El Catoblepas · número 198 · enero-marzo 2022 · página 10

El liberalismo étnico
Juan Rodríguez Cuéllar
Déficits ideológicos y contradicciones de la Cuarta Transformación
1. Introducción. El maniqueo contexto Norteamericano
Si por algo se destaca el mes de octubre en el ámbito de los países de habla española es por la celebración del día de la Hispanidad el 12 de octubre que cada año viene acompañado de la polémica entre defensores y detractores de tal conmemoración potenciado por los medios de comunicación de masas que terminan por presentarlo al modo de una lucha entre el lado luminoso y el lado oscuro. Este año 2020 la polémica vino acompañada por la damnatio memoriae aplicada a estatuas de distintas ciudades europeas y americanas, por influencia de movimientos sociales e ideológicos de raigambre liberal, en su mayoría promovidos desde Estados Unidos, tal como el movimiento Black Lives Matter que salió a la palestra internacional tras el asesinato, con tintes racistas, del afroamericano George Floyd, el 25 de mayo de 2020 en Minneapolis. Estos actos iconoclastas que, en el caso de México aflorarían para el 12 de octubre con la amenaza del derribo de la estatua de Colón en el Paseo de la Reforma, fueron adquiriendo un mayor eco internacional.
Poco después, en el mes de julio aconteció la inesperada reunión entre Andrés Manuel López Obrador –presidente de México– y Donald Trump –presidente de Estados Unidos–, en Washington. El motivo principal fue la firma del nuevo tratado de libre comercio de América del norte, conocido como T-MEC, ante la llamativa ausencia del joven primer ministro canadiense Justin Trudeau. Del encuentro se destacaría en la prensa las convergencias de intereses y el trato respetuoso que mostraron entre sí ambos mandatarios. Con la firma del T-MEC se terminaría reafirmando la soberanía y cooperación de ambos Estados. Para el caso mexicano esto fue visto como un paso firme en el programa político de López Obrador, ya que en uno de los capítulos firmados quedaría establecido el derecho absoluto de México en materia de política energética, de acuerdo con el artículo 27 de la Constitución mexicana.
En aquella reunión se rindieron sendos homenajes al pie de los monumentos dedicados a los expresidentes Abraham Lincoln (1809-1865) y Benito Juárez (1806-1872). Lincoln fue una figura central en la Guerra de Secesión, misma que no fue como su nombre indica una guerra contra la esclavitud, pero sí fue una guerra civil y antiimperialista que surgió frente a la necesidad de defenderse frente al imperio británico, que en el siglo XIX sembraba la discordia financiando grupos separatistas. De dicha guerra saldría reforzada la unidad de los Estados Unidos. Por su parte, la figura de Benito Juárez destacaría de la guerra –también civil y antiimperialista– frente al imperio francés y los partidarios del II Imperio mexicano de Maximiliano de Habsburgo. De la misma manera dicha guerra lograría consolidar la unidad del Estado mexicano.
No es casualidad que fuera la estatua de Abraham Lincoln la que sería vandalizada en Londres a finales de mayo de 2020 a raíz de diversas protestas civiles. De la misma forma el hemiciclo a Juárez de la Ciudad de México había sido vandalizado seis meses antes, el 25 de noviembre de 2019, con motivo del día internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer. Sin embargo, la primera estatua en caer sería la de Cristóbal Colón en Minnesota, el 10 de junio de 2020, tras el asesinato de George Floyd. Cristóbal Colón fue un importante símbolo para Estados Unidos durante el siglo XIX por el “espíritu de empresa”, y en el siglo XX para el “sueño americano”. Como diría Donald Trump con motivo de las celebraciones del 12 de octubre de 2019: “Juntos lucharemos por el sueño americano y lo defenderemos, para proteger y preservar el estilo de vida estadounidense, que comenzó en 1492 cuando Colón descubrió América”{1}.
Durante aquellos agitados meses, a los que habría que añadir de fondo los efectos desestabilizadores de la pandemia, el 30 de septiembre, el presidente de México presentó en su conferencia mañanera los distintos actos conmemorativos que se celebrarán en el año 2021 con el título del “Año de la Independencia y la Grandeza de México”. Los eventos fueron descritos por parte del secretario de Relaciones Exteriores Marcelo Ebrard, por parte del director general del Instituto Mexicano del Seguro Social, Zoé Robledo, por parte del director general del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Diego Prieto Hernández, y por parte de la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum. De entre los eventos más destacados que se presentaron podemos mencionar tres que resaltan por sus ecos románticos indigenistas: 1) la conmemoración de la fundación de México-Tenochtitlán, el 12 de mayo, que cumplirá 696 años según la Crónica Mexicayotl, pero que se redondeará a los 700 años; 2) la conmemoración del día de la resistencia de los pueblos originarios, con la celebración de la primera victoria frente a los pueblos peninsulares en Champotón, Campeche en1517; y 3) la conmemoración de los 500 años de la memoria histórica de Tenochtitlán frente a la invasión europea el 13 de agosto.
Otros actos destacados que se han organizado en forma de ceremonias son: 1) la ceremonia por el perdón del Estado mexicano hacia los pueblos indígenas, donde el presidente mexicano quiso hacer partícipe a la monarquía española para que pidiese perdón por sus actos pasados y “cerrase heridas” – llama la atención, la ausencia de la petición de perdón que López Obrador anunció en 2019 hacia la comunidad china por “la persecución de los migrantes chinos, que fueron reprimidos, asesinados, en el Porfiriato, en la Revolución”–; 2) la ceremonia de la Cruz Parlante el 3 de mayo por el fin de la Guerra de Castas, pidiendo perdón a los pueblos mayas entre otros y 2) la ceremonia del perdón a los pueblos originarios en un pueblo yaqui de Sonora el 28 de septiembre. Para redondear la conmemoración de los 700 y de los 500 años se incidirá también en los 200 años de la independencia nacional.
Todas estas conmemoraciones tienen en común la pretensión de desconexión de toda determinación del México actual, como parte de América, desde la España peninsular y viceversa, es decir, se corta todo tipo de relación histórica entre ambos países, asumida tan sólo desde una concepción colonial e invasora, momentánea y despreciable, que pudo vencerse tres siglos después, adoptando la plataforma victimista de la “visión de los vencidos”. Llama la atención la ausencia de alusiones a los Estados Unidos sin el cual no podría entenderse la agitada y revuelta historia de México como Estado-nación y es que, al día de hoy, respecto a los últimos dos siglos, existe una gran influencia externa a la propia trayectoria histórica de México como nación política. Esta influencia la podemos rastrear a nivel morfológico, institucional e ideológico, partiendo desde los Estados Unidos hacia México, teniendo como telón de fondo la oposición ideológica entre la Democracia, como sistema político moderno que trajo la libertad a las naciones sometidas a la colonización europea, frente al sistema político del Antiguo Régimen, encarnado en la Monarquía española y caracterizado por su autoritarismo.
La tesis que queremos defender aquí es la siguiente, que el proyecto político del gobierno de López Obrador, llamado la Cuarta Transformación (4T), va acompañado de una ideología en parte corrupta, que constituye, además, una contradicción del objetivo soberanista del mismo proyecto pero, no sólo esto, sino que, dicha ideología, a la que consideramos como un déficit de la 4T, tiene su origen en los años ochenta, cuando desde el nuevo régimen (neo)liberal priista se le constituyó con el nombre de “Nacionalismo cultural” en oposición al “Nacionalismo revolucionario” anterior, con lo cual, no hay total ruptura tal y como pretendería subrayar el programa de la 4T respecto a gobiernos de sexenios anteriores sino una continuidad de importantes proyectos ideológicos que en su aplicación práctica sirven de sustento a políticas desreguladoras que han servido para erosionar las estrategias de desarrollo nacional soberanista.
Cuando empleamos el término déficit no estamos utilizándolo en el sentido que se le da desde las categorías económicas donde se entendería como el desequilibrio entre gastos e ingresos en un Estado, pero tampoco nos acogemos en su definición a un método idealista que pretendiese juzgar una serie de hechos desde una idea a realizar como podría ser la Democracia, la Felicidad o la idea de Libertad, entre otras muchas. Desde nuestros presupuestos, con la idea de déficit ideológico, querríamos tan solo hacer hincapié en la continuidad y permanencia de determinados componentes y prácticas de gobiernos anteriores –no ya de estructuras políticas de hace cinco siglos–, de hilos que se fueron tejiendo en la práctica política desde hace unos cuarenta años aproximadamente y que estarían subsistiendo en la actualidad, siendo reproducidos y alentados desde la 4T logrando desviar y corromper a nuestro juicio el objetivo fundamental soberanista de la misma.
