El Catoblepas · número 195 · abril-junio 2021 · página 12

Reloj coronavírico
Jesús Pérez Caballero
Consecuencias de la pandemia en marcha para otros tantos relojes, especialmente el deportivo
I. Introducción
A casi un año de la expansión del virus del COVID-19, es posible plantear algunas consecuencias de esta pandemia, oficialmente en marcha desde el 11 de marzo de 2020. Para ello, utilizo de hilo conductor lo que denomino “reloj coronavírico”. Como tal, entiendo -a grandes rasgos, puesto que lo perfilo más adelante- el modo en que la pandemia afecta a actividades de varios ámbitos (otros tantos “relojes”: Biológico, litúrgico o deportivo). Específicamente, analizo las consecuencias relacionadas con la afectación a competiciones deportivas (“reloj deportivo”).
Previamente, debo explicar la utilización del término “reloj”. En la primera de la veintena de acepciones del DRAE{1} se señala que estos aparatos miden el tiempo… Sin embargo, prevenidos ya como lectores de Gustavo Bueno (la religión no puede ser la relación del hombre con Dios, puesto que, ¿es posible dar por supuesto qué es Dios? ¿Cómo puede ser una relación de ese tipo?), la afirmación del reloj como un medidor del tiempo es problemática. Lo es por el significado de “medir” (como si el tiempo estuviera ahí antes de que se cosiera a los engranajes del aparato) y, aún más, lo es por esa vieja huida hacia adelante de San Agustín, en su pregunta por el tiempo (y que da lugar a puntos muertos del tipo: “Si nadie me pregunta qué es el terrorismo, sé lo que es”, “si no me preguntan nada, intuyo qué es todo”), si bien podría salvarse la reticencia considerándola un recurso retórico (exitosísimo, pues aún nos referimos a él en el siglo XXI), o circunscribiéndola a un ámbito experiencial, acotado al tiempo biológicamente, dando a la memoria el pasado, la atención al presente y el proyecto al futuro{2}.
La problematicidad de la voz “reloj” tampoco se resuelve con la reverencia que pretende su definición como aparato “electrónico de extremada precisión, que mide el tiempo por las oscilaciones de átomos o moléculas, especialmente el cesio 133”, leída también en el DRAE, y que ahonda en la circularidad de la medición del tiempo: El auténtico reloj sería el que mide el tiempo con más precisión, con un extremo final en el reloj ideal que, en un absurdo, detiene el universo para medir el tiempo. Es decir, el recorrido se circunscribe al de un “reloj técnico”.
Pero si vemos el uso efectivo de ese “reloj electrónico de extremada precisión”, observamos que se trata de una manera de acotar períodos para acordar encuentros de personas o entregas de objetos, con su mayor escala en la combinación de relojes atómicos bajo el pistoletazo imperial estadounidense, sea militar o civil. En los términos de los propios pavimentadores del imperio, la armada presenta un conocimiento exacto de “las posiciones y el movimiento de los cuerpos celestes, los movimientos de la Tierra y la hora precisa”, para “fortalece[r] la seguridad nacional y la infraestructura crítica”{3}. Acompaña a ese uso militar -a las armas les siguen las letras- el civil, para asegurar la logística comercial{4}, fijando los caminos por donde transitan las empresas de distribución de recursos, vías previamente aplanadas por las armas estadounidenses. Es por eso que los engranajes al son del péndulo o las “oscilaciones de átomos o moléculas” buscan asegurar esa logística imperial (y ello aplica a las estatales), que en el siglo XXI es la certitud de que un individuo esté en tal lugar y tal momento, de manera inapelable (y las empresas que van en esa línea son las que están sobreviviendo durante el COVID-19 y, como los supervivientes tras la extinción, medrarán): La injusticia sería, entonces, no tener a tiempo ese alguien o producto pedidos con exactitud, en el espacio fijado (o que el disparo lanzado por el dron errase su blanco), en un giro logístico de la concepción temporal de Anaximandro, donde Cronos mediaba entre el día y la noche para que, cíclicamente, a uno le siguiera la otra{5}.
A pesar de estas reservas filosóficas, el concepto de reloj sirve como un unificador que permite visualizar algunas consecuencias del COVID-19, siempre que se entienda que mi uso es metafórico (por tanto, este ensayo no se limita a aspectos como la extensión exagerada del tiempo pasado en el hogar o la cancelación de eventos deportivos, por poner sendos ejemplos donde el tiempo sea el factor clave). Si se quiere, uso el término reloj de rompehielos, para abrir un camino argumental. Por lo que no es (ni pretende serlo), el resto del barco.
Del mismo modo, va de suyo que tales “relojes” aluden a realidades distintas. Por señalar algunas, el reloj biológico está vinculado claramente con el desgaste natural de los seres vivos, y en el caso de los humanos, es un criterio básico para muchas analogías; casi podría decirse que es tan reloj como guillotina, pues cercena irreparablemente fases capitales. Por su parte, los relojes litúrgicos aglutinan instituciones definidas por su oposición entre sí, como podrían ser el Papa, un cuerpo sacerdotal femenino avalado por la enésima subdivisión protestante o los imanes de cada país o barrio donde la musulmana sea la religión oficial de iure o de facto. O los relojes deportivos resultarían imposibles de reunir en unas mismas reglas, aunque sí tengan puntos en común (recintos, temporalidad acotada, competición entre varios contendientes) que aconsejan el análisis conjunto.
