El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 2
Artículos

Democracia, religión y nacionalismo

Jesús G. Maestro

Ante la pandemia del Coronavirus

Se expone una crítica acerca de las limitaciones de la democracia posmoderna como sistema político capaz de hacer frente a la pandemia del COVID-19, una dialéctica entre catolicismo y protestantismo ante la enfermedad humana, y una demostración de cómo el nacionalismo es un modo de sociedad políticamente inepta para sobrevivir ante cualquier problema global.

machismofeminismo

 
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La democracia ha puesto al Planeta en arresto domiciliario
El Coronavirus no es sólo un virus

La democracia ha encarcelado al Planeta

Es curioso que la democracia haya sido, y no sólo irónicamente, el único sistema político de la Historia de la Humanidad (permítasenos hablar tan noblemente…) que haya recluido y encarcelado, al unísono –en sus propias casas, y por tiempo indefinido– a todos los seres humanos del Planeta.

Es más curioso, y aún irónico, que esa misma democracia posmodernizada, supuestamente para enfrentarse a este virus, haya tenido que dejar de ser de golpe democrática. Este de golpe debemos leerlo y oírlo en cursiva.

Que este virus es el cebo intermediario de otros anzuelos es algo que ya nadie puede descartar. Si no en la intención, en las consecuencias están, sin duda, los desenlaces de estos anzuelos, añagazas y socaliñas. La inteligencia más eficaz no es la que diseña las intenciones, sino la que gestiona las consecuencias.

No hablamos de conspiración en el artificio de tales o cuales intenciones, sino en la gestión de unas consecuencias en marcha, y en su afán por controlarlas desde intereses específicos con pretensiones de imposición global.

Oviedo

En los últimos días han aparecido montones de figurones (que los periodistas llaman gurús –advierto que yo siempre evito hablar como un periodista–), de figurones –digo– que comienzan a ejercer la presciencia, a descubrir mediterráneos y a predicar profecías post eventum, es decir, a repetir obviedades que todos sabemos: que las dictaduras son más competentes que las democracias para resolver los problemas, que la Europa de los Estados-nación es mejor que la Europa de los pueblos-nación, que la pastilla del suicidio promovida por la hegemonía protestante (y desestimada recientemente por sus más vulnerables consumidores, los ancianos) se ha visto reemplazada –sin cita previa ni consulta– por los efectos del Coronavirus, que el mensaje dado en su momento por una de las gestoras del Fondo Monetario Internacional en relación con la longevidad de los seres humanos ha llegado a un laboratorio planetario de microbiología patológica, que empresas y finanzas gestionarán esta crisis de bioterrorismo para sanearse y regenerarse palingenésicamente, y todo esto sin contar con una serie de relatos fantásticos y maravillosos en la que todo tipo de ociosos frustrados y zumbados profesionales juegan su carta por internet.

De un modo u otro, la democracia ha demostrado, una vez más, su capacidad camaleónica para convertirse en una dictadura absolutamente extraordinaria, todopoderosa y global, capaz de meter a todo dios en su propia casa por tiempo indefinido, y derogar, en nombre de la salud pública, en nombre del bien común, todo tipo de movimientos sociales adversos y de reacciones individuales inconvenientes. La democracia, sin duda alguna, ha demostrado ser –una vez más, hay que subrayarlo– muy superior en todo a todas las dictaduras antiguas y modernas, pues su potencial de reversión, como sus facultades proteicas de transformación, puede adoptar políticamente la configuración que quiera disponer, e imponer, finalmente sin adversidad, su programa de leyes indiscutibles y efectivas.

Los diferentes espectáculos y circos de la posmodernidad no han sido suficientes para aprisionar a las masas debidamente: festivales deportivos, fiestas televisivas, galas cinéfilas, feminismos marciales (pienso en el mes de marzo, sobre todo), nacionalismos matutinos y vespertinos, animalismos de toda laya, cambioclimatismos adolescentes de genealogía nórdica, culturalismos universitarios, indigenismos disolventes de la Hispanidad, «estudios trasatlánticos» (esto último entre comillas, por favor, que el mundo universitario merece también un asiento en esta tribuna…), etc., etc., no han bastado para contener y entretener a la gente. El Coronavirus ha sido mucho más eficaz y competente: ha exigido, entre otras desventuras nada irónicas, que la gente se entretenga en casa. Y que la casa de cada uno sea su propia y cotidiana prisión. Nunca antes ha sido posible un arresto domiciliario de tal envergadura. Y potencia.

