El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 193 · otoño 2020 · página 14
Libros

Persistencia de la leyenda negra

Antonio Torres-Montaner

Comentarios al libro The disinherited. Exile and the Making of Spanish Culture, 1492-1975 de Henry Kamen (2007)

cubierta

Henry Kamen ha publicado una obra (creo que no traducida al español) que adopta un punto de vista inédito sobre nuestra historia, “The disinherited”, centrada en los sucesivos exilios que con notable constancia se han producido en España y su impacto cultural dentro y fuera de nuestro país. Desde esta perspectiva parcial, el autor realiza un examen de conjunto de la cultura española, sus aportaciones y su valor dentro de la cultura europea. A lo largo de su lectura resalta ese tono de aparente objetividad característico de la cultura anglosajona. Digo aparente porque nadie consigue realmente hacer un análisis cualquiera sin que sus prejuicios de partida casi siempre inconscientes lo entorpezcan. En este caso creo que es fácil identificar  una predisposición inicial que lastra su intento de objetividad y que consiste en un indudable desdén y aire de superioridad desde el que este hispanista ve a su objeto de estudio: la cultura española.

En sus comienzos, adopta sin matices la actitud condenatoria de la expulsión de árabes y judíos, condena de la que en estos momentos nadie se atrevería a disentir dado el clima intelectual imperante y la omnipresencia de lo políticamente correcto pero no comenta para nada las especiales circunstancias de peligro, la amenaza turca y la colaboración de la población musulmana autóctona con esa amenaza, la necesidad de imponer una unidad del país muy difícil como él mismo reconoce en aquellos momentos y la necesidad por todo ello de que la monarquía adoptara medidas como esa. De hecho otros historiadores reconocen que fue este espíritu unitario el que posibilitó el papel preeminente jugado por España tras la unión de Castilla y Aragón. Ello sin aludir a la evidencia de que siglos después en distintos países de Europa era muy difícil la convivencia de dos sectas cristianas, es decir, católica y protestante.

Niega rotundamente que la inquisición haya sido la causa del atraso cultural de España respecto al resto de Europa con lo cual deja entrever una insuficiencia radical, casi genética de nuestra sociedad. Es posible y algo debe saber de ello después de haber escrito un libro de éxito sobre la Inquisición española. Sin embargo cuesta aceptar que no tuviera ninguna influencia aunque pueda haberse exagerado ésta. Por otra parte pese a que desmonta las mentiras y exageraciones que circularon por Europa sobre la Inquisición y Felipe II gracias a las intrigas de Antonio Pérez, pasa por alto el interés que tenían las potencias rivales en propalar esa deformada versión, con lo cual parece que la inquina surgida de la rivalidad de esas potencias no tuvo nada que ver en el desprestigio y aislamiento al que España se vio sometida  (una visión difamatoria que ha prevalecido hasta nuestros días, me viene a la memoria una frase en el interesante libro “The courtier and the heretic” sobre Leibnitz y Spinoza. Hablando de unos incidentes reprimidos en un reino de Italia que formaba parte de la Corona española, el autor apostilla que España actuó con “la consabida mezcla de estupidez y brutalidad”, lo que me hizo preguntarme si este escritor inglés, Matthew Stewart, se había parado a considerar lo que hizo su compatriota Lord Essex en Cádiz unos cien años más tarde).

Con estos antecedentes no es de extrañar que Kamen suscriba la interpretación histórica de Américo Castro frente a la de Sánchez Albornoz (lo que es contrario, por cierto, a la opinión actual de la mayoría de los historiadores profesionales);esta opinión puede ser o no ser correcta pero su parcialidad queda de manifiesto al criticar que Albornoz haya analizado para apoyar sus conclusiones muchos documentos literarios sin ser un lingüista y no diga en cambio que Castro se haya dedicado a la historia no siendo historiador sino lingüista.

