, Comprender la economía española. La gran transformación. Madrid, 2018, p. 177.

{68} Antonio Fernández Rañada, “La Universidad española. La investigación, la crisis mundial y otros temas fronterizos”, en La Universidad cercada. Testimonio de un naufragio. Barcelona, 2013, pp. 142-143.

{69} Víctor Pérez Díaz, “Maestros y discípulos”, en op. cit., pp. 302-303.

{70} Gabriel Tortella, “Mis universidades”, en op. cit., pp. 367, 370, 373.

{71} José Sánchez Tortosa, El culto pedagógico. Crítica del populismo educativo. Madrid, 2018, pp.379, 383, 384, 386, 390.

{72} Jürgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales. Madrid, 22 ss.

{73} Chantal Mouffe, Agonística. Pensar el mundo políticamente. México, 2014, pp. 57-70.

{74} José Ortega y Gasset, “La pedagogía social como problema político” (1910), en Discursos políticos. Madrid, 1990, p. 62.

{75} José Ortega y Gasset, Ideas y creencias y otros ensayos. Madrid, 2018, pp. 24-25.

{76} José María de Areilza, La Europa que queremos. Madrid, 1986, pp. 14, 201.

{77} Véase Juan Federico von Zeschau, “La incorporación de España en la Unión Europea. El impacto de la moneda única sobre el sector industrial español”, en Miríada. Investigación en Ciencias Sociales. Volumen 4. Nº 7, 2011, pp. 1-29. Gustavo Bueno, España frente a Europa. Obas Completas. Tomo I. Oviedo, 2019, pp. 415 ss.

{78} Wolfgang Streeck, ¿Cómo terminará el capitalismo?. Ensayo sobre un sistema en decadencia. Madrid, 2017, pp. 189, 192 ss.

{79} El País, 26-VII-1992. Tiempo, 8-IV-1989.

{80} Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático. La democracia española a examen. Madrid, 2008, pp. 341-350.

{81} Juan Francisco Martín Seco, Contra el euro. Historia de una ratonera. Barcelona, 2013, pp. 25, 31-32.

{82} Manuel Castells, “El talón de Aquiles: la identidad ambivalente de Europa”, en La crisis de Europa. Madrid, 2018, pp. 278, 291.

{83} Sara B. Hobolt, “La crisis de legitimidad de la instituciones europeas”, en La crisis de Europa. Madrid, 2018, pp. 372-373.

{84} Castells, “El talón de Aquiles…”, en op. cit., pp. 285-286.

{85} La Vanguardia, 16-VII-2018.

{86} Ernest Renan, La reforma intelectual y moral (1872). Barcelona, 1972.

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