El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 200 · julio-septiembre 2022 · página 9
Artículos

La mejora (bio)tecnológica y sus enemigos

Mario Rodríguez Tauste

Hacia una ética de la regulación

motivo

“La artificialidad en la acción, en el pensar y en el soñar es el medio interior a través del cual el hombre, en cuanto ser viviente natural, está en acuerdo consigo mismo.”
Helmuth Plessner

Introducción

Si algo caracteriza al ser humano es el ejercicio constante de mejora que de sí mismo ha llevado a cabo a lo largo de su historia. Lo que hoy somos es en gran medida producto de los esfuerzos meliorativos de nuestros antepasados. De aquí que, en principio, no parezca congruente que la mejora humana sea objeto de algunos de los más agudos debates y polémicas de la actualidad.

En las últimas décadas, los avances científicos y tecnológicos han traído consigo numerosas propuestas de mejora. Entre ellas, han suscitado especial interés aquellas propuestas relacionadas con la selección de embriones (a través de la fecundación in vitro y el diagnóstico genético pre-implantacional), la edición genética (tanto en línea germinal como somática) a través de la técnica CRISPR-cas9, así como la clonación, la desextinción de algunas especies animales o la prevención de enfermedades, por citar sólo algunos ejemplos. A su vez, el creciente desarrollo de la robótica y las ciencias de la computación ha propiciado una ingente cantidad de proyectos de mejora, muchos de las cuales ya llevan algún tiempo poniéndose en práctica (como es el caso de los robots usados en guerras a control remoto o los robots asistenciales). La inteligencia artificial, por su parte, abre un amplísimo horizonte de posibilidades y su importancia ha quedado ampliamente constatada por la competición voraz que las principales potencias mundiales mantienen en torno a ella.

Estos son, por supuesto, sólo algunos de los ejemplos más destacados en lo que respecta al potencial meliorativo de buena parte de las tecnologías que ya tenemos a nuestra disposición. Dado un contexto como este, no parece descabellado pensar que el uso de determinadas (bio)tecnologías como medio para llevar a cabo estas mejoras constituya la causa principal del presente debate. No obstante, nosotros consideramos que la raíz del problema se halla en una distinción realmente problemática que está a la base de muchas de las controversias suscitadas, a saber: la distinción entre terapia y mejora. En consecuencia, nuestro trabajo parte de una pregunta fundamental: ¿por qué no deberíamos usar la tecnología para mejorarnos, y en cambio sí para curarnos?

A este respecto, en la primera sección de nuestro trabajo expondremos nuestra posición con respecto a la distinción terapia/mejora y sostendremos que buena parte de las posturas que afirman que la tecnología debe usarse para curarnos pero no para mejorarnos acaban naturalizando un estado típico que funciona como punto de demarcación contingente, fijando así un estatus de normalidad que queda reificado y que se pretende inalterable. A su vez, argumentaremos en contra de algunos detractores de la mejora que basan su crítica en cierta noción problemática de la naturaleza humana, discutiendo algunas de sus tesis y dando cuenta de lo infundado de sus posturas.

La segunda sección estará dedicada al esbozo de una apuesta propositiva acerca de los límites que deben ponerse a la mejora. Para ello, discutiremos en primer lugar algunos de los límites propuestos por otros autores y concluiremos exponiendo los criterios que a nuestro juicio deben regir las intervenciones meliorativas y terapéuticas partiendo de la filosofía moral del materialismo filosófico de Gustavo Bueno.

1. Caracterización de la problemática

Encontrar la verdadera problemática moral que subyace a una controversia no sólo es el primer paso, sino también el más importante para el correcto desarrollo de un análisis ético: si erramos al identificar la problemática, el desarrollo posterior no contribuirá a su resolución. Es cierto que en la cuestión que nos atañe no existe un único problema moral, lo cual es comprensible dada la variedad de mejoras que se plantean. No hay una mejora ni hay un transhumanismo, sino mejoras y transhumanismos{1}. Por ello consideramos que no se los puede criticar en términos absolutos. Hacer tal cosa sería como criticar a la izquierda política de manera general: de ello resultaría una crítica burda e imprecisa, pues hay distintas izquierdas, a menudo en conflicto.

Hablaremos aquí de proyectos de mejora y no de proyectos transhumanistas porque consideramos que se puede ser favorable a ciertas mejoras –siempre que cumplan determinadas condiciones– sin asumir muchos de los presupuestos de los ideólogos transhumanistas e incluso desde un humanismo crítico con las utopías posthumanas que algunos de ellos plantean. Como bien ha señalado Diéguez (2021), “cabe ser un defensor proactivo de la tecnología en su aplicación a la superación de las miserias que han acompañado históricamente a la condición humana sin ser por ello un transhumanista partidario de un laissez faire tecnológico” (p. 94)

En efecto, si bien todo transhumanista es pro-mejora, no todo pro-mejora es transhumanista. Para aquellos que mantienen una postura favorable a la mejora sin adoptar por ello los presupuestos transhumanistas (o incluso rechazándolos), la tecnología puede ser una herramienta útil para mejorar nuestras vidas, siempre y cuando se utilice en observancia de ciertos límites para conseguir objetivos muy concretos que, no obstante, pueden variar significativamente dependiendo de lo que entendamos por “mejora”. En cambio, el transhumanismo tiene a su base toda una serie de presupuestos ideológicos que en ningún caso es necesario aceptar para apoyar determinados proyectos de mejora.

Dado que distinguir transhumanismo y mejora humana en función de sus respectivos proyectos puede resultar confuso en la medida en que muchos de estos proyectos pueden en ocasiones solaparse, desdibujando así la frontera entre ambos y complicando la distinción, creemos que pertenecer a un grupo u otro dependerá de si se asumen o no algunos de los principales presupuestos teóricos del transhumanismo, tales como una concepción pesimista de nuestra biología, entendida como una limitación en virtud de la cual seríamos una suerte de “animal enfermo” –como dijera Nietzsche– o un “ser deficitario” –por expresarlo en términos de Gehlen– que tendría que suplir su carencia biológica a través de la intervención (bio)tecnológica sobre su organismo; una negación rotunda de la existencia de la naturaleza humana; la búsqueda de una evolución inducida a través de la tecnología que supere la evolución natural y dirija nuestro tránsito hacia una nueva especie; la asunción de un marcado determinismo tecnológico; así como toda una serie de ambiciosas pretensiones que van desde la consecución de la inmortalidad –a través del volcado de nuestra mente en un ordenador– a la creación de la singularidad –una suerte de superinteligencia tecnológica capaz de autoperfeccionarse indefinidamente–.

