El Catoblepas · número 199 · abril-junio 2022 · página 2
Romanticismo, ayer y hoy
Emmanuel Martínez Alcocer
Repaso por las principales tesis románticas e idealistas que, desgraciadamente, continúan con vitalidad en nuestro presente
Lo primero que debemos destacar en estas líneas es que el término Romanticismo abarca multitud de aspectos y multitud de matices, a menudo contradictorios entre sí, que se hacen casi imposibles de especificar uno por uno. Por ello diremos que Romanticismo es, ante todo, un rótulo con el que se abarca históricamente, con el que se acota el conjunto nematológico que preside las «capas metodológicas» de multitud de ámbitos artísticos, literarios, musicales, filosóficos y hasta políticos entre los siglos XVIII y XIX. Tendrá su foco principal en Alemania, aunque no exclusivamente. En España también tendrá su influencia, si bien no será tan general como en Centroeuropa; la ideología alemana, por suerte, todavía no había triunfado en nuestro suelo patrio, aunque no serán pocos entonces y ahora los que lo lamenten.
Pues bien, como decíamos el romanticismo aparece en el contexto de lo que será Alemania, y su desarrollo será también marcadamente germano. Este predominio en tierras germanas es achacado por muchos a su incapacidad para el movimiento político revolucionario, mientras que sí se produjeron revoluciones políticas en otros países como Francia, Inglaterra o España. Se suele decir que los alemanes no hicieron una revolución, pero sí la pensaron. A nuestro juicio los alemanes no podían hacer la revolución política como los franceses o los españoles sencillamente porque no había dónde hacerla, esto es, no había Alemania en la que hacer revolución alguna. Todavía faltaba al menos un siglo para poder hablar de Alemania como un Estado homologado a los demás Estados modernos como Francia, España o Inglaterra en el que poder hacer una revolución. Pero eso no fue impedimento para «pensarla», dado que, desde el idealismo alemán, siguiendo a Suárez, el ser es ser posible. Y quizá esta ausencia de una Alemania real, de un Estado alemán, influyó no poco en el desarrollo del idealismo alemán y del romanticismo; quizá los alemanes optaron por una vía gnóstica –aunque esta vía lo sea sólo en apariencia– ya que una implantación política de su pensar era harto dificultosa ante la ausencia de Alemania. Había que hacerla al menos en el pensamiento. Lo importante, pues, desde esta ontología nihilista en la que se mueven los románticos e idealistas, es la posibilidad, el ser pensable, las condiciones de posibilidad, más que la realidad de facto; lo importante es lo que se puede pensar y que este pensar no sea contradictorio, y si se puede pensar porque no es contradictorio ya es real de algún modo. Con eso basta. Para quien le baste. Además de lo dicho habría que tener en cuenta también la confluencia de influjos religiosos, teológicos y filosóficos.
A pesar de su borrosidad y extensión podría decirse que si hay algo que caracterice al «espíritu» romántico es el sentimiento (un sentimiento depuradamente subjetivizado, el sentimentalismo) y la exaltación de la libertad entendida como «expresión» de dicho espíritu –aquí ya vemos que el espiritualismo idealista está en el meollo mismo del movimiento–. Esto, obviamente, choca frontalmente con concepciones de la libertad materialistas, como pueda ser la del mismo Espinosa, tan importante para el idealismo alemán a pesar de las constantes deformaciones a las que éste le somete. Y a concepciones materialistas como la nuestra, donde la mayor o menor libertad de los sujetos no está «en sí mismos», en sus propias fuerzas o en su espíritu, sino en la mayor o menor fuerza de las instituciones respecto a las que esos sujetos incardinan sus líneas de acción. La libertad de y para de sus actos no está en su juicio o su voluntad, sino en la libertad de y para que son capaces de proporcionar las instituciones en que se inscribe (frente a otras). Además, y por esto, no es posible hablar de libertad a nivel subjetual, donde los comportamientos están constantemente determinados, sino a nivel de clases ante situaciones objetivas donde la pluralidad de opciones, de alternativas, permita la distribución más o menos estadística de las opciones seguidas por cada sujeto determinado. Es en función de las condiciones materiales, en función de la mayor o menor pluralidad que estas ofrezcan, como los sujetos (en plural) podrán optar por unas determinaciones u otras y como podremos hablar de situaciones donde la libertad será mayor o menor. Por ello no estamos diciendo que la libertad no exista, sino que no existe a ese nivel subjetual; si la libertad no existiera no tendrían sentido, por ejemplo, el derecho penal y el sistema carcelario.
Contrariamente a esto el romántico llena todos los aspectos de su vida de sentimiento, de «vitalidad», y al hacer eso está actuando libremente. Voluntarismo que «nace de dentro». Cuando el romántico «despliega su sensibilidad» no pretende oponerse directamente a la razón –otro aspecto éste por lo que, desde nuestra postura, es rechazable esta fundamentación, por el dualismo metafísico que implica: sentimiento/razón, arte/ciencia, determinismo/libertad (tercera antinomia kantiana)–. Con la expresión sentimental el romántico sólo pretende exaltarse y expresarse de una forma totalmente libre –tendríamos que decir: con total libertad de o negativa–. Esta es la base emic del Romanticismo, porque etic el Romanticismo lo que tendrá de fondo es el poder creciente del naciente Imperio alemán.
Por un lado, entonces, nos encontramos con una voluntad que trata de expresarse y que pone en evidencia que no hay estructuras internas u objetivas de las cosas –en muchos románticos el nihilismo ontológico e individualista será la consecuencia de esta exaltación sentimental–, sino que, a dichas cosas, al mundo, podemos darle forma voluntariamente, de un modo totalmente libre –un revival subjetivista del escotismo, por decirlo así–. El Yo fichteano es un claro ejemplo. Esto, como es de imaginar, llevó a la oposición de todo intento de entender el mundo como algo susceptible de ser analizado, registrado, clasificado u organizado científica o categorialmente. Para los románticos el mundo nunca es suficiente, pero no porque quieran ir más allá, sino porque se quedan siempre más acá, en el sujeto, en su concavidad, en lo más «íntimo» y a su vez lo más infinito. Semejante espiritualismo es de vergüenza ajena, y sin embargo contra él tenemos que seguir peleando. Es tal la potencia actual de este espiritualismo que España corre peligro de desmembrarse, de romper sus relaciones sinalógicas de unidad, por la pregnancia y extensión del mismo, entre otras razones. Por no hablar de la sangre derramada en nombre de ideologías del ramo a lo largo de todas estas décadas de agonía nacional.
¿Qué es lo romántico?
Después de lo comentado quizá sea importante también distinguir muy brevemente entre lo que se entiende por Romanticismo y lo que se entiende por romántico, y decimos distinguir porque no se pueden separar. Nos encontramos con el mismo caso que a la hora de diferenciar entre la Modernidad y lo moderno. Clasificar bien llevaría a precisas disquisiciones acerca de las ordenaciones ontológicas más generales (el materialismo filosófico lo realiza desde diversas ideas como las de Ego trascendental (E), Mundo (Mi) y Materia Ontológico General (M)), pero éste no es el lugar ni el momento para lo que nos interesa. De modo que simplemente diremos que el Romanticismo nos servirá para acotar una época histórica. Lo romántico, sin embargo, lo entenderemos como ese conjunto nematológico que no se circunscribe sólo a una época específica, aunque se configure en un periodo histórico determinado. Por eso hemos dicho que es posible rastrear diversos influjos que llevarán a él y, lo que más nos importa, que podemos verlo incluso en nuestro presente. Aunque, claro está, esta actitud comienza con y es lo propio del periodo que denominamos Romanticismo, sobre todo en Centroeuropa.
Si quisiéramos darle una fecha precisa, siempre discutible en estos asuntos, se podría decir que el Romanticismo comienza en el año 1769, un año en el que, entre otros sucesos, ocurrió algo de gran importancia para el tema que tratamos: el momento en que Herder, que algunos llaman el Rousseau alemán, se embarcó para viajar a Francia. Sin embargo la escuela romántica no recibió esta definición hasta el año 1800. Pero, como se comprenderá, estas cosas no surgen espontáneamente, requieren de una fase de conformación.
Con la escuela romántica se entiende, en la bibliografía del ramo, al movimiento que tiene como epicentro a los hermanos Schlegel. También se llama así a la explosión especulativa que se iniciaría con figuras como las de Fichte y Schelling, en sus desarrollos de la filosofía kantiana –las tres famosas críticas kantianas son importantísimas para entender los problemas a los que se enfrentarán estos románticos alemanes–. Atrajo del mismo modo a novelistas y poetas de la talla de Tieck, Novalis o Wackenroder. Pero no podemos sino apuntar que, a pesar del nuevo impulso que personajes como los citados intentaron imprimir al movimiento, lo que hicieron en realidad fue dar continuidad a un movimiento iniciado por la generación anterior, y que tenían como lema Sturm und Drang (Tormenta e Ímpetu).
Este primer romanticismo no va a suponer una negación de «lo racional» –por ejemplo, de las ciencias del momento–, como tampoco lo va a ser lo romántico en general, aunque entre uno y otro hay algunas diferencias. Así pues, no es un rechazo de «la razón» y el papel que ésta tiene en la vida de todos los hombres, sino que simplemente el Sturm und Drang supone una «reducción» de esa razón, una limitación de la misma –de nuevo aquí podemos ver el dualismo metafísico y la sombra kantiana además de una concepción sustancialista de la razón–. Se pretende quitar a la razón –recuérdese que con esta terminología nos movemos a base de ideas lisológicas, generalísimas, hipostasiadas y totalmente imprecisas, de ahí también el carácter metafísico que rechazamos desde el materialismo– parte del papel hegemónico que desde la Ilustración venía ejerciendo, como se expone desde esta versión simplista.
La razón ha de entenderse, dicen, como determinada, como algo finito y no omnipotente. La razón ahora será limitada y, por tanto, finita. Ya no será la diosa Razón. Es en este ejercicio crítico de la nematología ilustrada donde el romanticismo es, a nuestro juicio, más destacable, más verdadero; aunque sólo sea en la pars destruens. Porque contrariamente a esta finitud de la razón, para la nematología romántica el concepto de lo infinito va a tener una gran importancia. Sólo que la infinitud irá por otra vía. Y es que el romanticismo mantiene una relación muy estrecha con lo religioso –no son pocos los que han señalado la conexión entre el protestantismo y los románticos–. Tras la supuesta secularización ilustrada, cosa que está por demostrar, el romanticismo va a realizar, por seguir el lenguaje habitual, un reencantamiento del mundo. La fantasía y la imaginación van a alcanzar cotas difíciles de igualar antes (aunque en nuestro presente hemos podido comprobar que aquellos románticos se quedaron cortos). El poder de la imaginación se va a presentar como algo infinito –la finalidad sin fin, el juego infinito de la imaginación en el juicio estético según Kant juega aquí importante papel–. Según este esquema, si en la Ilustración esa infinitud era propia de la razón, con el Romanticismo lo va a ser de la imaginación. Es una «vuelta del revés» de la Ilustración, un dualismo metafísico igual, pero en sentido contrario. Y es un cambio que se suele atribuir al inicio especulativo de Fichte, el cual va a establecer al Yo como algo infinito en la medida en que es la fuerza productora del mundo –un desarrollo ateo, digamos, del yo kantiano que pone las condiciones de posibilidad del conocimiento del mundo–.