En capítulos posteriores, su menosprecio de los autores españoles de la Ilustración y del romanticismo es clamoroso (de los autores del siglo de oro apenas se habla en esta obra ya que pocos se exiliaron). Creo que si bien es cierto que durante ese periodo España manifiesta un marcado declive en todos los terrenos respecto a los siglos previos tampoco puede decirse, como este autor dice, que nuestra ilustración fuera inexistente, un “gobernment sponsored movement”. Si solamente el gobierno pero no la sociedad española era ilustrada habría que explicar la emergencia de tantos escritores y artistas que encarnaron el espíritu de la Ilustración. Para mí que no soy crítico literario sino médico pero también para cualquier crítico el mérito literario y sobre todo la identificación de autores como Moratín y otros muchos ( el padre Feijoo, &c.) con el espíritu de la Ilustración está fuera de duda y una obra literaria o artística siempre es un reflejo de un movimiento espontáneo en el alma del artista quien a su vez refleja un movimiento subterráneo del alma colectiva por más que esa alma colectiva aparezca bajo otros criterios silente o dormida. Abundando en esta idea se puede citar la obra musical de compositores tan genuinamente dieciochescos como Martin y Soler o  José de Nebra a los que Kamen ignora aunque el primero de ellos fue un exiliado en Viena cuyas óperas gozaron en su momento de un éxito comparable al de Mozart con el que compartió libretista. Todo esto sin mencionar a Goya, al que no menciona, a pesar de su condición de exiliado hacia el fin de su vida y que es, sin duda alguna, el mejor pintor de la época de la Ilustración ya que aunque su genialidad ha hecho que sea más conocido por esas obras que anticipan la pintura del futuro, no hay que olvidar que la mayor parte de su producción se encuadra en el espíritu de la Ilustración ya que es la época en la que transcurre la mayor parte de su vida. Cualquiera que haya tenido el privilegio de ver la exposición “Goya en las colecciones privadas madrileñas” ha podido ver con sus propios ojos una aristocracia ilustrada ( e incluso una clase media) pintada por el mejor pintor ilustrado de Europa. Me viene también a la memoria el caso de Moratín y su obra “el sí de las niñas” porque ahora que se ha celebrado el doscientos aniversario de la publicación de “pride and prejudice” de Jane Austen, especialmente alabada actualmente por sus connotaciones  feminista, no está de más recordar que la obra de Moratín anticipa los planteamientos feministas de Austen con unos cincuenta años de antelación, sin que desmerezca de ésta en cuanto a calidad literaria. En todo caso, se podría, sostener que las producciones culturales de España, principalmente científico-filosóficas, en ese periodo histórico no estuvieron a la altura de las que debemos a los ilustrados franceses o ingleses. Pero esas áreas son precisamente aquellas sobre las que la represora influencia de la Inquisición pudiera haber sido más determinante. Paralelamente, la Iglesia trató de mantener a las clases populares al margen de los efectos positivos de la política ilustrada por lo que resulta más curioso todavía que Kamen silencie hechos tan típicamente ilustrados como la expulsión de los jesuitas al tiempo que trata de minimizar los efectos negativos de la Inquisición (solo queda, entonces, como única explicación una especie de deficiencia endógena de la raza española). El propio empeño de Kamen en rebajar la calidad de la cultura española expone no ya sus indisimulados prejuicios (o algo más fuerte que el prejuicio) sino sus propias deficiencias en cuanto a comprensión de los procesos históricos ya que, al margen de que España no tuviera un papel protagonista durante la Ilustración, negar que en España no tuviera lugar supone desconocer que la política es solamente la cara más visible de la historia, que la historia depende de procesos más recónditos que se desarrollan interiormente en las vidas y mente de los individuos, un proceso con raíces y/o repercusiones endógenas tal como se manifiestan en las producciones culturales. Quiero decir que la Ilustración en España, pese a su escaso relieve exterior, su nula participación en el nacimiento de la cultura científico-filosófica, sí que supuso un cambio de mentalidad social, un flujo histórico discurriendo en la conciencia colectiva análogo al que se produce en toda Europa pese al aislamiento español (aislamiento que depende en parte de la Inquisición pero también de esa malevolencia europea que llega incluso al presente como esta misma obra que comentamos prueba). Todo ello se demuestra en el hecho de que las consecuencias ideológicas de la Ilustración que cristalizaron sobre todo en el nacimiento de las revoluciones y las ideas liberales a comienzos principalmente del siglo XIX sí se producen en España como pone de manifiesto la Constitución de Cádiz (a la que el autor no parece tener en consideración) la tercera de Europa cronológicamente y donde se plasma prácticamente y en distintos ámbitos todo el credo surgido de la Ilustración.

