El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 193 · otoño 2020 · página 8
Artículos

A propósito del Procés

José Javier Villalba Alameda

Apéndice a una crítica de Imperiofilia y el populismo nacional-católico, de José Luis Villacañas

proceso

Una de las tesis de Imperiofobia y leyenda negra, de Maria Elvira Roca Barea, es que la leyenda negra antiespañola sigue viva después del derrumbe del imperio español, porque ha pasado a formar parte del mito de formación de las naciones protestantes. Estas naciones persisten, así como persiste el protestantismo; en consecuencia, persiste la leyenda negra. La hispanofobia sería parte constitutiva de las naciones inglesa, holandesa o alemana. De la misma manera, la identidad protestante se construye frente al catolicismo. José Luis Villacañas Berlanga, alegando razones de menor importancia como pretexto, arremetió violentamente contra el libro de Roca Barea porque dicha tesis se proyecta sobre los nacionalismos fraccionarios españoles y sobre el catalán por encima de todos y muy oportunamente. En efecto, la hispanofobia es parte constitutiva de los nacionalismos fraccionarios, cuya identidad se construye necesariamente en oposición a España.

Es discutible que la leyenda negra de origen protestante vaya hoy más allá de los meros prejuicios que cualquier nación padece, y que sus efectos sean tan negativos para España como sostiene Roca Barea. Pero que lo sea no explica el ciego ataque de Villacañas. Es ya menos discutible que esa leyenda negra de origen protestante está hoy en España más viva que nunca, y que los nacionalismos fraccionarios y sus tontos útiles (llamados de forma menos rigurosa “compañeros de viaje”), además de usar y abusar de ella, le añaden nuevos capítulos. Contra esta evidencia se publicó Imperiofilia y el populismo nacional-católico, un libelo que tenía como propósito inmediato desacreditar a María Elvira Roca Barea y su obra, y, como razón fundamental, condenar una idea de España: la de quienes han decidido defender su integridad ahora que el proceso secesionista catalán la pone en peligro, y que son por ello identificados con ese fantasmagórico populismo nacional-católico.

En plena sintonía con el nacionalismo catalán, la tesis de Villacañas acerca de España es la siguiente: no es una nación, es un Estado que no se concilia con su realidad plurinacional, que no tolera bien el pluralismo cultural e ideológico. La sombra proyectada por sus élites centrales opaca, desde los Reyes Católicos hasta el régimen franquista, la luz del progreso y la democracia que alumbra desde Europa. En consecuencia, hay que dejar atrás esa España, cuyo último avatar es la Monarquía Constitucional heredera del franquismo, y liberar a los pueblos y naciones encarcelados en ella. Esta tesis, defendida en artículos y entrevistas, no la encontramos en Imperiofilia. Sin embargo, este libro, como ya se ha dicho, no tiene otra finalidad que estigmatizar a quienes se oponen a ella.

Nacionalismos fraccionarios

El nacionalismo fraccionario –sostiene Gustavo Bueno en España frente a Europa–  “necesita la mentira histórica” (p. 139). La acepción “nacionalismo fraccionario” está vinculada al fenómeno de los “nacionalismos radicales” surgidos a lo largo del siglo XX (nacionalismos radicales vasco, catalán, gallego, bretón, corso, &c.). Una diferenciación, fundamental y terminante, separa a estos nacionalismos radicales del nacionalismo tradicional de las “naciones canónicas” (nacionalismos francés, español, italiano, alemán, &c.), y es que los primeros no se explican a través de una nación política previa, sino del proceso por el cual se reivindica una nación en el seno de otra. Los proyectos nacionales de los nacionalismos radicales se constituyen en contraposición a las naciones canónicas ya constituidas como naciones políticas, y se moldean en función de éstas, pero rompiendo la nación de origen. La nación canónica surge de un proceso de integración; la nación fraccionaria de un proceso de desintegración.

Los nacionalismos fraccionarios son movimientos promovidos por la voluntad de una élite política o intelectual que logran canalizar reivindicaciones muy heterogéneas llegando a hacer culpables de su pretendida postración u opresión al Estado del que forman parte. No es el nacionalismo la raíz del separatismo, sino el separatismo la raíz del nacionalismo fraccionario, pues la nación es inventada para legitimar la reivindicación de un Estado propio. A partir de la voluntad de secesión, aunque sea pensada a largo plazo, se construye el mito nacional. (Hasta aquí he expuesto muy resumidamente el análisis que Gustavo Bueno realiza del nacionalismo fraccionario en España frente a Europa, pp. 133-150).

Esta conformación nacional desintegradora es fundamental. Al oponerse a la nación política española (no al nacionalismo español) en la que la nación étnica catalana está integrada, le es consustancial al nacionalismo catalán desterrar de Cataluña la conciencia de pertenencia a España. La reivindicación separatista de un Estado propio pasa necesariamente por la falsificación de la historia: por la negación de la historia compartida en el seno de la nación española y por la creación y difusión del mito de una nación sometida que jamás existió. Toda su producción intelectual está enfocada a ese objetivo. Necesita mantener viva la leyenda negra antiespañola y necesita, además, añadirle nuevos capítulos, porque su reivindicación del derecho a constituir hoy un Estado propio pasa por demostrar las carencias democráticas del Estado español. Demostrarían estas carencias su incapacidad para reconocer la pluralidad nacional y su negativa brutal y antidemocrática a concederle el derecho de autodeterminación al pueblo catalán. José Luis Villacañas asume la mitología nacionalista, lo cual le obliga a negar una leyenda negra antiespañola que está hoy en España más viva que nunca, especialmente en Cataluña, donde el nacionalismo ha elaborado una mitología negrolegendaria en la que la primera oficia de Estado opresor y la segunda de nación oprimida.

El Procés

El nacionalismo, dueño del poder en Cataluña desde 1980, inicia entonces un proceso de nacionalización, catalanización o desespañolización de Cataluña, que las tres cosas son lo mismo. Esto es un hecho y no una fantasía fruto de la conspiranoia españolista: el plan se ha hecho público muchas veces y de distinta forma por quienes lo han proyectado, y su materialización es tan evidente como el sol que alumbra. Su documento más definido es el llamado Plan 2000{1} publicado en El Periódico de Cataluña el 28 de octubre de 1990, titulado por sus autores "La estrategia de recatalanización". El proceso es de catalanización o nacionalización, que no recatalanización o renacionalización. El mito de la nación lo crea Prat de la Riba, llamado, de acuerdo al mito, el re-creador de la nación catalana, el arquitecto de la gran re-construcción catalana, el primer catalán re-nacionalizado. El quid del mito reside en el prefijo “re”, que indica que la nación catalana ya existía antes, que no la crea el nacionalismo. Es, además, incompatible con la nación española. Prat es el primero en decir que España no es una nación, sino un Estado, y que Cataluña sí lo es, pero que no tiene Estado y no será libre hasta que lo tenga (el nacionalismo fraccionario, como dice Bueno, es separatista en su origen). También es el primero en formular en España el principio de las nacionalidades: a cada nación un Estado. Pues bien, a este proceso de catalanización –no de recatalanización– cuyo fin es la independencia es al que cabalmente hay que llamar Procés.

El plan se apoya en cuatro patas: el control absoluto de la educación en todos sus tramos, el dominio total de los medios de comunicación públicos y casi total de los privados (estos vía subvención), el uso de la lengua como instrumento de nacionalización (de tal manera que la fractura social y política es paralela a la fractura lingüística), y la creación de un funcionariado mayoritariamente nacionalista. En contra del mito “separador”, no ha sido la oposición al proyecto nacionalista lo que ha conducido a la situación actual, sino las continuas cesiones y la ceguera voluntaria de quienes se deberían haber opuesto a él sobre sus verdaderos fines –sobradamente conocidos– y sobre la realidad que ha ido creando en Cataluña. Nunca en la historia ha bastado la pujanza de los separatistas para romper una nación canónica; ha sido necesaria la debilidad y la complicidad de quienes debían mantener su integridad.

Es ya un tópico ampliamente asumido, a pesar de ser llamativamente falso, que el origen más inmediato del Procés fue la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 sobre el nuevo Estatuto de Cataluña. El tópico permite a los nacionalistas deslegitimar a las instituciones españolas y absolverse a sí mismos de toda responsabilidad, y permite a la izquierda -que siempre está deseando hacerlo- absolver al nacionalismo al tiempo que culpa a la derecha. No debe extrañarnos su enorme éxito si tenemos en cuenta la amable credulidad con la que los tontos útiles del nacionalismo admiten la falsificación de lo ocurrido hasta en el pasado más reciente. Han querido imponer el principio populista de que la política todo lo puede contra la ley; unos porque creen ser representantes de la voluntad popular y piensan que el principio fundamental de la democracia es que esa voluntad popular debe prevalecer sobre las leyes que regulan el sistema democrático; otros porque creen que la aplicación de la ley beneficia la estrategia victimista de los independentistas, haciendo que estos surjan como setas en otoño.

