El Catoblepas · número 202 · enero-marzo 2023 · página 16

La palabra y el gesto de Ignacio Gracia Noriega
Venancio Martínez Suárez
In memoriam
La última conversación que mantuve con José Ignacio Gracia Noriega fue tras terminar la lectura de Las burbujas de la tierra, uno de los libros más hermosos que nos ha dejado. Le llamé para felicitarle y señalarle alguno de sus capítulos que me habían gustado especialmente. Me hizo varios comentarios sobre los editores, sobre el protagonista de su estudio –Shakespeare, “el poeta más grande que ha producido la humanidad”–, de otros libros que tenía en ciernes y de política, de la ya agitada vida pública catalana de esas semanas y de “el pelos”, como denominó al recién llegado y luego sedicioso presidente anti español. No estaría mal en estos tiempos calamitosos que corren, decía, seguir leyendo a William Shakespeare y sacar algunas conclusiones. Eran los primeros días de julio de 2016 y me anunciaba que, en agosto, desde La Granda, se acercaría a Navia. Desgraciadamente no pudo volver a nuestro pueblo como hacía cada año, donde siempre recordaba que en el dos mil cinco había tomado con el praviano José Ramón García su último vino en la Sidrería de Antolín. Bromeando con Juan, el actual propietario del negocio, le decíamos que por ser él, por su importancia, tendríamos que colocar una placa conmemorativa en ese lugar: “Para honor de esta casa, aquí “se cortó la coleta” el escritor Gracia Noriega”.
Si yo me fui acercando más y más a José Ignacio fue por la generosidad y calidez con que siempre me acogió, ya desde algunos primeros encuentros ocasionales, algún acto en que compartimos estrado y por el vínculo de unos cuantos amigos comunes. Aunque lo principal para mí era su indiscutible atractivo personal, su dimensión intelectual y su extraordinaria amenidad. Las palabras más importantes y ajustadas a su brillante trayectoria de escritor las dejó dichas él mismo en su intervención en los Cursos de La Granda de 2014, exponiéndolas luego en el texto que tituló La cabeza del iceberg, en referencia a la magna obra que tenía pendiente de editar, muy superior en extensión a la que había ido dando a conocer. En esa estupenda nota declara que si hubiera publicado toda su creación inédita y tan sólo una parte de la que nos fue revelando “sería un escritor muy distinto”, considerando su obra narrativa, la menos conocida, como “la más perdurable”. Hace un resumen esquemático, con referencia a más de 50 títulos que “darían material para veintidós volúmenes”. Aparte, nos ha dejado otras varias decenas de libros de ensayo, capítulos de libros y monografías que no cita, miles de artículos de diverso tono y variados temas, todos de lectura regocijante, recopilados en un sitio “web” gracias a la Fundación Gustavo Bueno, a su amigo y ayudante Rubén Franco y al apoyo de la empresa Reny Picot. Bajo los epígrafes De transición y copas, Despedidas y necrológicas, Bajo las nieblas de Asturias, Cine, Doce asturianos (más o menos), El arte de comer, El primer Camino, Escritos sobre política, Entre el mar y las montañas, Entrevistas en la Historia, Gastronomía, Hemeroteca, Personas y hechos de Asturias, Los grandes clásicos, Mapa literario de Asturias, Mirador de sombras, Por los caminos de la Asturias central, Semblanzas y Territorios perdidos, hemos encontrado referencias Navia y a algunos de sus habitantes y personajes en más de treinta de ellos. Personalmente sentí mucho que quedase en el tintero su libro sobre Manuel Suárez, en el que llevaba trabajando desde hacía años.
De su carácter sentimental, de su talante eminentemente liberal, nada relativista ni pastueño, y de su ironía sin llegar a ser irónico, nada quiero decir por ser todo ello manifiesto y conocido. Era persona de frases y definiciones contundentes y habitualmente certeras, inteligente y de gran sensibilidad, con un agudo dominio del retintín, recurso expresivo de difícil uso, mostrándose ágil y con notable aplomo en cualquier diálogo polémico. Aunque quiero resaltar una triple condición que determinaba su relación con los demás, y que pude experimentar de primera mano: su envidiable sencillez de trato, su extraordinaria lealtad a la amistad y su predisposición a conocer al otro, fuera a través de una lectura o de una conversación. Le irritaba la falta de respeto a las normas básicas de la convivencia, el exceso de confianza y las formas zafias de ser y de manifestarse, tan comunes, solía decir, en la sociedad actual y tan relacionadas con lo vivido en la familia.