Esa insistente labor de socavamiento de nuestra cultura continúa en su repaso a los representantes del romanticismo español. La condición de exiliado que tuvo Espronceda le permite concentrar en este poeta sus más furibundos ataques. Personalmente, creo que no admite duda que Byron es mayor poeta que Espronceda pero me parece excesivo reducir a Espronceda a la condición de un mediocre plagiario de Byron. Es más, hay poemas de Espronceda que han resistido el paso del tiempo mejor que otros románticos

“Y vosotros que hicisteis entretanto - los de espíritu flaco y alta cuna - arrostrar como hembras débil llanto - y adular vagamente a la fortuna - buscar tras la extranjera bayoneta - seguro a vuestras vidas y muralla - y, siervos viles, a la plebe inquieta - con baja lengua – apellidar canalla…”

En cierto modo, Espronceda anuncia el protagonismo que tendrá el pueblo en los siglos siguientes. Por ello simplemente, es, en cierto modo, más actual y vanguardista que otros escritores románticos. En cuanto a Zorrilla, discrepo totalmente de su valoración de D. Juan Tenorio. Puede ser simplista en su construcción lo que no es un gran demérito. Se equivoca al creer que su popularidad en España se deba únicamente a su final feliz y la idea de la redención por el amor, que también, pero no se da cuenta de que esto es lo que procede en una obra que exalta la vida y el ímpetu vital de un personaje inventado en España y que ninguno de sus comentadores racionalistas europeos entendieron (menos que nadie Moliere. No hay personajes tan distintos como ese despreciable D. Juan retratado desde una moral racionalista y el vital y gallardo personaje de Zorrilla. Las más actuales interpretaciones de la figura de D. Juan llegan a considerarle un precursor del existencialismo (así lo ha expresado por ejemplo el director de teatro que hizo un reciente montaje de la ópera D. Juan para la Scala de Milán) y sin duda es el D. Juan de Zorrilla el que mejor se ajusta a esa interpretación, el único al que de verdad puede atribuirse un trasfondo existencialista y por tanto el que mejor llega a nuestro tiempo, el más perenne. En este sentido ha sido reivindicado también por el existencialismo religioso de Chestov (veáse Atenas y Jerusalem). Kamen, descubre a sus lectores nórdicos, gracias a su conocimiento de la cultura española, que “parece ser que el personaje D. Juan fue creado por un autor de teatro español, Tirso de Molina”. Aquí se ve obligado, claramente a regañadientes, a rendir un reconocimiento a nuestra cultura puesto que pese al nombre se ha asociado a veces a autores extranjeros, pero su incomprensión del D. Juan de Zorrilla revela su falta de sintonía auténtica con una característica esencial de la cultura española, que es el vitalismo, y esto es dramático en un autor  que ha dedicado su vida intelectual a esa cultura. Su condición de no exiliado le permite olvidarse oportunamente de Gustavo Adolfo Bécquer, quizá uno de los mayores poetas románticos de Europa. Pero la producción artística de este siglo no es el único blanco de sus ataques. El comportamiento del pueblo español durante este periodo histórico y en concreto durante las guerras napoleónicas, es decir, la guerra de Independencia, suscita asimismo su menosprecio. Si bien debe reconocer el comportamiento heroico de Zaragoza (hay que tener en cuenta que el heroísmo de esta ciudad fue famoso en toda Europa por lo que le resultaría difícil no admitirlo) sobre todo lo demás relativo a esa encrucijada histórica deja caer sus inmerecidos denuestos. Así cuando recalca que tanto Napoleón como Wellington tenían una pobre opinión de los españoles como soldados e ignora o rebaja el papel que la guerrilla española jugó en esta guerra. No sé si Wellington dejó constancia de su cambio de opinión tras su experiencia en España pero los propios ingleses rindieron honores al valor de los marinos españoles en Trafalgar. A Napoleón su error de apreciación le costó caro como recuerda su biógrafo Emil Ludwig. Yo me permitiría sugerir a Kamen que acuda a fuentes fidedignas tal como por ejemplo un gran conocedor de la historia del siglo XIX, puesto que pertenece a ese siglo, como Stendhal quien dice a propósito de esta cuestión que el pueblo español por su heroísmo merecerá el segundo lugar después de Francia, que hizo la gran revolución, cuando se juzgue al siglo XIX.

