El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 194 · enero-marzo 2021 · página 5
Voz judía también hay

Los límites de la Revolución Cognitiva

Gustavo D. Perednik

Los objetivos de la educación desde la Biblia Hebrea hasta Jerome Bruner

Bruner

La ingratitud de la civilización Occidental para con sus raíces hebraicas puede advertirse en varias áreas que ya hemos señalado, tales como la democracia, la poesía, el alfabeto, la música y la ética. Tal displicencia sobresale en un sexto campo en el que el pueblo judío ha descollado desde sus albores: la educación. El dato es omitido por la historiografía habitual de la escolaridad que suele comenzar su relato con los centros eclesiásticos en la Europa del siglo XI.

En rigor las primeras escuelas fueron instituidas en Judea un milenio antes, concretamente en el año 64 según hemos referido. El tratado talmúdico de Baba Batra 21a (que legisla en materia civil) registra que Joshúa Ben Gamla decretó la escolaridad universal y estipuló la incorporación de los niños a los seis años de edad. En el mismo texto se enumeran otros principios educativos, tales como: el límite de veinticinco alumnos por clase (adoptado un milenio y medio después por la Asociación Nacional de Educación de los Estados Unidos); la levedad que debe caracterizar a los castigos en la educación, y la disposición del estudio de a dos (“javruta”) que se enseñen recíprocamente.  

Basado en esta última referencia, Gérard Haddad aduce en El hijo ilegítimo (1990) que el psicoanálisis creado por Freud es vástago de aquella tradición. El libro lleva por subtítulo Fuentes talmúdicas del psicoanálisis.

Otros dilemas planteados en el Talmud quedaron sin resolución, tal como si la elección de los docentes debe priorizar su versación o su claridad didáctica. En esta opción asoma una polémica de larga data: si acaso enseñar consiste en transmitir un acervo de conocimientos, o si por el contrario implica forjar el camino del educando.

La alternativa parece reconocerse aun en las fuentes primigenias de la educación. Las dos ocasiones en las que la Biblia Hebrea exhibe la raíz del verbo “educar”{1}, lo hace con sendos significados de socializar o individualizar.

En la primera de ellas el patriarca Abraham convoca a sus pupilos (Génesis 14:14), y la exégesis clásica ofrece allí un significado de “educar”: “iniciar a una persona en un arte al que se dedicará en el futuro”, prepararla para que pueda cumplir con su cometido (Rashi, siglo XI).

La segunda referencia bíblica es un apotegma de la literatura sapiencial que recomienda “educar al joven en su camino” (Proverbios 22:6). Ambas citas pueden leerse como una suerte de antigua paráfrasis de Machado: Educador, hay camino, pero el de cada educando es único.

Los dos focos fueron debatidos en la Teoría Educativa, abrevando de variadas corrientes tanto filosóficas como psicológicas, tales como el cartesianismo, el mentalismo, el conductismo y el constructivismo. A mediados del siglo XX todos terminaron cediendo terreno ante la Revolución Cognitiva.

La perspectiva cognitivista –que fue en buena medida el reflejo de un nuevo mundo científico inaugurado por las llamadas “ciencias de lo artificial”– parte de que los procesos mentales son de naturaleza informática. Tal como en el siglo XVII la física mecanicista había mostrado al cuerpo como un reloj y al corazón como una bomba, en el siglo XX el cognitivismo percibió la mente humana como un ordenador. Su concepto clave fue la representación, la transformación de la información para su procesamiento.

La consolidación del cognitivismo registra cuatro hitos: el ENIAC inventado en Pensilvania en 1946; el autómata calculador proyectado por Alan Turing en 1950;  la fundación en 1960 en Harvard del Centro para Estudios Cognitivos por los psicólogos Jerome Bruner y George Miller, y finalmente la publicación de Psicología Cognitiva (1967) de Ulrich Neisser.

El “desafío de Turing” fue instalándose paulatinamente. Las numerosas clases de problemas que resuelve la mente humana son calculables, ya que los procesos cognitivos pueden analizarse en términos algorítmicos.