Sin embargo, estos “relojes” presentan una función de calendarización, como lo son las constantes vitales, el devenir del cuerpo de Cristo, o la competición deportiva renovada por las masas de aficionados e idealizada por los patrocinadores. Pero, definitivamente, esos relojes no están midiendo nada (¿con respecto a qué se podría medir la vida o la muerte, las constantes que permiten la vida o que abocan a su final? ¿Qué pensaríamos del deportista que pretendiese que su récord fuese recordado como el mayor hito, unidad de medida no ya de su gremio, sino de la humanidad, y ello a pesar de que dicho deportista adujese su presencia televisiva y sus cuentas bancarias en paraísos fiscales como argumentos definitivos, por abrumadores para el hombre medio?).
II. Reloj coronavírico
La pandemia por COVID-19 está todavía en marcha, lo que dificulta nuestra perspectiva. Además, el cómo protegernos está en investigación y discusión. Por ejemplo, se han presentado aspectos capciosos, como la dificultad de obtener una dispersión del virus tan acumulativa que logre la “inmunidad de rebaño” (herd immunity), auténtica masa godotiana que sigue sin llegar{6}. Todos los ámbitos deben ceñirse al fórceps que establece la pandemia, e incluso algunos condicionantes pueden alterar la naturaleza de las instituciones afectadas. Al respecto, puede señalarse lo siguiente:
1. Linealidad sin progreso
El COVID-19 establece dos fuerzas inamovibles, con las que hay que contar en cualquier contexto donde esta pandemia esté presente (más de 200 Estados). Una es el efecto del virus en las instituciones. A falta de vacuna, la extensión del virus sigue corroyendo algunos de los flancos más débiles de los Estados y drenando la economía, por la acción frente a él (inversión en recursos sanitarios; monopolización de la investigación académica por la pandemia, para estudiar los efectos en la economía, en la escuela, “implementar enfoques de”, &c.); o por omisión, ante la imposibilidad de trabajar (como sucede en los sectores aéreo, hotelero u hostelero; o con las segmentaciones por población susceptible de desarrollar consecuencias graves o morir, como los mayores de sesenta años, los diabéticos, las embarazadas, las personas con síndrome de Down, &c.). Además, como el virus, hipotéticamente, permite a un grueso de la población realizar actividades, pues en la mayoría de los lugares no hay nada que denote su presencia y, en cualquier caso, se puede ser asintomático, presentar un cuadro leve y/o confundible con otra enfermedad (incluida el ensimismamiento mental tendencioso de quienes piensan que todo es un invento de equis gobierno), la consecuencia psicológica es tensar la cuerda que, con argolla, tenemos atada al cuello, lo que aumenta el número de contagios, en sucesivas oleadas que esquilman más y más recursos.
Lo segundo inamovible es que la gestión de los Estados es, forzosamente, comparativa. Pero no desde un parámetro que establezca que equis Estado es el modelo y todos deben tender a imitar sus medidas, sino por la posibilidad inmediata de que los Estados y los individuos puedan comparar quién hace qué, y sacar las conclusiones para una política adecuada a su contexto. Así, observamos tendencias reunidas en torno a un “más vale arriesgarse a contagiarse que a morir de hambre, por lo que frente al COVID-19, ¡trabajemos como si no hubiera mañana!”, que se enfrentan a un “es preferible cárcel para el covidiota que se salte el toque de queda y extienda la enfermedad”. O el “hagamos que, a un mes de encierro total, le sigan quince días de relajo, para que así nuestros hogares no sean un semillero de perturbados perturbadores”, chocaría con una política donde, desde los medios de comunicación, se apelara a niños y jóvenes como baluarte de una dizque “solidaridad intergeneracional” (precisamente, lo que me decía el periodista y funcionario español Nacho Segurado, en marzo de 2020, enterraba esa posibilidad: “La abisal destrucción de la solidaridad entre generaciones -y entre sanos y enfermos-, es lo que nos ha llevado a hoy”).
Como no hay soluciones generales, y las propuestas específicas pasan, fulgurantemente, del ejemplo al contrajemplo, los Estados solamente pueden transmitir coherencia en sus políticas y embadurnarse de previsibilidad (más bien, intentan domar la imprevisibilidad, con las consiguientes caídas al barro, peligrosas, por repetitivas), concentrándose en el objetivo al que se pretende convencer (la UE, inversores, turistas, el partido afín al gobierno capaz de forjar una red clientelar con la que “gestionar la miseria”, &c.). Por lo tanto, esto tiene como corolario la ausencia de concesiones a las poblaciones que, emocionadas, consideran que su par de meses encerrados debería tener una recompensa a la altura de sus padecimientos intramuros. Tampoco hay concesiones a quienes piensan en unidades temporales inferiores a los años (“hace meses se logró salvar la primera ola, y con esa confianza salvaremos la segunda y las que vengan”; las epidemias fueron anteayer, cantaba el Joaquín Sabina de 69 Punto G).