La fruición de muchos, al creerse –por fin…– testigos presenciales de un Apocalipsis, será insaciable. Debe haber un Apocalipsis por lo menos una vez en la vida, para poder contarlo a nuestros nietos (más precisamente, a los nietos de nuestros perros, porque dada la caída de la demografía, y el auge canino, ésta será la única especie animal que sobreviva en este Planeta de los Canes). Es una ocasión que no querrán perderse los apocalípticos de cada tribu, tras el fracaso informático del efecto del año 2000 hace ya dos décadas, del cambio climático que no cesa (por fortuna, porque lo que resultaría verdaderamente letal sería la parálisis climática), del fin del petróleo (que sigue sin consumirse) o, simplemente, del fin del mundo, que se aplaza, sine die, año tras año, siglo tras siglo, milenio tras mileno, y eón tras eón.

El Coronavirus no es el fin de la democracia, no, ni mucho menos: el Coronavirus es la forma en que la democracia, preservando su nombre y sus modales, actúa políticamente como una dictadura inteligentísima, frente a la cual no hay ahora mismo nada que hacer en absoluto. Salvo el arresto domiciliario de todo el Planeta. Porque ni sabemos, ni podemos resistirnos. (El heroísmo de hoy consiste en sacar un perro de paseo en una sillita de bebé). Y, sobre todo, porque con esto ningún profeta contaba. Los guionistas –como los periodistas– son prescientes post eventum.

2
La Europa de los pueblos no puede con el Coronavirus
¿Por qué el Estado es imprescindible siempre?

La Europa de los pueblos no puede con el Coronavirus

Esto es algo tan obvio y tan evidente, que hasta un periodista, e incluso también un profesor de Universidad –con la excepción de los posmodernos, que son resistentes a todo–, puede percibirlo: la Europa de los pueblos no puede con el Coronavirus. La configuración política del Estado, tal como la Edad Moderna lo concibe y desarrolla –el caso de España fue históricamente paradigmático para Europa y para el resto del mundo, al ser la primera y más competente organización política del Planeta en el último tercio del siglo XV– se muestra hoy absolutamente fundamental, imprescindible e irremplazable.

Este pulso que la Europa de los pueblos-nación mantiene, desde los últimos años, contra la Europa de los Estados-nación, ha puesto de manifiesto, ante la irrupción del Coronavirus, las superlativas deficiencias de toda sociedad humana no articulada políticamente como Estado. De hecho, los nacionalismos son sociedades políticas totalmente ineptas. La política es la organización de la libertad, es decir, la administración del poder. Lo hemos dicho muchas veces. Los amigos del comercio, estimulados financieramente por la hegemonía protestante, en su afán por disolver fronteras políticas nacionales, para circular libremente exentos de impuestos y fiscalizaciones estatales que controlen sus intereses depredadores, en su propósito de desnaturalizar países, literaturas, culturas, sociedades y costumbres, en sus pretensiones de hacer creer a la gente ilusa de que no hay fronteras ni límites, en su espejismo de diseño mercantil, según el cual «la tierra da sus frutos para todos», como diría poéticamente Lorca contra Pío XI, se han olvidado de que la tierra también da sus virus para todos.

Europa

Y así, y casi inopinadamente y de repente, a Europa le han crecido y despuntado como carlancas de can las fronteras naciones. Las democracias, pese a su posmodernidad, se han convertido en consensuadas dictaduras funcionales, que limitan las agrupaciones humanas (en un mismo vehículo no pueden viajar ni dos personas: sólo el conductor), que impiden pasear sin salvoconducto canino (es decir, salir a calle con perro está justificado por sí mismo, pero si se sale sin can, hay que explicarse), que limitan hasta la nulidad la libre circulación de seres humanos, y un largo etcétera.