Es importante señalar que hay proyectos de mejora radicalmente distintos e incluso incompatibles entre sí. Sin embargo, si se engloba a estos proyectos bajo un mismo rótulo se debe a que tienen en común algunas características cruciales que definen su pertenencia a un conjunto determinado. ¿Cuáles son estas características? O, dicho de otra manera, ¿qué condiciones tiene que cumplir un proyecto para que se lo pueda considerar como perteneciente al conjunto de este tipo particular de proyectos de mejora? Nosotros estableceremos dos condiciones fundamentales, a saber: i) que dicho proyecto tenga por objeto la mejora humana y ii) que utilice biotecnologías u otras técnicas basadas en el uso de máquinas sofisticadas, robótica, inteligencia artificial y ciencias de la computación, entre otras.

Muchos han visto en la segunda condición el carácter más problemático de la mejora. Para ellos, el uso de estas técnicas convierte a la mejora en algo moralmente cuestionable. Para nosotros, empero, quienes sostienen que es la segunda condición la que motiva la controversia no cumplen con el requisito empírico que toda argumentación debe cumplir para ser aceptada como una justificación formalmente correcta, ya que, al analizar esta posición desde un método procedimentalista, en seguida observamos que no es compatible con la realidad fáctica: en efecto, la implementación de muchas de estas técnicas para el restablecimiento de la salud y/o el incremento de las funciones y el bienestar de quienes padecen una situación clínica deficitaria con respecto a la situación promedio en la que se encuentra la mayoría de seres humanos, es algo que se viene realizando desde hace tiempo sin suscitar grandes polémicas. Parece, por tanto, que es la mejora a través de este tipo de técnicas la que supone un problema. Pero obsérvese que aquí la naturaleza de tales técnicas no juega un papel relevante, dado que su uso terapéutico no es problemático. Si éstas se usan tanto para curar como para mejorar, y mejorar es problemático mientras que curar no lo es, entonces podemos concluir que la problemática moral que subyace a la controversia reside en la distinción entre el uso terapéutico y el uso meliorativo de estas técnicas.

En los siguientes apartados abordaremos de manera más prolija esta problemática. Sostendremos que la defensa de un uso terapéutico como frontera infranqueable de la implementación de tales técnicas obedece a la naturalización de un punto de demarcación contingente que queda reificado y que se pretende inalterable.

2. ¿Por qué curar sí y mejorar no?

Si el uso de estas tecnologías es admisible para curar, pero no lo es para mejorar, debe haber alguna diferencia cualitativamente relevante entre la terapia y la mejora que dé cuenta de la inadmisibilidad de la segunda por contraposición a la defensa de la primera. Cuando hablamos de terapia y de mejora siempre tenemos en mente un estado típico que ha de constituir algo así como un punto de referencia desde el cual considerar los estados que se hallen por debajo del mismo como deficitarios y los estados que se hallen por encima como extraordinarios. Para distinguir la terapia de la mejora, consideradas en sí mismas, tomaremos como parámetro demarcador este estado típico: llamaremos “terapia” a la actividad que tiene por objeto compensar un estado deficitario para restituir o alcanzar el estado típico, y llamaremos “mejora” a la actividad que se propone la consecución de un estado extraordinario por medio de la superación del estado típico. En este sentido, nos adscribimos a la posición “no-medicina”, defendida por autores como Norman Daniels (2000) o Pellegrino (2004) (cit. en Frías, 2014), que concibe la mejora como aquella que trata de ir más allá del estado que los tratamientos terapéuticos pretenden alcanzar.

Rechazamos, por tanto, la definición bienestarista que ofrecen algunos expertos en bioética, ya que imposibilita la distinción entre terapia y mejora en la medida en que considera que “una mejora es un cambio en nuestra biología y psicología que aumenta nuestro bienestar” (Savulescu, 2021, 29), y entendemos que tanto la terapia como la mejora podrían definirse de esta manera. Tampoco aceptamos las posturas{2} que incluyen la intervención biomédica como uno de los elementos necesarios y definitorios de la mejora, pues corren el riesgo de caer en un excepcionalismo biotecnológico (Buchanan, 2011, 150) que no tenga en cuenta el uso de las tecnologías de la computación, la robótica o la inteligencia artificial en estas intervenciones meliorativas.

Ahora bien, ¿qué es este estado, este punto de demarcación con respecto al cual situamos a la terapia y a la mejora? Es evidente que no puede tratarse simple y llanamente de la salud{3}, pero tampoco puede ser entendido como nuestra naturaleza, dado que lo que se entiende por naturaleza humana comprende un amplio abanico de estados donde tienen cabida tanto los deficitarios como los ordinarios y extraordinarios. Nosotros lo entendemos como un nivel funcional promedio compartido de manera típica por una gran mayoría de humanos, definido estadísticamente{4} y relativo a distintos ámbitos (cognitivo, físico, anímico o moral, entre otros){5}. Un nivel funcional promedio que buena parte de las posturas favorables a la terapia pero contrarias a la mejora acaban naturalizando y erigiendo en norma inalterable. En la medida en que tal nivel funcional promedio constituye en realidad un punto de demarcación contingente, consideramos indeseable su reificación por cuanto supone fijar un estatus de normalidad (estatus natural) con respecto al cual clasificar distintos estados como estados a evitar o a corregir.

3. La disputa por la naturaleza humana

Uno de los autores que más ha insistido en la importancia evitar que la tecnología altere la naturaleza humana es Fukuyama. En Our Posthuman Future: Consequences of the Biotechnologic Revolution, Fukuyama sostiene que la biotecnología amenaza con crear una nueva especie con la que ya no compartamos un supuesto sustrato genético natural de fondo que nos definiría como humanos frente a otras especies y en el cual se sustentarían los principios morales que garantizan nuestra igualdad y libertad (Moreno, 2003, 17). Para Fukuyama, la naturaleza humana estaría formada por una serie de conductas y rasgos específicamente propios que podrían explicarse genéticamente. Estos rasgos y conductas se habrían configurado evolutivamente constituyendo el fundamento básico de la moralidad. En la medida en que considera que los derechos humanos tienen su base en esta naturaleza, Fukuyama se posiciona en contra de este tipo de mejoras.

Otro de los autores que mantienen una postura conservadora a este respecto es L. R. Kass. El temor de Kass es que el uso de las biotecnologías, especialmente en el caso de la clonación, tenga como resultado nuestra deshumanización, pues “empleadas de manera no beneficiosa para el hombre, marcarían el fin de la existencia humana que hasta ahora hemos tenido, por una vida dirigida y controlada por la mano del hombre” (Ponce del Castillo, 2006, 197). Esta deshumanización sería consecuencia del poder que el saber biotecnológico podría conferir a los humanos para controlar el futuro, del tránsito de una evolución natural a una evolución inducida, de la pérdida de individualidad e identidad como consecuencia de ser diseñados en lugar de nacer naturalmente y del reemplazo de la reproducción sexual por la manufactura (Kass, 1985). Cuando Kass nos habla de “deshumanización” toca de manera tangencial uno de los aspectos más destacados por Fukuyama, a saber: la existencia de una suerte de naturaleza humana, de un sustrato natural genético cuya alteración podría deshumanizarnos, esto es, despojarnos de lo que nos identifica como especie. Sin embargo, para nosotros, la concepción de naturaleza humana que subyace a las tesis de Fukuyama y Kass es una idea postulada ad hoc con el objeto de deslegitimar algunos tipos de mejora, y creemos conveniente contraponer a ésta los argumentos desarrollados por Antonio Diéguez al respecto.