Según Villacañas, el actual conflicto catalán tiene su origen en la segunda legislatura de Aznar.

(…) cuando considera que el artículo octavo de la Constitución tiene que ser reinterpretado desde un punto de vista centralizador (…). Es lo que hace encender todas las alarmas y genera la necesidad de reformar el Estatut para garantizar el estatuto de nación. Catalunya reivindica algo que no es contrario al espíritu de la Constitución: su dimensión política de nación. Y esto es lo que genera luego la impugnación del PP en el Tribunal Constitucional” (Entrevista en El Nacional.cat, 30-07-2017).

No es verdad. Las cosas ocurrieron de otro modo. Nadie sintió la necesidad entonces de garantizar el estatuto de nación -como veremos más abajo-, entre otros motivos, porque no es necesario hacerlo: la Constitución sólo le concede el estatuto de nación a España –y no a Cataluña–, así que no hay que salvarlo de una interpretación recentralizadora.

Nación y soberanía

Villacañas dice primero: “garantizar el estatuto de nación”; y después: “reivindica algo que no es contrario al espíritu de la Constitución: su dimensión política de nación”. Efectivamente, en el texto constitucional “nación” equivale a “nación política”. La mayoría de los ponentes de la Constitución interpretaron, durante el debate de esta en el Congreso, que nacionalidad es un término equivalente a nación en su acepción histórica y cultural. Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón (UCD), a quien Villacañas atribuye la mayor responsabilidad en la introducción del concepto nacionalidad, dijo:

El proyecto [de Constitución] reconoce a España como nación de manera taxativa y eso es irrenunciable; y, al atribuir al pueblo español en su conjunto la soberanía nacional –y ahí está la importancia del término– excluye toda posibilidad de separatismo legal, puesto que reconoce un solo sujeto de autodeterminación. Al lado de eso, [se] reconoce un principio de autoidentificación de aquellos hechos diferenciales con conciencia de su propia, infungible personalidad. A esta autoidentificación es a lo que, a nuestro juicio, corresponde la expresión de “nacionalidades”. La España que de esta articulación surja será la resultante viva y vigorosa de todos los pueblos españoles.

No pudo decirlo más claro entonces, aunque hoy quisiera haber sido más oscuro.

Y Jordi Solé Tura, del PCE, dijo: “El concepto de nacionalidades refleja una situación real y sociológica, política, cultural, pero no prejuzga ni mucho menos resultados políticos”.

En el debate, además de los ponentes, participaron otros diputados. Jordi Pujol dijo: “Ya no sabemos cómo explicar ni cómo convencer a la opinión pública de que esta radical afirmación nacional, en el sentido de que nosotros somos lo que somos y queremos seguir siendo lo que somos”… Seguir siendo lo que somos, es decir, una nación sin Estado, o lo que es lo mismo, una nación étnica o cultural y no una nación política.

Lo cierto es que se recurrió al término nacionalidad para no usar el de nación, o sea, para establecer una distinción ontológica entre la nación política (España) y las regiones y las nacionalidades (que son naciones étnicas o culturales). En definitiva, se usaron distintos términos para nombrar realidades distintas, como ordenan la razón y el buen juicio. Se retuercen los términos y la intención de los ponentes constitucionales para atribuirles un propósito que no tuvieron originalmente y que no podían tener. La Constitución no valida ni derechos de autodeterminación ni Estados libres asociados, digan  lo que digan Villacañas o Herrero de Miñón (que puede arrepentirse ahora de lo que dijo en 1978, pero no puede cambiarlo).

Herrero de Miñón recibió en 1998 el premio “Amigo de los vascos” de la Fundación Sabino Arana, el meapilas racista que es referente ideológico y santo patrón del PNV. Defendió más tarde el Plan Ibarreche, manteniendo que la Constitución admite que el País Vasco se convierta en Estado libre asociado: “la propuesta del lehendakari Ibarretxe (…) no sólo respeta la legalidad vigente sino que pone en juego una serie de instrumentos jurídicos de reforma institucional perfectamente lícitos” (Deia. Febrero 2003). Tal cosa la puede decir quien opina que la Constitución “puede modificarse sin tocar el texto, cambiando su significado por convenio de los partidos” (La Vanguardia, 22-02-2017). Es cierto que el lenguaje es convencional, pero la imaginativa propuesta de Herrero de Miñón parece más bien una paráfrasis de Humpty Dumpty: las palabras de la Constitución significan lo que nosotros queremos que signifiquen que para eso somos los que mandamos. En un alarde de creatividad semántica y en plena sintonía con los recogenueces vascos, Herrero de Miñón ha escrito un eufemismos repugnante para referirse a las consecuencias constituyentes que debería tener la actividad asesina de ETA: “Guste o no, la fuerza normativa de los hechos exige para Euskadi una fórmula de autogobierno singular y diferente de la actual, que no tiene por qué ser la independencia estatal, y la cuestión consiste en si se conseguirá con España o contra España” (El País, 02-10-2002). La fuerza normativa de los hechos, dice. Villacañas le ha cogido prestado el eufemismo a su admirado Herrero de Miñón: las consecuencias de la “estrategia de recatalanización" y la rebeldía del gobierno autonómico de Cataluña son hechos que deben tener mayor fuerza normativa que la norma establecida.

En la Constitución el término “nación” sólo nombra a España, no a Cataluña. A ésta, si acaso, la nombra el término “nacionalidad”, porque la Constitución ni siquiera especifica cuáles son nacionalidades y cuáles regiones, y, en consecuencia, no establece diferencias competenciales según sean una u otra cosa (los Estatutos de Autonomía reconocen como nacionalidades a Andalucía, Aragón, Islas Baleares, Canarias, Comunidad Valenciana, Cataluña, Galicia y País Vasco). Afirmar que la Constitución otorga a Cataluña el estatuto de nación cuando, al contrario, se lo niega con absoluta claridad es ir demasiado lejos en la interpretación del espíritu de la letra. ¿Qué espíritu animará la letra del artículo 2?:

La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y las regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.

Tendría Villacañas que someter al espíritu constitucional a las peores torturas para obligarlo a decir que en la Constitución cabe el derecho de autodeterminación de Cataluña. Sin embargo, quien no comparte su peculiar interpretación del espíritu constitucional es reo de una “brutalidad teórica [que] no es sino la antesala de la brutalidad legal, política y jurídica”. Debemos asumir “que las nacionalidades históricas son tales en virtud de sus especificidades históricas”, que “esto implica un compromiso del texto constitucional con la protección de los derechos históricos de los catalanes”, y que “estas peculiaridades hacen referencia a sus instituciones históricas, su idioma, su cultura, su capacidad productiva como pueblo económico, y algo respecto a lo que todo ello no es sino un medio: su existencia como pueblo reconocible entre los pueblos europeos” (Levante, 27-06-2017). Es mucho asumir, teniendo en cuenta que con todo esto Villacañas quiere decir: atender y dar cumplimiento a las exigencias de los nacionalistas.

El caso es que los redactores de la Constitución recurrieron al término nacionalidad para que la Constitución no acogiera la aberración lógica, jurídica y material de una nación compuesta de naciones. Una nación de naciones…

…o es una redundancia (cuando se interpreta la primera nación de la fórmula como nación política, y las naciones que comprende como naciones étnicas o culturales, y es una redundancia porque toda Nación política resulta de una “refundición” de naciones étnicas o culturales) o es una contradicción, si la fórmula se interpreta como “Nación política de Naciones políticas” (España no es un mito, Gustavo Bueno, Temas de Hoy, 2005, p. 94).

“Nación de naciones” es una expresión sin referente real. Se puede construir la expresión “nación de naciones”, pero no hay forma de materializar una “nación de naciones”, porque la nación política está determinada por la soberanía, y la soberanía es única e indivisible. Esta realidad es la que refleja la Constitución y su distinción entre nación y nacionalidades y regiones

Dice Villacañas que el concepto nacionalidad “fue obra fundamentalmente de Herrero de Miñón, muy inspirado en el concepto de fragmentos de soberanía de Georg Jellinek. La Constitución del 78 fue aceptada por catalanes y vascos justamente porque permitía el reconocimiento de estos fragmentos de soberanía” (El Nacional.cat, 30-07-2017). Pero no es así, como deja claro el párrafo de Herrero citado más arriba.

