El Catoblepas · número 205 · octubre-diciembre 2023 · página 11

Las ideas de patriarcado y machismo
Alberto Font Gallardo
Prolegómenos para una crítica materialista

Antes de introducir al lector en la materia de este artículo, son necesarias unas pertinentes advertencias preliminares. Esta breve aportación, de extensión y ambiciones limitadas, se encuadra en el marco de un trabajo de investigación actualmente en curso que analiza y cubre muchos conceptos e ideas presentes en el artículo, y presuponen un cierto conocimiento de la filosofía conocida como materialismo filosófico, desarrollado por el filósofo español Gustavo Bueno Martínez (1924-2016) a lo largo de varias décadas de prolífica producción intelectual. El artículo, por tanto, no podrá abundar, por razones obvias de limitación espacial, en la explicación de algunos conceptos clave de la complejísima arquitectura filosófica de Bueno, por lo que, en su lugar, se remitirá al lector, cuando sea oportuno, a trabajos y conferencias del autor que desarrollan oportunamente algunas de las ideas y términos aquí brevemente esbozados. Con la paciente venia del lector, se procederá a un limitado pergeño de dos ideas importantes desarrolladas en el decurso de la antedicha tesis de investigación, que esperamos publicar en un futuro no excesivamente lejano.
Trataremos, introduciendo ya la sustancia del artículo, de esbozar unos prolegómenos para la crítica de las ideas filosóficas de machismo y patriarcado desde las coordenadas del materialismo filosófico. De consuno, la definición de dichas ideas filosóficas implica, asimismo, el conocimiento y comparación de teorías históricas que asuman, implícita o explícitamente, la ejercitación de tales ideas. Pero puesto que el abanico de teorías al respecto, especialmente desde las distintas disciplinas de las ciencias sociales, desborda desmesuradamente los propósitos del presente artículo, optamos por una selección representativa de dos teorías contrapuestas, y por las cuales deberemos tomar partido, siguiendo la dinámica dialéctica del materialismo filosófico. Las obras reseñadas, que creemos, como decimos, representativas de dos formas distintas, e incluso contrarias, de entender las ideas de machismo y patriarcado, son las siguientes: por un lado, La creación del Patriarcado, de la historiadora feminista Gerda Lerner (1920-2013), autora de un auténtico best seller de los estudios de género y obra esencial de la historiografía feminista en particular; por otro lado, Deshumanizando al varón, original ensayo del también historiador Daniel Jiménez que se inscribe en una reciente ola de estudios denominados a veces masculinistas.
Esta primera parte expositiva o analítica se propone la tarea de examinar y clasificar ambas teorías desde las propias coordenadas del materialismo de Bueno, procediendo a la trituración de alguna de las ideas contenidas en ellas, siempre que las consideremos de una potencia explicativa inferior a la teoría que propondremos desde nuestras propias coordinadas materialistas. Esta trituración filosófica, tal como la llamaba a menudo Bueno (es necesario puntualizarlo), no implica una «enmienda a la totalidad» o una crítica de rodillo grueso sobre dichas teorías, sino que la entendemos como la pars destruens o el momento analítico que solo puede entenderse como tal atendiendo al envés dialéctico que representa el segundo momento, el sintético, configurado como pars construens, en la elaboración de una teoría alternativa que separe los elementos insatisfactorios de las teorías examinadas de los netamente aprovechables mediante el ejercicio de una filosofía crítica.
¿Pero qué entendemos por «filosofía crítica»? Nos adherimos a la definición que proporciona Gustavo Bueno en una de sus obras fundamentales{1}: la filosofía crítica en el sentido en que ya la desarrolló Platón como sistemática y dialéctica, puesto que ha de escoger entre un sistema total de alternativas apagógicas y combatir aquellas que se oponen a una serie de supuestos de naturaleza 1) científico positiva, y de naturaleza 2) moral y ética, evidencias todas ellas que tienen que ver con saberes históricamente articulados, por modestos que ellos sean, pero sin renunciar a una pretensión de universalidad que impugne el relativismo moral (una forma de filosofía exenta). «Evitaremos, de este modo, esas fórmulas utópicas que pretenden definir la filosofía a través de los conceptos, en el fondo, psicológicos, tales como “filosofía es el amor al saber”, o la “investigación de las causas primeras”, o el “planteamiento de los interrogantes de la existencia”. En su lugar, diremos: filosofía es “enfrentamiento con las Ideas y con las relaciones sistemáticas entre las mismas»(la cursiva es nuestra).Enfrentamiento con las ideas que supone una toma de partida por una de las alternativas, y en referencia a las cuales no caben síntesis ni eclecticismos armónicos que remitan a una «filosofía exenta». Esto quiere decir, siguiendo a Bueno, que{2}la filosofía tiene que circunscribirse a un locus temporal o un presente concebido como parámetro de la relación (entre educación y filosofía, según el ejemplo que da). Este presente puede ser formal (reducido a los límites borrosos pero cercanos de una generación, la mía) o bien material (y, por tanto, epocal, en la medida en que delimito un presente histórico en marcha). La pregunta por el lugar de la filosofía no podrá hacerse desde cualquier perspectiva al margen de esta determinación histórica (que conlleva una infinidad de variables de tipo sociológico, científico, técnico, político, etc., definibles) que se pregunte por el ser en general de las cosas sin considerar a su vez el presente desde el que se piensa ese presente. La pregunta por la filosofía no puede hacerse al margen de las roturaciones sucesivas que las ciencias o las técnicas han desarrollado a través de una progresiva mayor conceptualización del mundo, y de sus partes formales y materiales:
No es posible ya mirar “ingenuamente”, como si las estuviéramos descubriendo por primera vez, a las estrellas, a las ruinas, a las lenguas, a las otras culturas. […] Nosotros, salvo que practiquemos la poesía, no podremos hablar ingenuamente del agua como lo hacía Tales de Mileto; el agua de nuestro mundo está conceptualizada por la ciencia física y química, y solo a través de sus conceptualizaciones podemos hoy regresar hacia las Ideas que con el agua estén vinculadas.{3}
Por ello habrá que distinguir esta perspectiva «exenta» respecto del presente como tipo A (aquella que considera la filosofía como un saber que se liga inmediatamente al hombre y como preexistente a toda actividad en su estructura, aunque se conceda que su génesis pueda darse en un contexto histórico determinado: posee una sustantividad que la convierte en saber de primer grado), del tipo B como una filosofía «inmersa en el presente» (aunque desde ella pueda llegarse a rebasar dicho presente: es la filosofía como saber de segundo grado). No es posible una síntesis unitaria de ambas en una perspectiva superior, «hay que tomar partido por una de las dos».
Expuesta brevemente la teoría de Bueno sobre su idea de una filosofía crítica (en oposición a las filosofías exentas), se hace necesario ahora pasar a una distinción de no menor calado para los objetivos de este artículo: la diferencia entre moral y ética, que Bueno plantea en multitud de trabajos. Esta distinción es de gran pertinencia, por cuanto la usaremos más adelante para desarrollar nuestra teoría acerca de la naturaleza divergente de los roles sexuales asignados a hombres y mujeres dentro del marco de la familia patriarcal. La discusión de las nomenclaturas aquí utilizadas, como «familia patriarcal», «roles sexuales» o incluso «machismo», no es ahora de relevancia, sino que las supondremos propedéuticamente conocidas por el lector: su definición, y la de otras muchas ideas «oscuras y confusas» del debate público actual, queda pendiente para futuros trabajos. Por ahora, procuraremos otorgar una breve introducción a la interesante distinción de Bueno, como ya señalamos, de la moral y la ética, distinción que siempre se da por supuesta desde las cátedras universitarias y aun de los medios de comunicación que vulgarizan las doctrinas emanadas de aquellas. Utilizaremos para ello dos aportaciones de Bueno de las muchas que podrían servir de material. En una de ellas{4}, Bueno discute las diversas acepciones de ética y moral. En cuanto a la primera, descarta las ideas confusas de la ética como obra que tiene por fin el «bien» (moral o ético) o como operación psicológica dada en función de una «conciencia» que daría por comprendida oscuramente el bien que dice buscar; tampoco encuentra aceptable la definición de ética como «tratado o libro de la moral» por la redundancia de la definición, que solo consigue desplazar el problema sin solucionarlo. Ataca especialmente la distinción entre ética y moral, la más común entre estudiantes y profesores de filosofía moral, tomada de Aranguren y sus discípulos, según la cual la ética vendría a ser la «reflexión» filosófica de un conglomerado de normas, ejercitadas de forma inconsciente casi siempre por una masa de sujetos, que denominamos moral, lo que de forma indirecta implica suponer la existencia de un sacerdocio ético («comunidad ética» la denomina), que serían los profesores de ética y filosofía moral, y que ejercerían su benigno magisterio sobre la masa ignorante.
Ahora bien, tal distinción, además de peligrosa, sigue sin resolver la cuestión de su definición, en la medida en que la definición dada por Bueno de la ética (y de la moral) no tendría que ver tanto con la fuerza de obligar (de una «conciencia» o del «bien supremo» platónico), sino con el objeto mismo de las normas morales y éticas. Y esto por la sencilla razón de que la conocida distinción de Aranguren escinde artificialmente dos órdenes distintos: uno, el ontológico, propio de las normas morales, y otro, el gnoseológico, propio de la ética, encargada de reflexionar o filosofar sobre el campo empírico dado de las diversas normas morales. Esta fractura no es defendible desde el materialismo de Bueno, para quien el campo de referencia de la ética es antes ontológico que gnoseológico{5}, de acuerdo con la acepción que ya Heráclito usa (fragmento 250, «el carácter» [como disposición heredada del sujeto operatorio] del hombre es su demonio), solo de su acepción primaria ontológica puede derivarse la acepción gnoseológica (como teoría que recoge dicho contenido antropológico). Pero el campo de referencia de la moral, de acuerdo con Cicerón, también es ontológico, aunque en lugar de ir referido a la disposición de carácter de los individuos, está referida a la gens, a los grupos. De ahí que no tenga operatividad objetiva, por «prioridad lógica» (no solo filológica), la distinción entre moral y ética como ocupando espacios disyuntos: la «ética» (espacio gnoseológico) no es el tratado de la «moral» (espacio ontológico), sino que ambos, ética y moral, están referidos a unos contenidos objetivos, ontológicos, que desbordan lo gnoseológico.
