El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 206 · enero-marzo 2024 · página 12
Artículos

La tauromaquia: entre lo bueno y lo bello

Sergio Álvarez Fernández

Tras presentar las distintas teorías sobre la tauromaquia siguiendo las coordenadas del materialismo filosófico, se discuten los trabajos al respecto de Ernesto Castro y Fernando Savater, y se considera la posible articulación de las esferas de la ética y de la estética a partir de la lógica de clases

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Introducción: a modo de gálea

Ocurre con la tauromaquia lo mismo que con el ecologismo, que lo que era un movimiento ético se ha terminado por convertir en campo de batalla político. En la medida en que nuestro preguntar se dirige a aquélla, se nos exige tomar una posición de partida, en parte para cubrirnos la testa, a modo de gálea, en parte para evitar equívocos. Adelanto ya que el que ahora escribe no es taurino; que, hasta el momento de iniciar este trabajo, jamás ha presenciado una corrida de toros; que no milita en partido político alguno; que nunca ha ejercido su derecho al voto; y que ni siquiera se puede decir que guarde especial simpatía ni por los “hunos” ni por los “hotros”. Esto no quiere decir que sea apolítico, algo imposible si es que uno quiere seguir siendo ciudadano, sino simplemente que no puede ser adscrito unívocamente a alguno de los dos “bandos” en liza.

Ahora bien, por mor de la honestidad intelectual, cabe decir que al autor tampoco le horroriza “visceralmente” la corrida. Es consciente del problema ético que la envuelve, pero no es animalista. Esto nada tiene que ver con sus opiniones acerca de la necesidad o no de prohibir la Fiesta. Sin falta de ser animalista, como veremos, uno bien podría ser igualmente partidario de su prohibición. Pero la distancia filosófica que le separa de los movimientos de liberación animal le permite, asimismo, no rechazar la tauromaquia por principio, y meterse de lleno a analizarla. Hacemos, pues, nuestras las palabras del filósofo judío:

“Y, a fin de investigar todo lo relativo a esta ciencia con la misma libertad de espíritu con que solemos tratar los temas matemáticos, me he esmerado en no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en entenderlas [...] Pues, aunque todas estas cosas son incómodas, también son necesarias y tienen causas bien determinadas, mediante las cuales intentamos comprender su naturaleza, y el alma goza con su conocimiento verdadero lo mismo que lo hace con el conocimiento de aquellas que son gratas a los sentidos” (Spinoza, 1986, p. 82-83).

Y también:

“[...] quiero volver a los que prefieren, tocante a los afectos y actos humanos, detestarlos y ridiculizarlos más bien que entenderlos. A ésos, sin duda, les parecerá chocante que yo aborde la cuestión de los vicios y sinrazones humanas al modo de la geometría, y pretenda demostrar, siguiendo un razonamiento cierto, lo que ellos proclaman que repugna a la razón, y que es vano, absurdo o digno de horror” (Spinoza, 2020, p. 208).

Así las cosas, trataremos de enfrentar la cuestión de la tauromaquia sin dejarnos llevar por nuestras pasiones. Sólo queda aclarar a qué clase de enfrentamiento nos estamos refiriendo. No será un enfrentamiento, como digo, político, en el sentido de defender o atacar la legitimidad de la Fiesta, argumentando a favor o en contra de su mantenimiento. Pero tampoco podremos evitar hacer referencia a este problema. No será un enfrentamiento estrictamente ético, tratando de señalarla como una ceremonia “buena” o “mala”, por referencia a los animales o por referencia a los hombres. Pero tampoco podremos evitar hacer referencia a este problema. Y, por último, tampoco será un ensayo exclusivamente “estético”, precisamente porque los aspectos políticos, y sobre todo los éticos, no los dejaremos a un lado.

Por tanto, aquello por lo nos vamos a preguntar será precisamente por la relación entre estos tres planos, entre la Ética, la Estética y la Política, si bien prestaremos especial atención a las relaciones entre los dos primeros. La tauromaquia nos servirá, pues, para delinear los límites entre ambas esferas, para responder a la pregunta acerca de si es posible un arte antiético o si, por el contrario, el Bien y la Belleza son dos enamorados que caminan siempre de la mano.