Explica Juan Claudio de Ramón que el concepto de soberanías múltiples es un desatino teórico y un imposible político:

… soberanía por definición sólo puede haber una en cada Estado. Porque, ¿qué es la soberanía? No he encontrado todavía mejor definición que la que ofreció mi profesor de derecho constitucional en primero de carrera: “La soberanía es el poder que no admite poder igual en el interior ni superior en el exterior”

Soberano es por tanto un poder que se reconoce como único e indivisibles. Si pudiera trocearse, entonces, por gemación, habría dos entidades soberanas, es decir, independientes. Y si cediera una parte de su soberanía hacia adentro, hacia un subconjunto, entonces ya no habría un conjunto sino dos. Lo que sí puede pasar es que, aun indivisible la titularidad, el ejercicio de la soberanía puede delegarse mediante tratado (como hace España con la Unión Europea en determinados momentos)

Por último: que la soberanía sea única no impide que los poderes domésticos se repartan y distribuyan, como hace nuestra Constitución al diseñar un Estado descentralizado y un régimen de separación de poderes. La unicidad es algo que se percibe, sobre todo, ad extra, es decir, mirando desde fuera.

Por tanto, las triquiñuelas argumentativas que intentan hacer posible disgregar la soberanía sin desvirtuar el concepto son eso, triquiñuelas, que hacen pasar de contrabando la independencia sin que se note (Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña, Juan Claudio de Ramón, Deusto, 2018, pp. 106-107).

Y Gustavo Bueno explica que es imposible la construcción real de una nación de naciones porque la nación política se define por la soberanía, y la soberanía es una e indivisible.

Es “una magnitud” que se rige, como la vida de un organismo, por la “ley de todo o nada”: o el organismo está vivo o está muerto (…). Sencillamente la soberanía no se puede ceder en la más mínima parte, ni compartir, porque la soberanía del Estado no es compartida por sus diferentes miembros, como tampoco comparten la vida del animal sus diferentes órganos: la vida es del organismo, e involucra a todos los órganos. Lo que se llama “cesión” de la soberanía es un modo torcido de designar, por ejemplo, a la eventual delegación o reparto de algunas funciones suyas (…). Y la prueba definitiva de que no hay tal cesión es que el Estado que ha cedido parte de su soberanía a un super-Estado (o a una Confederación de Estados), o a unas regiones o partes suyas, ha de poder en cualquier momento recuperar la soberanía “cedida”. Prueba de que la cesión no ha sido cesión de propiedad, sino un préstamo o delegación de funciones (España no es un mito, pp. 95-96).

Cuando se dice que España ha cedido parte de su soberanía a la Unión Europea o a la OTAN, se olvida que España decidió soberanamente entrar en la UE y la OTAN, y que, por tanto, es soberana para salir de ellas. Cataluña no puede entrar ni salir en ellas mientras no sea soberana. Cuando se dice que Grecia no es soberana porque la UE decide la política económica del Gobierno griego, se olvida que Grecia podría abandonar la UE y seguir la política económica que sus gobiernos consideren oportuna. Todos los Estados de los que se dice que su soberanía está secuestrada por las multinacionales, o por los inversores que les compran la deuda, podrían dejar de pagar a sus acreedores y expulsar a las multinacionales. Si no lo hacen no es porque no sean naciones soberanas, sino porque temen la ruina. Corea del Norte, por ejemplo, es una soberana ruina. Las naciones son plenamente soberanas o no los son en absoluto.

Federalismo

La idea federal está ligada a la idea de soberanía. Se le atribuyen al federalismo la propiedad de solucionar el problema de España. Ocurre que este problema, tal como está planteado, es un problema de soberanía. El reparto de competencias es el medio que utiliza el nacionalismo para alcanzar la soberanía, que es el fin. No es, pues, un problema de organización territorial. Por eso el problema de España no lo solucionará el federalismo. Ni el federalismo político, inaplicable a un Estado unido hace más de 500 años, ni el federalismo entendido como voluntad de pacto, cuya viabilidad pasa por la voluntad de permanecer unidos de los que pretenden desunirse.

Gustavo Bueno distingue entre federalismo ético y federalismo político. El primero equivale a la idea de solidaridad, de paz, de diálogo, de pacto, &c. Este federalismo es impreciso; se invoca como solución mesurada, racional; pero nunca se explica cómo se materializa. La tesis que defiende Gustavo Bueno es que en la idea federal prendió el principio ético más que su principio político, y esto porque el proyecto político federal no es viable. La razón es que un Estado federal es imposible.

Un Estado no puede jamás ser federal, porque para ello debería estar constituido por otros Estados federados. Pero al federarse estos Estados dejarán de ser Estados; y si lo fueran previamente (como ocurrió con los Estados que se federaron en los llamados “Estados Unidos de América”) dejaron de serlo en el momento de federarse, y si se sigue hablando allí de Estados federados es sólo por metonimia histórica. Al ceder su soberanía a la Federación, desaparecen como Estados (España no es un mito, p. 114).

Las Comunidades Autónomas, por ejemplo, no pueden federarse porque no poseen soberanía. Deberían adquirirla primero para después renunciar a ella e integrarse en una federación. Algo absurdo. Pero es que todo federalismo no originario es absurdo, porque federar es unir, y es absurdo desunir lo que ya está unido para federarlo después. España no se ha constituido federalmente, como sí lo han hecho las Repúblicas federales, que sólo pueden serlo en su origen.

La cuestión es: ¿bajo qué condiciones se volvería a unir lo que ya estaba unido? ¿Qué es lo que pretenden los federalistas en España? Crear un Estado más desigual y asimétrico de lo que ya es, con regiones de primera y de segunda, pero con la desigualdad aún más marcada. ”Federalismo asimétrico” es un oxímoron, ya que la federación implica igualdad para asumir por pacto la misma soberanía, la del Estado federal.

(…) cunde la sospecha de que el federalismo de nuestros autoproclamados federalistas no es sincero. En plata: que su federalismo es una forma de encubrimiento de tendencias filonacionalistas o nacionalistas tout court. Existe (…) una especie de prueba de algodón para saber si alguien que dice serlo es federalista de verdad: comprobar si en su discurso aparecen alguna vez los poderes que según ellos habría que reservar al nivel federal del gobierno. Lo cierto es que nuestros federalistas -singularmente los socialistas catalanes- no pasan la prueba.

(…) sabemos que la teoría del federalismo propone que en un país haya shared y self rule, esto es, una parte de poderes en común y otra parte de poderes particulares. Pero en España, quien insiste en llamarse federalista nada tiene que decir acerca del shared, solo del self. Interesa el autogobierno de lo propio, no el gobierno de lo común (…) Pascual Maragall celebró la aprobación del Estatut de 2006 [con estas palabras]: con la nueva norma “la presencia del Estado pasaba a ser residual en Cataluña”. ¿Es esta la reflexión de un federalista o de un nacionalista? ¿Qué tipo de federalista querría que el Estado federal no tenga ningún tipo de peso en la vida de los ciudadanos? (Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña, p.103-104).

La soberanía compartida es imposible en un Estado federal. Lo que proponen los falsos federalistas es una Confederación de Estados, que es a lo que se refieren cuando hablan de Estado plurinacional, ya que la nación implica para los nacionalistas soberanía y Estado propio. No es extraño que sea el PSC el promotor de estas fórmula federal asimétrica y plurinacional, ya que es su relación con el PSOE la que quieren para Cataluña-España: el PSOE no puede entrometerse en los asuntos internos del PSC, pero el PSC le impone su política nacional al PSOE y elige y tutela a sus líderes. El problema para el socialismo español y para España es que el PSOE traga y compromete con ello la soberanía nacional. José Antonio Pérez Tapias, del PSOE andaluz, sostiene que hay que tener coraje para reconocer la diversidad de identidades en España. Niega –como Villacañas, como tantos otros– lo evidente, esto es, que nadie en España ha dejado de reconocer las diversas identidades y culturas; y lo hace porque confunde –como Villacañas, como tantos otros– reconocimiento de la diversidad cultural con reconocimiento de la plurinacionalidad. Dice Pérez Tapias{2} que hay que “reconocer la densidad nacional” y “desacralizar la soberanía”, es decir, comprende que reconocer varias naciones supone trocear y repartir la soberanía; de lo cual no cabe duda, pero no dice que esto implica la destrucción de la nación española y del Estado, y, por supuesto, de la democracia española, cuyo demos es el pueblo español que dejaría de ser el sujeto propietario de la soberanía nacional.

