El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 200 · julio-septiembre 2022 · página 11
Artículos
cine

La Nouvelle Vague y el Mac-Mahonismo

Manuel Vidal Estévez

A propósito del programa Teatro Crítico n° 165

La Nouvelle Vague (1h 28m)

TC165 ⋅ 22 de junio de 2022 ⋅ José Luis Pozo Fajarnés, Manuel Vidal Estévez y Luis Martín Arias en Teatro Crítico

El programa Teatro Crítico n° 165, del 20 de junio pasado, tuvo por objeto a La Nouvelle Vague como movimiento renovador en la historia del cine. Fuimos tres los contertulios que lo hicimos: José Luis Pozo Fajarnés, Luis Martín Arias y Manuel Vidal Estévez. De común acuerdo aceptamos plantear el programa en base a tres preguntas. Creíamos que a partir de ellas podríamos abordar más o menos sintéticamente los diferentes asuntos que constituyeron su breve, aunque ruidosa, historia. Se trataba de dar una visión historiográfica. No se trataba de comentar, analizar si se prefiere, algún título en particular. Como quiera que el fragor de la conversación trastocó el orden previsto, la única respuesta que pudo enunciarse literalmente, fue la primera, la mía. Luego, de ahí en adelante, la conversación se desplegó, sin saber cómo ni por qué, un poco manga por hombro. De ahí que quiera reproducir aquí las respuestas que yo llevaba redactadas para transmitir, y que no llegué a enunciar. Imprevistos del directo, que se diría, si se tratase de la tele, tele material, creo, según Don Gustavo. Aprovecho también la ocasión para corregir algunos lapsus garrafales en los que incurrí, a mi pesar. Y también aprovecho para completar una información que, una vez terminado el programa, lamenté no haber podido desarrollar, por mínimamente que fuera. Si volvéis a ver el programa, lo comprobaréis. Se trata del Mac-Mahonismo, un asunto del que se ha hablado muy poco, por no decir nada, ennuestro país. Lo hago ahora porque, a mí juicio, no carece de importancia historiográfica. Todo ello constituye el objeto del presente texto. Confío en que obro bien y espero que os interese.

Las preguntas y mis respuestas

1) El papel de Cuadernos de cine (Cahiers du cinéma) en el nacimiento de la Nouvelle Vague

Yo diría que tuvo un papel fundamental. En la medida que, gracias a André Bazin, que, junto con Jacques Doniol-Valcroze y Joseph-Marie Lo Duca, ambos tres, reunieron al equipo de críticos para crear la revista Cahiers du cinéma, en abril del 51, y que, años después, serían los cineastas que protagonizarían la llamada Nouvelle Vague, acometieron un hecho que, pasado el tiempo, bien puede considerarse un hecho histórico, incontrovertible.

Pero, además, estos críticos, luego cineastas, los Chabrol, Truffaut, Godard, Rivette, Rohmer, junto con otros como Pierre Kast, Jean Douchet y, más tarde, Luc Moullet, entre otros, además de hacer la revista, protagonizaron otro hecho que, a mi juicio, fue decisivo; un hecho que nos influyó a todos, no sólo a los franceses, sino también a todos los que, por aquel entonces y pocos años después, nos planteamos, a partir de conocer su experiencia, acceder a la tarea de hacer películas.

Ese hecho al que me refiero no fue sino su asalto generacional a la forma de acceder a la dirección de cine, tal y como estaba establecida. Lo califico de asalto porque se saltó a la torera –nunca mejor dicho– todas las normas consuetudinarias establecidas hasta el momento, para acceder al oficio o, si se prefiere, la profesión de director de cine. Normas que consistían en seguir obligatoriamente el escalafón del meritoriaje y la ayudantía de dirección, y que a veces conducía a la dirección de películas y a veces no. Pero lo cierto es que las normas existían y señalaban el camino para el aprendizaje del oficio. Todo ello, naturalmente, requerido por los sindicatos.

La Nouvelle Vague rompió con esas normas y, lo que antes era excepción, se convirtió en regla, prácticamente en norma. A partir de entonces nada sería igual.

Nosotros, la gente de mi generación que, aquí en nuestro país, se planteó acceder a la dirección de cine, seguimos el mismo camino: el ejercicio de la crítica y luego los cortometrajes. Eran los años sesenta, a finales. Y fue lo que hicimos a partir de su experiencia, independientemente de los avatares del recorrido de cada cual.

La Nouvelle Vague fue la primera generación de cineastas que accedió a la dirección de cine de este modo: mediante el ejercicio de la crítica y la realización de cortometrajes. Dicho de otro modo: viendo películas, escribiendo sobre ellas, y realizando cortometrajes.

A mi juicio, aunque solo fuera por esto, los cineastas de la Nouvelle Vague ya merecerían ser nombrados en cualquier historia del cine, aunque solo fuese con una nota a pie de página. Y si a esto se le añade lo que hicieron como críticos, antes de afrontar la tarea de dirección, pues con más razones aún.

Pero ¿qué hicieron como críticos cinematográficos los que, luego, fueron cineastas? Pues algo muy sencillo, a mi juicio, o quizá no tanto. Lo que hicieron fue, antes que nada, asumir el legado que les dejó el momento histórico que les tocó en suerte: final de la Segunda Guerra Mundial y La Liberación. No hace falta recordar que Francia estuvo ocupada y dividida por los nazis durante casi cuatro años, París, lógicamente, incluido. Hay una película, de René Clément que, mal que bien, cuenta como el general alemán, Dieter Von Choltitz desobedeció la orden de Hitler de destruir París. Y luego, además, acto seguido, proseguir el legado que les dejó quienes los precedieron en el ejercicio de la crítica cinematográfica. Concretamente el legado que les dejó la revista L'Écran Français, que fue la revista más importante de la inmediata postguerra: desde el 46 a marzo del 52, que fue el año de su desaparición. Ambos legados contribuyeron a crear una nueva cultura, que se dio en llamar cinefilia (2003), en la mejor acepción del término. Lo dijo Godard, refiriéndose a todos ellos, los críticos de Cahiers du cinéma y posteriormente cineastas: Nosotros somos hijos de la Cinemateca y La Liberación. Lo que viene a decir hijos de la euforia del cine y la euforia de la Liberación de los nazis. Dos alegrías muy de la época, muy de aquel momento histórico.

Como es sabido, L'Écran Français pasa por ser la revista donde se expuso explícitamente el afán por un nuevo cine en Francia. Bajo la Ocupación había sido sólo un epígrafe del periódico Les Lettres Françaises, pero en 1945, al terminar la guerra, se convirtió en el semanario cinematográfico más importante de la postguerra. Junto a otras revistas que se fundaron en la ocasión: Cinemonde, Cinevogue, Cinevie, y otras, atentas sobre todo al espectáculo, y al glamour de actrices y actores, L'Écran Français afrontaba el cine con seriedad, como una forma de nueva cultura –la cultura como sustitutivo de la gracia, que diría Gustavo Bueno–. En ella se produjo la polémica que inauguraría toda una serie de polémicas respecto al cine que se produjeron en esas casi dos décadas: la polémica Sartre-Bazin. Frente a ella, quizá solo La revue du cinéma intentaba hacerle sombra.

Pero antes de entrar en la polémica, para evocarla, convendría informar del nacimiento del exitoso rótulo Nouvelle Vague. Un rótulo que, digámoslo ya, fue como en otras ocasiones, un invento periodístico. En este caso, un invento más que exitoso, o triunfante. Un rótulo que ha hecho historia. La prueba: seguimos hablando de él como si fuese una doctrina. Veámoslo.

En el año 1953, Françoise Giroud y Jacques Servan-Schreiber, fundan el semanario L'Express. Años después, en 1957, Françoise Giroud (1916-2003) publicó un sondeo acerca de los gustos culturales de la juventud francesa. Y lo tituló Nouvelle Vague. Al año siguiente vería la luz su libro titulado: Nouvelle Vague, Portrait de la Jeunesse. Recordemos también que, al albur de esta moda juvenil, el cantante Richard Anthony no dudó en incluir en su repertorio una canción con el título Nouvelle Vague, reiteradas veces repetido a modo de estribillo, como puede apreciarse si se escucha en youtube.

Muy poco después, en 1958, un crítico de cine, Pierre Billard (1922-2003), que escribía en la revista Cinéma 58, se sirvió de la expresión para describir los afanes de renovación de los jóvenes cineastas franceses. Independientemente de que, con posterioridad, en 1959, volviera a hacerlo para anunciar que, con motivo del Festival de Cannes, se presentaba el primer largometraje de TruffautLos 400 golpes, y proclamase: como una gran novedad: ¡llega la Nouvelle Vague!.

