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El Catoblepas · número 205 · octubre-diciembre 2023 · página 3
Artículos

Evolución y situación actual de la dogmática cristiana desde la Reforma

Gabriel Calvo Zarraute Francisco José Delgado Martín José Luis Pozo Fajarnés

Textos de los participantes en la mesa redonda, celebrada en Santo Domingo de la Calzada el 18 de julio de 2023, en el marco del curso Filosofía de la Religión. El animal divino


La Universidad de la Rioja y la Fundación Gustavo Bueno ha organizado este año de 2023, y en colaboración con el Ayuntamiento de Santo Domingo de la Calzada, el XIX curso de verano celebrado en esa misma ciudad. Un curso que llevaba por título Filosofía de la Religión. El animal divino. La tarde del martes, 18 de julio, se celebró una mesa redonda en la que participaron los tres autores de este artículo. Los textos que ahora siguen son los que cada uno de ellos defendió en la misma y el orden en que aparecen los textos es el mismo de las intervenciones, tal y como podrán comprobar en el enlace que aquí también aparece.




El éxito de la reforma protestante en sus cinco siglos de andadura

José Luis Pozo Fajarnés

1. Introducción. El origen de la Reforma protestante

Fue en 1517 cuando Martín Lutero clavó sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, con ese hecho, la historiografía señala el pistoletazo de salida de lo que vendría en llamarse la «Reforma protestante». En esas tesis no había ni un solo renglón en el que Lutero hiciera mención alguna de la dogmática católica. Con sus noventa y cinco tesis seguía la estela de otros que habían puesto «palos en las ruedas» del mecanismo jerárquico católico. De entre todos ellos podemos destacar movimientos como el de los cátaros o albigenses, como el de los valdenses o como el de los husitas. De la doctrina de los primeros, los cátaros, tras alrededor de tres siglos de vigencia, nada quedó, desapareciendo en el siglo XIV. Los valdenses, que surgieron en el siglo XII, todavía son un grupo doctrinal existente, que sería incorporado al movimiento de la Reforma, como una más de sus iglesias. Y los últimos que hemos mencionado, los husitas, queremos destacar que su fundador, Juan Hus (1370-1415), se le ha considerado como a uno de los precursores más importantes del movimiento que comenzaría más de un siglo después con Lutero.

Pues bien, pasados unos años la crítica de Lutero se hizo mucho más incisiva. Fue cuando en sus prédicas y declaraciones la dogmática católica comenzó a ponerse en el punto de mira, sin dar tregua a la tradición y a los sacramentos. Lutero llegaría a afirmar entonces que el sacramento de la eucaristía debía dejar de celebrarse pues era un símbolo de impiedad, el mayor que podía imaginarse. Aseguraba además que el culto dedicado a los santos debía de ser abandonado, por ser del mismo orden que el culto a los ídolos. También dejó de considerar la libertad implicada en el «libre arbitrio», pues solo Dios tiene tal prerrogativa. Su doctrina implica un destino predeterminado por el creador. Estas afirmaciones las lleva a cabo paralelamente a la predicación sobre la justificación de los pecados, la cual se conseguía solo mediante la fe. De este modo negaba la eficacia de otro sacramento, el de la penitencia o confesión (más adelante llegó  a poner en tela de juicio la validez de otros sacramentos, por no tener referencia en las Sagradas Escrituras: la confirmación, el matrimonio, el orden sacerdotal y la extremaunción).

La cosa no quedaba ahí, y a su propuesta reformadora le fue añadiendo más cambios, de manera que se permitía la comunión no solo con el pan, sino también con el vino, además de permitirse y fomentarse el matrimonio de los curas, de los pastores de las diferentes Iglesias que iban surgiendo. Pero lo que fue determinante para su consolidación como movimiento cismático fue que los príncipes germanos, al abrazar el ideario reformado, se hacían con el control de los bienes eclesiásticos, y también de los fieles, que pasaban a formar parte de la Iglesia reformada del Lander. Aunque algunos escolásticos y humanistas abrazaron la reforma –sin descontar los muchos sacerdotes que lo hicieron también, pues la renuncia al celibato tenía un gran atractivo para ellos– los auténticos protagonistas de la ruptura con la jerarquía eclesiástica fueron todos esos príncipes, que se habían enriquecido con las propiedades ajenas. Esto nos lleva a afirmar que el peso del cambio social depende de esos intereses estatales enfrentados mucho más que de lo doctrinal.

2. Católicos vs. protestantes. La lucha de religiones en el contexto de la dialéctica de Imperios

Hasta esos años se había dado una polarización bien definida en lo que entendemos como lucha de religiones. Unos conflictos que se daban en el marco más amplio de la dialéctica de Imperios. Frente al cristianismo solo se reconocía a un enemigo beligerante: el Islam. Pero en la confrontación imperialista iba a ser más que relevante el nuevo factor de lucha religiosa, ahora interna al cristianismo: por un lado el Imperio español, un Imperio que era católico desde su origen, y que ahora tenía al frente a Carlos I de España, y poco después de acceder al trono del Sacro Imperio Romano Germánico, como Carlos V (de Alemania); y, por otro lado, los príncipes alemanes que habían abrazado la Reforma. Años después, a este segundo foco se incorporaría la Iglesia de Inglaterra, que comenzará sus ínfulas imperialistas con la hija de Enrique VIII, Isabel I. La cuestión se fue complicando cada vez más, ya que la deriva de la dialéctica de Imperios, y de la lucha de religiones, iba a ir transformando los equilibrios de poder paulatinamente.

En los primeros años, el Emperador y rey de España, Carlos, trató de que los conflictos, que eran internos a su Imperio, no fueran más allá. Para conseguirlo procuró que el papa Clemente VII convocara un Concilio dogmático, el que sería conocido como el «de Trento». Este Concilio se alargó durante casi dos décadas por problemas políticos, que hicieron que hubiera distintos parones y reaperturas. En los dieciocho años que trascurrieron desde que fue convocado sucedió también que el control territorial que ejercía el emperador Carlos V se había dividido. Y cuando el Concilio se cerró, en 1563, Carlos ya había fallecido, pasando a ser Emperador de Alemania su hermano Fernando, mientras que el reino de España lo heredó su hijo Felipe. Este último, aunque no fue nunca emperador romano–germánico, pasaba a ser emperador de otros territorios, los que se habían consolidado tras la llegada a las nuevas tierras de allende los mares y su conquista, tanto las del continente que pasaría a llamarse americano como otras situadas más allá del mismo, una vez que Elcano circunvalara la Tierra. Su nuevo Imperio daba la vuelta al mundo. Un Imperio mucho más grande, y sobre el que tenía un control mucho más efectivo que el que cualquier emperador había tenido del Romano Germánico desde su fundación, entre otras cosas, porque los intereses de los príncipes se enfrentaban habitualmente al considerado primus inter pares. El caso de Carlos V fue uno más, aunque de una gran relevancia, dado que fueron los años en los que surgió y se comenzó a hacer fuerte la Reforma. Un modo de entender el cristianismo que, al menos doctrinalmente, se iba a extender por todo el orbe, haciéndole una sombra constante al catolicismo, y enfrentándose con él, de modos cruentos e incruentos, hasta el día de hoy.