La estructura que vamos a seguir, pues, en este trabajo será la siguiente: primero, describiremos brevemente la ceremonia del toreo, con sus distintas fases y características; después, veremos qué problemas éticos puede suscitar y cómo han sido filosóficamente abordados; supuesto su carácter antiético, algo todavía por demostrar, si es que es posible, nos preguntaremos por la posibilidad de que, aun en tales circunstancias, pueda determinarse su carácter estético, o al menos el de alguno de sus componentes, dando pie a la pregunta por la autonomía del arte. Finalmente, y dada la actualidad política de la cuestión, no podremos terminar la exposición sin hacer referencia a esta última dimensión.

1. Acerca de los toros: cómo son y en qué consisten

Por lo anteriormente ensayado, ya puede adivinarse que este no es un trabajo acerca del arte de la tauromaquia, en el sentido de que lo que aquí nos proponemos no es tanto describir o analizar “la obra de la lidia”, si es que puede ser considerada como tal, algo que está por ver, sino, más bien, mirar a través de ella, utilizar la Fiesta como prisma desde el que ponderar las inconmensurabilidades entre el reino de lo Bello y el reino de lo Bueno. Sin embargo, nos parece que esta pregunta no puede ser llevada a buen término sin antes conocer y caracterizar la Fiesta en cuestión. Nuestro compromiso con este “ejemplo” nos exige conocerlo, al menos mínimamente, para poder elevarnos sobre y a partir de él.

Las corridas de toros consideradas en cuanto tales

Una corrida de toros no es sino una institución humana consistente, básicamente, en la lidia de estos animales por “una cuadrilla”. En una corrida genérica, tres matadores distintos lidian, cada uno con su cuadrilla, una pareja de toros; esto es: seis toros bravos. La duración de la ceremonia completa es de unas dos horas, a veinte minutos, aproximadamente, por animal. Los personajes fundamentales de la cuadrilla son el matador, con su traje de luces doradas; los subalternos o banderilleros, de plateado hábito, que son tres; y dos picadores, montados sobre un caballo protegido con un peto. Cada uno de estos personajes cumple un papel diferente e interviene en diversos momentos de la lidia. La faena que llevan a cabo en común termina, por lo general, con la muerte de la bestia: el toro de lidia. Todo este “ceremonial” se realiza ante la atenta mirada de un público más o menos enterado, que puebla las gradas sobre la arena que hace las veces de escenario.

Cada una de las acciones que la cuadrilla hace al toro son denominadas “suertes”, y estas suertes son las que estructuran la ceremonia, la “obra”, con un fin, dicen los taurinos, artístico. Pronto se entenderá en qué sentido. Martínez Parras (2002) nos dice que: “Las distintas suertes que integran la lidia de un toro no se realizan arbitrariamente, sino que se ejecutan siguiendo un determinado orden establecido, a través del tiempo, para lograr la mayor eficacia y rendimiento artístico” (p. 11).

La idea misma de “suerte” es importante porque apunta ya al núcleo esencial de la ceremonia. En cada lance, el torero o matador y su cuadrilla “echan” la suerte, “se la juegan” diríamos vulgarmente. Y lo que se juegan, se supone, no sería sino la misma vida. La idea de “suerte” es tan importante para la tauromaquia que se llega a hablar de “cargar la suerte”. “Cargar” es poner el peso, y es algo que pueden hacer tanto los banderilleros como los picadores y, sobre todo, el matador. Ya en la Tauromaquia ó Arte de torear (sic.), primer tratado de tauromaquia, de 1796, Pepe-Hillo define el acto de “cargar la suerte” como “aquella acción que hace el Diestro con la capa, quando (sic.) sin menear los pies, tuerce el cuerpo de perfil hacia fuera, y alarga los brazos cuanto puede” (Illo, 1786, p. 47).

Esta idea de “cargar la suerte” forma parte de ese complejo de ideas que tiene que ver con el componente estético de la lidia y que remite, en última instancia, al domino del toro por parte del torero. Especialmente con aquella terna, acuñada por Juan Belmonte de “parar, templar y mandar”. “Cargar la suerte” no es otra cosa que, una vez citado el toro, cuando éste llega a donde está el torero, adelantar la pierna “de salida” y cargar sobre ella el peso. Haciendo esto, el torero se arriesga a no poder retirarla cuando le sale al paso la bestia, por lo que está ligada esencialmente al “Valor” del torero. El señuelo del matador es también adelantado, guiando al toro y desviándolo de su recta carga, haciéndolo girar alrededor del Diestro sin éste mover un solo pie, tan sólo volteando sobre su cadera. “Parar, templar y mandar”.