La definición de lo romántico, como vemos, es muy variada y compleja. Incluye cosas totalmente dispares y contrapuestas que, sin embargo, lo componen y configuran. Esto ha hecho que algunos autores se centren en determinados aspectos y otros en otros aspectos que pueden ser muy diferentes, con lo que la variabilidad de interpretaciones según el autor y según la época es, a su vez, bastante variada. Aunque también hay otros autores, como I. Berlin, que proponen buscar lo que hay de común a todas estas diferencias constitutivas de lo romántico. Y afirma que lo que es común es la actitud romántica de rechazo contra lo establecido, es decir, contra el orden social y cultural establecido. Una especie de rebeldía sin causa. Pero esto es explicar lo general por lo más general todavía, ya que este tipo de actitud es posible verla en multitud de épocas actuando como un modelo paradigmático. Así pues, desde la interpretación de Berlin lo romántico sería una actitud, una actitud ante la vida, una actitud que exalta la vida y que a la vez la entiende como algo trágico.
Lo romántico podría entenderse también como una «conciencia», una conciencia del hombre, de su finitud y su posición escindida ante el mundo, ante la naturaleza –como en la conciencia desdichada de Hegel–. Esto le va a generar al romántico una exagerada nostalgia de una plenitud, de una unidad, que algún día habría sido propia de la «naturaleza humana». Pero ahora el hombre está alienado y necesita librarse de cualquier cadena para encontrarse, para ser él mismo, para encontrar sentido a su vida y descubrirse –es una actitud que podemos ver en cualquier sujeto flotante de nuestras opulentas sociedades actuales, como los que se van a la India, Tailandia, o cualquier otro país con visos de exotismo a «encontrarse»–. El romántico pretende una acción en búsqueda poética de aquella naturaleza ideal que algún día fue la Edad de Oro en la que razón y libertad fueron una misma cosa. En busca del Paraíso perdido. Por ello lo romántico es también un viaje sin retorno, es un insaciable ímpetu de lucha por alcanzar la totalidad y la unidad. Pero es por eso mismo un viaje trágico, pues no deja de ser consciente de su incapacidad para encontrar lo que busca. Esta imposibilidad, esta frustración congénita, provoca una desmesurada reacción de la imaginación. Como la salvación monista del sujeto escindido es imposible en el mundo de la cosas, esto es, en el mundo de las causas, se busca en el mundo de lo posible –como decíamos antes, en esto es muy destacable la influencia de Francisco Suárez–. Para los románticos la imaginación es un intermediario mágico entre el pensamiento y el ser –de nuevo el dualismo metafísico–, la potencia capaz de producir imágenes, mundos imaginarios –mundos posibles–. Por ello el espíritu romántico opone la sensibilidad a la reflexión, el sentimiento a la ciencia, pues para el romántico el mundo es demasiado complejo como para ser capaz de reducirlo racionalmente.
Romanticismo e Ilustración
El Romanticismo, para comprenderlo bien, hay que situarlo cara a cara con la Ilustración, a la que combate, y por eso también de la que surge. Como decíamos antes, sólo de esta oposición crítica surge la verdad que cabe atribuir al romanticismo –y sólo en este punto–. Es más, muchas ideas del Romanticismo estaban ya en la Ilustración (de ahí lo discutible de establecer una fecha precisa).
El giro particular que, supuestamente, habría dado la Ilustración habría consistido en señalar que las grandes preguntas del hombre –otro lisologismo– debían responderse, como intentó Kant, mediante el uso correcto de la razón –como si hasta ese momento los hombres no hubieran sabido usar su razón (sin saber muy bien, además, qué entender por eso) y no hubieran hecho más que dar traspiés por el mundo–. Mediante el buen uso de ésta todo podría abarcarse y comprenderse. Mediante el uso correcto de la razón, es decir, mediante el proceso deductivo, como el que utilizan las ciencias matemáticas, y mediante el método inductivo, como el que utilizan las ciencias naturales, puede descubrirse y entenderse el mundo. Y, si esos métodos han producido resultados tan satisfactorios en campos como la física o la matemática, no hay motivo alguno por el que pensar que no iban a ser igual de eficaces en ámbitos como la política, la estética, la ética, etc. (Otra cosa sería aceptar que exista un método científico y no más bien muchos y que el propio de las matemáticas sea el deductivo y el de las naturales el inductivo, que es mucho aceptar).
La idea central sería, según este planteamiento emic que exponemos, que el mundo, la vida, es una especie de puzle y, simplemente, deben ponerse todas las piezas en su lugar. El instrumento para ello será la razón, la ciencia. Y aquel que encaje todas las piezas será aquel que sepa cómo es el mundo –inversión teológica–. Desde este planteamiento es lógico y fácil de entender el porqué de esa exacerbada fe en la razón que la Ilustración y el racionalismo produjeron a lo largo del siglo XVIII. La ilustración dio lugar, en definitiva, al mito de la razón. Pero en determinados momentos las dudas sobre el poder de la razón también aparecen. Dentro de la ilustración misma también hubo críticos de ella, como pueden ser Montesquieu o Hume, aunque en general todos los ilustrados consideran a la razón la base de todo lo cognoscible y la base del actuar humano. Y será esto precisamente lo que el romanticismo critique e invierta.
Uno de los primeros en asestar un duro golpe a los mitos ilustrados será Juan Jorge Hamann. Éste defendió la tesis de Hume según la cual no hay pruebas racionales y empíricas que aseguren que existe el mundo tal y como las leyes racionales nos dicen, y afirmaba que sólo mediante la fe seríamos capaces de conocerlo. Él se oponía a los científicos y a todo racionalista que pretendiese presentar el mundo como algo ordenado u ordenable. Hamann se negaba a aceptar todo aquello que explicase el mundo en términos matemáticos o lógicos. Para Hamann lo importante era lo particular, lo que constituye la propiedad específica de esta cosa o de este hombre. No estaba dispuesto a permitir que los conceptos científicos, generales, se aplicasen al ámbito humano. Y, sin embargo, en el siglo XIX empezarán a rodar multitud de las llamadas ciencias humanas.
Para él la Ilustración cercenaba la verdadera vida, lo verdadero del ser humano, ofreciendo un insuficiente y triste sustituto que más bien que un hombre parecía un juguete artificial, algo que no tiene vida. Así pues, Hamann no creía en esa posibilidad del hombre de conocer y controlar toda la creación mediante la razón (podríamos decir que se oponía a la inversión teológica). Él era, en definitiva, un místico. Afirmaba que al hombre le quedan fuera de su alcance muchísimas cosas, para él la razón no puede alcanzar lo verdaderamente importante, la vida, en última instancia, el hombre. Por eso le parece inconcebible la aplicación de los métodos científicos a los hombres –igual que para Kant lo verdaderamente auténtico del hombre, y la verdadera realidad, quedaba fuera de lo sensible y corporal: el alma, el noúmeno–. Dicho de otra forma: estaba negando la posibilidad de las llamadas ciencias humanas o ciencias sociales. Para Hamann, y para los románticos en general, el hombre es irreductible a la ciencia, pues es esencialmente libre –poniendo esa libertad en el sentimiento y la imaginación–. De este modo, el romántico es un tipo de hombre que ya no sólo intenta explicar la naturaleza, de la cual, por otra parte, se encuentra escindido, sino que intenta explicar su posición en ella, dentro de ella.
El romántico se da cuenta de la tremenda complejidad de la vida y no la concibe como un mero puzle en el que hay que encajar las piezas, sino que es escéptico ante la simplicidad con que la razón ilustrada le muestra lo que le rodea –y, al menos en eso, tiene razón–. Es así, pasando de un extremo a otro, como se produce la exaltación de los sentimientos y la reducción y limitación de la razón que antes se ha señalado. El romanticismo marcará una distancia respecto al mito ilustrado. Un mito por otro.
Este nuevo hombre romántico también se caracteriza por la exaltación de sus ideales, los cuales defiende a ultranza. Dispuesto a morir en la defensa de los mismos, pues no tiene miedo a la muerte, es un hombre que prefiere morir antes de dejar de perseguir sus deseos. De defender con pasión sus ideales. Y en este aspecto el choque con la Ilustración no se da por el hecho de perseguir sueños o creencias, ni mucho menos. El choque se da debido a que el deseo perseguido es un deseo que no está en consonancia con la racionalidad ilustrada, es debido a que se trata de un deseo particular, individual, eso que tanto gusta a Hamann. Son deseos que obligan al que los persigue a luchar contra todo lo socialmente establecido, a luchar contra lo racional impuesto. Así, frente al optimismo ilustrado la actitud romántica transmite un pesimismo y un sentimiento trágico de la vida, sin perjuicio de ser una exaltación de la misma. El sujeto romántico es un sujeto que se contrapone al sujeto ilustrado. El sujeto romántico lucha por deseos y creencias individuales aun a costa de su vida, el sujeto ilustrado busca regir la vida mediante leyes racionales y acordes con la generalidad. Ambos, a nuestro juicio, equivocados.
Herder. Padre del Romanticismo alemán
Como ya hemos señalado antes, el 17 de mayo de 1769, Juan Godofredo Herder se da a la mar con la «única intención de conocer desde más perspectivas el mundo de mi Dios». Y esta fecha y este empeño coinciden, forzando mucho la cosa, con el comienzo de lo que llamamos Romanticismo en Alemania. Es por este suceso por lo que hacerse a la mar, viajar, se convertirá en algo importantísimo para la formación de todo romántico, y supondrá para Herder cambiar de vida, abrir perspectivas, conocer nuevos hombres y nuevas culturas, y, sobre todo, alcanzar un renovado conocimiento sobre sí mismo. En su viaje lo fundamental es que encuentra tiempo para «destruir» todo su saber libresco anterior y descubrirse a sí mismo, a su capacidad creadora –de nuevo vemos la oposición entre pensamiento o razón (saber libresco) y vida (viaje, creación)–. Y gracias a ello, crea para sí un nuevo mundo.