Tampoco es operatoria la definición de ética como deber ser contrapuesto al ser:
Sencillamente, existen muchos contenidos del deber ser que no son éticos, por ejemplo, el deber de acudir a filas en caso de guerra, el deber de disparar o arrojar bombas contra el enemigo. Y no entramos aquí en la cuestión misma de la distinción entre el ser (el ser humano, su naturaleza, sus instintos, su curso histórico) y el deber ser. Pues solo cabe oponer el ser y el deber ser, en el sentido consabido, cuando se da por supuesto que el ser que determina histórica, social, política o religiosamente a los hombres, no es ya, él mismo, un deber ser. De donde resultará que la oposición entre el ser y el deber ser es una mera distinción escolar, que ha pasado a formar parte, como un dogma, de la sabiduría de la “comunidad ética”, pero que no es otra cosa sino un modo encubierto de oponer un deber ser a otro deber ser (por ejemplo, un deber ser ético a un deber ser moral o político).{6}
La definición materialista de la ética parte, no del terminus a quo (su génesis o finis operantis: conciencia autónoma, conciencia divina, etc.), sino del terminus ad quem (su objetivo o finis operis). Las normas éticas serían para Bueno, por tanto,
la salvaguarda de la fortaleza de los sujetos corpóreos, en la medida en que ello sea posible, y por los procedimientos que estén a nuestro alcance, por ejemplo, mediante la medicina, definida ella misma como una profesión de naturaleza ética. Pues aquello que es universal a todos los hombres, y que establece relaciones de conectividad entre ellos, es precisamente el cuerpo humano. Y al vincular las normas éticas a la salvaguarda de la vida corpórea de los sujetos humanos, desvinculamos el campo de la ética del campo de la conciencia.{7}
En consecuencia, una infidelidad, por ejemplo, solo contraviene a la ética si su conocimiento público daña la fortaleza del otro; si permanece oculto, será solo una desviación moral (respecto de la fidelidad conyugal). Pero Bueno reconoce que las normas éticas, por su carácter de universalidad conexa abstracta, están sometidas a una dialéctica externa (frente a otras normas políticas o morales) y a una dialéctica interna, como en el caso de la norma de la defensa de la vida propia frente a la del agresor, la separación de dos hermanos siameses (siempre que suponga la muerte de uno de los dos) o la elección entre la vida de una madre o del feto.
De toda esta argumentación se deduce que entre imperativos éticos y morales no hay una convergencia mutuamente armónica{8}, sino que pueden intersectar en una medida no menor en que pueden también entrar en conflicto, en función precisamente de su dialéctica interna, no conmensurable, que es atributo mismo de la vida social, respecto de la cual los sujetos se ven compelidos a normas y deberes opuestos que no pueden resolverse siempre mediante consenso o apelaciones a una supuesta conciencia moral o ética. La naturaleza disarmónica, cuando no polémica, de las normas sociales (morales, políticas y éticas) no encuentra una amable excepción en la dialéctica interna desarrollada asimismo en el seno del sistema de roles sexuales asignados a hombres y mujeres en las sociedades antiguas y actuales. Las normas que rigen el sistema de valores, actitudes y comportamientos de ambos sexos no confluyen en una multiplicidad aséptica y armonista de intereses que solo «exteriormente» o como fruto de una violencia exógena (una construcción socioideológica, por ejemplo) vendría a transformar ese fondo común de intereses compartidos ab origine (¿Adán y Eva repartiéndose equitativamente los frutos espontáneos del Edén?). Por el contrario, el desarrollo de las sociedades históricas implica ya la prexistencia, previa a los sujetos individualizados, de normas e imperativos a menudo en pugna entre sí, y en cuya definición entran exigencias de orden alimentario, económico, material, político, etc. En otras palabras, el horizonte de valores de hombres y mujeres no puede definirse de un modo lisológico, asumiendo que ambos sexos operan según un grado participativo similar en normas morales y éticas. Nuestra tesis, la adelantamos aquí, es que un sexo (el masculino) siempre se ha regido por imperativos morales, mientras que el otro sexo (el femenino) se adecuaría a exigencias éticas, con independencia de numerosas intersecciones comunes entre ambos horizontes. Esta teoría la desarrollaremos más adelante, pero ahora surge la necesidad previa de reseñar las obras antes citadas, siguiendo la estructura que indicamos unos párrafos atrás.
Empezaremos por La creación del patriarcado. Publicada originalmente en 1986 por la historiadora austríaco-estadounidense Gerda Lerner, se convirtió rápidamente en uno de los Evangelios del feminismo teórico occidental. Trataremos de demostrar en nuestra crítica cómo, empero, los fundamentos gnoseológicos de la obra no pasan el filtro de una teoría materialista del patriarcado, y que, a pesar de la abundancia de material empírico y documentos con que la autora riega su texto, las interpretaciones e inducciones que deriva de tal material historiográfico son, en su mayoría, de un valor dudoso. El lector sabrá disculpar por ello la abundancia y prolijidad de citas, a fin de exponer mejor las tesis de la autora y someterlas a crítica.
Comienza la autora con la aseveración{9} de que no ha habido realmente ningún matriarcado originario (según las ideas de Bachofen y Engels) en que las mujeres detentaran, no sólo una parcela tan o más importante que los hombres en cuanto a estatus, sino también «el poder de definir y controlar el comportamiento sexual de los hombres» (como veremos, esta afirmación es falsa desde la óptica de una historiografía más reciente), es decir, definiendo el matriarcado como un reflejo del patriarcado. Sí existieron (y existen) sociedad matrilineales o matrilocales en que la mujer tiene un papel político y económico relativamente importante, pero siempre subordinado a la jefatura o el liderazgo político o espiritual de un hombre (como ocurre con los iroqueses). Empero, no puede llamarse matriarcal a una sociedad humana que otorgue poder a la mujer sobre algún aspecto de la vida pública, o en aquellas en que gocen de un status relativamente alto. Y hasta aquí podríamos estar parcialmente de acuerdo con Lerner, siempre que maticemos que el poder de jefatura político no es necesariamente equivalente al poder familiar detentado por un cabeza de familia. Sin embargo, Lerner asimilará una acepción del poder a la otra, confundiéndolas y oscureciendo la discusión.
El ensayo de Lerner se encamina a establecer una genealogía del patriarcado hollando los orígenes de la propiedad privada y del poder de las ciudades-Estado mesopotámicas. Se adhiere a las tesis de una buena parte de la historiografía decimonónica y de principios del siglo XX, según las cuales:
Aproximadamente en el momento en que la caza y recolección o la horticultura dan paso a la agricultura, los sistemas de parentesco tienden a pasar de la matrilinealidad a la patrilinealidad, y surge la propiedad privada. […] Engels y quienes le siguen creen que la propiedad privada aparece primero, ocasionando 'la histórica derrota del sexo femenino'. Lévi-Strauss y Claude Meillassoux opinan que es el intercambio de mujeres el que origina finalmente la propiedad privada.{10}
Consideramos, no obstante, que la teoría de Bueno sobre el origen del Estado da mejor cuenta del proceso histórico que Lerner describe. Esta teoría la ha expuesto Bueno en multitud de trabajos{11}, y supera las teorías del marxismo clásico: la idea central es que la propiedad privada es consecuencia de la apropiación del territorio, por tanto, de la dominación de otros grupos humanos que ocupaban anteriormente el territorio o contra potenciales grupos humanos hostiles. Pero esta dominación conlleva la guerra, y con ella un grado de organización de las sociedades implicadas que necesita ya la especialización del hombre en tareas militares (probablemente por su experiencia objetiva en la caza), y con ello una división de tareas por sexos que ya incluiría el intercambio de mujeres. Por lo demás, la afirmación por parte de la autora de la prexistencia de sociedades matrilineales antes de este proceso de apropiación del territorio es completamente gratuita (cupiera la posibilidad de que estas sociedades ya fueran patrilineales). La tesis de Meillassoux de que la vulnerabilidad de las mujeres en el momento del parto hacía preciso este comercio de mujeres, o su obtención forzosa, originando una cultura guerrera que validara institucionalmente esta «cosificación» atenta contra la misma tesis de la Lerner, pues entonces habría que retrotraer esa cultura guerrera y el concomitante proceso de «cosificación» de la mujer a un tiempo pretérito inidentificable, porque esa supuesta fragilidad femenina es anterior a cualquier determinación cultural (la guerra, el patriarcado, etc.), debido a su base antropológica o biológica, no histórica. Por último, la idea misma de «cosificación» es completamente metafísica, pues supone que se puede considerar «cosa», en la misma escala que la arcilla, una piedra o una lanza, a un sujeto operatorio como es la mujer, que participa de instituciones netamente antropológicas (y no de relaciones mineralógicas, o químicas). ¿Acaso el empleo de mano de obra esclava, o los sacrificios rituales, de hombres muy a menudo, no son otras tantas especies de cosificación?
Lerner acierta al afirmar:«La primera división sexual del trabajo, por la cual los hombres cazaban los animales grandes y las mujeres y niños practicaban la caza mejor y recolectaban, parece provenir de las diferencias biológicas entre ambos sexos.{12}» Encontramos insatisfactoria teoría de Marvin Harris ("Why Men Dominate Women"{13}) de que la «especialización en la caza por el hombre surgió de su formación guerrera», y que esta especialización del trabajo que dio paso a su actividad guerrera explica la supremacía masculina. Hay que darle la vuelta a esta explicación constructivista de la división por sexos del trabajo: es la necesidad de la actividad cazadora del hombre, y el cuidado de la mujer al infante los tres primeros años («la capacidad femenina de amamantar a los niños») el que explica esta división, y no un cambio en los roles (que partiría además de una base metafísica: ¿acaso antes de la gran caza el ser humano se alimentaba de la recolección sin distinción de sexo y en un estadio armonioso sin división del trabajo?). Lerner adopta una perspectiva funcionalista para esta (incide) primera división sexual del trabajo: «los grupos que aceptaron e institucionalizaron una división sexual del trabajo funcional tenían más posibilidades de sobrevivir».