Pero donde se revela más claramente que contempla a la cultura española desde la arrogante actitud de miembro de la superior cultura anglosajona-protestante y desde un desdén hacia España vigente hasta hoy mismo en buena parte de Europa es cuando nos da su visión personal de tres de las mayores personalidades españolas del siglo XX. De Cajal dice “The real breakthrough in his career occurred in1887, when he became acquainted with new histological techniques pioneered in Italy and Paris. He went abroad, contacted foreign scholars, and pioneered his own theories...”. Es cierto que Cajal hizo avanzar sus investigaciones con una técnica creada por Golgi que él perfeccionó junto a muchas otras que él mismo desarrolló pero esas frases parecen indicar que esa “inseminación externa” fue lo decisivo en la obra de Cajal cuando es falso que saliera fuera de España si no fue para presentar sus trabajos o cuando ya su fama le obligó a ello. Por otra parte su talla científica es reconocidamente superior a la de Golgi hasta el punto de que un importante científico de la época (no recuerdo su nombre declaró que Golgi no era comparable a Cajal e incluso criticó que Golgi compartiera el Nobel con Cajal.

De Unamuno se limita a decir que introdujo en España un tipo de existencialismo que empezaba a ser conocido en Europa por la obra de Kierkegard que Unamuno trató de leer. Es preciso recordar que Unamuno redescubrió a Kierkegard antes de que Heidegger publicara Ser y Tiempo pero a nadie se le ocurriría presentar a ninguno de los existencialistas simplemente como seguidores de algún otro si no es con la intención explicita de rebajar su importancia. Se puede afirmar que Kierkegaard sea más conocido que Unamuno pero es discutible que sea más importante.

Finalmente, la visión de Ortega está profundamente distorsionada hasta el punto de presentarnos La Deshumanización del Arte como una defensa del arte tradicional frente a la vanguardia, del figurativismo en pintura frente a los movimientos que entonces hacían su aparición cuando es exactamente lo contrario. Se trata de una tergiversación verdaderamente escandalosa que raya o más bien es, pura difamación y que solo se explica si no lo ha leído directamente y ha echado mano de cierta literatura antiorteguiana de esos peculiares izquierdistas españoles de la época franquista (muchos de ellos de procedencia falangista. De hecho en la bibliografía de esta obra sus referencias sobre Ortega se limitan a un libro infumable (como ha afirmado recientemente Agapito Maestre) titulado El maestro en el erial, una obra no de análisis sino directamente difamatoria. Pone como antecedentes de La Rebelión de las masas ideas de Manheim y de Erich Fromm! Y, repite la consabida consigna de la falta de un sistema filosófico (algo que según un historiador de la Filosofía tan importante como Coppleston no puede constituir hoy día un reproche) y la imitación de Heidegger, ese estribillo que con frecuencia escuchábamos en mis tiempos de universidad de cualquier estudiante español que no había leído a ninguno de los dos. Es muy revelador que en ningún momento usa la palabra filósofo para referirse a Ortega sino la de ensayista. Paradójicamente lo mejor de su aportación a la investigación de nuestro pasado sirve para repetir algunas tesis orteguianas. Una particularmente interesante es su análisis de la cacareada religiosidad del pueblo español, donde argumenta bastante convincentemente acerca de la falta de vivencias religiosas auténticas junto a una ignorancia lacerante del pueblo en materia religiosa. Otros ya habían señalado que la religión tuvo en España un carácter y función de norma y cemento social lo que posiblemente era reflejo mimético del mahometismo al que fue necesario enfrentar en la Reconquista. Incluso se podría especular si esa ausencia de un religiosidad interiorizada no subyace a una incapacidad para las grandes empresas intelectuales de la ciencia y la filosofía (si siguiendo a Ortega pensáramos que la ciencia viene a rellenar el vacío dejado por la pérdida de la fe religiosa). Sin embargo, teniendo esto en cuenta, habría que preguntarse (lo que él no hace) como ha podido nacer en España la mejor expresión poética de la mística religiosa de toda Europa.