Estoy lejos de señalar que la situación sea tal que vayan a derrumbarse instituciones que aseguran el orden estatal. Esas tesis, de bastante predicamento entre la efervescencia iberoamericana{7}, es propia de una suerte de caligulenses: Si el Calígula de Camus quería que la humanidad tuviese una sola cabeza para poder cortársela de un tajo, estos nuevos caligulenses consideran que las cabezas confluirán en torno al COVID-19, resultando en una Humanidad Desperezada por el desastre pandémico y susceptible de que se la reoriente a un giro institucional conforme a los intereses de los partidarios de este planteamiento. Pero, antes que ese oportunismo, lo que vemos es una pluralidad de respuestas estatales, entre ellas algunas que refuerzan al Estado en cotas inimaginables antes de la pandemia.
Es más, nos encontramos con Estados donde la alternancia política ha sido escasa, pero con una burocracia lo suficientemente robustecida como para poder operar sin dilaciones ante el COVID-19. Otros, muestran un entramado institucional carcomido por el nepotismo o la inoperancia, y, asumiendo desde un principio que muchos morirán por la pandemia, se preparan para gestionar los nuevos descontentos. Algunos utilizan su tecnología del control social para disminuir las cifras de contagios (o maquillarlas, u ocultarlas), y se les aplaude en los foros internacionales, porque han dejado temporalmente de ser los enemigos del “progreso” (que ahora se mide por criterios que antes de la pandemia estaban estigmatizados, como el mantenimiento del orden). Algunas democracias se empantanan en facciones y sectarismos, por lo inadecuado de sus procesos de selección de élites o el embotamiento secesionista de sus burocracias locales, mientras que otras sí logran aplacar los resultados de la pandemia, aunque está por demostrar si su éxito no es, más que por la democracia en sí, por otros factores. Por ejemplo, su fortaleza económica y crédito internacional, ganados primero mercantilmente y -solamente después- consolidados democráticamente; el civismo mortecino con que hacen de la vida en el hogar el culmen de la ciudadanía (“bienvenido a la república independiente de tu casa”, según el conocido anuncio de una marca de muebles escandinava); la capacidad de asumir impávidamente la muerte de sus ancianos (“soltemos lastres, pues en tierras calvinistas ya no existe el libre albredrío”); la jerarquía prusiana, conservada a pesar de formalidades electorales; o, incluso, la desconfianza atávica hacia los “gestores de la democracia” (por parecidos a los “gestores del socialismo real” previo a los noventa), que hace que estas poblaciones desengañadas prefieran retirarse a sus hogares para no caer enfermos y agonizar en hospitales propios de La muerte del Señor Lazarescu (Moartea domnului Lăzărescu, Cristi Puiu, 2005).
2. Protopolítica del hogar
La tendencia de asumir el teletrabajo o el uso de las redes sociales para relacionarse era algo presente, más o menos larvado, antes de la pandemia. Sin embargo, la extensión del COVID-19 ha supuesto la legitimación de prácticas sociales relacionadas con asumirse dentro del hogar por períodos de tiempo muchísimo más largos que los habituales. Esto convierte lo privado del hogar en un espacio paulatinamente más político, tanto para permitir al Estado potestades que antes estaban vedadas, como para responder a las políticas de aislamiento desde esos espacios.
La virtud del aislamiento es el dogma que subyace en el método para gestionar tanto la extensión del virus, como la aparición de nuevos casos. Aislamiento en casa, en la colonia, en el municipio, en la región o en todo el territorio del Estado… En todos esos lugares se postula el encierro y se pune el traslado de personas entre espacios. El blindaje tiene tanta fuerza como para que la definición de soberanía vire temporalmente a la potestad de establecer fronteras móviles: A cada movimiento individual, un puerto de entrada estatal, diría ese axioma.
Según una de las tesis predominante, el hogar durante el COVID-19 sería un refugio y el encierro una muestra heroica de civismo. Esto asociaría al hogar no solo virtudes protectoras, sino también terapéuticas. Así, el regreso al hogar sería un modo de repensarse como esposo, padre, trabajador, practicante de yoga, &c. Los más esnobs llevarían diarios, de la misma calidad, seguramente, que el del Joseph Grand de La peste, y todos grabarían y emitirían lo que antes solo ponían por escrito o en foto en una red social, para que su tridimensionalidad no se oxide.
La tesis opuesta sería asociar el hogar a una cárcel, punta de lanza de un contragolpe autoritario para que el individuo conserve intacto su cuerpo (como en formol) y acumule sus fuerzas para poder “ser explotado”, se supone que de un modo extremadamente sutil, con la tecnología triunfante postpandemia (“el caballo de Troya estatista está en tu propio bolsillo”, nos descubrirían los partidarios de esto). De hecho, tras levantarse algunas restricciones, y como efecto compensatorio, hemos visto tomas masivas de calles o grupos de personas que se ejercitan como antes del COVID-19, para “recuperar el tiempo perdido”, en fenómeno parecido a prácticas deportivas como el running{8}.
