El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 203 · abril-junio 2023 · página 4
Filosofía del Quijote

España como Imperio (6): El Imperio español frente a Inglaterra (1): La armada contra Inglaterra

José Antonio López Calle

La filosofía política del Quijote (XI). Las interpretaciones filosóficas del Quijote (74)

Quijote

Las referencias en el Quijote a Inglaterra son mucho más pobres que a Francia, incluso en el terreno meramente literario. De hecho, no hay ninguna de interés histórico sobre las relaciones entre Inglaterra y España, que fueron muy hostiles durante la segunda parte del reinado de Felipe II hasta comienzos del siglo XVII. Y las dos únicas que hallamos sólo albergan un interés puramente literario, pues la primera de ellas, también la más relevante, nos remite a Inglaterra o reino de Gran Bretaña (así es como don Quijote se refiere indistintamente a este país) como mero escenario literario de las hazañas del rey Arturo, que naturalmente él tiene por históricas, de los amores de Lanzarote del Lago con la reina Ginebra y lugar fundacional de la orden de la caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, que don Quijote considera la raíz de la que proviene la caballería andante sin más, incluida la caballería andante española, tanto la representada por Amadís de Gaula y su saga como por Tirante el Blanco (I, 13, 111-2). Y en la segunda, Inglaterra pasa a ser sólo el lugar al que un caballero puede ser trasladado velozmente por los aires gracias a las artes de un encantador (I, 31).

No creemos que la explicación de la ausencia de Inglaterra en la gran novela tenga nada que ver, contra lo que han sostenido algunos, con la escasa importancia como potencia política de Inglaterra en aquel entonces, de segundo orden en comparación con la propia España y con las potencias rivales y enemigas de ésta, tal como el Imperio otomano o Francia. Que Cervantes no le preste consideración allí tiene más que ver con la experiencia personal del autor, más ligada a la política española en Italia, el Mediterráneo y África, que a otros escenarios de la política exterior española, y con los intereses literarios del autor. Pues cuando Cervantes tiene motivos para convertir en materia literaria la realidad política de su tiempo, aunque sea relativamente ajena a su propio itinerario vital, no duda en hacerlo. Ya se lo hemos visto hacer en su tratamiento de Francia y lo veremos en el de América.

Y lo mismo cabe decir de Inglaterra, pues, si bien es cierto que las referencias a este país en el Quijote están desprovistas de todo interés político, sucede todo lo contrario en otras obras de Cervantes, tal como los dos poemas o canciones sobre la Armada contra Inglaterra, el soneto burlesco sobre la actuación de los soldados españoles y el duque de Medina Sidonia durante el asalto y saqueo de Cádiz en 1596 por los ingleses y la novela ejemplar La española inglesa, en la que la acción argumental arranca en Cádiz, precisamente con ese asalto y saqueo por los ingleses, para continuar en la capital de Inglaterra, donde acontece gran parte de ella. Todos estos escritos constituyen un valioso documento sobre las hostiles relaciones entre Inglaterra y España en la dos últimas décadas del siglo XVI, tanto en el terreno de la gran guerra, la de los ejércitos y flotas navales en combate, como de la guerra menor, representada por el corso o la piratería. Con todo este material, Cervantes nos presenta un veraz panorama sobre el enfrentamiento entre España e Inglaterra, de mayor enjundia que el que nos presenta sobre el que mantenía con cualquier otra potencia enemiga, dejando aparte a Turquía.

La guerra anglo-española consistió en una serie de acciones y reacciones a lo largo de casi veinte años, en que el enfrentamiento bélico entre ambas naciones se recorrió en ambos sentidos: unas veces llevaba la iniciativa una de ellas y la otra respondía y otras veces era ésta la que tomaba la iniciativa y colocaba a la rival a la defensiva. Esta dinámica de acción-reacción, con intercambio de la iniciativa entre ambas naciones se halla cabalmente reflejada en la obra de Cervantes. En las canciones sobre la armada contra Inglaterra Cervantes se ocupa de la parte de la guerra en que la iniciativa corresponde a España, luego de una serie de provocaciones por parte inglesa, que trata de llevar la guerra hasta la misma Inglaterra. Pero en el soneto sobre la toma y saco de Cádiz y en La española inglesa la hostilidad entre ambas potencias se recorre en sentido inverso, en el de una guerra dirigida contra España por una Inglaterra que toma ahora la delantera. Comencemos por la fase en que España lleva la iniciativa, cuya mayor expresión fue sin duda el envío de la armada española contra Inglaterra.

Cervantes colaboró en la que llegó a llamarse en la España de la época “la empresa de Inglaterra” de dos maneras: como comisario de abastos al servicio de la Corona para abastecer de provisiones a la Armada y como escritor. En su condición de escritor, en las dos canciones sobre la Armada contra Inglaterra Cervantes pone la poesía al servicio de una causa política de extraordinaria importancia en su presente histórico. No fue el único en hacer algo así. El asunto de la empresa de Inglaterra llegó a interesar tanto a los españoles de entonces que muchos escritores, mayores y menores, se sintieron obligados a contribuir a ella desde la poesía.

Entre ellos estaban los primeros espadas de la literatura española, que, como Cervantes, no dudaron también en poner las letras al servicio de las armas. Góngora le dedicó su canción De la Armada que fue a Inglaterra, una exhortación al combate (“Levanta, España, tu famosa diestra”) en la que se mostraba esperanzado en el triunfo de España; por su lado, Lope de Vega, entonces un joven de veintiséis años que se embarcaría como soldado en el galeón San Juan de la Armada, encontró tiempo mientras iba a bordo para componer un soneto A la jornada de Inglaterra a bordo del “San Juan”, en el que desde su primer verso, “Famosa Armada de estandartes llena”, sobresale por su poderoso aliento bélico con el que pretende incitar a los marineros y soldados al combate (“Id y abrasad el mundo […]”){1}.

Aunque inobjetables desde el punto de vista poético los poemas de Góngora y Lope, pues su excelencia es innegable, las canciones de Cervantes son mucho más ricas en su contenido, ya que nos proporcionan, como veremos, una información mucho mayor, naturalmente en forma comprimida, a partir de la cual se transmite una imagen más fiel y completa de lo que supuso para España la empresa de Inglaterra. Además, comparados con los de sus ilustres colegas coetáneos, los poemas de Cervantes tienen la ventaja sobre los de éstos de que también en ellos se aborda el fracaso de la Armada y la reacción conveniente a ello. En cambio, las voces de Góngora y Lope de Vega enmudecieron tras la derrota de la Armada y no rompieron el silencio para tratar de ésta. Sólo Cervantes, entre los poetas, no enmudeció, sino que hizo el esfuerzo de hacer oír de nuevo su voz para volver sobre un asunto que se había vuelto tan ingrato y reflexionar sobre él{2}.

No es la primera vez que el alcalaíno hace de la poesía un arma política. Ya vimos cómo utilizó la literatura como instrumento político en El trato de Argel, donde, según vimos, el teatro pasa a ser un medio para hacer un llamamiento a Felipe II para que envíe una expedición militar para conquistar Argel y destruirlo. Cuando el bien común de España está en juego, Cervantes no tiene duda de que antes se ha de ser patriota que escritor y que su oficio de escritor se ha de transformar en un instrumento del patriotismo. Así que, como patriota con la condición de escritor, en la coyuntura histórica de la guerra de España contra Inglaterra, el que antaño fuera soldado y había combatido con las armas contra los enemigos otomanos y berberiscos de España, ahora que ya no es soldado sino escritor, con la única arma que dispone ahora que es la de la poesía, se dispone con sus dos canciones a animar a sus compatriotas combatientes a luchar con valor en una guerra que es una empresa justa contra Inglaterra.

La primera canción se escribió cuando la Armada española ya había zarpado a su destino y toda España estaba angustiada y expectante ante el incierto resultado de la campaña, pero con la esperanza en la victoria porque España la emprende por una causa justa:

“¡Hijos, mirad que es vuestra madre España!,
la cual, desde que al viento y mar os disteis,
cual viuda llora vuestra ausencia larga,
contrita, humilde, tierna, mansa y justa,
los ojos bajos, húmidos y tristes,
cubierto el cuerpo de una tosca sarga,
que de sus galas poco o nada gusta
hasta ver en la injusta
cerviz inglesa puesto el suave jugo […]”. (Vv. 105-113)

La seguridad de Cervantes en el triunfo descansa sobre cinco pilares: los generales en jefe de la expedición, las tropas, la Corona, la justicia, por supuesto, de su causa, que envuelve y da sentido a todo el proyecto y sin el cual éste carecería de sentido, y la defensa de la religión católica. Examinémoslos.

Los generales de la campaña contra Inglaterra

En primer lugar, en la confianza en que los generales que comandaban la expedición militar: “Los dos prudentes/famosos generales” (vv. 77-8) -una alusión sin nombrarlos al duque de Medina Sidonia, nombrado almirante de la Armada tras el fallecimiento unos meses antes de don Álvaro de Bazán (en febrero de 1588), y a Alejando Farnesio, general en jefe del ejército de Flandes-, estén a la altura de las hazañas y valentía de sus gloriosos ancestros: “Una voz que les diga la gloriosa/ estirpe de sus claros ascendientes, /cifra de más que humana valentía” (vv. 79-81). En particular, “al que las naves guía” (v. 82), el duque de Medina Sidonia, cuyo nombre era Alonso Pérez de Guzmán, Cervantes le recuerda, para animarlo, el heroico ejemplo de su antepasado Guzmán el Bueno en el sitio por los árabes de Tarifa allá en 1294.

El problema era, e ignoramos si Cervantes conocía esto, que, a pesar de su ilustre prosapia o estirpe, carecía de experiencia en la guerra naval. En descargo y favor suyo hay que decir que cuando Felipe II le escribió para nombrarlo almirante de la Armada, él intentó muy cortésmente rehusar alegando precisamente que no era la persona adecuada para la misión proyectada y que carecía por completo de los más elementales conocimientos náuticos, pero el rey, lejos de aceptar su cortés rechazo del nombramiento, se ratificó en su decisión y le ordenó que lo aceptase sin más discusión. Pues bien, a pesar de su carencia de experiencia en la guerra naval, hay que decir que en los combates navales que iba a conducir el duque dio la talla y estuvo a la altura de sus ilustres antepasados, pues en la trascendental contienda naval en el Canal de la Mancha demostró valor estando siempre al quite y en primera línea en los momentos más críticos o apurados. Por tanto, es injusto el tradicional maltrato que ha sufrido su figura con las acusaciones de inepcia y de culpable del desastre por su inexperiencia en marina{3}.

