El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 195 · abril-junio 2021 · página 7
Artículos

Ante la pintura mural de Alarcón de Jesús Mateo

Luis Carlos Martín Jiménez

Notas hechas con ocasión de sucesivas visitas a Cuenca en que pudimos conversar con Jesús Cotillas, Santiago López y el propio autor de la obra

Mateo

Supuesto que una obra pictórica está hecha para ser vista, independientemente de su olor, su sabor o su tacto, lo que se diga o no sobre ella adquiere el carácter “genitivo” que implica tenerla de punto de referencia, es decir, se convierte en una tesis que el sujeto que la recibe elabora a partir del análisis y el juicio que llevará a cabo en función de las ideas que a su vez tenga sobre la pintura, el arte, la “creación” &c.

Esta parece ser la panoplia o juego de posicionamientos que desde una pluralidad de campos han venido ofreciendo los estudios sobre la gran obra de Jesús Mateo. Por ella han pasado cinematógrafos, músicos, escritores, poetas, fotógrafos o filósofos, desde Fernando Arrabal a José Saramago, desde Ernesto Sábato a José Antonio Marina. Y así ocurrió con el ensayo que realizó  Gustavo Bueno, en cuya estela nos situamos y cuyo sentido vamos a intentar seguir.

Sin duda, la pintura mural de Alarcón hay que ir a verla, pues está hecha para ser vista in situ. El problema consiste en justificar por qué. Ahora bien, podría parecer que una proposición en imperativo, del tipo “hay que”, “debes de”, “tienes que”, tiene una intención publicitaria propia de los bienes de consumo. De modo que si queremos rebasar el nivel comercial “felicitario” y alcanzar el nivel filosófico en que pretendemos movernos, parece necesario justificarla. Tal justificación sólo puede ser hecha en la medida en que mostremos los vínculos entre la visión in situ (lo que no ocurre con la pintura en lienzo, que puede ser vista y analizada, apreciada o despreciada en reproducciones idénticas al original) y lo que pueda ser la obra a la que se refiere el epígrafe “pintura mural de Alarcón”. 

En principio, cualquiera podría preguntar por la razón que impide el uso de otros modos de acceso a la misma. Por ejemplo, si atendemos a la tesis de Heidegger según la cual vivimos en “La época de la imagen del mundo”, se presenta a nuestro alcance la reproducción de las pinturas de Alarcón en múltiples formatos tecnológicos, lo que denunciaba Walter Benjamin en “La obra de arte en la época de su reproducción técnica”, en tanto la multiplicación de una obra de arte en cientos y miles de clones devaluaba su carácter artístico, lo que en términos heideggerianos significaba ocultar la posibilidad de desvelar el Ser y con ello su verdad. Si embargo, nosotros no participamos de unas tesis que nos parecen metafísicas.

La razón por la cual nos parece que perdemos de vista la obra al abordarla desde otro tipo de artes “representativas” como la fotografía o la grabación audiovisual a través de la cual accediésemos a ella, deriva de la tesis según la cual “ver” no es mera pasividad contemplativa, sino una operación, y no ya porque suponga la atención o cualquier proceso mental del sujeto, sino porque requiere operaciones corpóreas de carácter “apotético”. De modo que todas las fotografías o montajes cinematográficos que se hagan (acompañados de música o no), no se acercarán al resultado de las operaciones que debe realizar el espectador en la concavidad vacía de la antigua iglesia de Alarcón. No sólo porque la totalización del mural sea distinta a una suma de imágenes fijas o en movimiento, sino porque la percepción del operador se conforma en la desproporción entre la escala corpórea y la arquitectónica, una desproporción esencial en el orden sacro de la arquitectura eclesiástica. Es decir, el “espectador” debe recorrer la estancia, alzar la mirada, detenerse, acercarse y separarse al modo en que lo hizo el propio autor de la obra, no para simular sus operaciones, sino porque se exige por estructura.

Se dice que la fotografía puede sugerir, a partir de algún motivo concreto, en este caso de una parte “significativa” de la obra de Alarcón, un camino hacia su totalización, como puede sugerir un video que la recorra joreomáticamente (según un flujo), aniquilando las partes que pasan al sustituirlas por las que llegan en un ciclo que conduce al punto de partida. Sin embargo, este recorrido tecnológico fija la sucesión de las imágenes de un modo distinto al que se produce in situ. Pues ocurre que una vez a entrado el sujeto en la concavidad arquitectónica donde aparece la obra, se fije donde se fije, inicia un recorrido cuyo carácter “aleatorio” vendrá determinado por la vinculación fenoménica que le conduce de unas morfologías pictóricas a otras, y que los sucesivos recorridos reproducirán de distinto modo en cada caso.