Como Diéguez señala, los intentos por defender la excéntrica unicidad de lo humano a partir de la atribución de rasgos exclusivos que establecerían diferencias esenciales con otras especies han fracasado, dejando paso a una concepción de corte evolucionista que subraya el carácter gradual de las diferencias entre animales humanos y no humanos. De hecho, como Richard Lewontin (2001) ha explicado, nuestro genoma no es común a todos los miembros de la especie, ni siquiera es exclusivo del Homo Sapiens, ya que compartimos muchos componentes genéticos con algunos primates (cit. en Diéguez, 2021, 115).

No obstante, si carece de sentido proteger nuestra naturaleza como algo sagrado que ha de permanecer inalterado y de lo cual se pueden derivar consecuencias morales es sobre todo porque “los rasgos que puedan considerarse como característicos de nuestra naturaleza humana son productos contingentes de la evolución biológica y, por ende, están sujetos a posibles cambios evolutivos” (Diéguez, 2021, 122). Es decir, que no existe componente alguno en nuestra naturaleza que pueda considerarse esencial, que pueda definirnos universal y definitivamente.

Hay otros elementos presentes en el discurso de Kass que son basales en el pensamiento de algunos críticos de la mejora biotecnológica. Concretamente, la distinción entre nacer naturalmente y ser diseñado es la clave de la crítica de Habermas a la eugenesia liberal, así como de las reflexiones de Sandel en torno a la ética del don{6}.

Aquí trataremos con más detenimiento el pensamiento de Habermas al respecto, dejando los planteamientos de Sandel para otra ocasión.

Si bien es cierto que se suele agrupar a Habermas junto a otros defensores de la protección de la naturaleza humana frente a las intervenciones tecnológicas meliorativas{7}, consideramos que su postura se sitúa en otro plano en la medida en que Habermas no apela tanto a la necesidad de mantener intacta nuestra naturaleza como a la importancia de conservar nuestra indisponibilidad genética. Consideramos relevante esta diferencia porque, desde su planteamiento, Habermas no tendría por qué tener problemas con aquellas mejoras que no implicaran la selección o edición genética de futuros seres humanos; no tendría por qué oponerse, por ejemplo, a la biomejora moral de individuos adultos.

Para Habermas, las intervenciones eugenésicas basadas en la selección genética pueden alterar profundamente nuestra autocomprensión ética como especie (Habermas, 2001, 60). No obstante, en este trabajo trataremos de mostrar cómo a su argumentación también subyace, en última instancia, la problemática derivada de la distinción entre el uso terapéutico y el uso meliorativo de la biotecnología. A su vez, demostraremos que el criterio que Habermas utiliza para posicionarse a favor de la terapia y en contra de la mejora es del todo insuficiente.

Habermas parte de la distinción aristotélica entre la razón teórica o contemplativa y la razón calculadora o deliberativa. Dentro de esta última, Aristóteles distingue entre el uso técnico y el uso práctico de la razón. En el uso técnico encontramos la producción o el arte. Se trata del uso instrumental por medio del cual nos procuramos los medios necesarios para la consecución de un objeto cuyo principio está en el productor y no en lo producido, a diferencia del objeto natural, que tiene en sí mismo el principio de su movimiento. El uso práctico, por su parte, es el ámbito de la prudencia. Se trata de la acción moral propiamente dicha. A diferencia de la producción, la praxis tiene su fin en sí misma.

No obstante, Habermas llama “praxis” a la actividad propia del agricultor (cuidar), del médico (curar) y del ganadero (criar), y lo hace porque considera que todas ellas tienen en común “el respeto por la dinámica propia de una naturaleza que se autorregula” (Habermas, 2001, 65). Frente a estas actividades terapéuticas se encuentra la actividad tecnogenética. Ésta, a diferencia de las primeras, no respetaría las dinámicas naturales. Sin embargo, Habermas se equivoca a este respecto: la actividad del agricultor, del médico y del ganadero pertenecen al ámbito de la técnica, aunque se trate de una técnica acompañada, si se quiere, de cierta precaución moral. No obstante, esta precaución no convierte a la técnica en praxis, en acción moral, ya que para Aristóteles “ambas se excluyen recíprocamente (…) la producción y la acción son diferentes, necesariamente el arte tiene que referirse a la producción y no a la acción” (cf. EN VI 4, 1140a5-17).

Cuidar, curar y criar son actividades técnicas que no tienen su fin en sí mismas, que no son, por tanto, propias del ámbito de la praxis, sino del arte o producción. Habermas las hace pasar por “praxis” a fin de dotarlas de contenido moral y contraponerlas a las tecnogenéticas, que carecerían de moralidad porque en lugar de respetar la actividad autorreguladora de la naturaleza plantearían “la desdiferenciación de una distinción fundamental también constitutiva de nuestra autocomprensión como especie” (Habermas, 2001, 66), esto es, la ruptura de la diferencia entre lo crecido y lo hecho. Aquellos a quienes les fueran aplicadas estas biotecnologías no habrían nacido naturalmente, no habrían crecido sino que habrían sido diseñados, habrían sido hechos. Esto podría socavar, según Habermas, su autocomprensión ética.

Sin embargo, Habermas no condena las intervenciones terapéuticas preventivas de este tipo, ya que quienes deciden que tal intervención se lleve a cabo pueden suponer el futuro consenso del intervenido, mientras que en el caso de la intervención meliorativa, el agente que guía el proceso selectivo no puede suponer la conformidad virtual del intervenido porque actúa instrumentalmente de acuerdo a sus propios y arbitrarios intereses, y aquí “la intervención genética adopta la forma de una tecnificación de la naturaleza humana” (Habermas, 2001, 75).

De lo expuesto por Habermas se sigue que si se puede suponer el consenso, la intervención biotécnica no sólo es permisible sino además deseable, de modo que el problema de la autocomprensión ética del sujeto intervenido terapéuticamente parece quedar en un segundo plano, parece ser un mal menor que no restaría legitimidad a la intervención. Pero, entonces, el problema principal no sería la posible alteración de la autocomprensión ética del sujeto intervenido, sino la imposibilidad de contar virtualmente con su futuro consenso.