Es curioso que en casos extremos –en circunstancias en las que la seriedad es insobornable– las democracias no sirvan para organizar la vida de los seres humanos. Es sorprendente que, ahora, es decir, en condiciones reales de vida social, las fronteras sean imprescindibles, y de ninguna manera impresentables. Cuando no había Estados, la peste no conocía fronteras. Obviamente, el Coronavirus, hoy como en cualquier otra época, no reconoce ninguna frontera, pero los seres humanos –que son en suma sus soportes biológicos– sí están obligados a reconocer los límites geográficos determinados políticamente por los Estados nacionales que ellos mismos heredan, construyen y habitan, y no por los pueblos nacionalistas, esas masas populistas cuyas estructuras ideológicas, fanáticas y racistas no sirven de nada ni para nadie fuera el amparo político de las naciones modernas que, paradójicamente, alimentan la imaginación de sus patologías gregarias y el materialismo de su egoísmo colectivo. De hecho, las sociedades feudales constituían el más perfecto relicario de lazaretos. Y ahora resulta que la frontera está en la mismísima puerta de casa. Y que la ventana es tan sólo el himen iluso del único y breve placer exterior.

Para quien no puede, porque no sabe, ser original, la vida es siempre una reproducción de lo ya vivido, es decir, un Kitsch. Pero lo cierto, lo verdaderamente cierto, es que la vida impone cada día hechos insólitos y desafiantes de cualquier experiencia previa, y siempre desde formas y estrategias igualmente inéditas e imprevisibles. Quien sabe leer la originalidad de esa imprevisión y la posible reversibilidad de tales desenlaces puede mantenerse a flote en condiciones de compatibilidad con las nuevas exigencias. Quien no lo logra, perece antes. Y con frecuencia perece sin ni siquiera saber por qué. La ignorancia es el mejor preservativo de la consciencia de peligro. Y el camino más corto para consumar al fracaso. De ahí que se advierta siempre que la ignorancia es osada. El miedo guarda la viña, dicen. Parafraseamos de otro modo: la prudencia guarda la salud. Sin embargo, y en realidad, hemos de decir la verdad. Y la verdad es que el Estado guarda la salud, el Estado como nación, y no como pueblo oclócrata, que ni puede ser nación ni puede ser absolutamente nada, más que una farsa y un drama, que, ante el mínimo contagio viral, se desmorona no en tragedia, que es cosa de valientes, sino en entremés, que es género chico, y no por menor, sino por la falta de valor de sus personajes protagonistas.

No resistimos unidos. No. Si resistimos, resistimos como Estado, es decir, como una nación organizada políticamente como Estado. La unión, o es estatal, o no es nada. Porque en realidad, esto ha sido y es España, desde 1492, un Estado organizado políticamente. El primero y más antiguo y moderno de Europa, pese a los ignorantes que ven en su umbilical tribu la solución nacionalista al virus de turno. Y todo esto lo seguirá siendo España más allá de sus nacionalismos extemporáneos posmodernos, más allá del Coronavirus actual, y más allá de la extraña democracia posfranquista generada para la última restauración borbónica. Porque sin vida, como comúnmente suele decirse, no somos nada. Y sin España, sin nuestro Estado, tampoco.

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Catolicismo y Protestantismo ante el Coronavirus
Dos formas de estar ante la enfermedad

Catolicismo y Protestantismo ante el Coronavirus

La vida es una constante exigencia de compatibilidad con el mundo real.

La vida exige muchas cosas, pero entre todas exige una inesquivable y decisiva: la exigencia de ser compatible con la realidad. Y advierto que no hay que confundir compatibilidad con adaptación, y menos aún con sumisión ni obsecuencia.

De hecho, se deja de vivir cuando se renuncia a esa facultad de compatibilidad con lo real y, en consecuencia, se pierde –por falta de uso– esa potencia de ser y de hacerse compatible con la realidad del mundo. Porque la realidad nunca es ambigua ni engañosa. Ni permite sobrevivir a quien se torna incompatible con ella. Ambiguas y engañosas son las personas que, inducidas por sus problemas individuales y sus insuficiencias particulares, se buscan entre sí para, unidas, subvertir la vida colectiva de los demás. Las deficiencias emocionales e intelectuales de muchos individuos trastornan, engañosa y ambigua, la realidad de todos.