Pero el choque de intereses imperialistas no solo se daba entre el Islam y el Catolicismo, el Catolicismo y el protestantismo, sino que entre intereses de los Estados protestantes también había conflictos, y lo mismo que entre los católicos. El más destacable, para lo que ahora nos compete, es el que enfrentaba los intereses del papado y los de España. Ambos catolicismo chocaron entre sí en diferentes ocasiones, mientras que en otras se daba una cuasi perfecta armonía. Esto sucedía dependiendo de la estrategia política que los papas elegidos para dirigir la Iglesia pusieran en práctica. Respecto de esta cuestión, reconocemos la dificultad que supone la expresión del poder político imperialista que tuvo la Iglesia, dificultad que se hace mayor al tener en cuenta que doctrinalmente estaba presente en todos los reinos católicos, que a su vez estaban enfrentados unos con otros la mayor parte del tiempo. Aunque también asociándose en diferentes momentos contra terceros (pensemos por ejemplo en la batalla de Lepanto, o previamente en las asociaciones que se dieron para llevar a cabo las Cruzadas). Esta dificultad hace que sea muy difícil delimitar las dos dialécticas mencionadas, la de la lucha de religiones, inmersa en la de Imperios.

El poder político del papado sufrió un importante espaldarazo tras el Concilio de Trento. Si había tenido algunos momentos de debilidad, esta desapareció una vez concluido el Concilio, de modo que la relevancia política del Papado fue en aumento en los dos siglos posteriores, en el XVI y en el XVII. Unos siglos en los que la Historia Universal tenía como máximo protagonista el imperio español. Incluso en los reinos en el que el protestantismo se había consolidado, la Iglesia tomaba posiciones, los más relevantes artífices de ello fueron los miembros de la Compañía de Jesús. Cuando leemos la Historia de los papas en la época moderna de Leopoldo von Ranke, atendemos a interesantes opiniones sobre el papel que jugaron los jesuitas en esos dos siglos. En Alemania llamaban a los jesuitas los «curas españoles». Unos «curas» que triunfaron en muchos lugares de la Alemania que había abrazado el luteranismo, de manera que los recuperaron para el catolicismo. Ranke señala que lo consiguieron porque los teólogos reformados hacían unas interpretaciones individualistas, además de que eran intolerantes, incluso entre ellos mismos. La fuerza del argumentario tomista que desarrollaban los jesuitas era muy superior a la de sus contrincantes.

Considerando al Papado como lo que era en la época, un Estado, debemos incidir en las diferentes características que tenía con respecto a los Estados que se habían consolidado a partir de los Reinos sucesores del Imperio Romano. En esos reinos, además del peso doctrinal que antes hemos apuntado, el Papado tenía también, aunque de un modo indirecto, peso político. En muchas de las decisiones que los reyes y miembros de la nobleza debían adoptar los participantes de las mismas eran obispos de las diferentes diócesis. Aunque muchas figuras de la jerarquía eclesial de cada reino eran miembros de familias nobiliarias, el Papado tenía con ellos hilo directo, pues él los nombraba, teniendo siempre la última palabra. Los ejemplos a los que podríamos atender son muchos, pero nosotros nos vamos a centrar solo en el caso español, que es el que nos interesa.

Este poder dentro del Estado es el que quiso cercenar Felipe II, haciendo que se doblegaran las prerrogativas del papado a estos respectos. En las discusiones del Concilio de Trento, los intereses de España los defendía el dominico Melchor Cano. Frente a este se situaban los defensores de los intereses del papa, los jesuitas, bajo las órdenes de su general Diego Laínez, que había ascendido al generalato dos años después de que Felipe II accediera al trono. Cano tenía como meta que, el reino de España, fuera el administrador de los bienes que la Iglesia tenía en su territorio, además de que pretendía que se aceptara que la elección de cargos eclesiásticos se hiciera en España, aunque tuviera después el beneplácito del papa. Al papa Pablo IV, que no estaba por la labor, no le gustó nada como Melchor Cano presentó el asunto, calificándolo de «hijo de la perdición». El argumentario de Cano dependía de la doctrina que sería posteriormente atacada por los jesuitas Juan de Mariana y Francisco Suárez, la doctrina del «derecho divino» de los reyes.

Las demandas españolas armonizaban con lo que había sucedido en el Sacro Imperio con Lutero, o en Inglaterra con Enrique VIII. La diferencia radical fue que mientras que en ambos lares se dio ruptura con la Iglesia, el hecho de que las tesis españolas no fueran las triunfadoras del Concilio, no derivó en ruptura alguna. El Imperio español siguió siendo un Imperio católico. El Imperio que llevó el catolicismo a todo el Orbe.

Así pues, lejos de que el poder del Papado se debilitara sucedió todo lo contrario. Solo el papa podía nombrar a los obispos de los reinos católicos, una potestad que era la misma que el propio Cristo había dado a Pedro, y que la tradición había mantenido a través de los siglos. La doctrina de la justificación luterana es contrarrestada, pues es la Iglesia la trasmisora del perdón, lo mismo que la que imparte los sacramentos, sin los cuales no cabe salvación alguna. Estas son, entre otras, las doctrinas que reforzó y clarificó el Concilio. Lo que no terminó de cerrarse fue el importante asunto de la infalibilidad papal, pues los monarcas de los reinos no querían que nada pudiera devaluar el control que tenían de sus territorios, el cual, tal y como apuntamos previamente, no era total, ya que todo miembro de la jerarquía política, en el lugar que fuera, tenía dos ordenamientos que atender, el de su reino y el del papa. Como vimos, esta era una de las preocupaciones del monarca español. Pero también debemos tener en cuenta que si el papa quería conseguir que se admitiera su infalibilidad era por intereses diferentes de los señalados de los monarcas. La dogmática daba a la Iglesia la llave de la solidaridad católica contra terceros, fuera el Islam o fuera el cristianismo reformado. Y este último era el más claro peligro para que la dogmática se socavara. Algo que terminó por ocurrir con el paso de los siglos Por otra parte, la definición dogmática de la infalibilidad del papa fue aprobada en 1870, en el contexto del Concilio Vaticano I, pero ese era un momento en el que ya su efectividad dejaba mucho que desear. El papado había perdido su estado, que no recuperaría hasta 1929, con los Pactos de Letrán. Y, doctrinalmente, el enemigo se había infiltrado de tal manera en la Iglesia que podemos afirmar que estaba en la antesala de la derrota que se quería evitar mediante la infalibilidad buscada.

3. Confrontación doctrinal. El neotomismo, una estrategia fallida

En otro orden de cosas, la filosofía escolástica supuso, con el paso a la Época Moderna, una visión del mundo que contrarrestaría el individualismo y el posterior subjetivismo que suponía la Reforma y que supondrían las filosofías que proliferaron en su contexto. Así pues, las doctrinas impulsadas por el cristianismo reformado y sus puntos de vista, se vieron reforzados por la filosofía racionalista que ponía el acento en la razón individual, en un sujeto pensante: sea el cogito cartesiano, o el posterior sujeto trascendental kantiano. Gustavo Bueno expresa esta importante diferencia señalando que «mientras que la escolástica española estaba implantada en un imperio universal, las doctrinas de los filósofos independientes se suponían emanadas de la razón humana, de la humanidad»{1}.