Sin embargo, los hogares durante el COVID-19, aun conteniendo trazos de ambas tesis, ni existen homogéneamente, ni, sobre todo, han estado nunca desconectados de puertas afuera. Lo que estamos viendo son unas virtudes privadas que se fían al enraizamiento en el hogar (siempre que este existiese antes del COVID-19), y que, a lo sumo, podrían devenir en el vicio público de abandonar el espacio de puertas hacia afuera y dejarlo en manos de quien gobierna a golpe de coyuntura. Gobernantes, que a su vez, tendrían que encontrar maneras de recuperar a esos individuos que paulatinamente prefieran permanecer intramuros, y recordarles la utilidad de las instituciones oficiales.
III. Relojes deportivos
En este apartado analizo las consecuencias que, en los “relojes deportivos”, tiene lo apuntado para el reloj coronavírico (linealidad sin progreso y protopolítica del hogar), así como otros factores evidentes, como la capacidad de extensión del virus y su práctica invisibilidad, o el fundamentalismo sanitario predominante en la gestión de la crisis. El COVID-19 ha supuesto, al menos, los siguientes cambios, unos asumibles por las competiciones deportivas (1 & 2) y otro que podría cambiar la naturaleza del deporte (3):
1. Cambio asumible (a): Imprevisibilidad de los ciclos deportivos
Un unificador de todos los deportes es la condición de que se celebren según calendarios previsibles, que reúnan a los sujetos interesados, sea para jugar, asistir física o remotamente, comprobar que se cumplen los compromisos publicitarios, &c. Esto otorga un trasfondo mayor que el simple entretenimiento y los hace parte del ocio en los Estados (nazi, soviético y, sobre todo, demócrata) de masas{9}. Por ejemplo, supone observar “comportamientos también racionalizados, ajustados a reglas estrictas, a las reglas de un juego de estrategia operatoria en el que los objetivos y los procedimientos están a la vista […]”{10}.
Esa recurrencia supone, para el espectador, horas -usualmente dominicales, aunque cada vez más extendido al resto de semana- de preparación del visionado del partido (compras, resolución de tareas para estar libre en el momento del pitido inicial, acuerdo para no ser molestados, negociación con la familia el aplazamiento de compromisos, &c.). También, la contemplación del deporte, tanto el juego como lo que rodea a este -por ejemplo, estadísticas, actitudes de los contendientes y del árbitro; consulta de los jugadores lesionados; imbricación del partido en distintos dispositivos, desde el caballito de Troya del teléfono celular a las grandes pantallas-; y análisis, en diálogo con los compañeros de visionado, pero también con quienes comentan en programas encadenados al evento deportivo, en círculos de voces; e incluso, en soliloquio con uno mismo, que puede llegar al reproche inmisericorde por ser fan de un equipo obstinadamente perdedor.
Sin embargo, la linealidad sin progreso del COVID-19 cancela eventos, lo que deja no solo horas por llenar, sino la imprevisibilidad que, en su mayor escala, supone que JJOO como los de Tokio 2020 se aplacen. El efecto, prima facie, es que se debiliten (o se sequen, si la cancelación es definitiva) las inversiones en atletas que corporeicen el soft power de obtener cientos de medallas de oro; se torne inútil el cabildeo entre representantes olímpicos para llevar eventos a un país ignoto –pero con furor de nuevo rico–; o se detengan los bombeos de turistas, medios de comunicación y multinacionales.
Aun así, de momento, las medidas son asumibles por los propios deportes, sin alterar su naturaleza: Una liga de fútbol puede terminar abruptamente y consensuarse a quién se le otorga el campeonato o que quede desierto, porque el sistema de puntaje es traducible en términos de victoria o se confía a que una nueva temporada haga olvidar la anterior; se alteran las reglas del juego para terminar la competición más rápido, como en las eliminatorias de la liga ACB; se reducen cuadros de tenis, como en el ATP Masters 1000 de Cincinnati, que además pasa a celebrarse en Nueva York como preludio al US Open, &c.
Incluso, si la pandemia se alargase más años, las posibilidades que se barajarían podrían ser otras. Por ejemplo, retraerse a celebrar torneos según subdivisiones geográficas (por ejemplo, la copa de baloncesto alemana 2020 divide a los clubs en cuatro zonas regionales, en vez del todos contra todos habitual). O incluso, en caso de que ni siquiera la práctica del deporte profesional sea posible (imposibilidad de financiarse con el dinero del público en la grada o con los cañonazos del presupuesto municipal; huida de patrocinadores hacia simulaciones deportivas como los campeonatos de fútbol virtual y a los servicios que proveen alimentos y bebidas a quienes observan en la web las simulaciones deportivas, &c.), pero sí hubiese un mínimo de actividad al aire libre permitida por el reloj coronavírico, podría fomentarse un amateurismo puramente local (o barrial, o vecinal), azuzándose el discurso de “vuelta a los orígenes”, “baño de autenticidad”, “humildad del verdadero deporte” y otras retóricas similares, tal vez de base estoica y/o cristiana –hermanados en la humildad del sufrimiento- y, sin duda, redundante en la idealización del provincianismo más folclórico (“que se haga lo local/lo barrial/lo vecinal y perezca el mundo”). Pretensiones similares a la extensión de los grandes paseos por el campo, a la búsqueda de la montaña mágica donde los paseantes encontrarían a su otro yo (entre ellos platicarían en esperanto o en valenciano).