Las muestras de cariño hacia Navia y su comarca fueron numerosas, lo mismo que su presencia en actos diversos en los que él era siempre el protagonista principal. Le gustaba nuestro paisaje y la arquitectura de las casas aldeanas, unas construcciones “muy vinculadas a la tierra verde”, con “tejados de pizarra a dos aguas, pintadas de blanco, la puerta en el centro, y varias ventanas distribuidas por la fachada, sin voladizos ni alardes”, frente a “las horteradas pedantes y de pésimo gusto” de las construcciones modernas, propias del desarrollismo a ultranza. Aquí tuvo buenos amigos y numerosas personas a las que apreciaba, como Rafael Anes, Luis Romay, Marcial, Jorge Jardón y el alcalde Manuel Bedia, que le cayó bien cuando lo conoció y del que valoraba especialmente el que se hubiera presentado a las elecciones como independiente, fuera de “la opresora disciplina de un partido grande”.
A Jardón le tenía un gran afecto desde hacía muchos años, produciendo en nuestro amigo una indisimulable satisfacción cuando le decía que era un corresponsal y reportero “de lo mejor que había asomado por la prensa en mucho tiempo”. Viniendo de quien venía –de un crítico exigente y nada zalamero– este juicio emocionaba a Jorge. Las comidas y cenas con Covi y ellos dos fueron espléndidas, y mucho más en esos años en que JJ estaba todavía bien de salud y se explicaba con todo su ingenio y dejaba caer sentencias llenas de acierto y mordacidad al correr del condumio.
Algunos paseos por Navia y los alrededores fueron para mí memorables, como la subida a conocer las tres Brañas del concejo, o a pasear por Puerto de Vega, a mirar el mar y la costa desde el cabo de San Agustín, desde el Monolito, o el bajar al puerto de Ortiguera. Sentía un gran afecto y simpatía por Manuel Jesús González y por Álvaro Delgado Gal, al que con exactitud etiquetaba como “fino crítico de espíritu británico”, aunque su valoración era mucho más extensa y variada, siempre amistosa y favorable, casi entusiasta, adecuada a la categoría intelectual del director de la prestigiosa Revista de Libros, en la que José Ignacio era colaborador. Al hablar por teléfono con su padre, Álvaro Delgado Ramos, “el más madrileño de los pintores asturianos”, “paisajista del alma, es decir retratista”, “mundano y vitalista”, “gran conversador”, “pintor ilustrado y goyesco”, señalaba que este le advertía, con desconfianza y un humor tan personal y castizo, tan atinado, que “¡menudo negocio estamos haciendo con las autonomías!”.
Hablando con él una mañana de verano le decía que estaba viendo a Marcial sentado en el café Martínez leyendo el periódico. Me pedía que lo saludara y me hacía algún comentario sobre la época que compartieron en los Dominicos de Oviedo, o de su primer viaje a Riosa en autobús –Marcial de Cicerone– a probar el pote que preparaba su hermana en el restaurante familiar de Morcín.
Quiero recordar una cena en Villapedre con dilatada sobremesa, hasta las dos de la mañana, en casa del arquitecto José Carlos del Rey, en compañía de Ana Nava, de Covi y del empresario Francisco Rodríguez, con un alegre intercambio de información, de conocimiento, y en la que se hizo alarde de un gran sentido del humor. Allí se habló de historia, se habló de arte, de conflictos sociales del momento y se contaron algunas anécdotas, perfectamente puestas y relatadas. Ante mis acompañantes yo me sentí limitado a escuchar todo y a intervenir poco, salvo cuando la conversación se iba hacia la actualidad política, a personajes de la zona o se divagaba sobre cuestiones médicas, que también hubo. Desde el profundo cariño que se declaraban, el roce de Francisco Rodríguez con José Ignacio dio lugar a momentos extraordinarios. Porque en estas situaciones Gracia era un contertulio incomparable, sobre todo por estar dotado de una memoria portentosa que le permitía traer a colación de cualquier conversación una película, una lectura, un autor o cualquier interlocutor, de poco o mucho tiempo antes.
