El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 3
El coronavirus y la nación
Iván Vélez
Días después de la celebración de un nuevo 8M
No eran los efectos propios de una resaca los que aguardaban a muchos de aquellos y, sobre todo, de aquellas que vociferaron el consabido “sola, borracha, quiero volver a casa”. Días después de la celebración de un nuevo 8M, cita obligada para una serie de colectivos que han expelido de sus fastos al feminismo histórico, la verdad, desagradable y ocultada, mostró su infeccioso rostro incluso a algunas de las que trataron de acaparar la atención mediática de la jornada. De nada había servido el hecho de que, como se ha sabido recientemente, por boca del ministro Pedro Duque, el Gobierno supiera desde enero de la gravedad del coronavirus. Existían otras prioridades, las habituales dentro de nuestro tiempo de telebasura y democracia. Antes de que esta moderna pestilencia comenzase a mostrar su magnitud, la agenda mediática estaba saturada de efemérides, ceremonias y una terminología elaborada ad hoc. Así, con la vista puesta en el salvífico 2030, en el cual debiera alcanzarse “la igualdad entre las personas, proteger el planeta y asegurar la prosperidad como parte de una nueva agenda de desarrollo sostenible. Un nuevo contrato social global que no deje a nadie atrás. Una España que haya alcanzado los ODS en 2030 será el país con el que todos y todas soñamos”, que con tan aliciesca como roussoniana ingenuidad define el Gobierno de España lo que debiera ocurrir en esa fecha, los oídos de los españoles, que hace tiempo dejaron de escuchar en los medios públicos gran parte de la toponimia en español, comenzaron a acostumbrarse a oír el verbo “migrar” en relación a los seres humanos. La inmersión de la especie en el género buscaba la sustitución de los mapas políticos, repletos de líneas y colores diferentes, por la de los físicos, apenas cruzados por cadenas montañosas y ríos descontaminables; los diferentes atributos de los hombres debían obviarse hasta el punto de que quienes se movían libremente por el mundo –“ningún ser humano es ilegal”, se decía en tiempos– no pudieran responder a las mínimas preguntas procesales –sustancia, cantidad, cualidad, relación, lugar, cuándo, situs, acción, pasión, hábito–, todas ellas desdibujadas bajo la lente humanista.
Sin embargo, la marcha triunfal y limpia de huella de carbono hacia ese ideal, se ha visto truncada o, cuando menos ralentizada, por la irrupción de un virus que, este sí, ni sabe de fronteras ni distingue colores, ya sean estos los de la piel o los de las ideologías. La realidad es que, ante un virus que se propaga indiscriminadamente, la respuesta solo se está dando, con diferentes resultados, a escala nacional. O lo que es lo mismo, no hay posibilidad de hacer frente a esta epidemia, por más que se catalogue como pandemia, desde posiciones globales, precisamente porque esa pretendida globalidad encubre una realidad muy compleja. En definitiva, el impacto del coronavirus ha hecho aflorar la tozuda realidad de un mundo compartimentado en sociedades políticas perfectamente diferenciadas por la existencia de las fronteras que se elevan de manera más o menos visible, pero real. Un contexto, el internacional, en el que las particularidades de la nación española ofrecen abundante material digno de análisis.
Como es sabido, la estructura autonómica del Estado, construida sobre una Constitución redactada con calculada ambigüedad para satisfacer determinadas aspiraciones de las bandas hispanófobas que mantuvieron su actividad, con apoyos internacionales, durante el franquismo, ha dado como resultado una configuración territorial llena de desigualdades y privilegios. Ajeno a las delimitaciones nacionales, pero también a las autonómicas, sin consideración alguna por los hechos diferenciales, el COVID-19 ha penetrado, con distinta intensidad, hasta el último rincón de España, provocando la tardía, pero obligada, reacción de un Gobierno hipotecado por las exigencias de sus socios, partidarios de una destrucción nacional que diera paso a un mosaico, acaso federable, de naciones.
Fruto de esta realidad, pretendidamente plurinacional, que tiene en Iglesias Turrión a uno de sus principales apóstoles con asiento en el Consejo de Ministros, ha sido la premura con la cual, en un nuevo ejercicio de su acostumbrada deslealtad, los gobernantes de las comunidades autónomas vasca y catalana han intentado, por todos los medios, diferenciarse del resto de gobernantes regionales. En el caso del inhabilitado Torra, absolutamente hábil para seguir operando dentro del panorama político español, sus declaraciones a medios internacionales han abundado en su estrategia de erosión del Estado español, del que es su máximo representante en Cataluña. Efecto de la misma estructura es el hecho de que, frente a los teléfonos únicos de atención a los afectados que se han abierto en otras naciones, en España existe una larga lista de dígitos a los cuales debe llamar, en virtud de su lugar de residencia o confinamiento, aquel que observe los comunes síntomas.
Sea como fuere, pese a esta realidad estructural y a una retardada reacción motivada por la necesidad de cumplir con el calendario de obligada observancia ideológica, que hacía meses tenía marcada en morado la fecha del 8 de marzo, la cruda realidad coronovírica ha exigido respuestas impensables hace apenas quince días. Medidas que, como se ha ocupado de repetir el presidente Sánchez, para quien el tiempo histórico se divide entre el democrático y el previo a este, es decir, el franquismo, eran impensables, pues la mesa del diálogo, es decir, la de la balcanización de España, estaba proveída de ingentes raciones de diálogo y derechos decisorios. En unos días, el ejército ha aparecido en determinadas calles y es ya común la presencia de uniformes militares en ruedas de prensa. Hasta el propio Sánchez, en el curso de uno de sus emotivos e interminables mensajes a la nación, ha exhibido su infantilismo al reconocer que, hasta estas infecciosas fechas, se tenía por “superfluo” el gasto militar. Un dispendio que, todo sea dicho, se admite ahora por cuestiones humanitarias, que para algo hace ya tiempo que nuestras fuerzas armadas, antaño sujetas al Ministerio de la Guerra, hogaño al de Defensa, sólo se despliegan en misiones de paz.
Con las calles vacías, los españoles se mantienen encerrados en sus casas, abiertas al exterior gracias a las telepantallas. A través de ellas se han organizado reacciones como la de los aplausos al personal sanitario. Un merecido homenaje que pronto se mostró insuficiente, pues a las batas blancas se han unido diversos uniformes. El aplauso debía, pues, hacerse extensivo a diferentes cuerpos profesionales, al tiempo que suponía el único momento en el que los ciudadanos lanzaban al aire su desahogo y agradecimiento. La ocasión para la instrumentalización de esa ceremonia era muy apetitosa y, mientras algunas plataformas como DENAES consideraron que, al igual que ha ocurrido en la golpeada Italia, debían celebrarse bajo un símbolo común, el himno, otras como Unidas Podemos optaron por seguir en su tarea de erosión de la Corona, a cuenta de las supuestas irregularidades cometidas por el rey emérito. El pulso de caceroladas estaba servido. Al sonido metálico antimonárquico se opuso el lanzado contra un Gobierno a quien el despliegue de medios afines y propagandistas habituales, acaso no le alcance para ocultar las deficiencias de su gestión ante tan serio trance.
Semejantes pugnas, reproducidas de puertas hacia adentro, pero también en el interior de los grupos de WhatsApp, a menudo habilitados para la distribución de basura fabricada, ofrecen una nueva muestra de hasta qué punto están amenazados los precarios equilibrios políticos y sociales de la nación. El tiempo dirá qué consecuencias trae esta inesperada situación y hasta qué punto el baño de realidad que ofrece cala hondo.
Madrid, domingo 22 de marzo de 2020.