Pero aquí no tratamos de contraponer dos tipos de regímenes tomados como términos enterizos a los cuales pudiésemos tratar como totalmente distintos y contrapuestos uno del otro, es decir, no estamos contraponiendo una idea de la 4T como un régimen encuadrado dentro de un horizonte democrático frente a otro tipo de régimen antagónico como podría ser el neoporfirista, autoritario y oligárquico, del que se podrían rastrear herencias desde el Antiguo Régimen, lo que pretendemos analizar aquí sería la estructura misma del Estado mexicano y resaltar en alguna de sus partes aquellos componentes que siendo heredados de gobiernos anteriores nos permite mostrar el carácter contradictorio con el programa central de la 4T. De otro modo, aquí no tratamos de santificar la democracia desde unos presupuestos fundamentalistas como si fuera un régimen incorruptible, tal y como pretenden quienes utilizan la idea de “déficit democrático”, manteniendo la esperanza de que en unas próximas elecciones el nuevo gobierno pueda eliminar aquellos restos que impiden el libre ejercicio de una democracia plena, sino que nos proponemos analizar directamente las contradicciones que le son propias, entendiendo por contradicciones no la coherencia del discurso de un interlocutor político sino más bien las incompatibilidades que se producen entre diferentes proyectos. De esta manera, hablaremos más bien de déficit ideológicos refiriéndonos a aquellas prácticas erróneas heredadas de gobiernos anteriores que siendo facilitadas por las canalizaciones tecnológicas propias de la democracia de mercado pletórico sin embargo son contradictorias con el programa soberanista de la 4T.
Comenzaremos por exponer qué entiende el gobierno mexicano por la 4T, cuáles son algunas de sus ideas fundamentales que aquí nos interesa destacar, cómo se canalizan y en qué partes del Estado mexicano, es decir, en qué sustratos advertimos desde nuestras coordenadas materialistas, la transformación corrupta de dichas ideas, para a continuación, mostrar cuáles son los efectos de dicha corrupción poniendo algún ejemplo concreto. De este modo, llevaremos a cabo un rastreo de los orígenes de dicha configuración ideológica, así como también de las fuentes de donde mana su corrupción lo que nos permitirá afirmar que la 4T arrastra déficits ideológicos comunes a otros gobiernos precedentes, es decir, le lleva a reafirmar algunas políticas erróneas, encadenando un círculo vicioso que le lleva a la confusión más absoluta.
2. La lucha frente a la corrupción como idea central para una Cuarta Transformación que posibilite una verdadera democracia
En la configuración ideológica de la 4T, la Historia de México es entendida de un modo unívoco –arrastrando, por tanto, importantes componentes anacrónicos– iniciando con el periodo de la Monarquía Católica hispánica hasta llegar al último Gobierno del expresidente mexicano Enrique Peña Nieto y tomando como motor histórico la lucha del “pueblo mexicano” por su liberación, es decir, la lucha por salir de los siglos más oscuros de opresión para lograr consolidar un régimen democrático representado por el gobierno del partido Morena. El régimen democrático estaría en vías de consolidarse al fin con la llegada del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, quien fue al mismo tiempo el fundador del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), que logró la última victoria electoral al frente de la coalición Juntos Haremos Historia. A partir del triunfo de López Obrador se marca un hito ya que sería posible hablar de una verdadera política democrática y no de una falsa política o de una política ficción, puesto que a lo largo de los pasados siglos de la Historia de México lo que predominó como causa sine qua non, de esa falsa política, fue la corrupción. Esta corrupción es entendida desde unas coordenadas jurídicas, y por tanto delictiva, que camparía a sus anchas entre la clase gobernante –o la “mafia del poder”– impidiendo el libre despliegue democrático del país. Sólo habría habido anteriormente tres momentos transformativos breves en la historia de México pero cruciales en donde se manifestó en toda su plenitud una política de la honestidad frente a la política de la corrupción que habría sido la hegemónica durante siglos y que supuestamente habría seguido la misma estela de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1775-1783) por librarse de su sometimiento a la monarquía británica: 1) La “Guerra de Independencia” (1810-1821), 2) La Guerra de Reforma (1858-1861), 3) La Revolución Mexicana (1910-1917).
Por lo tanto, en esta cruzada maniquea el proyecto de la 4T vendría a trazar el camino que llevaría a México hacia la luz frente a los siglos oscuros dominados por la corrupción, la cual, viene siendo entendida como un déficit que sobrevivió en el México contemporáneo y que impidió su libre despliegue como una verdadera democracia. De manera que estas prácticas oscuras y espurias habrían persistido y acompañado a todos los gobiernos herederos del Antiguo Régimen, o de otro modo, que la cultura actual de la corrupción y su tolerancia habría que buscarla, según se dice, en la época colonial, en la famosa costumbre del “acato pero no cumplo” por el que se guiaba en muchas ocasiones la burocracia imperial en los virreinatos eludiendo ciertas leyes promulgadas desde instancias de la Corona en beneficio del interés privado.
Esta idea de la corrupción se nos presenta como subjetualista y psicológica donde se subraya el papel decisivo del sujeto que comete actos de corrupción delictivos. Sin embargo, esta idea no puede llevarnos a una concepción objetiva de la política cuando lo importante no son los fines intencionales del sujeto (finis operantis) sino el resultado final que procede de las normas políticas (finis operis) que guían las fuerzas sociales, económicas y culturales de una sociedad política determinada, dicho de otra manera, la interpretación que se hace desde estos presupuestos subjetivos no presentará como sustrato de la corrupción la estructura misma de la sociedad política mexicana sino que tiende a recluirse en el sustrato de un individuo, grupo o clase, es decir, las motivaciones de la corrupción pasaran a ser extrapolíticas.
Tendríamos que señalar por el contrario que la norma que guio a la Monarquía Católica Hispánica, aquella que posibilitó la canalización de sus fuerzas hacia una transformación política de nuevo cuño que daría lugar a una Revolución científica y de las Comunicaciones, no sería la que favorecería el interés privado en denuedo de las poblaciones autóctonas, lo que habría provocado el temprano colapso del proyecto, sino que la norma rectora respondía a una empresa con aval de la Corona, implicando por ello la multiplicación institucional por todos sus territorios y la generación de un tipo de civilización que a lo largo de aquellos tres siglos terminaría gestando, tras su colapso, nuevos Estados como lo serían México y la España peninsular, entre otros, consolidados como naciones políticas a lo largo del siglo XIX. El “acato pero no cumplo” fue un mecanismo del derecho indiano que no se puede descartar, desde luego, pero que para nada pudo incidir en los resultados históricos que se fueron dando en aquel proceso civilizatorio objetivo. Esta reacción subjetiva que se remarca acaso no tendría por qué circunscribirse tan solo al acontecer del periodo abarcado por el imperio español sino que también lo podemos encontrar en los más diversos regímenes políticos y latitudes, incluso con mucha más amplitud, por ejemplo en el marco histórico de los imperios depredadores protestantes del siglo XIX cuando sobresaldrían los intereses privados del laissez-faire en detrimento del bien común o del buen gobierno de las naciones políticas.
No debemos olvidar, que el auge de esta idea de corrupción fue mediatizada por los comentarios que reprodujo el expresidente Peña Nieto durante su Gobierno (2012-2018): “la corrupción mexicana tiene que ver con la naturaleza humana, pero también con la cultura, cuando un pueblo tienden a tolerarla y hasta justificarla”, y también, “es un asunto cultural que incumbe a toda Latinoamérica”. Con estas palabras parecía exponer una idea teológica de la corrupción ligada a la idea del pecado de Adán que corrompió la naturaleza humana y la hizo mortal. Una naturaleza humana a la que posteriormente se le atribuirían unos dones sobrenaturales, del Espíritu Santo, “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5.12).