De su época de estudiante universitario evocaba particularmente sus relaciones de amistad, su vida de bares y tertulias, su actividad política y contestataria en las aulas y en las calles de Oviedo en los años sesenta y setenta del pasado siglo, donde pudo ver cómo iba surgiendo y medrando el contingente de nuestra inmediata clase política, mayoritariamente ya periclitada, a la que, precisamente por su condición de testigo privilegiado, conocía, interpretando sus palabras y gestos como nadie, describiéndola magníficamente en su memorística serie periodística De transición y copas. En esa conversación estábamos mientras cenábamos en El Regueiro en agosto de 2015, cuando entraron en el comedor nuestro alcalde Ignacio García Palacios y Marta, su esposa, lo que no fue motivo para que Gracia cambiase de tema, modulase su poderosa voz ni disimulase sus juicios, en ese momento puestos en los fundadores de la Agrupación Socialista de la capital. Antes se habían acercado a la mesa y nos saludamos todos, siendo las palabras de nuestro regidor efusivas y cariñosas con él.
Conocía los bares y restaurantes de Navia y sus alrededores, algunos ya cerrados. Fácilmente podría recuperar su conversación sentados en alguna mesa bien atendida y preparada, como en La Marina de Vega, en el Hotel Blanco, en Anleo en A Arquella de Crisanto, en El Chigrín, o en otros sitios que siempre nos dejaba elegir. La terraza del bar Avenida le pareció un buen sitio para conversar con tranquilidad. Nombrado por sus amigos “Cronista titular de la Cofradía de la Buena Mesa”, nos dejó decenas de artículos y varios libros sobre gastronomía, sobre restaurantes, frecuentemente con comentarios de sus propietarios, entre los que tenía grandes amigos, y de cocina asturiana. Durante un curso de verano en Boal comimos con José Manuel Prendes en Casa Prado, donde por recomendación de su amigo Álvaro Delgado Gal pidió jabalí con patatas. Fue divertido oírle hablar de aquellas patatas que estábamos disfrutando, de las cosechadas en la cuenca de nuestro río, y de la mala venta del campo asturiano que supuso la precipitada entrada en la Comunidad Europea, lo que dio lugar a una nota volandera que envié a LNE y que archivó en su “patatoteca”.
Cuando le escribía yo siempre añadía en la dirección bajo su nombre: “Cronista (Oficial) de Llanes, de toda Asturias y de media Península Ibérica”, lo cual le satisfacía y se tomaba como una declaración de adhesión a su causa, que nunca fue egoísta ni de poca importancia para Asturias. Porque Gracia fue –y sigue siendo– el mejor cronista de la Asturias real, que había recorrido de uno a otro extremo, y en todas sus direcciones, pluma en mano, en un gozoso peregrinar compartido habitualmente con sus lectores en sus reseñas viajeras. Así, paso a paso, nos fue descubriendo nuestra pequeña región, toda la provincia asturiana, “excluida siempre de cualquier programa o cálculo reformista”. Esas excursiones le pusieron en contacto con el ambiente rural, permitiéndole estudiar y conocer profundamente los pueblos y las gentes de nuestra tierra.
Paradójicamente, su actividad itinerante ha hecho de Gracia Noriega un lugareño –lugareño universal y de amplio recorrido– orgulloso de serlo, al que le dolió su tierra y amándola escribió reiteradamente con afán de conocer hasta lo más escondido de su esencia. Esa tarea resultó cuajada de comentarios sobre aspectos geográficos, históricos, culturales y sociales de nuestros pueblos que fue añadiendo a su variada y extraordinaria compilación literaria de forma ininterrumpida. Desde el color del paisaje a la imagen de los árboles, los prados y la montaña de su comarca, primero llanisca, luego piloñesa, eran definidos llegando a la idea bien cincelada, expresada con gran eficacia. Cientos de notas, esbozos, reseñas primorosas, extractos de lecturas y comentarios inalcanzables para cualquier cronista, que dejó escritos para siempre con sencillez, como razones de amistad, de diferencias y de identificaciones.