Ciertamente, es el “mando” sobre el animal, haciéndolo pasar lo más cerca posible del torero, lo que, según los taurinos, confiere una dimensión estética, ya veremos que también numinosa, aunque muchas veces ellos mismos no lo sepan, a la lidia. Se supone que el mando, y el riesgo a él unido, implican, sobre el público, un factor emocional o comunicativo. “Cargar la suerte” también pueden hacerlo piqueros y banderilleros, pero no es cuestión de describir ahora sus lances. También es cierto que los distintos teóricos y practicantes de la tauromaquia han teorizado sobre esta cuestión y que existen múltiples escuelas de toreo, pero esta tampoco nos interesa en este momento.

Lo que tratamos de introducir aquí ya, a través de esta figura, es la idea de que el toreo tiene una manera de hacerse “bien”, que no todo lance es un “buen” lance, y que la “buena” lidia ha de respetar una serie de normas. Normas que no siempre se valoran igual y que dependen de la forma en que cada cual conciba “el arte”. Para Domingo Ortega, por ejemplo, no hay toreo sin cargar la suerte, porque sin ella no se puede mandar. Algo similar dice Corrochano (1966), otro importante ensayista taurino:

“Torear es mandar en el toro, hacer lo que se quiera del toro, tener el toreo en la mano; si no se manda en el toro, si el toro no va por donde quiere el torero que vaya, no torea el torero, el que torea es el toro. Y no se puede mandar al toro si no se carga de la suerte” (p. 219).

Es más, indicará que si en lugar de echarse adelante, el torero retrocede, si en lugar de cargar la suerte, el torero la “descarga”, entonces no estará toreando, sino des-toreando. Porque habrá perdido el mando sobre la bestia y con ello la esencia del toreo.

Pero, tras este breve excurso acerca de una “suerte” muy especial, regresemos a las “suertes” que componen la lidia. Aquellas acciones que hemos nombrado como tales, se organizan dando lugar al proceso seriado que constituye la lidia como un todo, y que da pie a hablar de sus “tercios” o partes. Son “tercios” porque son tres, tres momentos bien definidos en que cada uno de los miembros de la cuadrilla ha de faenar, y no de cualquier forma.

El primer tercio, conocido como “tercio de capa y de varas” es aquel que se lleva a cabo según suena el clarín de inicio. En él, los subalternos, aunque también puede participar el matador, “corren” delante del toro, midiendo sus “pies”, esto es: la velocidad con que se mueve, de tal forma que el matador pueda ver cómo responde el toro, desde dónde hay que citarlo y qué cabe esperar del animal. Es, en buena medida, una primera toma de contacto. Una vez hecho esto, el Presidente, aquel que lleva la batuta de la ceremonia, manda entrar a los picadores, montados, que, con una pica “limitada”, en el sentido de que tiene un “tope” más allá del cual no se clava, “picarán” al toro a la altura de la cerviz. El objetivo de esta práctica es causarle daño, desgastar sus fuerzas y hacer que, durante el resto de la lidia, embista con la cornamenta baja (de ahí el dicho de “bajar la cerviz”). En definitiva, disminuir su embate y corregir los defectos que pudiera tener. “Guiar”, diremos, las ulteriores embestidas del animal a base de infringirle en la zona superior de su “cuello”, en el morrillo, heridas de profundidad limitada. En rigor, esta zona parece ser poco sensible para el animal y los “puyazos”, en teoría, no buscan acabar con el toro, sino solamente templarlo: rebajar su ímpetu, pero tampoco en exceso. En Martínez Parras (2002) se puede encontrar una descripción breve, con imágenes, de los principales pases o suertes durante el “toreo de capa” y de las distintas formas de enfrentar la suerte de varas.

