El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 194 · enero-marzo 2021 · página 6
La Buhardilla

El remedio y la enfermedad

Fernando Rodríguez Genovés

Extracto del capítulo 1 del ensayo El virus enmascarado. Totalitarismo pandémico en la era de la globalización (2021)

portada

«No existe otro remedio para esta enfermedad epidémica que el espíritu filosófico, que, extendido cada vez más, dulcifica, al fin, las costumbres de los hombres y previene el acceso del mal; pues en cuanto este mal progresa hay que huir y esperar que el aire se purifique.» (Voltaire, Diccionario filosófico. Entrada: «Fanatismo»)

El «caso covid-19» comporta un serio problema de salud en los ciudadanos de todo el mundo. Pero puntualicemos, de entrada: no se trata de un problema de «salud pública». La salud está necesariamente referida a individuos particulares, no a colectivos ni a instituciones, ni al público, en general. Son las personas quienes enferman o sanan, a quienes afecta e interesa enfermedades, curas y curaciones, higiene y profilaxis, tratamientos y cuidados terapéuticos. Sólo en sentido figurado o retórico –cuando no, manipulador del lenguaje– puede decirse que la «sociedad está enferma» o «la sociedad está sana». Lo están, si acaso, los individuos.

El fin propagandístico del uso del concepto «sanidad pública» pretende equipararlo a este otro: «salud pública»; una manera, burda pero efectiva de estimular la conciencia colectivista, de politizar y privilegiar el vocablo «público» frente a «privado». La denominada «sanidad pública» remite a la política sanitaria que instituyen corporaciones y Gobiernos. Afirmar que el cuidado de la condición más o menos saludable de los ciudadanos pertenece a la esfera pública lleva aparejado un plan de dirección y control del estado físico y mental de los ciudadanos por parte de organismos o poderes del Estado. Al mismo tiempo, minimiza (y aun criminaliza) la existencia y función de la «sanidad privada», lo cual apunta a una disputa sobre el valor y vigor de la libertad y la propiedad privada, no al bienestar integral en sentido estricto, pues el predominio de una u otra repercute en asuntos de gasto, calidad y, sobre todo, de la libre gestión y responsabilidad de las personas en aquello que atañe a su salud.

«Sanidad privada» tampoco debe confundirse con «salud personal». El primer concepto remite a la caracterización de la iniciativa privada y la creación de empresas y firmas relacionadas con el ámbito de la salud, sea de carácter sanitario, farmacológico o asistencial, desde la existencia de compañías de servicios del ramo, aseguradoras médicas y mutualidades, la construcción de hospitales, la posibilidad de abrir una consulta médica o una botica. El segundo concepto apunta al derecho del individuo, en primera instancia, a ocuparse del cuidado de sus funciones vitales, así como a decidir libremente sobre el tratamiento (o no) y la curación de enfermedades, lesiones y achaques varios que pueda padecer. Esta potestad de libre relación, mediada no por la política sino por el contrato y el intercambio dinerario, entre el gerente en el ámbito de la salud y el cliente (categoría superior a la de «paciente»), depende de que el Estado, por medios de sus aparatos políticos y judiciales, reconozca tal derecho, por ejemplo, permitiendo que los individuos decidan acudir al centro médico que deseen, no ser medicados, hospitalizados, internados o vacunados sin su explicita autorización y tácito consentimiento o respetar su tajante oposición.

Se trata, entonces, de clarificar hasta qué punto domina en la sociedad la creencia y la práctica totalitaria según la cual la condición de la máquina corporal y la actividad mental de las personas es tema de Estado, que el Estado dirige y el Estado gestiona.

Las dos parejas conceptuales señaladas más arriba –«sanidad pública»/«salud pública» y «sanidad privada»/«salud personal»–, están sujetas a la mayor o menor receptividad de las sociedades respecto a este otro concepto, especialmente relevante en el asunto del presente libro: el «Estado Terapéutico». El psiquiatra norteamericano, de origen húngaro, Thomas Szasz ha examinado y descrito con particular maestría el significado y la amenaza que representan la teoría y práctica del «Estado Terapéutico», derivación laica del precedente «Estado Teológico».

«Si verdaderamente valoramos la curación médica y nos negamos a confundirla con la opresión terapéutica […], entonces deberíamos dejar que cada hombre buscara su propia salvación médica y erigiese un muro invisible, pero impenetrable, entre la medicina y el Estado.»