Hasta aquí, podríamos decir, el realismo de Lerner, que hace ciertas concesiones a la Biología como base parcial de la división no enteramente constructivista de los roles sexuales. Como el título del libro indica, existe una segunda división del trabajo, ya no dada a una escala etológica o zoomórfica, sino plenamente histórica, que coincide con la creación del patriarcado. La autora estudia el primer periodo mesopotámico, desde el edicto de Urukaginda hasta el ruego de Kunshimatum, y a pesar de la existencia constatable y permanente de mujeres de alta alcurnia en los templos, en palacio, en las transacciones comerciales, en los rituales religiosos, e incluso en la vida política (podían divorciarse, conceder créditos, tener grandes propiedades para sí mismas, incluidos cientos de esclavos a su orden), concluye lo siguiente:
las mujeres empezaron a verse a sí mismas, de una forma realista, como dependientes de los hombres. […] Lo que aquí contemplamos es el nacimiento de una serie de relaciones de poder en las que algunos hombres adquirieron poder sobre otros hombres y sobre todas las mujeres. […] Las mujeres, incluso las más seguras, de alta cuna, y con confianza en sí mismas, se veían como personas que dependían de la protección masculina. Este es el mundo femenino del contrato social: las mujeres, a quienes se les niega una autonomía, dependen de que se las proteja y han de luchar todo lo que pueden por sí mismas y sus hijos.{14}
El hecho de que las reinas, esposas, hermanas, familiares y concubinas reales dependiesen de la protección del rey ya la hace suponer que se está tejiendo una distribución del poder por sexos equiparable a la de la clase. No repara en que esas mujeres de gran poder también tenían un poder incomparablemente superior al del resto de mujeres, y de la totalidad de los hombres con excepción del rey. Que este siempre tuviese la última palabra en materia de nombramientos o distribución es solo una diferencia de poder más nominal o titular que material y objetiva (se sigue gobernando sobre el 99'99 % de los habitantes en ambos sexos).
La discusión historiográfica continúa: «Con el típico enfoque androcéntrico, Patterson (Slavery and social Death) incluye a las mujeres esclavas bajo el genérico “él”, hace caso omiso de la prioridad histórica de la esclavización de las mujeres y por ello descuida la importante diferencia implícita en la manera en que hombres y mujeres experimentan la esclavitud.{15}» Pareciera un detalle insignificante resaltar que esa «importante diferencia (la esclavización femenina más temprana y en mucha mayor proporción)», «con el típico enfoque ginocéntrico» de la autora, si utilizamos su misma retórica, descansa sobre el hecho, convenientemente poco subrayado, de que a los hombres cautivados por botín de guerra no se les esclavizaba como a niños o mujeres, sino que directamente se les asesinaba brutalmente (a muchos de los que sobrevivían se les cegaba para que no fueran una amenaza y se les forzaba a trabajar en el campo).
La nueva especialización entre hombres y mujeres trae consigo una jerarquía de valores dual y asimétrica, basada, respectivamente, en la propiedad y el dominio sobre el cuerpo (sexual):
La jerarquización entre los hombres partía de las relaciones de propiedad e iba reforzada por la fuerza militar. En el caso de las mujeres, su lugar dentro de la jerarquía estaba mediatizado por el estatus de los varones de quienes dependían. Abajo de todo se encontraba la esclava, de cuya sexualidad disponían los hombres poderosos como si de una mercancía comerciable se tratara; en el medio, la concubina esclava, cuyas prestaciones sexuales podían suponerle un ascenso en la escala social [cosa que no sucedía con los esclavos, salvo escasas excepciones, como los eunucos], la concesión de algunos privilegios y la obtención de derechos hereditarios para sus hijos; y arriba de todo, la esposa, cuyos servicios sexuales a un solo hombre le permitían contar con propiedades propias y derechos legales. Un poco más por encima de la esposa figuraban mujeres excepcionales que, en virtud de su virginidad y servicios sexuales, disfrutaban de unos derechos por otra parte reservados a hombres.{16}
Opera en esta clasificación de Lerner un reduccionismo metodológico de naturaleza monista, por el cual los hombres se rigen «por relaciones de propiedad» y de producción (dada su involucración en el campo económico, diríamos), y las mujeres por sus relaciones sexuales (íntimas y domésticas, «privadas», por oposición al dominio público de las relaciones económicas, que a su vez se conectan con las políticas, jurídicas, etc.). Pero este esquema es insolvente desde el mismo momento en que se constata que las mujeres libres también tienen los mismos derechos a comerciar con y detentar esclavos (varones y mujeres), y tienen una participación en la vida económica y productiva igual al de los hombres de su clase. Ese sistema de clases no puede sostenerse, por tanto, ni definirse, por la involucración exclusiva en el campo económico de los varones, porque entonces habría que redefinir dicho campo (una sociedad donde las mujeres no pudieran ser propietarias de nada no mantendría una capa basal, en los términos de Bueno, tal como aquí se la reconoce). Y de nada sirve conceder que, aunque dicha involucración femenina en el campo económico existe, su jerarquía está determinada esencialmente por su papel sexual, porque ese papel sexual (reproductivo en el fondo) también es exigido a los hombres en alguna otra manera (que esta exigencia sea asimétrica respecto de la mujer no invalida la objeción: un hombre necesitaba mantener con buena salud a sus esposas, concubinas, esclavos e hijos, y de él se esperaba poder engendrar para sostener el peculio familiar; la «opresión» no desaparece en el hombre, por necesidad objetiva, ni en la mujer, si dejamos de lado el concubinato en las clases más altas). Tampoco distingue la autora el valor sexual del valor reproductivo, antes bien: los confunde. Pero estaba claro que casi toda la población veía en las relaciones de parentesco una funcionalidad reproductiva (económica, por su relación con la capa basal), pero no así ocurre con las relaciones sexuales (por propio placer), reservadas a unos pocos individuos de clase alta, y cuya relevancia era anecdótica en sociedades preindustriales como la mesopotámica, la egipcia o la china. Solo con la revolución sexual del anticonceptivo en los años 60 del siglo XX podrá desvincularse lo reproductivo de lo sexual, e incluso darle preminencia lo segundo (como demuestra el descenso de la natalidad en Occidente poco después de la introducción de este método anticonceptivo).
No dejaremos de citar este fragmento, que condensa todos los tópicos de los estudios de género:
El vínculo entre ambas condiciones [de esclavo y de mujer] consistía en que todas las mujeres habían de aceptar como un hecho reconocido el control de su sexualidad y sus procesos reproductivos por parte de los hombres [sic] o de las instituciones que ellos dominaran. La libertad de las demás mujeres, que nunca fue la libertad de los hombres, dependía de la esclavitud de algunas mujeres y estuvo siempre limitada por su movilidad y su acceso al saber y a las profesiones. A la inversa, para los hombres el poder estaba conceptualmente relacionado con la violencia y la dominación sexual. El poder masculino depende tanto de disponer de los servicios sexuales y económicos de las mujeres en la esfera doméstica como de poder ejercer y demostrar su poderío militar. La diferencia entre clases y razas, que se manifestaron ambas por primera vez en la institucionalización de la esclavitud, radica en el lazo inextricable de la dominación sexual y la explotación económica manifiesta en la familia patriarcal y el estado arcaico.{17}
De aquí deriva la teoría de que el poder económico que detentan los hombres como bloque monolítico y sustantivo (aunque en realidad sólo unos pocos hombres, pero se toma la parte por el todo) viene dado por su relación con la dominación sexual histórica sobre la mujer, que tiene su expresión límite en la violación, no tanto por su potencial amenazador a la integridad física, como su efecto disuasorio en el orden simbólico. La violación sería entonces la cúspide visible de una pirámide jerarquizada que articula la subordinación femenina al varón a través del control de su sexualidad, y cuyas intersecciones medias y bajas serían la esclavización y el rapto como botín de guerra, el concubinato, los matrimonios concertados, el control del «honor» basado en la virginidad, el tabú del incesto, etc. La autora parece recoger implícitamente la tesis antes mencionada de que la misma existencia del hombre, y por tanto la mera capacidad virtual de ejercer violencia sexual, es la condición y causa de la dominación histórica sobre la mujer, porque sobre ella siempre penderá la amenaza perpetua y omnímoda de la violación, real o simbólica. Del patriarcado como creación histórica se pasa al patriarcado como amenaza metafísica, anterior a toda institución, porque siempre estará supuesta dicha amenaza en el dimorfismo sexual. Que las mujeres aceptaran este orden tanto o de mayor grado que los hombres hasta fechas tempranas solo parece explicarlo la autora por una cuestión de «conciencia», por un «percatarse» de su verdadera opresión de género que hasta entonces habría permanecido oculta ante millones de mujeres. Ideas como las de «subordinación», «dominación», «opresión», no tienen sentido al margen de las coordenadas materiales del presente, algo en lo que la autora no repara, trasladando dichas ideas milenios atrás para dar cuenta retrospectivamente de dicha «opresión» sistemática, que habría de perpetuarse durante esos milenios hasta el despertar de la «conciencia feminista» (y volvemos a la validación de una «filosofía exenta»). Pero esta conciencia sólo existe supuesto todo ese largo proceso en marcha. No puede hablarse de una «opresión» o «dominación» en bloque, hipostasiada, de la mujer en oposición a los privilegios sexuales y económicos del hombre cuando el sistema que valida dicha opresión o dominación es aceptado comúnmente por hombres y mujeres, para beneficio de algunos hombres y mujeres en perjuicio de otros hombres y mujeres. Solo desde las coordenadas gnoseológicas actuales puede considerarse que el dicho sistema perjudique en bloque a un sexo y beneficie a otro, distinción que tiene mucho de metafísica.