Lutero

Catolicismo y Protestantismo son algo más que dos religiones diferentes. Son mucho más que dos formas divergentes de interpretar el cristianismo como religión, como teología y como forma de conducta. Catolicismo y Protestantismo son dos hegemonías políticas no sólo muy distintas, sino sobre todo insolubles entre sí. El Protestantismo no fue nunca una reforma del Catolicismo, sino una reacción ultrafeudalizante y retrógrada de él. Es el callejón sin salida del cristianismo. Es una teología que ha perdido la razón. Fue una vuelta a la Edad Media en plena Edad Moderna, una involución que supo revestirse cínicamente, y también muy hipócritamente, de un falso racionalismo, de un luzbelino pragmatismo y de un genetlíaco sentido del comercio. Fue, sobre todo, una religión nacionalista. En esta huida del Estado moderno hacia la versión más altomedieval del feudalismo del Sacro Imperio Romano Germánico, el Protestantismo desplegó una hegemonía creciente, a través de la propaganda como instrumento y medio de gestión internacional de la mentira, tal como diría Elvira Roca Barea en su Fracasología (2019). La hegemonía católica desestimó este recurso protestante, limitó el bienestar de sí misma hacia el bienestar de sus propias élites, y renunció a mayores esfuerzos políticos y empresas bélicas, de modo que desde el siglo XVIII cedió con placidez sus poderes a una concepción teológico-política del mundo gobernada por los hijos de Lutero.

Sucede, sin embargo, que los hijos de Lutero son un conjunto de sectas protestantes afincadas en los Estados modernos de Occidente, que alcanzan su mayor expansión durante la Edad Contemporánea, con fracasos estrepitosos, conseguidos a pares, como los sendos de la Alemania de 1918 y 1945, y los de una Inglaterra depredadoramente más imperialista que imperial, junto a unos Estados Unidos destinados hoy a disolverse en una necrótica y posmoderna democracia, en la que las nuevas minorías empoderadas son una versión contemporánea de las primigenias sectas protestantes que se vieron obligadas a huir del racionalismo europeo en busca de territorios silvestres que depredar con sus ensueños aberrantes y sus utopías impracticables, valga la redundancia.

Llama en este punto la atención el comportamiento, más que sectario, del feminismo posmoderno contemporáneo, capaz de afirmar, en una absoluta ceguera de la realidad en que vivimos, y en la cúspide de la expansión de la pandemia del COVID-19, que «el machismo mata más que el coronavirus». En el momento de escribir estas líneas, 22 de marzo de 2020, a la una en punto de la tarde, los datos oficiales, que acaban de emitir el Gobierno socialista y podemita presidido por el perilustre Pedro Sánchez, son los siguientes:

Contagiados28.572
Fallecidos1.720
Curados2.575
En la UCI1.785

Esto es lo que tenemos en poco más de un mes de epidemia nacional y de pandemia mundial (valga la redundancia). Y lo tenemos junto a esta foto de una feminista que porta un cartel en el que leemos que «el machismo mata más que el coronavirus». Toda secta es un tercer mundo semántico.

Y repito que las nuevas minorías empoderadas –feminismos, animalismos, terraplanismos, cambioclimatismos, veganismo, etc.– son una versión contemporánea y posmoderna de las primitivas sectas protestantes que huyeron de Europa para afincarse y multiplicarse por la geografía anglosajona de los nuevos Estados Unidos.

Cuentan las crónicas de unos y de otros que en la noche de reyes de 1543 Calvino no tuvo el valor de entrar en el hospital de apestados de Ginebra para auxiliar a los enfermos. No fue el único. Lo mismo hizo el resto de los reformadores de la nueva Iglesia. Eso era, en esencia, la Reforma: dejar en manos de la Idea reformada de Dios el destino providencial y predeterminado de los seres humanos. Suprimir la libertad es la esencia del protestantismo. La salvación –esto es, la solidaridad– es cosa de Dios, no del ser humano.