Implantar un proyecto político, un ariete que impacta contra la sociedad libre, por medio de virus infecciosos diseminados por los cuatro puntos cardinales, facilita sobremanera la tarea de persuasión propagandística, al percibirlos como algo que concierne a la población en su conjunto, del que nadie puede escapar... Esta particularidad facilita que los poderes públicos se concedan a sí mismos el derecho a tener paso franco de cara a  intervenir en la vida, libertad y propiedad de los individuos, aun a costa de vulnerar o sortear derechos constitucionales establecidos.

mascaras

La pandemia facilita la metamorfosis de la política en totalitarismo. Bajo una situación pandémica, real o figurada, la actuación de los poderes públicos al modo totalitario afecta necesariamente al conjunto de la ciudadanía. Ofrece la excusa para una cuarenta universal, un control sanitario universal, una vacunación universal, de los que nadie pueda librarse. Todo individuo debe estar sano, esto es, no estar infectado del virus circulante, puesto que, de estarlo, supondría un riesgo para los demás, al significarse como un agente de contagio. El objetivo formulado supone, en consecuencia, nada menos que «derrotar» al virus seleccionado sin dejar «supervivientes», alcanzando un nivel sanitario de «Cero Covid-19», el Virus-rey de nuestros días. Este propósito no implica, en rigor, una utopía, sino un despropósito: ningún virus puede ser «derrotado» por medios policiales y órdenes oficiales (repárese en la connotación bélica empleado por el lenguaje oficial), si siquiera deben ser eliminados en su totalidad. Es, en efecto, un desatino, un esfuerzo insensato, que incluso en el supuesto ilusorio de lograrse, conllevaría un ataque frontal a la libertad de los individuos, un coste económico inasumible, un empeño institucional desproporcionado, un sacrificio social que roza la criminalidad, unos efectos colaterales muy superiores a los que pudiese ocasionar el agente viral inculpado en tan descabellada decisión, un despropósito, porque el remedio sería peor que la enfermedad.

Semejante insania programática genera una aprensión y prevención, una disposición a la hipocondría, a nivel general, un pánico y una histeria colectiva, que, se mire como se mire, impacta en lo sanitario en cuanto a sus probados efectos más a sus posibles causas. Alarmar y sedar emocionalmente a la población, alterarla y fanatizarla, es tarea que los aparatos de propaganda ya han ensayado, probado y comprobado, previamente. A la gente se le puede engañar con la Gran Mentira. Pero el experto, profesional o, simplemente, el individuo medianamente cultivado y entendido ha de dejarse engañar para que dicho plan pueda funcionar. Y he aquí la implicación, por activa y por pasiva, hasta limitar con la complicidad, de lo que denomino los gestores de la Crisis, quienes, no actúan por desconocimiento, sino por interés y afán de poder.

Uno de los objetivos primordiales que se pretende con esta Gran Crisis consiste, precisamente, en que la «sanidad pública» absorba –más exacto sería decir «expropie» o «se anexione»– la «sanidad privada», totalmente. Ya hay muchas actuaciones gubernamentales realizadas hasta el momento –unas veces con consentimiento pasivo; otras, con fuerza muy activa– que testifican el intenso proceso impuesto de cesión de gestión, de datos personales, de logística o de intercambio de pacientes entre ambas estructuras, hasta la instauración de un solo Aparato Sanitario Estatal, sin que, por otra parte, las aseguradas, mutualidades o entidades privadas afectadas hayan mostrado reservas u oposición, y si sospechan, callan y cargan la cuenta sobre el cliente; en cualquier caso, colaboran.

Este subterfugio inapelable de derecho de paso preferente y excepcional representa una Gran Excusa oficializada que anula testimonios, motivos y disculpas privadas, dejando al ciudadano inerme, sin escapatoria, evasiva o negativa, materialmente a los pies de los caballos de los aparatos del Estado, pero también de la empresa privada: en un horizonte de totalitarismo son lo mismo.

