El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 32
Artículos

Europa frente al coronavirus

Paloma Hernández

Guión para el capítulo nº 69 del canal de YouTube ¡Qué m… de país!

¡Qué m... de país! es un programa de análisis filosófico que aborda algunas de las problemáticas históricas que dan forma a nuestro presente en marcha: España como sociedad política en crisis, ¿cómo, por qué y en beneficio de qué o de quiénes? Todos los contenidos del canal están desarrollados desde las coordenadas del materialismo filosófico propugnado por Gustavo Bueno, sistema por el que, apagógicamente, tomo partido. El presente artículo ha de entenderse, por tanto, como un ejercicio de recopilación de los principales tratamientos filosóficos que, en torno a la idea de «Europa», vienen generándose desde la Escuela de Filosofía de Oviedo. Ineludible será la cita con dos obras de Gustavo Bueno: España frente a Europa y España no es un mito. Quiero advertir, por último, que el estilo de texto que aquí se presenta cumple una función especialísima en relación al fin para el que ha sido redactado, a saber, su locución en un medio audiovisual para su posterior postproducción y difusión en redes sociales. Ruego tengan en cuenta esta precisión a la hora de abordar la lectura de este artículo.

La actual crisis sanitaria coloca el problema de Europa en primera línea de debate, de manera que hablar de Europa en plena pandemia coronavírica constituye un problema filosófico de primer orden, un problema filosófico vivo. Cada día comprobamos, por ejemplo, que la idea de una Europa sublime tiene un potentísimo fundamento ideológico y llama poderosamente la atención cómo esa fijación por entender a «Europa» como representante de la auténtica cultura y de la vanguardia de la humanidad está especialmente arraigada en España.

Nuestra crítica de hoy, por tanto, irá dirigida a triturar la visión de Europa como Idea sublime, como Idea-fuerza, la visión de Europa como portadora de la libertad, de la democracia, la razón, la Ilustración, el progreso, la ciencia y el arte. Una Europa, por otro lado, que estaría fuera de España y hacia la que los españoles tendríamos que aproximarnos para resolver nuestros problemas, esto es, una Europa que se refiere a una imagen sublimada de los países del norte de Europa. Esa visión penetró el pensamiento de gran parte de nuestras élites desde el siglo XVIII y es la que impregna, aun hoy día, el pensamiento de la mayoría de los españoles y a todos nuestros partidos políticos. Oponer la más mínima resistencia a la ideología europeísta supone un elevado coste social y político en España y ni siquiera un partido como Vox se atreve a posicionarse abiertamente en contra de la Unión Europea ni a declararse euroescéptico: en su lugar se presentan como «eurorrealistas» y «euroexigentes».

Recordemos, por ejemplo, que el pasado 27 de marzo, el ministro de economía holandés Wopke Hoekstra manifestó su rechazo a que la Unión Europea ayudara a los países más afectados por el coronavirus, como España e Italia. Tales declaraciones suscitaron una encendida respuesta por parte del Primer ministro de Portugal Antonio Costa: «Si no nos respetamos los unos a los otros y no comprendemos que, ante un desafío común, tenemos que tener la capacidad de responder en común, entonces nadie entendió nada de lo que es la Unión Europea». Y Pedro Sánchez apuntó con su habitual retórica armonicista: «Le toca a la Unión Europea proteger a los ciudadanos más débiles (…) Es la hora de la Unión Europea. Europa se la juega [si quiere] que la bandera azul de las doce estrellas amarillas arraigue para siempre en los corazones de los europeos». No, señor Presidente, es la hora de España. Europa, cual Mesías, no vendrá a redimirnos. Y tampoco redimirá su incompetencia personal o la del Gobierno que lidera.

La crisis sanitaria ha vuelto a poner en evidencia las tensiones que históricamente existen entre los países septentrionales y los países meridionales del continente, esto es, entre Alemania, Austria, Finlandia y Holanda por un lado, y Portugal, España, Italia y Grecia por otro. Francia es un caso muy singular. La Unión Europea está llegando tarde y mal en sus planes para afrontar la crisis coronavírica y cada país se está enfrentando a la situación como Dios le da a entender… Nunca mejor dicho esto de Dios, porque no hay que olvidar que la principal dialéctica que históricamente se ha dado dentro de Europa se cifra dentro de la cristiandad: catolicismo frente a protestantismo, aunque ni los unos ni los otros seamos ya practicantes, religiosos. Ambas posiciones implican concepciones filosóficas y morales diferentes: por un lado, tenemos el individualismo subjetivista típicamente protestante, mientras que el catolicismo es más cooperativo, más socialista, más igualitario.