Y a Alejandro Farnesio, duque de Parma, Cervantes, también para infundirle ánimo y a la vez para advertirle de la alta responsabilidad moral que ha de asumir, le recuerda “que en sus venas tiene/ la sangre de Austria” (vv. 91-2), esto es, su pertenencia al ilustre linaje de los Austrias o Habsburgo con todo el glorioso pasado de “mil hechos señalados” (v. 93) que ese nombre evoca con solo pronunciarlo; de hecho, era sobrino de Felipe II. El duque de Parma tenía, sin duda, un excelente historial militar y era uno de los mejores generales españoles y de la Europa de aquel tiempo. Pero no estuvo, en la empresa de Inglaterra, a la altura de lo que, como le recuerda Cervantes, le exigían los hechos señalados de su preclara estirpe de los Austrias. Sorprendentemente, se dio la paradoja de que mientras el duque de Medina Sidonia, que no contaba con un historial de servicios ni de lejos tan brillante como el de Farnesio, sí estuvo a la altura de su misión y la cumplió consiguiendo llegar, conforme a las órdenes recibidas, al paso de Calais, el lugar de reunión acordado donde debía estar listo el duque de Parma con las tropas de Flandes, Farnesio, sin embargo, falló y no estaba allí, sino que necesitaba aún varios días para hacerlo, un tiempo del que el duque de Medina Sidonia no disponía ante el acoso de la marina inglesa y la falta de un puerto de refugio donde poder esperarlo sin ponerse en peligro. Es difícil entender el extraño comportamiento de Farnesio, cuya gran talla militar es incuestionable, pero, cuando menos, fue negligente en el cumplimiento de la tarea que el propio rey le había encomendado dentro de la empresa de Inglaterra.

Cervantes debía de saber que el éxito de la expedición naval y militar contra Inglaterra dependía de la habilidad estratégica para coordinar entre sí la flota comandada por el duque y las tropas de Alejandro Farnesio, que habían de estar, como acabamos de decir, a la espera en las costas de Flandes, cerca de Calais, listas para el embarque, pues las naves de la flota debían trasladarlas, atravesando el Canal de la Mancha, a la costa inglesa para iniciar la invasión. Y precisamente ahí, en el plano estratégico, residió el principal fallo que condujo al fracaso del intento de invasión, en la falta de coordinación entre ambos generales, entre las tropas navales y las de tierra, pues cuando la Armada comandada por Medina Sidonia llegó y fondeó frente al puerto de Calais, Alejandro Farnesio no tenía listas las fuerzas de invasión para el embarque ni disponía de un puerto de abrigo donde poder esperarlas, que tampoco Farnesio se había ocupado de buscar, por si era necesario. Y los ingleses se encargaron de desbaratar el plan de coordinación entre la flota de Medina Sidonia y el ejército de Farnesio, pues, con la táctica de lanzar contra ella brulotes ( o barcos) incendiarios (la noche del 7 al 8 de agosto), lograron dispersarla y, tras la batalla de Gravelinas, alejarla de la costa flamenca no sin dejarla considerablemente dañada, si bien no derrotada, con lo que quedaba descartada cualquier posibilidad de transporte de las tropas españolas de Flandes a la costa inglesa. Cuando finalmente Farnesio reunió sus tropas en Dunkerque, ya era demasiado tarde{4}.

Un ejército invencible y unos soldados valerosos

La seguridad de Cervantes en el triunfo también reposa en el ejército español hasta ahora nunca vencido, al que Cervantes, que había formado parte de él, ensalza en un tono afectuoso como “nuestro cristiano ejército invencible” (v. 63); reposa, en fin, en los marineros y soldados españoles, en cuyo valor y entrega su confianza es plena:

“Entra en el escuadrón de nuestra gente
y allá verás […]
mil Cides, mil Roldanes y mil Martes,
valiente aquel, aqueste más valiente”. (Vv. 98-101)

Pero la victoria en una batalla de envergadura, como la que iba tener lugar en el Canal de la Mancha, no depende sólo de la valentía de las tropas y de los mandos, así como, por decirlo en los términos de Cervantes, de la prudencia y valentía de sus mandos supremos, sino que suele caer del lado del contendiente que cuenta con mejores barcos y mejores cañones, y los ingleses disponían de lo uno y de lo otro, amén de, a diferencia de los españoles, reservas de municiones al alcance de la mano en caso de agotarse las que llevaban a bordo. En efecto, la flota inglesa era superior tanto en cuanto a las naves, más maniobrables y ligeras, como armamentística, en cuanto a su dotación artillera, de mayor potencia de fuego.{5}

No sabemos si Cervantes estaba al corriente de esto, de la superioridad técnica de la marina de guerra inglesa, pero quien sí lo estaba es el duque de Medina Sidonia, desde antes de la empresa de Inglaterra y de la batalla en el Canal de la Mancha, cuando menos desde algo más de un año antes, pues lo había experimentado en carne propia, como capitán general de Andalucía y gobernador de Cádiz, a raíz del ataque de Drake por sorpresa a Cádiz entre el 29 de abril y el 1 de mayo de 1587, durante el cual llamó la atención de los testigos la rapidez de movimientos de los barcos ingleses y su potencia artillera, lo que le permitió con facilidad al corsario inglés deshacerse de los barcos anclados en el puerto sin que ni las galeras ni galeones españoles que estaban allí pudiesen hacerle frente. El duque de Medina Sidonia, al frente de las milicias locales, pudo evitar el saqueo de la ciudad, pero Pedro de Acuña, el jefe de la flota naval, una escuadra de galeras, no pudo impedir la destrucción de los barcos en el puerto. Así que, después de esto, el duque de Medina Sidonia estaba al corriente de las ventajas técnicas de la marina de guerra inglesa y es bastante probable que Cervantes también estuviera al corriente. Sabemos que Cervantes partía del hogar familiar de Esquivias para Sevilla, para ponerse al servicio del rey como comisario de abastos de la proyectada Armada contra Inglaterra, precisamente a últimos de abril, por las mismas fechas en que Drake asaltaba Cádiz; así que, una vez entrado en Andalucía, debió de enterarse de los sucesos acaecidos en la ciudad costera andaluza. En cualquier caso, el duque de Medina Sidonia sí estaba enterado de todo esto y también Felipe II y su corte, que habían sido debidamente informados, unos días después del ataque a Cádiz, de la superioridad de los barcos ingleses y de su potencia de fuego.

Sin embargo, en esos momentos, en que se estaba preparando la empresa de Inglaterra, nada se hizo por mejorar la Armada dotándola de navíos y de una artillería que pudiesen contrarrestar los de los ingleses, sino sólo en aumentarla. No es de extrañar que Medina Sidonia, que, como acabamos de decir, estaba perfectamente al cabo de todo esto, tanto por haberlo vivido en Cádiz como por su propia experiencia como encargado, en tanto nuevo almirante desde febrero, de los preparativos de la Armada contra Inglaterra, aún hiciese un último intento, cuando ya el duque había partido al mando de la flota de Lisboa y había recalado en La Coruña, pero en vano, de convencer al rey para que desistiera de la empresa de Inglaterra:

“Ir a cosas tan grandes con fuerzas iguales no convendría, cuanto más siendo inferiores, como hoy lo están, y la gente no tan práctica como convendría […]”.{6}

En todo caso, en el momento de la verdad de la contienda en el Canal de la Mancha los ingleses disponían de mejores barcos, por ser más maniobrables y veloces, y en mayor cantidad (208 frente a los 129 de la flota española), y mucho mejor artillados: los navíos ingleses estaban provistos de una artillería de mayor potencia de fuego y por tanto destructiva, pues portaban más del doble que los españoles de cañones de gran calibre, eran más manejables, su proceso de carga, puntería y disparo era mucho más rápido y, por tanto, tenían una mayor frecuencia de tiro{7}. Ante todo esto, era difícil que se alzase con la victoria la valentía de los marineros españoles. De hecho, los ingleses, conscientes de su superioridad técnica y de su capacidad de hacer daño a distancia, cañoneaban a distancia evitando acercarse demasiado a los navíos españoles, mientras que los españoles, superiores en la táctica del abordaje y de la lucha cuerpo a cuerpo, tachaban a los ingleses de cobardes por eludir el acercamiento entre las naves.

El papel del rey

Cervantes apela al papel de la Corona como garante de la victoria. Cuenta con lo que la Monarquía católica, revestida de un aura divina y encarnada por Felipe II, representa para los españoles y singularmente para los involucrados en la contienda:

“Muéstrales, si es posible, un verdadero
retrato del católico monarca,
y verán de David la voz y el pecho,
las rodillas por el suelo y un cordero”. (Vv. 121-3).

Se nos presenta así al rey español, al compararlo con el rey David, como un modelo de monarca cristiano, pues eso es lo que simbolizaba el rey hebreo, que, al igual que éste, goza de la protección divina, de modo que con tal monarca, reforzado con la figura del cordero, símbolo de Cristo, que imprime al monarca católico un tinte mesiánico, Cervantes, imbuido de providencialismo cristiano, está seguro de la victoria de España en la guerra contra Inglaterra:

“Con tal cordero, tal monarca y luego
………
diles que está seguro el triunfo y gloria,
y que ya España canta la victoria”. (Vv. 132-5)

Hay que decir que los ingleses, empezando por su reina, no eran menos providencialistas que los españoles antes de la contienda. En realidad, en todo momento todos fueron providencialistas, antes de la batalla y después de ésta. Antes de la batalla, cada bando veía a Dios combatiendo a su lado; y después de la batalla, se recurría a Dios para entender el resultado de la contienda. En lo que concierne a antes de ésta, tanto como confiaba Cervantes en que Dios estaba con el monarca español y el propio rey Felipe en que estaba de su parte, confiaba Isabel I en que Dios lo estaba del suyo, como proclamó en su arenga al ejército real ante el campamento real en West Tilbury el 18 de agosto de 1588, cuando todavía se temía la invasión: luego de enardecer los ánimos de los presentes diciéndoles que ella venía allí resuelta a vivir y morir “por mi Dios y por mi reino”, concluyó la arenga con esta proclama: “Pronto gozaremos de una famosa victoria sobre estos enemigos de mi Dios y mi reino”.{8} No obstante, hay que reconocer que la reina inglesa facilitó más la tarea de la providencia divina e hizo más por ponerla a su servicio y así inclinar la victoria de su lado que el rey español. Mientras Isabel I, temiendo un posible enfrentamiento con España, más previsible, según creía ella, tras la incorporación a España de Portugal con sus dominios en las Indias Orientales y Occidentales, emprendió una reforma de la marina de guerra inglesa en 1578, que encomendó a uno de sus más expertos marinos, el corsario John Hawkins, para dotarla de mejores barcos y artillería, Felipe II no hizo nada por modernizar la marina española de guerra, que se mantenía prácticamente igual a como había sido en Lepanto, de suerte que, como hemos dicho más arriba, lejos de mejorar las naves y los cañones de artillería, lo que se hizo es meramente aumentar su cantidad.