Pero independientemente de esto, es preciso recordar, en honor a la verdad, que a los cineastas a los que se refería Pierre Billard en su artículo de Cinéma 58, no eran ni Truffaut, ni Godard, ni Chabrol, ni Resnais, es decir, no se refería a los que se considerarían miembros de la llamada Nouvelle Vague, sino a otros bien distintos: los Jean Rouch, que ya había empezado a rodar sus documentales africanos; Jean-Pierre Melville, que ya había hecho el radical e innovador largometraje Le Silence De La Mer (1947); Alexandre Astruc, que además de escribir crítica en Combat, La Gazette du cinéma y L'Ecran Français, ya había rodado el mediometraje titulado Le Rideau cramoisi (1952) y con él ganado el premio Louis Delluc, y Les Mauvauises rencontres (1955), donde se ofrecen algunas bases prácticas del modo de hacer películas que aplicaría la Nouvelle Vague; o Jean Cocteau, que había rodado La bella y la bestia (1946) y Orfeo (1950), entre otros. Todos ellos considerados, históricamente hablando, obvios precursores de la Nouvelle Vague.

El legado de estos directores-precursores fue también extremadamente importante. Y se sumó a los citados anteriormente. No sería exagerado afirmar que ellos sentaron las bases teóricas y prácticas del ejercicio nuevaolista. Baste recordar las primeras películas de Melville y su influencia en la Nouvelle Vague. Recuérdese, por ejemplo, su película Bob le Flambeur (1955), o su presencia como actor en la película de Godard, Á bout de souffle, (1959), claro homenaje a su forma de entender y hacer películas. Y recuérdese a Bresson, y su evolución a partir de Les Dames des Bois de Bologne, su segunda película, de 1945. No fue silenciosa, por decirlo así, la polémica que mantuvieron Melville y Bresson acerca de quien había sido el primero en filmar a los actores casi inmóviles, entre otros detalles formales. En fin. Solo son breves muestras de lo que precedió a la llamada Nouvelle Vague, que acuden sin problema alguno y de inmediato a la memoria.

En lo que respecta a los Cahiers du Cinéma, el seguimiento de este legado dejado por L'Écran Français duraría, en el ejercicio de la crítica, hasta mediados los años sesenta, concretamente hasta septiembre del 63, fecha en la que, en el número 135, publica Jean-Louis Comolli un texto sobre Sargento York, de Howard Hawks, o bien en el número 166/67, junio del 65, en el que Comolli asume la jefatura de la redacción, impulsado por Jacques Rivette. Son las dos fechas que señalan el comienzo de la influencia del estructuralismo y se abandona la llamada, por el americano Andrew Sarris, Teoría del autor, o por los cahieristas, Política de los Autores. Dos fechas que abarcan, también, las entrevistas a personas ajenas al cine: el semiólogo Roland Barthes (n° 147); el músico Pierre Boulez (n° 152), y el antropólogo Lévi-Strauss (n° 156). Resulta evidente que se quería romper con un pasado de casi diez años y encontrar una nueva dirección para el ejercicio de la crítica cinematográfica.

Otro hecho importantísimo del que, sin duda, tendremos que hablar, o por lo menos mencionar, son los muy importantes acuerdos llamados Blum-Byrnes de mayo de 1946, en los que Léon Blum, presidente del consejo de ministros de Francia y el secretario de estado de EEUU, James Byrnes, firmaron en Washington, el 28 de mayo de 1946, y que incluían cláusulas específicas respecto al cine. Estos acuerdos fueron muy importantes y sus efectos y consecuencias lo siguen siendo aún hoy. Dialéctica de estados obliga.

(aquí termino y cedo la palabra)

2) La crítica al cine americano de los años 50. Pero no sólo la crítica, también el espaldarazo que dieron a autores angloparlantes además de los franceses

La crítica al cine americano no puede concretarse en los años 50, que también, sino que debe remontarse a mediados de los años 40, con la irrupción de Ciudadano Kane, del año 41, y que generó el primer gran debate sobre la película y, por extensión, sobre el cine americano. Es la polémica Sartre-Bazin, ya citada.

Debate que quizá merezca recordarse, porque fue el origen de esos debates a los que, creo, se refiere la pregunta, con la expresión “la crítica al cine americano de los años 50”. Y merece recordarse, también, porque reúne a dos personajes suficientemente representativos: Jean-Paul Sartre y André Bazin.

Recordémoslo, aunque sea brevemente, ya que es el origen de muchas de las cosas que representa la llamada Nouvelle Vague. Veámoslo.

En un viaje que Sartre hizo a Nueva York en 1945, pudo ver la película de Orson Welles, Ciudadano Kane –que supongo todo el mundo conoce–. Y no le gustó nada, absolutamente nada. Hasta tal punto que a su vuelta a París escribió una crítica descalificándola totalmente, por decirlo con educación. Una crítica que publicó en la revista L'Écran Français, la revista más famosa del momento, la más conocida y reputada. En ella decía que era una película “demasiado literaria”, que tenía una estructura narrativa que mezclaba diferentes tiempos mediante sucesivos flash-backs y que incurría en un virtuosismo, impregnado de nostalgia fatalista, y cosas así. La ponía a caer de un burro, dicho en castizo. Y, dicho más técnicamente, Sartre se mostraba partidario de la linealidad clásica en contra del puzzle espacio-temporal que Welles proponía en su película. No hace falta decir que este detalle no es en absoluto baladí, sino todo lo contrario. Encierra la almendra de todos los debates acerca del cine norteamericano, desde los cuarenta hasta los sesenta. Lo que hoy algunos entendemos como manierismo de Welles, y que lo distancia del relato clásico americano, es lo que puede decirse que Sartre no entendió. Y Bazin, lo percibió inmediatamente.

Poco más tarde, en julio de 1946, exactamente el día 10, Ciudadano Kane se estrenó en París, en el cine Marbeuf (De Baecque, 2003, p. 41). Fue en esa fecha cuando André Bazin la vio, y contrariamente a lo que le pasó a Sartre, la película de Welles le encantó; es más, le entusiasmó.

Bazin expuso su opinión entre sus amigos y estos lo invitaron a escribir sobre la película, cosa que Bazin hizo. Y la publicó en la revista de Sartre, Les Temps Modernes, en el número 17, en 1947 (De Baecque, 2003, p. 42). Provocando así la gran polémica a la que nos referimos: la primera de las polémicas acerca del cine americano de esos años.

Una polémica entre Jean-Paul Sartre y André Bazin, y que señaló al año 1947 como el año cinéfilo por excelencia. No porque hubiera habido un vencedor indiscutible, sino porque provocó una fractura entre los miembros de la revista L'Écran Français. Una fractura entre “los pro-cine norteamericano y los contra-cine norteamericano”.

Quizá sea el momento de decir que la revista, L'Écran Français, estaba controlada por el Partido Comunista, en la que el historiador Georges Sadoul, tenía un fuerte ascendiente sobre muchos de sus compañeros. Una polémica que hizo historia y que, como digo, encierra la almendra de la modernidad en el cine americano del momento. El historiador George Sadoul era muy influyente en aquellos años. El Partido Comunista controlaba la Federación de Cine-Clubs y muchas asociaciones culturales, y, por lo tanto, fuente de posibles presentaciones de películas y conferencias remuneradas. Como discípulo de Emmanuel Mounier y seguidor de su doctrina, el personalismo, las diferencias entre André Bazin y Sadoul, autor de un cortometraje sobre Stalin titulado L'Homme que nous aimons le plus, no necesitan de mayores explicaciones. Baste con decir que son de sobra conocidas y que causaron más de un problema a Bazin, autor de un artículo titulado El mito de Stalin en el cine soviético.

La verdad es que ni Sartre ni Bazin eran hollywoodianos incondicionales. Más bien eran todo lo contrario. Ambos era partidarios, por ejemplo, del cine negro americano. Pero Bazin siempre prefirió a Rossellini, Visconti, o De Sica; el neorrealismo italiano, en suma, como demuestran sus escritos; o el realismo poético francés; o cineastas como Jean Vigo, o Jean Renoir, en vez de Howard Hawks o Alfred Hitchcock, o John Houston o Preston Sturges.

Pero, a pesar de todo, lo cierto es que el debate que mantuvieron y provocaron suscitó la escisión entre los miembros de la revista. Los redactores de L'Écran Français se escindieron entre los partidarios y los contrarios al cine norteamericano, como acabamos de señalar.