El neotomista aragonés Antonio Hernández Fajarnés observó tres periodos diferenciados en la batalla doctrinal del individualismo protestante y racionalista contra el catolicismo, tal y como podemos leer en su Discurso sobre la cuestión religiosa. Son periodos de una “moderna propaganda anticatólica” que fueron introducidos por Christian Wolff. Un filósofo que se destacó, entre otras cuestiones, por su defensa de la razón como la única instancia capaz de llevar a cabo juicios sobre la Revelación. Fajarnés caracterizará cada uno de los tres periodos por su relación con tres personajes, cada uno con un periodo diferente:

– Godovaldo Lessing. Lessing fue el responsable de la primera edición de los escritos de Germán Reimarus. Con estos escritos comienza el recorrido de una nueva herejía, que defendía que Jesucristo no era hijo de Dios sino un simple profeta que murió derrotado en la cruz. El dogma trinitario es lo que atacaban tanto Reimarus como Lessing.

– Federico Schleiermacher. Su crítica se desarrolló en sus trabajos de análisis histórico. Fajarnés señala que su racionalismo era radical, por ser todavía más subjetivo e individualista que autores que lo precedieron. Mencionando, entre ellos, a Manuel Kant, Teófilo Fichte y Jorge Guillermo Hegel

– David F. Strauss. De todas sus obras destacamos Vida de Jesús y Nueva vida de Jesús. En todas ellas, también en las que no nombramos, tal y como señala Fajarnés, quiso quitar todo el carácter sobrenatural y divino de Jesucristo. Para este autor los Evangelios son meras narraciones orales que fueron exageradas, que trasmiten solo ideas simbólicas de carácter mitológico, y que fueron escritas mucho después de la muerte de Jesús. Sostiene, por ejemplo, que San Juan evangelista era un impostor, pues no siendo uno de los apóstoles, se autodenominaba como tal.

Fajarnés también menciona otras personalidades relevantes en este ataque a la dogmática, de entre ellos destacaremos a Pedro Leroux, Ernesto Renan, Étienne Vacherot, François Laurent o Víctor Cousin. Sin penetrar en las posiciones mantenidas individualmente, vamos a atender a algunas cuestiones doctrinales, más generalistas, que caracterizaban el argumentario de estos filósofos, de religión protestante la mayoría{2}.

Así pues, debemos señalar que, sobre todo en esos mismos años en que estos autores tomaban cartas en el asunto del ataque a la dogmática católica, el protestantismo y el racionalismo iban a apuntalar dos perspectivas totalmente alejadas, pero que no por ello se oponían, tal y como reza el principio contraria sunt circa eadem. El primero implica un relativismo, el cual puede expresarse con la absurda afirmación de que «nada se relaciona con nada»;el segundo, en su particular desarrollo hacia el fundamentalismo científico (que se hará fuerte con el movimiento positivista), implicaría todo lo contrario, el monismo: «todo se relaciona con todo». La conclusión a la que llegamos, tras observar a que conducen estos dos modos de conocimiento opuestos es que ambos consiguen lo mismo, una total inoperancia gnoseológica.

El exponente máximo del monismo implicado por ambos modos de entender el mundo que tenemos ante los ojos, aunque sin menosprecio de los demás órganos sensoriales, será lo que se denominó como la «teoría del todo». Una teoría que comenzaría su andadura en el siglo XIX y que los desarrollos de la ciencia en el XX –con la teoría de la relatividad y la física cuántica– quisieron proponer como algo a definir en un futuro muy próximo. Lo que confrontaban los escolásticos era, salvando las distancias, lo que ahora confronta el materialismo filosófico de modo mucho más eficaz al conseguir una total demolición del ideario monista. El materialismo filosófico tiene la potencia crítica que le faltaba al tomismo. Una debilidad que llevaría a que, en muchos aspectos, el tomismo quedase anegado por el idealismo alemán triunfante. Los teólogos que se llevaron el gato al agua en el Concilio Vaticano II tenían como arma arrojadiza, frente a los tomistas, el kantismo. Pero no solo el kantismo, pues en la Iglesia penetraron ideas dependientes de otros autores alemanes que iremos mencionando.

Así pues, en ese tiempo –que duró hasta mediado el siglo XX– la única oposición que se presentaba ante el monismo expresado por las doctrinas protestante y racionalista era la de la filosofía escolástica. Ese monismo ya había sido puesto en escena por Renato Descartes mediante su propuesta gnoseológica. Confrontándolo, el tomismo anteponía la expresión de un pluralismo doctrinal, el de la teología dogmática. Un pluralismo que se puede reconocer en la doctrina creacionista, o en dogmas como el de la Santísima Trinidad o el de la transubstanciación. Aunque el pluralismo sea continuista, y, por lo mismo, alejado del materialismo que defiende nuestro sistema, contrasta diametralmente con el monismo que se consolidará en la filosofía racionalista. Un ejemplo de ese monismo es el expresado en el panteísmo de la filosofía de Hegel. Panteísmo que contaminaría el ideario de importantes teólogos católicos, como es el caso de los ontologistas: Vincenzo Gioberti, que en su intento de superación de Descartes cae en un monismo ontológico, o el de Antonio Rosmini, que pese a enfrentar las ideas del empirismo no pudo salir de la subjetividad que ellos mismos proponían. Por otra parte, el desarrollo del hegelianismo que supuso la filosofía de Marx también haría mella en las bases doctrinales de la Iglesia, pues la Teología de la liberación ha puesto también en un brete a la dogmática.

Por otro lado, la relativa efectividad para contrarrestar el positivismo –y el monismo doctrinal que quería imponer como visión del mundo– era que hacía suya un modo de expresar la verdad que la Revolución científica había dejado de lado (aunque no del todo, pues el neopositivismo lo recuperaría en el siglo XX). Nos referimos al modo de expresar la verdad que había encumbrado Aristóteles, la verdad deductiva. Este modo de verdad había sido la protagonista durante dos milenios, hasta que el modo de trabajar de los ingenieros en los siglos XIV y XV la desbancó. Gustavo Bueno nos ha dicho que la Revolución científica fue sobre todo una Revolución ingenieril. Esta transformación, en el modo de expresar las verdades, derivaría en dejar de lado la ciencia de Aristóteles. Este es uno de los aspectos que nos presenta la potencia del materialismo filosófico y que hace que tome distancia con el tomismo, pues consigue resituar la ciencia aristotélica, algo que el tomismo no hace, plegándose ante sus oponentes en este aspecto también, o al menos no clarificando su posicionamiento doctrinal. La lógica aristotélica, que emana del desarrollo de la geometría que se dio en Grecia previamente, no puede desecharse pues no se opone a la ciencia que está tomando posiciones de modo imparable, sino que se incorpora a ella. Veamos como:

Bueno clasifica las ciencias en cuatro acepciones o modulaciones (tomamos lo que sigue de su libro ¿Qué es la ciencia?: 1) La ciencia como «saber hacer», que es el «arte» en su sentido técnico; 2) La ciencia como un «sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios». Esto es lo que Aristóteles entendía por ciencia, en su obra Segundos analíticos. En su desarrollo tomó el modelo que derivaba de «las construcciones geométricas de Teudio y otros geómetras»; 3) La ciencias en un sentido estricto, lo que podemos denominar como «ciencias positivas». Son las ciencias que tienen un sentido fuerte o estricto. La geometría se reinterpreta sin desechar su sentido formal, de manera que esa segunda acepción se recupera para la tercera sin negar su anterior sentido. Esto se consigue al ser reinterpretada desde la teoría del cierre categorial, pues no hay dicotomía entre ciencias formales y fácticas. La ciencia, en esta acepción, pasa a primer plano a partir del siglo XVIII. 4) Y, por último, las denominadas desde hace un puñado de décadas como «ciencias humanas»{3}.