En su viaje multitud de ideas nuevas para él aparecen en su cabeza. Herder pretende, nada más y nada menos, renovar el concepto de razón, lo que le enfrentará a Kant. Herder hablará de lo vivo, que contrapone a la razón abstracta: «Desde su punto de vista, la razón viva es concreta y se sumerge en el elemento de la existencia, de lo inconsciente, de lo irracional, de lo espontáneo, o sea, en la vida oscura, creadora, propulsora y propulsada. En Herder la vida adquiere un tono nuevo, un tono entusiasta»{1}. Así, las ideas principales que Herder desgrana en su viaje y que influirán en las generaciones románticas son, en primer lugar, que todo es historia. Ya no es el sistema de la razón, es la historia de la vida. (Como decimos, se sustituye un absoluto, una estructura metafinita por otra). No sólo el hombre y su cultura poseen historia, sino que la naturaleza también la posee. La naturaleza pasa a ser una potencia creadora que recorre diversos niveles, cada uno de los cuales contiene el germen del siguiente. Es evolutiva de forma que el todo está en las partes y en las partes está el todo, identificándose las partes entre sí. Todos los niveles son estadios previos del hombre –Hegel, en la misma línea, preferirá hablar del Espíritu–. Éste se distingue porque es capaz de dominar, gracias a su inteligencia y al leguaje, la potencia creadora de la naturaleza. Y tiene que hacerlo porque es un ser pobre de instinto y desprotegido. La cultura es expresión tanto de la fuerza como de la debilidad del hombre. El hombre necesita expresarse y darse a conocer a los demás a través de su acción y a través del lenguaje. Y esta expresión supone, por supuesto, una libertad.
En segundo lugar estaría lo que Isaiah Berlin llama la pertenencia. Para Herder «el hombre» es una abstracción, una mera generalización científica, pero sólo existen hombres concretos –un pequeño gran paso hacia el individualismo nihilista–. Herder defenderá, en fin, un personalismo radical. Para el viajero alemán se da una humanidad en sentido abstracto, y se da una humanidad en cada uno de los hombres –volvemos a resaltar el constante surgir de estructuras metafinitas, que no niegan las diferencias entre las partes, sino que las anegan en la totalidad–. Es ésta última la que interesa a Herder, igual que pasaba en Hamann. Cada hombre debe descubrir en sí mismo esta humanidad, y debe ser descubierta como una totalidad creadora. El individuo se configura a sí mismo –la autonomía kantiana– y es el centro del sentido –el «giro copernicano»–, aunque no por ello deja de necesitar vivir en una comunidad. Esto es a lo que I. Berlin llama la necesidad de pertenencia. Todo hombre vive en una comunidad, aunque, dice Herder, ésta deba estar organizada de tal manera que permita que cada uno se desarrolle libre y plenamente. Cada individuo ha de desarrollarse libremente en sintonía con el todo de la comunidad, lo que hace a todos libres e iguales ente sí y con el todo. La comunidad es una unión para la ayuda mutua que no ha de cercenar la libertad primigenia de cada individuo.
Pero a su vez, al pertenecer a una comunidad, todo hombre viene determinado por una tradición, por una cultura común, una historia, una lengua… Y sacar a ese individuo de dicha comunidad sería quitarle parte de su identidad, no entenderíamos nada de lo que hiciese, no podría comunicarse. Lo que hace Herder con esto es entender los pueblos como individuos. Y así, dando un salto mortal, empezará a hablar del espíritu de los pueblos. La relación entre los pueblos debe ser como la relación entre los individuos, pues los pueblos también constituyen de alguna manera una unidad. Una unidad que no impide la libertad y el desarrollo de la identidad de cada parte individualísima. (Si a esta lógica le añadimos buenas dosis de victimismo podemos ver fácilmente semejanzas con los actuales y numerosos colectivos, que avanzan con fuerza en la disolución y debilitamiento de las sociedades occidentales).
De ahí arrancaría otra de las ideas fundamentales de Herder, y de otros románticos: la incompatibilidad de ideales. O, dicho de otro modo, el relativismo cultural, tan extendido en nuestro presente como dogma. El patriotismo de Herder se apoyaba en la multiplicidad de culturas, pero estas forman esferas totalmente independientes entre sí, con una esencia propia que el espíritu de cada pueblo le da, manifestándose en su lenguaje propio –esto es lo que Gustavo Bueno ha llamado el mito de la cultura–. Si bien, a pesar de esta diferencia radical, todas las culturas, todas las naciones, aunque tenga unos ideales distintos, debe desarrollarse siempre en colaboración, intercambio y respeto las unas con las otras. El armonismo pacifista no puede faltar. Para Herder «no hay ningún pueblo que sea el pueblo escogido por Dios en exclusiva; todos han de buscar la verdad, el jardín de la mejor comunidad ha de ser cultivado por todos […]. Ningún pueblo de Europa puede cerrarse frente a los otros y decir neciamente: en mí y sólo en mí mora toda la sabiduría»{2}. Este relativismo es un ataque directo al empeño ilustrado (y kantiano) por buscar un ideal que fuese universal y eterno, aplicable a todas las culturas y naciones. Para Herder todos los hombres buscan pertenecer o pertenecen a un grupo, y si se les separase de éste se sentirían alienados y fuera de contexto. Estarían desubicados, habrían perdido parte de su identidad. La solución para el hombre escindido es, pues, ser él mismo y libre en su comunidad.
Fichte. Un nuevo impulso romántico
Fichte, con su filosofía sobre el Yo, va a dar un gran impulso a muchas de las posteriores tesis románticas y será una importante influencia en el romanticismo que se desarrollará después de él. Partiendo de Kant, del concepto kantiano de liberad, lo radicaliza –aunque para ello tampoco tuvo que forzar tanto al sujeto kantiano– hasta que establece la idea de un Yo omnipotente –vemos aquí de nuevo otra versión de lo que desde el materialismo filosófico llamamos la inversión teológica–. Un Yo que experimenta el mundo como una resistencia inerte o como producto de una acción práctica. Fichte basa toda su reflexión sobre el yo activo, sobre un yo que en su acción pone el mundo, que da lugar a él.
Su mayor contribución al pensamiento romántico, sólo escogeremos los aspectos que más nos interesan para nuestro tema, será en la defensa de la necesidad de la acción. Fichte, contra Kant, defiende que si nos limitamos a ser seres contemplativos y nos limitamos a buscar en el mero conocimiento respuestas a preguntas tales como ¿qué debo hacer?, o ¿cómo he de vivir?, nunca alcanzaremos nuestro objetivo. No lo haremos porque el conocimiento encierra un círculo vicioso del que se nos hace difícil salir. Y para Fichte el conocimiento no es la base de nuestras vidas. El yo de Fichte es un yo dinámico, es un yo fundador y creador del mundo. Este yo utiliza el conocimiento simplemente como un instrumento para la acción –como un medio, que diría el de Königsberg–. El conocimiento no es algo pasivo para Fichte, está encaminado a la acción. Para este pensador alemán el mundo exterior, el no-yo, incide en nosotros y nos detiene de algún modo. Pero, a la vez, este no-yo también es la materia con la que el yo actúa y crea, y al crear, el yo recupera la libertad que ese no-yo le negaba. El yo, dice Fichte, en un primer momento, quiere confundirse entre las cosas, quiere ser una cosa más, un no-yo carente de libertad y determinado por la objetividad. Pero Fichte, espantado con el materialismo de Espinosa, quiere cortar este camino de huida a la inautenticidad. Y es que el yo sólo se comprenderá a sí mismo, sólo tomará conciencia de sí mismo cuando comprenda que no puede disolverse en el no-yo, cuando comprenda que no puede quedarse como un mero sujeto pasivo y contemplativo. Es el yo el que pone y moldea el mundo, es el yo el que actúa en el mundo y lo crea, y no al revés.
En Fichte el yo es el principio de lo vivo: las cosas son lo que son, no porque sean independientes del yo, sino porque es el yo el que las determina de ese modo. Las cosas serán de una determinada manera dependiendo de cómo las determine y cómo actúe el yo sobre ellas. No es, como en Kant, que el yo ponga las condiciones de posibilidad de conocimiento del mundo, es que es el yo el que pone al mundo. Es la condición de posibilidad del mundo. Y es que para Fichte el yo es algo que producimos al pensarlo y es, a la vez, fuerza productora de la yoidad que está en nosotros mismos. No es que el yo se fundamente en una contemplación, sino que se produce en la reflexión, lo que supone una actividad dinámica y continua. De esta manera, el yo se pone –el absurdo de la causa sui está en el centro de la argumentación del Fichte–. Lo que quiere decir que el yo no es una cosa ni un hecho, sino que es un acontecimiento. El yo es algo en movimiento que está vivo y que, por ello mismo, notamos a cada momento. Y como sucede en la ley moral kantiana, este acto de poner el mundo y de ponerse a sí mismo no es un acto ciego, sino que es un acto voluntario, libre. El mundo no es simplemente algo que se contraponga desde fuera y nos limite, aunque pueda hacerlo si le dejamos; no es algo extraño, sino que es algo empapado de yo. Así, los fines del yo no vienen dados por el mundo, sino que se los pone él mismo. En su pasividad se limita. La experiencia del mundo y del yo mismo es algo que nosotros mismos determinamos porque actuamos. Debido a que el yo actúa de una determinada manera, ve las cosas de una determinada manera –esto lo fijará otro alemán, Nietzsche, con una máxima epistemológica: no hay verdades, sólo interpretaciones–. Por ello niega Fichte que el conocimiento sea meramente contemplativo. La libertad es acción pura, no es un estado pasivo de contemplación. Que el yo pueda actuar libremente es producto de que vive en medio de posibilidades.
La realidad se nos abre en el acto como un amplísimo abanico de posibilidades. Y esto es la libertad. Sin embargo, la libertad también tiene su lado negativo. Puesto que el yo es libre tiene la posibilidad de actuar reprensiblemente, incluso tiene la potestad de eliminar a otros yoes que se interpongan en su proceso. La libertad implica moralidad y culpabilidad. Y, ¿cómo evitar estos comportamientos, para Fichte nocivos? La cultura, dirá el alemán, no es el medio para conseguirlo, opinión que, por otra parte, se opone al pensamiento ilustrado. Para Fichte el único modo de evitar estos efectos negativos de la libertad del yo es alguna forma de regeneración moral.
Así pues, para Fichte el hombre, el yo, es acción continua. Y para alcanzar nuestro propio yo debemos producir y actuar de forma constante. No crear significaría estar muerto. Esto es extensible a las naciones.