Muy poco después de esta polémica entre Sartre y Bazin, Alexandre Astruc y Roger Leenhardt, publicaron dos artículos: “Nacimiento de una nueva vanguardia: la cámara-stylo” (la cámara-pluma), en L'Écran Français, n° 144, 30 marzo de 1948; y “¡Abajo Ford! ¡Viva Wyler!”, en L'Écran Français, n° 145, abril 1948.

El texto de Astruc abogaba por un cine como medio de expresión personal tan sutil e individual como el lenguaje escrito. Un cine que fuese un arte de la escritura con la cámara, como si fuese un bolígrafo o una pluma, de ahí lo de la caméra-stylo.

Y el de Leenhardt, publicado al mes siguiente, también en L'Écran Français (Leenhardt, 1986, p. 151), presentaba al cine norteamericano como clave de bóveda del cine moderno (De Baecque, 2003, p. 101)

Y proponía que había que elegir a Ford o a Wyler, no por defecto de uno de ellos, sino porque eran “los dos cineastas más grandes del mundo” (De Baecque, 2003, p. 101).

Leenhardt los defiende a ambos. Pero no por el tema de sus películas, ni por sus guiones o las historias que cuentan, por el contenido de sus películas, en suma. Los defiende por su forma, por su estilo. Créateurs, certes, mais uniquement par le style, et non par l'inspiration (Leenhardt, 1986, p. 157). La estilización, en una palabra, o, si se prefiere, la forma, era lo más importante para la llamada entonces nueva crítica, lo que la diferenciaba de la más tradicional.

Las palabras de Leenhardt provocaron un debate que no dejó de estar presente en las páginas de L'Écran Français hasta su desaparición, en marzo de 1952. Logrando extenderse a otras revistas de la cinefilia francesa; la Revue du cinéma, por ejemplo, que era otra de las revistas del momento; y que su propuesta no era otra que el requerimiento a elegir la forma contra el fondo. También en ella la estilización –palabra muy defendida por Gustavo Bueno– era lo más importante. He aquí planteadas las bases de un debate que no dejará de estar presente en L'Écran Français y otras revistas de la cinefilia: ¿hay que elegir entre la forma y el fondo? (De Baecque, 2003, pág. 101)

Pero lo que más provocaba de las palabras de Leenhardt no era que eligiese a Wyler contra Ford, sino que proclamase la necesidad de elegir entre uno y otro, a sabiendas de que eran considerados los dos más grandes cineastas del cine americano. Y a los que –hay que añadir– aborrecía parte de “la vieja guardia” de la crítica francesa, precisamente porque los consideraba a ambos como meros “productos de Hollywood”.

Para Leenhardt este desprecio traicionaba el juicio tanto de los viejos críticos como de los comunistas. Era, en pocas palabras, un modo de señalar a los críticos de izquierdas y ponerse al lado de los “nuevos críticos”, que eran los que defendían “el nuevo look hollywoodiano”, como era el caso de André Bazin.

Por esas fechas, precisamente, André Bazin acababa de publicar en la Revue du cinéma un artículo titulado: “William Wyler, el jansenista de la puesta en escena”. Texto recopilado en su libro ¿Qué es el cine? (Bazin, 1966, p. 140-163).

Recordemos que, después de la guerra, Wyler aparece, para la crítica en general, como el representante más original, junto a Orson Welles, del nuevo cine norteamericano. Es decir, un cine que cuestionaba los parámetros del montaje clásico y proponía un uso más eficiente de la profundidad de campo. Noción técnica esta última, la profundidad de campo, de la que a menudo, entonces, se decía que Wyler hacía un uso más audaz que Welles (De Baecque, 2003, p. 102).

En todo caso, dijera lo que se dijese, Orson Welles y William Wyler, ayudados por el operador Gregg Toland, –uno de los operadores más importantes del momento, si no el más importante– aparecieron unidos en la creación de una nueva escritura cinematográfica.

Ya sé que todo esto son sutilezas de cinéfilos empedernidos. Pero así fue, y consta en los textos. Y si no, basta con leer los análisis de Bazin en su conocido libro ¿Qué es el cine? Y ver la película titulada entre nosotros La Loba (The Little Foxes, 1941), con guión de Lilliam Hellman, e interpretada por Bette Davis, Herbert Marshall y Teresa Wright, y, por supuesto, fotografiada por Gregg Toland, para comprender lo que todo esto quiere decir. Aprovecho para decir que, en mi opinión, no está de más leer a Bazin, pese a su idealismo. Su libro ¿Qué es el cine?, título que propone la pregunta ontológica por excelencia, como se sabe, es un libro muy recomendable. Su lectura, junto con la de otros dos libros, El cine según Hitchcock, de François Truffaut, y Ciudadano Welles, una amplísima conversación entre Orson Welles y Peter Bogdanovich, constituyen la mejor introducción posible a una consistente afición e interés por el cine. A condición, claro, que se vean las películas, tanto las de Alfred Hitchcock como todas las que se citan en el libro de Bogdanovich, que son unas cuantas y no sólo americanas. En mis clases, tanto en Septima Ars como en la Facultad de Getafe, siempre que se terciaba los recomendaba como la mejor introducción a la cinefilia, entendiendo ésta, claro está, como introducción a saber leer y comprender las películas y no como su mero y vulgar consumo.

Pero, sigamos. Con estos dos artículos citados, L'Écran Français puso en circulación los dos primeros manifiestos de la generación cinéfila de la posguerra y su defensa, tan apasionada como vehemente, de un tipo de películas norteamericanas.

Poco más tarde, en abril de 1951 apareció el n° 1 de Cahiers du Cinéma, en cuya portada exhibía una fotografía de Gloria Swanson, en la película de Billy Wilder El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950).

Lamentablemente, en marzo de 1952 desapareció para siempre L'Écran Français.

Lo dicho: L'Écran Français representa, más o menos, es decir, sintéticamente, el legado que los jóvenes críticos de Cahiers du Cinéma asumieron de hoz y coz. Y no sólo que asumieron porque lo conocían muy bien, sino que lo prolongaron y ampliaron en la crítica hasta el momento de hacer sus propios largometrajes.

Habrá que esperar, no obstante, unos tres años, por lo menos, para que una nueva generación de críticos, los llamados “jóvenes turcos”, otorguen todo su reconocimiento a Alfred Hitchcock, prosiguiendo a su modo y manera, con el debate iniciado unos años atrás de la forma contra el fondo.

Vuelven, entonces, a surgir las diferencias entre los defensores de la forma y los defensores del fondo. A estos últimos los encabeza, curiosamente, Jacques Doniol-Valcroze, íntimo amigo de Bazin, cofundador de Cahiers du Cinéma y redactor jefe de la revista.

Doniol-Valcroze toma la defensa de Edward Dmytryk. Lo elogia ya en el número 1 de la revista, en abril del 51. Como todo el mundo sabrá –supongo– Dmytryk es un cineasta competente, muy competente, pero algo incómodo para el sector más tradicional y conservador del sistema-Hollywood. Dmytryk había nacido en Canadá, descendiente de emigrantes ucranianos, y era, sobre todo, un antifascista convencido, una persona de izquierdas, como bien lo muestran algunas de sus películas más conocidas; militante del partido comunista americano, dicho con claridad. Un cineasta que estaba considerado como muy influido por el neorrealismo italiano –algo no muy evidente visto ahora– pero, sobre todo, fue un cineasta perseguido por el macartismo. Un cineasta, en fin, que mostró una de las mayores críticas del criminal antisemitismo (Encrucijada de odios) y una vehemente defensa del mestizaje (Lanza rota), y una apasionada defensa de una moral (La montaña siniestra), que si no coincide con la ética materialista le falta muy poco. Pero fueron tantas las dificultades que le opuso la censura “macartista”, entre las que destacan el exilio durante casi tres años y la cárcel durante seis meses, que acabó cediendo a sus presiones y cometió el error de ceder ante el horror: delató a comunistas que habían trabajado con él (De Baecque, 2003, pág. 106). Un error imperdonable, desde luego, como ha demostrado el olvido que hasta hoy le ha brindado la crítica cinematográfica en general, particularmente la de izquierdas. Pueden contarse con los dedos de una mano, y sobrarían casi la mitad, los críticos que, entre nosotros, le han dedicado un mínimo estudio a su obra.