Para nosotros, sin embargo, no está claro que las intervenciones biotécnicas meliorativas no puedan suponer la conformidad futura del intervenido. Si unos padres introducen en la genética de su futuro hijo una mejora que contribuya a, por ejemplo, tolerar la frustración o ser más respetuoso con los demás, está claro que esto le aportará una mayor calidad de vida y le ayudará a conducirse de manera más óptima tanto psicológica como moralmente hablando. ¿No es esto acaso un bien objetivo que podría contar con el beneplácito de su hijo? ¿Realmente no hay ninguna mejora con la que el sujeto pueda estar conforme en el futuro? A este respecto, Habermas señala lo siguiente: “puesto que no nos es posible un conocimiento objetivo de los valores más allá de nuestras propias convicciones morales, y puesto que a todo saber ético se le atribuye la perspectiva de la primera persona, resulta excesivo esperar que la constitución finita del espíritu humano pueda señalar qué don genético es el mejor para las biografías de nuestros hijos” (Habermas, 2001, 117).

Como podemos ver, Habermas se acerca aquí a un peligroso escepticismo moral que pide el principio al afirmar que no podemos conocer de manera objetiva ningún valor moral allende nuestras propias concepciones de lo correcto. Del hecho de que nuestros juicios morales a veces estén sesgados por nuestras convicciones morales no se sigue que sea imposible conocer de manera objetiva lo bueno o lo malo. Con este planteamiento, Habermas amenaza la hipótesis normativa que da sentido a toda ética. Si la imposibilidad de suponer la futura conformidad del sujeto meliorativamente intervenido se funda en este escepticismo, no podemos entonces estar de acuerdo con ella y, por tanto, consideramos que el criterio del consenso es insuficiente para dirimir el conflicto entre terapia y mejora. Ahora bien, si, por el contrario, lo que prima es conservar nuestra autocomprensión ética como especie, entonces el consenso pierde relevancia ante la prioridad de tal conservación. Y, en ese caso, ¿cómo podríamos suponer virtualmente el futuro consenso de alguien acerca de algo supuestamente tan importante como la alteración de su autocomprensión ética?

Es cierto que Habermas podría argüir que lo que él está criticando es la eugenesia liberal y no cualquier tipo de eugenesia. Podría decir que en la eugenesia de la que él habla –en la medida en que los progenitores tienen libertad para seleccionar según sus propias preferencias– no podemos contar con que la decisión de los padres vaya a contribuir a una mejora objetiva que pueda gozar de la futura conformidad de su hijo. Pero, de nuevo, nos encontramos con el mismo problema: tanto la eugenesia liberal como la eugenesia regulada seguirían constituyendo un peligro para nuestra autocomprensión ética como especie.

Como vemos, parece que a Habermas no le importa tanto como parece la cuestión de nuestra autocomprensión ética. Así, cuando se le plantea la objeción de que la autocomprensión del sujeto intervenido sólo podría verse afectada si éste fuera conocedor de la intervención de la que ha sido objeto y que, por tanto, podríamos solucionar este problema absteniéndonos de contarle la verdad, Habermas se cuestiona “si es admisible escamotearle a una persona el conocimiento de un hecho biográficamente importante” (Habermas, 2001, 114). Parece evidente que si la autocomprensión ética del sujeto intervenido fuera tan importante, en términos consecuenciales sería preferible esconderle la verdad. Si Habermas respondiese diciendo que el suyo es un criterio deontológico, entonces su argumentación se revelaría incoherente, ya que su posición en contra de la biotecnología ha apelado fundamentalmente a las consecuencias que para el sujeto intervenido tendría la intervención.

Por otra parte, ni siquiera está claro que los individuos que fueran objeto de una intervención biotecnológica de estas características vieran alterada su autocomprensión ética. Y, aunque fuera el caso, no puede demostrarse que la variación de tal autocomprensión dependa del mantenimiento de nuestra indisponibilidad genética. Es evidente que nuestra autocomprensión ética ha variado a lo largo de la historia debido a otras causas. Así, por ejemplo, el hecho de pasar de concebirnos como hijos de Dios con un destino mejor en otra vida a concebirnos como producto contingente de la evolución con la muerte como final ineludible de nuestra existencia debió constituir una alteración drástica de nuestra autocomprensión ética independiente de nuestra indisponibilidad genética.

Puede observarse cómo, en última instancia, el problema de Habermas no es la alteración de nuestra autocomprensión ética –que, por otro lado, es también muy cuestionable–, sino la distinción entre las intervenciones terapéuticas y las meliorativas. Para Habermas, no obstante, la admisibilidad de la terapia con respecto a la inadmisibilidad de la mejora no se basaría en la presuposición de una naturaleza humana normativamente inalterable, a diferencia de otras posturas que ya hemos descrito, sino en la posibilidad de suponer el consenso del intervenido. Empero, como hemos mostrado, este criterio es insuficiente y no permite un posicionamiento moral debidamente fundamentado a favor de la terapia y en contra de la mejora.

De lo expuesto anteriormente no se sigue en absoluto que podamos disponer del ser humano a nuestro antojo para efectuar las mejoras que deseemos. Es indudable que la mejora ha de tener límites, pero ha de tratarse de límites debidamente fundamentados.

A continuación, discutiremos una de las razones que podrían argüirse para distinguir no ya a la terapia de la mejora, sino a las mejoras tecnológicas que serían admisibles de las que no lo serían. Posteriormente, propondremos un criterio para establecer de manera justificada los límites que deben ponerse a la mejora.

4. Los límites de la mejora

En Meditación de la técnica, Ortega argumenta que en la medida en la que el ser del hombre es puro proyecto que ha de ir configurándose mediante la realización de las posibilidades que le brinda su circunstancia, “el hombre, quiera o no, tiene que hacerse a sí mismo, autofabricarse (…) se encuentra, antes que en ninguna otra, en la situación del técnico” (Ortega, 1939, 341). El ser humano, por tanto, no se puede entender sin la técnica. A través de ella realiza su tarea extranatural. Gracias a ella se sobrepone a un mundo que le es hostil, se sobrepone a su circunstancia.

Hay, no obstante, quienes podrían argüir que los proyectos de mejora que plantean las tecnologías actuales no se pueden asimilar a la mejora técnica de la que hablaba Ortega. Para ellos, la diferencia fundamental residiría en el grado de invasión que conllevan las intervenciones. Muchas de las mejoras que actualmente se proponen se aplican sobre el propio cuerpo y la propia genética, con un mayor grado de interioridad y alcance invasivo. Sin embargo, si partimos de la unión indisoluble que Ortega establece entre el yo y la circunstancia, este intento de distinguir una mejora técnica de otra carece de sentido. En efecto, Ortega considera que a través de la técnica podemos emanciparnos de las difíciles condiciones que nos impone nuestra circunstancia. Pero Ortega no entiende por circunstancia sólo el mundo externo. Nuestro cuerpo y nuestra psicología son también parte de nuestra circunstancia: “Yo no soy mi cuerpo; me encuentro con él y con él tengo que vivir, sea sano, sea enfermo, pero tampoco soy mi alma: también me encuentro con ella (…) cuerpo y alma son cosas, y yo no soy una cosa, sino un drama, una lucha por llegar a ser lo que tengo que ser” (Ortega, 1939, 339). En la medida en que toda mejora de la circunstancia repercute en una mejora del yo, el grado de invasión de la intervención no establece límite alguno ni introduce un criterio válido para delimitar las mejoras que son legítimas de las que no lo son.