Volvamos a Lerner: ¿cuál es, a ojos de la autora, el fundamento explicativo de este sistema de jerarquía dual, en el que el hombre desempeña un papel axial como vector, consciente o no, de «explotación»? Aunque admite una interpretación histórica y materialista (evolucionista) del papel del hombre en estas sociedades, se decanta más por una interpretación psicologista:
Se puede defender fácilmente que aquellas tribus que no preparaban hombres dotados para la guerra y la defensa acababan con el tiempo sucumbiendo ante las tribus que promovían dichas aptitudes entre sus hombres. Ya se han planteado otras veces estos argumentos evolucionistas, pero aquí estoy abogando también a favor de un argumento psicológico basado en el cambio de las condiciones históricas. La formación del ego en el varón, que puede haberse producido en un contexto de miedo, temor y quizás aprensión ante la mujer [!], debe de haber conducido a los hombres a crear instituciones sociales que animaran sus egos, fortalecieran la confianza en sí mismos y respaldaran el sentido de su propia valía.{18}
El patriarcado es, ante todo, una excreción mental encaminada a reforzar el «ego» del varón sobre la mujer por su aprensión en ella, basada en la idea freudiana del temor del niño pequeño al poder de vida y muerte de que estaba dotado la madre en estos estadios precivilizatorios. Las determinaciones materiales, biológicas y técnicas son una causa secunda subordinadas a esta explicación psicologista: cita a varias psicoanalistas feministas como Nancy Chodorow o Adrienne Rich; otras, como Susan Brownmiller, sugieren que la capacidad del hombre para violar implica ya la propensión (concepción androcéntrica de violación, por otro lado) a violar, base del poder masculino; Elizabeth Fisher relaciona domesticación y dominación sexual, defendiendo que la «brutalidad» masculina y su institucionalización tiene como base la domesticación animal: las mujeres son objetos domesticables como los animales; Mary O'Brien explica que las instituciones de dominación se deben a la incapacidad de tener hijos del hombre (una inversión de la teoría freudiana del complejo de pene de la mujer).
Como se constatará, la mayoría de estas teorías solo pueden hallar su fundamento último en la fuerza de la analogía: en concreto, la que equipara a la mujer a la bestia domesticada. Pero la fuerza del argumento solo puede descansar sobre el impacto emocional que puede sugerir una equivalencia tan extravagante. Y definir las instituciones humanas como “superestructuras” que recubrirían, en realidad, una potencia (capacidad de la agresión masculina) o una carencia (de concebir hijos) de corte psico-fisiológicas coquetea con la fantasía sociohistórica.
Lerner también incluye en su teoría su propia «filosofía de la religión», si es permisible el etiquetado. Sostiene:
El poder de la Virgen María radica en su capacidad de apenas a la misericordia divina; proviene de ser madre y del milagro de su concepción inmaculada. No tiene poder por sí misma, y las fuentes de las que proviene su poder para interceder la separan irremisiblemente de las demás mujeres. [Pero] la diosa Ishtar y otras diosas como ella tenían poder por derecho propio. […] Una no puede evitar mostrarse sorprendida ante la contradicción entre el poder de la diosa y las crecientes restricciones sociales sobre las vidas de la mayoría de mujeres de la antigua Mesopotamia.{19}
Esa sorpresa solo se mantiene cuando se supone la afirmación gratuita de que las restricciones sociales a las mujeres fueron a más a medida que aumentaba el poder del estado arcaico y se cumplía el tránsito desde las sociedades prestatales. Que el poder privado de los cabezas de familia, que tenían un poder importante sobre las mujeres (de su familia), fuera más benigno y una mayor concesión a ellas que el que posteriormente tuvo el poder político y jurídico (como en el periodo neoasirio) es otra creencia basada en la ideología de la autora. Al no disponer de un marco gnoseológico fuerte, confunde el eje circular del espacio antropológico (en términos de Bueno: las relaciones de unos hombres con otros hombres) con el eje angular (las relaciones entre hombres y númenes): traslada a las diosas (númenes: Ishtar, la Virgen) características típicamente humanas (y sexuales), y de ella deriva la consecuencia de que la posición de la Virgen en el cristianismo es de una «supeditación» ante el Dios (al que, por alguna razón, se le atribuye un sexo masculino). Pero es que ambos ejes (el circular y el angular) son inconmensurables, aunque puedan tener sus conexiones. Ni Dios, ni la Virgen, son sujetos operatorios con órganos sexuales. Suponer en ellos las mismas diferencias que separan al hombre y a la mujer es no entender el campo religioso y relegarlo al de una manifestación sublimada de las relaciones en el eje circular. También le llama la atención a Lerner la transición de «diosas poderosas» en el politeísmo a un único Dios masculino en el cristianismo, eso siempre que se suponga que las relaciones numinosas femeninas del campo angular en el cristianismo fueran más débiles o inexistentes en relación con sus sociedades políticas de referencia, que en el caso de la Mesopotamia politeísta. Y también que se suponga que este cambio se debe a la transformación y desarrollo del patriarcado, que hunde sus tentáculos de forma cada vez más permanente y fuerte en todos los aspectos de la vida social, suposición de carácter lineal, evolucionista y reduccionista (¿tenía acaso menos derechos políticos una abadesa del siglo XV que una naditum consagrada a Marduk en el 1500 a.C.? ¿No aseguraba, por ejemplo, el código de Hammurabi, y otras compilaciones posteriores, una posición más estable y más derechos, tanto a hombres como mujeres, a medida que el poder estatal y las leyes regulaban aspectos que antes quedaban fuera de la ley y más proclives a la marginación?). Lo cierto es que el mayor grado de abstracción logrado en las religiones de tercer grado (monoteísmo) respecto de las de segundo grado (politeísmo) contradicen las tesis de la autora: si en estas los dioses aún tienen comercio sexual con sus sacerdotes y sacerdotisas y hay un elemento claramente sexual y reproductivo en ellos, en aquellas Dios ya no tiene un sexo definido, ni mantiene comercio sexual (salvo algunas formas de mística muy sublimada): es el ser en general, fuera del tiempo, un Dios que se piensa a sí mismo, alejado de la carne y de la mundanidad del sexo.
Continúa con su crítica a la religión androcéntrica:
A la cuestión de “¿quién trajo el mal y la muerte al mundo?”, el Génesis responde: “la mujer en su alianza con la serpiente, que representa la libre sexualidad femenina”. Acorde a esta manera de pensar está que se debería excluir a las mujeres de la participación activa en la comunidad de la alianza y que el símbolo de esa comunidad y de ese pacto con Dios deberá ser un símbolo masculino [¿la circuncisión?]. El desarrollo del monoteísmo en el Libro del Génesis supuso un paso enorme de los seres humanos hacia el pensamiento abstracto y la definición de los símbolos con carácter universal. Es un trágico accidente de la historia que este avance se produjera en una sociedad y bajo unas circunstancias que reforzaron y reafirmaron el patriarcado. Así es que el proceso de creación de símbolos ocurrió de tal modo que marginó a las mujeres. Para estas, el Libro del Génesis representó su definición como criaturas diferentes en esencia a los hombres; una redefinición de su sexualidad como beneficiosa y redentora solo dentro de los límites fijados por el dominio patriarcal; y por último el reconocimiento de estar excluidas de representar de forma directa el principio divino […]. Este es el momento histórico en que muere la diosa madre y se la sustituye por el Dios padre y la madre metafórica bajo el patriarcado [sic].{20}
Salvo que esa diosa madre omnipresente, poderosa por encima del hombre y con una "sexualidad libre" simbolizada por la nefanda serpiente que precipita la Caída es una elaboración teórica de los siglos XIX y XX, basada en la obra del mitólogo Bachofen. Sin recursos arqueológicos (y sobre todo escritos) fiables es imposible determinar si la existencia de miles de estatuillas y representaciones «ginomorfas» sean testimonio material de dicho culto desplegado por todo el Creciente fértil y Europa (según la teoría arqueológica de Gimbutas y otros). Vemos además en la autora una redefinición de los mitos semíticos interpretados de tal forma que cuadren con la interpretación lineal feminista: la historia de una caída desde las estructuras de pensamiento ancestrales de una diosa madre que cultiva felizmente la sexualidad en un mar de símbolos andróginos (pero a la vez sin una clara distinción de los sexos, asumida gratuitamente en estas sociedades paleolíticas y neolíticas) hacia la consolidación de un Dios patriarcal, masculino, que excluye a la mujer progresivamente de su mitología y centraliza el poder y el culto en su persona. Omite la autora otras posibles interpretaciones que invalidan esta teoría ginocéntrica y tienen en cuenta las sociedades políticas arcaicas de referencia inmersas en un proceso de construcción histórica, cuya inteligencia es pareja a la de los procesos técnicos y materiales que condicionan dicho proceso: por ejemplo, que la serpiente no representaría un idílico símbolo de «la libre sexualidad femenina» situada in illo tempore, o en el horizonte de esas sociedades recolectoras cuya esperanza de vida no llegaba a los 30 años en las mujeres, sino que bien puede simbolizar el principio del mal, o de la tentación, en un esquema dualista propio de las religiones indoiranias del segundo y primer milenio a.C. Por otro lado, la serpiente representa un eslabón más en ese proceso de «abstracción» que reconoce la autora: la serpiente, que incita al pecado a la humanidad, es una alimaña que se arrastra, una fuerza ctónica propia de las sociedades tribales canaanitas y mesopotámicas, de cuño politeísta, que está en oposición al Dios único judío, Aquel debía establecer su dominio político e ideológico frente al de las otras tribus del territorio. Otra interpretación más aguda que cabría hacer del mito de la alianza judía es el siguiente: si Dios bendice la capacidad procreadora del varón, identificándola con la «simiente» que engendra en la tierra, no es por una apetencia androcéntrica del sistema patriarcal para «borrar» los símbolos matrilocales, dejando inexplicado el fenómeno, sino que dicha bendición de la «simiente» (el poder activo del varón), de la capacidad reproductora del hombre (desplazando la idea de la mujer como expresión de la diosa-madre verdaderamente dadora de vida), tiene una raíz material precisa: solo en las sociedades en que ya se ha desarrollado el regadío y la agricultura, y se dispone de técnicas agropecuarias suficientemente sofisticadas como para «sementar» la tierra inculta (especialmente en tierras tan áridas como las que ocupaban las tribus isrealitas), es posible hablar del poder sagrado del acto de fecundar (mediante el arado, el regadío, la parcelación de tierras, la canalización, el monocultivo para el comercio, etc.) una tierra que de otro modo sería improductiva («incivilizada» y pobre). La técnica está supuesta en el mito (y no ningún patriarcado universal invisible), y por tanto la sociedad de clases y los roles de género, pero también la rueda, el comercio, la fundición de metales, el bronce, la artesanía y la guerra. Una diosa-madre cogenérica, que subsume toda relación angular en la de una madre dadora de vida a toda la creación, no podría cultivar ni desarrollar la civilización: da vida como la lluvia hace crecer naturalmente las hierbas improductivas. El culto a esa diosa-madre, supuesto que existiera, sería el culto místico a lo zoológico y a la miseria de su condición «precivilizatoria». Debemos señalar, no obstante, que esta sería una interpretación excesiva por nuestra parte, y que solo la utilizamos para desengaño de la propia filosofía espontánea de la religión de Lerner.