Dmytryk realizó películas como A siete millas de Alcatraz (1942), Los hijos de Hitler (1943), Historia de un detective (1944), Venganza (1945), Hasta el fin del mundo (1946), Encrucijada de odios (1947), Lanza rota (1954), La montaña siniestra (1956), y otras. Pero la película que propició la defensa de Doniol-Valcroze fue la titulada Give Us This Day (Danos este día, 1949). Una película no estrenada entre nosotros –que yo sepa–, pero que puede verse en la red en inglés y sin subtítulos.

El propósito de Doniol-Valcroze no era otro que proponer una definición del buen cineasta americano que escapaba, o intentaba escapar, al sistema de Hollywood y quiere afrontar producciones distintas a las convencionales. Y tomó como ejemplo la película citada anteriormente, Give Us This Day. En esta defensa le siguieron algunos compañeros, en concreto Jean Queval, traductor de los textos del mejor crítico del otro lado del Atlántico, James Agee, y Herman G. Weinberg.

Este último –creo recordar– colaboraba desde América. A partir del número 4 de la revista escribió una serie de artículos sobre el cine de Hollywood en los que criticaba no sin dureza a toda película que le pareciese meramente comercial. En esos artículos atacó a Hitchcock, y también a Fritz Lang, a Joseph Von Sternberg, a King Vidor, Frank Capra y, por supuesto, a William Wyler. Algunos de entre ellos eran bastante admirados por muchos críticos de Cahieres du cinéma (De Baecque, 2003, pág. 106 y 107).

Doniol-Valcroze se empecinó en su defensa. Con ahínco, cabe decir. Hasta que sufrió un desengaño brutal. Las dificultades de su defendido lo habían marginado, lo habían acorralado, lo habían llevado a la cárcel y al exilio. Al cabo de algunos años, al regresar a EEUU para renovar su pasaporte, fue detenido y, una vez más, interrogado. Fue entonces cuando su defendido cedió y declaró ante el comité de Actividades Antiamericanas, delatando a varios de los compañeros. Doniol-Valcroze sufrió, por todo ello, un enorme y brutal desengaño.

Si me lo permiten, evocaré una anécdota personal. Tuve ocasión de hablar con él, muy brevemente, en el Festival de Cannes de 1984. Fue en uno de los hoteles de laCroissette. Le pregunté al respecto y no estaba, ni mucho menos, arrepentido de su apuesta por Dmytryk, pese a su decepción política. Seguía pareciéndole un cineasta muy digno de ser recordado. Y debo decir que no estuve en desacuerdo con él; siempre me ha extrañado la poca atención que le prestó la crítica.

Hay algo que, para bien o para mal, debe decirse. Durante bastante tiempo reinó cierta confusión en torno a una persona, el senador Joseph McCarthy y al término “macartismo”. También yo no supe la verdad de los hechos hasta que leí el libro de Reynold Humphries titulado Las listas negras de Hollywood. En él pude leer que el HUAC (Comité de Actividades Antiamericanas) ya estaba investigando la influencia del comunismo en Hollywood antes de que en 1946 el senador fuera elegido por primera vez para su cargo; que el HUAC era un comité del Congreso, y no del Senado; y que McCarthy presidió las sesiones dedicadas al comunismo, pero que jamás investigó Hollywood. Desde la década de 1920, esa misma obsesión del senador con la subversión comunista había sido preocupación omnipresente de un hombre que acabaría ejerciendo un considerable poder durante cincuenta años y con quien nos toparemos en más de una ocasión en este libro: J. Edgar Hoover, quien desde 1924 hasta 1972 fue director del FBI, la Oficina Federal de Investigación… Un especialista en macartismo (término que acuñó una periodista que se enfrentó al senador desde los primeros momentos de su carrera) llegó aún más lejos: «Proponía que sería más adecuado emplear el término “hooverismo” para referirse al fenómeno de la persecución de individuos por sus supuestos vínculos o simpatías comunistas» (Humphries, R. 2008, págs. 14 y 15), en vez del habitualmente usado de “macartismo”.

Aclarada esta confusión, supongo que sabréis que Dmytryk y Elia Kazan pasan por ser los adalides de la delación en el Hollywood de la caza de brujas. Y seguramente sabréis que Martin Scorsesse reivindicó, no hace mucho tiempo, a Kazan proponiéndolo para un Oscar Honorífico a su trayectoria, otorgado en 1999. Pero por extraordinario cineastas que fuera, que lo fue sin duda, no fue inferior delator. Edward Dmytryk, por su parte, pese a delatar, se justificó, al cabo de los años, diciendo que no dio el nombre de ninguna persona que no hubiese sido nombrada ya ante la HUAC, un ardid habitual empleado para justificar la delación (Humphries, R. 2008, pág. 190). Sin embargo, no ha tenido la suerte de ser reivindicado, ni siquiera mínimamente estudiado. Esto último, al menos entre nosotros.

Una observación, digamos, colateral: A mí una de las películas de Dmytryk que más me ha interesado es Hasta el fin del mundo, del año 1946. Alguna vez la he utilizado en mis clases. Pero siempre acompañada con Los mejores años de nuestra vida, también de 1946, de William Wyler. Son películas paralelas, la primera rodada sólo seis meses antes de la segunda. Ambas abordan el mismo hecho histórico: el regreso de los soldados americanos y los problemas de su reinserción en la vida civil. Y exhibía las dos. Mi intención era mostrar la diferencia entre una buena, más que buena, una competente película, y una obra maestra, la de William Wyler. Y no sólo esta diferencia, digamos subjetivista y metafísica, que lo es, sino también la diferencia entre un guión que no está mal y un guión magistral, que era el verdadero objeto de mostrar para analizar, secuencia a secuencia, ambas películas. Y también la diferencia entre una película de izquierdas y otra que no presume de tal, pero que también puede serlo. Y mostrar alguna cosa más de ambas películas, que sería muy largo contar, dado el tiempo que tenemos. Sin olvidar, claro, que hablábamos de Hollywood, de ese Hollywood, a la vez fascinante y perverso, que nos envenenó a los de mi generación. Tal cual. Innecesario es decir que los debates que se producían en clase eran sumamente interesantes, además de productivos.

Asimismo, digo ahora, ambas películas también podrían servir para debatir entre nosotros si el cine es ciencia, tecnología, creador de mitologías, por citar sólo las tres calificaciones usadas con frecuencia aquí, en la Escuela de Oviedo, o tiene algo de arte, dígase como se quiera, algo, en suma, con ese algo más, que no se conforma sólo con cualquiera de los calificativos aludidos. No sé. Nada deseo más que ver salir del atolladero en que el materialismo filosófico se encuentra respecto el arte en general y respecto al cine en particular.

Pero, sigamos, pues, con los jóvenes críticos de Cahiers, los Truffaut, Godard, Rivette, Chabrol y demás, que, tras la decepción de Doniol-Valcroze, no tardaron demasiado en polarizarse en favor de dos grandes directores: Alfred Hitchcock y Howard Hawks, a los que sumaron a continuación a una serie de directores de la conocida como serie B: Joseph H. Lewis, Edgar G. Ulmer, André de Toth, Nicholas Ray, Samuel Fuller, entre otros. Películas como Relato Criminal, El fantasma invisible, Detour, El demonio de las armas, Barba Azul, o Los crímenes del museo de cera, entre muchas otras. Los miembros de la revista Cahiers du cinéma decían que en todos ellos detectaban esa virtud estética que se puso de moda e impulsó la llamada política de autores: la llamada “puesta en escena”.

Será muy difícil encontrar en las páginas de Cahiers una definición más o menos precisa de lo que fuese la tal puesta en escena, tan nombrada. Pero, en cualquier caso, los hitchcocko-hawkasianos y la serie B sentaron las bases teóricas y prácticas para el ejercicio fílmico de la llamada Nouvelle Vague.

Recordemos de pasada que, la primera película de Godard, Á bout de soufflé, estaba dedicada a una de las productoras de películas de la serie B: la Monogran pictures, en la que, por cierto, dicho sea de pasada, trabajó un jovencísimo Edward Dmytryk.

Estas dos nociones: la política de los autores y la puesta en escena, bastaron para sostener y justificar la diversidad, el ejercicio fílmico llevado a cabo por la Nouvelle Vague. De Chabrol a Resnais, sin olvidar a Godard, Truffaut, Eric Rohmer, Louis Malle, Jacques Rivette, Jacques Demy, Jean Rozier, o Agnes Varda, por citar los más evidentes y que acuden sin esfuerzo a la memoria.