Con mi acción yo creo mi experiencia del mundo y mi conocimiento del mismo. Y si el mundo es todo aquello de lo que tengo experiencia, entonces, allí donde no se dé ninguna experiencia no habrá ningún mundo, esto es, ningún yo. Experiencia y mundo son lo mismo. Lo que es lo mismo que decir que, para Fichte, lo que está como base de todo es el sujeto, el yo que actúa y que conoce –más estructuras metafinitas–. Sin embargo salta a la vista algo obvio: no podemos ser seres ilimitadamente libres puesto que somos algo arrojado en un espacio y en un tiempo, y, por tanto, limitados. Es por eso que aquello verdaderamente libre deberá ser algo que esté por encima de los hombres. Y este ser más allá, por paradójico que resulte, es, dice Fichte, algo interno: aunque no puedo ir más allá de los límites de mi cuerpo, mi espíritu sí que puede. De nuevo vemos el espiritualismo como solución metafísica a los enredos idealistas: se intenta solucionar un error con otro todavía mayor. Y es que, frente al espiritualismo que defienden todos estos autores (y no pocos de los actuales), el materialismo filosófico –uno de cuyos postulados es el de corporalidad– rechaza la posibilidad de hablar de vida al margen de los cuerpos; dicho de otra forma, defiende que sólo de los cuerpos orgánicos podemos decir que sean realidades vivas.
Pero este espíritu del que nos habla Fichte no será (sólo) el de cada hombre, el de cada yo particular, sino que será un espíritu común a todos los yoes –cual entendimiento agente aristotélico– y compuesto por los mismos. Un sumatorio espiritual, por decirlo con algo de sorna. Por tanto, la respuesta que da Fichte a qué es ese espíritu no deja de tener, como ya hemos indicado, connotaciones místicas y metafísicas, pues ese espíritu, nos dice, es una entidad trascendente en el que cada yo tan sólo es una minúscula porción, una parte alícuota, que participa del todo.
A su vez, la nación cultural –fetiche de los nacionalismos fragmentarios que actualmente asolan España–, la cual se muestra sobre todo en su lengua –el catalán, el vascuence, el bable, el gallego–, es el resultado de estas uniones espirituales. Uniones cuya fuerza daría lugar a un Estado legítimo correspondiente, isomorfo, a dicha cultura, a ese espíritu del pueblo. Y es en función de ese espíritu propio como el Estado cultural que propone Fichte formaría un todo que es posible aislar o cerrar, en paralelo a lo que ocurriría en su teoría económica del Estado comercial cerrado –autarquía–. Los pueblos con sus culturas y Estados serían mónadas autocontenidas radicalmente diferentes a los demás. Mayor metafísica es difícil.
Tenemos, en definitiva, una nación y un Estado culturales que, al igual que el yo, debe actuar e imponerse en el mundo. Fichte estaba diciendo a los alemanes que puesto que tenían una lengua y una cultura común podían tener un Estado común, y sobre todo que si querían ser un Estado tenían que ganárselo, tenían que ponerlo en el mundo, aunque fuera con las acciones de su yo más violento. Vemos, por tanto, que Fichte no intenta mostrar el yo como simple egoísmo, sino que lo que pretende es expresar egológicamente al «ser», pretende, en fin, una reducción ontológica de la pluralidad estromática de la realidad al yo activo, al sujeto.
Schiller: la educación estética del hombre
Para empezar a hablar de Schiller hay que empezar hablando también de la Revolución Francesa. Y es que es en dicha revolución donde Schiller encuentra el estímulo para el desarrollo de su teoría estética. En un principio Schiller celebró la revolución, pero tras su desarrollo posterior la rechazó. Tras la época del Terror que siguió a la Revolución Francesa, como es normal en toda revolución, comenzó a pergeñar una «terapia estética» –una crítica logoterápica, podríamos decir– que habría de llevar a los hombres a la aprehensión de la libertad sin necesidad de tanta sangre –y sin embargo, insistimos, ahí está lo crucial, que sin tanta sangre no hay revolución–. Schiller comenta que lo que para él fue el fracaso de la Revolución se debió a que no contenía en sí, en su interior, la libertad. ¿Qué quiere decir esto? Esta libertad interior no es otra cosa que la independencia por parte del sujeto de las pasiones, la fortaleza. Para Schiller, de una manera u otra, el hombre se encuentra dominado por su naturaleza, no puede dominarse a sí mismo. Hasta ahora ha sido incapaz. La educación estética tiene como objetivo hacer que esto no sea así. La naturaleza es algo indiferente al hombre, es amoral. Tiene la capacidad de destruirnos sin siquiera inmutarse. Y esto es lo que hace al hombre consciente de que no pertenece a ella, dice Schiller. Así, como es común en los pensadores románticos e idealistas, que se mueven en una antropología plana (naturaleza o materia y espíritu o cultura), establece una profunda escisión entre la naturaleza y el hombre. El hombre que sea moral será capaz de ver esto y será capaz de dominar su «lado natural». Schiller busca una revolución interior (como aconsejan hoy tantos gurús espirituales y «coachs» que hacen negocio a costa de tanta alma dejada de la mano de Dios).
Para Schiller en su teoría histórico-antropológica el hombre pasa por tres estadios. El primero lo llama Notstaat, esto es, el estadio regido por la necesidad bajo la forma de lo que llama el instinto material. Como bien se puede deducir, este es un estadio en el que el hombre se encuentra dominado por lo material –es decir, lo no espiritual–. No hay ideales, los hombres están poseídos por sus instintos y deseos. Por eso lo llama estadio salvaje. En un segundo momento, avanzando el camino del espíritu, el hombre ha adoptado principios. Sin embargo estos son muy rígidos, dogmáticos, tanto que se convierten en fetiches, en tabúes. Los bárbaros, que son el tipo de hombre característico de este estadio, adoran ídolos, esto es, principios absolutos sin siquiera saber por qué lo hacen. Pero debido a que estos fetiches están erigidos como autoridad racional Schiller llama a este periodo el estadio racional. Finalmente, en un tercer momento Schiller cree, como hemos visto en otros autores, que existió una época en la que la humanidad estaba unida, donde pasión y razón estaban en una armoniosa comunión y donde la libertad y la necesidad –otra vez la tercera antonimia kantiana– no estaban en constante lucha.
Con la aparición de la cultura aparecieron también los deseos, los celos y las envidias, y tras esto las luchas. Y se pregunta el esteta alemán: ¿cómo podemos retornar a ese estado armonioso? Con el instinto de juego, responderá. El único modo para liberarse que tienen los hombres y alcanzar la verdadera belleza y la libertad es convirtiéndose en jugadores. Y, ¿cómo hacer esto? Mediante el arte. El arte es un juego que tiene sus propias reglas y cuya mayor dificultad consiste en armonizar las necesidades naturales con las leyes y reglas que reducen y reprimen el ámbito de nuestra vida –Schiller se refiere a las ciencias–. Si somos capaces de convertirnos en seres morales, esto es, en personas que inventan e imaginan libremente sus ideales y sus reglas será posible esta reconciliación –de nuevo, estas son posturas que se pueden desprender de las tesis de la Crítica de la razón práctica y de la Crítica del juicio de Kant–. Esto lleva a algo que no se había visto hasta el momento. Este anhelo de invención libre conlleva al descubrimiento de que los ideales no están puestos ni se descubren, sino que se inventan, se crean, del mismo modo que el arte es creado. De este modo, este idealismo de corte romántico introduce una ruptura total con la naturaleza, para Schiller estática y mecánica.
Respecto al ámbito político, Schiller afirma que la libertad sólo se consigue luchando políticamente por ella. Su argumento principal es que si desaparece demasiado pronto la presión autoritaria del Estado natural mediante la lucha política la consecuencia directa será la anarquía y la violencia. Lo que hay que hacer, dice Schiller al modo socialdemócrata, es abrir al hombre a la libertad, pero de forma progresiva. Sería un error abolir el Estado natural y después comenzar a construir otro. Lo que hay que hacer es guiar al hombre desde el Estado natural e ir creando fundamentos espirituales, ideales, sobre los que ir construyendo un futuro Estado libre y moral. Y ¿qué papel juegan el arte y la estética en esto? Un papel fundamental. Para Schiller es en el refinamiento y ennoblecimiento de las pasiones a través del arte como el hombre alcanza su verdadero ser. Gracias a esta educación estética cada hombre va refinándose y haciéndose digno de la libertad. Una libertad entendida al modo romántico idealista, como ya hemos visto.
Pero este refinamiento mediante el arte es un refinamiento mediante el juego. Schiller resalta que el camino de lo natural a lo humano, a lo cultural, pasa por el juego, esto es, por rituales, por tabúes, por símbolos. La cuestión está en la conquista de la libertad mediante el juego frente a las necesidades que la naturaleza impone al hombre. También se hace necesaria ante las consideraciones meramente utilitarias. Para Schiller el arte y el juego nos enseñarán que los aspectos importantes de la vida tienen su fin en sí mismas y no en un fin funcional –la sombra idealista de Kant vemos que se alarga de nuevo–.
Romanticismo, Estética y Religión
En el Romanticismo la religión cobra una gran importancia, pero es una religión que no es dogmática ni revelada, esto a los románticos no les sirve. La religión de los románticos en una religión de la exaltación del yo, es una religión subjetiva, interior, en la que el papel fundamental lo tiene el sentimiento y la imaginación –de ahí que este romanticismo derivado del protestantismo más subjetivista no fuera fácilmente compatible con las posturas católicas; seguramente sea esta una de las razones (dejando a un lado el absurdo del «atraso congénito» español) por las que en países como España este movimiento tuvo un menor impacto–.
Y, aunque es defendida como una religión trascendental, no deja de ser una reivindicación del aquí y el ahora. Entre los románticos calaría muy hondo la afirmación de Schiller que acabamos de ver: el hombre sólo es hombre cuando juega. Pero ¿entra la religión en ese juego? En este caso hay que llevar cuidado, no está tan claro que en estos momentos se pueda jugar con la religión, sobre todo cuando como ocurre en los países protestantes la religión es religión de Estado –en el lado católico a pesar de que el Estado se comprometiera con la defensa del catolicismo siempre hay que contar con la distinción entre la Iglesia y el Estado; el cesaropapismo aquí es imposible–. Un hecho significativo es la expulsión de Fichte de la Universidad de Jena tras ser acusado de ateísmo. Y es que «contra lo que deseaban los románticos, la religión, como ortodoxia cristiana, era un poder establecido que afirmaba su independencia de la religión subjetiva»{3}. Pero la religión que buscaban los románticos no era precisamente la cristiana, aunque bebiera de ella, como es normal. Sobre todo, como decimos, en su versión protestante. Lo que buscaban era una religión de la fantasía. Una religión revelada, con sus dogmas y su teología no es apta para el juego, y la religión que buscan es una religión que nace del juego, a pesar de los peligros. Dicho de otra forma: buscaban una religión que no podemos considerar realmente como religión, aunque sí una mitología nueva, distinta, como pueda ser, por ejemplo, la mitología desarrollada tiempo después por el nazismo. Que podrá actuar como una mitología que cumpla el papel de la mitología religiosa –lo que algunos llaman inadecuadamente una religión de suplencia–, pero que no es una religión.