Tal y como estamos diciendo, el modo de expresar la verdad de la geometría, que es el que imperaba en los siglos previos a la consolidación de las ciencias positivas, no puede despreciarse. Pensemos en como Platón, previamente a que Aristóteles lo fijara doctrinalmente, ya expresaba argumentos silogísticos. La defensa de la symploké, es un caso paradigmático: no es posible que nada se relacione con nada, y tampoco que todo se relacione con todo, de modo que no todo se tiene que relacionar con algo. Con este razonamiento silogístico, denominado «disyuntivo», Platón define la symploké. Un modo de razonar que no queda destruido, sino asumido pues, como ya hemos referido, no hay verdades de los hechos y verdades formales, tal y como expresaba la tradición. Tampoco es aceptable la solución kantiana de los juicios sintéticos a priori. Lo que hay es una suerte de modulaciones de la verdad que no están desconectadas todas entre sí, pues es lo que niega el principio de symploké platónico, asumido por el materialismo filosófico. Verdades que tendrán que ser consideradas en cada uno de los casos estudiados (en contextos técnicos, científicos, tecnológicos, o de las diversas «ciencias humanas».

La Iglesia iba a sufrir la pérdida de poder temporal y doctrinal. El socavamiento de ambos derivó de los avatares que ya hemos mencionado, pero que comenzaron a declinar la balanza a partir del siglo XVIII: la Ilustración en ese siglo, y toda una panoplia de movimientos filosóficos y científicos en el siguiente. En el colofón del siglo XVIII el papa Gregorio XVI se enfrentó a los que trataban de introducir en la Iglesia las doctrinas que defendían los enemigos de la Iglesia. Estos recibieron el nombre de novatores.  El texto con el que se enfrento a ellos llevaba por título Il trionfo della Santa Sede e della Chiesa: contro gli assalti dei novatori combattuti e respinti colle stesse loro armi. La metodología argumentativa presente en todo el texto era la deducción geométrica aristotélica.

Como hemos señalado todas estas doctrinas iban a derivar en un socavamiento de la dogmática católica, que solo tenía un instrumento intelectual capaz de oponerse a los argumentos de unos enemigos que solo buscaban su destrucción. Este instrumento era el tomismo, un sistema filosófico del que, los sistemas filosóficos elaborados en la Época Moderna y en la Contemporánea, han aprovechado muchas de sus ideas, de tal manera que sin ellas su potencia se vería tan mermada que su carácter de verdadera filosofía se habría visto incluso anulado. Pese a la gran relevancia que tuvo y sigue teniendo este sistema filosófico, inaugurado por Santo Tomás, la llamada de algunos papas para organizar el rearme doctrinal calló en saco roto. Se consiguieron algunos logros de importancia pero que debemos catalogar de efímeros, pues el papel de la escolástica hoy día está relegado. Las diferentes peticiones de rearme doctrinal que se dieron, por parte de algunos pontífices, son las que vamos ahora a mencionar.

En la época imperial española, a la filosofía desarrollada sobre todo en la Escuela de Salamanca, se le había dado el nombre de neoescolástica. Pues bien, desde mediados del siglo XIX se volvió a utilizar este calificativo para el rearme señalado. Un calificativo que era sinónimo de neotomismo. Un hito importante en el impulso de este neotomismo fue la encíclica Aeterni Patris, escrita y publicada en 1879, por el papa León XIII. Pero ya en 1864, el papa Pío IX había llamado enormemente la atención con la suya, que llevaba por título Quanta cura, y a la que le acompañaba, el famoso apendice Syllabus errorum. Allí, el pontífice, enmarcaba con todo rigor los errores que la Iglesia debía confrontar –en número de ochenta– si esta quería retomar su protagonismo en el mundo, y de los que podemos destacar los siguientes: el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo, el socialismo, el comunismo, y el que denominaba como el «mayor error del siglo», el liberalismo. En 1907, el papa elevado a los altares, Pío X, propondría en su famosa encíclica Pascendi Dominici gregis, la confrontación con unos enemigos que ya estaban en el seno de la Iglesia y que calificó como «modernistas». Estos modernistas eran una serie de obispos y sacerdotes, de entre los que destacaba el sacerdote y teólogo francés Alfredo Loisy. Estos habían introducido el modo de entender reformado de los dogmas. Loisy, en concreto, defendía que los dogmas eran meros símbolos cambiantes. También introducían un modo diferente de entender el hombre, que según señalaban era el único artífice de esos dogmas, y de su cambio en el tiempo, de su «evolución» (con la introducción de esta idea atendemos a la contaminación cientificista de la doctrina católica). Esta transformación era posible mediante el encumbramiento de la subjetividad humana, que el kantismo había elevado a las cotas más altas imaginables, que es en las que está en la actualidad. La llamada de este papa a una recuperación del tomismo, mediante esta encíclica, era clara y concreta, pero la repercusión de esta llamada no tuvo mucho eco. Con todo, se crearon en todo el mundo algunas escuelas para desarrollar y fomentar el neotomismo, de entre las cuales destacamos la de Lovaina, en Bélgica, la de Milán, en Italia, la de Laval, en Canadá, o la de Washington, en los Estados Unidos de Norteamérica. Por último, vamos a destacar la encíclica de Pío XII, escrita en 1950, Humani generis, la cual es una reafirmación y recapitulación de lo que había expresado san Pío X en la encíclica mencionada.

Debemos, sin embargo, reconocer que si la de san Pío X no tuvo los frutos que este papa esperaba, la de Pío XII fue menos eficaz, pues solo una década después esa estrategia quedaría demolida por el último Concilio convocado por un papa, por Juan XXIII, el Concilio Vaticano II. El efecto de este fue un total desarme doctrinal frente a las doctrinas que habían ido haciéndose fuertes en el seno de la Iglesia, y que tenían como cometido el mismo impulsado por la Reforma: debilitar, hasta destruir, tanto la jerarquía eclesial como a su más importante arma doctrinal: la dogmática.

La Iglesia, a día de hoy, está protestantizada. Y nuestra pregunta, ya recurrente –pues puede leerse la reseña al libro de Gabriel Calvo Zarraute, “De la crisis de fe a la descomposición de España” (El Catoblepas 2022, 201:15)– es: ¿quién la desprotestantizará?




El tomismo, cima de la dogmática cristiana

Francisco José Delgado Martín

1. Introducción

El día 18 de julio de este 2023 se cumplen 700 años de la canonización de Santo Tomás, un acontecimiento que tiene mucho que ver con lo que trataré de comunicar en esta breve presentación. He de referirme a este hecho porque al hablar de la evolución y situación actual de la dogmática cristiana desde la Reforma creo que es importante explicar cómo se llega al punto desde el que se desencadenará la progresiva disolución de la dogmática católica, que nosotros presentamos como un elemento de la protestantización de la Iglesia.

La canonización de Santo Tomás es un acontecimiento central en esta historia. Para entenderlo será necesario explicar cómo se desarrolla el tomismo y, desde ahí, cómo el tomismo transforma definitivamente la dogmática cristiana.

