El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 17
Artículos

De la metáfora viral al concepto biológico

José Sánchez Tortosa

Sobre cómo la sociedad puede verse expuesta a la plaga

Médico

«Pero ¿qué quiere decir la peste? Es la vida y nada más.»
(Albert Camus, La peste.)

De pronto, la ciudad dichosa abrió los ojos y se encontró con la plaga. La fiesta de los hijos de la paz y el crecimiento, de los derechos sociales y el ocio, de la felicidad y el entretenimiento fue abortada por un virus.

«Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en la maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.» (Albert Camus, La peste.)

Una sacudida como la padecida actualmente aboca a las sociedades implicadas a situaciones extremas en las que los diferentes vectores que las constituyen (políticos, económicos, demográficos, médicos, farmacológicos, jurídicos, urbanísticos, antropológicos…) entran en conflicto, chocan, confluyen, intersectan o se distancian. El impacto contra el principio de realidad más áspero provocado por tal fenómeno, abrasivo y vertiginoso, pone al desnudo las miserias de los tiempos de opulencia, la fragilidad de sus estructuras políticas y económicas, dependientes de terceros en distintos grados, y la hiperinflación metafísica característica de generaciones acunadas en el Estado benefactor y la sociedad del ocio y del consumo, ansiosas de una trascendencia mediocre y sedientas de una épica barata, reducidas a la impostura espectacular de las redes sociales y los programas de telebasura.

Un significativo ejemplo de la verdadera función reservada a determinadas instituciones del Estado del bienestar con respecto a capas de la población en fase prelaboral, en este caso las educativas, lo ofrece el cese de la actividad escolar presencial, que pone a la sociedad en su conjunto y a las familias de alumnos en particular en una tesitura sin precedentes, tan excepcional que casi parece diseñada en condiciones de laboratorio para probar algunas de las tesis centrales defendidas en El culto pedagógico, y saca a la luz el fundamento demográfico de los sistemas públicos de enseñanza masificada.

En tal encrucijada generacional, los súbditos de los Estados, europeos en especial, se han estrellado contra una ruptura abrupta de la continuidad (en expresión de Unamuno), un despiadado despertar del sueño continuado de la abundancia, cuya genealogía se hunde en la noche de la amnesia colectiva, invisible de puro rutinario, vivido como un derecho inalienable llovido del Cielo de la Santa Humanidad, si bien materialmente gestionado por los no tan santos Estados. Esa opulencia social gestó la explosión de las pretensiones identitarias, pertinaz metafísica narcisista con la cual colmar un vacío existencial que la decrepitud de las denominadas Grandes Narrativas había desenmascarado, dejando a la intemperie vital a generaciones sin Dios, sin Patria ni Clase. El aislamiento corpóreo no parece suficiente para diluir esos nódulos simbólicos que amalgaman atributivamente a sujetos, individuados, sin embargo, según causalidades múltiples de distinto sesgo o dirección. Las relaciones telemáticas alimentan no menos afectivamente esos lazos reforzados por lo simbólico, horizonte ontológico en el cual el contacto efectivo entre unos u otros cuerpos en concreto resulta irrelevante en comparación con la densidad imaginaria tejida por el lenguaje.

En esta parademocracia virtual, fantasía en la cual todo ego diminuto aparece como soberano de sí mismo por tener a su alcance el botón del dispositivo con el que seguir o dejar de seguir alguna cuenta en redes sociales, el uso indiscriminado de la metáfora de lo viral para referirse con énfasis hiperbólico a los productos más consumidos en intervalos de tiempo mínimos se muestra en todo su patetismo y vacuidad ante lo viral como concepto categorial, y no ya como mera figura literaria con la cual saturar y empobrecer el lenguaje del sujeto sobreexpuesto al albañal mediático, en el cual no es que la falsedad sea la soberana (fake news) bajo apariencia de verdad, sino que es el desprestigio de la verdad y del conocimiento lo que manda. La verdad objetiva no es rectora ni como apariencia. Triunfa, en su lugar, la verdad desiderativa, el narcisismo voluntarista, la demagogia de lo sentimental, el populismo afectivo, el desprecio por el rigor, la incapacidad para tomar distancia y tiempo y poder contrastar, reflexionar, sopesar, discriminar… pensar. La velocidad de transmisión de un bulo es mayor que el del virus. El contagio es la condición de los fenómenos de masas, a expensas de las metáforas más triviales e impermeables a la paciencia del concepto, entregados a los estímulos simbólicos más cargados de sentimentalidad y consecuente capacidad de acatamiento.