Es cierto que, como ha señalado Diéguez, hay en la obra de Ortega algunos aspectos relevantes que podrían constituir límites a la mejora, como la moral del esfuerzo deportivo o la condición según la cual el uso de la técnica ha de mantener como objetivo un aumento de posibilidades que contribuya a la consecución de nuestro proyecto vital (Diéguez, 2017, 184). La moral del esfuerzo deportivo consistiría en un término medio entre el esfuerzo heroico del idealista –que persigue una meta inalcanzable sin tener en cuenta las circunstancias en las que se halla inmerso– y el esfuerzo puro y burdo –propio de un voluntarismo carente de ideales–. La moral del esfuerzo deportivo, por tanto, constituiría la opción realista, esto es: se trataría de tener en cuenta las restricciones impuestas por nuestra circunstancia a la hora de realizar ideales propios a través de un proyecto reglamentado que guíe nuestro camino hacia la consecución de tales ideales. Ahora bien, para nosotros, la moral del esfuerzo deportivo no es tanto un límite a la mejora como un freno a la arrogancia propia de las pretensiones de algunos transhumanistas, a veces tan descabelladas e incompatibles con las condiciones empíricas existentes de facto.

Por otra parte, pensamos que el criterio según el cual no deberían ser permitidas todas aquellas mejoras que no supusieran un aumento de posibilidades útil para la realización de un proyecto vital auténtico constituye un límite vago y abstracto, difícilmente determinable en su concreción práctica. En efecto, como el mismo Diéguez reconoce, las mejoras que pueden aumentar las posibilidades y contribuir a la consecución de un proyecto vital auténtico son de muy diversa índole y dependen del proyecto vital del que en cada caso se trate (Diéguez, 2017, 193).

Lo que Diéguez deja claro es que, para Ortega, el tránsito hacia una etapa posthumana sería inadmisible. Aquí residiría el más férreo de los límites, dado que la técnica carecería de sentido si ya no fuera humana la circunstancia a reformar y si la mejora ya no estuviera al servicio del hombre. Se trata, en última instancia, de un límite con sesgos antropocéntricos que no justifica adecuadamente su parcialidad a favor de la especie humana.

Como es sabido, muchos argumentos parciales a favor de la humanidad resultan arbitrarios y se pueden equiparar a posturas especistas, sexistas o racistas en la medida en que discriminan de manera infundada en función del criterio de pertenencia a un grupo determinado. No obstante, es posible justificar esta parcialidad sin fundarla en tal criterio de pertenencia. En esta línea, Thomas Hurka (1997) ha establecido una doble base en virtud de la cual nuestra parcialidad a favor de la humanidad o, más concretamente, hacia nuestros apegos, puede ser razonable: i) el hecho de que nuestras relaciones y vínculos con otros humanos producen un valor positivo y ii) de que nuestra interacción a través de estas relaciones ha dado lugar a su vez a una historia compartida que también ha generado un valor positivo (cit. en Pugh, Kahane y Savulescu, 2021, 115){8}. Podría argüirse que, aun suponiendo válida esta doble base, sólo podría atribuirse a nuestros apegos más cercanos. No obstante, los argumentos de Hurka pueden extenderse también a nuestra relación con los demás miembros de nuestro país: aunque no conozcamos a la gran mayoría de nuestros compatriotas, puede decirse que compartimos una historia cuyo transcurso ha generado bienes valiosos. Nuestro bienestar como ciudadanos de una misma nación, por ejemplo, ha aumentado considerablemente en los últimos cien años de nuestra historia, de modo que, aunque no hayamos interactuado directamente entre nosotros, estamos vinculados por esta historia común que ha producido bienes valiosos a lo largo de su desarrollo.

Si consideramos que el valor otorgado a nuestros apegos más cercanos o a la relación que nos une a nuestros compatriotas puede hacerse extensible al resto de la humanidad, es posible ofrecer un argumento de parcialidad basado en valores extrínsecos que constituya un límite objetivo y justificado a la mejora. Si las mejoras no introducen discontinuidad alguna en la historia valiosa que nos vincula, no podría decirse que estuvieran socavando el valor que la humanidad porta y no deberíamos, en principio, proceder a su limitación (Pugh, Kahane y Savulescu, 2021, 127).

Si bien es cierto que esta propuesta justifica su parcialidad a favor de la humanidad, no permite establecer límites claros a la mejora. En efecto, no es fácil determinar el modo en que se establecería la discontinuidad que separaría la historia humana de la posthumana. De hecho, es perfectamente plausible que nuestra conversión en una nueva especie se produjera de manera continua y paulatina, de manera que la historia compartida por los individuos de la nueva especie siguiera siendo nuestra historia en la medida en que no se habría producido discontinuidad alguna.

Alguien podría argüir que, aunque nuestro tránsito hacia la etapa posthumana se produjera de manera paulatina, existiría un punto en el que el proceso de conversión finalizara y este punto constituiría el momento a partir del cual seríamos efectivamente una nueva especie, de modo que podríamos hablar de este momento fronterizo como una discontinuidad en nuestra historia. Sin embargo, aunque este punto pudiera ser precisado, no está claro que constituyera una discontinuidad. Antes bien, podría servir de puente entre la especie humana y la posthumana. De hecho, considerar este momento fronterizo como el lugar de asentamiento de una discontinuidad radical supondría vincular estrechamente la historia con la categoría de especie, cosa que no puede hacerse salvo convencionalmente, a título de delimitación formal.

No pretendemos empero negar que pueda establecerse una discontinuidad en nuestra historia compartida, así como tampoco afirmamos que sea imposible identificar de qué manera y en qué momento se establecería. Lo realmente relevante a este respecto es que razonar en estos términos nos obliga a situarnos en un nivel de abstracción inadmisible, máxime cuando se trata de determinar los límites concretos de aplicación de las mejoras. Por esta razón, creemos importante proponer un límite que se ajuste a las circunstancias concretas y se aleje de experimentos mentales abstrusos y especulaciones metafísicas.

Antes de proceder al establecimiento de un límite, es preciso caracterizar el marco teórico desde el que partimos: nuestra apuesta propositiva se construye sobre los presupuestos de la filosofía moral del materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Conviene, por tanto, ofrecer un breve esbozo de sus contenidos más relevantes a fin de hacer posible la comprensión del desarrollo ulterior de nuestras reflexiones.