Es cierto que ese juicio desfavorable sobre Ortega es el que formuló una parte de la intelectualidad española (la más alejada de la filosofía) principalmente durante el franquismo, que sentía una fuerte animosidad hacia nuestro filósofo lo que entonces sin duda era producto de un complejo nacional de inferioridad, asociada a la particular virulencia filomarxista de aquella izquierda. Sin embargo un historiador objetivo debería contemplar y dar un cierto crédito a otros puntos de vista, máxime cuando su recepción en algunos círculos europeos muy elitistas fue muy positiva, por ejemplo Ortega recibió encendidos elogios nada menos que de Schrödinger. Como muestra la bibliografía de la obra, Kamen nutre su información sobre Ortega exclusivamente de un panfleto tan infumable como “El Maestro en el erial”, de Gregorio Morán, sin que haga constar ningún otro estudio filosófico serio. Por otra parte, ocurre que las aportaciones específicas más valiosas de esta obra de historia social confirman las tesis de Ortega relativas a esas cuestiones. Por ejemplo, su idea de la ausencia de una minoría selecta en nuestro país. Así, pág. 213-214: “To foreign travellers, the strangest aspect of the peninsular way of life was the small role played in society by the ruling classes, who seemed unsophisticated and whose daily entertainments differed little from those of society around them. Spanish life appeared to be based on low culture rather than on elite preferences… When the Englishman Joseph Townsend visited Spain in the 1780s he commented likewise on the absence of an effective aristocracy in the countryside.”

Asimismo confirma la tara del particularismo regionalista señalada por Ortega: “Modern Spain, a government oficial complained in 1775, can be considered a body without energy, a monstuous republic formed of little republics which confront each other because the particular interests of each is in contradiction with the general interest”, pág 238.

De esta forma, sin pretenderlo Kamen está de acuerdo con las tesis de Ortega en el terreno específico de la historia. En cambio cuando directamente se permite juzgarle en el terreno filosófico distorsiona completamente su pensamiento, tal como queda reflejado en su dictamen sobre La Deshumanización del Arte o p.ej. cuando le acusa de llamar español a Trajano, lo que sin duda fue una licencia poética y no esa tontería que le atribuye de creer que España ya existía en esa época, idea que por cierto Ortega específicamente atacó ya que afirma que España se hizo en la Reconquista. La distorsión llega al punto de comprometer la minima objetividad exigible cuando le conviene que confluya esa versión de Ortega con su particular visión de algún otro problema. Por ejemplo, cuando ofrece un retrato de las campañas en defensa del español y la fraternidad hispano-americana como una actitud neoimperialista por parte de España y le conviene encuadrarlo en un contexto de opinión reaccionario escogiendo para ello citas de Ortega que deliberadamente mutila. Cito textualmente en ingles lo que es una traducción adulterada del texto de Ortega: “Only castillian heads, he maintained in Invertebrate Spain, have adequate capacity to peirceive the great problema of a united Spain”. “Castille alone had created Spain, and Castile`s language alone was the true language of Spain. Aquí corta el discurso de Ortega por donde le conviene. Lo que recuerdo es que en este texto Ortega no habla para nada del lenguaje y solamente dice que Castilla creó la unidad de España. Más aún insta a Castilla a revertir ese proceso de una manera que potencie la vitalidad de la periferia y afirma que por no haber hecho esto último ha dañado a España: Castilla ha hecho y ha deshecho a España, dice. Se equivoca rotundamente en su percepción de lo que el panhispanismo ha significado al que ve no solo como un último intento de resistencia frente a la avasalladora influencia norteamericana sino como un nuevo movimiento imperialista por parte de España hacia el mundo hispano llegando a atribuir a este movimiento ambiciones y propósitos que resultan absolutamente utópicos. Así cuando dice que sus promotores afirman que el lenguaje creó la raza hispana, la forma más alta de civilización –quizá él sí está aquí haciendo un servicio al imperialismo y la penetración anglosajona en América del Sur.