Dejando aparte el papel del monarca como supuesto agente de Dios en la contienda, hay una razón a la que Cervantes presta mucha atención, no en la primera canción, pero sí en la segunda, para incitarle a la guerra contra Inglaterra: se trata de la reputación del rey y de España. Los agravios de Inglaterra a España son tan graves, a su juicio, que, si el rey no actúa, ello tendría muy malas consecuencias tanto para la reputación del rey como de España como potencia imperial. Cervantes explora las dos posibilidades: que Felipe II intervenga yendo a la guerra o no; si no obra con determinación, el enemigo, “que piensa manso y sin coraje verte” (v. 57), dejará de respetarlo y se le subirá a las barbas. En efecto, los enemigos de España, entre los que cita a los franceses, los moros (que también incluye a los turcos) y a italianos cuya identidad política queda imprecisa (los llama “los tuscos”, quizá puedan ser los toscanos, cuya relación con España era cambiante según sus intereses), están, en efecto, atentos, nos dice Cervantes, a lo que haga o no haga el rey de España con respecto a Inglaterra y nada podría causarles más satisfacción, para sacar provecho de ello, que comprobar que el rey español da señales de debilidad, esto es, para decirlo, en el lenguaje simbólico de Cervantes, que el “león pisado” está enfermo, tiene “cuartana” y no tiene fuerza para revolverse y vengar las ofensas de los enemigos ingleses. Vale la pena recordar el pasaje de la canción segunda, que, en otro lugar, ya citamos para clarificar la visión cervantina de los enemigos del Imperio español, y que ahora traemos a colación para un menester distinto, para constatar cómo, según Cervantes, la reputación del rey y de España estaban en riesgo si no se procedía contra Inglaterra para castigar sus ultrajes:

“Y más, que el galo, el tusco, el moro mira,
con vista aguda y ánimos perplejos,
cuáles son los comienzos y los dejos,
y dónde pone este león la mira,
porque entonces su suerte está lozana
en cuanto tiene este león cuartana”. (Vv. 46-51)

Ahora bien, si, lejos de mostrarse manso y sin coraje, como espera el enemigo, obra con determinación yendo a la guerra contra los ingleses, no sólo podrá castigar sus ultrajes, sino sembrar el temor entre todos sus enemigos, asegurar sus propios reinos y así, en definitiva, se reforzaría su reputación como rey de una nación justa que castiga a los malos y favorece a los justos. En efecto, si Felipe II emprende la empresa justísima contra Inglaterra, entonces

“y no con ella un solo reino domas,
que a muchos pones de temor el peso;
aseguras los tuyos, fortaleces
lo que la buena fama de ti canta,
que eres un justo horror que al malo espanta
y mano que a los justos favoreces”. (Vv. 95-100)

Por todo ello, Felipe II, piensa Cervantes, ha de emprender la guerra contra Inglaterra.

Las causas de la derrota: los elementos y Dios

Pero, a pesar de todo y de esos pilares de la victoria (generales prudentes y valientes, un ejército cristiano hasta ahora no vencido, compuesto de marinos y soldados valerosos, y un perfecto monarca cristiano), sobrevino la derrota. La segunda canción sobre la Armada contra Inglaterra, escrita tras aquélla (quizás en octubre o noviembre del 88), parte precisamente, ya en el título de la misma, de la constatación de la derrota (“pérdida de la Armada”) y, en los primeros versos, de la tragedia de tantas vidas segadas: “¡Oh, España, madre nuestra!,/ ver que tus hijos vuelven a tu seno/ dejando el mar de sus desgracias lleno” (vv. 8-10), pero, lejos de dejarse atenazar por tanta desdicha, trata, primeramente de buscar una explicación, y, luego, en el resto del poema, hace una briosa exhortación a emprender una nueva acción bélica contra Inglaterra, porque la empresa de España, a pesar de la adversidad momentánea, sigue siendo justa y no ha de dejar sin castigo tanto las ofensas previas a la derrota de la Armada como los daños causados a ésta en su primera expedición.

La explicación del fracaso empieza apelando a la naturaleza para terminar siendo de carácter teológico o providencialista, muy semejante a la dada por Felipe II. Si éste comenzaba echándole la culpa a la naturaleza, a la turbulencia de los elementos (“Yo envié mis naves a luchar contra los hombres y no contra los elementos”, aunque puede ser una frase apócrifa, pues no consta documentalmente que Felipe II la pronunciara; no obstante, responde perfectamente al espíritu providencialista de Felipe II y de la época), para finalmente refugiarse en los designios de la providencia (“Pues en lo que Dios hace y es servido, no hay que perder ni ganar reputación”), Cervantes procede igualmente: parte también del orden natural, en el que no admite mérito alguno de los ingleses: todo el desastre es obra de una tempestad, para ascender al orden sobrenatural regido por la providencia divina que ordena las cosas a su manera:

“Pues no los vuelve [a su seno, el de España como madre, a los españoles muertos] la contraria diestra;
vuélvelos la borrasca incontrastable
del viento, mar y el cielo que consiente
que se alce un poco la enemiga frente”. (Vv. 11-14){9}

La explicación, en el terreno del orden meramente natural, sería absurda si se presentase como una forma de dar cuenta del desenlace de la contienda en sus justos términos militares. Pero no es eso lo que se pretende con el recurso a los elementos o los factores meteorológicos o climáticos como determinantes de la derrota. El recurso a éstos tiene sentido como explicación de la transformación del desenlace del combate naval, que se saldó con una victoria por la mínima de los ingleses, de una pequeña derrota española en una derrota aplastante tras el desastre de los hundimientos de barcos y miles de bajas en el viaje de regreso en las costas occidentales de Escocia e Irlanda. Pero no tiene sentido como explicación de lo acontecido en el combate entre ambas flotas porque “la borrasca incontrastable” de Cervantes o los “elementos” de Felipe II sólo intervinieron en la forma de feroces aguaceros y desatados temporales para dar fin, tras doce horas de combate, al último episodio y más encarnizado de los varios enfrentamientos navales que hubo en el Canal del Norte entre las dos flotas enemigas, la batalla de Gravelinas del 8 de agosto (algo más al norte de Calais), de la que la española salió más dañada y con muchas más bajas que la inglesa. La terrible tempestad dejó a ambos contendientes separados y los españoles tuvieron mucho que bregar durante la noche para conjurar el peligro de naufragio en los bajíos de las costas flamencas. Durante la borrasca se perdieron tres barcos, uno hundido y dos encallados o varados, de los que uno también acabó yéndose a pique. Hubo más pérdidas accidentales provocadas por la borrasca nocturna que durante la batalla de Gravelinas, en que los ingleses sólo consiguieron hundir un barco.

Cuando el cielo se despejó ya a primeras horas de la mañana siguiente 9 de agosto, las naves españolas se reorganizaron y, dispuestas en formación de combate, se aprestaron para éste; los ingleses seguían a los lejos (a unos tres kilómetros de distancia) las operaciones de los españoles y en cierto momento pareció que iban a atacar, pero no lo hicieron porque se habían quedado casi sin municiones y quizás también porque pensaron que, de todos modos, los españoles estaban condenados a perecer por causa de los fuertes vientos y el fortísimo oleaje que parecían arrastrar a la Armada contra los letales bancos de arena de la costa flamenca. Y de nuevo intervinieron “la borrasca incontrastable” de Cervantes o “los elementos” de Felipe II, pero de forma contraria a los deseos de los ingleses, pues en vez de llevar a los españoles a una muerte segura, vinieron a salvarlos, pues el viento viró de pronto, lo que permitió a la Armada alejarse de los traicioneros bancos de arena de la costa, poner rumbo al norte y adentrarse en el Mar del Norte. Los ingleses, escasos de municiones (de pólvora y de balas), no podían atacar; así que se limitaron a perseguir a distancia a la Armada hasta que ésta se hubiese alejado de las costas de Inglaterra.

No obstante, los españoles no habían renunciado aún al combate. Ese mismo día 9 de agosto ya por la tarde, el duque de Medina Sidonia convocó el consejo de mandos, que acordó que si el tiempo y el viento cambiaban en los próximos días volverían al Canal de la Mancha, lo que significaba tener que batallar de nuevo con los ingleses, pero si no cambiaba la dirección del viento, sino que los mantenía en el mismo rumbo nornoroeste, regresarían a España dando un rodeo a las islas Británicas. Pero el viento no alteró su dirección; así que finalmente se decidieron por la segunda alternativa, a lo que debió de inclinarles también tanto la escasez de municiones y víveres como los graves daños sufridos por los barcos. Y durante este rodeo la “borrasca incontrastable” de Cervantes intervendría de nuevo causando el desastre de la Armada. Así que tanto Cervantes como Felipe II estaban, pues, en lo cierto al pensar que los elementos meteorológicos habían desempeñado un papel crucial en la catástrofe: primero el fuerte temporal había dado fin a la batalla de las Gravelinas separando a ambos contendientes y arrastrando a varios navíos españoles al hundimiento o al encallamiento; luego, ese mismo temporal, al cambiar el viento de dirección, los había sacado de esos peligros lanzándolos hacia el norte y, finalmente, en la vuelta rodeando las islas Británicas se desató una sucesión de fortísimas borrascas que causaron estragos entre los barcos españoles, con algo menos de un tercio de ellos naufragados y miles de bajas.{10}

Hay quien ha interpretado el rodeo por las islas Británicas como una especie de huida y un tributo a la superioridad de la marina británica. Así se ha expresado, por ejemplo, el historiador Manuel Fernández Álvarez, quien alega que para evitar el aniquilamiento de la Armada Medina Sidonia consideró que era mejor retirarse y volver a España por el Mar del Norte dando la vuelta a Gran Bretaña e Irlanda en vez de la ruta del mediodía por el Canal de la Mancha “por una sencilla razón: porque se temía aún más a la enemiga de los barcos ingleses, que se habían mostrado tan superiores a los hispanos”{11}, esto es, prefirió arrostrar el mucho más largo viaje por el norte antes que arriesgarse a una segura y aplastante derrota ante la muy superior marina inglesa.