Para Bueno, la moralidad está trascendentalmente{9} fundada. Pero no se trata de una trascendentalidad apriorística, como la kantiana, sino dialéctica y positiva. Además, ha de suponerse referida a contenidos materiales si queremos hablar de una filosofía moral materialista. Sólo aquellos contenidos materiales susceptibles de desbordar su campo de origen para constituirse como trascendentales podrán dar fundamento a la moralidad. En nuestro caso, la moralidad tiene como fundamento material trascendental a los sujetos corpóreos humanos en tanto que sujetos operatorios, esto es, en virtud de su capacidad “de planificar (respecto de personas) y programar (respecto de cosas), según normas” (Bueno, 1996, 53). La conducta normada se orienta a la preservación de la existencia de los sujetos corpóreos humanos. Estas normas pueden considerarse trascendentales en tanto condición de posibilidad de la existencia de tales sujetos. Sólo en la medida (y en el momento) en que estas normas se convierten en normas trascendentales podemos hablar de moralidad. De aquí se sigue que la moralidad aparece en un momento determinado del desarrollo humano (aparece, por tanto, in media res); concretamente en el momento en que las normas se configuran como aquellas que hacen posible la existencia de los sujetos corpóreos humanos.

Teniendo en cuenta lo anterior, es comprensible que, para Bueno, la ley ética fundamental prescriba la obligación de preservar la existencia de los sujetos corpóreos humanos (incluida la del propio agente) en tanto sujetos operatorios que no amenazan la existencia de otros sujetos corpóreos humanos (Bueno, 1996, 57).

Llegados este punto, es importante dar cuenta de la distinción que Bueno establece entre ética y moral, dado que ambos términos adquieren en el materialismo filosófico un significado preciso que tiene que ver con el destino (término ad quem) y no con el origen (término a quo) de las normas o deberes{10}. Hablaremos de normas éticas cuando éstas vayan referidas a contextos distributivos y hablaremos de normas morales cuando éstas se apliquen contextos atributivos{11}.

En cuanto partes de una totalidad distributiva, los individuos son considerados como tales individuos en lo que tienen de universal, esto es, en tanto subjetividades corpóreas operatorias (Bueno, 1996, 268). En lo que respecta a la totalidad atributiva, los individuos serán tomados en consideración no en su individualidad sino en cuanto partes del todo atributivo del que se trate. Así las cosas, la ley fundamental anteriormente descrita se desdobla en dos ámbitos (el de la ética y el de la moral) en función del contexto (distributivo o atributivo) al que vaya referida:

Las normas éticas son aquellas que tienen por objeto la preservación de la vida de los sujetos corpóreos humanos en tanto individualidades distributivas. Son normas universales que se orientan a la promoción de tres virtudes fundamentales procedentes de la filosofía de Spinoza: la fortaleza, la firmeza (cuando la fortaleza se aplica a uno mismo para preservar la propia existencia) y la generosidad (cuando la acción va dirigida a la preservación de la existencia de otros sujetos operatorios humanos). Las normas morales, por su parte, se orientan a la preservación de la vida del grupo o totalidad atributiva en la que se agrupan los individuos. A diferencia de las normas éticas, las normas morales no son universales, sino que son relativas a cada grupo (Bueno, 2001, 14).

Las normas éticas y las normas morales se relacionan continuamente entre sí: en ocasiones son compatibles y en otras entran en conflicto. Así, por ejemplo, en lo que respecta a la prohibición del consumo de drogas puede haber conformidad entre normas éticas (en la medida en que el consumo de drogas supone faltar a la firmeza al perjudicar la propia vida) y normas morales (en tanto en cuanto el consumo de drogas es perjudicial para la preservación y promoción de la vida del grupo). Sin embargo, las normas morales de una hipotética empresa de venta de drogas serían incompatibles con las normas éticas en la medida en que la prohibición (ética) del consumo de drogas supondría la destrucción del grupo. Ahora bien, de aquí no se sigue que las normas éticas estén por encima de las normas morales y que haya que hacerlas prevalecer siempre, sobre todo porque esto supondría restar importancia a las normas morales (considerándolas superficiales e insustanciales en comparación con las normas éticas) y reducir las agrupaciones humanas a totalidades distributivas (Bueno, 2009, 2).

Una vez expuestos los principios fundamentales de la filosofía moral del materialismo filosófico, es el momento de ofrecer nuestra propuesta en lo concerniente a los límites a la mejora. Habrá que distinguir, en línea con lo anterior, entre límites éticos y límites morales.

Desde el punto de vista de la ética, no deberán permitirse aquellas intervenciones meliorativas (o terapéuticas) que supongan un peligro para la existencia de los sujetos corpóreos humanos, esto es, no serán éticamente admisibles aquellas (supuestas) mejoras que no sean seguras o cuya aplicación propicie un déficit en las condiciones de existencia de tales sujetos, faltando así a la fortaleza, a la firmeza y a la generosidad.

El límite ético que proponemos condena prácticas muy diversas que van desde el uso de (bio)tecnologías cuya fiabilidad aún no está asegurada hasta la libre selección de embriones con discapacidades{12} u otros rasgos –patológicos o no patológicos– que puedan suponer un perjuicio para el bebé{13}. Nuestra propuesta ética evita, por otra parte, dotar de relevancia normativa a la distinción entre terapia y mejora en la medida en que apuesta por un límite que se aplica por igual a intervenciones terapéuticas y meliorativas. No obstante, a sabiendas de que no todas las intervenciones (terapéuticas o meliorativas) están exentas de peligro, contemplamos la necesidad de un cálculo que sopese riesgos y beneficios antes de realizar la intervención. De este modo, en determinados casos estarán permitidas ciertas prácticas que puedan suponer un peligro, siempre y cuando el peligro de no aplicarlas sea mayor y exista cierto margen de confianza en la posibilidad de buenos resultados (como ocurre en muchas de las operaciones quirúrgicas terapéuticas que se practican a diario).

Desde el punto de vista moral, deberán limitarse todas aquellas intervenciones meliorativas (o terapéuticas) que atenten contra la vida del grupo poniendo en peligro la preservación de su existencia como tal grupo. Así, muchas mejoras que desde el punto de vista ético estarán permitidas (o incluso se promuevan, en caso de que contribuyan a la preservación de la vida de los sujetos corpóreos humanos) podrán resultar nefastas desde el punto de vista moral. Por ejemplo, si en un país europeo desarrollado introducimos mejoras que suponen un aumento significativo de la esperanza de vida, estas mejoras constituirán un deber ético pero serán inmorales en la medida en que una población demasiado envejecida, que no tiene descendencia ni constituye una fuerza productiva necesaria, es incompatible con un débil sistema de pensiones. A su vez, puede haber mejoras moralmente aceptables que supongan una violación de las normas éticas que rigen la aplicación de mejoras, tal y como ocurriría si, pongamos por caso, la supervivencia de un pueblo exige introducir mejoras peligrosas en sus soldados para poder vencer al ejército enemigo, que amenaza con impedir de una vez por todas la preservación de dicho pueblo.