Lo que está quedando claro es que Italia y España están siendo mejor asistidas por China, Rusia y Estados Unidos que por la Unión Europea. Desde luego, China, Rusia y Estados Unidos no actúan por puro humanitarismo o por caridad, sino porque, lógicamente, estas tres potencias buscan mejorar su prestigio y ampliar su campo de influencia geopolítica. De ahí que nuestra crítica vaya dirigida contra la Unión Europea cuando esta es entendida como unidad política, como nación continental, pues consideramos tales ideas como ideas aureolares: la Unión Europea es una idea en proyecto, un proyecto que no ha conseguido en modo alguno superar la organización de los Estados-nación en Europa. La realidad coronavírica lo demuestra de forma tozuda: los Estados son los verdaderos sujetos de la política real.

La reacción de los países europeos ante la actual crisis sanitaria no está siendo uniforme, ni solidaria, ni mucho menos armónica. ¿Qué ocurrirá cuando la pandemia pase y tengamos que enfrentarnos a la terrible crisis económica que sobrevendrá? Es posible que entonces los países europeos entren en una feroz dialéctica de Estados entre ellos, con lo que se pierda definitivamente la relevancia geopolítica del continente. Pero todo esto está aún por ver.

En definitiva y para dejar clara nuestra posición: aquí pensamos a favor de una «España frente a Europa», que no significa pensar en una «España de espaldas a Europa», y también pensamos a favor de una «España acercándose a Hispanoamérica». Aun hoy día puede percibirse una gran pasividad ciudadana mezclada con indiferencia respecto a las implicaciones que existen entre la Unión Europea y España: simplemente se entiende como un axioma (casi como un dogma) que «Europa» es el único proyecto que puede darnos el bienestar y la seguridad, que «Europa» es un proyecto por sí mismo «hermoso e ilusionante» y que hay que tachar de reaccionario a quien se oponga a él. Parte del problema es la asimilación por parte de los españoles de la propaganda hispanofóbica vertida contra España desde hace siglos, una ideología antiespañola que fue filtrada en nuestras élites a través de la Ilustración francesa y el krausismo, y que podemos ver resumida en la visión de Ortega y Gasset: «Hay que europeizar a España», esto es, hay que germanizar a España.

Tal y como nos recuerda José Ramón Bravo García, muchos españoles se han convertido hoy en «(…) una subespecie de los «hombres esclavos» (hombres decadentes que desprecian a su patria, pero imitan con deleite todo lo extranjero) de los que habló Espinosa en su célebre Tratado Teológico-Político». Pues bien, nosotros plantamos feroz controversia a esta visión papanatas y decimos, a la vez que Unamuno, «hay que españolizar a Europa». A continuación, vamos a someter la Idea de Europa a los ojos del Basilisco, ese animal quimérico que tritura con la mirada todo lo triturable y que es el emblema de la antigua dialéctica ¿Qué es Europa? Empezamos.

¿Qué es Europa?

Quizás algunos de ustedes recuerdan el texto de aquel frustrado Tratado de la Unión Europea (mal llamado «Constitución»), que se presentó en referéndum en 2005. Pocos lo leerían pues, tal y como reconocía Fernando Morán, convencido europeísta y Ministro de Asuntos Exteriores en la época de Felipe González: «Someter a referéndum 600 páginas de un Tratado parece un abuso de confianza en la capacidad digestora de lo abstracto del ciudadano normal». En cualquier caso, uno podría pensar que nos encontrábamos ante un texto puramente técnico. Sin embargo, en él flotaban un conjunto de ideas filosóficas –un cuerpo doctrinal, podríamos llamarlo–, al igual que lo hacían en el texto de la Declaración de Independencia de EEUU, tal y como vimos en el capítulo anterior. Es decir, aquel Tratado de 2005 ofrecía una concepción filosófica a través de ideas como tolerancia, cultura, libertad de conciencia, laicismo, &c. Dicha concepción filosófica, siendo completamente respetable, es asimismo completamente discutible, y esa es la tarea de la filosofía crítica y dialéctica: discutir y triturar para llegar a comprender.