2. Origen de la escuela tomista

Santo Tomás vive una situación muy particular como gran Maestro de Sagrada Doctrina en el s. XIII. En esta época de enorme desarrollo de la dogmática y de la institución universitaria en la que se cultiva, los grandes maestros generan escuelas con discípulos que transmiten y defienden sus doctrinas. Así tenemos a San Alberto Magno, del cual será discípulo el mismo Santo Tomás, aunque no se le considere dentro de la escuela de los «albertistas»; también estará San Buenaventura, que marcará una corriente dentro de la escuela franciscana donde se gestarán muchos de los opositores del Doctor Angélico. Santo Tomás, en cambio, no tendrá discípulos directos reconocidos, sino que se dedicará a investigar, impartir lecciones y escribir en una vida que, además, no será tan larga como la de otros maestros.

La originalidad de Santo Tomás y su perspectiva particular a la hora de desarrollar la Sagrada Doctrina –que es una ciencia algo más amplia de lo que hoy llamamos «dogmática»– le llevará a recibir distintas condenas por parte de las autoridades eclesiásticas. Ya en 1270 hay algunas primeras proposiciones señaladas por el obispo de París, Esteban Tempier, responsable eclesiástico de la Universidad de la que Santo Tomás fue profesor en distintas etapas de su vida. Esas proposiciones se dirigen directamente contra los aristotélicos radicales, también llamados averroístas, pero algunas de ellas son muy próximas a tesis enseñadas por Santo Tomás. De hecho, a veces se unirán a esas tesis algunas enseñadas literalmente por el Aquinate, como queriendo hacerlo partícipe de la misma condena. En 1277, ya fallecido Santo Tomás, se publicará una amplia lista de proposiciones atribuidas a «Siger de Brabante, Boecio de Dacia y otros»{4} y condenadas por la autoridad del mismo Tempier. También es relevante que el obispo de Canterbury, Robert Kilwardby, dominico como Santo Tomás, se unió a la condena de Tempier.

Uno de los opositores de Santo Tomás, Guillermo della Mare, de la escuela franciscana, intentó dirigir estas condenas contra Santo Tomás en su Correctorium fratris Thomae (dos ediciones: 1277 y 1279) y esto provocó una polémica entre las dos órdenes. Así se genera un movimiento de defensa de la doctrina de Santo Tomás, especialmente entre los dominicos, que dará origen a la escuela tomista.

Es llamativo, por tanto, que el tomismo nazca prácticamente como un movimiento de defensa contra los ataques de los que lo consideran heterodoxo por estar contaminado de aristotelismo. La realidad que se irá observando es que las escuelas franciscana y agustiniana, principales opositoras al tomismo, serán fundamentales en la generación de los movimientos protestantes –Lutero era un agustino que se consideraba del «partido» nominalista, de origen franciscano–, mientras que la escuela tomista acabará siendo fundamental en la respuesta católica a la doctrina protestante.

En todo este proceso, decía al inicio, marca un punto de inflexión la canonización de Santo Tomás, porque elimina las dudas sobre la ortodoxia del Doctor Angélico, haciendo más fácil su defensa en el marco de una controversia de escuelas. La orden dominicana se compromete en pleno a defender las enseñanzas del Aquinate, aunque esto no significa que todos los dominicos fueran tomistas.

3. La novedad de la doctrina tomista

Esta situación de lucha polémica se explica por la novedad que supone el tomismo dentro de la teología católica. La teología medieval se basa sobre todo en recoger las tradiciones de los Santos Padres, que comentan la Sagrada Escritura, tratando de resolver mediante la razón los conflictos que surgen entre las distintas interpretaciones patrísticas. Pedro Abelardo en su Sic et non había desarrollado un método a tal efecto que desembocaría en la quaestio medieval, utilizada generalmente por los maestros del s. XIII en adelante. Santo Tomás se encuentra con el problema de introducir la filosofía aristotélica en el método teológico, algo que había sido intentado fallidamente por los averroístas, pero que parecía necesario para poder formar un cuerpo de enseñanza que se pusiera al nivel del avance científico que se estaba produciendo en la naciente Universidad.

Pero entender a Santo Tomás como un mero aristotélico católico sería un error, porque en él confluye también una tradición neoplatónica importantísima, sobre todo a través de Dionisio Areopagita que, aunque estaba ya presente en la teología católica, no había llegado a ocupar el lugar que tiene en el tomismo. La confluencia en el tomismo de lo verdadero de las dos corrientes filosóficas, aristotélica y neoplatónica, en el marco de la Revelación sobrenatural transmitida y comentada por los Santos Padres, es lo que va a llevar a lo que considero más importante de la teología dogmática tomista (y es delicado explicar esto en el marco de un congreso de filosofía materialista) que es la defensa de un Dios más metafísico.

Este Dios más metafísico defendido por Santo Tomás y los tomistas es consecuencia de la doctrina del esse ut actus, que permite entender a Dios como Ipsum esse per se subsistens, fuente de todo ser, toda actualidad y toda perfección en un orden de Causa Primera que lo sitúa en un plano distinto al de todos los demás entes que participan del esse. Esta doctrina es fundamentalmente filosófica, pero tendrá enormes consecuencias para la dogmática.

Los franciscanos, más «tradicionales» en este sentido, van a mantener una noción de ser que consiste en la actualización real de una esencia meramente posible, es decir, la mera existencia. Esta concepción hace más difícil explicar la distinción entre Dios y las criaturas, porque el ser (la existencia en este caso) de Dios y de las criaturas parecería realizarse en el mismo plano metafísico.

Por ejemplo, una de las proposiciones condenadas en 1277 por el obispo Tempier y que fue enseñada así por Santo Tomás, era que «quia intelligentie non habent materiam, Deus non posset facere plures ejusdem speciei»{5}, es decir, que Dios no puede crear ángeles (llamados «inteligencias» en filosofía) numéricamente distintos pero iguales en especie, dado que los ángeles no tienen materia. Santo Tomás, efectivamente, afirma que los ángeles son totalmente inmateriales frente a la escuela franciscana de San Buenaventura que seguía el error (desde el punto de vista tomista) de Avicebrón, que enseñó que los ángeles tienen un tipo de materia incorpórea. Santo Tomás defiende la absoluta inmaterialidad de los ángeles porque entiende que las operaciones intelectuales, propias de este tipo de entes, requieren absoluta inmaterialidad{6}. Esto implica que, siendo la materia el principio de multiplicación numérica de las sustancias dentro de una misma especie, cada especie angélica sólo podría tener un individuo y sería imposible, incluso para Dios, crear múltiples ángeles de la misma especie. Pero los franciscanos no insisten en la existencia de una materia incorpórea porque fueran materialistas, dado que para ellos Dios sí es absolutamente inmaterial, sino porque al no defender la distinción real de ser y esencia en las criaturas, una de las tesis tomistas más importantes, no quedaría tan clara metafísicamente la distinción entre el Creador y las criaturas. El único plenamente inmaterial para San Buenaventura y muchos de sus discípulos –algunos, como Duns Scoto, se opondrían a su maestro– sería Dios, mientras que la composición hilemórfica, que implica la materialidad, sería la propia de las criaturas. Para Santo Tomás, en cambio, la simplicidad divina es mayor que la mera inmaterialidad, porque ser el Ipsum esse per se subsistens lo coloca, de manera clara, en un plano distinto del de las criaturas.

Vemos que condena de la tesis antes mencionada se sitúa en el plano de la defensa de la omnipotencia divina. Y ésta va a ser una cuestión fundamental, porque para las escuelas franciscana y agustiniana el conflicto continuo entre Dios y la realidad creada va a suscitar muchas situaciones en las que se pone en juego la cuestión de la omnipotencia. La tendencia voluntarista de estas escuelas, que será tan influyente en el protestantismo y en la modernidad, hará que los teólogos se centren en la defensa de un Dios ilimitado frente a una realidad que parece limitar la potencia divina. Pero este problema viene, en la mayoría de los casos, porque la estructura metafísica de la realidad que defienden no les permite separar convenientemente a Dios de las criaturas.