Ciertamente, las naves de los ingleses eran, como ya se ha dicho, mejores, por su mayor maniobrabilidad y ligereza, y su artillería era superior en cuanto potencia de fuego, pues tenían más cañones de gran calibre, que se cargaban y disparaban con más rapidez que los españoles, y Medina Sidonia lo sabía desde antes de acometer la empresa de Inglaterra y también lo sabía Felipe II, a quien por ello había intentado vanamente de disuadir de su decisión de invadir Inglaterra, pero no se puede ignorar que él, según el acuerdo antes mentado, antepuso volver al Canal de la Mancha al regreso por el norte a España, una alternativa que se propuso como último recurso, si la primera fallaba, como así sucedió porque el viento no varió de dirección sino que seguía soplando hacia el norte. No se puede ignorar que ellos estaban dispuestos a combatir, si la dirección del viento les favorecía, a pesar de las ventajas técnicas y armamentísticas de las naves inglesas, demostrada en la batalla de Gravelinas, y a pesar de los barcos dañados y su escasez de municiones y de víveres, una escasez que, por cierto, también tenían los ingleses, aunque ellos, a diferencia de los españoles, podían solucionarlo fácilmente por tener cerca las costas inglesas donde aprovisionarse.

En cuanto al recurso a la providencia tras la contienda, no fue cosa sola de Felipe II o de personalidades ilustres, como Cervantes o Ribadeneira. También en el lado inglés se echó mano de ella: aunque se empieza reconociendo el papel de sus propias acciones, a la postre vieron en su victoria una obra de la providencia, no reparando en que de este modo restaban mérito a su propia acción, aunque quizá esto no les importase ante la seguridad de tener a Dios de su parte. Españoles e ingleses tendieron a interpretar su resultado en la batalla conforme a un patrón bien conocido en el marco de una sociedad religiosa que da por sentado la intervención de la providencia en los asuntos del mundo: si te va mal, como en el caso español, entonces se tiende a ignorar tus fallos y a presentarlo como algo querido por la voluntad divina y si te va bien, como en el caso de los ingleses, entonces algo has debido hacer bien, si bien al final la clave es la acción de la providencia. Los ingleses siguieron fielmente este patrón: comenzaban diciendo que habían triunfado por sus propias acciones y el poder de sus armas, pero curiosamente, al igual que Felipe II y Cervantes, acababan apelando también a los elementos, a una tempestad, como instrumento de la providencia que interviene en beneficio de ellos y en perjuicio de los españoles. Véase como prueba de lo que decimos estas palabras de la propia reina en una carta a Jacob VI de Escocia, en la que Dios y el viento como instrumento suyo alejan a la flota española de las costas de Inglaterra:

“Pues por el favor singular de Dios, después de que esta flota quedara muy castigada en nuestro [Canal de la Mancha] […], el viento los ha llevado a vuestras costas”{12}.

O las palabras del mismísimo almirante de la flota inglesa, lord Howard, quien muestra un gran respeto por la Armada española: para él es inconcebible la victoria sobre el enemigo, aun con todos los esfuerzos de los ingleses, sin la ayuda de Dios, según se desprende de su informe sobre la batalla de Gravelinas:

“Hemos ido combatiendo en pos de ellos hasta última hora de la tarde, y los hemos castigado sobremanera, pero su flota comprende barcos poderosos y de gran fuerza. Aun así no dudamos de que, con la buena ayuda de Dios, los venceremos.{13}

O, para terminar con un último ejemplo, citamos este interesante pasaje del escritor satírico Thomas Nashe, en el que la victoria de los ingleses se presenta como producto de la intervención de Dios, quien combatió por la causa de los ingleses manejando los hilos de la artillería inglesa y luego los del temporal de vientos y olas agitadas que terminaron la faena arrojando las naves españolas contra las rocas de los acantilados de las costas escocesas e irlandesas infligiéndoles así un gravísimo descalabro:

“Sus armadas […] huyeron del aliento de nuestros cañones como la niebla ante el sol […]. Los vientos, resentidos de que el día estuviera tan nublado con tal caos de nubes de madera, levantaron baluartes de olas agitadas, desde donde la muerte disparó contra sus desordenadas naves; y las rocas con sus fauces protuberantes devoraron todos los fragmentos de roble que dejaron. Así perecieron nuestros enemigos, así combatieron los cielos por nosotros”{14}.

La derrota no es el final: nueva llamada a las armas

No obstante, la explicación providencialista de Cervantes contiene un giro que le permite utilizarla a su favor para acometer la última parte de la segunda canción sobre la Armada contra Inglaterra, que es un encendido llamamiento patriótico a retomar las armas contra Inglaterra dirigido a los españoles y singularmente a Felipe II. Ese giro consiste en que a veces la providencia consiente el ensoberbecimiento de alguien y su subida para luego dejarle caer y eso es lo que él cree que sucede con la Inglaterra de Isabel I, a cuya “enemiga frente” ha consentido el cielo alzarse, pero en realidad es

“odiosa al cielo, al suelo detestable,
porque entonces es cierta la caída
cuando es soberbia y vana la subida”. (Vv. 15-17)

Con esta maniobra la providencia queda colocada a favor de España y los españoles, a los que ahora se puede convocar para tomar las armas contra Inglaterra, pues el castigo de sus ofensas a los españoles es ahora a la vez un instrumento de la providencia divina para castigar su soberbia. Cervantes utiliza imágenes simbólicas llamativas y de poder para incitar a sus compatriotas a tomar de nuevo las armas contra Inglaterra: España es como un toro que vuelve cara al enemigo para embestirle y no dejar sin castigo sus maldades (vv. 29-34) o como un león pisado que se revuelve para dar justa venganza a sus ofensas (vv. 35-37). De esta ardorosa llamada de Cervantes a retomar las armas contra Inglaterra se desprenden dos consecuencias muy relevantes.

En primer lugar, en esa ardorosa llamada a emprender continuar la guerra contra Inglaterra subyace la convicción cervantina de que la primera empresa contra Inglaterra no había sido una batalla decisiva o crucial, sino sólo una derrota bastante limitada en su alcance; de hecho, en el plano puramente militar, no hubo derrota en el sentido de que la flota inglesa, aunque infligió más daños a la flota española que al revés, la pusiese fuera de combate; en el plano puramente militar, sólo cabe hablar de derrota en el sentido de que los ingleses lograron impedir que la Armada española cumpliese su objetivo de trasladar las tropas de Flandes para iniciar la invasión; lo que hizo de esta derrota tan limitada una derrota aplastante no fueron ni la táctica naval inglesa ni la superioridad de su artillería, sino factores extramilitares, completamente ajenos a la estrategia y la táctica militares, porque la inmensa mayoría de las bajas españolas y pérdida de barcos no se debieron a la guerra, sino a las feroces borrascas que azotaron a la Armada en las costas escocesas e irlandesas y a los consiguientes accidentes que originaron. En este sentido Cervantes, lo mismo que Felipe II, tenían razón, al echarle la culpa del desastre a las fuerzas de la naturaleza. Pero también en el lado inglés, que sólo perdió los ocho barcos usados como brulotes o naves incendiarias y menos vidas humanas que los españoles durante la batalla, sobrevino la catástrofe después de ésta, pues se produjeron miles de muertos por enfermedades infecciosas y hambre, de modo que, en términos relativos (en relación con el número de efectivos que ambas flotas llevaban a bordo), los ingleses sufrieron algo más de pérdidas humanas que los españoles. Según Hutchinson, mientras los españoles tuvieron un índice de bajas de algo por encima del 49 %, en las filas inglesas murió más de la mitad de los hombres que habían combatido contra la Armada{15}.

En suma, la derrota no era el final, sino sólo un episodio, si bien importante en cuanto había fracasado el proyecto de invasión, de una guerra que se iba alargar durante mucho tiempo. Que así debía de pensar Cervantes es algo que se deduce de su llamada precisamente a la guerra, la cual revela que estaba convencido de que España tenía capacidad no sólo de recuperarse, sino de hacerlo en un plazo no muy largo. Y siendo así y contando con la justicia de su causa, no había motivo alguno para que cundiera el desaliento, sino para levantar el ánimo y continuar la lucha para vengar, desde luego, la afrenta sufrida por la grande Armada, pero también las afrentas precedentes que motivaron el envío de esa primera Armada. De ahí su llamamiento directo a Felipe II, a quien, como ya había hecho hallándose cautivo en Argel, insta a volver a tomar las armas y emprender la guerra que traiga la victoria:

“Ea, pues, ¡oh Felipe, señor nuestro,
segundo en nombre y hombre sin segundo,
columna de la fe segura y fuerte!,
vuelve en suceso más feliz y diestro
este designio que fabrica el mundo”. Vv. 52-6

Pues, aunque ahora, momentáneamente triunfe Inglaterra, a la que de nuevo acusa de nación pirata, a la postre recibirá su justo merecido:

“Triunfe el pirata, pues, agora y haga
júbilo y fiestas, porque el mar y el viento
han respondido al justo de su intento
sin acordarse si el que debe paga,
que, al sumar de la cuenta, en el remate
se hará un alcance que le alcance y mate”. Vv. 131-6

En realidad, Felipe II no necesitaba ser urgido por nadie a volver a la carga. Pues por las mismas fechas o algo posteriores en que Cervantes le animaba a proseguir la lucha contra el enemigo, el rey, luego de una primera reacción de desaliento, tras recibir las primeras noticias sobre el desastre a primeros de septiembre, transformada en desolación, al esfumarse la esperanza de victoria en una causa tan justa y tan santa según se fue viendo la escala del desastre, que le duró varias semanas, a partir de noviembre, ya con el ánimo más recuperado, dio señales de querer seguir luchando y tanto que se resolvió a reconstruir y rearmar la Armada, para enviarla de nuevo contra Inglaterra.