Dado que la Revolución Cognitiva no se propuso refutar las corrientes previas, sino más bien cambiar el campo de interés de los investigadores, cabe pues esbozar su historia.

Los antecedentes: Descartes, Watson, y los constructivistas

En efecto, el cognitivismo no vino a revolucionar los métodos, sino a desplazar el foco del investigador. De hecho, hasta hoy en día siguen publicándose y estudiándose trabajos que responden a las corrientes anteriores a la Revolución Cognitiva.

La semilla de la Psicología y la Educación en su carácter de ciencias independientes puede retrotraerse a Descartes. Cuando la primera de ellas se independizaba tanto de la fisiología como de la filosofía a fin de asentarse en sus propias bases, surgieron dos posturas que, influídas por el dualismo mente-cuerpo, discurrieron sobre qué materia debía estudiar la psicología.  

El objeto inicial de su estudio fue la conciencia y su estructura, según el primer estudioso en autodenominarse “psicólogo”: el alemán Wilhelm Wundt (m. 1920). Su discípulo el inglés Edward Titchener denominó estructuralismo a esta primera corriente, que predominó durante dos décadas hasta que fue reemplazada por el funcionalismo. Éste, a su turno, consideró la vida mental como una adaptación de la persona al ambiente. Su precursor, William James, la llevó a la fertilidad filosófica bajo el nombre de pragmatismo.

A partir del funcionalismo, la mente humana dejaba de considerarse una estructura con componentes interrelacionados, y pasaba a verse como una vastedad de funciones en acción. La índole de esa red de funciones generó una discusión centenaria con serias implicancias en la Teoría de la Educación.

En la primera etapa fue abriéndose paso una suerte de rechazo al mentalismo. No era la mente lo que debía examinarse, ni los procesos mentales, sino exclusivamente lo único verificable: la conducta. Así nació un nuevo paradigma, el del conductismo, inaugurado en Rusia en base de los experimentos de Iván Pavlov (m 1936), y trasladado a los Estados Unidos en las voces de Watson (m 1958) y de Skinner (m 1990).

John Watson aplicó al aprendizaje humano los condicionamientos que en el laboratorio de Pavlov habían operado sobre los caninos, y los educadores redujeron la enseñanza al estímulo y la reacción, acaso “en preparación de la persona para lo que hará en el futuro”.

El llamado Manifiesto Conductista (1913) de John Watson elevó el paradigma  a ser una disciplina académica que articuló la primera teoría completa del aprendizaje. Aprender era adquirir conocimientos escalonadamente en base de la experiencia. Desde el punto de vista cualitativo, no había diferencias entre la conducta humana y la animal.

Este enfoque predominó durante casi cuatro décadas hasta que hacia fines de 1950 se cuestionó su reduccionismo, ya que se circunscribía a recoger más y más datos para reafirmar lo ya sabido.

El retroceso del conductismo abrió el camino de las corrientes constructivistas en la Teoría de la Educación. Usamos el plural al denominarlas porque, si bien comparten la caracterización del aprendizaje como un proceso de construcción que se forja en la interacción con el entorno, difieren en su perspectiva: mientras una corriente ve el proceso como centrífugo, la otra lo entiende como centrípeto.

En las nuevas corrientes (en las que brilla una pléyade de pensadores judíos tales como Lev Vygotsky y Jerome Bruner) la mente deja de ser una “caja negra” de procesos ignotos, y pasa a ser la representación interna de la realidad externa.

Vale señalar la interrelación de estas corrientes con la filosofía y con la Teoría de la Educación. En términos puramente filosóficos, el constructivismo se articula con la escuela eleática fundada por Parménides, el más admirado por Platón. Al establecer que el ser fuera de mí es idéntico a mi pensamiento del ser, los eleáticos encauzaron el pensamiento filosófico hasta hoy en día.