De nuevo, aquí no cabe postular la preponderancia de la ética sobre la moral o viceversa. Los conflictos entre ética y moral son irreconciliables precisamente por cuanto ética y moral se relacionan en el marco de una sociedad en desarrollo, en el dinamismo de su dialéctica interna (Bueno, 1996, 82). Esta imperativa imposibilidad de resolución es la que convierte al que toma partido en un héroe, al menos en la medida en que se sitúa en uno de los extremos de la antinomia: el héroe ético será aquel que renuncie a las normas morales que preservan al grupo, poniéndose en riesgo para mantenerse fiel a las normas éticas; mientras que el héroe moral será aquel que se ponga en riesgo para preservar al grupo aunque ello suponga renunciar a los mandatos éticos (Bueno, 1996, 84). Es tarea de la política dirimir el conflicto a través del Derecho, ligado a una fuerza coercitiva capaz de obligar, esto es, al poder ejecutivo del Estado (o de la forma política de la que en cada caso se trate). Ahora bien, no cabe esperar de la política que resuelva la antinomia sino, a lo sumo, que procure la mejor convivencia posible entre los extremos de la misma.

Si bien el límite ético propuesto más arriba es un límite universal, los límites morales variarán –sin perjuicio de que existan compatibilidades– en cada uno de los distintos grupos. Esta idea es compatible con la crítica que desde el minimalismo político (Alcázar, 2021) se hace tanto al realismo como al moralismo político como formas de sustancialismo político. En efecto, establecer un fin político sustancial sin atender a las circunstancias concretas en las que cada comunidad política se halla inmersa sería equivalente a establecer una única pauta de limitación moral a la mejora para todos los grupos. Las mejoras que para un grupo pueden suponer un atentado contra las normas morales, para otro pueden constituir un deber moral. Esto no implica necesariamente un conflicto entre los distintos grupos, así como tampoco estarían blindados frente a todo conflicto mutuo aquellos grupos que compartieran normas morales, por cuanto ello precisamente podría llevarles a competir por un mismo objetivo.

Es importante señalar que el hecho de que los límites morales a la mejora hayan de circunscribirse al grupo de referencia no nos compromete con ningún tipo de relativismo moral. Antes bien, en la medida en que hay grupos cuyas normas contribuyen con mayor éxito que las de otros grupos a la preservación de su existencia, podemos afirmar que hay normas morales preferibles a otras. Ilustrémoslo con el siguiente ejemplo: Imaginemos que un grupo (A) establece ciertos límites a la mejora que suponen la prohibición rotunda de la biomejora moral de psicópatas, mientras que los límites a la mejora de otro grupo (B) no suponen tal prohibición. Si el grupo B aplica con éxito las técnicas de biomejora moral en psicópatas, contribuyendo así a al fortalecimiento de la seguridad y conservación del grupo, mientras que la prohibición de A deriva en el mantenimiento de una tasa de criminalidad mayor a la de B, entonces podemos decir que las normas morales de B –al menos las relativas a la mejora– son superiores y preferibles a las de A.

Sobre esta base rechazamos la equivalencia que el relativismo moral establece entre los códigos morales de los distintos grupos. Es más, en virtud del rechazo a esta equivalencia nos oponemos a las intervenciones (bio)tecnológicas que tienen por objeto sustituirnos por una nueva especie, dado que estas intervenciones suponen (salvo en el caso de un utópico consenso) una confrontación no ya entre el grupo de los humanos y la nueva especie sino entre el grupo de humanos favorable a (y/o promotor de) la sustitución y el grupo de humanos contrario a la sustitución. Precisamente porque no consideramos equivalentes los códigos morales de ambos en tanto en cuanto los del primer grupo supondrían su autodestrucción –al ser sustituido– mientras que los del segundo grupo contribuirían a su preservación –al resistirse a ser sustituido–, podemos declarar superiores las normas morales del segundo grupo. Quienes proclaman la conveniencia de su propia sustitución (y la de los demás) por una nueva y excelsa especie; o quienes son favorables al advenimiento de la todopoderosa singularidad (aun a sabiendas de que (i) las consecuencias de este advenimiento son impredecibles y (ii) entre tales consecuencias se encuentra la posibilidad de nuestro sometimiento a esta superinteligencia); así como quienes apuestan por otros proyectos similares, están cometiendo una grave falta ética como individuos al atentar contra la firmeza y contra la generosidad. A su vez, como grupo, están comportándose de manera inmoral en la medida en que actúan contra su propia cohesión y preservación.

Por otra parte, aun suponiendo que el surgimiento de una nueva especie no implicara nuestra sustitución, sino nuestra conversión gradual a través de una intervención biológica sobre nuestro organismo, este tipo de intervención también presentaría problemas éticos y morales importantes. En primer lugar, la implementación de las modificaciones que requeriría un cambio de tales dimensiones en nuestra biología dista mucho de ser segura y de cumplir, por tanto, con las exigencias éticas requeridas por nuestra propuesta. Por otra parte, incluso en el hipotético caso en que estas modificaciones pudieran realizarse de manera segura, no está claro que podamos calcular sus consecuencias. Nuestro marco epistémico es necesariamente antropocéntrico y desde él no podemos concebir una sociedad verdaderamente no humana (constituida por seres de una nueva especie con, pongamos por caso, capacidades cognitivas mucho más desarrolladas que las nuestras) salvo proyectándonos en ella y “humanizándola” en cierto sentido. Teniendo en cuenta que incluso en proyectos mucho menos pretenciosos, como es el caso de la biomejora moral a través del suministro de oxitocina, es difícil calcular las consecuencias que tal intervención supondría dadas las posibles y diversas reacciones que podrían tener lugar en función de las peculiaridades de cada persona (Lara, 2021, 194), parece evidente que constituiría una imprudencia moral en toda regla avanzar hacia una sociedad constituida por seres de los cuales ni siquiera podemos concebir su forma de relacionarse entre sí como miembros de un grupo. A ello habría que añadir las complicaciones que probablemente se derivarían de la falta de acuerdo que suscitaría la propuesta de convertirnos en una nueva especie, así como muchos otros problemas que previsiblemente tendrían lugar en el momento de intentar llevar a la práctica semejante proyecto.

Esto no quiere decir que condenemos rotundamente aquellas intervenciones biotecnológicas que supongan un cambio radical en nuestra biología. De hecho, nuestra postura podría ser favorable, tanto desde el punto de vista ético como moral, a una mejora que nos permitiera adaptarnos a un futuro climáticamente inestable como el que probablemente tendrá lugar, siempre que tal mejora fuera segura (esto es, siempre que no constituyera un peligro aun mayor para nuestra preservación como sujetos corpóreos) y siempre que fuera posible calcular con cierta fiabilidad sus consecuencias, así como prepararnos para convivir con ellas.