Han pasado algunos siglos. No muchos. Pero el Protestantismo no ha cambiado. Y, sin embargo, el Catolicismo se ha protestantizado. Y lo ha hecho en un momento muy poco oportuno, porque la hora histórica actual es una circunstancia en la que la hegemonía protestante es un poder absolutamente menguante y consciente de su propio final.

Los países de genealogía católica, como España e Italia, registran los casos de Coronavirus, contabilizan muertes y contagios, y se esfuerzan estatalmente en controlar una situación desesperante, que no desesperada. Los países de genealogía protestante asumen que la biología de cada persona decide el nivel de resistencia, y marca la frontera entre la vida y la muerte. Digamos que el Estado protestante dispone que la salvación, siempre individual y nunca colectiva –como exigiría el catolicismo– está predestinada por la resistencia biológica de cada individuo. Si sobrevives, te salvarás; si no, es que estás condenado. He aquí la voluntad del Dios reformado. Es la voluntad de la biología, ventrilocuada por ese Dios reformado. Paracetamol, frutas y verduras. Y se acabó la ciencia. El resultado: lo que cada cuerpo aguante.

Los países de genealogía protestante no han mostrado ningún interés en anteponer la vida de sus ciudadanos a los valores del dinero, las finanzas y el mercado. Así son los amigos del comercio, a los que Antonio Escohotado dedicó una monografía encomiable (encomiable para los exploradores de esclavos negros en los nacientes Estados Unidos y los exterminadores de la población hispana de la California usurpada a México, para la piratería internacional gestionada por Inglaterra y Holanda durante siglos, y condenatoria para imperios generadores como el Romano y el Español).

Se vive para trabajar, no se trabaja para vivir. En esta frase se resume todo. La impresión que ha transmitido, francamente sin disimulo, alguna autoridad suprema de la política británica ha sido, inequívocamente, que la vida de Inglaterra es más importante que la vida de los ingleses. Esta es la verdadera ética protestante –y no la ficción de la novela homónima de Max Weber, que algunos leen como si fuera una obra filosófica–, un comportamiento según el cual la vida del grupo está por encima de la vida del individuo. Una completa inversión de la moral católica, en virtud de la cual el grupo ha de velar para proteger la vida de sus miembros, porque para un católico la vida del grupo se preserva preservando la vida de cada uno de sus miembros. La solidaridad, que ha tenido una cuna católica, tiene hoy una sepultura protestante.

Sin embargo, ni la democracia es el fin de la Historia, como preconizaba hace apenas dos décadas aquel tal Fukuyama, en nombre de unos hoy chinescamente endeudados Estados Unidos, ni las consecuencias de Coronavirus se disimulan ignorando a sus enfermos y a sus muertos. El protestantismo sabe que su hegemonía política está en la plenitud de su estertor. Y lo sabe mirando a China. Y China lo confirma sin olvidar la causa que la ha convertido en lo que hoy es. Esa causa fue la guerra contra el imperio británico. Una feroz lucha por el comercio en la que China se jugó su propia supervivencia como Estado. El resultado es el monstruo político y comercial, ya no teológico-político, que hoy es la República Popular China.

Porque China mira hoy a Occidente con absoluto desprecio. No le tiene ningún respeto. Ninguna consideración. China no debe nada a Occidente, salvo los episodios y calamidades más trágicos de su Historia más reciente. China derogará la hegemonía política protestante. El Hispanismo está, quizás, de suerte, porque el imperio asiático no tiene cuentas pendientes con la Hispanidad. Y la propia Hispanidad puede ofrecerle la mejor explicación de la que ha sido la más valiosa etapa de la Historia de un Occidente que, antes del luteranismo, gozaba de mayor libertad, mejor inteligencia y más amplio racionalismo. El Hispanismo puede ser a los ojos de China lo que Grecia fue a los ojos del Imperio de Roma.

[Texto recibido el domingo 22 de marzo de 2020.]

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