Una primera muestra de tal posición la expuso Godard. Bajo la firma de Hans Lucas, en el número 10, marzo 1952, en un artículo que defiende Extraños en un tren, contra todos los ataques que la película había recibido.

El título del texto publicado en Cahiers fue: “Suprematie du sujet” (Godard, 1985, págs. 77-80). Un título provocador porque Godard sabía que lo que la crítica contenutista reprochaba a Hitchcock era justamente la ausencia de “Tema” (Sujet).

Jugando con los dos sentidos de la palabra “sujet” (tema y sujeto) Godard afirma, en primer lugar, al “je” (yo / sujeto), es decir a Hitchcock, calificándolo de “yo, supremo”, es decir “un autor” (De Baecque, 2003, pág. 108). Dicho de un modo menos pretencioso: un artista. No otra cosa fue lo que reivindicaron para él los “jóvenes turcos”, poco después cineastas: ser artistas de pleno derecho, igual que un pintor o un novelista.

Luego, prosigue afirmando, que el contenido en Hitchcock es más profundo de lo que suele ser habitual. ¿Y por qué? Porque Hitchcock posee el virtuosismo de la “puesta en escena”, lo que lo convierte en un igual de Carl T. Dreyer o de Abel Gance (De Baecque, 2003, pág. 108). Con él, la idea se templa en la forma y la vuelva más incisiva, a la vez que tan prisionera como el agua en el hielo (Godard, 1985, pág. 78). En pocas palabras, Hitchcock es el verdadero “realista” de la modernidad en el cine (De Baecque, 2003, pág. 108). Hitchcock no aceptaría esta adscripción, pero a Hans Lucas/J.-L. Godard, al decirlo así, reivindicaba de este modo tanto a Hitchcock como a Bazin, su ontología realista, y por supuesto a Rossellini.

Emplazando a Hitchcock en este terreno, después de haberlo defendido en el debate forma/fondo, propio de las querellas de los años 40 entre antiguos y modernos, Godard llega más lejos. En su análisis, aplica a Hitchcock las teorías bazinianas, teorías que el mejor crítico francés del momento no comparte con este universo que le desconcierta. De esta manera, Hitchcock es presentado como el único cineasta que consigue conjugar el expresionismo de la estilización con el realismo de la puesta en escena y el juego de los actores (De Baecque, 2003, pág. 108).

Un número especial, el numero 39, de octubre del 54, dedicado a Hitchcock, fue recibido como una provocación inadmisible por los “contenutistas”, partidarios, en una palabra, del fondo.

Dos años más tarde, en 1954, F. Truffaut publicó su conocido artículo “Una cierta tendencia del cine francés”. Ya sabrán algo acerca de las muchas correcciones que Bazin impuso a Truffaut a la hora de redactar este famoso artículo. Pero su crítica al cinéma de qualité francés, que le había precedido, marcó una época, e hizo de François Truffaut uno de los adalides del ejercicio teórico en defensa de un nuevo cine que, en la práctica, dio en llamarse Nouvelle Vague.

De este modo, junto a las entrevistas a cineastas tales como Jean Renoir, Jean Vigo, Roberto Rossellini, Alfred Hitchcock, Orson Welles, Robert Bresson, C. T. Dreyer, Luis Buñuel y Michelangelo Antonioni, todas publicadas a lo largo de esos años (Varios, 1972), se puso en práctica la llamada “Política de los autores”.

Queda, no obstante, algo que añadir. Sucedió un imprevisto, que conviene aclarar:

Un crítico americano, Andrew Sarris, tradujo, trasladó e implantó, en los Estados Unidos de América, tal política, denominándola Author Theory, “teoría del autor”. Y con este cambio de rótulo se expandió por las universidades americanas haciéndola famosa. La política de los autores es sin duda la idea crítica más célebre de la historia del cine, según Antoine de Baecque (De Baecque, 2003a, pág. 19). Pero que, en sentido estricto, ni es teoría ni cosa que se le parezca. Por mucho que la criticara Bazin y los Cahiers la desecharan en una famosa mesa redonda (De Baecque, 2003a, págs. 110-126) es la que domina desde entonces el ejercicio mayoritario de la crítica. Una cosa es cierta: la política de los autores, mal llamada teoría del autor, sirvió, por lo menos, para la superación del impresionismo en la crítica de cine.

Podría decirse que la implantación americana, de un modo equívoco, de la teoría del autor, preludió muchos años antes lo que luego pasó con la French Theory de los años 80. Y que trajo consigo la posmodernidad. La política de autores convertida por el americano Andrew Sarris en Teoría del autor, podría considerarse el preludio evidente a los estragos de la llamadaFrench Theory.

Quizá merezca la pena añadir las tres razones con las que André Bazin se opuso a la llamada “política de los autores”, convertida por mor de Andrew Sarris en Teoría del autor, tal y como hemos dicho. Esas tres razones fueron:

1) El factor personal como criterio de referencia, y postular su permanencia película a película.

2) Su dificultad para formularla teóricamente.

3) Propiciar el culto a la personalidad y no tener en cuenta el genio del sistema.

Con la segunda parte de este enunciado, es obvio que Bazin quería referirse a la importancia del Sistema de Estudios con el que se edificó la producción cinematográfica en Hollywood.

El artículo en el que lo hizo se titula “De la política de los autores” y se publicó en el número 70 de Cahiers du cinéma, abril del 1957. Recogido en el libro traducido al español y que les muestro en pantalla. Me refiero al libro La política de los autores. Manifiestos de una generación de cinéfilos, editado en 2003 por Ediciones Paidós Ibérica S. A.

Así, pues, puede decirse que si a los citados, Hitchcock y Hawks, junto a cineastas como Samuel Fuller, Nicholas Ray, Mankiewicz, F. Lang, Orson Welles y algunos otros, se le añaden los europeos citados anteriormente, configuran el corpus de cineastas que la crítica moderna se constituye, ya en la década de los cincuenta, rechazando la vieja dicotomía fondo/forma y defendiendo la novedosa y original proposición que puede enunciarse así: El fondo de un film, incluye su forma.

A partir de todo ello puede comprenderse mejor el modo de asumir el ejercicio de la profesión de director de cine y las diferentes propuestas que hicieron los componentes de lo que se dio en llamar Nouvelle Vague: de Truffaut a Eric Rohmer, de Resnais a Godard, y de Jacques Demy a Agnes Varda. No obstante, pese a sus distintos modos de hacer cine, todos ellos tuvieron una cosa clara desde el principio: querían incorporarse a la industria cinematográfica de su país y lograr el éxito. No puede decirse que consiguieran el éxito de taquilla, ya que no sería cierto, pocas películas lo obtuvieron. Pero, salvo excepciones, Marcel Hanoun, por ejemplo, es indudable que lograron con éxito conquistar la industria e instalarse en ella.

Ni que decir tiene, que basta echar un vistazo al cine, no sólo europeo, también americano –por excepcionales que sean sus figuras– de los años posteriores a la Nouvelle Vague para comprender la influencia ejercida por semejante conclusión. Sin ella no se entiende el porqué del cine de Rainer Werner Fassbinder, particularmente sus primeras películas, ni de Theo Angelopoulos, por citar a dos de los que más tempranamente siguieron tal onda. Mucho menos las películas de Andrei Tarkovski. Pero tampoco se entiende el porqué de las películas de Jim Jarmusch, ni de Gus Van Sant, por citar a dos americanos. Ni mucho menos las películas de los portugueses Joao Cesar Monteiro o Pedro Costa, y no digamos ya las de los países del Este de Europa: Alexander Sokurov o Béla Tarr. No se entiende, en fin, todo el cine que se opone al paradigma dominante, al que espectadores muy entendidos y avezados descalifican sin contemplaciones por el aburrimiento que provocan, sin haberse preguntado siquiera ¿dónde está el aburrimiento, en la película o en qué otro lugar?

Sin duda es esta una de las razones, entre muchas otras, por las que se dice que Godard es el más representativo de los cineastas nuevaolistas: porque él y sólo él ha llevado hasta sus últimas consecuencias un trabajo sobre las formas, a cada película más radicalmente; hasta el punto de ser vilipendiado por tirios y troyanos; unos más entendidos que otros, pero de común acuerdo todos en su menosprecio. Y así desde los sesenta hasta la actualidad.

3) Chabrol, Truffaut y Resnais (la política francesa fomenta el cine de autor)

No estoy seguro de que Chabrol, Truffaut y Resnais quisieran fomentar el llamado cine de autor. Que yo sepa no hubo una alianza explícita entre ellos para esta defensa. Esta defensa, en todo caso, no pasaba de ser teórica, o meramente preferencial.

