El Catoblepas · número 205 · octubre-diciembre 2023 · página 16

Capra vs. Castro
Fernando Montes Pazos
Reseña del libro El maldito regalo de nacer. Un ensayo antinatalista de Miguel Ángel Castro Merino (Punto Didot, Madrid 2023).

En 1946, justo un año después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, Frank Capra produce y dirige su película ¡Qué bello es vivir!, en la que se nos cuentan las desventuras de un filántropo constructor (George Bailey, magníficamente interpretado por el actor James Stewart) que da toda clase de facilidades a sus clientes para conseguir una vivienda. Como antes hiciera su padre del que ha heredado el negocio, se ve obligado a hacer frente a las iniquidades del malvado Potter (Lionel Barrymore), quien hace todo lo posible por que la iniciativa del joven idealista fracase y así quitarse a este molesto adversario de encima. Un incidente totalmente fortuito (el extravío de ocho mil dólares) viene a dar al traste con los ideales de Bailey, quien decide suicidarse y es salvado en el último momento por Clarence, su ángel de la guarda, quien para convencerlo del disparate que estaba a punto de cometer, hace que los dos se trasladen a una especie de universo alternativo y le muestra a George lo que el mundo hubiera sido sin él. El final podría incluirse dentro de la lista de típicos «happy ends» hollywoodienses: George Bailey se desdice de su propósito, sus amigos y vecinos organizan una colecta para sacarle del apuro económico y Clarence retorna a los cielos una vez cumplida su misión, obteniendo por fin las alas por las que venía doscientos años suspirando.
Este argumento en apariencia tan banal e infantil se ve contrarrestado por el magnífico ritmo cinematográfico imprimido por Capra, las excelentes actuaciones de sus protagonistas (acompañados por un no menos soberbio plantel de secundarios) y el espectacular giro del guion al transformar al protagonista en espectador de lo que hubiera sido la vida sin él, sin duda el principal activo de la película. Todo ello en el contexto de la terrible crisis financiera de los años 30, que habría de desembocar en el conflicto más sangriento de la historia. La escena del pánico financiero, en que George Bailey se ve obligado a recurrir a sus propios ahorros para evitar la quiebra del negocio familiar, es ciertamente memorable y de una sorprendente actualidad.
A pesar de todo lo expuesto, la película fue un fracaso en su estreno. En un mundo devastado por la Segunda Guerra Mundial, con 50 millones de heridos y al menos el doble de heridos y mutilados, con el horror de los campos de concentración nazis y con el colofón de las dos bombas atómicas en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, no había demasiada cabida para el optimismo. Muchos de los supervivientes, que sufrían horribles traumas o habían perdido a alguno de sus seres queridos, no estaban por la labor de prestar oído a historias de ángeles sin alas y personas que se sacrifican generosamente por el prójimo, cuya abnegación se ve al final recompensada por un Dios misericordioso y omnipotente que, como en el relato bíblico de Job, termina por devolver el ciento por uno. En los premios Oscar de aquel año se fue prácticamente de vacío, llevándose tan solo un galardón testimonial en una categoría técnica, pese a haber tenido varias nominaciones. Hoy día la película ocupa un lugar destacado en la lista de los 100 mejores filmes de todos los tiempos y es un clásico televisivo de las navidades en el nuestro y en otros países. Pero es evidente que en el año 46 el mundo no estaba preparado para la alegría.