Si comparamos estas alteraciones de los relojes deportivos con algunas afectaciones a los relojes litúrgicos, constataremos que se toman medidas sanitarias extremas para evitar que los acontecimientos deportivos sean focos de contagios, del mismo modo que se toman medidas sanitarias sobre las celebraciones que reúnen a feligreses. Así, “las expresiones de piedad popular y las procesiones” podrán aplazarse, mientras “la Pascua no puede ser trasladada”, por lo que en caso de COVID-19 se ha recomendado que “los Obispos y los presbíteros celebren los ritos de la Semana Santa sin la presencia del pueblo y en un lugar adecuado, evitando la concelebración y omitiendo el saludo de paz”{11}. Por otro lado, “este año los peregrinos [musulmanes] no podrán tocar la Kaaba” y “los fieles recibieron un kit con piedras esterilizadas para el ritual de la lapidación de Satán”{12}.
Además, puede añadirse que, al igual que se vaciaron los estadios, lo han hecho las iglesias. En este sentido, parece que las afirmaciones escuchadas en esta pandemia (“la final de la ACB queda devaluada si no hay público en las gradas”) tendrían algo de verdad, puesto que “sin el espectáculo, sin el público, la objetividad de la medida [de un lanzamiento, pero aplica a cualquier resultado deportivo] sería imposible”{13}. Aun así, esa verdad se debería referir a que si nadie contempla el partido, salvo los contendientes que se enfrentan entre sí, el juego queda en una fase preliminar (esto no aplica en el deporte no profesional). Si hay cámara grabando y transmitiendo al resto de hogares (que podrían asistir virtualmente como público en las gradas, tal y como se hace ya en algunas competiciones), entonces la devaluación de la competición será una cuestión subjetiva, de quien equipare un estadio lleno a su idea de deporte como una filial de la unanimidad (que ese deseoso aficionado no encontraría en otros ámbitos, como el político).
Sin embargo, si por alguna razón, un equipo antes de la pandemia presentaba un aforo vacío o semivacío reiteradamente, ¿había dejado de ser parte de la competición? No. Entonces, lo que quiero decir es que alguien (aunque sea un árbitro que después del partido hace las funciones de cronista y narra lo visto a periodistas, y estos al resto del público) debe poder estar por encima de las partes. Es ese alguien el que separa a los contendientes, los individualiza y los enmarca en la competición.
Lo que sí puede quedar demeritado es lo extradeportivo que coexiste con los espectáculos deportivos: Las gradas vacías pueden ser para quien, desde su hogar, ve por televisión el partido, un recordatorio de que la pandemia continúa, impidiéndole distraerse (o, en los parámetros propuestos: Comprendiendo que la linealidad del COVID-19 no significa progreso, sino actualizaciones de cifras de contagios y muertos, en una espera diaria parecida, esta sí, al resultado dominical); o, para quienes acudir al partido sea un despliegue social, estético o de otro tipo –una militancia egoísta, desdentada– verán indigno empezar un partido sin ellos, sin sus cantos, sin sus pancartas ingeniosas o cursis; o el aficionado más crítico constatará que la inversión hecha en reparar, ampliar, modernizar, &c., el pabellón es un despilfarro económico que, tal vez, sugiera que se hicieron otros despilfarros para mantener al equipo en la élite, y que eran tan abundantes como los que mantienen a ese espectador crítico como un ciudadano respetable, por acomodado.
Apuntado esto, debe remarcarse que la liturgia presenta una imbricación con otras partes de la vida (reloj biológico), sin un equivalente en los ciclos deportivos. Si se quiere, el reloj litúrgico sería el minutero y el reloj biológico el segundero: Nacimiento/bautizo, niñez/comunión, madurez/boda religiosa o muerte/funerales. Del mismo modo, tampoco son pertinentes comparaciones del tipo aficionado deportivo/feligrés, estadio/iglesia o fútbol/religión, y ello a pesar de presenciarse actitudes pararreligiosas. Al igual que los deportistas no son guerreros (soldados), pues ni matan ni saquean, ni aseguran espacios (no hay soldado sin guerra; un soldado en tiempos de paz es un civil que se prepara para la guerra), tampoco son partes de un fenómeno religioso contemporáneo, pues para dotarlos de religión -o para hablar de “liturgia del fútbol”- no basta el subjetivismo del aficionado -aunque sea un torbellino de emociones que juran y perjuran su fidelidad y sus odios-, sin remitirse a instituciones que retengan tales jirones de subjetividad y que deberían presentar las credenciales religiosas. Lo contrario sería hacer equivalente la manzana del Edén, el cráneo de Yorick y el celular que timbra, únicamente porque implican alzar la mano, en un movimiento semicircular, hacia el rostro.