El segundo tercio de la lidia, el “de banderillas”, es en cierta forma el reverso de la “suerte de varas”. Si en aquella lo que se buscaba era atemperar al toro, ahora se persigue reanimarlo, reavivar su ímpetu para que la sangre vertida con las varas no “estropee” el resto de la faena. Lo mismo que en el primer tercio de la lidia, la forma en la que el toro reaccione a la ejecución de las banderillas, cómo se mueva, será información que el matador deberá tener en cuenta de cara al último tercio. Por lo general, quienes llevan a cabo el “a-banderillamiento” suelen ser los subalternos, aunque no siempre. La norma es aplicar tres pares de banderillas, si bien, en caso de participar el matador, pueden ser cuatro. Estos “palos”, como aguijones, se supone espolearán al toro en sus acometidas, y son clavados por detrás del morrillo en una maniobra arriesgada que puede tomar, también, diferentes perfiles (Martínez Parras, 2002).

Por último, el tercero de los tercios deja paso a lo que podría ser considerada la “verdadera” tarea del matador. Se lleva a cabo en dos partes: la “faena de muleta” y la “suerte de matar”. Según Martínez Parras (2002), en ésta, como en otras partes de la lidia, se han dado variaciones históricas. Así, si en el siglo XVIII apenas se daba importancia a la “faena”, siendo la “suerte de matar” el elemento central del tercio, al irse transformando las “técnicas de muerte”, el trabajo con la muleta fue cobrando mayor relevancia. Veámoslo:

“La sustitución de la suerte de matar recibiendo por la menos arriesgada suerte del volapié fue lo que supuso el origen de la faena de muleta. Para ejecutar la suerte de recibir era necesario que el toro tuviese cierta movilidad, mientras que, al volapié requería que el toro estuviera agotado. Para lograrlo, los matadores comenzaron a prolongar el muleteo, con miras a quebrantar a los toros, quitarles facultades y dominarlos, comenzando así a abrirse paso la faena de muleta que, hoy, es la esencia del toreo; el eje fundamental de la actuación del matador” (Martínez Parras, 2002, p. 49).

Como el lector ya podrá suponer, este es el momento de “mayor lucimiento técnico”, cuando el torero se las ve con su central tarea: la de parar, templar y mandar. Por supuesto, y a pesar de lo que pudiera parecerle a un espectador inocente, desinformado, como el que fue quien ahora escribe, el “arte” del toreo, que no tiene tanto que ver con darle muerte al animal cuanto con dominar a la “bestia”, por más que la muerte termine siendo su conclusión “inevitable”, acoge un repertorio técnico de enorme riqueza. Los pases, las “cabriolas” y manierismos del matador son variados y no se llevan a cabo de cualquier manera. Ya hemos visto la importancia que los teóricos de la tauromaquia han dado al “cargar la suerte”. No cabe aquí desarrollar todos y cada uno de los pases que se pueden realizar durante la faena de muleta, entre otras cosas porque los propios toreros, a la manera como lo hacen los artistas, también “innovan”, también son geniales, en el sentido de patentar y “firmar” nuevos pases, nunca antes realizados. No es, pues, una técnica fosilizada, imperturbable, sino que los toreros están insertos en una tradición que no pueden dejar de desarrollar; tradiciones, por cierto, que no dejan de entrar en liza, organizándose en escuelas o formas de entender “su arte”. También en la lidia hay modas, así como “piezas” que, una vez “compuestas”, los actores “representan” o “interpretan” con peor o mejor fortuna. 

Señalaremos para dar cuenta de ello el caso de uno de los posibles pases de “inicio de faena”, esto es: aquellos muletazos o pases de muleta con que da comienza el tercio. Según en qué condiciones se encuentre el animal, es posible comenzar tanteándolo o gran “espectacularidad y riesgo”. Así describe Martínez Parras (2002) el “cartucho de pescado”:

“Pase popularizado por Pepe Luis Vázquez, que lo realizó por primera vez en público en la plaza de toros de Sevilla, en mayo de 1938, aunque El Espartero lo había practicado con anterioridad. En la realización de este pase el torero se coloca, a cierta distancia del astado, con la muleta plegada en la mano izquierda y la espada en la derecha y apoyada ligeramente en la cadera. En esta situación cita al toro y aguanta, con la muleta plegada, hasta que el animal llega a la distancia apropiada, en cuyo momento el matador despliega la muleta y ejecuta el pase que técnicamente es un pase natural, siguiendo, normalmente, toreando por naturales. Se puede ejecutar en el tercio o con el torero en el centro del ruedo y el toro en el tercio o en la barrera. En cualquier caso, cuanto mayor sea la distancia que separe a ambos más espectacular y arriesgado resultará el pase” (p. 51).