De entre los personajes claves del romanticismo alemán fueron Novalis, los hermanos Schlegel y Schleiermacher los que más hincapié hicieron en este proyecto de «transformación religiosa». Para los Schlegel la religión cristiana es algo que ha quedado obsoleto y carente de fuerza, es el arte el encargado ahora de conservar el núcleo religioso. La verdadera religión ya no será una revelación impuesta desde fuera, sino que la esencia de la religión va a entenderse como el libre despliegue de la facultad creadora del hombre hasta la propia divinización. No es necesario siquiera realizar la lectura individual de las Escrituras. Ya no se hace necesario ningún libro que guíe por el camino de la verdad, tampoco se requiere institución religiosa alguna, ni sacramentos ni rituales –razones también estas por las que decimos que lo que proponen no pueden considerarse como religión–. Todo está dentro, noli foras ire. Ahora la religión la extraerá cada hombre de sí mismo –de nuevo el subjetivismo y la causa sui–. Cada hombre será su propio dios. Es difícil mayor subjetivismo, pero no es algo ausente en muchos miembros ególatras de nuestra sociedad presente, intelectuales incluidos.
A partir de este momento Dios ya no será algo alejado y trascendente, sino que Dios será cada uno de los hombres, estará en el individuo mismo como suprema potencia y cada individuo estará en Dios –de nuevo vemos aparecer estructuras metafinitas–. En relación con esto también entronca el tema de la moral. Desde la perspectiva kantiana las especulaciones empíricas sobre Dios habían quedado anuladas por falta de fundamentos, no así desde la ley moral. Desde la crítica realizada por Kant, y adoptada por estos autores, se hace imposible conocer a Dios desde la razón teórica, no hay especulación metafísica posible sobre Él. Desde el mundo fenoménico no podemos saber nada de Dios o del alma, del noúmeno. Las vías tomistas no son admisibles. De este modo, Dios había quedado como mera hipótesis necesaria para una razón práctica, esto es, para la moral. Para Kant la moral es el único fundamento religioso legítimo que nos queda. Y más aún, la moral, dice el filósofo prusiano, no está fundamentada por la religión, sino todo lo contrario, es la religión la que está fundamentada en la moral. Porque «de la Moral, sin embargo, resulta un fin; […] esto es: la idea de un bien supremo en el mundo, para cuya posibilidad hemos de aceptar un ser superior, moral, santísimo y omnipotente, único que puede unir los dos elementos de ese bien supremo; […] esta idea resulta de la Moral y no es la base de ella; es un fin con el cual ocurre que el hecho de proponérselo presupone ya principios morales. No puede, pues, ser indiferente a la Moral el que ella se forme o no el concepto de un fin último de todas las cosas»{4}. Dios no es aquello que actúa externamente como coacción, no es heterónomo, sino que el hombre, que aspira a ser santo, lo necesita como fundamento a priori para coaccionarse a sí mismo, para ser libre. Seguir los mandatos morales sería entonces ser libre –debo, luego puedo– frente a las coacciones exteriores de la naturaleza. Autonomía frente a heteronomía. Así, con Kant la religión pierde el poder de mistificar la naturaleza, que es precisamente la intención romántica. Este es un problema que habrá que resolver, hay que «reencantar» el mundo. El reino de la Gracia ha de volver a tierra, aunque sea transformado en Cultura.
En este aspecto debemos destacar la obra de Schleiermacher. No es el único que reacciona contra esto, como hemos dicho, pero sí el más representativo y el más influyente. La idea de lo religioso de Schleiermacher es que el sentimiento religioso no es otra cosa que «sentido y gusto para lo infinito». Esta experiencia es el núcleo de la religión. Pero ocurre que ésta se encuentra soterrada por la moral, por las intenciones utilitarias, por la ciencia y por el dogmatismo. De lo que se trata entonces es de sacarla a la luz y mostrarla –liberarla– aunque sea en conjunción con otras materias y actitudes. Es el sentimiento, una vez más, el encargado de descubrir en la naturaleza cualidades subjetivas y, por tanto, el que posibilita la unión con ella. Es a través de este sentimiento religioso como el hombre superará la escisión entre su libertad y la naturaleza.
Respecto a la doctrina de la religión (pero que no es religión) que Schleiermacher desarrolla cabe distinguir cinco puntos. El primero de ellos establece que la participación en lo divino no es algo que ocurra en otra vida eterna después de la muerte, ni tampoco establece la existencia de un legislador celeste. Lo religioso, dice Schleiermacher, es participación en lo eterno aquí y ahora. En segundo lugar, establece que no es necesaria institución religiosa alguna, no hay necesidad de jerarquías ni de oficios sacerdotales ni nada por el estilo. Las instancias mediadoras se hacen superfluas pues el sentimiento divino es un sentido y gusto para lo infinito que el mismo individuo desarrolla. Él se lo guisa y él se lo come. Aunque esto tampoco significa que se produzca un aislamiento de los sujetos religiosos. Por el contrario, la experiencia religiosa misma impulsa a la comunicación y a la fundación de una comunidad. Es el puente entre el individuo y el mundo y entre los individuos entre sí. En tercer lugar desplaza de lo religioso todo aspecto angustioso, pecaminoso, oscuro. La oscuridad no tiene sitio en la verdadera religión, ni en el individuo ni en la naturaleza exterior. En cuarto lugar destaca la ausencia de toda doctrina. Obviamente si las instituciones se hacen superfluas también lo será todo dogmatismo (toda nematología). Para encontrar la verdadera revelación el individuo tan sólo tiene que profundizar en sí mismo. Es claro que la religión así entendida encaja perfectamente con la exaltación del yo del romanticismo. A su vez, como hemos apuntado más arriba, esta universalidad sentimental religiosa puede entenderse como una inversión de la religión racional universal basada en la moral ya defendida por Kant en La Religión dentro de los límites de la mera Razón.
Hay un último aspecto que, como «religión» romántica, no podía faltar: lo estético. La religión propuesta por Schleiermacher es una religión estética. Se trata, como ya se ha indicado antes, de un sentimiento y una intuición, no de una moral (pura). Ese gusto por lo infinito es, al a vez, un gusto por lo bello. De este modo, el alma de todo hombre aspira a la belleza del universo.
Como vemos, los límites en el romanticismo de lo religioso y lo estético son muy difusos. ¿Cuál predomina sobre cuál? Para los Schlegel la respuesta está bien clara: lo estético. La obra de arte nos deleita no porque ilustre verdades religiosas, sino porque es bella. Todo lo bello es verdadero, por ello el arte no tiene necesidad de la religión; será la religión la que esté fundamentada en el arte y en lo bello (no en la moral racional). Del mismo modo, el artista no debe confundir la inspiración con una revelación mística o religiosa. Aunque la belleza también tiene un papel con lo religioso, pues consideran que la belleza debe glorificar lo divino. Y aquí la belleza y el artista encuentran un lugar abundante de inspiración, pero nunca hasta llegar a confundirse. La religión será estética, pero el arte no tiene por qué ser religioso. El interés es estético, no religioso. Sin embargo, Schleiermacher, con su definición de lo religioso, abre tanto los límites del campo religioso y estético que se diluyen el uno en el otro. Todo arte, dicen los románticos, es el intento de evocar con símbolos la inexpresable imagen de esa actividad incesante, infinita, que es la vida. La religión sería precisamente eso: el gusto por el infinito. Como vemos, este dualismo constante del idealismo romántico acaba desembocando en el monismo sentimental y metafísico de lo infinito.
Romanticismo y Política
Finalmente, tras todo lo que llevamos visto sobre el romanticismo podemos destacar dos principios que ya anunciamos al inicio y que serían, en la mayoría de los casos, comunes a todo el movimiento. El primero sería la noción de la voluntad, de la libertad y la creación libre como algo ingobernable: el mayor logro de los hombres en el descubrimiento de la voluntad no está en el conocimiento de unos determinados valores, sino en su creación. Somos nosotros mismos los que creamos nuestros valores, no vienen impuestos ni simplemente están ahí –voluntarismo subjetivista a todo trapo–. Del mismo modo ocurre con nuestros objetivos y fines. En definitiva, lo que viene a decir este impulso es que somos nosotros, los hombres, el yo fichteano, los que creamos nuestra propia visión del mundo. Nuestro universo es lo que nosotros decidimos hacer de él.
El segundo principio, que se desprende del primero, es que no hay nada determinado, que no hay unas estructuras de las cosas y del mundo. Dicho de otro modo: no hay modelos universales a los que debamos o podamos adaptarnos. Únicamente existe un fluir continuo e inaprensible, es la infinita creatividad propia del universo y del sujeto (o del Espíritu). (De ahí el nihilismo ontológico que hemos estado apuntando). Y todo intento por contener el impulso creativo es en vano. Si intentamos constreñirlo, categorizarlo, ordenarlo, lo único que haremos será luchar contra él. Podemos, sin embargo, identificarnos con él, descubrir nuestra propia voluntad y capacidad creativa y ver las cosas como un gigantesco, un infinito proceso de «autocreación». Si hacemos esto, nos dicen los románticos, seremos libres. Será el triunfo de la voluntad.
Estos dos principios se extienden en todas las esferas de la vida, y la política no iba a ser menos. Para los románticos todo intento de analizar racionalmente elementos políticos es algo superficial y traicionero con el espíritu de toda asociación humana. Este espíritu para ellos es el responsable de hacer avanzar la sociedad, y, como venimos diciendo, es algo incontrolable. Infinitamente creativo. El Estado debe ser, según esto, una organización, no sólo política, sino espiritual, resultado de ese Espíritu común –como en el caso del Estado cultural–. Es un símbolo de los poderes espirituales del misterio divino. Y lo mismo ocurre respecto a la concepción del derecho. Para los románticos la verdadera ley no es la que proclama la autoridad establecida, esto es, un Rey o un Parlamento. Para un romántico esto es simplemente un acontecimiento empírico con un mero carácter utilitario, y, por ello, rechazable en última instancia. Es algo insustancial, un mero epifenómeno sin consistencia ontológica. La ley verdadera y que hay que seguir es aquello que nace de las fuerzas internas del espíritu de una nación, cuando esta se manifieste libremente –por ejemplo, en el caso de aquella nación que quiere votar pero a la que un Estado opresor y fascista no le deja–. Ésta, la nación, va a ser concebida como un sujeto, como aquello que todos los miembros de una nación generan en su unión. Así se entiende que conciban tautológicamente la verdadera ley como la ley que proviene de la nación, del espíritu del pueblo.