2. Cambio asumible (b): Estándar sanitario como parte del deporte
Una situación marcada por el reloj coronavírico, asumible pero que presenta más dudas que la anterior, sería el incremento de los estándares sanitarios. Serían la realización de pruebas de COVID-19 antes de cada partido, y la reducción o eliminación del aforo de los recintos deportivos; pero también la derrota de un equipo que presenta determinado número de contagiados. Para comprender qué supone esto y preguntarnos si alteraría la naturaleza de la competición, tomemos la inclusión de otros estándares no deportivos (por ejemplo, el económico). El baloncesto en un ámbito donde esto puede analizarse.
La Euroliga, la competición más importante a nivel europeo, ha optado por un modelo de negocio que considera la fortaleza económica y el potencial de apertura de mercado al mismo nivel que los resultados deportivos. Por ejemplo, concede invitaciones a equipos de mercados clave, a pesar de su debilidad deportiva. Así, se prefiere primar a las ciudades económicamente potentes (Múnich o Berlín; Villeurbanne, en la metrópoli de Lyon o, si se diesen las condiciones, París). O, incluso, se viene sondeando la posibilidad de crear un equipo ex novo en Londres, otro mercado deportivo relevante sin equipo que lo concite{14}. Además, el modelo privado -gestionado por los propios clubes y no por las federaciones nacionales o europea- supone que un equipo con la denominada “licencia A” juega cada año la Euroliga, independientemente de sus resultados en las ligas domésticas.
Todo esto supone capacidad de atracción de inversores y jugadores, planificación a largo plazo para mejorar instalaciones y, en fin, una seguridad que redundará -en teoría- en la mejora de sus resultados deportivos. Es decir, si el resultado deportivo es un seguro de más partidos y de extensión de la popularidad del deporte, se estaría añadiendo un factor económico que invirtiera esa direccionalidad: De los partidos y la extensión de la popularidad, se pasaría al resultado deportivo. Según este planteamiento, no se estaría devaluando la competición, sino cobrando por anticipado los beneficios futuros del crecimiento individual (club) y colectivo (Euroliga). Aun así, siempre permanece la variable de los fracasos deportivos -o empresariales-, aunque se busca corregir con la posibilidad de la pérdida de licencia. Es, dicho de otro modo, el deporte como inversión, y el resultado supeditado a que los participantes asuman que el prestigio no se obtiene únicamente por las victorias… Lo que hace que este modelo sea similar, aunque la afirmación sea contraintuitiva, a quienes se enorgullecen de que más importante que ganar es jugar con una plantilla enteramente canterana y sufragada exclusivamente por los socios del club: Es su opción si en vez de cazar con rifles, lo hacen con arcos y flechas, como se jactaba el “Bobby” Baccala -personaje de Los Soprano-, que lo creía más justo{15}.
De fondo, observo algo más, útil para comprender ese estándar económico. Sí, usualmente, lo deportivo y lo económico irían unidos -por el “círculo virtuoso” de la inversión, capacidad de atracción de aficionados, moral alta, victoria, &c.-, pero pueden suceder bifurcaciones. Pensemos, con un ejemplo de otro ámbito, lo siguiente: En el mismo rótulo de “Estado federado” podrían confluir uno fruto de varias entidades políticas que se juntan en un todo (por ejemplo, EEUU a finales del siglo XVIII), con otro que, a partir de una unidad previa, se subdividiera. Sin embargo, los resultados son distintos: El primero es una tentativa que, probada en la historia, resulta exitosa; y el segundo, históricamente, resulta en antesala de la secesión.
Aplicado esto a los estándares deportivos y económicos, puede afirmarse que, aunque ambos confluyan, frente al reloj coronavírico -en la analogía anterior: Frente a la cuestión de la soberanía- cobra importancia trazar qué ha sido antes: Si es lo deportivo (la voluntad, por usar la analogía federalizante), entonces puede suceder que el COVID-19 acabe siendo el remolino que reúne a esas voluntades dispersas (aunque las partes estén cada vez más juntas durante el giro en espiral hacia el fondo, es el hundimiento quien las une); y si es lo económico (la unidad, por forzar la analogía), entonces la solidez que se presente ante la pandemia puede enderezar tanto la idea que se tenía de competición, que la termine descoyuntando, y dar lugar a una muda irreconocible para el espectador.
La comparación con esos estándares me hace reforzar que al deporte le es inherente la competición, sea con otros, codo con codo, en un mismo recinto, o sea con muertos a los que se les busca arrebatar un récord y sustituirlos en el recuerdo, e incluso, para los deportistas aficionados, se compite contra la imagen de uno mismo. E independientemente de que se apueste por competiciones estrictamente deportivas o por la inclusión de la planificación empresarial como un equipo a rellenar, como en el modelo Euroliga.