Hay como éste decenas de pases, hecho que evidencia el enorme repertorio técnico, artístico, a disposición de intérpretes y espectadores. No se puede realizar de cualquier modo; puede darse un cierto virtuosismo que, si bien para aquellos que no “estamos en el ajo” nos resulta un galimatías, es coherente suponer que, para los “entendidos”, sea susceptible de recibir valores estéticos. Así, hablarán de la “belleza” o de la “elegancia” de un pase, de la “clase” del matador, de su “estilo” y “seña”; en definitiva, de su manera o arte de torear. Esto no debería sorprender a nadie.

Yo mismo, que me considero un analfabeto musical, cuando escucho una pieza de Mozart o de Beethoven, soy incapaz de decir por qué es “buena”, por qué es “bella”. Es “bella” porque así me lo han hecho saber, no porque yo entienda qué es lo que está sucediendo. Más allá del “valor social” que esa pieza ha recibido, valor que, por supuesto, hay que suponer le viene conferido por el juicio que les merece a quienes realmente la entienden, a quienes realmente han estudiado música y son capaces de “totalizarla”, de comprender qué es lo que allí está sucediendo; repito, al margen de ese “valor”, para un “sordo musical” como yo, esa música es ruido, un ruido elaborado, pero ruido al fin y al cabo, precisamente porque esa elaboración me resulta incomprensible. Algo similar podemos pensar que ocurre con la lidia y, en general, con cualquier técnica, que solo es comprensible, y por tanto valorable, cuando se entiende cómo y de qué manera ha sido hecha, cuando se habla su misma lengua. Y esta conversación, decimos, concluye en la tauromaquia con la “suerte de muerte”, cuando el matador inca su espada y termina con la vida del animal, ya “dominado, cuadrado y listo para la suerte final” (Fernández Tresguerres, 1993, p. 121). Es entonces cuando se reparten los premios, y cuando, de juzgarse merecido, se le concede el indulto al toro, por sus cualidades, para ser usado como semental. De estos premios no nos interesa más que el hecho de que se conceden, pues revela, efectivamente, que hay formas mejores y peores de faenar, mereciendo algunas de ellas, a juicio del público y del Presidente, su debido reconocimiento.

Por tanto, lo que hemos tratado de presentar en esta breve semblanza de la lidia, es cómo, sobre la base de los “tercios”, ésta se organiza siempre secuencialmente. Cada “suerte” tiene su momento y su manera de hacerse. Ahora bien, sobre este protocolo, sobre esta secuencia, que es siempre la misma, el torero tiene espacio para adornar la faena. Nos dice Fernández Tresguerres (1993) que:

“los tercios prescriben el orden que necesariamente han de seguir los obligados actos y suertes que constituyen la faena, pero el modo de desarrollar aquéllos o de ejecutar éstas depende del torero, de su peculiar estilo y de su talento, dos de las principales cosas que el buen aficionado sabe ver y apreciar” (p. 120).

Ni siquiera el número de pases que hay que realizar está previamente fijado. El torero debe llevar a cabo tantos cuantos sean necesarios en orden a disponer al toro para su muerte. Este es el arte del toreo: el de dominar al animal. Todos esos pases, de número incierto, deberán estar sin embargo ligados, seguidos unos de otros; y la perfección que el público espera del intérprete es superlativa. Así, nos dice Corrochano (1989, p. 261; citado por Fernández Tresguerres, 1993, p. 121): “la faena más perfecta es aquella en que el toro cae herido en el mismo sitio donde se le dio el primer pase”. Baste esto, de momento, para tener presente aquello en lo que la tauromaquia consiste en cuanto tal.

2. Acerca de lo que la tauromaquia es

Ya sabemos en qué consiste la lidia, pero describirla no basta para saber qué es, y sin saber esto no podremos avanzar un paso en nuestra tarea de dibujar los límites entre la Ética y la Estética. En este punto seguiremos las líneas de Fernández Tresguerres (1993), acaso el ejemplo más riguroso y sistemático de enfrentar el problema, precisamente porque es capaz de dar cuenta de una “Teoría de teorías del toreo”.