Villacañas y Pérez Tapias se mueven en el plano ético: su federalismo equivale a pacto, diálogo &c. Una España federal es una España que perfecciona su democracia, que toma la buena dirección para convertirse en una nación plena. La paradoja es que, entendida la plenitud nacional como lo entiende Villacañas, si pasamos del plano ético de al plano político, a la construcción real de esa nación plena, la nación desaparece.

La paradoja de la nación plena

Según Villacañas, España no es una nación plena. “Si se quiere señalar una tesis que oriente este libro (…) España es una nación tardía” (Historia del poder político en España, José Luis Villacañas, RBA, 2015, p.16). Nación tardía es aquella que todavía no es nación plena o completa. Una nación sólo es una nación plena o completa cuando se supera el binomio amigo/enemigo y se consigue un poder constituyente con un consenso suficiente y hegemónico como para identificar a las clases populares y las élites en un dispositivo institucional. Pero atención, ese poder constituyente sólo es tal cuando está en condiciones de revisarse a sí mismo sobre sus propias bases, o lo que es lo mismo, cuando la Constitución se reforma en el sentido que dicta el espíritu con el que fue confeccionada. España sólo conseguirá ser una nación plena o completa cuando reforme la Constitución de 1978 y se retomen los consensos que la alumbraron. La Constitución no sólo debe haber sido refrendada por el pueblo (que lo fue), y ser reformable (que lo es); también deber ser reformada de acuerdo a su espíritu, que no es otro que –redoble de tambor– el decretado por José Luis Villacañas, espiritista constitucional.

Decir que España es una nación tardía es lo mismo que decir que es una nación tardíamente democrática, y por ello escasamente democrática. Villacañas identifica nación plena con democracia: a más democracia mayor plenitud nacional. “Si se quiere un síntoma de nación tardía, helo aquí: la desconfianza respecto del propio pueblo, una que presenta la clase política a lo largo de toda su historia, lastrando su sentido de la democracia” (Historia del poder político en España, p.16). La tesis, no muy original, es que España se democratiza tarde y mal, y un síntoma de la nación tardía- aquí radica la novedad-, de esa desconfianza respecto del propio pueblo, es la negativa del Estado español a conceder el derecho de autodeterminación a Cataluña. Si le preguntamos a un independentista no dudará en responder que Cataluña no será una nación plena hasta que sea un Estado. España sí lo es, pero no será una nación plena, según Villacañas, hasta que su Constitución admita el derecho de autodeterminación de Cataluña, es decir, hasta que Cataluña decida sobre la integridad de España, es decir, hasta que la soberanía nacional recaiga en el pueblo catalán, no en el pueblo español. Es una paradoja que para llegar a ser una nación plena España deba perder su soberanía.

Pero, ¿no sería la mayor desconfianza hacia el pueblo español, y la de más graves consecuencias, hurtarle el derecho a decidir sobre la integridad y la unidad de España para concedérselo sólo a una fracción mínima del pueblo español, es decir, al pueblo catalán? Un referéndum de autodeterminación en Cataluña, independientemente del resultado, roba la soberanía nacional al pueblo español y la entrega al cuerpo electoral de la Comunidad Autónoma de Cataluña. Como acertadamente ha dicho Pedro Insua: “El derecho a decidir es el privilegio de excluir”.

Miedo existencial

Según Villacañas, tras la segunda legislatura de Aznar y el episodio del Estatut, “las élites [procesistas] temerosas por su futuro como pueblo”, convencidas de que las élites centrales (los Gobiernos del PP) no ofrecen garantías de supervivencia al pueblo catalán, se ven obligados a elegir la vía revolucionaria.

(…) Colocados en el dilema entre la legalidad dogmática, que en la interpretación dominante amenaza sus percepciones como pueblo, o una acción claramente ilegal y revolucionaria, los líderes catalanistas han elegido esta segunda opción. Este hecho sólo puede ser testimonio de una situación desesperada. Nadie se mete en un embrollo así por gusto

(…) Este es el problema fundamental. Miedo existencial. Y si uno no lo escucha y lo comprende, no entiende nada. Y esto es así porque nunca antes como ahora el Estado español demostró una capacidad de homogeneización tan eficaz. Nunca antes el Estado español fue tan fuerte (Levante, 27-06-2017).

No hay nada más escuchado en la historia contemporánea de España que las quejas eternas de los nacionalistas. Los Gobiernos españoles siempre han estado demasiado atentos al victimismo de quienes no dejarán de hacerse las víctimas ni de fingirse incomprendidos hasta tener un Estado propio. Dice Villacañas en la entrevista en El Nacional.cat. antes citada.

Ya no hay forma divina ni humana de impedir un referéndum: los catalanes deben ejercer su derecho a autodeterminarse respecto del Estado español.

(…) el Estado español nunca ha tenido más fuerza homogeneizadora que en estos momentos. Sólo ahora el pueblo catalán está en condiciones de desaparecer ante la Historia. Ha estado prácticamente un milenio sin correr un peligro existencial, porque el Estado español no tenía fuerza homogeneizadora. Ahora sí la tiene, y por lo tanto tiene que dar más garantías a Catalunya de las que dio en el 78. Forma parte de los pactos constitucionales defender a la minoría catalana y garantizar la existencia del pueblo catalán

Ahora bien, si Catalunya, viendo que por primera vez está en peligro existencial, lleva al Estado español a estar igualmente en ese peligro, es un juego de destrucción recíproca. Lo que haya de sensato y sereno en los pueblos catalán y español no debería jugar a eso. (Entrevista en El Nacional.cat, 30-07-2017).

Declarar en julio de 2017, a unos meses del 1-O, que el Estado español está en condiciones de hacer desaparecer al pueblo catalán de la Historia, que el actual marco constitucional no garantiza que no lo haga y que por eso Cataluña debe ejercer su derecho de autodeterminación es algo peor que una irresponsabilidad. Es, además, de un cinismo descomunal hacerlo e inmediatamente después pedir sensatez y serenidad. Como si fuera sensato contar a los lectores de El Nacional.cat que Cataluña se debate en un dilema: autodeterminación o muerte. Como si la insensatez de Villacañas fuera a serenarlos.

¿Qué es lo que ha cambiado a principios del siglo XXI para que la supervivencia del pueblo catalán se vea amenazada como nunca? La fuerza homogeneizadora que el Estado español antes no tenía y ahora sí. ¿En qué consistirá esta fuerza adquirida tan repentinamente por el Estado español que no disfrutaron los homogeneizadores Reyes Católicos, ni los uniformadores Austrias, ni los centralistas Borbones, ni siquiera el archiunionista Franco? Sí la tiene, en cambio, el Estado de las autonomías que ha permitido por acción u omisión que el nacionalismo catalán imponga en Cataluña su arrolladora fuerza homogeneizadora. Algo falla en la fuerza.

Si la fuerza a la que se refiere Villacañas es la capacidad de un Estado moderno para imponer una visión uniformizadora de la nación y que esta se convierta en norma cultural y en ideología dominante, le daré una buena noticia: la fuerza homogeneizadora del Estado en Cataluña la posee la Generalidad desde hace cuarenta años. Es la Generalidad la que tiene la fuerza y la voluntad de controlar la educación y los medios de comunicación públicos y privados (estos vía subvención). Es la Generalidad la que pone todos los medios de los que dispones al servicio de la ideología nacionalista. Es la Generalidad la que ha desarrollado un proyecto de nacionalización de Cataluña que se resume así: hay que desespañolizar Cataluña. Y han sido los Gobiernos españoles los que han sido incapaces de impedirlo durante cuarenta años. Si algún pueblo corre peligro de desaparecer por culpa de la fuerza homogeneizadora del Estado es el pueblo español en Cataluña, no el pueblo catalán en España.

El nacionalismo catalán se autoidentifica con Cataluña. Oponerse a su idea de Cataluña, sus intereses y sus reivindicaciones es oponerse a Cataluña. Cuando Villacañas dice que si no se atienden las reivindicaciones nacionalistas el pueblo catalán corre el peligro de desaparecer de la Historia, y que la Constitución del 78 ya no garantiza su supervivencia, identifica al pueblo catalán con los nacionalistas. Por supuesto, ni el pueblo catalán ni los nacionalistas catalanes están en peligro de desaparecer. Ese miedo existencial no tiene ninguna amenaza ni peligro real que lo provoque. Es un miedo injustificado e irracional, autoinducido para justificar las medidas que permitirán sobrevivir a la nación en peligro.