Me extraña que se mencione a Resnais con Chabrol y Truffaut, como si existiera un vínculo entre ellos más allá de la nacionalidad y la profesión. En la medida que Resnais no formó parte del equipo de Cahiers, y en la medida que siempre estuvo más cerca de Chris Marker, gran compañero de viaje, si no militante del Partido Comunista Francés, con quien empezó a rodar sus cortometrajes, por ejemplo, me extraña la asociación, por mucho que estuviera de acuerdo con la política de los autores.

Me parece una asociación que no sé si implica algo desconocido para mí. Resnais hacía sus películas cortas y cuando hizo Hiroshima mon amour, la hizo como su enorme talento le dio a entender. Y lo mismo sucede con El año pasado en Mariembad.

Lo que acaso se quiera decir es que, a partir de los acuerdos del año 46, los llamados acuerdos Blum-Byrnes, que ya hemos citado al principio, el cine de autor fuera la alternativa más plausible en defensa del cine francés.

Yo diría –aunque no es más que una opinión– que Francia, tras los acuerdos impuestos por el imperio americano que nos apoyó en la Segunda Guerra Mundial, se sintiera tan derrotada como lo había sido Italia con Musollini a la cabeza. E hizo cuanto pudo por resarcirse de lo que le imponían los Acuerdos Blum-Byrnes. Y si Italia había tenido un enorme éxito cultural con el Neorrealismo, pese a la derrota en la Guerra, Francia quiso conseguir otro tanto con lo que se ha dado en llamar Nouvelle Vague, movimiento triunfante como pocos.

En este sentido entiendo la asociación entre Truffaut, Chabrol y Resnais, el más autor de los tres. Así, pues, la pregunta obliga a que nos remontemos años atrás. Al principio, por donde empezamos. Es decir, a la postguerra.

Concretamente al año 1946, cuando el 28 de mayo se reúnen, en Washington, el secretario de Estado americano, James Byrnes, y Léon Blum, ministro francés, y firman un acuerdo –los llamados Acuerdos Blum-Byrnes– que incluía cláusulas específicas respecto al cine.

Los americanos querían ver amortizada la deuda de la guerra, una deuda de 2.000 millones de dólares, más o menos, y la aprobación de un nuevo crédito de 500 millones, por lo que exigieron que las salas francesas se abrieran generosamente para exhibir las películas norteamericanas. La proyección del cine francés se redujo, estableciéndose “una cuota” a las salas de Francia, que deberían reservarse 16 semanas al año para la producción francesa. Pero el resto del año deberían exhibir productos de su elección, la mayoría de ellos americanos. Es decir, las películas americanas tenían preferencia en el mercado. Esto explica la enorme afluencia de películas americanas que se estrenaron en París nada más terminar la contienda.

Esta política coadyuvó a la explosión de la difusión de películas americanas. Según Antoine de Baecque, «de 38 en el primer semestre de 1946, pasaron a ser 338 en el primer semestre del año siguiente» (De Baecque, 2003, pág. 44).

Naturalmente estos acuerdos políticos generaron malestar entre los cineastas y técnicos franceses. Por primera vez los profesionales del cine se movilizaron, protestaron e hicieron manifestaciones.

Fue su primera movilización, hasta que, pasados los años, se movilizaron en defensa de Henri Langlois, en el llamado “Affaire Langlois”, del año 67, y que terminó en las vísperas, exactamente en las vísperas, del mayo 68.

El gobierno francés, entonces, consigue renegociar los acuerdos, pero no puede reducir el número de películas americanas difundidas en Francia, que no descenderá de 150 cada año.

Las películas americanas son percibidas por muchos como una provocación antinacional. Los intelectuales franceses se vieron obligados, entonces, a tomar posición. Y hubo muchos que rechazaron las películas americanas, unos por desprecio e indiferencia y otros por razones políticas concretas.

Este acuerdo político suscitó una fuerte oposición de los profesionales del cine francés liderados por el sindicato de cine de la CGT, quienes denunciaron las amenazas de la hegemonía norteamericana.

Se constituyó un “comité de defensa del cine francés” y se organizaron grandes manifestaciones encabezadas por las más populares estrellas de la gran pantalla francesa. A partir de esta oposición a los acuerdos francoestadounidenses, se crearon las bases de los dispositivos de fomento al cine francés. Fue el origen de la llamada “excepción cultural”, que tanto ha dado que hablar entre nosotros y que tanto ha querido, infructuosamente, ser imitada, también entre nosotros. Recuérdese la política de una tal Pilar Miró. ¿La recuerdan?

En 1948 se instauró un fondo de ayuda financiera que en 1953 se transformó en el fondo para el desarrollo de la industria cinematográfica que luego, en 1959, tomó su forma actual como el sistema de apoyo y de regularización del cine francés, conjugando las áreas de financiamiento público y de protección jurídica, a beneficio del cine francés. Fue en el 59, cuando Malraux estableció las ayudas de las que se beneficiaron los cineastas de la Nouvelle Vague, y sobre todo los productores.

Precisamente, este origen singular y paradójico origen, permitió que el cine francés se desarrollara; transformándose en uno de los más importantes del mundo y en el más importante de Europa.

Sin embargo, volvió a ser amenazado algunas décadas más tarde, a partir de 1986, debido a las negociaciones de comercio multilaterales en el marco de la GATT (General Agreement on Tariffs and Trade, Acuerdo General sobre las Tarifas Aduaneras y de Comercio) y en 1994 con la creación de la OMC (Organización Mundial de Comercio). El objetivo de estas negociaciones consistía en liberalizar, es decir, restablecer en el mercado, un conjunto de “servicios”, entre los cuales figuran, además de la salud y la educación, el conjunto de actividades culturales que Estados Unidos define como las “industrias del entretenimiento”. Aquella liberalización habría tenido como efecto desestabilizar el conjunto de los dispositivos de fomento al cine francés, sean estos jurídicos o financieros. Pero estas modalidades de fomento de la industria del cine son consideradas en realidad, según los principios del libre comercio, contrarias a la competencia y a la libertad de comercio.

Si lo que se pregunta es si Chabrol, Truffaut y Resnais estaban a favor de la excepción cultural, no cabe duda de que sí. Como lo estaba la práctica totalidad de los profesionales del cine. Se trataba de Francia y el cine francés. De ahí el cine de autor.

Sobre esta base de la “excepción cultural” se hizo posible que perduraran y se consolidaran los mecanismos de fomento a la producción audiovisual y su explotación comercial.

4) El modo de hacer cine de estos nuevos cineastas

¡¿El modo de hacer…?! No sé exactamente qué quieres decir con “el modo de hacer”. Modo de hacer, ¿qué? Modo de escribir los guiones, modo de filmar, modo de montar, modo de hacer los castings, modo de dirigir actores, modo económico de hacer películas… y así, ad libitum. Seguro que es un problema mío. Siempre he pensado que era más difícil plantear preguntas que responderlas. Pero acabo de darme cuenta de lo difícil que también es responderlas. En fin. No sé si Luis (Martin Arias) puede sacarme del apuro de mí no-respuesta. Termino así mi respuesta y paso la palabra.

El Mac-Mahonismo

Recuerdo que al final del programa, los tres participantes reconocimos que probablemente nos habíamos dejado muchas cosas en el tintero. Y yo dije, entonces, que me hubiese gustado hablar del Mac-Mahonismo. La razón no fue otra que, desde hacía bastante tiempo, yo no entendía muy bien por qué, entre nosotros, en España, nadie hablaba nunca del Mac-Mahonismo, ni siquiera se lo mencionaba. Lo dije espontáneamente porque me acordé de pronto de que ni siquiera se había hablado de él en el que es para mí el mejor libro publicado al respecto entre nosotros, y que no es otro que el titulado En torno a la Nouvelle Vague. Rupturas y horizontes de la modernidad, edición de Carlos F. Heredero y José Enrique Monterde. Es un libro de 2002, editado por el Festival Internacional de Cine de Gijón, la Consejería de Cultura de Andalucía, el Centro Galego de Artes da Imaxe, el Ivac de Valencia y la Filmoteca Española, un libro colectivo en el que intervenimos unos cuantos autores, más de veinte por lo menos, y que creo que aborda cuanto merece ser dicho sobre el asunto en cuestión. Todo menos una cosa: el Mac-Mahonismo, que ni siquiera se menciona. Acaso porque fue un grupo de cinéfilos muy controvertido, quizá marginal. Pero que, en su momento, no careció de importancia. Y que, para mí, como dije al final del Teatro Crítico, tuvo la importancia de su defensa de Samuel Fuller, lo que influyó lo suyo en que éste se convirtiera en el hermano mayor de la Nouvelle Vague y “puente” entre ésta y cineastas posteriores, como Wim Wenders, Mika Kaurismaki, o su hermano Aki Kaurismaki, con los que Samuel Fuller trabajó como actor en alguna de sus películas; quizá la más conocida sea El amigo americano, de Wenders. Lo dije así, sin más, casi a modo de lamento y punto final. Pero ahora quiero aprovechar la ocasión para evocarlo y decir lo que pueda de él.