De la polémica que se gestó tras aquellas declaraciones destacarían dos ideas de cultura en relación con la corrupción que podemos considerar contrapuestas, una, la de Peña Nieto, que podemos clasificar como una idea espiritualista, y otra, la que llevaría adelante el eje ideológico de la 4T y que podríamos clasificar como materialista, manteniendo un fuerte componente idealista.
Uno de los protagonistas en aquella polémica fue, por ejemplo, el conocido y mediático historiador Lorenzo Meyer –partidario de la configuración ideológica de la 4T– quien diría que: “No parecía absurdo suponer que el PRI ya era, por su naturaleza no democrática, un partido fuera de época”{2}. Esta cita hay que encajarla dentro del modelo histórico que asume Lorenzo Meyer –distinto del modelo teológico empleado por el expresidente Peña Nieto– para sus afirmaciones, en el que una verdadera política democrática sería aquella que comenzaría tras la Segunda Guerra Mundial asociada al ideal de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, un ideal que, con la misma funcionalidad que tenían los Diez Mandamientos durante toda la Edad Media, ampararía en sus coordenadas ideológicas una concepción armónica y pacífica de las democracias homologadas occidentales estableciendo para ello un código ético que serviría para suplantar las fronteras. Así, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) no podría encajar en dicho prototipo pues tanto su constitución como los años de mayor hegemonía se extienden más allá de 1948, exactamente en 1929 cuando quedó constituido con el nombre de Partido Nacional Revolucionario (PNR) y en el sexenio del gobierno de Lázaro Cárdenas, entre 1934 y 1940, cuando quedaría estructurado con un carácter corporativo y de masas, adquiriendo el nombre de Partido de la Revolución Mexicana (PRM), para finalmente en 1946 llegar a su nombre definitivo, Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Tanto para Lorenzo Meyer, como para la 4T, el sustrato corrupto hay que situarlo en el mismo PRI, y en las instituciones que lo abarcan, representante del Antiguo Régimen en la actualidad, o cuanto menos de un régimen antidemocrático, neoporfirista y oligárquico colonial, de este modo, nos decía el historiador respecto a la corrupción: “No se trata de que sea la naturaleza humana sino que se trata de una dejadez de las instituciones públicas. No es un problema de la cultura corrupta sino de la institución pública”, o también, decía al respecto López Obrador –tergiversando un tanto la idea de cultura de Peña Nieto–: “Algunos se atrevieron a decir, de manera irresponsable e insensata, que la corrupción era parte de la cultura y eso es rotundamente falso. En nuestro pueblo hay una gran reserva de valores. El problema está arriba, ahí es donde se da el mal ejemplo, por eso se está limpiando de arriba para abajo”{3}.
Hay que advertir que esta interpretación de la corrupción que se expone desde la 4T con estos argumentos viene a buscar su origen de un modo exógeno al propio Estado mexicano, es decir, en su origen, la corrupción la trajeron los españoles peninsulares que llegaron al continente americano y superpusieron una estructura institucional colonial al resto de pueblos dominados, por tanto, desde la constitución de México como nación política independiente en el siglo XIX –según nuestras coordenadas–, la corrupción endógena sería más bien aparente puesto que en su origen nos volvería a remitir a las estructuras coloniales aún persistentes. Estamos ante una definición metafísica de corrupción, una interpretación de la misma de tipo binario Y = f(X), basada en una relación causal con dos elementos: un efecto Y (la corrupción) y una causa X (la colonización peninsular) que tendría la intención de mostrar la incorruptibilidad de un “México profundo” como sustrato absoluto existente in illo tempore, que se habría logrado mantener en su “ser” durante siglos, encubierto en el periodo colonial, pero vuelto a reaparecer –aunque momentáneamente– durante las tres transformaciones de los últimos dos siglos: la Independencia, la Reforma y la Revolución, y por supuesto ahora, en la Cuarta Transformación, que vendría a depurar los últimos “déficits democráticos” que arrastraría la nación política mexicana.
3. Los déficits ideológicos y la confusión de la Cuarta Transformación
El gobierno de López Obrador se autoproclama no sólo como el instaurador de la verdadera política democrática en México sino como el auténtico representante del “pueblo” apoyándose para ello en el criterio formal del principio de la democracia procedimental según el cual, el gobierno encarna la voluntad del “pueblo” al modo lincolniano, el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” así como también se supone que encarnaría la “revolución de las conciencias” debido al apoyo mayoritario conseguido en las elecciones del 1° de julio de 2018. Pero es que “pueblo” es una idea ficticia que no remite a ningún tipo de unidad, sino que, más bien al contrario, remite a una multitud de conjuntos, grupos y clases con intereses muy pocas veces armónicos y convergentes sino, más bien, contrapuestos y divergentes. La convicción formalista y fundamentalista de la democracia llega a ser asumida hasta tal punto por el nuevo gobierno que la realidad queda deformada en su imaginario y propaganda descartándose el error político como integrante de sus líneas de actuación, erigiéndose en “representante del pueblo” y como tal arrojando luz sobre los “déficits democráticos” (corrupción delictiva, subjetiva) de aquellas prácticas todavía persistentes de gobiernos anteriores, prácticas que la 4T se encargaría de llevar a un proceso de depuración.
Dentro de este sistema de democracia procedimental la posibilidad futura de una paralización de la 4T nos indicaría tan solo el indicio de una política errónea, pero no nos llevaría a la raíz del mal gobierno, sino que solo nos lo desvelaría. Pero se podría dar el caso de que la 4T no quedase paralizada en las próximas elecciones y continuase aplicando las erróneas políticas cometidas en alguna de sus líneas estratégicas, esto no sería más que la confirmación de la permanente confusión y corrupción política favorecida por una falsa conciencia que impide a la misma clase política detectar sus propios errores. Desde luego, aquí no descartamos que dentro del organigrama ideológico y tecnológico del gobierno mexicano se puedan encontrar políticas correctas, propias de una verdadera política sin duda, pero ésta incluye también, políticas erróneas, que cuando no son advertidas llevan a una corrupción política muy difícil de revertir.
Reconocemos un componente material esencial dentro de la estrategia de la 4T si bien en muchas ocasiones expuesto de un modo ambiguo. Entre otras consideraciones, nos interesa destacar la recuperación de la soberanía de los recursos energéticos del país, una rectificación de la reforma llevada a cabo por el gobierno anterior que supuso la entrega de dichos recursos del Estado a intereses ajenos ligados a la seguridad energética estadounidense. La aplicación de esta reforma por el gobierno del expresidente Peña Nieto puede ser encuadrada dentro de la trayectoria de políticas (neo)liberales (liberalismo económico y cultural) desencadenadas a partir de los años ochenta y motivada por presiones de instituciones financieras internacionales al servicio de la hegemonía estadounidense como el Banco Mundial (B.M.), el Fondo Monetario Internacional (F.M.I.) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (O.C.D.E.). La recuperación de estos recursos estratégicos nacionales significa adherirse a una serie de trayectorias políticas internas a la historia mexicana, la restauración de un proyecto político nacional que permitiría su continuación y recurrencia –existencia– en el tiempo, es decir, una línea política que iría más allá de una consideración puramente formal de la democracia como soberanía del pueblo. Esta acertada línea política, sin duda, tendría muy en cuenta la importancia del entorno natural y cultural del territorio nacional para las determinaciones políticas, prestándose por ello a su gestión y planificación, de modo que la recuperación de dicha soberanía permitiría la rearticulación de la economía nacional.