El pueblo español no puede ni debe renunciar a su soberanía sobre Cataluña porque el nacionalismo catalán ha engañado a políticos, periodistas e intelectuales -todos ellos propensos a confundir causa con pretexto- haciéndoles creer que la supervivencia de Cataluña depende del éxito de su proyecto político. Lo que ha ocurrido realmente es que los nacionalistas, conscientes de que el independentismo ha alcanzado en la calle, en las urnas y en las instituciones una fuerza inimaginable hace unos años, han pisado el acelerador y quieren la independencia ya. Lo que está en peligro es la integridad de España y la soberanía de la nación. Y lo que teme Villacañas es que la reacción de la nación sea la de exigir al Estado fortaleza para conjurar el peligro. A esa fortaleza la llama Villacañas “fuerza homogeneizadora”, y a garantizar la hegemonía del nacionalismo catalán “garantizar la existencia del pueblo catalán”.

En el artículo antes citado en Levante titulado “Miedo existencial”, resalta un párrafo que, cambiando las referencias locales, podría haber sido escrito en otro tiempo y lugar. Probablemente está inspirado en Carl Schmitt, para quien es legítima la vulneración de las leyes vigentes y del marco constitucional en nombre del principio supremo del derecho, que es el derecho de un pueblo a la vida.

(…) la Constitución española tiene un deber de protección del pueblo catalán y sus instituciones históricas para impedir su desaparición. Pero aquí está el problema central. Acerca del miedo a la desaparición histórica de un pueblo, la palabra no puede ser entregada a una instancia diferente de este propio pueblo. El juez de este litigio no puede ser otro. Un pueblo no puede asumir que otro interprete su miedo a desaparecer. Tiene que hacerlo él. No puede entregar a castellanos, aragoneses o vascos la valoración acerca de estar en peligro de desaparición. «Catalanes, no tenéis razón para temer algo», esta es una frase absurda dicha por otros. Sólo un sujeto tiene la capacidad de enunciar ciertos juicios acerca del miedo por su existencia (Levante, 27-06-2017).

Esta es la razón más ridícula esgrimida para justificar el derecho de autodeterminación. ¿Debe el pueblo español renunciar a la soberanía nacional porque las élites catalanistas sufren miedo existencial injustificado? ¿Porque lo exige la salud emocional de un nacionalismo patológicamente victimista? Si “el problema fundamental” es el miedo existencial de muchos ciudadanos catalanes a su desaparición histórica como pueblo porque sus exigencias políticas no son atendidas, entonces, el problema central es la existencia de la ideología nacionalista que se identifica con Cataluña y de nacionalistas hipersensibles que se contagian de un miedo injustificado e irracional con una facilidad insana (de lo cual, por cierto, tenemos buenos ejemplos en la historia contemporánea). Nunca deberíamos concederles a estos ciudadanos el privilegio de decidir por todos.

El nacionalismo fraccionario catalán es esencialmente etnicista. Dijo Carmen Forcadell -y Villacañas, por lo que escribe, parece creerla- en un mitin previo al 1-O: "Si no proclamamos ahora la independencia, desapareceremos como pueblo". Forcadell es fiel a la doctrina pujolista manifiesta en La inmigración, problema y esperanza de Cataluña (1976), cuyo descriptivo título señala la diferencia esencial entre el etnicismo catalanista y el racismo biológico: lo que determina la pertenencia al pueblo es la cultura y no la raza. Para el nacionalismo catalán, el cuerpo extraño que pone en peligro la vida del organismo nacional no debe ser aniquilado o expulsado, sino catalanizado. No podía ser de otra manera tras el éxodo de la España rural hacia Cataluña en el siglo XX, sobre todo en la década de los sesenta, del que directa o indirectamente provienen 3,6 millones de los 6 millones de habitantes que hay actualmente en Cataluña.

Predijo Joseph Tarradellas, President de la Generalitat en el exilio hasta 1977 y President provisional hasta 1980, lo que sería el pujolismo:

(…) este hombre [Pujol] en cuanto estalle el escándalo de su banco se liará la estelada a su cuerpo y se hará víctima del centralismo de Madrid (…). Ya lo estoy viendo: “Catalans, España nos roba … Catalans, ¡Visca Catalunya!”. Sí, esa será su política en cuanto llegue a la Presidencia, el victimismo y el nacionalismo a ultranza.{3}

Por las mismas razones se envolvieron en la estelada Artur Mas y los que vinieron detrás. Odio a España y latrocinio: esto, y no el medio existencial, resume el pujolismo y explica la radicalización del nacionalismo pragmático.

De Tarredellas a Quim Torra, último President, median cuarenta años de corrupción pujolista y cuarenta años de nacionalización, catalanización o desespañolización, que las tres cosas son una y la misma. Villacañas, en cambio, piensa que lo que media de uno a otro es el aumento de la fuerza homogeneizadora del Estado español que provoca el miedo existencial de muchos catalanes. En fin.

Equidistancia

La mentira ha sido persistente, intensa, ubicua, eficacísima. Son culpables quienes la han cultivado por fanatismo, ignorancia o interés (muchos han vivido de ella). Pero además de culpables hay responsables por omisión: los gobiernos de PP y PSOE y todos aquellos que no han combatido la mentira por cobardía, por simpatía ideológica o por oportunismo. Estos últimos son los mismos que han llamado durante años “crispadores”, “separadores” o “nacionalistas españoles” a los pocos que se han atrevido a combatir la hegemonía nacionalista.

España y Cataluña no se dividen en estos tres bloques: dos nacionalismos extremos igualmente belicosos e intransigentes del que equidista el bloque de los abrumados por la radicalidad de hunos y hotros. España y Cataluña están realmente partidas en dos: el bloque constitucionalista, formado por los que sostienen que cualquier reforma constitucional debe hacerse siguiendo los procedimientos legales establecidos para ello; y el bloque rupturista o constituyente, formado por quienes pretenden romper con el marco legal vigente, ya sea actuando abiertamente fuera de la ley o exigiendo al bloque constitucionalista que acceda al chantaje de los golpistas y pacte un referéndum que nos impediría al resto de españoles decidir sobre la unidad e integridad de España. Los equidistantes están, lo quieran o no, del lado de los rupturistas.

La tesis de los falsos equidistantes, compartida por los separatistas, es que España sufre una carencia democrática que es la razón de fondo que impulsa a tantos catalanes al independentismo. En consecuencia, hay que liquidar el régimen del 78 para dar cauce justo y duradero al problema de Cataluña. Reacios a usar la navaja de Occam, no se les ocurre que el independentismo no es más que la consecuencia lógica de un nacionalismo fraccionario que por su naturaleza se ve obligado a mantener progresivamente sus reivindicaciones. Dice Villacañas que el problema entraría en vías de solucionarse si se reconociera que Cataluña es una nación ¿No sospecha que ocurrirá justamente lo contrario, que inmediatamente después los nacionalistas exigirán un Estado propio guiados por el principio fundacional -nunca abandonado- del nacionalismo catalán: “una nación un Estado”? El nacionalismo fraccionario es esencialmente insaciable. Cuando le son concedidas las competencias exigidas en un momento dado se ve obligado a reclamar más autogobiermo. ¿Qué hacer si no? ¿Decirle a su grey que se ha llegado al límite de autogobierno y a partir de ahora sólo queda gestionarlo? Todo lo conseguido sólo son pasos dados hacia la consecución del último objetivo: la independencia. Incluso es más que probable que una vez conseguida la independencia de Cataluña, el objetivo final se desplazaría: un Estado para los Països Catalans. Descorazona comprobar que a estas alturas todavía hay quienes creen que los nacionalistas sólo pretenden conseguir más dinero y competencias (el Tribunal Supremo ha fingido creerlo en su sentencia del Procés). Hay que estar ciego para no ver que ese es el medio y no el fin. Hay que ser idiota para creer que facilitarles los medios los alejará del fin.

Los equidistantes creen que oponerse abiertamente al nacionalismo no hace más que radicalizarlo, y conduce al enfrentamiento al impedir que los independentistas puedan ser convenientemente seducidos. Lo prudente, aconsejan, es dejarles hacer para que no se enfaden y así no “fabricar” más separatistas. Como si su hacer no fuera justamente fabricar separatistas. Cuesta mucho entender cómo alguien puede creer que permitir a los independentistas llevar adelante su proyecto secesionista en lugar de oponerse a él genera más independentistas. Esta creencia, si es sincera y no resulta de la mala fe, proviene de confundir las causas con los pretextos, un error muy común cuando del problema catalán se trata, y que Villacañas comete tantas veces que parece errar a propósito.