El texto, como ya se habrá podido intuir, entreteje exposición historiográfica e ideología genuina que no se pretende ocultar. Una muestra: «Para nuestros propósitos, es importante que nos permitamos a nosotras mismas la libertad de especular sobre la igualdad de las contribuciones de las mujeres. El único problema que entraña este ejercicio es que queramos llevar nuestras conjeturas, porque parezcan lógicas y convincentes, a la categoría de prueba; esto es lo que han hecho los hombres; no se debe caer en el mismo error.» (La cursiva es nuestra.) Los hombres caen en el «error» de especular sobre la falacia del falso consecuente, las mujeres (identificadas intencionalmente con las feministas), en una nube de mayor pureza gnoseológica, no deben imitar «fallos» de enfoque de sus congéneres masculinos. Lerner asume el imperativo de construir una nueva gnoseología activista, que combine la reflexión teórica y la acción política:
El impedimento más importante al desarrollo de una conciencia colectiva entre las mujeres fue la carencia de una tradición que reafirmarse su independencia y su autonomía en alguna época pasada. Por lo que nosotros sabemos, nunca ha existido una mujer o un grupo de mujeres que hayan vivido sin la protección masculina [¿los conventos de clausura qué son?]. Nunca ha habido un grupo de personas como ellas que hubiera hecho algo importante por sí mismas. Las mujeres no tenían historia: eso se les dijo y eso creyeron. Por tanto, en última instancia, la hegemonía masculina dentro del sistema de símbolos fue lo que situó de forma decisiva a las mujeres en una posición desventajosa.{21}
Este es un ejemplo de cómo la autora opera desde una ideología liberal e individualista que coloca su eje en el sujeto femenino, de ahí que hable de valores típicamente asociados a la tradición liberal y occidental como «autonomía» e «independencia» (económica, hay que entender siempre). Pero estos valores no son los que atraviesan prima facie las sociedades patriarcales pasadas: eran los valores del honor, la familia o la propiedad (estrechamente vinculada a aquella) los que flotaban en la armadura ideológica de aquellas sociedades y de sus mujeres, con tanta intensidad como en los hombres. De ahí que sea un anacronismo intrusista hablar de una búsqueda de autonomía o independencia de estas mujeres como un bloque suprimido en sus derechos universales y naturales, pues dichos valores solo son posibles a través de un dialelo que atraviesa las, como Bueno las denomina, sociedades de mercado pletórico que incorporaron a las mujeres como agentes y operadores de ese mercado, con sus consecuentes derechos políticos, económicos, etc.
No pretendemos abusar de más citas de la autora; creemos, no obstante, que las siguientes líneas condensan las ideas de Lerner acerca del patriarcado:
Los hombres ocupan su puesto dentro de la jerarquización de clases según su ocupación o el estatus social de su padre. Su posición de clase puede quedar expresada mediante los típicos signos externos -indumentaria, lugar de residencia, adornos o su ausencia. […] La división de las mujeres entre “respetables”, protegidas por sus hombres, y “no respetables”, que viven en la calle sin protección masculina y que son libres de vender sus servicios, ha sido la distinción de clase fundamental entre mujeres. Ha separado los limitados privilegios de las mujeres de clase alta frente a la opresión económica y sexual de las de clase baja y ha distanciado a unas de otras. Históricamente, ha impedido realizar alianzas entre mujeres por encima de las clases y ha obstaculizado la formación de una conciencia feminista.{22}
Aquí se ve como el trabajo de Lerner no solo tiene un fin descriptivo, teórico, sino también una prólepsis de acuerdo con su ideología. El sometimiento de clase está subordinado, en las mujeres, a su sometimiento de género. La autora no ve que si esta distinción (entre mujeres respetables o no respetables mediante el uso del velo) funcionó durante tanto tiempo, no fue tanto a título de obstáculos accidentales, diríamos externos, del sistema patriarcal, que impediría la formación de una supuesta conciencia feminista por encima del resto de determinaciones históricas de las mujeres, sino que esas determinaciones ya están en la génesis de dicho sistema. Hablar, por ello, de una «alianza de mujeres» de carácter universal, a la espera de su culminación adkalendas graecas, es de un idealismo obtuso similar al de la dictadura del proletariado como disolución de todas las contradicciones de clase o a la Parusía o comunión universal de todas las almas en Cristo. Se juzga el patriarcado como un proceso in fieri que habría de dar paso a una «alianza universal de mujeres» o a una definitiva «conciencia feminista», cuando en realidad lo que se hace es ejercer, desde categorías ideológicas (y psicológicas: «conciencia feminista») un proceso definido por su terminus ad quem (el fin del patriarcado, la revolución de conciencia feminista), como si además dicho sistema pudiera abolirse como producto de una progresiva «toma de conciencia», y como si el desarrollo de dicha ideología feminista no fuera parejo a un desarrollo progresivo de las determinaciones históricas concretas que nada tienen que ver con la concienciación colectiva de un estadio histórico «injusto» del pasado (el patriarcado). No existió una «alianza de todas las mujeres» (como una totalidad atributiva armónica) porque el patriarcado ya era esa alianza, ya era ese sistema que propendía a regular la fuerza reproductiva de las sociedades políticas en marcha, en que se cruzaban otros campos como el económico o el religioso. Un sistema que emplazara al género (femenino) como rector principal, único en el límite, de la historia sería pura ideología y falsa conciencia (al modo marxiano).
Omitiremos citar algunos fragmentos de las páginas finales, sobre la necesidad de poner en marcha un sistema de pensamiento «desde el punto de vista de la centralidad de las mujeres» y de «deshacerse del gran hombre [?] que hay en nuestras cabezas», que están más próximas del pasquín idealista que de un ensayo histórico que se pretende imparcial. En su lugar, plantearemos como contrapeso argumentativo el ya mencionado y reciente libro de Jiménez, que tiene interesantes aportaciones contra el enfoque ginocéntrico de los «estudios de género», aquellos que han continuado la estela de Lerner en diversas áreas del conocimiento y de la academia hasta la actualidad, constituidas ya como el relato hegemónico (cuando no «oficial» u oficialista) en todos los espacios de aculturación de masas, desde la cátedra, el Ministerio, el periódico digital hasta la plataforma de streaming. Se verá que Jiménez no niega todas las tesis de Lerner (y de otras teóricas feministas) sobre la ambivalencia jurídica y social entre hombres y mujeres, pero su ensayo histórico desborda la simple adenda de matizaciones a la tesis central de un patriarcado sistemáticamente explotador de la mitad de la población.
Frente a la narrativa feminista mayoritaria que tiende a analogar la dominación de la mujer respecto del hombre a la del explotado frente al explotador, es decir, a homologarla como una modulación de la explotación de clase (como en Lerner), el autor propone una interesante teoría que de paso responde a la pregunta de por qué, si esa opresión era tan brutal y sistemática, las mujeres nunca se levantaron en armas, como sí lo hicieron muchos otros grupos atravesados por diferencias de clase:
La narrativa de género no puede contestar satisfactoriamente a la ausencia de una revuelta armada femenina porque ignora dos factores fundamentales. Primero, que el menor estatus de la mujer tenía como contrapartida una mayor protección, siendo más apropiado entender la relación entre hombres y mujeres como más próxima a la que existe entre padres e hijos que a la dialéctica entre explotador y explotado. Segundo, que aunque la autoridad solía detentarla el varón, las mujeres podían ejercer otras formas de poder que equilibraban las relaciones entre los sexos. […] La dinámica matrimonial del pasado, así como la autoridad ejercida por el varón, se entiende con mayor claridad cuando la situación de la mujer es analizada desde la infantilización -su trato como menor de edad permanente- y no desde la opresión. […] Ambos estados parten de una relación desigual, pero no son ni mucho menos equivalentes, […] a un esclavo se le imponen límites por el bien del dueño, a un niño se le imponen límites por su propio bien.{23}
Una matización: esta relación de infantilización sigue siendo meramente analógica en su esencia, porque borra el hecho de que un niño, como sí una mujer, no era sujeto de derecho pleno en relación a la propiedad privada, la responsabilidad penal, y a otros campos semejantes.