Mas lejos aún de la pintura mural de Alarcón nos conducen los tratamientos de la obra desde otras técnicas o artes. Este es el caso de la literatura, y no porque las letras que se construyen desde arcos en cuyo centro de gravitación se encuentran las pinturas carezcan de “valor” y de la brillantez propia de lo mucho que se ha dicho sobre la obra de Jesús Mateo, nuestra sospecha va referida a la relación que logre establecerse entre lo escrito y lo pintado, ya que cuanto más brillante o “genial” sea, más lejos está de mostrar el vínculo entre ambas obras, que deriva de la intención de sus autores.

Esta misma sospecha convierte en superflua la intención que por mi parte pueda albergar sobre la construcción de un discurso dirigido a la obra, por lo menos de modo directo. Lo que nos conduce a buscar otras vías de acceso.

Acaso sería más interesante ensayar algo parecido a la vía negationis, la vía que sugerían los teólogos en la medida en que suponían que un conocimiento negativo no es lo mismo que la negación del conocimiento. La negación de un conocimiento es “positivo” pues supone otros desde los que se niega (igual que la Materia Trascendental “es positiva” en cuanto niega no solo la posibilidad de conocerlo todo, sino el mismo todo de la realidad, es decir,  consiste en la negación de un fundamento absoluto). Con ello nos situamos en la vía analógica, propia del ensayo filosófico,  adoptando una vía análoga a la vía negationis en tanto no buscaríamos una negación que eliminase lo positivo de la obra, al alejarnos tanto de ella que nos obligase a perderla de vista en el infinito, sino que buscaríamos la negación “secundum quid”, es decir, no propiamente de la obra, un estroma de unas dimensiones apabullantes pero finitas, sino de lo que se dice que es. Tal vez así, nos acercamos a la destrucción, la trituración, como función propia de la filosofía.

De este modo, quizás no captemos su sustancialidad actualista (que sólo se demuestra a través de los accidentes de los que se va nutriendo), pero sí conseguiremos eliminar “catárticamente” las adherencias superfluas o ajenas a la misma, lo que no es poco, si de este modo la permitimos abrirse paso, y si ni eso consiguiéramos, desde luego no la sepultaríamos bajo una montaña de predicados cuyas bases poco o mucho tengan que ver con ella.

Podemos empezar la vía destructiva por lo que hemos dicho nosotros mismos. En efecto, cuando decimos que la pintura mural de Alarcón hay que ir a verla in situ, parecería que estamos diciendo que su esencia consiste en “ser vista”, pues de otro modo permaneceríamos ajenos a la misma. La percepción de la obra sería el objetivo para el cual habría sido hecha, un finis operantis que está actuando desde el principio en cualquier pintor, independientemente de si la hace para sí mismo o para los demás. Desde luego Jesús Mateo no pinta el mural de la antigua Iglesia de San Juan Bautista para luego borrarlo, pues una vez hecho, “¿quién es él para destruir una obra de arte?, sino que lo ofrece generosamente a quien quiera acercarse a verlo. Nos estamos refiriendo a la tesis del “esse es percipi” (el ser es ser percibido) que estaría actuando en el valor de la obra, determinando su ser por su percepción. La obra adquiriría su grandeza en función de los “universales noéticos” que la están multiplicando en las imágenes retinianas de cada una de las conciencias perceptivas en que aparece, no tanto porque su ser esté en el placer o el disfrute meramente sicológico que produzca, aunque ese sea el fin de muchos miles de espectadores que han ido a contemplarla, sino porque desde tal tesis, el conjunto de morfologías pintadas se agotarían en su calidad de imágenes, lo que se demuestra en el paralelismo con la actividad de los sujetos según el cual se atienen única y exclusivamente a “contemplarla”, a “mirarla”.

Pero con nuestra afirmación, según la cual “hay que ir a ver” la pintura mural de Alarcón, no estamos diciendo que se agote en su ser “vista”. No ya solo porque no pensamos que el ser en general se agota en ser percibido, sino porque tampoco unas “imágenes” pintadas (o de cualquier otro modo) se agotan en ser “vistas”, “observadas”. Tienen una corporeidad objetiva que impide tal reducción subjetiva.