Los equidistantes equiparan el ataque al Estado con la defensa legítima que el Estado ejerce contra ese ataque. Cada vez que el Estado se defiende muestran su rechazo. Siempre, como si fuera un acto reflejo, después de condenar con fastidio la violencia independentista, condenan con énfasis la rigidez legal de un Estado que debería subordinar su obligación de imponer el orden y la ley a la búsqueda de “soluciones políticas”, cuando nada define mejor la función política del Estado que su obligación imperiosa de imponer el orden y la ley, si es que quiere mantenerse como tal Estado.

Para Villacañas es igualmente bárbara la fuerza legítima del Estado que impone la ley que la fuerza del que vulnera la ley.

Los últimos acontecimientos han revelado que los dos actores principales de este conflicto han confiado solo en una última ratio: la fuerza. Una fuerza diferente, pero fuerza. El Gobierno, en la potencia mecánica de la ley; los líderes independentistas, en la fuerza compacta de la comunidad orgánica en la calle. Por eso, ambos actores han impreso a este proceso un aspecto bárbaro, que amenaza los aspectos civilizatorios de nuestras sociedades (El Mundo. 19-10-2017).

Todo el empeño de los falsos equidistantes es hacernos creer que existen dos nacionalismos extremos que se retroalimentan, ambos igualmente culpables de la situación. Pacifismo de cementerio ciego a la diferencia entre agresores y agredidos.

No hay, por supuesto, equivalencia entre ese irreal nacionalismo español que imaginan los falsos equidistantes y el muy real y muy sólido nacionalismo catalán. No se encuentra nada parecido al racismo furioso de Quim Torra entre la clase política española, y sin embargo es ninguneado por los equidistantes que se mesan los cabellos si alguien de Vox, por ejemplo, dice lo evidente: que el islamismo supone un peligro para Europa. El racismo torrentero es percibido como propio de un intelectual radicalizado con predicamento en sectores minoritarios del nacionalismo, ignorando o fingiendo ignorar que no son ocurrencias aisladas de un fanático ¿Hay que recordarles que Torra es el Molt Honorable President de la Generalitat? Torra es un enfermo terminal de odio a España (esta, y no el miedo existencial, es la enfermedad que aqueja a los nacionalistas); pero lo han hecho Presidente unos diputados que le discuten cualquier cosa menos sus deposiciones racistas; y estos diputados lo son gracias a dos millones de catalanes con síntomas más o menos graves de la misma enfermedad que aqueja a sus representantes. La hispanofobia es unánime en la Cataluña nacionalista. De hecho, el odio a España es el sentimiento que une al movimiento procesista. De manera más o menos brutal, el esencial y radical antiespañolismo siempre acaba asomando la pezuña.

Los CDR detenidos por planear ataques con explosivos no merecieron el reproche de los nacionalistas y de sus tontos útiles. Cuando varios CDR fueron acusados de delitos de rebelión, terrorismo y tenencia de explosivos, ¿cómo reaccionaron el Gobierno de la Generalidad, los partido independentistas y Unidas Podemos, el partido que personaliza la falsa equidistancia y la tontería útil a los secesionistas? Dirigiendo su condena no a los supuestos terroristas, sino a la Guardia Civil que los detuvo y puso a disposición judicial. Menos aún se les reprocha a los CDR los incontables actos violentos que, según los líderes procesistas, ayudan a visualizar internacionalmente el conflicto y, quizá -esperan- provoquen algún día en el extranjero declaraciones en favor de una salida dialogada al conflicto que inmediatamente suscribirían los equidistantes y los tontos útiles.

Los CDR no surgieron de repente, a causa de la crisis y el inmovilismo del PP, esa supuesta fábrica de separatistas. No, estos sólo son un síntoma más de una enfermedad largamente incubada que se trata mal por culpa del diagnóstico errado de quienes prefieren ignorar su origen. El sector hegemónico de la sociedad catalana, ese porcentaje de independentistas criados y alimentados según el Plan 2000 diseñado por Jordi Pujol y su entorno, hace posible la existencia de Torra y de los CDR que preparan bombas.

También hacen posibles a los CDR, aunque en menor medida, los que imaginan un nacionalismo español tan peligroso para la convivencia como el nacionalismo catalán y una tercera España opuesta a los dos extremos que se retroalimentan. Quizá soñar despierto conceda al equidistante cierto consuelo psicológico y una apariencia de racionalidad y sensatez; pero equidistar del bando reformista y del rupturista significa ser moderado cuando serlo es contraproducente o inútil, es decir, significa no ser ni sensato ni racional. Equidistar supone, de hecho, situarse del lado del bando rupturista. La ley y la razón están sólo del lado del primero. Es así de sencillo. No tiene razón el bando de los que se echan a la calle exigiendo que los políticos a los que han votado cumplan su promesa de independizarse de España a la fuerza, aunque sean casi la mitad de los catalanes. Y no la tienen porque el mero hecho de intentar independizarse a las bravas con la oposición de más de la mitad de los catalanes y del resto de España supone la ruptura consciente y voluntaria del marco legal y de la convivencia. De este intento sólo cabe esperar un conflicto civil o el sometimiento de los catalanes unionistas y del resto de españoles al independentismo. Evitar el conflicto sometiéndonos a todos al independentismo: esta es la solución de los falsos equidistantes.

Fundamentalismo democrático populista

Entiendo como fundamentalismo democrático populista, o populismo en un sentido fuerte, la idea de que los representantes políticos de los ciudadanos deben ser inmunes a la ley si en ejercicio de su función representativa la incumplen en beneficio de una supuesta voluntad popular, y de que es ilegítima la violencia ejercida por el Estado para hacer cumplir la ley si ésta es contraria a dicha voluntad popular. Cualquier partido o movimiento político que pretende subvertir el ordenamiento jurídico de un Estado democrático (en lugar de reformarlo o modificarlo a través de los procedimientos que el propio ordenamiento establece), desobedece las leyes y no las hace cumplir, legitimando su actitud en una supuesta voluntad popular, es, en definitiva, fundamentalista democrático populista o populista en un sentido fuerte (y serían populistas, en un sentido débil, el resto de partidos y movimientos políticos, ya que todos presentan hoy, en mayor o menor grado, muchas de las características atribuidas generalmente al populismo). Describen este populismo declaraciones como las de Arnaldo Otegui (“La democracia consiste en respetar lo que decide la gente. Después vienen las leyes"), Ada Colau (“Si hay que desobedecer leyes que sean injustas, se desobedecen”) o Marian Beitialarrangoitia ("A partir de mañana tiene usted [Pedro Sánchez] una oportunidad para volver a los valores de la izquierda y anteponer la democracia ante la ley").

El fundamentalismo democrático populista sustituye el principio de limitación de poderes por del principio de representatividad. John Stuart Mill, de quien se ha dicho que no tuvo la menor visión anticipadora de lo que habría de ser el siglo XX, señaló la sustitución del principio liberal de la limitación de poderes por el principio de representatividad, que se ha convertido en el siglo XXI en el problema fundamental de las democracias:

(…) el fin de los patriotas era fijar el límite del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer sobre la comunidad, y esta limitación era lo que entendían por libertad

(…) vino a reemplazar, en una considerable extensión, los esfuerzos procedentes para limitar el poder de los gobernantes. Como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder gobernante de la acción periódica de los gobernados, algunas personas comenzaron a pensar que se había atribuido una excesiva importancia a la idea de limitar el poder mismo. Esto (al parecer) fue un recurso contra los gobernantes cuyos intereses eran habitualmente opuestos a los del pueblo. Lo que ahora se exigía era que los gobernantes estuvieran identificados con el pueblo, que su interés y su voluntad fueran el interés y la voluntad de la nación (Sobre la libertad, John Stuart Mill, Alianza Editorial, Madrid, 1984, pp. 56-57).

Los ciudadanos que creen que la voluntad de la nación coincide con la suya y la de sus representantes políticos no solo no sienten la necesidad de limitar el poder de esos políticos, sino que creen que hacerlo va en contra de los intereses de la nación, de la voluntad del pueblo que ha elegido a esos representantes, y, en consecuencia, creen que esa es una limitación antidemocrática. Cuando estos ciudadanos son una fracción amplia de ciudadanos, la crisis está asegurada.

La esencia del fundamentalismo democrático populista es la prevalencia del principio de representatividad sobre el principio de la limitación de poderes. La tensión entre estos dos principios es esencial a la democracia; no hay democracia sin uno de estos dos principios. El populismo es la respuesta a la crisis de representatividad que exonera del principio de la limitación de poderes al poder populista que se atribuye la representación de la voluntad popular.