Por otra parte si Vasconcelos habla del mestizaje o la raza hispana como la raza cósmica no hay que ver en ello ninguna connotación reaccionaria como K. pretende sino al contrario, un ejemplo en esa época en que Vasconcelos escribe que es la postguerra mundial, de superación definitiva de los delirios de pureza racial de los que el mundo despertaba tras la guerra mundial. Hay también, creo, una tergiversación del pesimismo que la generación del 98 albergaba respecto a España cuando afirma que “the writters of the 98 generation were united in the conviction that their country was potentially the most advanced and civilized in the World, and that the americans were the real barbarians”, pág. 232.

Tal como se avanza en la lectura de este libro va emergiendo el desprecio visceral del autor por nuestra cultura y su intención de denigrarla continúa incluso in crescendo hasta nuestra historia reciente. Parecería que no haya existido un solo creador que vaya más allá de la condición de discípulo de otros creadores europeos no digamos sobrepasarles en algún punto. Kamen podría aducir que el libro esta concernido principalmente con los exiliados españoles. Pero, a este propósito, olvida a los más importantes. No existe Servet, una figura tan injustamente olvidada por la que Stephan Zweig pasó tangencialmente en su obra Castelio contra Calvino que, si bien no describió la circulación sanguínea bajo un prisma tan enteramente materialista como hizo más tarde Harvey, sí describe, en los términos todavía espiritualistas de su época el hecho más decisivo de la circulación sanguínea, es decir, que es en los pulmones donde se regenera al recibir el espíritu, el flujo vital. No existe el exilio de la guerra civil, se esfuman exiliados tan importantes como Picasso, Juan Ramón Jimenez, Buñuel o el autoexiliado (por su profundo catolicismo)  Manuel de Falla &c. Un lector extranjero, o un lector español semiculto concluiría tras la lectura de este libro que España no ha hecho ninguna aportación valiosa a la civilización europea

Más adelante, pág. 282 su comentario sobre Miguel Hernández confirma mis temores sobre las insuficiencias de Kamen cuando hace incursiones en áreas culturales fuera del terreno estrictamente histórico. Decir que Miguel Hernández es “perhaps the finest spanish poet of the twentieth Century” significa tener una extraordinaria opinión de Hernández, pero una baja opinión del resto entre los que sin duda se cuentan varios de los más grandes poetas del siglo XX. Uno sospecha que este elogio sirve perfectamente a sus intenciones de silenciar la poesía del siglo XX español. Sin embargo, su interpretación de la sociedad española, las actitudes vitales subyacentes a los fenómenos políticos y culturales, es, con frecuencia, acertada. No se deja engañar por ninguna clase de tópicos y, en concreto, las páginas que describen las vicisitudes del periodo de la república y la guerra civil deberían ser lectura obligada para todos los españoles o figurar en el preámbulo de una ley de memoria histórica no partidista. Aunque similares dictámenes sobre ese periodo se encuentran en casi todos los historiadores extranjeros.

Hay otros hallazgos que iluminan diferentes aspectos de la historia y la sociedad españolas. Seguramente un español de hoy rechazará ese rasgo que considera común a los intelectuales españoles de finales del XIX y primera mitad del XX que creían, fueran liberales o conservadores, en una superioridad espiritual de España y en una misión histórica. Sin embargo, así parece haber sido. Lo que llama la atención y cuesta explicar es como desde esa situación se ha pasado a otra absolutamente opuesta hasta el punto de que nadie hoy se reconocería en aquel retrato.