Con nuestra afirmación inicial también podría pensarse que estamos negando de modo absoluto que haya otra vía de acceso a la obra de Jesús Mateo, es decir, que cabría concebirla como una “forma pura”, no ya porque se agote en su percepción, sino porque es un “hecho en sí” cuya estructura le da una entidad soberana, absoluta, accesible únicamente al que se subordina a ella e independiente de lo que pueda pensarse o decirse, aspectos de los que sería completamente ajena. Sobre la pintura mural de Alarcón sólo cabría decir tautologías que reiterasen en cada predicado la identidad del sujeto, en una especie de análisis auto-contenido de la misma, incluyendo los complementos que la han determinado, como que “se encuentra en Cuenca (España)”, que “se terminó en noviembre de 2002”, &c. Lo que no podríamos pretender es predicar algo de ella que no derivase de su “esencia”,  pues un predicado que añadiese algo a la obra, al modo de una síntesis, transformaría, reformaría o deformaría lo que sea como tal. Y no decimos tal cosa, no porque neguemos su valor informativo, ¿cómo negar los predicados cuya información no solo es verdadera, sino que nos informan de aspectos de la obra que es necesario conocer?, lo que negamos es que una vez haya salido de las manos de su autor adquiera una independencia total, no sólo de él, sino del resto de términos con los que intersecta de algún modo, por ejemplo, los propios espectadores.

Ahora bien, si nos parece imprescindible seguir la vía negationis cuando buscamos saber por qué “hay que ir a ver la pintura mural de Alarcón”, no sólo es porque negamos que su ser dependa de un “ver” sin el cual no “aparecen” sus figuras, o porque neguemos el trato con un ser ajeno a nosotros que por así decir “se sienta” o “se experimente” sin intermediarios, por vía mística, dada una “independencia” que exige un respeto absoluto que la deje intacta. Una vía mística que indica el secreto, lo inaccesible que la separa del resto del mundo, sosteniendo un “hecho” insólito, quizás porque haya que pasar por una iniciación o un trámite de acceso a su esencia inefable, ya sea en una o en sucesivas fases de preparación o de “descompresión”. Un “hecho” del que sólo podamos decir lo que le pertenece “en sí”.

Con la vía negationis también negamos que “haya que ir a verla” por un “deber ser” que emane de una serie de categorías, de esencias axiológicas o de ideas que circunscriban la obra al dotarla de un valor o un significado que obligue en conciencia a reconocerla como tal. Es decir, negamos que haya que ver la obra de Jesús Mateo porque pertenezca al reino de las cualidades estéticas “bellas”, dependa esta belleza de sus formas armónicas, de su equilibrio, de su originalidad o de cualquier otro predicado en el que se pueda subsumir la obra, como si el conocimiento estético nos dijera algo sin lo cual no pudiéramos penetrar en ella. Y lo mismo cabe decir de los rótulos en los que aparece “publicitada”, ya se entienda en función de su carácter “cultural”, “creativo”, “sagrado” o “humanista”, términos que a nuestro modo de ver oscurecen y confunden más que especifican y aclaran.

Del mismo modo, hay que negar su reducción a los aspectos prácticos, su reducción a una mera técnica, en cuanto que no cabe advertir ninguna finalidad instrumental en ella, del mismo modo que negamos el ajuste total a cualquier definición teorética sobre el arte en general, o de la pintura en especial, ya se entienda como expresión de ideas o emociones del autor, como ajuste a un modelo, como plasmación de la fantasía o como quiera decirse, en tanto suponga una clase distributiva de la que forme parte como individuo.

En definitiva, y aunque parezca algo obvio, la vía que transita a través de la negación de lo que se dice de la obra, no nos conduce a negar la obra, antes al contrario, nos parece que abre la única forma de acceso a ella, a saber, su visión in situ.

Y la principal razón que podemos aducir es la imposibilidad de seguir la última vía que queda, la vía causalitatis, es decir, la vía que conduce del autor a la obra, de la causa al efecto, en tanto los esquemas materiales de identidad que están funcionando en su proceso de formación han sido sometidos a un proceso de transformación, que por así decir, se han impuesto a unas operaciones de las que no se pueden desprender, pero a las que tampoco cabe regresar, es decir, se ha hecho “irrepetible”, “singular”.