Antes de abordar el conjunto de ideas que flotan en torno a Europa, cabe señalar que Europa es una materia empírica, fenoménica, táctil, concreta, deíctica, esto es, es una masa continental que, desde la perspectiva de una foto satélite, podemos señalar con el dedo y decir: eso es Europa. Por tanto, podemos entender a Europa como una entidad geográfico-histórica, en un sentido espacio-temporal: Europa es una península que forma parte del supercontinente euroasiático. No obstante, por motivos histórico-culturales, se le considera un continente que limita con el continente asiático en los Urales, el río Ural, el mar Caspio, la cordillera del Cáucaso, el mar Negro y los estrechos del Bósforo y de Dardanelos. Es excesivo decir, como alguna vez se ha dicho, que geográficamente Europa va desde Lisboa a Vladivostok. Para ofrecer algunos datos positivos más, podemos decir que Europa representa únicamente el 2% de la superficie del planeta, así como el 6,8% de las tierras emergidas. Abarca 10.530.751 km2 y a día de hoy tiene un censo de 744.781.221 habitantes, lo que supone aproximadamente el 10 % de la población mundial.

Por otro lado, tradicionalmente se asocia el origen del topónimo «Europa» con un personaje de la mitología griega y desde el año 500 a. C. «Europa» remitía a la tierra situada al oeste del mar Egeo. Algunos investigadores indican que el término «europeos» (europenses) se habría citado por primera vez en la Crónica mozárabe del año 754 para referirse al enfrentamiento entre los reinos cristianos y la expansión musulmana y, de hecho, hasta el siglo XVI los territorios europeos no eran conocidos como «Europa» sino como «La Cristiandad». Con el Renacimiento, y tras el auge de la Reforma protestante, empezaría a generalizarse el término «Europa», expresión que acarreaba menos connotaciones confesionales-culturales.

Entrando ya de lleno en el terreno de la filosofía, hay que precisar que existen diversas ideas de «Europa» que es necesario definir y clasificar. Vemos en pantalla la tabla elaborada por Gustavo Bueno en su obra España no es un mito donde ofrece una clasificación exhaustiva de las múltiples Ideas que sobre Europa circulan en cuatro tipos de Ideas que denominamos Europa I, II, III y IV. De forma bochornosamente simplificada diremos que la Europa I se corresponde con la Europa sublime y remite a la idea metafísica que defendieron Ortega y Gasset y Husserl, entre otros muchos. Desde esta perspectiva se entendía a Europa como la continuación de Grecia y de sus logros (la razón, el logos, la democracia). Una Europa que, a través de los siglos, habría descubierto la ciencia, la justicia, la libertad, la paz, la armonía, etc. Esta Europa sería la fuente de todos los valores, la auténtica cultura y, por tanto, debía ser la antorcha que guiara al resto de sociedades del mundo. Esta Europa I o Europa sublime no tiene sentido político, sino ideológico y metafísico.

La Europa II tampoco tiene un sentido político, sino cultural: es la Europa de los antropólogos. Desde esa perspectiva se considera a Europa como «una Civilización», la occidental, entre otras civilizaciones (la Oriental, Mesoamericana o Africana). Esto es, Europa sería un círculo cultural entre otros círculos culturales. Según los antropólogos clásicos como Morgan y Tylor, Europa habría superado la fase del salvajismo y la fase de la barbarie y se encontraría ya en la fase de la civilización. Pero no solo eso, sino que Europa habría alcanzado el culmen del desarrollo cultural, el punto más álgido de la civilización, y con ello se justificaba el colonialismo del siglo XIX. Pero, ojo, porque el llamado «gobierno indirecto» que bajo esta visión practicó el Imperio británico, siguió la norma depredadora que consistía en respetar las costumbres del pueblo colonizado, aunque fueran salvajes, y aprovechar la explotación. A causa del supremacismo blanco y anglosajón, se mantuvo una diferencia crucial entre la metrópoli y las colonias. El Imperio romano o el español, sin embargo, siguieron la norma del imperio generador que no respetaba el salvajismo, sino que trataba de elevar a las sociedades que encontraba a su paso a su mismo nivel. Por eso en la Roma imperial no había «colonias», sino provincias: Hispania no era algo inferior a Roma, Hispania era Roma; del mismo modo que en el Imperio español tampoco había colonias, sino virreinatos: los virreinatos de Nuevo México o del Perú eran España y no solo eso, sino que eran las regiones más florecientes de España.