No obstante, una ausencia de empatía y consiguiente menosprecio de su objeto de estudio, la cultura española, se insinúa no de manera larvada sino conspicua a lo largo de estas páginas. No me atrevería a disentir de K. cuando afirma que no hay ningún nombre español entre los principales pensadores europeos posteriores a la edad media o que no ha habido ninguna escuela de filosofía que haya causado un impacto significativo en Europa, (pero esta afirmación es discutible cuando la extiende al siglo XX, es decir, a Ortega, Zubiri, Unamuno, quizás Bueno (no lo ha estudiado) o, en el pasado, Suárez ( por otra parte, el impacto no es siempre un reflejo de la calidad sobre todo porque puede estar mediado por prejuicios similares a los que denuncio en este historiador). Sin mencionar que lanza un tupido velo sobre la figura de Santayana quien como español de la diáspora tenía todo el derecho a figurar en estas páginas. Estas deficiencias sugieren unos fuertes prejuicios antiespañoles sobre todo si se recuerda que el autor ha sostenido una falsedad tan descarada como la de presentar La Deshumanización del Arte como una condena de los movimientos artísticos de vanguardia.

En mi opinión, no puede excluirse que la incomunicación física, ideológica y sentimental que hubo entre España y el resto de Europa tras la caída del imperio español no sea en buena parte responsable del silencio que haya caído sobre cualquier producción española. El caso de la pintura del siglo de oro es paradigmático. El mismo K. nos cuenta que Diderot en su artículo sobre pintura de la Enciclopedia ignora toda la pintura española incluso a Velazquez, El Greco, Murillo. Si el odio a España especialmente virulento en las potencias que la desplazaron y reemplazaron en la hegemonía europea, potenciado además por el odio religioso y la potentísima arma propagandística representada por la leyenda negra auspiciada por esas potencias rivales, que sin embargo y a su pesar no fueron capaces de despojarnos del imperio americano, es capaz de nublar el juicio estético de un crítico tan perspicaz como Diderot, ¿no ha podido esa opinión adversa extender un manto de silencio sobre otras producciones y sobre otros creadores? Para rematar su juicio negativo sobre la cultura española, K. desenmascara lo que para él es un subterfugio de los que intentan justificar sus deficiencias, a saber, achacarlas a la represión que ejerció la Inquisición sobre todo tipo de pensamiento libre y creador. Puede que haya algo de verdad en esto pero sus efectos no han sido ciertamente benéficos. K. se da cuenta de que el fenómeno de la Inquisición en España hunde sus raíces en oscuras tendencias históricas y psicológicas españolas, entre ellas, a mi entender, ese gregarismo español que ha llevado de forma persistente, a lo largo de la historia, como él sabe, a perseguir al disidente. Pero K. no es el tipo de historiador que se embarque en análisis de este tipo que pudieran llevarle por movedizos terrenos metafísicos. Ni siquiera menciona interpretaciones distintas de la suya que se hayan adentrado siquiera levemente en ese territorio. Por ejemplo, la idea de Sánchez Albornoz (si no recuerdo mal compartida por A. Castro) del origen del papel social de la religión en España en la necesidad dictada por la reconquista de una motivación necesariamente religiosa y, en cierto modo, mimética de esa guerra santa islámica que derivaba su fuerza de un tremendo impulso religioso.

Por otra parte dentro de su propia línea empiricista tampoco lleva a cabo el examen exhaustivo que sería deseable.