Salta a la vista que todos estos rasgos no son nada propicios para una política adecuada, eutáxica. Al menos para una política que no lleve a extremos destructivos hasta el paroxismo. Si para un ilustrado la política está ideada ingenuamente para la felicidad, para evitar sufrimientos, dolores y excesos, para un romántico estos son rasgos últimos sin embargo son algo con lo que hay que contar, son algo propio de la vida, son su esencia. La política queda así anegada en la antropología. El Paraíso ilustrado también puede convertirse en una prisión terrible en la que el pecado, esto es, la libertad, el error, está prohibido. Y todo aquello que demuestre la falsedad de ese Paraíso habrá de ser barrido. Pero lo romántico ama los excesos, es más, se rinde a ellos puesto que son inevitables, otra cosa es que esto sea admisible para los fines políticos –para la eutaxia, en definitiva–, donde ha de regir la prudencia. Entre lo político y lo romántico hay una tensión insalvable que si pretende unificarse puede llevar a desastres. La vida puede llegar a hacerse imposible si hacemos del espíritu romántico, del triunfo de la voluntad desmedida, el fundamento de la esfera política. Y no son pocos los dirigentes políticos en nuestros días que no dejan de apelar al espíritu popular o a la voluntad y a la libertad individual por encima de todo. El espíritu romántico lleva consigo el desenfreno, la constante destrucción y la constante «creación», el espíritu romántico es constante movilidad sobre la nada (nihilismo). Sacrificio por el fin inevitable. Fanatismo. Es de todo menos estabilidad, unidad, perdurabilidad y buen orden, elementos fundamentales de toda política eutáxica. Dicho de otra forma, el romanticismo en política acaba con la eutaxia. Una política romántica debe quedar en un mal sueño. El extremismo propio del romanticismo, sus constantes fluctuaciones y contradicciones, harían imposibles la vida si se llevase a la práctica política. Una política romántica, voluntarista o escotista es peligrosa.
Las penas del joven Werther
A lo largo de las líneas dedicadas al romanticismo en la primera parte hemos visto de la manera más resumida posible las tesis y autores principales del Romanticismo alemán, paradigma del movimiento. Pero, aun a riesgo de alargar demasiado esta exposición, quizá no quedaría completa si no la ejemplificáramos con una obra capaz de reunir todo lo comentado. Por eso pretendemos ahora realizar el análisis de un libro fundamental para entender el romanticismo, un libro que está, además, en la base del inicio mismo del movimiento: Las Penas del Joven Werther. Y, como hemos hecho hasta ahora, nos limitaremos a una exposición resumida de las cuestiones involucradas sin entrar en una crítica sistemática directa, que requeriría bastante más que un artículo; tan sólo haremos alguna alusión crítica de pasada o destacaremos frases o conceptos que permitan entender las tesis y a su vez las críticas a las mismas.
¿Cómo calificar el Werther, quizá como el producto de una reacción antiilustrada?, ¿cómo la obra más influyente de la literatura alemana hasta el momento? Quizá, como pasa con cualquier obra literaria sustantiva, no haya una interpretación unívoca, pero lo cierto es que el éxito alcanzado por las Penas del joven Werther de Goethe en el momento de su publicación, 1774, se debió sin duda tanto a su calidad literaria como a su afinidad con la nueva sensibilidad y el espíritu de la época, que, como hemos indicado en las líneas anteriores, recibiría el nombre de Sturm und Drang (Fuerza e Ímpetu). El año de 1774 es una fecha importante, ya que por estos momentos se estaba produciendo un cambio, no sólo dentro de Alemania, sino de forma general en la época. Y el breve pero intenso auge de la importancia de la filosofía y la literatura alemana –parejo al auge del imperio prusiano– se manifiesta muy especialmente en el éxito del Werther más allá del mundo de habla germánica.
El Werther se escribe, además, en un período prerrevolucionario, es producto del período prerrevolucionario de la revolución burguesa. En este momento, como hemos indicado ya también, «lo racional» ya no es lo único, el deseo y la pasión tienen su lugar –aunque también debemos aclarar que este énfasis en los deseos, los sentimientos y las pasiones tampoco es algo que invente el romanticismo; sí que es algo que reelabora y exalta de la manera que hemos visto ya–. Esto se convertirá en un sinónimo de ser moderno. El anhelo de los románticos, como hemos visto, era recuperar la armonía entre el hombre y la naturaleza –una armonía que hay que buscar porque previamente, desde una antropología plana, con sólo dos ejes, se han hipostasiado y separado ambas cosas, sólo caben conexiones metaméricas entre ambos–. Este deseo también entraba en conflicto con una incipiente sociedad industrial donde la máquina y la fábrica cada vez eran más importantes. Los esfuerzos del momento se dirigían crecientemente hacia la ciencia –la razón ilustrada–. Pero el progreso técnico, tecnológico y científico, según estos autores, impide la armonía, la conciliación, entre razón y pasión, entre naturaleza y cultura, entre el individuo y la naturaleza. Por ello, el romanticismo propone algunas vías de escape o de salvación. Entre ellas podemos nombrar esa pretensión de una vuelta a lo medieval y la idea del hombre primitivo.
La historia que Goethe concibió a la edad de 24 años fue para sus contemporáneos mucho más que una glorificación de la pasión amorosa. Se escribe además en la esfera del primer romanticismo, como hemos dicho, que recoge toda la nueva sensibilidad del clasicismo (S. XVIII). El que su protagonista decidiese renunciar a la vida, no sólo ya por su frustración individual afectiva, sino también por la incapacidad de solución que él mismo ve respecto al conflicto entre individuo y sociedad, entre sentimiento y razón, y la imposibilidad de adaptarse a una sociedad empobrecida espiritualmente y sin metas, muestra uno de los rasgos más destacados de la sociedad alemana de esos momentos. Por ello hay quien ha destacado que el mensaje que Goethe pretendería transmitir con esta obra es también una crítica a la situación de miseria de Alemania, cosa que hizo a menudo. El rechazo de la sociedad y de las normas establecidas, la vindicación de la supremacía de la libertad del individuo es también una crítica a la Alemania del momento, que encerrada en sí misma y con su rechazo de todo lo externo no es capaz de salir de esa miseria cultural y económica en la que se encuentra.
Entre las influencias de esta obra nos es obligado señalar dos principales, la de Richardson y la de Rousseau. Seguramente Goethe no habría escrito el Werther si no hubiese leído a Rousseau, y tampoco si éste último no hubiese leído a su vez a Richardson. Destacamos sobre todo la influencia de Rousseau ya que a Richardson se le puede considerar como un típico burgués ilustrado. Sin embargo, el caso de Rousseau es diferente. Ya Rousseau mismo entra con frecuencia en conflicto con los ideales ilustrados y puede considerársele una de las fuentes del romanticismo. Por otro lado, Goethe, al menos en la época que escribe esta obra, puede ser considerado como un continuador y heredero del pensamiento de Rousseau, en el que se mezclan a menudo elementos pequeñoburgueses con una posición dominante de una ideología a favor de la realización plebeya de la revolución burguesa. Aunque, claro está, con todas sus diferencias dentro del marco geográfico. Y es que «la producción del joven Goethe es una continuación de la línea rousseauniana. Cierto que de un modo alemán, lo cual produce toda una serie de nuevas contradicciones. La nota específicamente alemana es inseparable del atraso económico-social de Alemania, de la «miseria alemana»»{5}. Pero ¿por qué Rousseau? La respuesta es sencilla. Rousseau, aunque ilustrado, no empleaba las mismas técnicas que el resto de ilustrados y era mucho más crítico que éstos respecto a la misma Ilustración, la democracia y la burguesía{6}. Así, las obras del joven Goethe, aunque éste no era ni mucho menos un revolucionario, dentro del marco de los problemas de la revolución burguesa pueden ser consideradas como la culminación y rebasamiento del movimiento ilustrado.
Y es que dentro del Werther podemos encontrar el principal problema del movimiento revolucionario burgués que verán los románticos: el problema del desarrollo y expresión libre de la personalidad individual. Teniendo en cuenta esta visión se nos muestra obvia esa crítica que Goethe habría querido emprender contra las que considera formas anquilosadas de la cultura alemana, que reducen, que constriñen la personalidad individual –aunque una persona, para serlo, debe pertenecer siempre a una sociedad de personas– dentro de la sociedad alemana de su tiempo. Y además en su libro no sólo critica la sociedad alemana de su tiempo, sino que además pretende ponernos dentro del pellejo de aquellos individuos, de ese nuevo hombre en consonancia con la nueva «sensibilidad», que siente esa imposibilidad, ese enclaustramiento y ese rechazo que encontraría la sociedad (burguesa) por parte de aquellos individuos que luchan por la riqueza de sí mismos. La sociedad burguesa y las normas sociales por ésta impuesta son el verdugo de aquellas personalidades que se atreven a manifestarse, que quieren ser libres, ser sí mismas, autónomas y dar rienda suelta a su creatividad. Por eso Werther se queja y pregunta: «¿De qué sirve la conciencia a los hombres?», pues no puede comprender cómo es posible que haya «personas tan desprovistas de razón y de sentimiento que desconocen lo poco de valioso que hay en este mundo»{7}. El problema central, como hemos visto más arriba, es siempre el mismo, la lucha por la realización de «aquello tan puro» que cada individuo lleva dentro. Es una lucha contra los obstáculos tanto internos como externos que se oponen a su realización. O, dicho de otra forma, es una lucha contra las reglas morales de la sociedad alemana.
La lucha contra la moral burguesa
La estructura narrativa del Werther podría resumirse así: Werther es un joven apasionado que abandona la ciudad para retirarse a la soledad de Walheim, una tranquila aldea donde se dedica a la pintura y a la lectura. En esta aldea conoce a Carlota, una hermosa muchacha de la que queda absolutamente prendado. Pero existe un problema: Carlota está prometida con Alberto, un honrado lugareño. Aun así el amor brota como un torrente del corazón de Werther. Se entrega así a una ruina de anhelos y visitas amorosas. La vida del joven discurre desde entonces entre la esperanza en una posible relación con Carlota y la desesperación ante la imposibilidad de ver cumplida dicha relación –la lucha entre la libertad y la necesidad que constriñe a la misma–. En un segundo momento Werther intenta enderezar su vida, cambiar de rumbo (vuelve a la ciudad para trabajar en la embajada), pero sus sentimientos serán más fuertes que su razón (como hemos visto más arriba, la razón constreñidora nada puede contra el torrente infinito de las pasiones, la verdadera esencia del individuo que lucha por liberarse). La noticia de la inminente boda de Carlota con Alberto lo sume en una profunda depresión y desasosiego. Todo lo que antes era hermoso y tranquilizador se ha convertido en insoportable y extraño. No queda otra salida que el suicidio, el final más trágico, tan propio de lo romántico.