Hace unos meses el filósofo Miguel Ángel Castro Merino ha publicado su libro El maldito regalo de nacer: un ensayo antinatalista. Por supuesto que le deseamos lo mejor (deseo reforzado por la amistad personal que nos une al autor) y que la obra tenga una amplia difusión, pero mucho nos tememos que lo va a tener difícil en un contexto en el que predominan claramente el buenrollismo, la iniciativa emprendedora y los manuales de autoayuda de Paulo Coelho. Dicho de otro modo, el optimismo reinante nos incita a ser pesimistas. En cierto modo, el libro de Castro constituye el reverso de la película de Capra. Si en esta el protagonista tiene la oportunidad de ver lo que el mundo habría sido sin él, en el tercer capítulo de la obra de Merino, que lleva por título «El diagnóstico ginecológico frente al diagnóstico filosófico», se lleva a cabo una anticipación de los dolores y frustraciones que le esperan al feto una vez que sea traído al mundo. Es decir, lo que el mundo será cuando haga acto de presencia en él el nonato. La misma idea había sido abordada por Castro en su libro anterior No me pidas nacer, que lleva por subtítulo Cartas al ángel custodio. Otra llamativa coincidencia con Capra, sobre todo si se tiene en cuenta que en el manuscrito primero de la obra, que nosotros tuvimos el privilegio de leer, empezaba con una cita de Santa Teresa de Ávila: «Santo Ángel de mi guarda, cúbreme siempre con tus alas». En realidad, el verdadero «ángel» que «cubre con sus alas» al hijo no nacido es el propio autor, evitándole así el tener que formar parte de las tribulaciones que conlleva la existencia. En idéntica medida podría decirse que en la película de Capra el verdadero ángel de la guarda es el protagonista, que por medio de su sacrificio y entrega ha ahorrado dolores sin cuento a los demás. Creemos desde un punto de vista filosófico que tal idea es tramposa, no solo por la excesiva idealización del personaje de George Bailey, quien al parecer solo ha traído bondades a los que le rodean (algo que sabemos que es imposible), sino porque, de ser cierto que a estos les hubieran asediado los múltiples males que se nos describen en el tramo final de la película como consecuencia de su ausencia en el mundo, ellos no hubieran tenido, como el espectador, la oportunidad o el privilegio de contrastar esa otra realidad paralela con la que se nos ha descrito anteriormente. Hubieran aceptado su realidad como la única existente, sin más, a lo que tenemos que añadir de paso que el mundo sin Bailey se asemeja en mucha mayor medida al real o, lo que viene a ser lo mismo, que el mundo con Bailey es posible solo dentro de la película. Suponemos que la misma crítica podría hacerse (es más, ya se ha hecho) a Merino por considerar a los nonatos como seres reales con identidad propia, pero la diferencia está en que el autor no promete ninguna clase de bondades ni a estos ni al mundo una vez que estos lleguen a él y aporten su contribución. El problema de la insolubilidad del dolor de la existencia persistiría, tanto si los nonatos vinieran al mundo como si no. En buena medida se podría decir que George Bailey no es solo un personaje inexistente, sino que, además, es metafísicamente imposible que exista. Todo ello sin tener en cuenta que la vida de los personajes parece no existir más allá de la campanilla que nos anuncia que Clarence, por fin, ha recuperado las alas. Nadie nos invita a pensar, por ejemplo, si George Bailey, o cualquier miembro de su familia, morirá dentro de cáncer dentro de unos años, o víctima de un accidente de coche, o si, sencillamente, acabará siendo devorado en el futuro por su implacable enemigo, el tiburón Potter.
Con todo ello no pretendemos defenestrar (¡nada más lejos de nuestra intención!) a uno de los grandes clásicos del cine de todos los tiempos, pero sí nos gustaría dejar claro que, dentro de lo perfecto de ambas construcciones, Castro Merino nos habla de lo que en realidad es el mundo, mientras Capra nos describe cómo debería ser, o nos gustaría que fuera. Ambas creaciones artísticas poseen gran mérito y su disfrute simultáneo no es incompatible, si sabemos situarlas en los parámetros adecuados. En lo que sí coinciden ambos autores es en la necesidad del amor como único posible antídoto contra el sufrimiento por parte de los que ya están aquí. Este jamás podrá «salvarnos» ni «redimirnos», pero sí al menos nos hará la existencia más llevadera. Quedémonos con esa parte del mensaje.