¿Qué debe entenderse por Mac-Mahonismo? Pues algo extremadamente sencillo. Lo resumiré en pocas palabras: una sala, la Mac-Mahon; un grupo de apasionados cinéfilos y una idea de cine.

Su nombre procede de una sala (la Mac-Mahon, situada en el n° 5 de la avenida Mac-Mahon, muy cerca de Place de L'Étoile, en los Campos Elíseos) creada en 1938 y especializada en exhibir las películas americanas prohibidas durante la ocupación. Y fueron un pequeño grupo de cinéfilos que participaban de una común ideología del cine. Los nombres más conocidos de los tales cinéfilos fueron Pierre Rissient, Michel Fabre y Michel Mourlet, Jacques Serguine, Alfred Eibel, Patrick Brion, y, como aliado circunstancial, el conocido cineasta, recientemente fallecido, Bertrand Tavernier. El cuadro de sus cineastas-fetiche –nunca mejor empleada esta expresión– fueron cuatro directores: Joseph Losey, Fritz Lang, Raoul Walsh y Otto Preminger, cuyas fotografías adornaban el pequeño hall de la sala, que yo frecuenté a menudo durante mi estancia en Paris, entre los años 1972-1975. Pero a los que añadían, un poco en segundo término, Ida Lupino, Jacques Tourneur, V. Cottafavi y Cecil B. De Mille. Ni que decir tiene que los mac-mahonianos despreciaban a Hitchcock y a la Nouvelle Vague en su conjunto, así como a los cineastas que consideraban intelectuales: Orson Welles, Elia Kazan o Visconti, por ejemplo. Su película-fetiche era El muchacho de los cabellos verdes (1948), de Joseph Losey. Supongo que la conoceréis, aunque no es fácil de ver ahora. Para ellos era la película más bella de la historia del cine. Un verdadero fetiche. Repito la palabra fetiche, aunque yo, entonces, no conocía otro uso de ella, que no fuese por la lectura de Freud. Podría decirse que, en líneas generales, estas fueron las coordenadas básicas, las características primordiales e identitarias del grupo, más bien grupúsculo, llamado “la escuela de la Mac-Mahon”. Como respuesta a un examen de primero de Audiovisuales bastaría para un aprobado en la asignatura Cine europeo, que yo impartí en la Carlos III. Pero quiero añadir algo más.

El pequeño despliegue de su historia empieza en el número 98 de Cahiers du cinéma, agosto de 1959, con un artículo titulado “Sur un art ignoré”. Su autor, Michel Mourlet, el ideólogo del grupo, al que pronto llamarían el Boileau de la Mac-Mahon. Y su desarrollo consistía, básicamente, en la defensa paroxística de la puesta en escena, la tan reputada y nunca definida en la revista, mise en scène. La puesta en escena cinematográfica no es una técnica sino una energía misteriosa y por lo tanto inefable e inapresable, viene a decir Michel Mourlet en su artículo del número 98. Añade, además, que lo que define al arte de la puesta en escena son la belleza, el orden y la verdad; el cine, según él no inventa un lenguaje ni establece convenciones; todo en él es siempre el colmo de la mentira; se trata de una experiencia sensible a la que el espectador debe entregarse por completo (Mourlet, 1959, pág. 23-38, Cahiers du cinéma, n° 98). Este artículo es comprendido como un manifiesto en favor de un cine que combate la modernidad.

Un segundo artículo de Mourlet aparece en el número 107, de mayo de 1960, de Cahiers. Su título es algo más provocador: “Apología de la violencia”. Su primera frase afirma: La violencia es un tema mayor de la estética. Superada o presente, latente o virulenta, por naturaleza reside en el seno de toda creación (pág. 24). A esta, su exaltación, prosigue para culminar en la exaltación del actor, afirmando que la puesta en escena encontrará en la violencia una constante ocasión de belleza (Mourlet, 1960, pág. 24, Cahiers n° 107). El actor que toman por modelo es Charlton Heston, del que no dudan en afirmar que «es un axioma y constituye una tragedia en sí mismo, su presencia en una película, cualquiera que sea, es suficiente para suscitar la belleza. La violencia contenida de la que dan testimonio las sombras fosforescentes de sus ojos, su perfil aguileño, el arco orgulloso de sus cejas, el saliente de sus pómulos, la curva amarga y dura de su boca, la fabulosa potencia de su torso, he aquí lo que ofrece y que el peor director de cine no puede degradar. En este sentido puede afirmarse que Charlton Heston, por su mera existencia, al margen de toda película, ofrece una definición del cine más exacta que Hiroshima, mon amour o Ciudadadano Kane cuya estética ignora o recusa a Charlton Heston. Debido a él, la puesta en escena puede acceder a los enfrentamientos más intensos y resolverlos con el desprecio de un dios prisionero, rodeado por gruñidos sordos. Por ello, Heston es un héroe más langiano que Walsiano» (Mourlet, 1960, págs. 24-25, Cahiers, n° 107).

Este texto que, como se ve, no carece de un elocuente énfasis literario, suscitó ciertas reservas en algunos miembros de la revista. Tamaña fascinación por la violencia y los cuerpos bellos no dejan de evocar a lo que algunos no dudan en calificar de fascismo. No obstante, cuatro meses después, el número 111, de septiembre de 1960, fue un número dedicado por completo a Joseph Losey, en el que escriben los más destacados miembros de la llamada “escuela del Mac-Mahon”: Michel Fabre y Pierre Rissient lo abren con una entrevista a Losey, el director de su película preferida El muchacho de los cabellos verdes. A continuación, le siguen diferentes textos de Pierre Rissient, Marc Bernard, Michel Mourlet y Jacques Serguine. En el mes de diciembre, se crea la fundación del “Círculo del Mac-Mahon”, cuya presidencia de honor ocupa su cineasta-fetiche, Joseph Losey. Es el momento cumbre de la escuela del Mac-Mahon. Aunque no deja de ser paradójico que un grupo de cinéfilos que reivindican un cine de la fascinación total, del aristotelismo más depurado en la puesta en escena, “un arte de la catharsis” en palabras de Antoine De Baecque (De Baecque, 2003, pág. 216), elijan como presidente a un director sin duda más próximo al modernismo que a otra cosa. Y que, desde luego, aborrecería estar presidiendo a un grupo de fascistas. Acaso porque Losey todavía no había asumido del todo a Brecht y la modernidad. Faltaban solo dos números para que Cahiers du cinéma dedicaran el número especial dedicado íntegramente a Bertolt Brecht, coordinado por Bernard Dort, especialista en Brecht, y Louis Marcorelles, redactor de la revista.

Había muerto André Bazin (abril 1918-noviembre 1958) y la jefatura de redacción de la revista estaba a cargo de Jacques Doniol-Valcroze y Eric Rohmer. Algunos de los colaboradores, Chabrol, Truffaut, Godard, se habían pasado a la dirección. Jacques Doniol-Valcroze veía en la colaboración del grupo un giro a la derecha. La exaltación de Charlton Heston pareciera convertir la política de los autores en la política de los actores. En el seno de la redacción de Cahiers se genera una manifiesta incomodidad. El propio Michel Moulet reconoce que la puesta en escena mac-mahoniana que exalta la belleza fascinante de una raza elegida, acaba por tender hacia lo que algunos llaman “fascismo” (De Baecque, 2003, pag. 217). En todo caso, es cierto que en 1959-1960, ninguno de los mac-mahonianos está abiertamente comprometido en un movimiento político de extrema derecha. El apoliticismo es la norma. No obstante, “algunos años más tarde Michel Mourlet escribirá en Defensa de Occidente, la revista de Maurice Bardéche” (De Baecque, 2003, pág. 217). No hace falta decir que Maurice Bardéche fue un escritor francés comprometido con la extrema derecha y con difundir ideas antisemitas; después de haber fundado Les Sept Couleurs, editorial que publicó sus libros y los de otros intelectuales fascistas, fundó la revista Defense de l'Occident, una revista que será lugar de encuentro para los extremistas desde 1952 hasta 1982 (información que obtenemos de la Wikipedia).