La idea de corrupción que nosotros queremos presentar desde una concepción materialista de la política nos va a servir de esquema para exponer la incidencia de los déficits ideológicos que creemos encontrar en la actual estrategia política de la 4T. Esta idea de corrupción tendría una relación de tipo ternario, diferente a la anterior, en la que estarían presentes tres elementos en la fórmula siguiente: Y = f (H, X), donde el efecto Y de la corrupción, no se relacionará directamente con la causa X sino a través de un sustrato H que se correspondería con una parte estructural del Estado mexicano –un Estado que como ya hemos señalado se fue constituyendo a lo largo del siglo XIX adoptando la forma de una nación política–. Pues bien, el sustrato H lo situaríamos en nuestro caso relacionado con todo lo concerniente a la economía nacional, es decir, todos aquellos aspectos impersonales: recursos naturales, edificios, refinerías, centrales eléctricas, etc., susceptibles de ser objetos de la acción política. En lo concreto, este sustrato H lo identificaríamos con el vector de poder ascendente que se ejercita reaccionando desde una parte de aquellos sectores económicos y sociales que quedan afectados por el poder descendente planificador del Estado. El determinante causal X, donde percibimos los déficits ideológicos, lo entendemos manando de una de las fuentes principales de corrupción en toda sociedad política como lo es el establishment académico, sobre todo, cuando éste lo encontramos actuando desde las instituciones estatales muchas de las cuales han sido transformadas y diseñadas por su misma actuación. Además, y aun entendiendo este determinante causal como interno a México, como vamos a ver a continuación, también es externo, es decir, por proceder de la divergente sociedad civil, el establishment académico desborda las líneas fronterizas del Estado lo que lleva a que en su gestación contribuyan factores externos en cuyo origen y fondo, nosotros creemos detectar la influencia de la doctrina Monroe, que hoy día se manifiesta amparada desde instituciones panamericanas del tipo: Alianza del Pacífico, T-MEC, Norteamericanismo, Organización de Estados Americanos, etc.
La principal manifestación del efecto Y que consideramos como una forma de corrupción en la sociedad política mexicana y una contradicción de la propia democracia lo podemos encontrar por ejemplo en los intentos de paralización del proyecto “Tren maya” llevados a cabo desde instancias de una parte de la sociedad civil disconforme con los planes económicos del Estado. Estas reacciones han sido organizada por ONGs apoyadas financieramente por corporaciones internacionales (W.K. Kellog, Ford, Climate Works, N.E.D. y Rockefeller){4}, pero esto no da pie a impugnarlas, por un aparentemente supuesto papel de ambientalistas o de defensores de los derechos humanos por el que tratarían de ocultar otro tipo de intereses imperialistas, sino que el efecto corrupto aparece cuando estos mismos aspectos que reivindican, sean étnicos o sean ambientales, son priorizados sobre las condiciones sociales y económicas nacionales chocando con las estrategias de desarrollo nacional. Esta priorización la reconocemos como una corrupción propia de la democrática de mercado pletórico puesto que es este sistema político el que favorece, por medio de la llamada “participación democrática”, la reivindicación de unos individuos –consumidores– concebidos no como parte de un proyecto político nacional en el que la solidaridad entre los mismos estaría de más, sino como una serie de individuos pertenecientes a realidades distributivas, enclasadas en diferentes especies y géneros con intereses diversos y enfrentados.
Sorprendentemente, este tipo de injerencias externas y creación de mecanismos de presión hacia las instancias gubernamentales serían apoyadas, a partir de la década de los ochenta, por diferentes gobiernos mexicanos que fueron asimilando una legislación que pretendía internacionalizar el liberalismo étnico y que fue impulsado a través de dos organismos internacionales: la Organización Internacional del Trabajo (O.I.T.) y su Convenio 169 que, aprobado en 1989, sustituiría al anterior Convenio 107, y; la Organización de las Naciones Unidas (O.N.U.) con su Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007. A su vez, ambos organismos estarían respaldados por el B.M. y el Banco Interamericano de Desarrollo (B.I.D.) en sus programas globalistas y de etnodesarrollo.
En la elaboración del Convenio 169 fue crucial como ideólogo el sociólogo y antropólogo mexicano Rodolfo Stavenhagen que, además, asumiría entre 2004 y 2007 el primer mandato de la figura del Relator Especial de los derechos indígenas, encargado de servir de enlace y árbitro entre los grupos étnicos, el gobierno nacional y los organismos y agencias internacionales. En las reuniones donde se trabajó la redacción del Convenio 169 destacaron los polémicos debates sobre la sustitución del término “poblaciones” por el de “pueblos” con la intención de reforzar el componente identitario y el derecho de autodeterminación de los grupos étnicos. En la misma línea se discutió sobre la sustitución del término “territorios” por el de “tierras” y también, por otro lado, sobre aspectos como el etnodesarrollo y los derechos de “uso y costumbres”. De la ideología que acompañaba tal legislación diría el también antropólogo mexicano Héctor Díaz Polanco, hoy presidente de la Comisión de Honor y Justicia de Morena, en su obra Elogio de la Diversidad (2006): “El multiculturalismo que se mercadea con singular ímpetu, en los últimos años, es un producto netamente liberal, originalmente elaborado y empaquetado en los centros de pensamiento anglosajones, y cuyas fábricas conceptuales se ubican en algunos medios académicos de países como Estados Unidos, Canadá e Inglaterra. Posteriormente, desde luego encontró sus ideólogos vicariales, epígonos y divulgadores en otras regiones, muchos de ellos ubicados en las maquiladoras intelectuales de la periferia”{5}. En esta obra, Díaz Polanco, aun partiendo de una crítica pertinente hacia las totalizaciones abstractas de la tradición filosófica occidental, en la que términos políticos como el de Estado-nación suelen ser tomados de un modo unívoco y sustancial, tiende a situarse en la escala de operaciones de los grupos étnicos pero, a su vez, sirviéndose de la misma tradición sustancialista en la que ahora dicho esencialismo organizador de la sociedad política no será el Estado-nación sino las esferas culturales étnicas que se entenderán como si tuviesen una esencia o identidad fija capaz de ser armonizadas en un constante y permanente diálogo intercultural.
Este tipo de compromisos y de tratados multilaterales con la pretensión de organizar, integrar o dar autonomía a determinados grupos étnicos –que formaban parte de conjuntos más amplios de sociedades políticas–, fueron diseñados en su origen, a mediados del siglo XX, para disuadir las prácticas coloniales de segregación y explotación que habían empleado distintas sociedades políticas occidentales (como Francia, Bélgica, Holanda, Inglaterra, etc.) fuera de sus territorios.
Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XX, y aún en el contexto de la Guerra Fría, estos compromisos internacionales revirtieron y redirigieron sus objetivos hacia la fagocitación de aquellos planes de desarrollo nacional que hasta entonces se habían mantenido y defendido desde los principios de la soberanía e independencia de los distintos Estados-nación. El nuevo marco legal y doctrinal a seguir quedaría plasmado en el Consenso de Washington (1989), y en el caso de México, ya durante el sexenio del gobierno de Miguel de la Madrid, se comenzaría a seguir el nuevo camino diseñado a partir de 1982, cuando se adoptó la Carta de Intención con el Fondo Monetario Internacional, por la que se adoptaban las recomendaciones desreguladoras en política económica y cultural dadas por el B.M. y el F.M.I. a modo de chantaje por las que aquellos Estados afectados se jugaban el acceso al comercio y a las ayudas financieras dependientes del imperialismo angloamericano a cambio de revertir sus soberanías y sus anteriores proyectos de desarrollo nacional.
El déficit ideológico de la 4T lo situamos gravitando en torno a la idea de Pluralismo cultural como idea-fuerza y característica fundamental del llamado “México profundo”. Esta idea la vemos atravesando las propias líneas políticas del gobierno mexicano que se arroga como representante y defensor de las supuestas culturas originarias colonizadas y que a través de la idea de democracia participativa pretendería canaliza sus reivindicaciones por medio de consultas populares, respondiendo de este modo a lo requerido por el Convenio 169 de la O.I.T. Un Convenio que, paradójicamente hoy en día, no ha sido ratificado por las principales potencias mundiales como Rusia y China y Estados Unidos.
Desde la idea del Pluralismo Cultural se pueden entender las llamativas conmemoraciones que se han organizado para el año 2021 así como el marco de coordenadas históricas de la 4T en la que el papel salvífico (soteriológico) del actual gobierno mexicano sería devolver a las culturas originarias lo apropiado por el lado oscuro del Estado, es decir, un conjunto de diferentes naciones étnicas que desde la época imperial española habrían estado encubiertas por la “mafia del poder” que se consolidó como una superestructura estatal e institucional que las mantuvo subyugadas y oprimidas durante siglos. De este modo, la 4T hace suya una ideología cuyo origen hay que buscarlo precisamente en el régimen (neo)liberal que se fue constituyendo en los años ochenta. Un régimen que adoptó como “hoja de ruta” una ideología ya más o menos asentada en los ámbitos académicos y que servía, no solo para justificar de algún modo el desmantelamiento de la economía nacional sin perder el componente de aceptación popular entre las clases medias, sino también, y con motivo de la inclusión de España en el proyecto Europeo, desconectar todo tipo de lazos históricos con la Península y facilitar la incorporación de México a un proyecto panamericanista (o norteamericanista) bajo la dirección de Estados Unidos.