A juicio de Jiménez, el modelo patrilocal habría favorecido la concentración de varones en una misma familia, clan o tribu contra grupos enemigos, ladrones de ganado, familias rivales, clanes enemigos, etc., lo que hace suponer que este modelo familiar era frecuente entre sociedades con alta incidencia de guerra interna. La patrilocalidad significaba gran perjuicio para la mujer en muchos aspectos (como el trasladarse a una casa ajena), también para su familia, que a menudo debía cargar con la dote para que acabase invirtiéndose en otra unidad familiar; de ahí la preferencia por educar varones, que eran los que podían administrar esos bienes, en detrimento de las niñas (pues estas suponían una carga económica, de ahí que muchas culturas celebren el nacimiento de un niño, y de ahí también el infanticidio femenino en sociedades como la china o la india; también tener hijos posibilitaba un mejor cuidado en la ancianidad). Pero esa patrilocalidad habría contribuido a una mejor gestión de la hacienda y de los recursos económicos. La conclusión es que
el sistema [androcéntrico o patrilocal] pone a los hombres en el centro, pero no con el fin de dominar, sino con el de emplearlos en beneficio de la comunidad (o de unas élites, según el caso). De ahí que esta posición central vaya acompañada de reclutamientos forzados para ir a la guerra, trabajos forzados por parte del Estado o los señores, y que se le hiciera responsable de mantener tanto a su esposa como a los miembros de su familia.{24}
Si viajamos al reverso del sistema, la parte «explotada» del mismo (la mujer), la teoría de Jiménez defiende que, lejos de constituir un sujeto pasivo al albur del pacto fraterno entre hombres como clase explotadora, las mujeres asumieron a lo largo de la historia formas de poder alternativas, que no necesariamente tienen que ver con la detentación formal de propiedad o el estatus jurídico. El autor destaca tres tipos de poderes femeninos que contrarrestaban el poder masculino en el ámbito público y político, y que equilibraba la balanza de poder, especialmente en sociedades campesinas, donde la imperiosa necesidad y penuria de sus vidas obligaba a tareas complementarias y a una interdependencia entre marido y mujer que los situaba a una escala de influencia recíproca relativamente estable. Esos tres poderes son{25}: el 1) el maternal, por la conexión filial siempre mayor entre madre e hijo; 2) el sexual/sentimental, dada la condición de la mujer como cuello de botella reproductivo que condicionaba la disposición de entrega de los hombres («el hombre propone y la mujer dispone»); y 3) el tradicional relacionado con los roles género, que asignan a la mujer un papel de cuidadora del hogar y de la prole, en correspondencia con el rol masculino de proveedor y protector.
A continuación, Jiménez ofrece una amplia casuística histórica que apoya su teoría de la existencia de alguna de estas formas de poder femenino equilibrador. Por ejemplo, el poder tradicional de la mujer en sociedades como la India, China o Japón, según el autor, no ha de escindirse entre un marido con poderes absolutos patriarcales y una mujer supeditada a él, porque es una extrapolación del matrimonio actual en que solo importa la decisión de los dos cónyuges. En aquellas sociedades tradicionales, no es tanto el esposo, cuanto la suegra, la que tiene una gran capacidad e influencia sobre el hijo, en parte por su relación filial, respecto de la cual a menudo la esposa sale perjudicada, y esto porque el matrimonio no tiene sus elementos constituido solo en los dos cónyuges, que sería la perspectiva contemporánea individualista, sino en la familia, en que la suegra tenía a menudo una autoridad que era superior a la autoridad formal del marido, aunque este fuera aparentemente el cabeza de familia. El suegro, por su parte, se dedicaba más a la gestión de los asuntos externos de la familia que de los asuntos puramente privados o familiares, campo de la suegra, que podía llegar en algunos casos a repudiar a la esposa sin que los cónyuges pudiesen hacer nada.
La involucración indirecta en la guerra es otro ejemplo de poder femenino que se ha omitido en los estudios de género, al asumir nociones androcéntricas de la guerra, sin entrar a considerar el hecho de que más que la figura-mito del hombre batallador-activo y la mujer sufriente-pasiva, hombres y mujeres participaban de mecanismos sociales tendentes a justificar y, en último término, provocar o hacer efectiva la guerra. Ese mecanismo específico fue, en las mujeres de sociedades antiguas, la incitación, especialmente a la guerra{26}. Frente a la perspectiva de muchas historiadoras feministas, y aun de la ONU, que reconoce a la mujer en los conflictos bélicos como víctima y mero sujeto pasivo, lo cierto es que las mujeres participaron activamente en las normas sociales que codificaban y reglaban los valores de hombría y valentía, incitando a sus compañeros de grupo a defender su honra, la de la familia o del grupo, y ridiculizándolos en caso de no mostrarse proactivos. La mujer como incitadora, lejos de ser un mero recurso literario de obras con un interés historiográfico anecdótico, es una forma indirecta de participación en la esfera pública, en la toma de decisiones y, aún más, de involucración en la guerra a través de un sistema de refuerzo conductual basado en el elogio o el vituperio. La supervisión femenina del valor masculino ante la guerra es un dispositivo de poder explícito que integra a la mujer en la sociedad política, declarando la guerra o firmando la paz en función de un estricto código moral que incita al hombre a arriesgar su vida a cambio de un reconocimiento femenino, el cual implica mayor estatus sexual, político y económico. Es el providencial papel de Electra que, en algunas versiones del mito, incita a su hermano Orestes a vengar a su padre Agamenón matando a Clitemnestra y a su amante Egisto. Similares analogías pueden encontrarse en la literatura antigua, en las sagas escandinavas, en la historia de los francos, en el mundo preislámico, etc. Las quejas de los hombres ante esta cultura de la venganza con las deudas de sangre, sistema a menudo constreñidor para el propio sexo masculino, se pueden resumir en este verso preislámico: «Entonces nosotros, sin duda, somos carne para la espada. Y, sin duda, a veces la alimentamos con carne{27}». Otros ejemplos modernos son la campaña de las plumas blancas en Reino Unido durante la Primera Guerra Mundial, en que el propio Gobierno británico promovió dicha campaña para reclutar más hombres (y en esto hay una connivencia activa de las mujeres para reforzar dichos roles con los hombres en el Gobierno, incluso de sufragistas como Emmeline Pankhurst), o la Guerra de los Cristeros en México.
Dejemos hablar un poco más a Jiménez en relación con el dimorfismo sexual en contextos bélicos:
La antropóloga y feminista Ilsa Glazer{28} exploró esa forma de agresión femenina [la de la incitación al asesinato de honor], concluyendo que los patrones que empleamos para medir la agresividad y la violencia son androcéntricos. Este último punto es de especial interés, porque con frecuencia se utilizan las estadísticas criminales para señalar que un señor es más violento que el otro, ignorando aspectos de la violencia femenina que pudieran presentar un cuadro más complejo sobre el tema. También refuerza la idea de que las mujeres se erigían como guardianas del correcto comportamiento masculino y femenino, juzgando tanto el deshonor de la mujer, basado en su conducta sexual, como el del varón, basado en su valentía y bravura. Ella era una puta. Él era un cobarde. […] Podemos concluir que si bien los varones eran quienes monopolizaban la violencia en las guerras y deudas de sangre, lo hacían muchas veces por una expectativa cultura relacionada con su rol de género, y no necesariamente porque fuera su decisión personal. Muchas veces, como hemos visto a lo largo de este capítulo, eran empujados contra su voluntad tras la apelación a su hombría realizada por mujeres extrañas o de la propia familia. En resumen: igual que los hombres podían exigir a las mujeres determinados comportamientos relacionados con su rol de género, la mujer podía hacer lo propio con el hombre: exigiendo que cumpliera con su papel de protector, proveedor o ejecutor de la violencia en determinadas circunstancias.{29}
La percepción histórica sobre la hoy denominada «violencia de género» tampoco ha sufrido las profundas transformaciones que se creen. Jiménez cita casos notorios, como los wife-beaters o maltratadores durante el siglo XIX en los victorianos Estados Unidos, a quienes se les ridiculizaba en una performance de escarnio público con el argumento, nada nuevo como se ve, de que tales crímenes debían tener más escrutinio social y judicial (algo que cualquier feminista del entramado institucional de los Estados modernos suscribiría). Incluso en la Castilla medieval, y al amparo de la legislación de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, existían mecanismos de protección de las víctimas (femeninas) de maltrato sorprendentemente modernos{30}, como los casos de corte, por el que la esposa maltratada tenía derecho a la asistencia jurídica, incluso a las más pobres, mientras que el maltrato era penado con incautación de bienes, destierro, condena a galeras o incluso ejecución, en función de la gravedad del delito; también existían las cartas de seguro, las actuales órdenes de alejamiento. Huelga decir que las sociedades medievales como la castellana tampoco practicaban una sistemática y tiránica violencia (física o simbólica) contra las mujeres a fin de tenerlas aterrorizadas y servir de doble proletariado explotado para el señor y su marido: antes bien, la protección a la víctima era garantizada por la Corona, y se pregonaba en plazas y mercados para extender la mácula del maltratador y alertar a los parroquianos de la necesidad de auxiliar a la mujer si fuera preciso.