Se puede ver perfectamente aquí la contraposición romántica (y falsa) entre individuo y sociedad. Si el camino a la libertad y a la individualidad en la Ilustración venía de la mano de la razón, en Werther y el Romanticismo va a venir de la mano del sentimiento. El orden, el progreso y la creencia de la aplicación de la razón universal en todas las cuestiones humanas desembocaron, por el contrario, en una erupción de la emoción y del mundo interior del hombre. De esta manera surge la idea de mundo interior –que sería infinito gracias a la imaginación, facultad creadora–. El burgués aburrido del orden «descubre la sensibilidad». Lo que, en contrapartida, da lugar a la autonomización del mundo social. Se da una división metamérica entre el individuo y la sociedad, un conflicto entre lo interno, que está representado por el sentimiento libre, y lo externo, que está representado por la razón (científica, moral, económica…), y en el Werther más concretamente por las normas sociales establecidas, unas normas burguesas.
Hay un contenido también político: «lo que más me irrita son las miserables distinciones sociales», nos dice Werther. Hay una resonancia permanente del conflicto social. Las diferencias sociales, de clase, se ven inevitables, necesarias, pero no acaban de aceptarse del todo, se rechazan. Hay una imposible conciliación entre la sociedad y el individuo, entre la persona, su sensibilidad y la sociedad –lo cual también puede verse en ese rechazo de las «etiquetas» tan actual entre algunos colectivos y demás personal rebosante de «sensibilidad social»–. La ética en el sentido kantiano, la ética burguesa, produce un obstáculo para el desarrollo del individuo al querer encontrar un sistema unitario. Y es que Kant somete el individuo a la universalidad de la ley moral, por más que esta sea, al menos intencionalmente, autónoma. La configuración de ese hombre, de ese individuo libre y sentimental, se produce, por tanto, en contraste con la moral pequeñoburguesa.
Para Goethe, al menos para el Goethe de ese momento, la sociedad burguesa pone obstáculos decisivos en el despliegue de la personalidad humana. Las mismas leyes, instituciones, etc., que permiten este desarrollo de la personalidad son paradójicamente las mismas que cercenan e impiden todo intento de aquella personalidad que intenta mostrarse realmente. Así es como con su Werther Goethe deja ver su crítica al sistema de clases y burgués establecido. Mediante esta contraposición entre individuo y sociedad podemos ver las dificultades que tiene todo mundo interior en desplegarse y mostrarse de forma libre dentro de la sociedad. Y esta imposibilidad de despliegue se ejemplifica en el Werther con la imposibilidad de Werther de estar con Carlota. Son las normas éticas, morales y sociales establecidas las que impiden su unión. Ante el carácter sagrado de respeto a estas normas, Werther muestra su frustración y su desprecio como individuo: «¡Ah! Si yo fuera algo más superficial, sería el hombre más feliz de la tierra»{8}, dice. Si su mundo interior no fuese tan impetuoso, si su necesidad, si su lucha contra lo superficial impuesto no fuese tan intensa muy diferente sería la cosa. El mundo interno de Werther, impetuoso e irrefrenable, el mundo del individuo concreto se opone inevitablemente contra el mundo externo de las reglas establecidas. Es la contraposición entre el deseo libre y lo que debe ser –aquí elementos freudianos como el ello, el yo y el superyó ya son visibles–.
Naturaleza, realidad e irrealidad
Pero antes de esto Werther ya había experimentado otro tipo de deseos. Los descubre al desplazarse a ese pequeño pueblo y entrar en contacto directo con la naturaleza –en la misma estructura y argumento de la obra se percibe claramente la carga metafísica de la misma–. Es en este contacto directo con la naturaleza –que buscan tantos sujetos actuales cuando se van a pasar el fin de semana a la sierra o a un campin–, en ese contacto con lo no humano, lo otro real, el no-yo, donde comienza a descubrirse a sí mismo. Es aquí donde comienza a descubrir ese otro mundo dentro de él, tan legítimo (o más) como el que se le muestra y el que se le impone. Es la revelación y la rebelión del sentimiento.
La primera impresión que producen estos descubrimientos es por un lado de alegría, pero por otro también le producen miedo –como en el sentimiento de lo sublime–. Son algo nuevo para él, y siente como si eso que siente, como si eso que ahora ve no fuese del todo correcto, choca con la costumbre, con lo socialmente establecido:
Cuando veo que la meta de nuestros esfuerzos estriba en satisfacer nuestras necesidades, las cuales, a su vez, sólo tienden a provocar una existencia efímera […]. Me reconcentro en mí mismo y hallo un mundo dentro de mí; pero un mundo más poblado de presentimientos y deseos oscuros que de realidades y de fuerzas vivas. Y todo, entonces, se tambalea ante mis sentidos, y sigo por el mundo con mi sonrisa de ensueño{9}.
Vemos por tanto cómo es aquí también importante el tema de la naturaleza (contrapuesta al espíritu en la antropología plana de los románticos y tantos otros de estirpe alemana, como los marxistas). Sólo con el contacto con la naturaleza, acercándose a la armonía con ella, ha podido descubrir el protagonista ese mundo interior. La naturaleza para el romántico está libre de reglas, porque las reglas acaban con los sentimientos. De ahí el miedo inicial de Werther. Ante la ausencia de reglas que la naturaleza le muestra experimenta lo sublime, se asusta a la vez que le agrada; hasta ese momento él sólo había conocido el mundo social, el mundo de las reglas. Se ve por tanto una contradicción entre la pasión y la legalidad social. Esta ausencia de reglas tiene también relación con la pureza de la infancia y el hombre primitivo (supuestamente «más cercano» a la naturaleza).
Hasta el momento, Werther había visto lo social como lo auténtico real. Pero al descubrir su interior éste se le muestra primeramente como algo irreal, desconocido hasta la fecha. Y es entonces cuando Werther empieza a cuestionarse qué es lo verdaderamente real. La preocupación por lo real y lo irreal se pone ahora de manifiesto. Lo social deja de ser lo más real y el sentimiento, la interioridad, comienza a ocupar el lugar de la razón, de la sociedad. Para la sociedad lo externo es lo real, pero ahora Werther cuestiona que eso deba ser así y lo sentencia de esta manera:
Todas las cosas de este mundo vienen a parar en bagatelas, y el que, por complacer a los demás, contra su gusto y sin necesidad, se fatiga corriendo tras la fortuna, los honores y otra cosa cualquiera, es siempre un loco{10}.
Ahora lo externo son falsas apariencias y apariencias falsas. Tras su contacto con la naturaleza Werther descubre su mundo, y éste es ahora el auténtico real. Lo más importante. Este mundo se muestra como algo borroso, confuso, como algo surgido de las tinieblas. Es algo que no puede medir ni abarcar, algo que la razón no llega a explicar, pero que él considera como lo más real, mucho más real que todo lo demás que le rodea. Surge la idea de que la felicidad no depende de la razón o del bien, sino de nuestro corazón, del sentimiento. «Mi corazón sólo lo tengo yo», dice Werther.
Aunque si bien en un principio nuestro protagonista ve en su contacto con la naturaleza el origen de ese prodigioso descubrimiento, y por ello tratará de defenderlo como lo más real, no se pierde en ella, no deja de ser consciente del poder arrollador que ésta tiene. Y sobre todo de su carácter fluido, inaprensible y casi incognoscible:
¿Puedes decir «esto existe» cuando todo pasa, cuando todo se precipita con la rapidez del rayo, sin conservar casi nunca sus esfuerzos, y se ve, ¡ay!, encadenado, tragado por el torrente, y despedazado contra las rocas? […] Lo que me roe el corazón es la fuerza devoradora que se oculta en la naturaleza, que no ha producido nada que no destruya a su prójimo o a sí mismo. De este modo avanzo yo con angustia por mi inseguro camino, rodeado del cielo, de la tierra y de sus fuerzas activas; y no veo más que un monstruo ocupado enteramente en devorar y destruir{11}.
Vemos cómo esa idea de la plenitud del yo, esa idea de hacer de su mundo interior lo plenamente real va perdiendo fuerza y se debilita cada vez más conforme nos acercamos al final del primer libro. Werther entra en conflicto consigo mismo:
Aquel sentimiento cálido y pleno de mi corazón ante la vivaz naturaleza, que inundaba mi alma con torrentes de delicias y convertía en un paraíso el mundo que me rodea, ha llegado a ser para mí un insoportable verdugo, un espíritu que me atormenta y me persigue por todas partes{12}.
Si en un principio era feliz, si todo se le mostraba halagüeño y dichoso, si el mundo que había descubierto en sí mismo era lo más importante, ahora se ha hecho consciente del conflicto. Ve ahora las contradicciones y la imposibilidad de ese despliegue y de esa realización individual que surgen ante lo social.
La felicidad interior
La dualidad entre mundo interno y mundo externo también podemos verla dentro de la concepción de felicidad. Hay una dualidad entre la felicidad de las clases altas y la felicidad de las clases bajas –la felicidad es cosa de plebeyos, dirá Goethe en otra ocasión. O, dicho de otro modo, entre las que están más en contacto con la naturaleza y las que están en menos contacto con la naturaleza. En la primera parte del Werther la felicidad aparece relacionada con el mundo interior. Esta noción de felicidad va, a su vez, acompañada de una determinada concepción de la naturaleza que ya hemos visto en el apartado anterior. Pero en la segunda parte ese mundo interior ya no es tan fuerte, las dudas de Werther sobre la fuerza de sí y el conflicto con lo social, con lo externo, producen un cambio y lo que antes era felicidad ya no lo es tanto.
No olvidemos que la obra nos muestra la historia de un amor desdichado, algo en un principio feliz, pero que no puede desembocar más que en tragedia, pues es desdichado. Así pues, Werther es un joven que únicamente intenta ser feliz. Como todo joven apasionado se emociona y le embarga todo lo que tiene que ver con la naturaleza, que tan sublime se le muestra. Lo más insignificante es siempre motivo de asombro, cada detalle parece revelar la divinidad, la gracia del mundo que hay fuera de la sociedad. Pero todo ello se verá frustrado cuando se produce el enamoramiento, un enamoramiento que le lleva al choque con todo lo moralmente establecido. Podemos ver entonces una maniobra a lo largo de la obra en la que Werther pasa de un estado de dicha inefable, en la que ni las palabras le son suficientes para describir la felicidad que siente –«¡Si pudiera yo expresar todo lo que siento! ¡Si todo lo que dentro de mí se agita con tanto calor, con tanta plenitud, pudiera yo extenderlo sobre el papel, convirtiendo éste en el espejo de mi alma, como mi alma es el espejo de Dios infinito!»{13}–, a un pesar, a una desdicha tras el conflicto amoroso en el que todo se vuelve gris, en el que todo se muestra contrario a su felicidad, llegando incluso al deseo del suicidio. Y se pregunta a sí mismo: «¿no estás loco?, ¿no te engañas a ti mismo? ¿A dónde te conducirá esta pasión indómita y sin objeto?»{14}.