Vamos a exponer, aunque sea brevemente, algunos momentos importantes de la configuración de esta ideología para resaltar alguna de sus características más importantes. También nos interesaría arrojar un poco de claridad sobre las diferencias que existirían entre dos corrientes antagónicas dentro del indigenismo, como lo sería un llamado indigenismo crítico opuesto a toda forma de Estado, ya sea antiguo o moderno, y, por tanto, desmarcado de las conmemoraciones organizadas para 2021, y otro, que podríamos denominar como un indigenismo ingenuo que vemos influyendo y manando del proyecto de la 4T como gestor de un liberalismo étnico, que se opondría, más que a un Estado-nación moderno, a toda estructura política considerada como procedente de un tipo de “Estado antiguo”, “autoritario” o “neoporfirista”.
4. El ideal democrático panamericano y el liberalismo étnico
La Doctrina Monroe fue expuesta por primera vez el 2 de diciembre de 1823 ante el Congreso estadounidense por el presidente Santiago Monroe. Terminaría constituyendo los fundamentos básicos del panamericanismo –o interamericanismo–, una idea de tutelaje sobre el resto del continente americano que presentaría diversas modulaciones de acuerdo con las diferentes fases expansivas del imperio estadounidense a lo largo del siglo XIX, XX y XXI pero que en lo fundamental ha mantenido desde sus orígenes la idea de aislar el continente americano de la influencia europea y someterlo a los intereses de la nación rectora.
La primera Conferencia Panamericana se celebró entre 1889 y 1890 con la intención de establecer principalmente intercambios comerciales –de “libre comercio”– con el resto de los mercados del continente para desplazar el capital británico en un momento en el que se disputaba el predominio imperial sobre el control del Pacífico. La guerra mundial hispano-estadounidense que comenzó en 1898 decidiría la unión de intereses angloamericanos frente a España que finalmente sería derrotada motivando el desplome de los últimos vínculos que aún ligaban la Península Ibérica con América y Asia. Esta derrota española en el Caribe sería imprescindible para relanzar la hegemonía estadounidense en el continente.
En 1904, durante la presidencia de Theodore Roosevelt, la Doctrina Monroe adoptaría el nombre de “Corolario Roosevelt” y se agregaría a su doctrina el mito genealógico de la descendencia germana común a los pueblos civilizados –familia teutónica– donde supuestamente había tenido su origen un gobierno libre y representativo frente a los pueblos degenerados del sur. Este mito genealógico de raigambre étnica ya había sido igualmente compartido por las élites de la izquierda liberal mexicana, pero también por las españolas –de la segunda mitad del siglo XIX– quedando englobado en el marco ideológico del “mexicanismo” y “españolismo”. En el caso de México, desde esta ideología se hacía frente al catolicismo y, en general, a todo lo que tuviera que ver con la herencia hispanoamericana llegándose a sustituir el mito evangelizador del apóstol santo Tomás en tierras prehispánicas antes de la llegada peninsular –puesto en circulación por fray Servando Teresa de Mier–, por el mito monogenista del origen nórdico de Quetzalcóatl, de quien decía el “mexicanista” Manuel Orozco y Berra, en su obra Historia antigua y de la conquista de México (1880), que fue el encargado de introducir la cruz, doctrinas y principios cristianos en América. En el caso de España, el “españolismo” no constituía las bases para un retorno imperialista hacia América como han confundido –intencionalmente o no– multitud de Latinoamericanistas herederos de estas corrientes decimonónicas, sino que, al igual que en el caso mexicano, fue un rechazo hacia toda herencia hispanoamericana que no estuviese ligada de alguna manera al mundo protestante. España, si quería ser una gran nación política, debía mostrarse más conectada con las razas germánicas del norte como bien había apuntado el filósofo Ortega y Gasset desde teorías occidentales degeneracionistas, en las que se avergonzaba de los orígenes de una raza española –que situaba en el historia visigoda– débil y enferma que sufría de paludismo endémico, idea que tomaría Diego Rivera en su faceta de artista proletario, cuando dibujó a Hernán Cortés en el mural del Palacio Nacional con las características de un personaje pálido, sifilítico y tuberculoso. El resultado en nuestro presente de estas ideas occidentalistas que pretenden borrar toda conexión histórica y peculiaridades entre las naciones políticas herederas de la Hispanidad, se puede constatar en la tendencia a disolver dichas naciones políticas en la órbita de intereses ajenos a sus propias trayectorias históricas: en donde lo importante para México sería ser (pan)americano –norteamericano– o latinoamericano, mientras que para España, lo importante sería ser Europeo –a imagen del europeísmo alemán–.
En 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, con motivo de la celebración del cincuenta aniversario del panamericanismo, se organizaría el Primer Congreso Indigenista Interamericano en Pátzcuaro (México). El declive y desprestigio de los imperialismos depredadores europeos sería aprovechado por los Estados Unidos para acompañar su candidatura hegemónica imperial con el ideal de una república democrática pura, pacífica y reproducible entre los grupos étnicos, misma que eliminaría del continente toda herencia política europea. La potenciación del etnicismo, en el sentido de la primacía que otorgaban los “pueblos originarios”, fue la estrategia idónea para buscar una identidad política común para todo el continente y una desconexión con Europa.
La república democrática solo podría lograrse en el continente volviendo la mirada al periodo prehispánico, anterior a la implantación del Antiguo Régimen, es decir, anterior al sistema monárquico implantado por la Corona española. A juicio del presidente estadounidense T. Woodrow Wilson (1913-1921), multiplicar el número de naciones (étnicas) en el mundo era extender una democracia pura y favorecer la paz. Este ideal solo podría llegar a ponerse en marcha si iba acompañado de una producción institucional que favoreciese el principio de autodeterminación de las naciones con el que Estados Unidos pretendía alcanzar varios objetivos que ya fueron advertidos en su momento por Lenin{6}: 1) potenciar el ideal de repúblicas democráticas basadas en la constitución de naciones étnicas, fragmentando Estados que pudieran hacerle frente; 2) debilitar a los Estados reduciendo su tamaño y sometiéndolos a una serie de élites burguesas dependientes del imperialismo angloamericano.
En definitiva, el derecho de autodeterminación se diseñó en Estados Unidos como una estrategia contracultural frente a las naciones política surgidas en el caso de Hispanoamérica por una transformación de los anteriores virreinatos españoles. Se pretendía detonar tal fragmentación, por un lado, frente a los Estados centralistas propagados por la izquierda marxista-leninista, y por otro lado, y esto no habría que olvidarlo, para hacer frente a los intentos de integración hispanoamericana en donde el catolicismo aún tenía una importante capacidad de movilización –al menos, antes del II Concilio Vaticano– como quedó demostrado en el XIX Congreso Mundial de Pax Romana, celebrado en Salamanca y El Escorial entre junio y julio de 1946 donde se defendió, entre otras cosas, la independencia de los Estados para desarrollar su comercio, algo que chocaba con la primacía comercial estadounidense en el resto del continente impuesta en la Conferencia de Chapultepec (Ciudad de México, 1945), y explícitamente, defendiendo frente al panamericanismo: “La eliminación de cualesquiera reales y falsos enjuiciamientos frente a las naturales y legítimas vinculaciones de carácter espiritual y cultural que los distintos pueblos americanos establezcan con sus naciones de origen en Europa”{7}.