Y no sólo el rey; también otras altas autoridades del Estado, después de la conmoción sufrida por toda la nación ante el desastre de la Armada, resurgían de la postración general y volvían a la carga. Representantes de las Cortes se reunieron con el rey y le dijeron que estaban dispuestos a aprobar una alta partida de dinero y a dar sus hijos y todo lo que fuere menester para castigar a Inglaterra; y el doce de ese mismo mes, el Consejo de Estado insta al rey a continuar la guerra contra Inglaterra y el rey promete hacerlo{16}. Y, en efecto, todo esto no quedó en meras palabras, pues de éstas no tardó en pasarse a las obras: en menos de dos años se reconstruyó y se mejoró la Armada y dos veces el rey la envió contra Inglaterra, en 1596 y en 1597, comandada por Martín de Padilla, aunque fracasaron otra vez por causa de terribles temporales, sin haber tenido ocasión de combatir contra los ingleses.

La segunda consecuencia de la ardiente llamada de Cervantes a la guerra contra Inglaterra es que ello revela que no evaluaba, como retrospectivamente ha hecho toda una serie de historiadores, el revés de la Armada del 88 como “una inflexión” del Imperio español o el inicio de su “decadencia”. Entre ellos se cuenta el historiador Fernández Álvarez en su, por otro lado, ya citada excelente biografía del alcalaíno Cervantes visto por un historiador, donde escribe: “Sin duda, el desastre de la Armada Invencible marca una inflexión en el hasta entonces formidable Imperio español” y más adelante añade: “Era el comienzo de la decadencia”{17}, aunque tiene el buen sentido de no adjudicarle semejante opinión a Cervantes. Pero, a la postre, la percepción del asunto que se refleja en su Canción segunda sobre la armada contra Inglaterra ha resultado ser más certera que la de los historiadores que, como Fernández Álvarez, han magnificado lo que históricamente supuso para España la derrota de la expedición naval del 88. Cervantes, para quien, como hemos visto, la derrota era sólo un revés, pero no el final de la contienda, no tenía duda alguna de que España tenía la suficiente fortaleza y recursos como para recuperarse, de devolver los golpes y aun pasar a la ofensiva, si era necesario; de lo contrario, no se le habría ocurrido animar a Felipe II a lanzarse otra vez a la guerra.

En cualquier caso, en los años siguientes, Cervantes no pudo ver una inflexión o cambio decisivo del Imperio español ni siquiera en el marco de la guerra anglo-española que habría de concluir en 1604, cuanto estaba terminando de escribir la primera parte del Quijote, puesto que, amén de que, conforme al espíritu de su propia llamada a las armas, Felipe II, como ya hemos señalado, había ordenado la reconstrucción y mejora de la Armada y la había enviado en una segunda y tercera expedición contra Inglaterra, los ingleses habían sufrido derrotas estrepitosas, como la Contraarmada contra España de 1589, mandada por Drake, que acabó en un desastre aún mayor que el de la expedición española del 88 en cuanto a bajas humanas, o la expedición al Caribe de Drake y Hawkins en 1595 contra las posesiones españolas, también un rotundo fracaso, en el que ambos además perdieron la vida.

Tampoco Cervantes pudo observar que hubiera inflexión alguna o cambio profundo o comienzo de la decadencia del Imperio español. De hecho, en todos esos años de la larga guerra anglo-española tuvo ocasión de comprobar que los ingleses no arrebataron al Imperio español ninguno de sus enormes dominios en América, ni tampoco la supremacía naval; es más, lejos de perder la hegemonía en los mares, aumentó su poderío naval, llegando a alcanzar la Armada española su máxima potencia en los años noventa del siglo XVI. Conforme a los datos recopilados por José Alcalá-Zamora y Queipo de LLano, “la Armada había alcanzado su máximo histórico, según las tablas de Modelski-Thompson, en 1597, con el 52’5 % del número total de buques de guerra de las grandes potencias, más que doblando las cifras igualadas de Inglaterra y Holanda”{18}.

Una buena señal de ese poderío naval fue, de un lado, la capacidad de España para preparar otras dos imponentes Armadas contra Inglaterra, tanto o más poderosas que la primera, y, de otro lado, para impedir la tentativa de los ingleses de bloquear el flujo de riquezas del Nuevo Mundo a España, de lo que fue buena muestra el fracaso de Drake y Hawkins; es más, nunca hubo tanta llegada de riquezas del Nuevo Mundo, sin que los corsarios ingleses pudieran impedirlo, como en los años subsiguientes al desastre de la Armada en el 88, gracias a la protección armada de la flota de Indias, cuyo cargamento de metales preciosos traídos a España no sólo no disminuyó, sino que alcanzó máximos entre 1590 y 1610{19}, lo que condujo a Mattingly, para poner de relieve el fracaso de la tentativa de Drake y Hawkins para bloquear y saquear el tráfico mercantil de España con América, a afirmar rotundamente que “llegaron más tesoros de América a España, desde el 1588 al 1603, que en ningún otro periodo de quince años de la historia española”{20}.

La empresa contra Inglaterra, una guerra justa

Otro pilar fundamental sobre el que se asienta la exhortación de Cervantes a Felipe II a la guerra contra Inglaterra, en la primera canción con ocasión del envío de la primera Armada y en la segunda canción para urgir a la preparación de una segunda Armada, es la idea de que se trata de una causa justa por la que es menester combatir. En sintonía con los teóricos españoles de la guerra, aborda, desde la perspectiva doctrinal de la guerra justa, la campaña contra Inglaterra, que no perseguía la incorporación de este país al Imperio español, sino castigar sus graves ofensas a España, derrocar a su principal culpable, la reina Isabel I, colocar a la cabeza de su gobierno un soberano católico y restablecer el catolicismo. En efecto, el tema central, repetido un sinfín de veces, en las dos canciones es que la expedición de la gran armada española contra Inglaterra de 1588 es una empresa justa: “Justa es la empresa” (Canción primera, v. 117), mensaje repetido en la segunda canción, en la que se habla de “justísima empresa” (Canción segunda, v. 94). Ese mismo mensaje se transmite al tachar a los ingleses de “injustos”, bien cuando alude a “la injusta cerviz/inglesa”, que bien merece que se le ponga un yugo, si bien suave (Canción primera, vv. 112-3) o a “su injusto pecho”, cual es el del “inglés pérfido cuello”, del que se dice igualmente que por ello merece que se le ponga un yugo que ha de ser “justo” (Canción segunda, vv. 72-4).

Cervantes no era el único portavoz de esta idea; el jesuita Ribadeneira, que también fue autor de una vibrante y vigorosa exhortación a los soldados y oficiales de la expedición, en ella apelaba a la doctrina de la guerra justa, incluso santa, y a su carácter defensivo como razón justificativa de la empresa de Felipe II de invadir Inglaterra, para así animarlos al combate: “En esta jornada, señores, se encierran todas las razones de justa y santa guerra que pueda haber en el mundo […] Pero si bien se mira hallaremos que es guerra defensiva […]”.{21}

¿Por qué pensaba Cervantes que el envío de la gran armada contra Inglaterra se ajustaba a los cánones o exigencias recogidos en la doctrina, defendida por él, de la guerra justa? Según su parecer, Inglaterra o los ingleses siguiendo órdenes de su soberana Isabel I habían cometido una serie de gravísimas injusticias u ofensas contra España y los españoles. De ahí que, habiendo ofensa, Cervantes califique la acción española contra Inglaterra como “justa venganza de su ofensa” (Canción segunda, v. 37) o “justo y vengativo intento” (op. cit., v. 45). En la primera canción, resume las ofensas de los ingleses en una sola acusación general contra Inglaterra, la de practicar la piratería, se entiende que contra los intereses españoles, y a tal escala que no duda en tildarla de “pirata mayor del occidente” (Canción primera, v. 27). En la segunda canción traza un resumen más detallado de las ofensas o injusticias de los ingleses contra España, que no podían sino tomarse como un casus belli, como justificación más que suficiente de una guerra justa. Helas aquí:

“Tus puertos salteados
en las remotas Indias apartadas,
y en tus casas tus naves abrasadas,
y en la ajena los templos profanados,
tus mares llenos de piratas fieros,
por ellos tus armadas encogidas,
y en ellos mil haciendas y mil vidas
sujetos a mil bárbaros aceros”. Vv. 59-66

Para entender esto, es menester recordar que la Armada contra Inglaterra (que en España nunca se llamó Armada Invencible, un título propagandístico y despectivo puesto por los ingleses, sino Grande y Felicísima Armada o simplemente Gran Armada) es sólo un hito, si bien importante, de una guerra más amplia, la guerra anglo-española que había comenzado en 1585 y duraría hasta 1604, en que se cerraría con el tratado de paz de Londres, ventajoso para España. Pues bien, lo relevante aquí es que fueron los ingleses, y no los españoles, los que iniciaron la guerra. La iniciaron, sin una previa declaración de guerra, con una serie de acciones bélicas contra España que son las que Cervantes mienta comprimidamente en los versos citados. Tales acciones se remontan a las incursiones corsarias de los ingleses ya en las décadas de 1560 y 1570, aunque, como veremos, por el tipo de detalles que nos suministra Cervantes, en los versos de marras se condensan hechos acaecidos en las expediciones de Drake, inmediatamente anteriores al envío de la gran Armada contra Inglaterra, a saber, la de 1585-6, cuyo objetivo era atacar y saquear España y sus posesiones de ultramar, y la de 1587 contra Cádiz.

Por lo que respecta a la primera, no empezó, como podrían sugerir los versos de Cervantes, asolando las posesiones ultramarinas y luego la España peninsular y sus islas, sino al revés, aunque quizá Cervantes empiece por las incursiones corsarias de Drake en los puertos españoles de América porque la expedición tenía como meta expoliar las posesiones españolas del Nuevo Mundo, sin perjuicio de causar daño por el camino en la costa peninsular e islas, y porque allí sus expolios fueron mucho mayores que en la España peninsular o insular: en octubre de 1585 saqueó Bayona, asaltó, pero no logró saquear, Vigo, bien defendido por las milicias vecinales, pero sí Ribeira Grande de Santiago de Cabo Verde, aunque fracasó en su asalto a Santa Cruz de la isla canaria de la Palma, bien defendida por las tropas locales; luego enderezó su escuadra hacia las Indias Occidentales, donde, como dice Cervantes, asaltó y saqueó los puertos españoles, entre los que se contaban algunos de los más importantes del Caribe: los de Santo Domingo, Cartagena de Indias, por cuya devolución exigió un rescate a las autoridades españolas, y el de San Agustín en la Florida.