Se va viendo pues, un cambio en un enamorado que, ante el terrible influjo de su amor, no puede sino luchar por mostrarse a sí mismo y cumplir su deseo de amor; a un joven que está en conflicto con la sociedad y que, inevitablemente, pierde la lucha por momentos. Pero, lo que es todavía más doloroso, los primeros reproches vienen precisamente de boca de Carlota, la cual, sabedora del fuerte impulso de su amigo, intenta calmarlo, porque si en un primer momento le parecía algo encantador e incluso gracioso, ahora comienza a volverse algo molesto, y lo mismo le sucede a Alberto: «Me juzga hombre de talento, y mi amistad con Carlota, unida al vivo interés que tomo en todas sus cosas, da más valor a su triunfo y la quiere cada vez más»{15}. Carlota, representante de la clase burguesa, y, por tanto, representante de las normas sociales y éticas, significa para Werther el cumplimiento de su deseo. Pero el cumplimiento de ese deseo no es posible, no es socialmente posible. Carlota es una mujer prometida y Werther, con desesperación creciente, se va dando cuenta de que su amor es algo imposible, al igual que ve que no puede ser feliz si se deja arrastrar por sus pasiones y por sus deseos. Tanto desenfreno no puede ser bueno. Es por ello por lo que decide marcharse del pueblo y aceptar ese puesto en la embajada, es su vuelta a lo social.
Ahora la noción de la felicidad cambia, ya no refiere al mundo interno sino que pasa a verse la felicidad en lo externo, en lo más alejado de la naturaleza, en las clases altas, en lo social en suma. Y parece que este cambio, en un principio, es benéfico para Werther:
Sí, amigo mío, confieso que tienes razón […]. Indudablemente puesto que nos han hecho de modo que todo lo comparamos con nosotros mismos, y a nosotros mismos con todo, el bien o el mal está en los objetos que nos sirven para el paralelo, y, por lo tanto, nada me parece más pernicioso que la soledad{16}.
Pero Werther no tarda en darse cuenta de que todo ello que se muestra como feliz en lo exterior no es más que algo efímero y falso. Que todo lo que parece hacer feliz a las clases más altas no es más que algo aparente y sin seguridad, la verdadera realidad no está ahí, en lo mundano. Werther siente pena por ellos y se vuelve a afianzar en su postura anterior, vuelve a hacerse fuerte la idea de la felicidad en contacto con la naturaleza y consigo mismo. De este modo condena y compadece a la vez a aquellos que buscan la felicidad en el exterior:
¡Qué pobres hombres son los que dedican toda su alma a los cumplimientos, y cuya única ambición es ocupar la silla más visible de la mesa! Se entregan con tanto ahínco a estas tonterías, que no tienen tiempo para pensar en los negocios verdaderamente importantes […] ¡Necios! No ven que el lugar no significa nada, y que el hombre que ocupa el primer puesto hace muy pocas veces el primer papel{17}.
Para cerciorarnos de esta denuncia tenemos un buen ejemplo en el deseo de Werther, en Carlota. Carlota es una mujer burguesa, y como burguesa respeta las normas, y por eso respeta su compromiso con Alberto y se casa con él. Pero es que esto se agrava, pues, efectivamente ¡Carlota está enamorada de Werther! Aunque no se atreve a decirlo para no romper su promesa. Podría muy bien romper con todo, con esas normas que no concuerdan con su interior, pero no se deja llevar por sus sentimientos y cumple con el deber siendo fiel a su prometido. Al mismo tiempo, Werther ve claro que la felicidad no puede conseguirla siguiendo el modelo de las clases altas, que la felicidad no puede conseguirla en lo exterior, en lo social. De modo que se aleja de ésta y decide volver de nuevo a Walheim; lo que supone, a su vez, volver a sí mismo, y supone volver a ver a Carlota, a las pasiones, al conflicto, al sufrimiento y, finalmente, al suicidio.
El suicido
Antes hemos dicho que el Werther es también una historia de un amor desdichado, y que como desdichado sólo puede acabar en tragedia. Con la tragedia, con el suicido, el Werther llega a su punto culminante, aquí el conflicto estalla y se muestra con claridad. Como dice Lukács, si el Werther es considerado como una de las grandes novelas de amor es porque Goethe consiguió mostrar en ella su época con todos sus grandes conflictos. Por otro lado, en el romanticismo la muerte o el suicido eran elementos muy recurrentes. Si el individuo no conseguía cumplir sus máximas, o si se contradecía consigo mismo, cosa bastante frecuente, el suicido era la solución. Y precisamente si Werther se mata no es ya sólo por el profundo dolor de su desdichado amor, sino porque, en una postura ya fanática, no le es admisible abandonar sus ideales romántico-humanistas, en ese aspecto no hay negociación ni razón que valga.
Werther ve la muerte como liberación, como un arma contra el sufrimiento. Es más, se produce un debate sobre el derecho al suicidio. Alberto y Werther entablan un debate en el que ninguno de los dos consigue convencer a su oponente, como suele suceder cuando se dialoga. Para Alberto el suicidio es inaceptable y es producto de la desesperación, para Werther sin embargo es producto de una reflexión y un convencimiento subjetivo, y, por ello, moralmente válido. Werther muere por convencimiento y arrastre de las pasiones:
La naturaleza humana […] tiene sus límites; puede soportar, hasta cierto grado, la alegría, la pena, el dolor; si pasa más allá, sucumbe. No se trata, pues, de saber si un hombre es fuerte o débil, sino de soportar la tensión de su desgracia, sea moral, sea física; y me parece tan ridículo decir que un hombre que se suicida es cobarde, como absurdo sería dar el mismo nombre al que muere de una fiebre maligna{18}.
Vemos perfectamente cómo para Werther el suicidio es moralmente aceptable, incluso bueno, porque no es capaz de soportar por más tiempo el conflicto irresoluble al que sus pasiones, tan reales, lo tienen atado. Además, él mismo se ha dado la legitimidad para ello en su propia reflexión. No se trata de algo que se haga por capricho o por debilidad. Es algo que forma parte de la lucha por unos ideales, y es la única salida que ve Werther ante el fracaso de dicha lucha. El que no puede realizarse a sí mismo, el que no logra el triunfo del mundo interior frente a la falsedad y la opresión de lo exterior, el que no logra el triunfo de su voluntad y su sentimiento tiene pleno derecho a la muerte. Aunque para Alberto ninguna justificación es posible, y el suicidio, que es pecado, le es inadmisible. Pero casi podríamos decir que Werther, al pretender triunfar en su suicidio, lo que hace el perder en la lucha. Es imposible recuperar la armonía entre el hombre y la naturaleza, es imposible el sueño romántico, que no desemboca más que en dolor y pesadillas.
Lo que tenemos aquí es una capitulación de Werther frente a la sociedad. La sociedad ha ganado la lucha y nada ha cambiado, lo socialmente establecido sigue igual. Quizá podría interpretarse este resultado como una crítica de Goethe a los ideales románticos que ya en ese momento estaban tomando auge. Goethe habría sido consciente de la imposibilidad de la realización de este hombre nuevo y por eso no hay más remedio que el suicido de Werther. Si Werther en lugar de suicidarse hubiese, por ejemplo, raptado a Carlota o hubiera huido con ella y hubiese con ello ganado la partida, Goethe estaría dando una salida viable a los ideales románticos. Pero estos ensueños germánicos, este idealismo con escaso sostén, como vemos en Werther y vemos cada día en tantos de nuestros conciudadanos y dirigentes políticos, no lleva más que a lo imposible, al error e incluso al terror, a una metafísica que desemboca en un nihilismo capaz de destrozar cualquier vida, cualquier sociedad, cualquier nación.
Como narraba George Orwell en 1984 al explicar cómo el Partido remueve una y otra vez el pasado para ajustarlo a sus intereses, al hacer de toda verdad la verdad circunstancial del Partido, permanentemente vigilante a través de su Policía del Pensamiento, se genera un nihilismo generalizado que afecta no sólo a la historia, que queda sin reliquias y relatos sobre los que operar, sino a todas las ciencias y a cualquier otra verdad por más evidente que fuera. Puesto que «su filosofía negaba tácitamente no sólo la validez de la experiencia, sino la propia existencia de la realidad externa. El sentido común era la peor herejía. Y lo terrorífico no era que te mataran por pensar de otra manera, sino porque era posible que tuviesen razón. Pues, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son cuatro? O que la fuerza de la gravedad actúa. O que el pasado es inalterable. Si tanto el pasado como el mundo externo existen sólo en la mente y esta es controlable… ¿qué nos queda?»{19}. Si la libertad reside en el individuo en vez de en las condiciones materiales objetivas que permitan una pluralidad de alternativas, una libertad para; si la realidad depende del infinito sentimiento que se despliega desde el «interior» del individuo; si carecemos de referentes objetuales en los que operar; si la individuación nihilista sirve para aislar a cada sujeto de los demás a la vez que se masifican, por paradójico que parezca, homogeneizando todo lo posible en colectivos victimizados, en guerras de sexos absurdas, intentando reducir las complejas identidades personales a las vulgares preferencias sexuales de cada cual; si marchamos felices a una sociedad solipsista, a una sociedad de mónadas masificadas, ¿qué nos queda? Nada. Al menos nada bueno. Pero todo merecido.
——
{1} Rüdiger Safranski, Romanticismo, una odisea del espíritu alemán, Tusquets, Barcelona, 2009, pág. 22.
{2} Isaiah Berlin, Las raíces del Romanticismo, Taurus, Madrid, 2000, pág. 28.
{3} Ibíd., pág. 122.
{4} Immanuel Kant, La Religión dentro de los límites de la mera Razón, Alianza Editorial, Madrid, 2007, pág. 23.
{5} Georg Lukács, Goethe y su época, Ediciones Grijalbo, S. A., Barcelona-México D. F., 1968, pág. 74.
{6} El plebeyismo es un rasgo muy característico en Rousseau.
{7} Johann Wolfgang Goethe, Penas del joven Werther, Alianza Editorial, Madrid, 2009, pág. 104.
{8} Johann Wolfgang Goethe, Penas del joven Werther, Alianza Editorial, Madrid, 2009, pág. 81.
{9} Ibíd. Pág. 25-26.
{10} Ibíd. Pág. 56.
{11} Ibíd. Pág. 69.
{12} Ibíd. Pág. 67.
{13} Ibíd. Pág. 21.
{14} Ibíd. Pág. 71.
{15} Ibíd. Pág. 58.
{16} Ibíd. Pág. 81.
{17} Ibíd. Pág. 85.
{18} Johann Wolfgang Goethe, Penas del joven Werther, Alianza Editorial, Madrid, 2009, pág. 64.
{19} George Orwell, 1984, Penguin Random House, 2021, pág. 90.