4. Crisis del tomismo y origen de la Reforma

Este tipo de conflictos son los que estallarán con la Reforma protestante desde el punto de vista de la teología. Para los reformadores, entre distintos elementos que parecen afirmarse en la teología –fe y razón, fe y obras, gracia y mérito, Escritura y Tradición, &c.–, es necesario elegir uno de los extremos: el que representa generalmente la defensa de la primacía divina frente a las realidades creadas. En sentido inverso, en la posterior controversia De auxiliis entre católicos, los partidarios de Molina tratarán de defender el papel de las criaturas libres, «amenazadas» por la omnipotencia divina. Desde el punto de vista tomista todas estas controversias no suponen un problema, porque nunca Dios, situado en un plano superior metafísico de Causa Primera, entra en conflicto con las causas segundas.

Las escuelas franciscana y agustiniana van a ir derivando progresivamente por el nominalismo al voluntarismo y acabarán desembocando en la Reforma protestante. Lutero es nominalista y odia a Santo Tomás. No solamente lo odia, sino que lo desprecia como representante del bando «perdedor» en un viejo conflicto en el que los tomistas fueron prácticamente eliminados del mundo académico.

Desde la segunda mitad del s. XIV el tomismo ira desapareciendo progresivamente debido a distintos factores. Las crisis propias del siglo, como el Cisma de occidente o la peste negra provocarán una crisis general en el mundo universitario. Las mismas polémicas entre las escuelas tomista, nominalista y agustiniana irán causando también un clima de escepticismo en el mundo académico, favoreciendo a la vía moderna nominalista, más eficaz para resolver problemas prácticos y adecuada al espíritu del momento. El conciliarismo, que florecerá en este momento, es de naturaleza nominalista y se opone directamente a la defensa que el tomismo hace del primado del Papa. La cuestión de la Inmaculada, que estalla en las últimas décadas del s. XIV, terminará con la expulsión de casi todos los dominicos de la universidad, lo que hizo que casi todas las cátedras fueran ocupadas por los nominalistas.

En el s. XV comienza un cierto renacimiento del tomismo, con teólogos muy importantes, como Juan Capreolo, llamado princeps Thomistarum. Estos teólogos van a volver a poner el tomismo en alza en la Universidad de París, siendo este tomismo el que, a través de Francisco de Vitoria, llegará a España y a la Universidad de Salamanca. La escuela tomista de Salamanca será al inicio una escuela abierta, en la que todavía se dan muchas trazas de nominalismo –el maestro de Vitoria, Pedro de Bruselas, se «convirtió» al tomismo desde el nominalismo– y enseñanzas de otras escuelas del momento. La centralidad de Santo Tomás y, particularmente, el establecimiento de la Suma Teológica como texto fundamental para la enseñanza de la Sagrada Doctrina, y no sólo en las cátedras tomistas, hará que se vaya desarrollando en Salamanca una escuela más genuinamente tomista entre los discípulos de Vitoria.

5. El Concilio de Trento y el triunfo del tomismo

En el Concilio de Trento, convocado como respuesta a las doctrinas de los reformadores, la doctrina de Santo Tomás va a tener un protagonismo absoluto. Responsables de esto van a ser fundamentalmente los teólogos españoles, tanto salmantinos como jesuitas. No es que la teología de Santo Tomás sea canonizada explícitamente por el Concilio, es decir, no se presenta como autoridad a la hora de definir una doctrina dogmáticamente, pero la doctrina tomista aparece continuamente en las definiciones conciliares, sobre todo en los puntos más atacados por los protestantes como la doctrina de la justificación, la Eucaristía y los demás sacramentos, &c.

La certificación del protagonismo de la doctrina tomista en el Concilio vendrá en 1567, cuando San Pío V proclame Doctor de la Iglesia a Santo Tomás o, siendo más preciso, eleve su culto litúrgico a la misma categoría de los cuatro Doctores de la Iglesia latina que se reconocían hasta el momento. La justificación para esto, como explica el mismo Papa en la bula Mirabilis Deus, era el papel de la doctrina tomista en el Concilio de Trento, que había permitido liberar a la Iglesia de los errores de los reformadores{7}.

A partir de este momento, la dogmática católica queda marcada por el tomismo y su realización política será la constitución del Imperio Español como un «imperio tomista», pues asume la doctrina de Santo Tomás como la base de la concepción de la sociedad, del gobierno y del mismo universo. La mentalidad española del tiempo del Imperio se hace incompatible así con la mentalidad protestante y por esto la lucha contra el protestantismo es fundamental, no sólo como cuestión religiosa o de culto, sino porque ataca de raíz las bases de la construcción hispana.

Un ejemplo de esto será el concepto del gobierno. El poder de Dios, en la postura tomista que describíamos antes, no se opone en modo alguno al gobierno de los hombres. No entra en conflicto con él porque Dios gobierna inmediatamente todos los ámbitos de la realidad debido a su causalidad metafísica. El gobierno de los hombres no puede ser de esta manera, sino que se rige por el principio «a más extensión, menor intensidad», de modo semejante al orden conceptual de la lógica aristotélica. El gobierno de Dios, en cambio, es de tipo trascendental. Así el emperador no es una suerte de representante o delegado de Dios en la tierra, como empezará, en cambio, a entenderse el gobierno en el ámbito protestante.

Pienso que desde esta cima que supone la teología española del s. XVI se puede entender mejor la evolución, en el sentido de la protestantización y corrupción, que progresivamente ha ido afectando a la teología dogmática católica hasta nuestros días.  




Decadencia y pervivencia del tomismo desde el siglo XVII a nuestros días

Gabriel Calvo Zarraute

Antecedentes y protagonistas

En la controversia de auxiliis acerca de la causalidad divina, de su moción sobre las causas libres, acerca de si la gracia divina puede mover al sujeto a poner un acto humano libre{8}; concurren además de distintas escuelas de pensamiento filosófico-teológico, múltiples factores políticos y pasiones humanas. Durante este siglo se hará patente el deterioro de la filosofía: desde la plenitud medieval con la gran síntesis elaborada por Santo Tomás en el siglo XIII, pasando por la escolástica decadente del siglo XIV-XV. Lo que abonará el terreno en el que surgirá en el siglo XVII la grave crisis filosófica de la modernidad, marcada por la escisión ser-pensar{9} propia del racionalismo.

El renacimiento del tomismo se produjo durante los siglos XV y XVI, pese al extendido ambiente antiescolástico de la «vía moderna». La filosofía aristotélica perfeccionada por Santo Tomás se impone por su abrumadora superioridad, por la verdad que tan evidentemente muestra a causa del esfuerzo intelectual del pensamiento lógico y metafísico. Es entonces cuando se consolida la gran escuela de seguidores de Santo Tomás, a los que hay que atribuir en gran parte la fisionomía del tomismo durante siglos:

a) Los comentaristas italianos como Ferrariense y Cayetano.

b) El dominico belga Pedro Crockaert, maestro de Francisco de Vitoria.

c) Posteriormente, los discípulos de Vitoria: Domingo Soto, Melchor Cano, Domingo Báñez, Bartolomé de Carranza, Juan de Santo Tomás, &c.