Los versos de Cervantes ofrecen un cuadro crudamente realista de la devastación que Drake sembró en las ciudades portuarias del Caribe. Santo Domingo, la ciudad más antigua del Caribe y la más grande de la isla La Española, sufrió con creces cada una de las calamidades señaladas por Cervantes y aun otras que no señala: fue asaltada, expoliada e incendiada, siendo un tercio de la ciudad pasto de las llamas, que también se encargaron de dejar sus “naves abrasadas”, ya que quemaron veinte de ellas en el puerto y se apropiaron de tres.

Es posible, no obstante, que con la expresión “en tus casas tus naves abrasadas” Cervantes se esté refiriendo particularmente a la quema de barcos en el puerto de Cádiz durante la expedición de Drake de 1587, durante la cual el hecho más espectacular fue precisamente la destrucción de veintitrés barcos por incendio y por hundimiento mediante cañoneo.{22} Y si no las abrasaba de entrada, las capturaba y hundía para quemar luego su cargamento, como hizo después, tras la toma de la estratégica posición del puerto portugués de Sagres, cerca del cabo de San Vicente, desde donde interceptaba toda nave que se movía en la ruta de abastecimiento de la Armada entre Andalucía y Lisboa, llegando, según su propio informe, a capturar o hundir más de cien embarcaciones de diversos tipos, en su mayoría cargadas con mercancías y provisiones para la Armada, que Drake mandó quemar.{23}

A todas estas tropelías se sumó el ultraje de “los templos profanados”. Drake, hijo de un pastor protestante y celoso protestante él mismo que veía su contienda con España como una contienda también religiosa en la que se dirimía una batalla entre el protestantismo y el catolicismo, profanó la catedral de Santo Domingo convirtiéndola en su cuartel general y sus subordinados destrozaron y quemaron las iglesias de la ciudad; en realidad, Drake, al inicio de su expedición, ya había dejado una estela de profanaciones de iglesias y de objetos religiosos a su paso por las costas de Galicia, unas profanaciones que volvería a cometer en 1587, luego del ataque al puerto de Cádiz, en su incursión, en el sur de Portugal, al puerto de Sagres, cuyas iglesias saqueó. Por si no estuviera claro el tinte religioso que con estas acciones de profanación imprimía a sus expediciones predatorias contra España y sus posesiones, un oficial de Drake, igualmente un militante protestante, en referencia a la campaña contra España de 1587 en la costa andaluza y portuguesa, escribió que el Dios protestante estaba de su lado en la guerra contra el papismo: “Nuestro buen Dios manifiesta ante los papistas el poder que tiene, día tras día”.{24}

El caso de Santo Domingo ejemplifica cabalmente lo de “mil haciendas y mil vidas sujetos a mil bárbaros aceros”, pues, amén de ser objeto de pillaje, los habitantes de la ciudad vinieron a ser rehenes o prisioneros suyos, pues tuvieron que sufragar con sus bienes, objetos de valor y joyas, el rescate que pidieron como precio para abandonar la ciudad y dejarlos en paz; y algunos tuvieron su vida tan bajo sus aceros, que la perdieron, pues hubo tres muertos, dos de ellos frailes dominicos, colgados como represalia durante la negociación del rescate.

En Cartagena de Indias, ciudad de gran importancia económica y estratégica, aunque ya avisada de lo sucedido en Santo Domingo, los ingleses repitieron su patrón de actuación: toma por asalto, pillaje, quema de gran parte de las casas, captura de prisioneros o rehenes por los que pedir rescate y cobro de un doble rescate, uno general, como precio por el abandono de la ciudad, y otro particular, por la liberación de los rehenes; y muertes de nueve miembros de las milicias encargadas de la defensa de la ciudad. En San Agustín, en Florida, saquearon y quemaron las casas. Ya en Ribeira Grande, la capital de Cabo Verde, y en Porto Praia, ambas en la isla de Santiago, habían dejado una estela de devastación: arrasaron ambas ciudades como castigo a sus habitantes, que habían huido para no ser expoliados y a los que no pudieron exigir rescate, y la cuidad de Santo Domingo fue incendiada por sus propios vecinos que prefirieron verla arrasada antes que entregarla al pillaje de los ingleses.{25}

En realidad, gran parte de los hechos apuntados por Cervantes, aunque sin la gravedad extrema de los acaecidos en Cabo Verde y en el Caribe, tuvieron lugar también en las costas de Galicia, sobre todo en Bayona y los alrededores durante diez días, entre el 7 y el 17 de octubre de 1585: asaltaron varias poblaciones vecinas a Bayona en busca de botín, capturaron barcos españoles, tomaron rehenes, maltrataron a algunos clérigos y profanaron iglesias, en las que destrozaron imágenes religiosas y crucifijos.{26} Los daños económicos, sin embargo, a la postre, no revistieron gravedad gracias a la hábil negociación del gobernador Pedro Bermúdez con Drake, a quien facilitó adquirir víveres y agua a cambio de la liberación de los rehenes y la devolución de los bienes robados; fue mucho mayor el perjuicio moral por la profanación de iglesias y de objetos religiosos, que causó una enorme indignación, y el de orden político, porque tales actos de agresión y profanación se habían cometido impunemente en el mismísimo suelo español, mostrándose así la vulnerabilidad de las costas españolas ante un ataque enemigo.

Cervantes considera que cada uno de los hechos enumerados ejecutados por los ingleses contra España es suficientemente grave por sí mismo como para mover a la guerra al rey e intentar todo lo humanamente posible para reparar tamañas injurias y castigar a los culpables. De hecho, comienza su enumeración de los ultrajes cometidos por los ingleses con unas palabras en las que trata de hacer ver a Felipe II que bastan para moverle a reemprender la guerra: “Como si no bastasen a moverte […]” (v. 59) y termina, luego de enumerarlos, alegando que realmente cada uno por sí solo es motivo suficientemente fundado para reemprenderla y hacer todo lo posible para ganarla:

“Cosas que cada cual por sí es posible
a hacer que se intente aun lo imposible”. (Vv. 67-8)

En realidad, Felipe II no tenía necesidad de que Cervantes ni nadie le intentase persuadir con alegaciones de ese género, pues él pensaba del mismo modo que Cervantes sobre estos asuntos. El saqueo de Galicia y las profanaciones representaban una provocación de tal calibre que equivalían, a su entender, como al de Cervantes, a una declaración de guerra. No esperó a hacer balance de las fechorías perpetradas por Drake y los suyos al término de su expedición al Caribe, sino que inmediatamente después de recibir noticias de los sucesos de Galicia tomó la decisión de preparar la invasión de Inglaterra como única solución a las graves provocaciones de los ingleses, aunque las demás acciones de éstos, una vez enterado de ellas, reforzaron la decisión tomada tras lo acontecido en Galicia. De hecho, el 24 de octubre, apenas unos días después de los sucesos de Galicia, Felipe II, que hasta entonces se había opuesto a la sugerencia del papa y del gran duque de Toscana de invadir Inglaterra, les envió sendas misivas en las que les informaba de que aceptaba su invitación para emprender la invasión.

Ahora bien, tras el fracaso de la intentona de invasión, las causas justas que habían conducido a ella no habían dejado de mantener su vigencia. En efecto, para Cervantes, y seguramente también para Felipe II, los mismos ultrajes de los ingleses contra España y los españoles que justificaban emprender la guerra contra Inglaterra en 1588 como una empresa justa justificaban reemprenderla tras el desastre de la Armada, para así poder reparar las injusticias y castigar a los culpables, reparaciones y castigos que no se habían podido practicar con la primera expedición de la Armada.

La defensa de la religión católica

El quinto pilar sobre el que reposa la arenga de Cervantes, tanto en la primera como en la segunda canción sobre la Armada contra Inglaterra, es el de la defensa de la religión católica. Cervantes, que conocía, como hemos visto, detalles como los nombres de los generales al mando de la expedición para la invasión de Inglaterra, no podía ignorar que la empresa de Inglaterra, amén de la justa causa de guerra que la impulsaba para restablecer la justicia, tenía una finalidad religiosa, la de restaurar el catolicismo en Inglaterra y reparar así la injusticia de la opresión y persecución que padecían los católicos ingleses, algo de lo que el ilustre escritor estaba también al corriente, como lo estaba cualquier español de su tiempo al tanto de lo que sucedía, como era su caso, y de lo que además da muestras de conocer en su novela La española inglesa. En aquel momento no era utópico, en caso de tener éxito la invasión, restaurar el catolicismo, pues, a pesar de la opresión y persecución de los católicos de las que venían siendo víctimas desde el reinado de Enrique VIII, salvo el paréntesis del reinado de la reina María Tudor, y que no se sometían a la nueva ortodoxia del cisma anglicano, más de la mitad de los ingleses seguían siendo católicos.{27} La empresa de la Armada contra Inglaterra se veía, pues, como un episodio de la lucha entre el catolicismo, cuyo baluarte era el rey de España Felipe II, y el protestantismo, cuyo baluarte era la reina de Inglaterra Isabel I, y así se veía no sólo por el lado español y católico, sino por los ingleses y los protestantes en general. Ambos bandos consideraban el enfrentamiento como una guerra también religiosa, como una cruzada o guerra santa contra un enemigo que se tenía mutuamente por hereje.

Cervantes era plenamente consciente de todo esto. Así que en las dos canciones sobre la Armada contra Inglaterra insistentemente imprime una coloración religiosa a la contienda. Así en la primera canción es manifiesta en la divisoria entre los bandos en combate como división entre católicos y protestantes, a los que el autor español llama, como es habitual en él y lo era en su tiempo, luteranos.{28} Se insiste más en la definición de los españoles como combatientes católicos que en la de los enemigos como luteranos o herejes, pero esa insistencia por sí misma ya señala a los enemigos como herejes no católicos. La guerra misma se halla presidida por el rey, al que como ya vimos, se nos retrata como “católico monarca”, encarnación del rey David e investido de símbolos religiosos que pretenden sugerir que Dios está de su lado, y, al definirlo así, por su catolicismo, se supone que se opone a una monarca que no es católica y que no debe contar con la tutela divina. Se habla del ejército español como “nuestro cristiano ejército” (v. 63), como si el ejército enemigo no fuera verdaderamente cristiano, al haberse alejado de la genuina religión cristiana que es el cristianismo católico; finalmente, la coloración religiosa de la guerra se lleva hasta las mismas armas de combate, a las que Cervantes alude simbólicamente con la sinécdoque “la católica espada” (v. 20). Pero el enemigo inglés no sólo aparece negativamente por oposición al católico español, sino también en su propia denominación positiva, aunque sometida a la descalificación: “vicioso luterano” (v. 120). La guerra es, pues, una guerra de católicos, genuinos cristianos, contra viciosos luteranos, esto es, malos cristianos o cristianos degenerados o degradados; Cervantes, como los españoles informados de su tiempo, veían a la Inglaterra isabelina como enemiga declarada del catolicismo y recíprocamente a la España de Felipe II como enemiga abierta del protestantismo.