Ahora bien, este carácter “idiotético”, único en su género, no adquiere su sustantividad sino en las operaciones de llegada que supone su “finis operis”, lo que entendemos como “cierre fenoménico” actualista, un proceso de decantación que iría cristalizando a través del tiempo en la pintura mural de Alarcón, en tanto “obra de arte sustantiva”.

De modo que si la vía de las negaciones nos acerca a la vía analógica, es porque nos presenta las inconmensurabilidades con los conceptos que al rebasar su campo propio de fenómenos se diferencia de otros campos ajenos a su categoría generando incompatibilidades entre unos y otros, es decir, hay que referirse a los cortes y las fracturas que aparecen al tratar los contenidos morfológicos del estroma que tratamos, una materia concreta que también se perdería desde tratamientos lisológicos propios de la Ontología General (cuyos “contenidos” ya no se ven ni se operan corpóreamente, si no es en los grafismos con los que nos referimos a ellos).

Señalaremos algunos aspectos que van en este sentido. Por ejemplo, nos parece que hay que indicar la distancia entre la percepción antrópica mundana y la estructura de las disposiciones de la pintura mural, en la medida en que tal conjunto de morfologías carecen de ejes de gravedad o de una posición espacial o temporal fija, siquiera en referencia a la arquitectura en que se sostiene. Tal distancia se agrava cuando constatamos que el modo en que se producen las operaciones de reconocimiento o identificación de las morfologías pictóricas se frenan ante la multitud de ojos que pueblan el mural, unos ojos cuyas “percepciones” zoológicas vinculadas a las morfologías que les rodean, parece mostrarnos un mundo que nada tiene que ver con el nuestro. Esas “fracturas” que aparecen como “extrañamiento”, tal vez se muestran o se reflejen en cuanto trámite de auto-concepción, en “la figura humana que alza sus manos”, quizás queriendo conmensurar la obra, pero de algún modo ajena, que más que integrada en el resto, aparece “pegada” a ella, una figura blanca, tosca, inexpresiva, burda, tan distinta de la finura y la coordinación de modos de vida que la rodean (si se quiere, de la explosión del Cámbrico).

Lo que queremos insinuar con estas “conjeturas”, según el término que Platón daba a la distancia entre las apariencias y lo que sabemos (las ideas), lanzadas como indicios de lo que venimos negando, es la distancia entre lo que hace el “hombre” y el mundo de lo humano, un modo de señalar el fondo anantrópico (o zootrópico) que sólo aparece a través de nuestras operaciones con cosas (colores, líneas, superficies &c), en la medida en que lo humano mismo se desconfigura, se esquematiza y pierde su posición privilegiada, la de quien al conmensurarse con el mundo abre la vía del ignoramus, por ejemplo, dejando sólo la sombra blanquecina de su cuerpo proyectado como un fantasma sobre la tierra desde la que se levanta el suelo arquitectónico y con la que al trabajar “artificialmente” se abre el circuito de atribuciones de significado sobre las morfologías pictóricas, en un circuito permanentemente abierto. A saber, cuanto los signos, las huellas, las marcas dejadas por unas cosas sobre la superficie de otras (por las que unas cosas remiten a otras “causalmente”, de modo natural) han pasado a “fabricarse” institucionalmente, de modo que ahora, la conexión entre el signo y su significado queda abierto, pues ya no depende del campo pragmático, una abertura por la que circula una obra que nos asombra con la fuerza viva y el poder de un fetiche.

El tránsito por la vía negationis, acaso nos ha puesto sobre una realidad que aparece como desproporción o desemejanza, la vía que nos acercaba a las analogías sobre aquello que es “simpliciter diversa”, es decir, ajeno a la univocidad de los conceptos, pero que no nos condena a la equivocidad y a la confusión absoluta, y ahí están para demostrarlo los artistas de la fotografía, del video, de la música, de la literatura o del ensayo que la han tratado desde sus respectivos campos, y que por tanto nos conducen a través de las inconmensurabilidades hacia un conocimiento negativo en que cabe situarse para entender, por ejemplo, por qué hay que ir a ver la pintura mural de Alarcón.

Este texto, escrito en noviembre de 2018, es también accesible en la página dedicada a la Pintura Mural de Alarcón

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