A pesar de su gran memoria, en público prefería leer la mayor parte de sus intervenciones, lo que le evitaba –aclaraba– despistes, “incluso traiciones a uno mismo”, y le daba a cualquier acto mayor seriedad.
Era un gran conocedor y comentarista de la obra de los médicos asturianos, especialmente de “los humanistas”, denominación que se generalizó con Gregorio Marañón para referirse a los médicos escritores, según me explicó. Por eso fue nombrado Miembro de Honor de la Real Academia de Medicina de Asturias, reconocimiento a cuya iniciativa pude asistir en una reunión en el Club de Tenis de Oviedo con su gran amigo el dermatólogo Barthe Aza.
Desde su presencia en la prensa Gracia nos ha venido ilustrando y constantemente nos hacía cavilar no sólo sobre la actualidad del momento sino de cualquier hecho social y cultural relevante. Cada vez más beligerante en temas políticos, afirmaba que algunos –refiriéndose a grupos de poder concretos y legales– “nos quieren llevar a un país sin pasado, por lo tanto sin presente y sin futuro”. O, lo que es lo mismo, tal como le pude señalar en una carta, con un pasado borrado por un presente sanchopancista, indigno, que sólo espera del futuro que el bienestar conseguido no se nos vaya de las manos.
La muerte de Gustavo Bueno en agosto y el agravamiento de sus problemas de salud precipitaron el rápido deterioro de su estado físico y de su ánimo. Porque para José Ignacio don Gustavo era en los años sesenta y principios de los setenta “el rojo oficial” de nuestra universidad, el filósofo atento a “lo que pasa en la calle, a lo que sucede a su lado”, y quien “edificó una de las obras filosóficas más importantes de nuestro país”. Su viejo profesor, de “lucidez implacable” y “como contrario en una polémica, temible”, maestro y amigo de muchos, “independiente, hasta la médula, crítico de las ortodoxias”, tenía “saber y derecho para decir lo que pocos se atreven a decir”. En los últimos tiempos –los del intento de avasallamiento de Bueno por parte de la totalitaria corrección política– Gracia hizo su admiración y simpatía más entusiastas y cercanas.
Con él perdimos a uno de los grandes animadores de nuestra prensa, a uno de nuestros grandes escritores; a uno de los hombres públicos con la mente más completa y preñada de conocimiento de los últimos decenios. En suma, a una de las más destacadas figuras de nuestra intelectualidad. Pronto se cumplirá el sexto aniversario de su fallecimiento; de que se hubiese enfrentado a “lo más importante que le sucede al ser humano después de su nacimiento”, de haber llegado a “ese lugar del que no se vuelve”. Como todos sus amigos, yo seguiré esperando sus notas sobre la llegada del otoño, sobre los poetas románticos ingleses, que nunca dejó de frecuentar. Nadie le ha remplazado y sin él el que fue su diario parece haberse apocado y entristecido; medio aletargado y en pos de sumarse a la ola del esnobismo político del momento, le falta vuelo, valentía y talento. Sé que se ha muerto con algunas personas debiéndole dinero por trabajos pedidos y entregados. Y a muchos nos pareció que la presencia de necrológicas y memorias en los medios de comunicación ha sido escasa para la dimensión histórica del personaje. Recapitulando alguno de sus escritos para precisar este comentario no puedo más que confirmar la intensidad de su vida, que puede resumirse en unas pocas palabras: quehacer incansable hasta el fin de sus días, orientado ya desde sus primeras publicaciones al mundo de las letras, de la cultura, de los libros, y con su tierra como impulso y aspiración. Es también uno de los más excelentes ejemplos de vocación y capacidad para el oficio que ha dado el periodismo de nuestra región. Da la impresión de que ni un solo día dejó de faltar a su cita con la pluma. Su actividad literaria marcaría definitivamente lo que fue su vida.