Pero sigamos. Europa III sería entendida como una especie de «Europa sin fronteras». Es lo que nos permite reconocer un cierto aire de familia entre los diferentes países europeos: casas parecidas, ropas parecidas, gustos musicales parecidos, etc. Cabe preguntarse, sin embargo, si en esta época de globalización positiva, no se han nivelado ya muchas de estas características locales, o si, por ejemplo, los españoles no percibimos más aire de familia con Ciudad de México que con Helsinki. Europa III se entiende en un sentido social, como una Europa unida culturalmente, pero no políticamente.

Europa IV es la Europa de las patrias, que decía de Gaulle, la Europa de las Naciones, de los Estados con soberanía, la Europa de España, Italia, Alemania, Francia, Irlanda, Finlandia, etc. Europa IV, por tanto, ya tiene un sentido político.

A continuación, vamos a desplegar un análisis en torno a la realidad histórica política-social de Europa.

La hegemonía mundial de Europa

Europa, o más bien los diferentes Imperios europeos, empezaron su hegemonía mundial a raíz del descubrimiento y conquista de América (fundamentalmente por el Imperio Español) y tras la revolución industrial (principalmente el Imperio Británico). En torno al año 1500 la India y China concentraban el 60% de la producción mundial, alcanzando el 80% antes de 1800. Pero con la revolución industrial los Imperios europeos fueron desbancando a los asiáticos e incluso empezaron a dominarlos (conquista de la India, guerra del opio en China, &c.) Hay que precisar que esta fase decimonónica de hegemonía mundial se corresponde con la etapa del colonialismo en su versión más abrasiva, etapa que fue analizada por Lenin en su obra El imperialismo, fase superior del capitalismo. Este colonialismo abrasivo remite, por tanto, al comportamiento depredador de algunas potencias europeas, no de todas, pues el Imperio español, el portugués o el ruso forman parte de etapas históricas diferentes.

En cualquier caso, los Imperios europeos empezaron a perder su hegemonía como consecuencia de la Primera Guerra Mundial: ya en 1920 Estados Unidos superaba a los países europeos más desarrollados en renta per cápita. Tras la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, los Imperios del continente empezaron a desmoronarse definitivamente y no hay que perder de vista que la victoria del Imperio británico fue en realidad una derrota porque supuso una pérdida enorme de territorios (el mundo de las finanzas aún perseveró en la City, eso sí). Como decía Zbigniew Brzezinski, «Europa iría dejando progresivamente de ser un sujeto para convertirse en un objeto de la política de poder global».Desde entonces fueron la Unión Soviética y Estados Unidos los que tomaron el relevo de la «antorcha de la universalidad», por decirlo en términos hegelianos. Estados Unidos vencería en la Guerra Fría y con la caída de la URSS cristalizó la ideología de la globalización, ideología que también perdería su razón de ser con el auge de China y tras la resurrección militar de Rusia, por no hablar del Islam. Tampoco hay que olvidar, por cierto, que Donald Trump es un confeso y decidido antiglobalista y que en 2018, en la sede de la ONU y ante una camarilla de globócratas utópicos, llegaría a decir: «Rechazamos el globalismo y abrazamos la doctrina del patriotismo».