Ese mismo esquema de oposición catolicismo/protestantismo o, en términos cervantinos, luteranismo, como esquema de interpretación del sentido de la contienda entre españoles e ingleses se mantiene también como un mensaje reiterativo en la segunda canción sobre la Armada contra Inglaterra. Un tema esencial de esta canción es que el catolicismo es una parte esencial de la identidad de España, de los españoles y su rey como cabeza del reino. Ya en los primeros versos se alude al catolicismo como elemento esencial de España y, por ende, de los españoles involucrados en la guerra contra los ingleses, pues la canción arranca hablando de España como “archivo de católicos soldados” (vv. 1-2), a los que unos versos más abajo se define como “defensores de la fe más pura” (v. 6), donde una “fe más pura” es una alusión directa a la religión católica como encarnación de la pureza religiosa y a la vez alusión velada a la religión de los enemigos ingleses como algo, en cambio, espurio o contagiado de impurezas. Y en lo que toca al rey de España, que, como ya vimos, se le asociaba con la religión católica en la primera canción, se le exalta en la segunda expresamente como un firme pilar de la fe, se entiende que en su defensa frente a los protestantes ingleses:

“¡Ea, pues, oh, Felipe, señor nuestro,
………
coluna de la fe segura y fuerte!”. (Vv. 52 y 54)

Pero los versos que más clara y contundentemente expresan la idea de la guerra contra Inglaterra como una guerra no sólo política sino también religiosa en que se enfrentan el catolicismo y el protestantismo son aquellos en que Cervantes retrata a Felipe II como un Moisés cristiano que se alza con la victoria sobre los luteranos ingleses. Primeramente, se compara al rey español con Moisés como una especie de caudillo militar al servicio de la causa de Dios. En efecto, se describe expresamente a Felipe II, en términos más rotundos, como un jefe militar que actúa como agente de Dios para conducir a su pueblo a la victoria sobre los enemigos ingleses, a la manera como Moisés conducía victoriosamente a los antiguos israelitas; y al igual que Moisés estaba atento a la batalla contra Amalec con los brazos alzados para que Israel venciera, pues perdía cuando los bajaba (Exodo, 17, 11), del mismo modo, Felipe II, a imagen de Moisés, ha de ejercer el mando con los brazos levantados para que el pueblo español sea el vencedor:

“En tanto que los brazos levantares,
gran capitán de Dios, espera,
ver vencedor tu pueblo, y no vencido;
pero si de cansados los bajares,
los suyos alzará la gente fiera,
que para el mal el malo es atrevido;
y en tu perseverancia está incluïdo
un felice suceso
de la empresa justísima que tomas”. (Vv. 86-94)

Este pasaje es del mayor interés, porque en él se aúnan la consideración de la contienda con la Inglaterra isabelina como una guerra santa o cruzada contra el hereje inglés y en defensa de la religión católica, y su consideración como una guerra fundada en una causa justa. Todo ello representa a la vez Felipe II como figura cristiana de Moisés, cuya analogía, por si no estuviera clara, se encarga de poner de manifiesto de forma inequívoca el propio Cervantes en unos versos reveladores de que la guerra, amén de su carácter de empresa justa, es una guerra contra la herejía inglesa y en pro del catolicismo:

“Alza los brazos, pues, Moisés cristiano,
y pondralos por tierra el luterano”. (Vv. 101-2)

El hincapié en el carácter religioso de la guerra contra Inglaterra no es algo exclusivo de Cervantes, sino común a los principales autores españoles, tanto poetas como prosistas, que se pronunciaron en el asunto de la Armada contra Inglaterra. Góngora, en su canción sobre este tema, ve a Inglaterra sumida en la herejía (“Oh ya isla católica y potente, /templo de fe, ya templo de herejía”) e interpreta la contienda como una lucha de esta herética Inglaterra contra la fe católica de los españoles (“Fieras naciones contra tu fe armadas”); y en el soneto de Lope de Vega la fuerza principal que mueve a los españoles a echarse a la mar para combatir no es otro que el de la defensa de la fe católica (“Que del cristiano Ulises la fe sola/ te saca de la margen española”) y los mástiles de los barcos de la Armada contra Inglaterra no son otra cosa que “árboles de la fe”. Y en prosa, nadie argumentó mejor que Ribadeneira, en la ya citada Exhortación para los soldados y capitanes que van a esta jornada de Inglaterra, en pro de la misión de la Armada contra Inglaterra en defensa de la religión católica y de la recatolización del extraviado país. En realidad, las canciones de Cervantes sobre este asunto, aunque comparten con sus coetáneos poetas su carácter de arenga y el énfasis en la religión como motivo central de la expedición militar, se parecen más al escrito exhortatorio de Ribadeneira que a los poemas de Góngora y Lope de Vega. Las canciones sobre la Armada contra Inglaterra de Cervantes vienen a ser el equivalente en verso de la exposición en prosa de ese mismo tema en la Exhortación de Ribadeneira. Este escrito es la formulación más extensa y razonada en prosa en pro de la intervención militar en Inglaterra con el fin de restaurar el catolicismo; paralelamente, las canciones de Cervantes constituyen la formulación en verso más extensa y razonada en pro de esa intervención.

Sendas arengas, cargadas de emoción y pletóricas de espíritu patriótico, con las que se pretende a la vez convencer a los marineros y soldados, y encender o caldear sus ánimos con el fin de estimular su disposición para el combate, apelan a los mismos argumentos como justificación de su misión. Ya hemos visto las razones desgranadas por Cervantes en sus canciones: la justicia de la guerra, la defensa de la religión católica, la reputación del rey y de España, gravemente amenazada si no se va a la guerra, e incluso la defensa de las haciendas y vidas de los españoles, a la que se alude tácitamente al referirse, como hemos visto, a los atentados de los ingleses contra las haciendas y vidas de los españoles como uno de los hechos que han de mover a Felipe II a la guerra contra Inglaterra. Pues bien, esas mismas razones, sólo que más ampliamente explicadas en el texto de Ribadeneira, son las que el jesuita esgrime y que expone así en un párrafo, cuyo contenido es un compendio de todo su largo alegato:

“En esta jornada, señores, se encierran todas las razones de justa y santa guerra que puede haber en el mundo; y aunque parezca que es guerra ofensiva y no defensiva, y que acometemos el Reino ajeno y defendemos el nuestro; pero si bien se mira hallaremos que es guerra defensiva, en la cual se defiende nuestra sagrada religión y santísima fe católica romana; se defiende la reputación importantísima de nuestro Rey y Señor y de nuestra Nación; se defienden todas las haciendas y bienes de todos los Reinos de España; y con ellos nuestra paz, sosiego y quietud”.{29}

Sólo la última razón enumerada por Ribadeneira (la guerra como defensa de nuestra paz…) no aparece en las canciones de Cervantes. Pero creemos que se trata de un dato irrelevante, que no señala un desacuerdo entre ambos, pues, según la doctrina de Cervantes sobre la guerra, heredada de la tradición clásica aristotélico-escolástica, el fin de la guerra es la paz. Por tanto, si Cervantes no lo menciona es sencillamente porque si la guerra emprendida es justa y los españoles la hacen por las razones apuntadas, en las que ambos autores coinciden, cae por su propio peso que, en última instancia, la guerra se hace por causa de la paz, una paz que los ingleses han quebrado llevando la guerra a través de sus incursiones, asaltos y saqueos a las costas y poblaciones mismas de España, incluida Portugal, y de sus territorios de ultramar.

Por último, terminemos este punto señalando que la insistencia indicada en el argumento del carácter religioso de la guerra entre España e Inglaterra, según el cual en ella y a través de ella se enfrentan el catolicismo y el protestantismo, no es tampoco algo exclusivo de los escritores españoles. Los escritores ingleses que se ocuparon del asunto hicieron lo mismo, como hemos visto más arriba en la cita del escritor inglés Thomas Nashe, que consideraba que el Dios protestante combatía a favor de los ingleses, una creencia compartida, como también vimos, por la reina y sus generales. Y al obrar así unos y otros, no hacían otra cosa que dar expresión al sentir general de ambos bandos contendientes, igualmente convencidos de la trascendencia religiosa de la guerra y a la vez decididos a imprimirle ese carácter.

Por si esto fuera poco, los protestantes de otros países, tanto de la Alemania luterana como de la rebelde Holanda calvinista, hicieron causa común con sus correligionarios ingleses y, tras el desastre de la Armada española, festejaron la derrota de ésta como una victoria del protestantismo sobre el catolicismo. Uno de los ejemplos más ilustrativos es una de las medallas conmemorativas acuñada por los rebeldes holandeses para celebrar la derrota de la Armada, que porta una inscripción latina en letras mayúsculas con las palabras que entonaron Moisés y los israelitas en agradecimiento por haber cruzado felizmente el Mar Rojo gracias a la protección divina: FLAVIT JEHOVAH ET DISSIPATI SUNT (“Sopló Jehová y se dispersaron”), con la que, sin duda, querían expresar la convicción de los protestantes de que, en aquella batalla contra el catolicismo y el papado, Dios había tomado parte por su bando.{30}

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{1} Tanto el poema de Góngora como el de Lope de Vega están disponibles en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, cervantes.virtual.com.

{2} Entre los pocos que no enmudecieron cabe destacar al biógrafo, historiador, tratadista político y escritor ascético el jesuita Pedro de Ribadeneira, cuyos escritos sobre la Armada contra Inglaterra guardan un asombroso paralelismo con las canciones de Cervantes, de lo que más adelante nos ocuparemos. Ahora baste con señalar que su Exhortación para los soldados y capitanes que van a esta jornada de Inglaterra se corresponde, en gran medida, con la primera canción de Cervantes, en tanto ambas se escriben antes de la contienda como arengas, siendo la diferencia principal el que, mientras Ribadeneyra reúne ahí todas las razones justificativas de la invasión de Inglaterra, Cervantes las distribuye entre sus dos canciones; y que la Carta de Ribadeneyra para un privado de Su Majestad sobre las causas de la pérdida de la Armada-(ambos escritos de Ribadeneira -actualmente es costumbre escribir este apellido con i latina- se hallan recogidos al final de Historias de la Contrarreforma, BAC, 1ª ed. 1945, reed. en 2009) se corresponde, en gran medida, con la segunda canción de Cervantes: en ambas, escritas ya luego de conocerse el resultado de la empresa, se reflexiona sobre las causas de la derrota y también Ribadeneyra hace un llamamiento a tomar las armas de nuevo contra Inglaterra, un retorno a las armas que además considera necesario: “Y me ha parecido se debe aún tratar más de que dura todavía la necesidad precisa de llevar la guerra adelante y buscar al enemigo; si no queremos que él nos busque y nos haga guerra en nuestras casas” (Historias de la Contrarreforma, pág. 1352).