Estamos ya en disposición de responder a si el estándar sanitario es un cambio asumible o de naturaleza. Para ello, hemos de fijarnos en la idea de “burbuja sanitaria” (la de Walt Disney Resort de Orlando para poder terminar la temporada 2019-2020 de la NBA; o la del último US Open en Nueva York). Con ellas se pretende blindar a los jugadores de contagios (minimizarlos, puesto que siempre hay contagios, por dolo o negligencia), y dicho estándar sanitario de la burbuja es parte de otros mayores, que generan un continuo donde la competición puede desarrollarse -o paralizarse, si los contagios aumentan desmesuradamente-, pero que permite mantener intacta la competición (según el adagio, capcioso pero útil, de: Si no hay competición sin COVID-19, no hay competición de ningún tipo para asegurar la futura competición). Es, a fin de cuentas, un globo sonda -tan cínico, pues esa competición está al límite de su naturaleza, como astuto- que ausculta futuros escenarios deportivos como servicios que se hacen a la sociedad marcada por el reloj coronavírico, para cristalizar un entretenimiento (ahí sí funcionaría la analogía con el soldado: Durante el COVID-19, los deportistas que siguen ejerciendo son “soldados del espectáculo”) que evite más pérdidas económicas. Un paulatino aislamiento que nos acostumbre a otros escenarios (que sí cambiarían la naturaleza deportiva), como la sugerencia a que los equipos se trasladen para siempre a plataformas virtuales, pasando a ser los deportes competiciones de videojuegos, con el jugador al mando como único humano en liza (si bien esa soledad es improbable: Psicólogos, fisioterapeutas, patrocinadores, técnicos de las consolas… Nadie gobierna solo nunca, ni siquiera un joystick). O, incluso si se decide -escenario apocalíptico- que dada la cronicidad del COVID-19 (o algún virus peor) y para salvaguardar nuestra salud, a los deportistas deben sustituirlos robots o, por mantener las apariencias, androides.
3. Cambio de naturaleza: Deporte sin ganador
En este apartado planteo una situación que, esta vez sí, supone un cambio en la naturaleza de la competición deportiva (en los términos litúrgicos, se estaría sugiriendo “trasladar la Pascua”). Si un aspecto básico de las reglas deportivas es que un equipo se imponga al otro, el que esto no se produzca altera la naturaleza de la competición. No me refiero, por tanto, a aplazamientos o a estándares sanitarios que enmienden la regla, sino su ruptura.
Es cierto que muchos deportes admiten el equilibrio total de las fuerzas, esto es, el empate -hipotéticamente, todos los clubes de fútbol del mundo podrían empatar cada vez que jugasen, aunque salvo arreglo inverosímil ello es tan probable como el final no ya de todas las guerras, sino de todo conflicto-, pero suele ser una situación fiada a que la disputa se resuelva más adelante (derrota en los siguientes partidos, baremos como los goles anotados a domicilio o, en casos extremos, el azar de una moneda o de alguien que extrae una papeleta).
Sin embargo, planteo algo diferente a un empate reiterado. El “traslado de la Pascua” consistiría en que dos equipos que se enfrentasen (o, en deportes individuales, como el tenis, los dos jugadores), perdiesen, a la vez{16}. No es que uno pierda por no cumplir el estándar sanitario, sino que lo hiciesen ambos. Esto podría suceder si dos tenistas que se enfrentan entre sí tienen COVID-19 o, en los deportes colectivos, si ninguno reuniese el mínimo de jugadores para jugar, tras agotar los aplazamientos que el calendario permitiese.
La situación presenta algunos rasgos del Zugzwang, un momento en el ajedrez donde cualquier acción del jugador al que le toca mover, le supone el jaque -sin estar en jaque previamente-, y, por tanto, como ello es contrario a la obligación de proteger al rey, el rival debe conceder las tablas. En lo que planteo, la fuerza mayor no es un punto muerto al que conduce las reglas del juego, sino algo extrínseco -el COVID-19- y la consecuencia no es un empate entre los contendientes, sino la derrota de ambos.
También sería una situación parecida a un partido que nunca puede terminar porque, continuamente, los contendientes son incapaces de impedir que alguien lo interrumpa. A ellos se les achaca que el partido se eternice, y como tan parte de la competición es que haya más de uno, como que se haga en recinto y tiempo prefijados, se sanciona a quienes lo impiden -quienes permiten al COVID-19 ser juez y parte-, aunque sea a costa de cambiar la naturaleza del juego.
En estos casos, no es que el guante se ponga del revés, sino que se introduce en él algo distinto a la mano, que lo termina agujereando. Del mismo modo que la apertura de una cuarta pared puede suponer que un espectador iracundo agreda a un actor, haciendo que este despierte de la intocabilidad de su papel, un deporte sin ganador nos hace despertar del sueño deportivo y ver sus tripas.
IV. Final
Recordaba San Miguel Hevia el paso de la función de despertador de los relojes mecánicos para los monasterios benedictinos, al impacto en el siglo XIV de la peste negra -por universal y pública- para “la divulgación del reloj mecánico, el aparato más inquietante que se ha fabricado”{17}. Con la expresión “reloj coronavírico”, he intentado caracterizar algunos aspectos de una pandemia inquietante, aunque por otras razones (por ejemplo, la interconexión de los países o la aleatoriedad del virus sobrepuesta a los avances tecnológicos).