Explicar la deficiencia del pensamiento español por comparación al europeo puede ser un empeño tan inalcanzable como explicar cualquier diferencia de orden intelectual entre dos individuos pero si se intenta examinar la influencia de determinados hechos sociales externos tales como la inquisición no es lícito descartarla sin más sin considerarla siquiera un factor que por sí mismo o sumado a otros que no se examinan pudiera ofrecer una explicación. De hecho K. reproduce este mismo esquema cuando al emitir su juicio igualmente derogatorio de la ciencia española del siglo XX, niega que la represión intelectual franquista haya tenido un efecto negativo relevante. En este punto un lector informado no puede reprimir un sentimiento de indignación. K. afirma que pocos intelectuales e investigadores de primera fila emigraron. Pasa por alto que entre “esos pocos” figuraba por ejemplo un futuro premio Nobel de Medicina, Severo Ochoa. Ignora o silencia que se había creado un semillero de científicos por medio de la Junta de Ampliación de estudios,  que marcharon al exilio exterior o interior, pero sobre todo, minimiza el impacto negativo que tuvo la práctica desaparición de la escuela de Cajal lo que representa una afirmación gratuita y un verdadero disparate dado el número y la calidad de los miembros de dicha escuela que se exiliaron o que permanecieron en España en condiciones muy precarias. Baste recordar entre los exiliados a Rio-Hortega (descubridor de la microglia), Lorente de No (que llegó a ser miembro de la Academia de Ciencias de Estados Unidos), Lafora (descubridor de la enfermedad que lleva su nombre) o entre los que permanecieron en España pero condenados al ostracismo a Jorge Francisco Tello del que Cajal afirmó que había realizado una hazaña experimental jamás igualada por nadie ( se refería a que por primera vez había demostrado la posibilidad de regeneración del tejido nervioso). Tello fue desposeído de su cátedra, del sillón de la Real Academia de Medicina y de la dirección del Instituto Cajal. Asimismo, Fernando de Castro se vio obligado para ganarse la vida a trabajar como ayudante de cirujano, si bien más tarde obtuvo una cátedra de Histología gracias a su colega Sanz Ibáñez, bien situado en el régimen, quien desdobló a favor de de Castro el departamento de Anatomía Patológica e Histología. Fernando de Castro realizó en muy adversas condiciones una contribución tan relevante como el descubrimiento del glomus carotideo y la sugerencia de su función receptora, descubrimiento que fue crucial para un trabajo posterior recompensado con el Nobel, que posiblemente de Castro hubiera compartido de no ser por la política de exclusión que en aquellos años marcaba a la dictadura franquista como apestada entre la comunidad de naciones. El caso de Castro es un dato histórico empírico que demuestra como la recepción de una obra por la comunidad internacional depende de un contexto político que nada tiene que ver con la ciencia y hace lícita una extrapolación a épocas anteriores donde un contexto similar o peor estaba vigente. Por otra parte no se molesta en considerar la pobreza de la postguerra y el aislamiento internacional, como factores que hayan potenciado la influencia negativa de la represión intelectual franquista. La época actual de bonanza de la ciencia en España, pese a no ser el presente un buen momento de la creatividad en general, demuestra que la desaparición del franquismo, el fin del aislamiento y el crecimiento económico han dado un considerable impulso a la producción científica de este país. Es más, si se compara este momento con ese siglo XVIII en el que la diferencia de nuestra producción intelectual frente a la de otros países europeos fue más clamorosa, se impone considerar al contexto histórico precedente, fundamentalmente la influencia omnipresente de la Inquisición durante los siglos XVI y XVII y aún vigente en el XVIII como absolutamente determinante. Para mí, la lectura de este libro ha tenido un efecto paradójico de refuerzo de auto-estima nacional ya que, tras su lectura no descarto que la inquina antiespañola cuya pujanza, como esta obra demuestra, es tal que no se ha apagado incluso mucho después de la desaparición de los intereses políticos que dieron lugar al nacimiento de la leyenda negra, haya podido silenciar cualquier aportación española del pasado o haya impedido su reconocimiento más allá de nuestras fronteras. La enconada animosidad antiespañola que no ha cesado, como este libro demuestra, con el paso de los siglos, ha podido tener una influencia tan negativa sobre nuestro prestigio como la propia represión interna ejercida por la Iglesia.

Hay algunas afirmaciones que se hacen como resultado de una recogida de datos históricos a mi juicio insuficientemente contrastados. Así por ejemplo su afirmación de que era costumbre que en España se bebiera el vino amerado (mezclado con agua), es decir, que eso era lo deseable (vamos, que hasta nuestro sentido del gusto era deficiente) choca con lo que refleja este poema de Quevedo en alabanza de su villa de la Torre de Juan Abad:

Los taberneros de acá
no son nada llovedizos
y así se hallará antes polvo
que humedades en el vino.

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