Hay que señalar, por otro lado, que los diferentes proyectos de «unidad» política de Europa han brotado siempre, desde Carlos V hasta Hitler pasando por Napoleón, no de una «Europa que, como un todo presupuesto, busca darse a sí misma su unidad política», sino de los impulsos hegemónicos de algunas de las partes de ese todo sobre las demás. El proyecto de unificación de Europa fue el proyecto que intentaron Napoleón («sistema continental europeo») y Hitler (a través del mito de la raza aria que vuelve en forma de mito de la cultura). He aquí las palabras del doctor Wilhelm Stuckart, Secretario del Estado nazi, en un artículo titulado «Pensamiento sobre la realización práctica de la unificación europea», publicado en la revista nazi La joven Europa: «El espacio vital de la familia de las razas blancas es Europa. La tarea de todas las naciones unidas en la comunidad europea de destino y de vida consiste en el nuevo orden político, jurídico, cultural y económico del continente. A medida de su importancia natural en el núcleo de este “espacio vital” el Reich Nacional-Socialista y la Italia fascista han señalado el rumbo al desarrollo futuro». Cabe preguntarse, por tanto, hasta qué punto la Unión Europea, bajo la apariencia de una unidad armónico-democrática, no favorece también la hegemonía de unas naciones sobre otras. Repasaremos ahora brevemente la historia de la Unión Europea y veremos si se sostiene nuestra principal crítica, a saber, que en el terreno práctico económico-político la Unión Europea responde sobre todo a los intereses del eje franco-alemán, una de las razones por las que Reino Unido ha abandonado dicha institución.

La Unión Europea

La Unión Europea no es el producto de la madurez de los europeos que, tras siglos de graves conflictos internos y de dos guerras mundiales, se pusieron definitivamente en el camino de la paz y de la libertad. No, la Unión Europea es una construcción de los EEUU, nace como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y es posibilitada gracias a la puesta en marcha del Plan Marshall que, como vimos en el capítulo anterior, tenía entre sus principales objetivos el levantar en Europa un dique anticomunista que sirviera para implantar un conjunto de democracias homologadas con la estadounidense. Así que la Unión Europea es un producto de la dialéctica entre Imperios durante la Guerra Fría: EEUU y la URSS.

Uno de los principales ideólogos del movimiento europeísta fue el polaco judío Joseph Retinger, que es conocido por fundar junto al Príncipe Bernardo de Holanda el globalista Club Bilderberg. No quiero detenerme aquí en enumerar toda la serie de instituciones que históricamente han intervenido en la configuración de la Unión Europea, pero sí diré que en 1949 se crea la OTAN, que fue fundamental para el desarrollo de unificación de los países europeos en solidaridad con Estados Unidos frente a la URSS durante la Guerra Fría.

La protounión europea o la primera idea de comunidad europea se consolidó tan solo cinco años después de la caída del nazismo, y lo hizo gracias a la doctrina del francés Jean Monnet y del también francés de origen germano-luxemburgués Robert Schuman. Ambos postulaban un federalismo sectorial y progresivo: esto es, proponían integrar un sector pujante de la economía (el carbón y el acero) bajo una Alta Autoridad común para luego darle a ese organismo un sentido político. Pero, ojo, porque la Declaración Schuman leída el 5 de mayo de 1950 estaba pensada inicialmente desde y para el eje franco-alemán y así decía Schuman: «Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar en una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania». Es decir, el plan Schuman proponía la creación de una comunidad franco-alemana para aprovechar conjuntamente el carbón y el acero, dado que entonces Alemania producía el doble de acero que Francia. Asimismo, trataba de evitarse el estallido de un nuevo conflicto bélico entre ambos países. Una vez en funcionamiento, esta comunidad económica entre Francia y Alemania se ampliaría a otros países europeos para formar un espacio de libre circulación de personas, mercancías y capital.​

La Comunidad Europea del Carbón y del Acero, la CECA, quedó finalmente constituida en la primavera de 1951 con la firma del Tratado de París por parte de Alemania Occidental, Francia, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Interesante apuntar, por cierto, que Robert Schuman también impulsó el plan para la formación de un ejército europeo denominado Comunidad Europea de Defensa, plan que fue rechazado por los franceses en 1954. Por su parte, el bloque comunista firmó en 1955 el Pacto de Varsovia como respuesta a la OTAN y constituyó el COMECON como respuesta a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Vemos perfectamente cómo está en marcha la dialéctica de Imperios durante la Guerra Fría.