El manifiesto apócrifo “¿Hablamos?”, tuiteado el 3 de octubre de 2017, dos días después del referéndum ilegal, es, además de un ejemplo de pacifismo pánfilo, un ejemplo paradigmático del fundamentalismo democrático populista.

Sabemos que la convivencia es posible.

(…) La convivencia se genera hablando y las leyes sirven a ese diálogo. No pueden utilizarse como obstáculo ni, menos aún, para engendrar un conflicto civil. Es mediante la democracia, la escucha y el diálogo como se alcanzan pactos sociales sólidos y duraderos.

Los redactores del manifiesto decían saber que la convivencia es posible; lo que no sabían es cuál es su requisito previo. Porque es esencial para la supervivencia de una democracia (y de un Estado) que los políticos cumplan la ley. Si invocando el mandato del pueblo (el de sus votantes) unos políticos ignoran, suspenden las leyes o las modifican arbitrariamente sin atenerse a los procedimientos legalmente establecidos, nada impedirá que otros políticos, sintiéndose también mandados por el pueblo (por sus votantes), se crean también legitimados para hacer lo mismo. Así la democracia, y también la convivencia de las que habla el manifiesto, se deshacen sin remedio. Incumplir la ley pretextando un supuesto mandato popular, por muy popular que sea, es letal para la democracia y la convivencia. Cuando unos políticos no cumplen la ley y llaman a incumplirla, aunque la mitad de los ciudadanos apoyen el delito, el Estado de debe enfrentarse a ellos aplicando la ley. Siempre, sin restricciones ni excepciones. Por mucho que los políticos “generen convivencia hablando”, los acuerdo a los que lleguen dialogando no servirán de nada si no se materializan en leyes, y éstas leyes no valdrán absolutamente de nada si no las cumplen y las hacen cumplir quienes están obligados a ello. Por mucho que se dialogue y se pacte, no habrá convivencia digna de tal nombre si no se cumplen las leyes que son el resultado del diálogo político. Si no se respetan las leyes no se respeta el diálogo.

En la línea populista del manifiesto “¿Hablamos?” escribía Villacañas días después: “Estado de derecho no es legalidad (…). Lo único que de verdad puede salvar todavía la situación es, primero, no hacer nada que ponga en cuestión la calidad política del Estado de derecho. No la legal ni la jurídica, sino la política” (Levante, 26-09-2017). Pero la calidad política del Estado de derecho será malísima si el Estado de derecho deja de serlo, esto es, si sobre la ley prevalece la “política”. Una vez más: los acuerdos políticos se traducen en leyes que han de cumplirse si se quieren respetar los acuerdos políticos. Este fragmento de Villacañas es una variante del “no se puede judicializar la política”, que es sin duda, como bien dice Juan Claudio de Ramón, “el mantra más nocivo de los analizados de este libro. Tomárselo en serio equivale a retrasar el reloj tres siglos y volver al Estado absolutista” (Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña, p. 48).

¡Por supuesto que se debe judicializar la política! Porque allí donde la política no se judicializa vuelve a cobrar vigencia la máxima princeps legisbus solutus, según la cual el poder está exento de cumplir el derecho positivo: el gobierno de las leyes decae y vuelve el gobierno de los hombres; la democracia cede paso a la demagogia.

Judicializar la política significa (…) vivir en un Estado de derecho. Y vivir en un Estado de derecho significa no vivir bajo el arbitrio de nadie. Pretender que la política es una actividad privilegiada, extramuros de la jurisdicción de la justicia, con la venia para desplegarse al margen de las leyes, es tanto como liquidar el pluralismo político, que sólo puede darse bajo un marco legal común y vinculante para todos (Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña, pp. 48-49)

El día que no se judicialice la política se acabó la democracia, porque la democracia es la política judicializada, la actividad del político sometida a la ley. La democracia no es el gobierno del pueblo, el gobierno de los hombres que al dialogar y pactar hacen “política”; o no es tan sólo esto, porque la democracia, como mecanismo para ordenar la toma de decisiones colectivas vía representación política, puede convertirse en tiranía si no hay leyes que limiten las decisiones o, lo que viene a ser lo mismo, si, habiendolas, estas no se cumplen. Donde la política no se judicializa el poder político se impone arbitrariamente. Aquí, una vez más, Villacañas echa mano de Carl Schmitt, para quien el soberano es aquel que, si es preciso, ignora el ordenamiento jurídico cuando una situación excepcional así lo exige. ¿Y qué situación más excepcional que la de una Cataluña en peligro, qué razón más justa para otorgarle a los catalanes la soberanía que su miedo existencial?

Cuando dicen que la justicia no debe sustituir a la política, en realidad quieren decir que los jueces no deben juzgar a algunos políticos que delinquen por motivos políticos, porque es la situación política que le lleva al político a cometer el delito, luego no es él sino aquella la culpable del delito.

La exigencia de buscar soluciones políticas a problemas políticos –además de reducir la política a diálogo, pacto, &c., sin considerar que son imprescindibles la ley y la fuerza para imponerla– es una muestra de cinismo: los falsos equidistantes sólo se oponen a la aplicación de la ley cuando los políticos y sus motivos para delinquir son considerados justos. En realidad, desean la inmunidad de algunos políticos. No creen que los mecanismos que limitan el poder político son positivos en sí mismos, sino que hay políticos dañinos a los que se debe limitar el poder, y otros justos y benéficos, los que ellos eligen, a los que no se les debe limitar si esto contraviene la voluntad del pueblo. La esencia del fundamentalismo democrático populista, como ya se ha dicho, es la prevalencia del principio de representatividad sobre el principio de la limitación de poderes.

Si, por ejemplo, una mayoría política apoyada por una mayoría social aprobase en un parlamento autonómico la legalidad de la pena de muerte, ¿pondrían los falsos equidistantes en cuestión la calidad del Estado de derecho si se obligara a esa mayoría a cumplir la ley, o se buscarían “soluciones políticas”? ¿No dirían más bien que no aplicar la ley con contundencia es una muestra de la debilidad y poca calidad del Estado de derecho? Con absoluta seguridad, eso es lo que ocurriría. ¿Que el derecho a la vida es un derecho fundamental? También los son los derechos políticos de los españoles. Y si ese ejecutivo autonómico, después de legalizar fraudulentamente la pena de muerte, haciendo caso omiso de todas las advertencias del poder legislativo y del poder ejecutivo central, pusiera fecha para darle garrote a un preso, y buena parte de los ciudadanos salieran a la calle apoyando la ejecución, al menos con la misma intensidad con que los independentistas catalanes se manifiestan, ¿serían los falsos equidistantes tan comprensivos con los manifestantes y con las autoridades autonómicas, dirían que no se puede ilegalizar una forma de pensar que comparte tanta gente, exigirían diálogo para evitar el “choque de trenes”, es decir, para evitar que el gobierno central forzara al gobierno autonómico a cumplir la ley?

Es cierto que la mera aplicación de la ley no resolverá el problema de Cataluña.  Pero también es cierto que no es conveniente absolver a una recua de delincuentes que, para más inri, ha prometido volver a delinquir. Apelo a lo conveniente y no a los justo porque los falsos equidistantes presumen de pragmatistas y moderados. No siempre es mejor sacrificar lo justo por lo conveniente, pero sacrificar lo justo por lo inconveniente es un error imperdonable.

El falso pluralismo

La falsa equidistancia suele ir acompañada de un falso pluralismo. Una de las tesis de Villacañas es que el problema catalán lo genera la existencia de un nacionalismo español que aún no ha aceptado la pluralidad y diversidad de España. Esta enorme mentira es la más repetida por todos aquellos que nunca encuentran una causa endógena a un nacionalismo catalán que piensan que es así porque España lo ha hecho así. Villacañas comete de nuevo el error de confundir causa con pretexto. Hay muy pocas naciones en el mundo más respetuosas con la diversidad que España, y eso a pesar de que los nacionalismos fraccionarios bajan muchísimo la media al despreciar la diversidad e imponer la homogeneidad nacional en sus territorios.

Miente desvergonzadamente quien dice que la diversidad cultural en España no es aceptada, porque es patente que la diversidad y singularidad catalana están más que reconocidas, aceptadas y ejercidas. Ocurre que no se aceptan ni la plurinacionalidad ni el derecho de autodeterminación, y estos se confunden a propósito con una negación de la diversidad que sirve de pretexto para exigir el derecho de autodeterminación porque aquella está en peligro de muerte. Esto es lo que hace Villacañas, como ya vimos, al sostener que la fuerza homogeneizadora del Estado español pone en peligro de extinción al pueblo catalán. Lo único cierto es que son los nacionalistas quienes no asumen la diversidad cultural en Cataluña al despreciar y combatir el elemento español que es intrínseco a la cultura catalana, que es una cultura mestiza.