La doctrina wilsoniana fue muy bien acogida por el antropólogo Miguel Othón de Mendizábal quien sería asesor del presidente Lázaro Cárdenas en asuntos indígenas. Propondría para México, respecto a la cuestión de las nacionalidades, adherirse a los acuerdos establecidos por el Congreso Indigenista de Pátzcuaro, en el que también había participado el marxista-leninista Vicente Lombardo Toledano, al mismo tiempo que se fomentaba la creación de Institutos Indigenistas Interamericanos en todo el continente. La solución defendida por Othón de Mendizábal era la de supeditar la cuestión de las minorías nacionales, no ya a una solución dada desde cada república americana –solución defendida por el marxismo-leninismo–, sino desde la plataforma continental panamericana liderada por Estados Unidos{8}. Los ideales del indigenismo en aquel momento estaban muy ligados a las soluciones liberales y contraculturales del panamericanismo –si bien no llegarían a cuajar–, de este modo, para la Conferencia de Chapultepec, el Instituto Indigenista Interamericano de México propuso que se incluyesen en sus actas finales estos dos puntos característicos:
“a) Que la población autóctona americana tanto por su evolución pretérita como por su actual estructura y funcionamiento es más o menos distinta de la población de origen europeo y que en consecuencia las aspiraciones y necesidades de vida material e intelectual de una y otra difieren en mayor o menor grado; b) Que con raras excepciones los sistemas generales que presiden la vida de la población de América han sido principalmente formulados por y para beneficio de los elementos sociales de origen occidental, permaneciendo relegados los de filiación indígena a vivir en condiciones de inferioridad física, política y económico-cultural, porque dichos sistemas no están adaptados a su forma de ser”{9}.
Este liberalismo étnico que había servido como elemento desestabilizador y de dominio de la hegemonía estadounidense, sobre todo en Europa, quedaría opacado en los años sucesivos por el conflicto de Guerra Fría en el que las naciones políticas europeas y americanas se replegaron sobre sí mismas bajo las normas establecidas por Estados Unidos desde instancias internacionales alcanzando un amplio desarrollo económico y social que sería considerado como la época dorada de Occidente. Frente a las intenciones de segregación cultural –o multiculturalismo– del liberalismo étnico, bloqueado durante las primeras décadas de la Guerra Fría, México adoptaría la idea de la integración nacional, siguiendo de este modo, no solo una larga tradición que compartía con otras repúblicas hermanas de Hispanoamérica, sino que se ajustaría también a lo establecido en el Convenio 107 de la O.I.T. sobre “la protección e integración de las poblaciones indígenas, tribales y semitribales en los países independientes”, dada en 1957, y en cuya gestación había sido importante la labor previa de Vicente Lombardo Toledano{10}.
Sin embargo, este liberalismo étnico en estado de hibernación volvería a reaparecer hacia finales de los años sesenta en los ámbitos académicos y sería adoptado, para el caso de México, como ideal político en el nuevo régimen (neo)liberal que se constituiría en la década de los ochenta.
5. Final. Nacionalismo cultural e Indigenismo ingenuo liberal frente a indigenismo crítico filosófico
Como dijimos anteriormente pretendemos desvincularnos de un método de análisis idealista que tomase a los individuos, grupos o clases como núcleo fundamental de las determinaciones históricas y políticas. El acento debería ir en los procesos objetivos, que nosotros situamos en el Estado como unidad de acción y sujeto de la Historia que integra los poderes derivados de las mismas relaciones de los individuos entre sí pero sumándole otras capas y ramas de poder derivadas también de los poderes económicos y defensivos.
Nos interesa destacar el papel del antropólogo Guillermo Bonfil Batalla (1935-1991) en la configuración del déficit ideológico que hoy vemos funcionando en la 4T, pero, si partiésemos de un análisis que tuviera como núcleo sus acciones, teorías o ideas en diversos momentos de su trayectoria, sin tener en cuenta los procesos objetivos de México como sociedad política, encontraríamos multitud de contradicciones puesto que la transformación del pensamiento de dicho antropólogo no depende tanto de sí mismo como de estos procesos que estarían funcionando por encima de la voluntad individual. Es lo que sucede, por ejemplo, si analizamos la idea de nación que sostuvo Guillermo Bonfil Batalla en dos momentos diferentes de su vida. De este modo, no sería lo mismo, la definición de nación que defendió a lo largo de la década de los cincuenta, en artículos, con títulos tan expresivos, como “La penetración cultural imperialista en México” o “El imperialismo y la cultura nacional”{11}, en los que predominaba una concepción marxista-leninista y anti-imperialista –fundamentalmente anti-estadounidense– que abarcaba la total unidad de México como nación política –muy influido todavía quizás por el prestigio y solución dadas por la Unión Soviética a la cuestión nacional–, que la idea que defendería hacia finales de la década de los sesenta en adelante, cuando el sustantivo nación cayó dentro ya no de una unidad estructural política sino de una serie de unidades étnicas segregadas, interpretadas al margen del sistema de lucha de clases y dialéctica de Estados. Para esto Bonfil Batalla elaboraría el concepto de “formas vicariales de explotación” ya no aplicables dentro de las coordenadas de la economía política sino de coordenadas sustentadas desde la antropología cultural o de la etnología. En esta nueva idea de nación, al anterior anti-imperialismo se le iría incorporando poco a poco un rasgo anti-estatista llegando a confundir ambos conceptos, sobre todo, debido a la fama que adquirió la idea francesa del “colonialismo interior” –diseñada para disimular sus políticas coloniales en África–. Pero a este anti-estatismo se le entendía más bien de un modo instrumental, o mejor, de un modo escolástico, es decir, en el sentido de que era el Estado el que debía estar supeditado a los intereses étnicos y servir de canalización a sus proyectos y reivindicaciones, y no los diferentes grupos étnicos –confundidos con naciones políticas sin Estado– los que estuviesen supeditados a una serie de normas de convivencia y actuación estatales, entendidas estas como si fuesen superestructurales –artificiales, yuxtapuestas–.
Este carácter instrumental del Estado era similar a la ideología del (neo)liberalismo económico propugnado por el nuevo régimen mexicano de la década de los ochenta y opuesto al anterior proyecto político del Nacionalismo Revolucionario. En sintonía con esta nueva ideología las acciones del Estado quedarían relegadas al papel de simple gestor o canalizador de las libertades de acción de los actores del Mercado que, en cuanto relación económica fundamentada en los intercambios comerciales con otras sociedades políticas a través de una moneda nacional, abarcaría no sólo poderes estructurativos económicos de tipo planificador sino también de tipo federativo con otras sociedades políticas con lo que el anterior proyecto nacional comenzaría a quedar disuelto en una multitud de intereses ajenos y descoordinados.
En la década de los setenta emergieron las luchas de liberación nacional en muchos casos con fuertes componentes étnicos –o raciales– y liberales respecto a la nación política en la que estaban insertos. Las llamadas Organizaciones No Gubernamentales (O.N.G.s), que paradójicamente siempre estuvieron respaldadas por los intereses de algún Estado a través de numerosas agencias, fueron las encargadas de ir expandiendo por todo el continente americano multitud de nichos o focos susceptibles de deslindarse de los proyectos e intereses nacionales e incluso de hacerles frente llegado el momento. Así lo denunciaron algunos antropólogos de la época que como Bonfil Batalla reconocían la manipulación que suponía aceptar la financiación de dichas agencias, sin embargo, al mismo tiempo que advertía de aquel riesgo aceptaba su subordinación por medio de dichos ingresos. Es el caso, por ejemplo, de la Fundación Interamericana (F.I.A.){12}, creada y financiada en 1969 por el mismo gobierno estadounidense, que sería denunciada en la II Declaración de Barbados (1977) por infiltrar agentes de la C.I.A. y dedicarse a organizar comunidades indígenas en Paraguay, a través de un proyecto llamado Marandú, para hacer frente a las políticas nacionales en ese momento dirigidas por el gobierno de Alfredo Stroessner –que sería derrocado finalmente por una conspiración alentada desde los Estados Unidos–. Es la misma fundación que más recientemente estuvo operando en Bolivia con la O.N.G. Poder Democrático y Social (P.O.D.E.M.O.S.) que alentó al Senado boliviano en 2007 para condecorar al jesuita Xavier Albó quien había logrado en aquel mismo año que la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas se transformaran en ley de la república boliviana.
El incremento del volumen de inversión de las agencias internacionales fue tal en la década de los setenta que incluso las dos reuniones de Barbados, donde un grupo de antropólogos de todo el continente se dedicaron a exponer los problemas más acuciantes para las diversas etnias americanas, no pudo substraerse a dicha financiación, en este caso, a través del Congreso Mundial de Iglesias (C.M.I.) –respaldado por la República Federal Alemana– a quien aludía el antropólogo peruano Stefano Varese en aquellas reuniones cuando advertía que los organismos que disponían de medios para organizar los congresos y reuniones, podían dar lugar a infiltraciones en las mismas organizaciones étnicas, del mismo modo a como lo habían hecho en los sectores sindicales obreros y campesinos del continente.