En el marco de la Teoría de la Educación, el aprendizaje dejó de entenderse como un proceso dirigido desde el afuera –en el que el sujeto se remite a constatar hechos–, y en lugar de ello se perfiló como un proceso de construcción individual interior que facilita la interpretación de la realidad.

La Revolución Cognitiva y Jerome Bruner
Vygotsky

Las nuevas escuelas dejaron de mirar al aprendiz como una tabula rasa; lo abordaron como a un individuo con puntos de vista únicos, experiencias y conocimientos. Los docentes debían partir precisamente de esos puntos de vista para satisfacer las necesidades de aprendizaje de los participantes. Para usar la mentada terminología sapiencial, el constructivismo “educa al joven según su camino”.

Mientras en la noción clásica del aprendizaje la relación entre el estímulo y la respuesta es de asociación, en el nuevo esquema la relación es de asimilación –es decir la incorporación de un elemento exterior a un esquema sensorio–motor o conceptual del sujeto. Los hechos son significativos sólo cuando se asientan en una actividad organizadora de la realidad.

A la luz de la discusión talmúdica mencionada al comienzo, mientras el educador conductista es un experto, el constructivista es un puente entre lo que hay que saber y lo que el alumno ya sabe. Intenta ayudarlo a incorporar nuevos conocimientos en su marco intelectual y modificar sus percepciones del mundo según fuere necesario.

Las vertientes clave del constructivismo son la Teoría Psicogenética de Jean Piaget y la  Escuela Socio-histórica de Lev Vygotski. Difieren entre ellas en que, mientras para Piaget existe una estructura mental previa que organiza la realidad, según Vygotsky es el entorno el que moldea la estructura mental del sujeto.

En 1960 vieron luz dos libros sobre educación que dieron impulso a nuevos vientos. Uno de ellos llevó el paidocentrismo a su extremo, y el otro lo encaminó con mesura.

El primero, Summerhill de Alexander Neill, es considerado el último exponente del movimiento europeo de la “Nueva Educación”. Ejemplifica cómo la llamada educación progresista se propasó: le fue insuficiente oponerse a los métodos autoritarios, y saltó de allí a arrebatar toda legitimidad a la guía, los objetivos o el control.

El segundo libro fue El proceso de la educación de Jerome Bruner, que constituyó una respuesta a los cuestionamientos a la educación en ciencia que se habían generado en Estados Unidos debido al lanzamiento del satélite Sputnik soviético en 1957.

Bruner enfatizó la importancia de la iniciativa y la motivación en el aprendizaje, visto éste como un proceso activo en el que el educando construye hipótesis y toma decisiones. Los niños emergen en él como solucionadores de problemas, y capaces de explorar aun los temas más arduos. Su máxima continúa siendo un punto de referencia hasta hoy en día: “todo tema puede enseñarse a todos, y en cualquier etapa”.

Con todo, el gran cambio se produjo debido al modelo computacional que hacia los años 50 se había convertido en la gran metáfora del procesamiento de la información. En ese contexto irrumpió el cognitivismo, y resulta curioso que en cierto aspecto indica una suerte de retorno al abordaje mentalista del viejo estructuralismo.

En la Psicología Cognitiva, el procesamiento humano de la información es análogo al de los ordenadores, y por lo tanto vuelve a hacerse hincapié en los procesos mentales internos. Es decir que se examina el modo en que ingresa la información que va a ser aprendida, y cómo es transformada dentro del individuo.

En Israel y a fines de 1989, es decir tres décadas después de su libro seminal, Bruner se propuso reencaminar la Revolución Cognitiva de la que había sido uno de sus arquitectos. Sus conferencias en la Universidad Hebrea de Jerusalén (complementadas con las que ofreciera en Harvard) fueron la base de su memorable libro Actos de significado (1991). Desde el primer capítulo: El estudio apropiado del hombre, sostiene que la Revolución Cognitiva terminó errando el camino al  transformar al ser humano en un procesador de información en lugar de verlo como un hacedor de significados, y ese desvío había empujado a la psicología y a las ciencias de la educación al modelo computacional de la mente.