Sólo en casos extraordinarios y extremos, y limitados en tiempo y espacio (la cuarentena en una embarcación, por ejemplo), estaría legitimada la intervención directa sobre un grupo de personas, en cuanto a ser retenidos o inmovilizados temporalmente, a propósito de un problema de naturaleza sanitaria. Pero una crisis sanitaria, enmascarada o real, no puede legítimamente transformar a la sociedad mundial en una colectividad globalizada. Con todo, el desarrollo de los acontecimientos muestra, cada vez de modo más contundente, que si de «crisis sanitaria» puede hablarse esta no proviene del «coronavirus» al no constituir su espectro ni la causa ni el centro del problema, sino su efecto.

El virus enmascarado provoca, en cualquier caso, en quien lo padece, un cuadro sintomático equiparable a la gripe estacional. La verdadera gravedad del caso reside, sin embargo, en las consecuencias derivadas de la declaración de una «pandemia» con toda la traza de «pandemónium», una conmoción general, un brusco golpe de timón que ha trastornado las sociedades. Las muertes producidas por «coronavirus» – omnipotente y omnipresente en los media y en la mente de la multitud estremecida– representa una proporción baja, en términos comparativos con la causa de otros decesos. Sin embargo, el «coronavirus» ha sido erigido en el mandamás, el rey de bastos.

Los daños colaterales o indirectos del virus coronado resultan mucho más terribles y amplios que los directamente relacionados con su oscura presencia. Y a menos que los programadores y gestores de la Crisis tengan previsto tenerlo artificiosamente activo por tiempo indefinido o ilimitado (algo, a la vista de lo visto, altamente probable), aquéllos tendrían unas consecuencias de mayor gravedad, extensión y letalidad entre las personas, a medio y largo plazo; especialmente en los pacientes con enfermedades crónicas o sobrevenidas, aunque quepa avistar un horizonte ampliable al conjunto de la población, susceptible de contraer, mientras reina el soberano Virus, desde dolencias de escasa gravedad, aunque molestas, a males severos y de alto riesgo.

En los tiempos del absolutismo covidista hablar de «calidad de vida» resulta un sinsentido: otra expresión aniquilada.

El cúmulo de irregularidades y sucesos, generalizados y de carácter patente o latente, adquiere un tono particularmente malévolo cuando reparamos en el hecho de que, en su mayor parte, están enmascarados, solapados, silenciados o manipulados por el Poder, de los organismos públicos y medios de comunicación, y hasta de millones de ciudadanos, especialmente de aquellos que por razón de su labor y profesión son agentes o testigos de la devastación. Este tenebroso asunto concierne, principalmente, al ámbito de la sanidad, los cuerpos policiales, el aparato de Justicia, pero, asimismo, a  practicantes, gestores y asesores de asuntos jurídicos, funcionarios y empresas que se mueven alrededor del ojo del huracán, desde chóferes de ambulancias, bomberos, personal en laboratorios y negocios farmacéuticos,  hasta empleados en funerarias y morgues.

La orden de paralización de autopsias, junto a las barreras puestas a los familiares de enfermos y fallecidos en hospitalizaciones y a la macabra parodia de funerales, llevaría muchísimos de estos casos a los juzgados y tribunales de Justicia por responsabilidad penal, si éstos no hubiesen visto restringida su actividad, o por pasividad, lo que, de un modo u otros, amplificaría mucho más el tema, al unir la irresponsabilidad con la complicidad y actividad delictiva. Hoy se habla mucho de inmunidad pero poco de impunidad.

Por lo común, la práctica totalidad de quienes podrían desvelar y, en su caso, neutralizar la Gran Tragedia, callan, disimulan o cambian de tema cuando se les pregunta al respecto. El descrédito o, cuando menos, un halo de sospecha y desconfianza hacia determinadas empresas, profesiones y actividades diversas (las aquí nombradas, aunque haya más) les acompañará durante largo tiempo, cual estela de degradación, indignidad y deshonra, y, en no pocos casos, de responsabilidad delictiva.

He aquí la verdadera infección, resultado del contagio que ha corrompido la tarea de múltiples gestores en sus distintos niveles. Porque en esta tremenda tragedia son responsables desde el Alto Mando que mece el Gran Fraude hasta el comerciante o expendedor de servicios que impide entrar al establecimiento que regenta a un cliente sin llevar puesta la mascarilla o el vecino que señala a quien se salta un confinamiento en los domicilios o cualquiera otra restricción impuesta por los organismos oficiales en esta gran pantomima.

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