Aunque el indigenismo crítico en su vertiente filosófica ha pretendido mostrarse como una filosofía exenta, es decir, desligada y ajena a toda determinación científica occidental, sin embargo, para su desarrollo y constitución, ha estado muy estrechamente ligado a los operadores científicos, en especial, al de los campos de la Antropología y de la Etnología. Es a partir de estos operadores cómo podemos llegar a la configuración de la idea de Pluralismo cultural y no a través de un supuesto indigenismo filosófico encubierto durante siglos. Estos investigadores que en la década de los setenta se etiquetaban a sí mismos como integrantes de una nueva corriente antropológica llamada crítica, frente a otra “ingenua” que continuaba asociada a las políticas nacionales de desarrollo e integración –entendida peyorativamente como homogeneización o simplificación cultural–, aun vacilaban entre las opciones de un proyecto marxista-leninista o liberal, es decir, adoptaban un tipo de indigenismo ingenuo que en ocasiones hablaba de llevar a cabo una revolución frente al Estado autoritario haciendo frente común con los sectores mestizos a quienes consideraba “indios recuperables” y siguiendo el lema de la Yugoslavia de Tito: “Unidad en la diversidad”{13}, y la opción de un indigenismo explícitamente crítico y filosófico totalmente desvinculado de cualquier iniciativa estatal y componente occidental, enraizado en el eco-entorno del grupo étnico con lazos vecinales, el único sujeto de la Historia, o más bien, en este caso, de la memoria.
Ambas vertientes indigenistas –ingenua liberal y crítica filosófica– que se retroalimentaban al unísono tendría como teórico fundamental al mismo Bonfil Batalla creador del sintagma: “México profundo” y de la teoría del control cultural, diseñada por abordar los proyectos de etnodesarrollo que serían bien acogidos por las agencias y organismos internacionales del periodo (neo)liberal. Con esta teoría se pretendía medir las capacidades de decisión de los grupos étnicos, entendidos como círculos culturales, respecto de sus recursos culturales distribuidos en diferentes capas que podríamos clasificar como: subjetual, social y material. Esta teoría implicaba dos situaciones opuestas de acuerdo con que los recursos y las decisiones del grupo fuesen propias o ajenas: 1) situación en la que existiría un control absoluto sobre los elementos culturales y la decisión sobre los mismos, la cultura autónoma, en muchas ocasiones tomada como la genuina continuadora de la matriz originaria o primaria del círculo cultural y, 2) situación opuesta en la que no habría ningún control ni toma de decisiones al respecto, la cultura impuesta, que sería consecuencia de la dominación colonial, siendo las situaciones intermedias: 3) una cultura apropiada (con recursos ajenos pero con toma de decisiones respecto a ellos) y, 4) una cultura enajenada (con elementos culturales propios pero sin capacidad de decisión sobre ellos).
Bonfil Batalla partía de la idea de que no existía el mestizaje tal y como había venido sosteniendo el ideario del Nacionalismo revolucionario. Lo que si había a su juicio eran dos tipos de civilizaciones –entendiendo por civilización, de un modo vago, un “plan de vida” étnico o racial-: una la mesoamericana, y otra la occidental, enfrentadas por el control cultural (dominación) de una sobre la otra. El mestizo no sería producto de una síntesis de círculos culturales, sino que Bonfil Batalla los interpretaría como indios desindianizados, es decir, como indios que estarían dentro de la categoría cultural enajenada o de una cultura impuesta. Opuesto a esta concepción del mestizo estaba la teoría de la aculturación del antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán para quien, al contrario, era el indio la categoría que no existía, es decir, no existían razas puras y en todo caso, lo que se llamaba indio no era sino, más bien, un mestizo disfrazado{14}.
Ahora bien, esta teoría podía ser acogida desde dos tipos de plataformas diferentes: una de tipo liberal que partiendo de operadores científicos trataría de utilizar el Estado para canalizar las distintas reivindicaciones identitarias –Pluralismo cultural– dadas entre los diferentes círculos culturales mexicanos, integrados a su vez, en un marco continental más amplio, el panamericanismo, en el que convergían la común identidad de los “pueblos originarios” diferentes a los europeos; y otra que podríamos llamar antisistema, que partiendo de individuos del propio grupo étnico –o círculo cultural– tendría como objetivo su desconexión respecto de la trayectoria seguida por la sociedad política mexicana y cualquier otro plan político como lo podía ser el panamericanismo. Esta plataforma filosófica de un monismo naturalista –“Todo es Pachamama” o “Todo es cosmos”– que buscaba en su horizonte una armonización universal entre grupos étnicos que no solo se quedaba en los llamados “pueblos originarios” del continente, sino que también se extendía a los demás pueblos distribuidos por todo el globo, no tenía ningún tipo de pretensión de desconectarse de los pueblos peninsulares que habían arribado al continente en el siglo XVI como sí lo pretendía la plataforma del indigenismo liberal. De este modo se entiende por qué el Ejército Zapatista de Liberación Nacional se desmarcó de las conmemoraciones para el año 2021, anunciando una gira por toda Europa que terminaría en Madrid, diciendo incluso, en alusión a la petición de perdón que López Obrador dirigió a la Corona española: “Que no tienen por qué pedir que les perdonemos nada”{15}. Los pueblos de la España peninsular se descubrieron a sí mismos en América, comparten un mismo sujeto histórico con los pueblos americanos, lo único rechazable, por considerarse ajeno a estas coordenadas filosóficas, es la estructura política que partiendo de Europa se expandió por América, pero que no eliminó al sujeto étnico ni en América ni en Europa, sino que según se dice, lo encubrió.
Durante el sexenio de gobierno del presidente José López Portillo (1976-1982), quien había llegado a nacionalizar la banca, se llegó al final del proyecto de Nacionalismo revolucionario. Un año antes del final de su mandato y en plena campaña electoral, el PRI llevó a cabo en noviembre de 1981 lo que llamó una “consulta popular”, organizada desde el Instituto de Estudios Políticos, Económicos y Sociales (I.E.P.E.S.) y coordinada por Juan José Bremer. Se trató de una reunión con diferentes especialistas, organizada en Tijuana (Baja California), para diseñar la estrategia cultural que llevaría la próxima candidatura de Miguel de la Madrid, apoyado también por el futuro presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari. En esta reunión destacó la presencia de Bonfil Batalla, pero, sobre todo, la gran influencia que ejerció en la ideología adoptada por el P.R.I., así también, sobresalió la figura del historiador Gastón García Cantú, sobre todo por cuanto representó un dique a la deriva del proyecto nacional hacia un desatado liberalismo tanto económico como cultural –étnico, pluricultural–.
Al inicio de la intervención que tuvo Salinas de Gortari en aquella reunión llamó la atención la alusión que hizo a abanderar para el Plan Básico del partido entre 1982-1988 lo que llamó el “nacionalismo cultural”. Continuó diciendo que se debía supeditar el crecimiento económico que medía el avance material de México hacia un proceso de mayor control productivo de los trabajadores, así como también de un mayor control del hombre sobre su entorno más inmediato que venía muy acorde con una política de reducción del déficit público que comenzaría en el siguiente sexenio. Esta idea estaba muy en consonancia con las críticas lanzadas por Bonfil Batalla hacia las políticas de crecimiento que implicaban un desarrollo industrial en el país, crítica que coincidía con las políticas desreguladoras del proyecto globalista (neo)liberal, oponiéndole una idea de desarrollo étnico –etnodesarrollo– que se caracterizaba por la creación de formas y modos de vida social, valores, estilos y creación cultural, muy relacionado con las discusiones de la moda intelectual francesa en torno al derecho a la diferencia. Según Salinas de Gortari, atender únicamente a los datos económicos ocultaba las transformaciones sociales y los modos culturales que al mismo tiempo eran consecuencia y detonadores de los cambios económicos. Entendía que existían dos tipos de cultura: una elitista e intelectual, la alta cultura; y otra que estaría al nivel de las experiencias particulares, de los individuos trabajadores y de los grupos sociales, afirmando que “la cultura no es ámbito de élite” y continuaba con una crítica al centralismo estatal: “La cultura de un individuo o de un grupo es parte del complejo cultural de una nación, y se define participando en, y reaccionando frente a los conflictos y luchas sociales, políticas e ideológicas, muchas veces en relación al propio estado”{16}.