He aquí el esquema general que debe regir, a nuestro juicio, los límites (éticos y morales) que han de ponerse a la mejora. Como puede advertirse, no hemos propuesto pautas concretas en lo referente a la aplicación de tal o cual mejora específica, sino que nos hemos limitado a ofrecer los criterios desde los que –creemos– deben valorarse las situaciones concretas. Por ello, quizás haya quien interprete nuestra exposición como una propuesta carente de concreción. No obstante, limitar tal o cual mejora y pretender que el estatuto de esa limitación valiera para todos los casos supondría contradecir la concepción de la moral aquí presentada, así como incurrir en el sustancialismo que denuncia el minimalismo político. Por ello, el enjuiciamiento moral de determinada mejora sólo puede llevarse a cabo teniendo en cuenta las circunstancias concretas del grupo donde se plantea. Es cierto que podemos mantener nuestras pretensiones de universalidad si de lo que se trata es de establecer normas éticas, pero el hecho de que la ética no siempre prevalezca sobre la moral nos impide erigir las normas éticas en principios universal e intemporalmente inexpugnables.

5. Conclusiones

Somos conscientes de que nuestra aportación no agota en absoluto el amplísimo debate existente en torno al problema aquí discutido. Antes bien, se trata de un tema harto complejo y abarca ámbitos muy dispares. El transhumanismo y la mejora (bio)tecnológica no son sólo un problema ético y moral, sino que involucran, entre otras, cuestiones políticas, antropológicas, epistemológicas y metafísicas.

Por ello, aquí hemos tratado de fijarnos una serie de objetivos específicos y modestos que, creemos, han sido alcanzados. Así, hemos indagado acerca de una de las preguntas que consideramos fundamentales y de la cual, por consiguiente, hemos partido para desarrollar el grueso de nuestro trabajo, esto es: la pregunta por la distinción entre terapia y mejora, así como por su destacado protagonismo en la controversia. Hemos confrontado algunas de las posturas más destacadas en el presente debate, centrándonos particularmente en aquellas que se apoyaban en cierta noción problemática de la naturaleza humana, dando cuenta de lo infundado de algunos de sus presupuestos, discutiendo sus argumentos y sopesando la validez de los límites que proponían a la mejora. A su vez, hemos tratado de ir más allá del análisis crítico, proponiendo posibles límites al uso meliorativo (y terapéutico) de las distintas (bio)tecnologías.

Quisiéramos finalizar dando cuenta de la necesidad de fomentar un análisis filosófico que trabaje en pos de una regulación prudente de la mejora (bio)tecnológica. Si la distinción entre terapia y mejora es por sí misma insuficiente para restringir moralmente el uso meliorativo de las distintas tecnologías; si la conservación acrítica –propia de los defensores de la terapia que rechazan la mejora– del punto de demarcación contingente en relación al cual definimos terapia y mejora supone una naturalización indeseable del mismo; y si la naturaleza humana, entendida como esencial e inalterable, se ha revelado a su vez como un límite ilegítimo, parece conveniente adoptar una postura conciliadora que evite prejuicios heredados y se muestre dispuesta a barajar la posibilidad de que la mejora, aplicada de manera adecuada y sujeta a límites debidamente fundamentados, pueda contribuir a hacer mejores nuestras vidas.

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{1} De ahora en adelante, cuando hablemos de “transhumanismo” nos referiremos al transhumanismo tecnocientífico y no al transhumanismo cultural (o posthumanismo), basándonos en la distinción de Diéguez (2017, 42-46).

{2} Véase, por ejemplo, Frías (2014).

{3} La OMS define la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Por lo que a nosotros respecta, pensamos que si la salud se corresponde con la definición de la OMS, entonces es realmente difícil encontrar un individuo verdaderamente sano y, por tanto, no podemos considerar la salud como el estado normal y típico aquí propuesto como punto de demarcación. Además, aunque adoptáramos una noción de salud que se correspondiera con lo que habitualmente entendemos por salud, esto es, con aquello que la terapia pretende lograr, seguiría sin servirnos como punto de referencia porque no podemos decir que la mejora tenga por objeto, con respecto a la terapia, el logro de estados ‘hipersaludables’ allende la salud misma.

{4} Se trata, en efecto, de la concepción estadística de la “normalidad” defendida por Cristopher Boorse y utilizada en el contexto de esta discusión por Norman Daniels  (Aurenque y Duquette, 2018).

{5} Dado que la mención de estos ámbitos a los que la mejora es relativa es característica de quienes defienden una posición funcionalista, para evitar confusiones es preciso subrayar que nuestra posición, a diferencia de la funcionalista, sí adopta un parámetro demarcador como punto de referencia desde el cual distinguir la terapia de la mejora, a saber: el nivel funcional promedio definido estadísticamente y compartido de manera típica por una gran mayoría de humanos.

{6} Véase Habermas (2001) y Sandel (2007).

{7} Así lo hacen, por ejemplo, Morar (2015) y Diéguez (2017).

{8} Esto no quiere decir, por supuesto, que nuestra historia compartida no haya forjado valores negativos. No obstante, como señalan Pugh, Kahane y Savulescu (2021), si atendemos al cómputo general, “los bienes producidos superan a los males” (p. 119). Muchos pondrían en duda esta afirmación. En especial, estoy pensando en autores como E. Dietrich (2001), que llegan a justificar nuestra autoextinción por lo dañino de nuestra naturaleza.

{9} Por “trascendental” entiende Bueno “la característica de todo aquello que desborda cualquier región particular de la realidad y se extiende constitutivamente a la omnitudo entis” (Bueno, 1996, 49). Vale decir: trascendental es aquel contenido que, dado primariamente en un campo determinado de la realidad, se extiende abarcando de forma constitutiva otros campos en un proceso dialéctico que culmina cuando tal contenido alcanza todo el campo de referencia en tanto límite de su extensión.

{10} No se trata por tanto de determinar de qué fuente emanan las obligaciones éticas o morales sino a qué se aplican, esto es, cuál es su objeto. Este criterio excluye la posibilidad de considerar a la ética como la disciplina filosófica que estudia la moral, dado que ética y moral no tendrán una relación análoga a la de metalenguaje y lenguaje objeto, sino que habrá normas éticas y normas morales en continua interrelación y a menudo en conflicto.

{11} Los sujetos corpóreos humanos se agrupan en totalidades distributivas y atributivas. Las totalidades distributivas son aquellas cuyas partes son homogéneas, guardan entre sí relaciones simétricas y participan en igual medida del todo; mientras que las totalidades atributivas están constituidas por partes heterogéneas que se relacionan asimétricamente y participan desigualmente del todo (Valbuena, 2016, 268).

{12} Un ejemplo harto conocido es el de Sharon Duchesneau y Candance McCullough, una pareja formada por dos mujeres sordas que decidieron tener hijos sordos. Véase Gónzalez, E. (2002). Sordos por decisión materna. https://elpais.com.

{13} Autores como Savulescu (2012) han sostenido que en las sociedades liberales debería prevalecer la autonomía reproductiva de los progenitores y, por tanto, este tipo de selección genética habría de ser permitida.


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