Principio de la decadencia

Después del esplendor intelectual del siglo XVI, durante el siglo XVII comienza una prolongada decadencia en los estudios de la Iglesia del pensamiento tomista, que se agudiza durante el siglo XVIII y alcanza hasta la histórica restauración iniciada por León XIII (el papa más tomista de la historia de la Iglesia), con la encíclica Aeterni Patris (1879). No obstante, en ningún momento llega a extinguirse el aprecio al Aquinate, particularmente entre los dominicos y otras órdenes religiosas como los benedictinos, carmelitas o los pasionistas{10}; así como en las universidades de Salamanca, Lovaina y París. En los años previos a la restauración tomista de León XIII se cultiva el pensamiento tomista:

a) En Italia, unos pocos jesuitas con una influencia muy menor: Liberatore, Taparelli (inventor del concepto de justicia social), Curci, Cornoldi{11}. Y que no logran sacudirse del todo el eclecticismo filosófico tan propio de la Compañía de Jesús.

b) En España, también un reducido grupo en torno al dominico y cardenal primado de Toledo, Zeferino González (1831-1894){12}.

Las orientaciones filosóficas de los jesuitas siempre fueron de lo más variado. Desde Francisco Suárez (1564-1617) con sus Disputaciones metafísicas, se crea una escuela filosófica propiamente jesuítica, de acomodación a la época moderna, aunque de intención realista o antisubjetivista. Pero discrepante de la filosofía de Santo Tomás en cuestiones capitales{13}. Por ejemplo. En la concepción suareciana del ente como lo que tiene esencia real o apta para existir, deriva una metafísica esencialista para la que la existencia del ente queda reducida a una especie de modo contingente o accidental que le adviene a la esencia. Por el contrario, el actus essendi es capital en la filosofía aristotélico-tomista{14}. El influjo de Suárez ha sido muy extenso hasta mediados del siglo XVIII. De sus Disputaciones metafísicas se publican no menos de 19 ediciones entre 1597 y 1751, 8 de ellas en los territorios germánicos. Fueron estudiadas por Descartes, Leibniz, Vico, Grocio, Wolff, &c., y en la contemporaneidad por Heidegger{15}.

Puede afirmarse que durante dos siglos Europa, tanto la parte católica como la protestante, aprendió la metafísica a través de Suárez, aunque ésta haya sido utilizada para elaborar un pensamiento muy distinto, más que continuada según su misma inspiración. Se trata del proceso de Hazard{16} denomina «la pérdida de Dios» y cuyas etapas son las de la época moderna. La modernidad consiste en el paso de una situación fundada en el cristianismo, con la idea de Dios en la base de todas las ciencias, con un derecho divino, una moral religiosa, un sistema sacramental fundado en los dogmas y la teología, a otra situación totalmente distinta, donde Dios queda sustituido por la sola razón humana. Dios deja de ser el horizonte mental del hombre, lo divino deja de ser objeto de la consideración y de la ciencia. Se produce la exclusión de Dios de las disciplinas intelectuales, lo que supone la progresiva secularización de las creencias.

La ontología de Descartes a Leibniz es sólo la primera etapa del alejamiento del puente ontológico que une al hombre con Dios. Con el idealismo germano, particularmente a partir de Kant, se termina por perder a Dios en la razón especulativa, al declarar inviable la prueba ontológica. Por consiguiente, desde Ockham hasta el idealismo está en marcha el apartamiento de Dios que se pierde para la razón teorética. Es cierto que, los franciscanos ingleses, Escoto, Ockham y Bacon, han establecido las bases de la física nominalista y han preparado el camino, por una parte, a la ciencia natural moderna{17}, de Galileo a Newton, y por otra a la filosofía que ha de culminar en el racionalismo de Descartes a Leibniz. Pero el proceso moderno pasa necesariamente por el esquema intelectual de las Disputaciones metafísicas de Suárez, donde se constituye la metafísica en una disciplina independiente de la teología, autónoma y sistemática.

Fuerte influjo de Descartes en los estudios eclesiásticos

Consecuencia de la prescindencia de Santo Tomás en la Compañía de Jesús fue el hecho de la dispersión y disparidad de criterios en los colegios jesuitas de Francia, de los que, curiosamente, provendrán gran número de los más importantes enciclopedistas. «En filosofía las facultades de los colegios, por lo general, se alinearon en contra de la influencia cartesiana que había afectado tanto al pensamiento francés. Pero Malebranche, que dio cierto tinte religioso y forma literaria atractiva a las nociones corrientes de filosofía, suscitó gran simpatía entre muchos jesuitas. […] Las Congregaciones generales de los jesuitas en 1687, 1696 y 1706 expresaron preocupación por el impacto sobre la escolástica de los autores modernos y proscribieron un cierto número de proposiciones. Sin embargo, en las tesis impresas en los colegios de la Compañía de Jesús y en los apuntes dictados en clase, que defendían las “ideas claras y distintas” como normas de certeza y que con asidua diligencia evitaban términos escolásticos tales como “forma substancial”, estaba presente el espíritu del distinguido alumno de la Fléche»{18}.

El influjo de Suárez y del racionalismo cartesiano en el catolicismo fue decisivo debido a la creciente preeminencia de la Compañía de Jesús en la vida de la Iglesia, por lo que durante tres siglos pervivió una filosofía escolástica ecléctica hasta la época del concilio Vaticano II (1962-1965){19}. De ella provendrán a su vez las dos corrientes teológicas que protagonizaron los debates de dicha asamblea conciliar, y que se caracterizan, bien por la relativización del tomismo, en su versión moderada o neoconservadora, o bien por su repulsa en bloque, en la versión abiertamente protestantizante: 

a) El ala moderada de la Nouvelle theologie, influenciada por la filosofía moderna, especialmente por la fenomenología{20} y el personalismo; se caracteriza por su eclecticismo filosófico, y su representante principal es el jesuita De Lubac. Particularmente, una de sus notas características se cifra en la oposición entre la patrística, influida por el neoplatonismo, a la escolástica, en mayor o menor grado de matriz o inspiración aristotélico-tomista. Su órgano de expresión fue la revista Communio, y postula una teórica «continuidad», entre el Vaticano II y el catolicismo tradicional anterior a 1965 en virtud de la unidad del sujeto{21}, pero no de la doctrina.

b) El ala radical de la Theología moderna, se encuentra representada por el jesuita Rahner, que reduce la teología a antropología en virtud de sus referentes filosóficos: i) Kant; ii) Hegel; iii) Heidegger. Así se produce el decisivo giro o «inversión antropológica»{22}, en un sentido antropocéntrico y secularizador, que desde 1962 ha marcado tan decisivamente a la Iglesia en todos sus planos. Su órgano de expresión fue la revista Concilium, y postula la ruptura entre el catolicismo tradicional y el Vaticano II, definido como un «nuevo Pentecostés», que habría dado paso a una nueva Iglesia y a una nueva religión diferentes e iniciadas en 1965.

Del ala radical de la Theologia moderna provendrá la «Teología de la liberación» marxista{23} (de origen germano) y su variante edulcorada, de la «Teología del pueblo»{24}. Corriente más populista y menos apologista de la violenta que la anterior, y de la que participa plenamente el papa Francisco (formado en las tesis de Rahner, que son omnipresentes entre los jesuitas desde finales de la década de 1950), con distintos matices propios de la idiosincrasia del peronismo montonero{25}. A causa de su implantación en toda Iberoamérica, la «Teología de la liberación» y la «Teología del pueblo» han sido decisivas, de cara a la protestantización masiva de las poblaciones antaño abrumadoramente católicas{26}. Además de resultar decisivas en la voluntad de los cardenales que eligieron al papa Francisco en 2013, por el peso de la Iglesia en la América hispana.