Se habló de un colectivismo moral que surgiría en cada comunidad determinada culturalmente en todos los aspectos de la vida cotidiana y que tenía como principal objetivo lograr un bienestar general dentro del grupo paralelamente a los valores estatales, aunque tampoco los negaba. No trataba de defender un tipo de sociedad del bienestar ligada al consumo, sino que, muy al contrario, se hablaba de la plena realización de la libertad comunal mediante la autoreproducción ilimitada de la propia cultura en armonía con su entorno, a lo que llamaba, “contracultura de la dignidad”, que permitiría la realización personal al interior de la comunidad rompiendo el dilema entre la libertad individual y el colectivismo moral.
Por su parte, el candidato a la presidencia Miguel de la Madrid, en las intervenciones que tuvo en aquella reunión, continuó en una misma línea ideológica propugnando por fortalecer el pluralismo cultural desde una crítica al centralismo estatal, para lo que trataría de impulsar dos puntos: 1) “ampliar la participación democrática de los grupos, de las comunidades y de los individuos que componen la sociedad mexicana, para el conocimiento, la creación y el disfrute de nuestra cultura”; 2) “difundir, afirmar y enriquecer nuestra identidad cultural”{17}.
Desde una óptica antropológica y desde un grosero relativismo cultural, se tomó como valores universales a la propia diversidad cultural sustantificada en etnias poniendo en una misma escala a la propia cultura nacional que su convertiría en una más de esas posibles vías de identidad cultural de la que cada individuo podría participar. Además, siguiendo los postulados del indigenismo crítico de Bonfil Batalla, el candidato priista reconocía la existencia de dos tipos de civilizaciones en marcha, una que había sido copiada mecánicamente por México, la occidental, y otra, que enriquecía ampliamente las experiencias aportando un toque imaginativo al destino de México.
Merece la pena transcribir unos párrafos que muestran claramente el programa político del pluralismo cultural involucrado perfectamente con las directrices del (neo)liberalismo que se iba a constituir en México en los años sucesivos, transformando los postulados del Nacionalismo revolucionario por los de un Nacionalismo cultural (pluricultural) que se ha mantenido hasta nuestros días:
“Debemos aspirar a ser ciudadanos del mundo, a tener una amplia visión de las realidades de nuestro tiempo; pero solamente seremos universales por la vía de la afirmación profunda de lo que somos. La defensa de nuestra identidad se plantea en el marco de una sociedad abierta, plural y en proceso permanente de renovación. Esta sociedad no desea perder conciencia de sí misma, aunque parte esencial de esta conciencia sea la de su diversidad.
Nadie que renuncie a ser lo que es, será universal. México ha sido, es y deberá seguir siendo, a través de su cultural […]
Entendemos a la nación no como una imposición de valores desde arriba; sino como un proceso histórico colectivo; no como la acción de un centralismo arbitrario, sino como una realidad rica por ser plural, rica por ser diversa.
No hay enfrentamiento entre pluralismo social y cultural y unidad nacional. La historia demuestra que los centralismos no cohesionan, sino disgregan. La fuerza de nuestra unidad debe seguir siendo la riqueza de nuestra diversidad. Respetando y fomentando nuestras diferencias debemos explorar, al mismo tiempo, formas, lenguajes y experiencias comunes.
Protejamos, respetemos y desarrollemos las culturas regionales. Hagamos lo propio con las culturas indígenas. Difundamos nuestra cultura en las comunidades mexicanas en el exterior y respetemos también su derecho a crear cultura a su propio modo”{18}.
La voz más discordante por cuanto no tuvo la pretensión de desbordar el marco político del proyecto nacional fue la de García Cantú, a la que nos adherimos por su actualidad, que señaló como raíz del mexicano contemporánea las palabras de Ignacio Ramírez que decían: “Nosotros descendemos de Hidalgo y nacimos luchando por los símbolos de la emancipación y el sacrificio y como él luchando por la santa causa desapareceremos de sobre la tierra”{19}. Seguidamente, señaló los peligros que se cernían sobre el México de las tres revoluciones si se seguía la deriva de lo que llamaba la “anti-nación” caracterizada también por su anti-intelectualismo, en clara alusión a la injerente y disolvente ideología del pluralismo cultural, postulando como principio vigente para bloquear dicha tendencia la independencia –soberanía nacional– mantenida hasta entonces por el Nacionalismo revolucionario cuyas características eran: la reforma, el compromiso moral y la revolución como deber político.
Bibliografía
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Soliz Rada, Andrés, La ideología de la izquierda en Bolivia. Biblioteca Laboral n° 9, La Paz (Bolivia), 2015.
——
{1} “Trump se compromete a ‘proteger el modo de vida americano que comenzó con Cristóbal Colón’”, (Europa press), 5-7-2019 (https://www.europapress.es/internacional/noticia-trump-compromete-proteger-modo-vida-americano-comenzo-cristobal-colon-20200705101335.html)
{2} Mesa de debate en canal 11 con el tema “Corrupción en México ¿cultura política?”.
{3} “AMLO explica que la corrupción es ‘el cáncer’ que destruye a México”. El Imparcial, 17-08-2019, México (https://www.elimparcial.com/mexico/AMLO-explica-que-la-corrupcion-es-el-cancer-que-destruye-a-Mexico-20190817-0095.html)
{4} “Fundaciones Kellogg, Ford y Rockefeller financian ongs en México contra Tren Maya: AMLO”, El Economista, 28-08-2020, México (https://www.eleconomista.es/nacional-eAm-mx/noticias/10741697/08/20/Fundaciones-Kellog-Ford-y-Rockeller-financian-ongs-en-Mexico-contra-Tren-Maya-gobierno-federal.html)
{5} Díaz, Polanco, Héctor, Elogio de la diversidad. Globalización, Multiculturalismo y Etnofagia. Ed. Siglo XXI, Ciudad de México, 2006, p. 238
{6} Lenin, V.I., “II Congreso de la Internacional Comunista”, Obras Completas. Tomo XI (1920-1921). Ed. Progreso, Moscú, 1973, p. 75
{7} http://www.filosofia.org/mfb/1946pr05.htm
{8} Othón de Mendizábal, Miguel, “El problema de las nacionalidades oprimidas y su resolución en la URSS”, Obras Completas. Tomo IV, México, 1946
{9} Anuario Indigenista, n° 2, abril, 1945, pp. 99-105
{10} Lombardo Toledano, Vicente, Escritos acerca de la situación de los indígenas. Centro de Estudios Filosóficos, Políticos y Sociales Vicente Lombardo Toledano. México, 1991
{11} Bonfil Batalla, Guillermo, “La penetración cultural imperialista en México”, (sin fecha) Obras Escogidas, Instituto Nacional Indigenista, Tomo IV, México, pp. 487-499 y “El imperialismo y la cultura nacional”, La educación. Historia, obstáculos, perspectivas. Ed. Nuestro Tiempo, colección Los Grandes Problemas Nacionales, México, 1967, pp. 145-178
{12} Archivo Guillermo Bonfil Batalla en Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS): Exp. 259, caja 23, folio 1 y 2
{13} Archivo Guillermo Bonfil Batalla en Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS): Exp. 2449, caja 29, folios 203 y 204
{14} Aguirre Beltrán, Gonzalo, “Del materialismo dialéctico al culturalismo utópico: Guillermo Bonfil Batalla y su obra antropológica”, Revista La palabra y el hombre, Universidad Veracruzana, 1994, p. 25
{15} “El EZLN rechaza el reclamo de López Obrador a España por la conquista: ‘No hay nada que perdonar’”, El País, México, 6-10-2020, (https://elpais.com/mexico/2020-10-06/el-ezln-rechaza-el-reclamo-de-lopez-obrador-a-espana-por-la-conquista-no-hay-nada-que-perdonar.html)
{16} Archivo Guillermo Bonfil Batalla en Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS): Exp. 80, caja 1, folios 1 y 2
{17} Ibid.
{18} Ibid.
{19} Ibid.