No sabemos qué hubiese sucedido si, ante la extensión del COVID-19, no se hubiera tomado ninguna medida, sometiéndonos a sus micromanos de 0,1-0,5 micrómetros (bizantinamente, ¿cuántos virus cabrían en las agujas de un reloj?). Pero, ante la unanimidad con que los Estados están tomando medidas contra el COVID-19 (aunque no coincidan entre sí), queda resaltar la evidencia de que al reloj coronavírico, tal y como lo he descrito, le es inherente su interrelación con la gestión de la pandemia, lo que tendrá otros efectos aún por conjeturar en otros tantos relojes. Y si esa gestión de la pandemia supone que lo lógico sea que las competiciones deportivas se aplacen o acorten, u obliguen a que la principal virtud sea tener al mejor médico del mercado (y no al mejor deportista), o que la competición se base en dar por perdidos todos los partidos, cegándose a sí misma (para ver mejor en la bruma de la pandemia), puede concluirse que a la atención del enfrentamiento presente (núcleo del espectáculo deportivo) le sustituirán en importancia, por un lado, el cuidado y recreación del equipo o jugador competidor (la memoria del pasado, en la expresión agustiniana de más arriba); y, por otro, la planificación futura que, de mantenerse esas circunstancias, tendrá poco o nada que ver con el fenómeno deportivo previo a la pandemia.
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{1} “Reloj”, en: Diccionario de la lengua española-Real Academia Española [en línea], 23ª edición, 2014, consultado el 18 de octubre de 2020, al igual que el resto de enlaces.
{2} José Ramón San Miguel Hevia, “El tiempo. El tiempo en la filosofía griega y en la Edad Media”, El Catoblepas, 2010, 98:8.
{3} The United States Naval Observatory [USNO]. Naval Oceanography Portal, USNO Master Clock Description.
{4} The National Institute of Standards and Technology [NIST]. U.S. Department of Commerce, https://time.gov/
{5} “Anaximandro explica la marcha constante y recíproca de los opuestos temporales -el día y la noche, las estaciones cálidas y frías- a través de una imagen jurídica en que Crónos tiene el papel de juez. El predominio del día sobre la noche, cuando efectivamente es de día, constituye una injusticia cósmica, que es necesario compensar -y por eso llega la noche- y vengar -y por eso deja de ser de día-. Sólo que ahora la injusticia se reproduce pero invertida, porque la noche predomina sobre su opuesto, y otra vez una sentencia la emplaza a restituir y a pagar sobre lo restituido”, San Miguel Hevia, op. cit.
{6} S. Thurner, P. Klimek & R. Hanel, “A network-based explanation of why most COVID-19 infection curves are linear”, PNAS, 2020, 1-6.
{7} Gibrán Ramírez Reyes, “Coronavirus, carnaval y revuelta”, Milenio, 13 de julio de 2020, que aplica al COVID-19 lo leído en Bartra, Armando, Tiempo de mitos y carnaval, Ítaca y PRD DF, México, 2011.
{8} “El individuo anónimo que reside en una urbanización de la gran ciudad y que, aun manteniéndose a distancia de cualquier espacio deportivo, practica la ‘religación’ del running por los alrededores de su barrio o de la calle central, representará teatralmente a la humanidad entera, como un actor ante su público. En nombre de la nueva humanidad futura que, gracias al mismo ejercicio del running, se estará liberando de los prejuicios sociales y especialmente del prejuicio de la distinción entre lo privado y lo público (de la distinción entre la gimnasia practicada ‘en la intimidad’ y el running practicado ‘impúdicamente’ ante los vecinos de la propia ciudad)”. Gustavo Bueno, Ensayo de una definición filosófica de la Idea de Deporte, Pentalfa, Oviedo 2014, p. 111.
{9} Gustavo Bueno, Televisión: Apariencia y Verdad, Gedisa, Barcelona 2000, pp. 133-134.
{10} Ibídem, p. 134. Cursivas en el original.
{11} Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Decreto. En tiempo de COVID-19 (II), 25 de marzo de 2020.
{12} Deutsche Welle, “Empieza la gran peregrinación a La Meca, con importantes restricciones sanitarias”, 29 de julio de 2020.
{13} Bueno, op. cit., 2014, p. 243.
{14} Eurohoops.net, “Bertomeu: ‘Un segundo equipo francés solo tendría sentido si jugara en París’”, 5 de febrero de 2019; Euroleague.net, “Jordi Bertomeu: ‘We are constantly challenging ourselves’”, 30 de septiembre de 2019; & Impey, Steven, “EuroLeague Basketball seeking UK£100m investment in London franchise”, Sports Pro, 6 de agosto de 2020.
{15} Diane Frolov, Andrew Schneider, David Chase & Matthew Weiner (escritores) y Tim Van Patten (director), 2007, “Sopranos Home Movie” (temporada 6, episodio 13), en Chase, David (productor ejecutivo), Los Soprano, Nueva York: HBO.
{16} “‘Superado el límite de encuentros que pueden suspenderse o cuando los mismos se produzcan en las últimas jornadas señaladas se dará por ganador (3-0) al equipo que estuviere en disposición de disputar el partido, y si fueren los dos equipos los que estuvieren en no disposición de disputar el encuentro por causas de la COVID-19, el encuentro se dará por perdido a ambos equipos’, matiza el comunicado oficial emitido por la Federación”. El Mundo, “Los aplazamiento de partidos estarán prohibidos en el tramo final de la liga”, 7 de septiembre de 2020, cursivas mías.
{17} San Miguel Hevia, op. cit.