{3} Para una defensa y reivindicación de la figura del duque de Medina Sidonia, véase el excelente artículo de Boris Osés, “El duque de Medina-Sidonia al mando de la gran armada”, Revista de marina, # 780, Sept-Oct 1987 (revista publicada por la Armada de Chile), quien se basa sobro todo en los estudios clásicos del investigador estadounidense Mattingly y del marino y también investigador inglés Howarth, para emprender la defensa del injustamente maltratado duque. La historiografía posterior ha mantenido esta línea de defensa del duque frente a los tópicos descalificadores tradicionales.

{4} Sobre los fallos estratégicos que condujeron al fracaso de la Armada, véase Robert Hutchinson, La Armada invencible, Ediciones de Pasado y Presente, 2013, págs. 271-3.

{5} Sobre la reforma de la marina naval que le dio superioridad técnica en cuanto a barcos y artillería, véase Manuel Fernández, Cervantes visto por un historiador, Espasa Calpe, 2005, págs. 290-1.

{6} Citado por Manuel Fernández Álvarez, Cervantes visto por un historiador, pág. 301.

{7} Sobre datos comparativos entre la artillería marina inglesa y la española, véase Hutchinson, op. cit., págs. 273-4.

{8} Tomamos las citas de Hutchinson, op. cit., págs. 237 y 238 respectivamente.

{9} No es la primera vez que Cervantes echa mano de la providencia divina como causa última del desenlace de un hecho de guerra. En el Quijote el cautivo Ruy Pérez de Viedma no culpa a un error humano del fracaso de la armada cristiana, capitaneada por don Juan de Austria, en atrapar y destruir la armada turca refugiada en Navarino, sino a la ordenación de Dios, que quiere y permite que los turcos sean los verdugos que castigan los pecados de la cristiandad (cf. I, 39, 403). Una explicación de este género es la que, por cierto, adoptó el padre Ribadeneira para dar cuenta del desastre consumado de la Armada contra Inglaterra, que interpreta como un azote y castigo divinos a los católicos utilizando esta vez como verdugos a los protestantes ingleses, pero es sólo una prueba a la que ha querido someterlos antes de conceder la merced de la victoria, que no quiere negarla a los españoles y católicos, sino sólo dilatarla un poco de tiempo (véase su carta sobre las causas de la pérdida de la Armada en Historias de la Contrarreforma, págs. 1351-2).

{10} La trascendencia de los factores meteorológicos en el desencadenamiento del desastre de la Armada es algo reconocido, desde hace décadas, en la historiografía, tanto británica como española. Nadie ha ido tan lejos en ello como el historiador inglés Hutchinson, quien, luego de enmarcar el muy inestable comportamiento del tiempo en el verano del 88, pródigo en borrascas y tormentas, en el ciclo meteorológico de la llamada Pequeña Edad de Hielo, iniciada a mediados del siglo XVI, concluye afirmando, en su libro ya citado La Armada Invencible, que “resulta muy plausible afirmar que lo que derrotó a la desgraciada Armada fue el cambio climático; la concepción popular británica de que el triunfo se debió a las proezas de Drake, o al coraje de los ‘pequeños barcos de la flota inglesa, está equivocada” (op. cit., pág. 310).

{11} Cf. Cervantes visto por un historiador, pág. 302.

{12} Citado en Hutchinson, op. cit., pág. 239.

{13} Citado por Hutchinson, op. cit., pág. 223.

{14} Citado por William S. Maltby, La leyenda negra en Inglaterra. Desarrollo del sentimiento antihispánico 1558-1660, FCE, 1982, pág. 101, quien lo toma del panfleto satírico de Nashe, Pierce Pennilesse. His Suppilicatio to the Divell, 1592, pág. 46.

{15} Cf. su Armada invencible, págs. 264 y 288.

{16} Sobre estos hechos, véase Hutchinson, op. cit., págs. 269-270 y 364.

{17} Op. cit., págs. 305 y 307.

{18} “La Monarquía Hispánica en 1605”, en José Alcalá-Zamora (Coord.) La España y el Cervantes del primer Quijote, Real Academia de la Historia, 2005, pág. 25.

{19} Véase José Alcalá Zamora, “La Monarquía Hispánica en 1605”, op. cit., pág. 21, donde añade, basándose en datos tomados de Hamilton y Morineau, que la flota traía a España algo más de 250.000 kg. de plata anuales.

{20} Cf. su La derrota de la Armada Invencible, Turner, 1985, pág. 367.

{21} Ribadeneira, Exhortación para los soldados y capitanes que va a esta jornada de Inglaterra, incluida al final de Historias de la Contrarreforma, pág. 1333.

{22} Sobre esta expedición de Drake contra Cádiz, véase el excelente artículo de Alberto Tanturri, “La incursión de Francis Drake a Cádiz en 1587: comparación de algunas fuentes documentales italianas”, Investigaciones históricas, 32, 2012, págs. 69-88. Disponible en Dialnet y otros sitios en la red.

{23} Sobre esto último véase Colin Martin y Geoffrey Parker, La gran Armada, Planeta, 2011 (reed. revidada y mejorada de la 1ª ed. inglesa de 1988), pág. 202.

{24} Citado en Hutchinson, op. cit., pág. 90.

{25} Sobre los daños causados por Drake y sus hombres en sus expediciones a América y en particular en Cabo Verde y el Caribe, así como su fracaso en Santa Cruz de la Palma, véase el magnífico artículo de José Antonio Ortigueira Amor et al., “La expedición de Francis Drake a las Indias Occidentales (1585-6) y el ataque a Santa Cruz de la Palma: apuntes de estrategia naval y otras noticias histórico-culturales, Anuario del Archivo Histórico Insular de Fuerteventura, ANEXO 7: Piratería en Canarias: Francis Drake, 2014, págs. 107-186, especialmente págs. 136-7, 141-2, 150-2 y 157. Disponible en la red en www.ulpg.es.

{26} Véanse el artículo citado en la nota anterior de Ortigueira Amor et al., págs. 130-1; y Colin Martin y Geofrey Parker, op. cit., págs. 150 y 166.

{27} Hutchinson, op. cit., pág. 37, cifra en alrededor de más de la mitad de los tres millones de los ingleses de entonces el número de los católicos; un dato que, por cierto, ya era sabido en España por algunos bien informados en los tiempos de la contienda contra Inglaterra, como es el caso de Ribadeneira, quien en su ya citada Exhortación para los soldados y capitanes que van a esta jornada de Inglaterra, dice que la mayor parte de los habitantes de Inglaterra son católicos. Cf. Historias de la contrarreforma, pág. 1335.

{28} Piénsese que en el tiempo de Cervantes todavía no se había extendido la denominación con la que los cismáticos ingleses terminarían siendo nombrados, “anglicanos”, que, en realidad, no es una denominación con sentido religioso, pues procede de la palabra latina “anglicani”, usada para designar a los ingleses en latín; fue la asociación de ese vocablo con el cisma inglés lo que acabó dotando a la palabra “anglicano” de un significado religioso. Cervantes no era el único en llamarlos luteranos, en lo que no andaba desencaminado pues a la postre la reforma religiosa inglesa, que vino a llamarse anglicanismo, es una mezcla de luteranismo y catolicismo, pues, entre otros, los marineros y soldados de la Armada contra Inglaterra también se referían a los ingleses cismáticos como luteranos; un buen ejemplo de ello es el testimonio de un combatiente en el Canal de la Mancha, el sobrecargo del galeón San Salvador, quien nos ha dejado un relato personal en el que nos informa de que los españoles, para incitar a los ingleses a acercar sus naves a la españolas y combatir cuerpo a cuerpo, les llamaban, con ánimo ofensivo, entre otras cosas, “luteranos” (el pasaje en que se relata este episodio puede leerse, por ejemplo, en Robert Goodwin, España, centro del mundo 1519-1682, La Esfera de los libros, 2016, pág. 270). No todo el mundo los llamaba luteranos en España; el padre jesuita Ribadeneira, en su Historia eclesiástica del cisma del reino de Inglaterra, una obra pionera en la historiografía sobre la reforma en Inglaterra, normalmente se refiere a ellos calificándolos como herejes; y a la reforma religiosa inglesa, como indica el título mismo de su libro, la suele llamar cisma de Inglaterra y, a veces, herejía, nunca anglicanismo. En realidad, el libro de Ribadeneira sigue una tradición en la historiografía católica sobre el tema, que había iniciado el teólogo y jesuita inglés Nicholas Sander, o Sanders, quien escribió una historia de lo que habría de llamarse anglicanismo desde su inicio hasta ya bien entrado el reinado de Isabel I con el título de Origine ac Progressu Schismatis Anglicani, publicada póstumamente en 1585 con añadidos y retoques de Eduard Rishton, y en 1586 con nuevas ampliaciones y retoques de Robert Persons y esta obra de Sander, ampliada y enmendada por Rishton y Persons, sería la base del libro de Ribadeneira –editado en 1588-, quien también introdujo añadidos y enmiendas, y además le añade una segunda parte o tercer libro –publicada en 1593, que aún sería revisada por su autor por última vez para la edición de 1605- totalmente de su cosecha para ensanchar el tratamiento del cisma inglés en el reinado de Isabel I; pero, como sus predecesores, que hablaban del “schisma anglicani” en un sentido puramente geográfico, Ribadeneira vierte la expresión latina en español por el cisma de o en el reino de Inglaterra o simplemente de Inglaterra, manteniendo siempre, pues, ese sentido meramente geográfico referido al país donde tiene lugar el cisma. La obra citada de Ribadeneira puede consultarse en la ya citada Historias de la Contrarreforma.

{29} Véase la nota 21.

{30} Sobre la alborozada recepción de la derrota española y victoria inglesa en los países protestantes, incluida la propia Inglaterra, véase Hutchinson, op. cit., págs. 278 y 280-1.


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