Pero ¿la nueva legislación específica contra la «violencia de género» en el seno de los «Estados de Derecho» occidentales durante las últimas décadas ha cambiado significativamente algo en relación con la protección de las mujeres? La tesis de Jiménez al respecto es la de que se ha producido, en las últimas décadas, una curiosa fractura en el sistema tradicional de intercambio de estatus por protección: si en las sociedades anteriores a la igualdad formal ante la ley se producía un equilibrio inestable pero seguro entre el mayor estatus del hombre a cambio de mayor protección (social, política…) a la mujer, en las sociedades actuales, con la letra de las leyes «paritarias» en mano, se produce la antedicha fractura: al hombre se le invita (o se le exige) ceder su estatus (mediante cuotas de empresas, en las instituciones estatales, en los medios de entretenimiento de masas, etc.) a la par que no hay un interés serio por extenderle concomitantemente una mayor protección. Si el hombre, según los parámetros del mercado sexual actual, rechaza su rol tradicional de proveedor-protector, a menudo se verá excluido de dicho mercado amoroso: si, por el contrario, decide asumirlo, la cada vez más onerosa legislación ad hoc que lo penaliza en el orden económico, social y emocional impedirá el ejercicio de ese papel tradicional{31}. La famosa Ley Integral de Violencia de Género española es solo un puntal de una legislación estatal y de un cambio de paradigma cultural que plantea un dilema irresoluble al varón, tal como señala Jiménez. Vale la pena citarlo una vez más:
Tanto en la derecha como en la izquierda política, la dificultad de los hombres para reivindicar sus derechos reside justamente en su identidad como protectores. Pueden hacerlo en calidad de trabajadores, de miembros de minorías raciales o religiosas, o por razones de su orientación sexual, pero no como hombres, ya que tradicionalmente el hombre no exige protección. El hombre protege. De hecho, el feminismo cuando solicita protección para la mujer no está rompiendo con su identidad de género, sino reafirmándola. Si en el pasado el motivo de extender protección era la fragilidad femenina, en la actualidad se sostiene bajo el discurso de la opresión masculina, pero en ambos casos se parte de una posición de inferioridad que requiere protección especial. La mujer que exige protección no puede su feminidad, pero el hombre que la solicita [por el hecho de ser hombre] sí ve dañada su reputación como hombre a ojos de la sociedad, ya sea por percibirlo como menos hombre en el caso del tradicionalismo, o por considerarlo como un privilegiado que no tiene derecho a queja, en el caso del feminismo.{32}
Para cerrar nuestro análisis de la obra, que solo hemos podido parafrasear en algunos puntos que consideramos relevantes, acabaremos con una reflexión del autor sobre ideas como «patriarcado» o «machismo», a fin de reconectarlo con los propósitos iniciales de nuestro artículo.
Términos como sistema de roles de género, tradicionalismo de género o simplemente tradicionalismo podrían reemplazar a patriarcado en la mayoría de casos. Lo mismo podría decirse de sexismo como sustituto de machismo. La elección de palabras es importante, porque considero que quien usa términos que solo señalan al varón como único responsable de los valores de género, ignora la contribución femenina al fenómeno, provocando que se minimice o descarte el sufrimiento masculino. Achacar los problemas del varón al patriarcado o al machismo consigue el efecto de culpar al hombre de su propio sufrimiento, creando una falsa equivalencia moral y de poder entre víctimas y verdugos. Lo perverso de insistir en que los valores tradicionales fueron una creación masculina es que solemos tener menos simpatía hacia quienes consideramos únicos responsables de su propio dolor, algo necesario para dar la espalda a problemas de enorme magnitud mientras se mantiene la conciencia tranquila. […] Que la palabra patriarcado, como se emplea en la actualidad, solo invoque connotaciones negativas muestra que no se trata de un término científico, sino puramente ideológico que se corresponde con la imagen del enemigo. […] Hablar de un sistema de roles de género apoyado por ambos sexos y que tanto perjudica como beneficia a ambos puede identificar el problema con mayor exactitud, pero difumina al necesario enemigo. De ahí que se prefiera indicar que el apoyo femenino se debe a mujeres machistas que han interiorizado los valores patriarcales. Al añadir la etiqueta machista que la mujer esta queda contaminada por la esencia del enemigo y simultáneamente separada de este: la mujer machista es aliada o defensora del patriarcado, pero no es el patriarcado per se. También queda separada de las demás mujeres, que no necesitan adjetivo alguno y por tanto se les supone una naturaleza justa e igualitaria, pues no se encuentran contaminadas. En cambio, al hablar de un sistema de género, la mujer forma parte de su entramado tanto como el hombre. No existe un enemigo a batir que podamos identificar con el otro (los patriarcas, los hombres y sus aliadas) y nos obliga a todos a examinar estos roles de una forma menos polarizada, en lugar de atribuirlos a la maldad masculina y su deseo de dominio.
Aunque compartimos el fondo general de la crítica del autor a la pertinencia (gnoseológico y filosófica en el fondo) de tales términos, no podemos desechar tan a la ligera algunos de ellos, incluso a pesar de la carga fuertemente ideológica que los impregna, pues la confrontación de ideas (filosóficas) debe poder asimilar dicha carga sin acabar con la misma naturaleza dialéctica de la confrontación. En otras palabras, no podemos renunciar a la idea de «patriarcado» por el mero argumento de que contiene fuertes resonancias «ideológicas» (cuando no morales), sino que habría que invertir el razonamiento: precisamente por arrostrar semejante carga, sedimentada a lo largo de más de un siglo de debate científico y filosófico, debemos optar por la redefinición de la idea, de la misma forma que la existencia de otras ideas filosóficas como «Dios», «Justicia», «Felicidad», «Ser», «Esencia», etc., de fuertes implicaciones metafísicas, no obstaculizan, sino que posibilitan, la discusión y redefinición filosóficas. La toma de partido y, ulteriormente, el descarte (o aceptación) de tales nomenclaturas habrán de producirse solamente después de examinados críticamente los términos de la misma discusión, cerrando el proceso deprogressus-regressus.
Concluido, pues, la primera parte de ese proceso, urge emprender finalmente la redefinición de las ideas planteadas al inicio. Para eso, retomamos la distinción de Gustavo Bueno entre ética y moral para ofrecer un breve esbozo de teoría materialista sistema patriarcal como jerarquía axiológica dual marcada por el dimorfismo sexual, teoría que aquí solo expondremos en uno de sus flecos, dado que la investigación sigue, como se dijo anteriormente, en curso. La tesis fuerte que defenderemos es la que sigue: la relación que el sistema patriarcal establece con el hombre y con la mujer son asimétricos. La relación con la mujer es de carácter eminentemente ético: la mujer se define por un código que pretende la preservación del sujeto corpóreo, del cuerpo de la mujer (del «útero»), por su funcionalidad reproductiva y familiar; una mujer debe dar a luz a hijos, y una vez hecho esto, debe criarlos, educarlos y proporcionarles un sustento en el que la misma existencia corporal de la mujer hasta estadios avanzados de aprendizaje del niño son fundamentales (la abuela, incluso aunque no puede ya engendrar, sigue cumpliendo la función esencial de educadora y matrona para los nietos o niños a su cargo). De ahí que la mujer se defina por valores éticos que priman su supervivencia individual. Por su parte, la relación del patriarcado con el hombre es esencialmente moral, pues su bienestar corporal y físico (su concurrencia en el ser) está subordinado a los intereses de grupo (morales), ya sea como proveedor y eje económico de la familia tradicional, ya sea como engranaje para el Ejército o el Estado, para grandes obras de construcción, etc. En consecuencia, la mujer, por su definición ética de sus condiciones de existencia, solo participa en ámbitos donde su existencia como sujeto corpóreo no esté en riesgo, como el ámbito familiar o privado, y de ahí que, por el contrario, los hombres tomen parte en ámbitos como el de la política, el ejército o los negocios, donde su estatuto de sujeto operatorio en su virtualidad ética puede abstraerse en favor de la supervivencia del grupo (la familia, el Estado, etc.). El carácter moral que define las relaciones del hombre con otros hombres y con las mujeres es propio del de la «desechabilidad masculina»{33}. En este fenómeno (como el de la existencia mayoritariamente masculina de los sin hogar) late el escaso o nulo valor reproductivo, y por tanto, existencial, del hombre. Los valores tradicionales del patriarcado, tanto en su núcleo, como en su cuerpo y curso{34}, presuponen esta relación moral de hombre con su entorno, así como también presuponen su absoluta desechabilidad.
Si quisiéramos ir más allá de lo que nos correspondería en estas conclusiones, podríamos deducir, acaso precipitadamente, que dicha minusvaloración existencial del sujeto operatorio «varón» en esta jerarquía axiológica dual no es un elemento accesorio o, tal vez, reciente de los estertores últimos de la familia tradicional o patriarcal, sino que suponen su fundamento lógico y ontológico; para ser aún más claros: que «el pacto masculino» de doble «sometimiento» o «explotación» (económica y reproductiva) de la clase universal de las mujeres (si acaso tal cosa existe) presupone la explotación o sometimiento efectivo, aunque casi siempre oculto y «dado por supuesto», de una masa considerable de varones. Esto puede resultar contraintuitivo para una buena parte de teóricas feministas, que suscriben, casi sin cambiar una sola coma, las teorías de Lerner de hace casi cuatro décadas. Por ahora, baste lo dicho, ya que creemos ya excesivo la extensión de este artículo.
Resta ofrecer las notas distintivas de las ideas filosóficas que se incluyen en el título de este trabajo: las de «machismo» y «patriarcado», reconsiderando todo lo expuesto hasta ahora y encuadrándolo en una reflexión de segundo grado desde coordenadas materialistas. Y empezaremos sosteniendo lo siguiente: que, en primer lugar, hay que descartar la falsa asimilación o equivalencia entre «patriarcado» y «machismo», temerariamente corriente en el habla vulgar, en el ámbito mediático y en las redes sociales; pero solo la podremos descartar si ofrecemos precisamente una concepción no androcéntrica del patriarcado asumiendo que existen tantos elementos machistas en los roles sexuales asignados, como hembristas (la incitación femenina a la violencia intergrupal, el alto baremo sexual, etc.), y esto que siempre demos por buenas las acepciones corrientes de «machista» o «hembrista», que aquí no podemos discutir. En segundo lugar: que el machismo no explica la nota distintiva del patriarcado desde esta ideología por las mismas ideas incardinadas que no hacen ambas ideas (machismo y patriarcado) equivalentes, aunque a menudo se las considere así; la idea de machismo es una idea genérica(el macho como totalidad distributiva{35} beneficiario de un sistema que refuerza su estatus por el mero hecho de ser varón o de llegar a serlo), mientras que la idea de patriarcado, como su misma etimología indica, es una idea específica: el patriarca o el padre es solo la especie o propiedad específica del género varón o macho de la especie humana. El sistema patriarcal, en su núcleo, sitúa al padre de familia como eje funcional del poder económico y político de la familia, pero por ello mismo el padre presupone la unidad familiar como totalidad atributiva en que hay ya una segregación entre sus miembros, y una diferenciación de los roles asignados a dichos miembros (la madre, el hijo, el abuelo paterno, el nieto, el sobrino, la nuera, etc.). Como indicaba Jiménez, el sistema patriarcal antepone al patriarca o padre de familia como el detentador (formal al menos) del poder, pero por eso está en relación dialéctica, polémica, ya no solo con el grupo de mujeres interfamiliar o intrafamiliar, sino también con el resto de varones que están supeditados a él (el hijo, el hermano menor, etc.). La concepción no androcéntrica del patriarcado abole la idea de un patriarcado que es el trasunto oscuro y latente de un machismo universal extendido o extensible a todo el colectivo de varones sin distinguir clase, rango, posición, relación familiar, etc. Debemos rechazar esta idea porque se trata de una idea genérica (la de machismo), y por tanto oscura y confusa cuando se aplica a espacios de discusión filosófica. La idea de patriarcado, por el contrario, asume mejor el verdadero núcleo material de la familia tradicional, al menos en su modulación no androcéntrica, porque es una idea específica que se enfrenta a la idea genérica de patriarcado-como-machismo. El patriarcado en sentido material no es el varón, sino el padre, pero padres no llegan a serlo todos los hombres, y aún menos padres legítimos y reconocidos por una serie de instituciones que intersectan con el poder religioso, político, económico (un matrimonio que dé validez formal a su unión con su cónyuge, mediado por un sacerdote o una autoridad civil, una descendencia que no siempre está asegurada por la infertilidad de uno de los dos o por la alta mortalidad infantil, las invasiones o guerras que acaban con la hacienda familiar, etc.).