Peor que la mentira es el cinismo de quienes claman por la pluralidad del todo y aplican políticas culturales que persiguen la unidad y homogeneidad de las partes. Afirman la pluralidad del todo y el monismo de las partes. Cuando se menciona la pluralidad y diversidad de España se quiere decir que hay que permitir a los nacionalistas fraccionarios homogeneizar culturalmente sus territorios. La España plural y diversa es real, y quienes niegan la diversidad cultural y la invocan como pretexto para imponer la uniformidad son unos cínicos. La diversidad es incompatible con la Cataluña de “una sola llengua i un sol poble”. La voluntad de ser un sol poble con una sola llengua excluye la integración y asimilación de más de la mitad de Cataluña.

El empeño de desespañolizar Cataluña es evidente desde hace tiempo. Villacañas lo niega, al tiempo que escribe cosas como esta:

Cataluña alberga la existencia de dos pueblos no suficientemente fusionados, consecuencia de la emigración masiva bajo el franquismo y de la segunda globalización. Por eso, el proceso encierra un dramatismo de fondo, suavizado por la indiferencia de las poblaciones emigrantes, que hasta ahora no han causado problemas de convivencia por su propia invisibilidad subalterna. Pero cuanto más visible se ha hecho la comunidad orgánica, más insoportable ha resultado la anomalía de dicha invisibilidad, como lo demostraron las manifestaciones del 7 y del 8 de octubre. Aquí reside la diferencia entre ese 40% del referéndum del 1-O y el 80% de los que quieren una consulta en forma, que ahora bloquean los independentistas. Cataluña tiene derecho a disponer de instituciones que sean capaces de garantizar que esas dos poblaciones que alberga en su seno no sólo no se dirijan políticamente la una contra la otra, sino que se socialicen sobre la base de la cultura catalana. Y necesita garantías del Estado de que no va a imponer una representación política que amenace en su tierra a los que se sienten ante todo catalanes. España, por su parte, necesita un compromiso de lealtad como Estado democrático solvente. Sin estas condiciones no habrá pacto futuro. Por eso hay que poner fin a la dinámica de vencedores y vencidos, la peor base para un Estado sólido” (El Mundo. 19-10-2017).

José María Ruiz Soroa refutaba así a Villacañas en el El País (22-07-2018):

(…) por debajo de los arreglos de tipo federal que se han practicado en algunos países subyace una especie de trato apócrifo entre las élites políticas centrales y regionales: yo reconozco tu soberanía a cambio de que tú me entregues el poder omnímodo para controlar a mi población (…). Lo que pasa es que en el pasado la homogeneidad cultural de las poblaciones concernidas era un hecho bruto ya dado que a nadie preocupaba, mientras que en la actualidad es un difícil objetivo a conseguir.

La institucionalidad realmente operante desde 1978, dijera lo que dijera la letra constitucional, obedeció en gran manera a este tipo de acuerdo, de manera que lo que ahora se plantea como solución a la crisis catalana no es sino llevarlo al extremo: entregar a Cataluña las competencias exclusivas y blindadas en materia lingüística, cultural y de enseñanza, de manera que su gobierno pueda llevar a cabo sin restricción alguna una política de cohesión identitaria de la sociedad, reformando en lo necesario a las personas que la componen para que se amolden al tipo nacional catalán predefinido por ese mismo gobierno. Un pacto profundamente antiliberal por cuanto entrega personas concretas de carne y hueso (los únicos sujetos morales relevantes) a cambio de relaciones de superioridad o lealtad entre entes ficticios meramente instrumentales. Las naciones son para las personas, no las personas para las naciones.

El profesor José Luis Villacañas exponía desde la teoría republicanista hace ya meses, de manera franca y desacomplejada, la necesidad de este concreto pacto para superar la crisis.

(…). Nuestros gobernantes en Madrid no lo dicen así de claro, pero la idea subyacente a cualquier profundización del arreglo constitucional es esa y no otra.

(…). Es paradójico señalar que este tipo de arreglos transaccionales, aparte de su ilegitimidad moral, resulta que no tienen a la larga sino efectos deletéreos para con la misma estabilidad política que se supone deberían producir. Por un lado, porque desaniman precisamente a quienes son al final los sostenedores de la legitimidad del Estado, las masas poblacionales que en Cataluña se sienten también españolas y que se ven tratadas como moneda por su propio paladín

(…) Pero, además, entregar el control de la construcción identitaria de las personas a las instituciones de obediencia “solo catalana” lo único que garantiza a medio plazo es que la reclamación de secesión encuentre pronto mayor base social de apoyo, precisamente lo que le ha faltado en la intentona que ahora agoniza. Si no se hizo suficiente país como para triunfar en los cuarenta años pasados (…) se hará más con los instrumentos que el Estado nos entrega en su visión cortoplacista. La supuesta solución se revela al final como una ominosa predicción de que el futuro volverá a las andadas.

Villacañas sostiene en el artículo mencionado que la política pujolista ha fracasado, pero contradictoriamente afirma que el problema del encaje de Cataluña se resolverá aplicando el Plan 2000 de Pujol, que eso y no otra cosa significa que las dos poblaciones que Cataluña alberga en su seno “se socialicen sobre la base de la cultura catalana”. Villacañas asume por completo la política identitaria de los nacionalistas, y también acepta que oponerse a ella significa poner en peligro la existencia del pueblo catalán. Niega que la cultura catalana es una cultura mestiza en la que los elementos español y catalán son igualmente “propios” de ella. Justamente lo que la política cultural del nacionalismo pretende es eliminar el elemento español y crear una cultura catalana pura. Villacañas lo dice de forma más refinada, y por ello más insidiosa: socializar sobre la base de la cultura catalana. Su propuesta, que es la de los nacionalistas, resolverá, en efecto, el problema del encaje de Cataluña en España, desencajando de Cataluña a quienes se sienten españoles y, a medio plazo, rompiendo España y Cataluña, que es precisamente lo que se pretende.

Cierre

La Constitución del 78 no es el fin sino un medio. Hasta hoy ha funcionado razonablemente bien, proporcionando estabilidad y continuidad (eutaxia). Sin embargo, el Estado autonómico no se ha desarrollado de forma tan razonable, ya que ha derivado en un peligro para el mismo régimen constitucional. Su peor defecto es que ha estimulado los movimientos separatistas que degradan la democracia y comprometen la libertad, la igualdad y la justicia. Villacañas, que suele identificar las opiniones propias con la virtud y señalar la mala condición intelectual y moral de quien no las comparte, sostiene que una democracia fetén, homologable a las auténticas democracias europeas, ya sólo es compatibles en España con un Estado en el que Cataluña sea reconocida como nación política y en el que se le reconozca el derecho de secesión. En consecuencia, cualquiera que se oponga a su peculiar idea de España y de la democracia, o que defienda la recuperación de competencias ahora autonómicas para garantizar la igualdad de todos los españoles y reforzar al Estado contra quienes pretenden desguazarlo, es acusado de populista nacional-católico. Pero la ofensiva realmente reaccionaria es la de quienes pretenden robarle la soberanía nacional al pueblo español para entregársela a las élites periféricas clerical-fascistas (por acuñar, como Villacañas, una expresión que mezcle la terminología nueva con la vieja)

Reformemos la Constitución (el medio) para asegurar la unidad e integridad de España, la igualdad, la libertad y la prosperidad de los españoles (el fin). Pero no la reformemos para aumentar y blindar competencias identitarias que aumentarán la fuerza homogeneizadora del nacionalismo; ni para transferir en exclusiva las competencias en justicia y asegurar su inmunidad legal; ni para desequilibrar aún más la economía nacional; ni para legalizar un referéndum de autodeterminación cuya sola celebración, independientemente del resultado, destruye la soberanía nacional. No la reformemos, en definitiva, para romper España, empobrecer a sus ciudadanos, destruir la convivencia y consolidar la desigualdad. Mejor no hacer caso a los que proponen reformar la casa echándola abajo.

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{1} http://www.tolerancia.org/updocs/ElPeriodico_Programa2000_CiU_1990.pdf

{2} https://canal.uned.es/video/5a6f9c34b1111f0b4c8b4791

{3} https://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/profecia-tarradellas-y-2_1214839.html.

El Catoblepas
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