Tras el Vaticano II, el tomismo fue recluido a unos limitados círculos intelectuales sin la menor influencia en la Iglesia institucional u oficial. No obstante, con el innegable ahondamiento de la crisis de la Iglesia al paso de las décadas, y la consiguiente devastación del patrimonio doctrinal católico, la fuerza del tomismo presencia un desapercibido resurgir en la actualidad en un creciente cultivo en todos los continentes. Sus promotores y divulgadores provienen, principal pero no únicamente{27}, del tradicionalismo católico unido a la antigua liturgia romana. El auge de esta corriente abre perspectivas esperanzadoras a fin de la recuperación del pensamiento tomista, como instrumento imprescindible para:

a) El restablecimiento de la armonía razón-fe en la Iglesia, donde en su lugar se ha implantado fuertemente: i) el voluntarismo nominalista; ii) el fideísmo irracional; iii) el positivismo jurídico.

b) La articulación de una alternativa filosófica católica al mundo moderno en estado terminal, esto es, la posmodernidad; con su ideología del fundamentalismo democrático y el racionalismo simplista propio del pensamiento Alicia{28},  que Gustavo Bueno diseccionó brillantemente.

——

{1} Gustavo Bueno, El mito de la derecha, 2008, págs. 207.

{2} Renan se había educado como  católico, pero sus lecturas de Kant, Hegel y otros autores le hicieron tomar distancia de su educación originaria

{3} Se denominan como «ciencias» por extensión de la tercera acepción de ciencia. Psicólogos, historiadores, filólogos, economistas o politólogos han reconstruido los campos de sus especialidades para adecuarlos a los de las ciencias positivas, encumbrando lo que antes eran «campos tradicionalmente reservados a los informes de los anticuarios, de los cronistas, a los relatos de viajes, a las descripciones geográficas o históricas, a la novela psicológica o a las experiencias místicas» (Gustavo Bueno, ¿Qué es la ciencia?, Pentalfa, Oviedo 1995, p. 14).

{4} Henricus Denifle, O.P. (ed.), Chartularium Universitatis Parisiensis, v. I: Ab anno MCC usque ad annum MCCLXXXVI, Parisiis: Ex typis Fratrum Delalain, 1889, p. 543.

{5} Denifle, Chartularium…, p. 548.

{6} Cf. STh I, q. 50, a. 2, co.

{7} Cf. Angelus Maria Walz, «San Tommaso d’Aquino dichiarato dottore della Chiesa nel 1567», en: Angelicum 44 (1967/2), 145-173.

{8} Se trata de la gracia previniente. En la polémica no se discute acerca del concurso entre la gracia concomitante y el acto humano libre. Se trata de saber si hay premoción física, si la gracia previniente mueve al acto libre y lo hace, habiendo dos tipos de gracia previniente distintas: i) la gracia eficaz; ii) la gracia eficiente. A la primera, según Domingo Báñez, no puede oponerse el hombre, y no obstante es libre pues obra libremente, en cambio, a la segunda sí. Además de si se trata de una moción física, o sea de causa eficiente, o si se trata de moción moral. Para una mayor profundización véase, Gerhard Scheemann, Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo, Pentalfa, Oviedo 2015; Cornelis van Riel, Contribución a la historia de las Congregaciones de auxiliis, Pentalfa, Oviedo 2016.

{9} Cf. Francisco Canals Vidal, Historia de la filosofía medieval, Herder, Barcelona 1992, 281-306.

{10} Cf. P. G. M. Manser, La esencia del tomismo, CSIC, Madrid 1947, 74.

{11} Cf. Roger Aubert, Historia de la Iglesia, Edicep, Valencia 1974, vol. XXIV, 216; Teófilo Urdánoz, Historia de la filosofía, BAC, Madrid 1975, vol. V, 608 y 638.

{12} Cf. Hubert Jedin (Dir.), Manual de historia de la Iglesia, Herder, Barcelona 1978, vol. VII, 874.

{13} Para un estudio detenido recomiendo la obra sobresaliente, Leopoldo Prieto, Suárez y el destino de la metafísica. De Avicena a Heidegger, BAC, Madrid 2013.

{14} Cf. C. García Extremeño, voz Tomismo en GER, vol. XXII, 570-573. Tampoco faltan autores que no dudan en afirmar «el aristotelismo cristiano como forma de la tradición occidental», Rocco Buttiglione (Ed.), Cristianismo y cultura europea, Rialp, Madrid 1992, 19.

{15} Cf. Teófilo Urdánoz, Historia de la filosofía, BAC, Madrid 1975, vol. III, 486.

{16} Cf. Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), Pegaso, Madrid 1941, 247.

{17} Cf. Etiénne Gilson, La filosofía en la Edad Media, Gredos, Madrid 2007, 570.

{18} William Bangert, Historia de la Compañía de Jesús, Sal Terrae, Santander 1981, 373.

{19} Para un adecuado conocimiento imparcial de las ideas y los protagonistas que se dieron cita en la asamblea conciliar véase, Roberto de Mattei, Concilio Vaticano II. Una historia nunca escrita, Homo Legens, Madrid 2018.

{20} Que afirma la imposibilidad de profundizar en la naturaleza y causa de las cosas.

{21} Cf. Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, 22-12-2005. No se trata de un matiz de una importancia menor, pues supone que la doctrina católica puede violar el principio de no contradicción, lo que equipara el modus operandi de la Iglesia más al de un partido político (para el que lo importante es la existencia, por lo que debe adaptarse a sus votantes-clientes), que al de una sociedad fundada para un fin sobrenatural (para la que lo importante es la salvaguarda de la esencia que le ha sido transmitida por Dios, no las opiniones humanas). No obstante, el pontificado de Benedicto XVI intentó resaltar la continuidad entre el Vaticano II y la Iglesia anterior en el aspecto litúrgico, especialmente con la recuperación de la Misa tradicional (Motu proprio Summorum Pontificum, 7-VII-2007).

{22} Cornelio Fabro, La aventura de la teología progresista, EUNSA, Pamplona 1976, 114.

{23} Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Documentos 1966-2007, BAC, Madrid 2008, 325.

{24} Cf. Gabriel Calvo Zarraute, De la crisis de fe a la descomposición de España. Crónica y análisis del camino hasta la situación actual, Homo Legens, Madrid 2021, 619.

{25} Un consumado experto en el personaje y en la materia, Antonio Capponeto, “No lo conozco”. Del Iscariotismo a la Apostasía, Ediciones Detente, Buenos Aires 2017; De Perón a Bergoglio. El catolicismo excomulgable, Bella vista Ediciones, Buenos Aires 2019.

{26} Cf. Ricardo de la Cierva, La hoz y la cruz. Auge y caída del marxismo y de la teología de la liberación, Fénix, Toledo 1996, 429.

{27} Cf. Eudaldo Forment, Historia de la filosofía tomista en la España contemporánea, Encuentro, Madrid 1998, 47.

{28} Cf. Gustavo Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las Maravillas, Temas de hoy, Barcelona 2006, 19; El fundamentalismo democrático. Democracia y corrupción, Pentalfa, Oviedo 2022, 23.

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