Para acercarnos a ella es necesario exponer, antes que nada, sus presupuestos de partida. Fernández Tresguerres trabaja desde las coordenadas sistemáticas del Materialismo Filosófico, vinculado al filósofo español Gustavo Bueno. Desde principios de los años 70 esta “escuela” ha ido elaborando, sobre las líneas fundamentales del “maestro”, un “mapa del mundo”, un verdadero ejemplo de sistema filosófico. Con el transcurso de los años, han ido tratando, preferentemente, diversos temas, y entre los 70 y los 90, algunas de las cuestiones “de moda” fueron las relativas a lo que podríamos llamar una Antropología Filosófica. En 1971 se publicó Etnología y Utopía; en 1978, el artículo en El Basilisco titulado Sobre el concepto de “espacio antropológico”; en el 84, otro artículo: Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias; y en 1985, la obra más importante para este trabajo, El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión.

Estos son los cimientos sobre los que se alza la “Teoría de teorías del toreo” de Fernández Tresguerres. Para comprender su significado deberemos detenernos a explicar dos ideas fundamentales: por un lado, la noción de espacio antropológico; por otro, la tesis central del Animal divino, a saber, que Dios no está hecho, como decía Feuerbach, a imagen del hombre, sino que lo estaría, más bien, a imagen y semejanza de los animales.

La doctrina del Espacio Antropológico y el Animal divino

Expuesta inicialmente en Sobre el concepto de “espacio antropológico” (Bueno, 1978), y reelaborada en El Sentido de la Vida (Bueno, 1996), la doctrina del espacio antropológico pretende situar, coordinar, los distintos materiales antropológicos según cómo se nos den en su relación con el hombre. Tal espacio estaría dado por la composición de tres ejes: el eje circular, el eje radial y el eje angular. Decimos circular al eje que contiene las relaciones del hombre con otros hombres; decimos radial al eje que contiene las relaciones del hombre con la “naturaleza muerta”, con los seres inanimados; y decimos angular al eje que contiene las relaciones del hombre con otros seres que, siendo racionales, no son humanos, y que se nos presentan como “numinosos”.

En El Animal divino, por su parte, Gustavo Bueno (1985) desarrolla una teoría materialista de la religión, cuya esencia, plotiniana, puede ser entendida como compuesta por un núcleo, un cuerpo y un curso. El núcleo de la religión, aquello desde lo cual se parte, es un referente “real”: los animales. Nuestra relación con ellos, en cuanto númenes, en el sentido de Rudolf Otto, sería precisamente “el contenido objetivo de la experiencia religiosa” (Fernández Tresguerres, 1993, p. 88). Cuerpo y curso tendrían que ver, precisamente, con aquellos elementos que se van tejiendo alrededor del núcleo y que van transformando la forma misma de la religión a lo largo del tiempo. Pues bien, el curso de la religión quedaría así caracterizado como el paso de la religión primaria, en la que los númenes tienen un papel central, hacia formas de religiosidad secundarias, en las que los númenes quedan insertos en un “nuevo marco de referencias” (Ibid., p. 89), proyectados sobre el firmamento, sobre las constelaciones del Zodiaco, p.e. Este paso, que comienza a darse a partir del Neolítico, cuando el hombre domestica a los animales, supone que la numinosidad es ahora atribuida o predicada del hombre mismo, que sube a los distintos panteones politeístas en los que, sin embargo, todavía pueden verse restos de religiosidad primaria (véanse las metamorfosis de Zeus o, quizás el ejemplo más típico, los dioses mitad humanos, mitad animales, de la religión egipcia). Finalmente, el periodo terciario, crítico con la deriva politeísta, habría enfilado el camino, informado por la filosofía, hacia el monoteísmo metafísico, antesala del ateísmo. No hay que entender, sin embargo, este proceso como evolutivo en un sentido unívoco, unidireccional, porque constantemente se están produciendo refluencias de formas de religiosidad anteriores y originales.