En 1986, y al mismo tiempo que se iba incorporando a la OTAN, España entró en el club de naciones europeas. En 1993 entró en vigor el Tratado de Maastricht con doce Estados socios, en cuyo primer borrador se hablaba de «la vocación federal europea», algo así como crear unos Estados Unidos de Europa. Por presiones británicas, sin embargo, se eliminó el sintagma «vocación federal», pues implicaba la pérdida de la soberanía nacional, sustituyendo tan viscosa expresión por un vago «proceso hacia una Unión más estrecha». Y es que Reino Unido ha tenido siempre muy claros sus intereses, así como su rechazo a una «Europa» liderada por Alemania. El Brexit, insistimos, lo deja bien claro.

En 2002 entró en circulación la moneda europea, el euro, y lo hizo bajo el control del Banco Central Europeo. No todos los países miembros aceptaron el euro y una vez más los británicos dieron muestras de su recelo protegiendo y conservando su libra esterlina. Volvemos a insistir, Inglaterra y España son naciones de tradición atlántica en el sentido de que ambas tienen intereses fuera de Europa: sus respectivos mundos se enraízan más allá de Europa. No pasa lo mismo con Francia y Alemania que son Estados continentales, razón por la que tratan de controlar a la Unión Europea según sus propios intereses. Reino Unido no ha perdido de vista esta realidad, España sí y eso nos está acarreando gravísimos conflictos porque no se puede entender España sin América. Pero sigamos.

Como recordábamos al principio, en 2005 el Parlamento Europeo presentó el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa recomendando a los Estados miembros que lo ratificaran a través de referéndums. Como ya sabemos, los referéndums llevados a cabo en Francia y en los Países Bajos dieron un «no» al Tratado, lo que produjo una importante crisis institucional, así como la cancelación del documento.

En el año 2012 la Unión Europea recibió el Premio Nobel de la Paz «por su contribución durante seis décadas al avance de la paz y la reconciliación, la democracia y los derechos humanos en Europa». Y nosotros preguntamos, ¿también contribuyó la Unión Europea al avance de la paz en los Balcanes durante la década de los 90? En 2017 la Unión Europea fue, asimismo, galardonada con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia y es que, como ya hemos advertido, los españoles somos los más europeístas del mundo mundial. Insistimos, posiblemente esto se deba a la enorme influencia que el filósofo José Ortega y Gasset ha ejercido este último siglo sobre el conjunto de la sociedad española. Ortega elogiaba a Europa vinculándola con el Sacro Imperio Romano Germánico (secularizado en plan hegeliano) y no con la Monarquía Hispánica de Felipe II. De ahí que, con ingenuidad, el filósofo germanófilo pensase que España era el problema y que Europa era la solución, o sea, que Alemania era la solución. Como ya hemos señalado en varias ocasiones, Ortega y Gasset entendía que lo germánico representaba el palo que debía tensionar a la indisciplinada y floja España y sabemos que Unamuno se le opuso en feroz controversia, advirtiendo que la Kultur alemana acabaría con la esencia de España. Con el estallido de la Gran Guerra europea en 1914, a Ortega se le volvió loca la modelo y, desde luego, Miguel de Unamuno no tuvo ningún pudor en refregárselo. En España frente a Europa, un libro pensado contra esta concepción «invertebrada» de España, Gustavo Bueno critica la visión de Europa como Idea sublime, esto es, somete a trituración a la Europa I que veíamos al principio, a esa Europa que se postula como la vanguardia de la humanidad.

Europa como biocenosis

Europa, fruto de un proceso histórico no precisamente pacífico del «área cultural de difusión helénica», ha sido diagnosticada por Gustavo Bueno como una biocenosis, término extraído de la etología. Una biocenosis es una forma de convivencia sostenida en la competencia y en el conflicto. Esta forma de convivencia es la que más abunda entre las distintas especies vegetales y animales y no aquella propugnada desde idealismos tontorrones, que creen que es posible convivir en paz o en solitario.