Más allá del cognitivismo

Dado que se equiparaba la mente a un programa, Bruner se preguntó “cuál sería el status de los estados mentales, que no son identificables por las características programáticas de los sistemas computacionales, sino por su marca subjetiva”. Concluyó que en el paradigma computacional “no hay sitio para la mente, en el sentido de estados intencionales como creer, desear, y captar un significado”.

Según Bruner la Revolución Cognitiva había desatendido un factor esencial que es la influencia recíproca entre la mente y la cultura. Ese aspecto fundamental, corolario de la capacidad humana de imaginar, nos lleva a impregnar las vivencias de significación.

Bruner, muerto hace un lustro a la edad de cien años, denomina a esa capacidad “el modo narrativo” de la mente. Es una perspectiva que lo acerca a Víctor Frankl, al colocar el significado como concepto central de la psicología.

Su mirada retrospectiva para corregir su propio sendero, tiene un paralelo en la que protagonizara el padre de la cibernética, Norbert Wiener, quien sugirió pausar la invasión de la informática en la psicología, y escribió Dios y Golem S.A. (1964) para alertar sobre los dilemas existenciales que plantea la cibernética.

Cada escuela psicológica había ofrecido su propia teoría del aprendizaje, pero ninguna logró una teoría unificada, que continúa huidiza.

Tampoco la Revolución Cognitiva con todos sus adelantos, alcanzó una noción precisa al respecto. Ni siquiera su escuela derivada del conectismo –que cobró vigencia hace quince años– aportó, según habían previsto sus promotores, una teoría del aprendizaje para la era digital.

Es cierto: el conectismo ayuda al entendimiento de las vías por las que el aprendizaje fluye actualmente, y muestra cómo el proceso del aprendizaje ocurre dentro de una amplia gama de ambientes que no están necesariamente bajo el control del individuo. Sin embargo, no atina a definir lo que el aprendizaje es. Lo ubica a través de redes de nodos y conexiones, pero todo ello se limita a señalar dónde se produce el aprendizaje.

En efecto, a pesar de que el conectismo se presenta como una teoría superadora, sus críticos ven en él una retahíla de enunciados confusos sobre si el aprendizaje se produce dentro o fuera del individuo. Es cierto que las redes por momentos enseñan, sí, pero no existe en ellas ninguna intención de hacerlo, por lo que resultaría impropio considerarlas parte de un sistema de educación. Después de todo, el objetivo final del aprendizaje es la acción y no sólo la comprensión.

Hemos ingresado en una época cabalmente distinta que desafía a las Ciencias de la Educación. Es una era hija de las nuevas tecnologías en la comunicación, aun si ello no resulta enteramente positivo. En buena medida, la navegación internauta puede informar y también desalentar el espíritu crítico; puede sintetizar pero también generar superficialidad en la gestión de la información; puede hallar respuestas y junto a ello imponer constantes distracciones.

Lo principal es que de la asociación del cognitivismo con el mundo cibernético deriva una paradoja aún irresuelta: que aunque el sistema mental de procesamiento de la información opera mediante la manipulación de símbolos, sin embargo para hacerlo dispone exclusivamente de procedimientos sintácticos. La índole de la conciencia humana permanece escurridiza para las diversas corrientes educacionistas.

Quizás el paradigma de la próxima revolución educativa convoque a la física cuántica para iluminar la cuestión. Ya lo ha hecho el matemático y filósofo británico Roger Penrose en su libro La nueva mente del emperador (1989) donde concibió una relación entre la unicidad de conciencia y el paralelismo cuántico. El universo es como es, precisamente debido a la necesidad de permitir la existencia de los seres humanos quienes pueden preguntar por qué es así.

En una paráfrasis de aquel versículo que refleja el principio antrópico: “todos los seres fueron modelados y colocados ante Adán para que les pusiera nombre, y el nombre que les dio -eso fueron”. 

——

{1} En lo atinente a personas. La misma raíz aparece además vinculada a lugares, a su “inauguración”.

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