La perspectiva genérica o distributiva (la del machismo) es una translación ideológica de las coordenadas actuales, en que son los individuos flotantes, aislados de su núcleo familiar (preservador tradicional de los valores sociales), los que se consideran la medida antropológica de los roles de género («este individuo, que es hombre»), pero esta distinción sólo se sostiene cuando se parte de las sociedades modernas de mercado pletórico en que la familia desempeña ya un valor educativo y formador menor, y en que la escala política y económica ha pasado a ser ese individuo flotante, consumidor y productor de bienes (los registros parroquiales y demográficos antes se establecían sobre la unidad familiar o el padre de familia, no sobre el individuo). Solo atendiendo a la perspectiva atributiva o específica puede entenderse que la mayor parte de los hombres, como la mayor parte de las mujeres, estuviesen sometidos a estrictos códigos morales y a penalidades materiales similares. No es la clase universal de los varones la que oprime a la clase universal de las mujeres, y concomitante y secundariamente a otros hombres (ya que tales totalidades distributivas solo pueden operar como ficciones teoréticas a posteriori), sino que es la clase lógica de los padres (y a menudo la de las madres), propietarios y con derechos políticos y económicos reconocidos por una sociedad política, la que subordina al resto de la clase de hombres y mujeres, escindida por lo demás en otras tantas categorías polémicas entre sí. Por lo tanto, el macho del machismo es una categoría, ya ni siquiera antropológica, sino zoológica (los machos como mitad de la «masa biológica» que compone uno de los dos sexos de las especies sexuadas, entre ella los mamíferos), pero se aplica sobre ella parámetros sociológicos, políticos, religiosos, económicos, etc. El hombre que engendra o defiende la ideología «machista» es el individuo desvinculado de cualquier rasgo de civilización (entre ellos, la familia, que implica una relativa complejidad de relaciones parentales y de valores asociados a ellas), pero por el mismo hecho de ser una categoría zoológica no puede explicar el fenómeno de las sociedades políticas o protopolíticas: las precisamente patriarcales. El patriarcado, por el contrario, como idea específica, desborda el campo zoológico y ya está inserto en categorías políticas y económicas que presuponen e implican la familia (y, por tanto, un determinado grado de desarrollo social, de técnicas de control de los cuerpos y de las cosas, de una moral de grupo fuerte, de una religión en probable tránsito hacia formas de religiosidad secundarias, etc.).
Queda claro, desde nuestras coordenadas filosóficas, que la idea de patriarcado juega un papel que simplemente no se ha de subestimar. Pero no ha de quedar menos claro que la nota distintiva del patriarcado como objeto de reflexión de una teoría materialista, tal como la desarrollamos antes, está muy lejos de las definiciones que buena parte de la historiografía feminista proporciona, y por supuesto aún más lejos de las acepciones más o menos vulgarizadas del tema. Esperemos desarrollar la crítica a dichas concepciones, académicas o «vulgares», en futuros trabajos como este. Por el momento, y siguiendo una vez más la teoría de la esencia de Gustavo Bueno antes mencionada, nos atrevemos a formular una hipótesis de trabajo para publicaciones futuros, centrada en una explicación histórico-evolutiva de la esencia del patriarcado, distinguiendo en él, por supuesto, un núcleo, un cuerpo y un curso. El núcleo vendría a corresponderse a las sociedades preindustriales de cazadores recolectores y de la familia extensiva tradicional, desde el Neolítico hasta la Revolución Industrial; el cuerpo vendría a desarrollar el estatus político y económico del varón ingénito ya en el núcleo, gracias a los avances técnicos de la revolución industrial y las revoluciones liberales, que «arrancaron» a los varones del campo para instalarse en las fábricas a cambio de un salario, y abarcaría desde la Revolución Industrial hasta el final de la Segunda guerra mundial, o bien hasta la introducción de la píldora anticonceptiva en la segunda mitad del siglo XX; el curso correspondería al desarrollo histórico desde ese hito técnico hasta la actualidad, el horizonte de nuestro presente en marcha, y momento en que el papel de la masculinidad y el de la familia tradicional atraviesan una crisis profunda, dadas las nuevas condiciones demográficas y del mercado económico y sexual en que el varón ya no puede ejercer la misma figura de padre autoritario que opera como eje funcional de los valores sociales tradicionales, eje que se va trasladando a las mujeres u a otras minorías sociales. Que a su vez el curso del patriarcado sea superado, en un futuro próximo o no, por otros paradigmas vertebrados axiológicamente en función de estos nuevos grupos sociales, tal una nueva forma de «ginecocracia» bachofeniana, es algo que no podemos (ni debemos) aventurar.
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{1} Bueno, Gustavo, ¿Qué es la filosofía?, Oviedo, Pentalfa Ediciones, 1995, p. 44-46.
{2} Ibidem, pp. 28-32
{3} Ibidem, p. 30
{4} Tesela n° 2 (Oviedo, 30 de noviembre de 2009), acceso: 9/9/2022 (fgbueno.es/med/tes/t002.htm)
{5} Bueno, Gustavo, La vuelta a la caverna: terrorismo, guerra y globalización, Barcelona, Ediciones B, 2004, pp. 387-388, 397-398
{6} Ibidem, p. 397
{7} Ibidem, p. 398
{8} García Sierra, Pelayo, «Ética y moral son antinómicas», Diccionario filosófico. Manual de materialismo filosófico. Una introducción analítica, acceso: 9/9/2022 (filosofia.org/filomat/df479.htm)
{9} Lerner, Gerda, La creación del patriarcado, Barcelona, Crítica, 1990, pp. 57-58
{10} Ibidem, p. 83
{11} Sirva como ejemplo Bueno, Gustavo, El mito de la izquierda, Barcelona, Ediciones B, 2003, pp. 283-285
{12} Lerner, Gerda, La creación del patriarcado, op. cit., pp-73-74.
{13} nytimes.com/1977/11/13/ (acceso: 9/1/2023)
{14} Ibidem, p. 120.
{15} Ibidem, p. 127.
{16} Ibidem, pp. 151-152
{17} Ibidem, p. 156
{18} Ibidem, p. 79
{19} Ibidem, p. 220
{20} Ibidem, p. 291.
{21} Ibidem, p. 318.
{22} Ibidem, p. 215
{23} Jiménez, Daniel, La deshumanización del varón: pasado, presente y futuro del sexo masculino, Madrid, Psimática Editorial, 2018, pp. 54-55.
{24} Ibidem, p. 75
{25} Ibidem, pp. 91-92
{26} Ibidem, p. 123 y ss.
{27} Stetkevych, Suzanne Pinckney, "The mute immortal speak: pre-Islamic poetry and the poetics of ritual", citado en Jiménez, op. cit.
{28} Glazer, Ilsa, "On aggression, Human Rights, and Hegemonic Discourse: The Case of a Murder for Family Honor in Israel",citado en Jiménez, op. cit., pp. 145-147
{29} Ibidem, pp. 145-147
{30} Ibidem, p. 173
{31} Ibidem, pp. 349-350, 460
{32} Ibidem, p. 570
{33} La teoría de la «desechabilidad masculina» se trata en realidad de un conjunto de teorías de reciente cuño, surgidas al amparo de las nuevas concepciones «masculinistas» en el ámbito académico anglosajón, y que, desde distintas ciencias categoriales como la Biología, la Psicología Evolutiva, la Sociología, la Estadística, y otros muchos campos, trata de dar cuenta del entramado de relaciones asimétricas de poder entre los sexos en multitud de órdenes. Aquí solo podremos dar esta pequeña nota referencial, a la espera de que nuestra investigación integre y articule dichas teorías en nuestra más amplia teoría materialista del patriarcado.
{34} Núcleo, cuerpo y curso constituyen la tríada de la teoría de la esencia de Bueno. Para profundizar en el tema, vid. García Sierra, Pelayo, «Esencia genérica (teoría de la): Núcleo / Cuerpo / Curso», Diccionario filosófico. Manual de materialismo filosófico. Una introducción analítica, acceso: 14/9/2022 (filosofia.org/filomat/df056.htm)
{35} Para una comprensión cabal de las totalidades atributivas y distributivas, que aquí no podemos desarrollar, vid. «Todos atributivos y todos distributivos», Tesela n° 18 (Oviedo, 11 de febrero de 2010), acceso: 14/9/2022 (filosofia.org/filomat/df056.htm), y también García Sierra, Pelayo, Totalidades atributivas o nematológicas (T) / Totalidades distributivas o diairológicas (𝔗) / Totalidades mixtas o isoméricas»,Diccionario filosófico. Manual de materialismo filosófico. Una introducción analítica, acceso: 14/9/2022 (filosofia.org/filomat/df024.htm)