La biocenosis es una armonía que consiste en que unos se comen a otros. Es la armonía no de la paz sino de la guerra, siendo en ese conflicto donde se encuentra el equilibrio. Aplicando la idea de biocenosis se ve que esa es la unidad de Europa: una unidad de conflicto, con guerras constantes y con pugnas políticas y económicas permanentes. Dicho de otro modo: la figura de la biocenosis explica mucho mejor lo que es Europa que las ideas de Justicia, Caridad, Igualdad o Fraternidad. En Europa la guerra ha sido la gran protagonista: la Guerra de las Galias (en las que el gran Julio César mató a ¡un millón de helvecios!), el genocidio de Carlomagno a los sajones (precisamente Carlomagno es considerado como el padre de Europa), las guerras de Otón I contra los magiares, la Guerra de los Cien Años entre los reinos de Francia e Inglaterra, la Guerra de los Treinta Años, las guerras napoleónicas, la guerra de Crimea, la guerra de los ducados entre Austria y Prusia contra Dinamarca, la guerra de Prusia contra Austria, la guerra franco-prusiana en 1870, la Comuna de París, la Primera Guerra Mundial, el período de entreguerras, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría de Europa y EEUU contra la URSS (con varias guerras en la periferia), la Guerra de Yugoslavia y lo que venga.

Desde Europa no puede salir una plataforma continental con suficiente potencia como para hacer frente a los retos geopolíticos del siglo XXI y la actual crisis coronavírica está haciendo aflorar esta debilidad tanto como lo hizo la Guerra de Yugoslavia. Europa no compone, ni mucho menos, una compacta unidad lingüística y cultural, ni es una nación política con una constitución, ni tiene capa cortical, ni tiene ejército. El Parlamento europeo es un Parlamento de Estados, no un parlamento de ciudadanos europeos. Europa, como dijo el canciller Bismarck, sólo es un concepto geográfico. Nunca tuvo más razón un político alemán. En definitiva, la Unión Europea –como dice Gustavo Bueno– es tan solo una «Europa de papel» que tan solo existe en la imaginación de los euroburócratas más entusiastas y que sólo podría alcanzar cierta unidad en el caso de que las naciones europeas tuvieran un enemigo común y que se solidarizaran para afrontarlo, como ya se hizo en la Guerra Fría a través de Estados Unidos y la OTAN.

España frente a Europa

Tras la muerte de Franco, España se vio abocada a acercarse a Europa, una Europa que, insistimos, venía preparándose desde hacía décadas como instrumento de EEUU para frenar el empuje de la URSS. En ese momento, la tradicional relación de España con las repúblicas americanas que hablan español se vio reajustada por esa voluntad europeísta. Esto supuso el descabezamiento industrial de España, pues la privatización a manos del PSOE de muchísimas empresas que dependían del Estado dejó a muchos sectores bajo el control de empresarios alemanes y franceses (siderurgia, automóviles, supermercados, &.) Alemania –con suma prudencia para sus intereses eutáxicos, como es lo normal– ha nutrido su industria eliminando a España como principal competidor. Sin esa industrialización Alemania no hubiese alcanzado sus impresionantes superávits y es que el presupuesto federal alemán cerró 2019 con un plus de 13.500 millones de euros, el mayor desde la reunificación en 1990.

Pero si Alemania es una potencia industrial, también es una enana militar pues recordemos que no tiene permisos internacionales para desarrollar armamento nuclear. Francia, en cambio, sí los tiene y por ello es la principal potencia militar ahora mismo en Europa. Por si esto fuera poco, resulta que el ejército español también ha sido esquilmado durante estos años y ha quedado subordinado militarmente a los intereses de las potencias anglosajonas por su pertenencia a la OTAN. Cabe hablar, asimismo, de la subordinación cultural con la imposición del inglés y el general desprecio por lo propio a favor de todo tipo de gustos e ideologías foráneas: ahí están nuestros profesores de filosofía universitarios dando buena cuenta de ello. Y no olvidemos que hasta permitimos que sean otros los que escriban nuestra historia, pues ahora mismo los historiadores de la historia de España más prestigiosos son de estirpe anglosajona, ¿imaginan, ustedes, que los libros de historia de Inglaterra más vendidos en Inglaterra estuvieran escritos por españoles, mexicanos o colombianos? España, además, es un país sin moneda propia ya que abandonó la peseta para subirse al euro, lo que implicó la pérdida de la soberanía monetaria. El euro ha sido para Alemania como maná caído del cielo. Para España, en cambio, casi completamente desindustrializada y volcada hacia el sector servicios, el euro ha sido una ruina que nos ha costado un ojo de la cara y con la que se nos viene encima puede que nos quedemos ciegos. Y eso por no hablar de la vergonzosa actuación de los países europeos en relación a nuestros fugados separatistas. Hace ya años que un dirigente nacionalista vasco dijo: «Separémonos de España, entremos en Europa y allí nos reencontraremos». Por tanto, ¿qué interés tiene España de estar dentro de un fantasma político como es esa Unión Europa de la que se ha salido Reino Unido y donde hay una disputa del poder entre Francia y Alemania?