Proseguiremos esta sucinta semblanza del grupo mac-mahoniano recordando lo que años más tarde, en 1978, en el número 293 de Cahiers du Cinéma, en un artículo titulado “Contra la Nueva Cinefilia”, Louis Skorecki, que también firmaba artículos con el pseudónimo Jean-Louis Noames, escribió: «Son los único cinéfilos, a mi juicio, que fueron lógicos con ellos mismos hasta el final: al margen de defender apasionadamente tal o tal fragmento americano, debemos reconocer lo bien fundamentada que la legitimidad del sistema que los hizo posibles, de ahí el elogio de la sociedad americana, la defensa del sistema político más reaccionario, la adecuación más radical de la forma que defienden y el fondo que ella implica y vehicula (…). Coherencia: más que aquella que vuelve inseparables las obras de la ética de la que participan, es la coherencia de la elección lo que, hoy en día, me sorprende todavía: al cuadro de ases, Mourlet en losCahiers, otros en Presence du cinéma, añadió a Ludwig, Heisler, Lupino, King, Dwan, Fuller, De Mille, Ulmer, Guitry, Pagnol, Mankiewicz, McCarey, Tourneur, y también otros, todos grandes cineastas, algunos reconocidos pero muchos de ellos todavía desconocidos o poco valorados» (Skorecki, 1978, págs. 33-34).

Y terminaremos diciendo que, tras las reticencias de los Cahiers du Cinéma a publicar sus artículos, el Círculo o Escuela de la Mac-Mahon decidió editar, a principios de los sesenta, su propia revista, Prèsence du cinéma; que en 1961 se convirtió en el órgano del pensamiento mac-mahoniano. Prèsence du cinéma fue una revista muy modesta y, entre nosotros, totalmente desconocida, si no ignorada completamente. Duró poco, entre 1961 y 1967. Pero constituye junto a Cahiers du cinéma y Positif la triada de revistas de la llamada época dorada de la cinefilia francesa.

Algo más tarde, tras el estreno de Invasión en Birmania (Merrill's Marauders) en 1962, Sam Fuller recabó toda la atención de la nueva publicación, hasta el punto de que, en diciembre de 1963, los números 19 y 20 estuvieron consagrados a él, «con una entrevista de más de treinta páginas (algo que Cahiers no había podido o querido hacer hasta entonces) realizada por Jean-Louis Noames (de hecho, Louis Skorecki) en el mes de agosto, en Hollywood. Le acompañaba un estudio, firmado por Jacques Lourcelles, que se centra en la figura del héroe en Fuller, a modo de vector de esa virilidad y pureza que la idea mac-mahoniana del cine patrocinaba» (De Baecque, 2003, pag. 218).

Nada de todo ello permite afirmar que Fuller fuese un cineasta mac-mahoniano. Antoine de Baecque, desde luego, lo niega. Los signos de desconfianza de los mac-mahonianos respecto a Fuller son más numerosos que los de adhesión. «La personalidad de Fuller es, sin duda, “demasiado impura, demasiado cosmopolita, demasiado metomentodo, con intereses demasiado divergentes y heterogéneos”, tal y como dijo el propio Mourlet. Los mac-mahonianos prefieren los cineastas más nítidos, virtuosos de una puesta en escena ejecutada con tiralíneas, que se sitúan por encima de las contingencias de una historia o de un relato» (De Baecque, 2003, pág. 218). Como es de sobra conocido, Samuel Fuller no es solo director de películas, es también guionista, periodista, escritor de novelas negras, montador, soldado, un todo-terreno, de derechas y de izquierdas, con algo de anarquista, irreductible a una idea, cualquiera que sea, de “puesta en escena”. No es extraño que Fuller se quedase completamente aislado en el Hollywood de los cincuenta. Su cine fue rechazado con vehemencia por la crítica de derechas y de izquierdas. De ahí su larga estancia en Europa, viviendo e París, casado con una actriz alemana, Christa Lang, y trabajando como actor, desde su aparición en Pierrot el loco (1965), de Godard, y Brigitte et Brigitte (1965), de Luc Moullet, a El amigo americano (1977), de Wim Wenders, El estado de las cosas (1982), de Wim Wenders, o Helsinki-Nápoles, todo en una noche (1987), de Mika Kaurismaki o La vida de Bohemia (1992), de Aki Kaurismäki, entre muchas otras.

Es lo que yo quise, mal que bien, decir al acabar el Teatro Crítico 165, al afirmar que Fuller devino, por razones ajenas a él, en hermano mayor de la Nouvelle Vague y “puente” al cine más moderno de la década de los 80 y 90.

La sustantividad de las obras de arte cinematográficas (2h)

TC168 ⋅ 7 de julio de 2022 ⋅ Vicente Chuliá, Luis Martín Arias y Ekaitz Ruiz de Vergara

Adenda

Para terminar, ahora sí, quiero añadir algo importante, a mi juicio. A las pocas semanas del Teatro Crítico 165, la Fundación editó el Teatro Crítico número 168, titulado La sustantividad de las obras de arte cinematográficas. Título bien poco imparcial por contener toda una declaración de principios acerca del cine en su relación con el sistema del Materialismo Filosófico. Sus contertulios eran, o son, pues están en la red, Vicente Chuliá, Ekaitz Ruiz de Vergara y Luis Martín Arias, que había estado conmigo en el TC165. Se trataba de abordar tres películas, Ciudadado Kane, de Orson Welles; El desprecio, de Jean-Luc Godard; y La lista de Schindler, de Spielberg, con la finalidad de verbalizar la sustantividad de cada una de ellas.

El programa se configuró, creo, a partir de la opinión de Luis Martín Arias, de que siempre hay que ir a las obras concretas y no perderse en conjeturas más o menos baladíes. Dicho con otras palabras, se trataba de evitar el bla-bla-bla sobre las películas, cosa muy frecuente al hablar de cine. Debo confesar que el programa, más allá de reiterar la idea de André Bazin de que siempre hay que ir a las obras concretas –él lo dijo para criticar la llamada Teoría del Autor–, opinión que compartimos todos, el Teatro Crítico 168, estuvo francamente bien. Debo confesar, reitero, que me interesó mucho, muchísimo. Todas las intervenciones, unas más que otras, naturalmente, ofrecieron algo nuevo, muy instructivo.

Pero también, debo decir, que dejó de manifiesto algo que se reitera una vez y otra en nuestra España de todos los demonios. Lo diré sin problemas, a la pata la llana y por lo directo: ninguno de los presentes supo decir a quien pertenecía la cita que abre la película de Godard, y que éste, siguiendo su mala costumbre de citar al tuntún según le convenga, atribuye a Bazin. ¡Pobre André Bazin! No merecía tan maltrato después de muerto.

Pues bien, dado que hemos hablado del Mac-Mahonismo y de su ideólogo Michel Mourlet, no me queda otro remedio que proclamar a todo el que quiera oírlo, que la cita que reza El cine es una mirada que sustituye a la nuestra para darnos un mundo acorde con nuestros deseos, no es de André Bazin, si no de Michel Mourlet, el ideólogo de la Mac-Mahon.

La cita la forman las dos primeras frases de un texto algo más amplio y que dice así: «le cinéma est un regard qui se substitue au nôtre pour nous donner un monde accordé à nos désirs, il se posera sur des visages, des corps rayonnnants ou meurtris mais toujours beaux, de cette gloire ou de ce déchirement qui témoignent d'une même noblesse originelle, d'une race élue qu'avec ivresse nous reconnaissons nôtre, ultime avancée de la vie vers les dieux, de l'homme devenu dieu dans la mise en scéne» (De Baecque, 2003, pág. 216). Dejo la traducción a quien quiera entretenerse con la literatura de Michel Mourlet.

Creo que, si se ha leído bien lo anterior, la fascinación por los bellos cuerpos y el ofrecimiento del cine del hombre en tanto que raza elegida y… bla-bla-bla, su autoría no admite dudas. La res cinematographica mac-mahoniana salta a la vista. Queda dicho.

Bibliografía

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De Baecque, Antoine (compilador, con la colaboración de Gabrielle Lucantonio). (2003a). La política de los autores. Manifiestos de una generación de cinéfilos. Pequeña antología de Cahiers du Cinéma. Edición a cargo de José Luis Fecé. Barcelona, Paidós Comunicación, 145 Cine.

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