Es ahí, por tanto, donde se la juega el pensamiento en una crisis como la desatada por la pandemia del Coronavirus. El trabajo de científicos y técnicos y la correspondiente conceptualización del problema en todos sus campos categoriales, sus conexiones, diferencias, saltos, cruces, intersecciones, se convierte ahora en cuestión de vida o muerte a gran escala demográfica. Y es obligado hacerlo, elemental responsabilidad de la crítica filosófica, contra el discurso mediático, contra su torrente ideológico, que se sirve de una confusión conceptual pletórica propagada a través de televisiones y redes sociales, obligado componer un arsenal teórico clarificador contra las tentaciones voluntaristas, mesiánicas, fetichistas. Por sus efectos sociales y políticos, el campo de batalla de la filosofía crítica está en la trinchera del lenguaje, dinamitando las trampas, falacias lógicas, paralogismos y demás nebulosas que alimentan el imaginario de lo políticamente correcto.

El trauma vivido genera, cristalizado en ese tipo de discursos, reacciones pulsionales en formas apocalípticas, milenaristas, litúrgicas. Se exaspera el latido teológico de quienes depositan sus esperanzas en el líder carismático (dotado de χαρις: Gracia), o su pánico por el gobernante demoníaco, condenados al juego servil y satisfecho del temor y la esperanza.{1}

La sed de trascendencia borbota en quienes se dejan ganar por la fe en la Ciencia, resuelta sacralización metafísica de un saber único, holístico, en tiempos formalmente secularizados, frente a la precaria condición de las ciencias realmente existentes, en fricción y constante necesidad de demarcación conceptual. De modo análogo, la indignación supersticiosa del naturalismo postmoderno, preso del reduccionismo sustancialista que opone Natura y Cultura como absolutos desgajados, se solaza en demonizar los artificios humanos, que, se quiera o no, reclaman estudio y manipulación quirúrgica en los campos vinculados al área de la medicina, como pecado contra natura y fuente de todo mal. Pero nada más natural que un virus.

Al margen de esos vagos idealismos, pasto simbólico para consumo cotidiano de las buenas gentes catódicas, se impone la necesidad de decisiones políticas a gran escala según criterios técnicos y científicos implicados en su complejidad categorial y coordinados por cada Estado, como realidad institucional destinada por su magnitud y su capacidad de dominio y movilización a perseverar en su ser tanto cuanto le sea posible (según la noción de conatus de Spinoza), preservarse de las disensiones internas y las amenazas externas, que la pandemia condensa de modo ejemplar (el virus, importado, se difunde internamente y acaba exportándose) y, por tanto, constituida por la impronta ontológica de una estabilidad (eutaxia) definida técnicamente por la búsqueda del bien común. Ha de ser una realidad provista del poder, es decir, de la fuerza para imponer movimientos demográficos y pautas de conducta grupales, de la capacidad material para decretar un Estado de alarma y cerrar fronteras (“Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”{2}). Ello demuestra que el problema desborda el cerco categorial de la biología y compromete otros campos que remiten, en última instancia, a lo político, en la medida en que la maquinaria del Estado es la encargada de administrar bolsas de población formadas por sujetos expuestos, por su condición de organismos biológicos, a los efectos de esta patología masiva.

Un Estado con cierta solidez material, institucional, podrá recurrir a la retórica más infantil y lacrimógena en determinados momentos si con ello se alcanzan objetivos pragmáticos concretos, imprescindibles para esa estabilidad. Por ejemplo, inducir esperanzas para contener el pánico en las masas y ganar adhesión y asegurarse el consenso, o generar temor para su más acabada obediencia y control. Pero cuando esa retórica no es una medida política para enmascarar u ocultar estratégicamente ciertas verdades incómodas o peligrosas (pocas verdades son gratas e inocuas), sino síntoma de una debilidad estructural del Estado y de la incompetencia técnica o la ceguera ideológica de los gestores, la sociedad civil se encuentra expuesta a la plaga, cuando no abandonada a su suerte, resignada a las modestas y a menudo heroicas resistencias cívicas que, sin perjuicio de la proliferación de gestos y ceremonias más o menos espontáneos, cuyo eco puede medirse en términos de efecto placebo masivo, descansan en la estricta profesionalidad y en el rigor funcional, exentos de sentimentalidad, de los técnicos y científicos de los cuales pende, en sumo grado, la vida de los ciudadanos en un trance histórico como el presente.

Madrid, miércoles 25 de marzo de 2020

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{1} Virgilio, Eneida, I, 217: “No saben si esperar o si temer; si creer que están vivos o si han sufrido el trance final y no pueden oír ya su llamada.”; Horacio, Epístolas, II, 16: “El que desea, también teme y, el que vive en el temor, en mi opinión nunca será libre.”; Séneca, De Constantia Sapientis: “de todo esto huye el sabio, ya que él no necesita saber cómo se vive en la esperanza o en el miedo”; Spinoza, Ética IV prop. XLVII, esc: “Y así, cuanto más nos esforzamos en vivir según la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en no depender de la esperanza, librarnos del miedo, tener el mayor imperio posible sobre la fortuna y dirigir nuestras acciones conforme al seguro consejo de la razón.”

{2} C. Schmitt, Teología política, I.

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