La clase política española está imbecilizada por cuestiones ideológicas: desenterrar a Franco, derechas e izquierdas, secesiones, lenguaje inclusivo, feminismos, cambio climático, &c. Ni siquiera en plena crisis del coronavirus son capaces los partidos que lideran el Gobierno de la Nación de defender a la Nación, sino que siguen actuando como si fueran la oposición o como si estuvieran haciendo campaña electoral. No asumen la responsabilidad de estar al mando del Gobierno de España.

Desde luego, las condiciones político-ideológicas e institucionales de España son lamentables: millones de españoles pulsan el «megusta» en redes sociales y votan como si fueran auténticos zombies, sin ningún tipo de inteligencia política. A ver si vamos entendiendo los españoles que ni el aldeanismo autonomista o separatistas ni el papanatismo europeísta o globalista van a salvarnos de nada. En España en particular, todas esas ideologías están trabajando activamente para deteriorar aún más la situación y, si todo va bien, en el próximo capítulo ofreceré una crítica fundamentada al infame cortometraje producido por la Spanish revolution: les prometo que trituraremos todas sus miserias ideológicas hasta reducirlas a ceniza... Desde luego, no contamos con los recursos de su tremendo aparato propagandístico, pero al menos la crítica de Fortunata y Jacinta quedará documentada en las redes sociales. De cara a lo que se nos viene encima les diré: menos separatismo y más razón de Estado, menos Europa y más Hispanidad. También les diré que se abrochen los cinturones porque vienen curvas, pero que no sucumban, que hay mucho trabajo que hacer y que tenemos que estar ahí, despiertos, con los ojos abiertos y dispuestos para la pelea.

Antes de dar por zanjado este capítulo de ¡Qué m… de país!, les invito a leer el artículo publicado el pasado 2 de abril por José Ramón Bravo García en la revista El Catoblepas. Lleva por título Razón geopolítica en tiempo de pandemia y dice cosas como esta: «Sólo cuando los grandes poderes están desbordados por su situación doméstica (se refiere a las grandes potencias tipo EEUU o China) es el momento en que a un Estado no imperial (tal sería el caso de España, que ha perdido toda su relevancia política internacional) se le presenta una oportunidad, por pequeña que sea, de actuar en el ejercicio de su soberanía, para redefinir sus prioridades en función de sus intereses. ¿Está la clase política española preparada para ello?».

Más le hubiese valido a España haber llevado a cabo una alianza con los países hispanoamericanos, utilizando la lengua española como arma de pensamiento geopolítico, científico y filosófico. Pero España se ha europeizado y ello significa que se ha deshispanizado. De hecho, a medida que España se ha ido integrando en la Unión Europea los separatismos han ido ganando fuerza, así como el indigenismo en los países hispanoamericanos (con la ayuda de Estados Unidos a fin de que no se instale una plataforma hispana con suficiente potencia geopolítica). Así que menos separatismo, menos Europa y más Hispanidad. ¿O tal vez es ya demasiado tarde?

Salamanca, martes 7 de abril de 2020.

Bibliografía

Bueno, Gustavo, “Tratado o Constitución”, El Catoblepas, febrero 2005, 36:2.

Bueno, Gustavo, “Las cuatro Europas”, X Encuentros de Filosofía, Gijón, 9 de julio de 2005.

Bueno, Gustavo, España no es un mito. Claves para una defensa razonada, Temas de Hoy, Madrid 2005.

Bueno, Gustavo, España frente a Europa, Obras completas, 1, Pentalfa, Oviedo 2019.

Bravo García, J. R., “Razón geopolítica en tiempo de pandemia”, El Catoblepas, primavera 2020, 191:29.

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