Armados con estos conceptos estamos ya en disposición de enfrentar la “Teoría de teorías” de Fernández Tresguerres (1993, p. 150 y sigs.), según la cual son tres las alternativas que se pueden tomar para definir qué clase de ceremonia son las corridas de toros:

Teorías circulares: Son aquellas que encierran la esencia del toreo en el contexto de las relaciones de los hombres con otros hombres. A esta clase de teorías pertenecen aquellas que entienden la lidia en clave sociológica, moral, política o psicológica. Es el caso, por ejemplo, de aquellos que la entienden como una forma de “educación” del espíritu masculino o de aquellos que ven en ella, como Tierno Galván, una representación simbólica de las relaciones erótico-sexuales, encarnada en la aplicación misma del lenguaje taurino a las “formas femeninas”. No puedo resistirme a citar algún pasaje:

“Nótese, sin embargo, para citar un ejemplo, cómo se dice de la mujer que ostenta gallardía en el busto que “os tiene bien puestos”, dicción habitual entre los aficionados para elogiar la cornamenta que se proyecta bien y es como debe” (Tierno Galván, 1988, p. 8).

Y, otro “par de perlas”:

“el español ve el trato erótico con la mujer en estrecha relación con la actitud del torero ante el toro. En lo que afecta a las relaciones eróticas, la mujer se ve como una entidad rebelde y bravía a la que hay que domeñar por los mismos medios y técnica que se emplean en la brega taurina” (Tierno Galván, 1988, p. 8).

“Desde este punto de vista, uno de los lugares comunes de la cultura española, Don Juan, coincide con el torero. Uno y otro son dos versiones de una misma, profunda, postura ante el mundo. Don Juan juega con el amor; el torero, con la muerte. No es que Don Juan no arriesgue la vida en el juego, es que este riesgo resulta de menor importancia que la fruición de la que procede la burla. En el toreo, la jugada con la muerte sirve de base a la fruición de burlar y vencer. Don Juan, diestro del amor; el diestro, Don Juan de la muerte” (Tierno Galván, 1988, p. 8).

Teorías radiales: Son aquellas que encierran la esencia del toreo en la relación del hombre con la naturaleza. Ciertamente no son las más comunes, en la medida en que supondrían negar la importancia tanto del hombre como la del toro, lo cual, dicho sea de paso, oscurece más que aclara. Tresguerres cita a Gil Calvo, quien da una interpretación en clave harrisiana de la tauromaquia, esto es: en clave proteico-energética, de acuerdo con los postulados del determinismo ecológico de Marvin Harris.

Teorías angulares: Son aquellas que encierra la esencia del toreo en la esfera, más o menos amplia, de los fenómenos religiosos.  Las posiciones que pueden defenderse son muy variadas, de carácter tanto idealista como materialista. Fernández Tresguerres en consonancia con su adscripción filosófica, toma partido por estas últimas. Pues bien, su teoría, adecuadamente documentada, señala cómo, de la primaria relación con el numen “toro”, estas relaciones genuinamente angulares han pervivido en las formas de religiosidad secundaria y terciaria a través del culto y del sacrificio. Estas relaciones han ido sufriendo un trasvase hacia contextos o ámbitos profanos, donde cabe situar hoy en día la lidia. Como él mismo señala:

“La interpretación del toreo que aquí se propone va, pues, en la línea de reconocer la existencia de un vínculo de religiosidad real (objetiva) entre el hombre y el toro, que se encuentra en el origen y la base de la corrida española, la cual ha de ser vista, por tanto, como una refluencia de antiguas formas de religiosidad primaria y secundaria, que perviven (como juego) [o arte, apuntaba sólo un poco más arriba] en el seno de las religiones terciarias, pero cuya comprensión esencial es imposible a menos que se reconozca de modo expreso su origen y carácter religioso” (Fernández Tresguerres, 1993, p. 155-156).

En este punto es importante señalar el componente etológico que entraña la lidia. Y no es esto de extrañar, supuesta en su núcleo la “angularidad”: la relación del hombre con otros sujetos que operan racional o raciomorfamente, pero que no por ello son humanos. Este componente, que nosotros ciframos en lo que los etólogos llaman “relaciones de dominación”, puede encontrarse en la propia esencia del torear: en el parar, templar y mandar, tanto cuando se lo interpreta como unido al “cargar la suerte”, como cuando se hace ya directamente en sentido “territorial”, de pugna por el “espacio” con el toro. Que el toreo sea el arte de dominar al uro implica dejar de ser dominado por él. El sentimiento numinoso, como algo a la vez extraordinario y terrible, que hay que suponer en el hombre de las cavernas, deja paso en el Neolítico a la domesticación de los animales. Ya hemos visto su efecto sobre la religión. Es ese dominio el que queda escenificado, interpretado sobre la arena de la plaza. Martínez Parras (2002) lo ejercita claramente cuando describe el pase de “dobladas o doblones”:

“La pierna de salida está generalmente flexionada y muy adelantada, mientras que la otra se mantiene estirada o incluso de rodillas. Respecto al trazo del muletazo, éste es muy curvilíneo por lo que se obliga al toro a doblarse. De ahí, precisamente, el nombre de doblada o doblón. Se utilizan para someter y castigar a los toros poderosos, para enseñarles a embestir largo o para corregirles defectos como llevar la cabeza alta, cabecear o tener tendencia a huir. Cuando se ejecute como un pase de castigo, el torero debe adelantar mucho la pierna de salida, forzando la trayectoria del animal, echarle la muleta al suelo y arrastrarla por la arena para hacerle humillar y sacársela por debajo de la pala del pitón. Al final de este movimiento debe mostrar la muleta por el lado contrario con lo que se le quebranta al hacerle girar. De esta forma, se obliga mucho al toro al doblarse bruscamente” (p. 53).

El lenguaje es claro: castigar, dominar, enseñar. Lo mismo que apuntaba Tierno Galván, si bien ahora sin referencia al trato con las mujeres. El torero burla al toro, lo adiestra sobre la arena para que todos lo vean, y emplea para ello su arte: corrige sus defectos a la carga, lo humilla y, finalmente, cuando ya “lo ha preparado”, le da muerte. Las resonancias simbólicas de interpretar este fenómeno en clave etológico-religiosa son de lo más sugerentes.

Nosotros, ya lo hemos adelantado, seguiremos esta interpretación “angular” de la ceremonia, entendiendo que lo esencial a ella es ser una relación “religiosa” con el toro, en el sentido descrito, si bien depurada hasta tomar la forma de un juego o de un arte de la dominación. Entendido así, ahora lo que se interpone en nuestro camino es la pregunta central de este trabajo: si, supuesto que sea una ceremonia antiética, este carácter niega su condición de arte, o si, por el contrario, es posible concebir una forma de “arte sangriento”, una “danza de dominación y muerte”, “sacrificial”, como la que hemos descrito en este apartado. Repito que lo que aquí nos interesa no es tanto si debe prohibirse o no, aunque no podamos dejar de preguntárnoslo dado su carácter de “problema candente”, sino, simplemente, de qué manera puede servir la tauromaquia para ilustrar la relación de la Ética con la Estética.

3. La Ética de la tauromaquia

Ya que nuestro preguntar se dirige precisamente hacia las relaciones entre lo Bello y lo Bueno, no podemos dejar de lado la cuestión de la Ética ¿Es la tauromaquia una práctica ética o no? ¿Cuáles son las condiciones para que lo sea? ¿Qué posiciones se pueden mantener al respecto? Todas estas cuestiones son las que ahora nos atañen.

No podemos aspirar aquí a resolver los innumerables problemas que envuelven el campo de la Ética. Pero en la medida en que la mayoría de las argumentaciones, tanto a favor como en contra, adquieren el carácter de argumentación moral, es indispensable, al menos, presentar un mapa mínimo.

En Ética, estética y política, Ernesto Castro (2020) elabora una clasificación de las posibles posiciones que cabe mantener con respecto al toreo. Tomando como variables la orientación (a favor o en contra) y la motivación (política, ético-moral o estético-religiosa), forma una tabla de doble entrada en la que quedan situados los principales figurantes en el debate de los toros. Esta clasificación nos resulta útil por cuanto que hace explícita mención de algunos de los autores que ya hemos abordado, así como de otros que estamos por abordar.

Entre las motivaciones de orden político, señala Castro (2020) aquellas que ven en la prohibición de la tauromaquia un atentado contra la unidad de España. Estas, por supuesto, solo pueden entenderse en el contexto catalán, donde las corridas de toros fueron prohibidas, en 2010, “por razones presuntamente éticas”. Ernesto se las atribuye a las organizaciones patrióticas españolas, aunque cabría matizar que este argumento podría ser utilizado tanto a favor de los toros, por esas mismas organizaciones, como en contra, en caso de que efectivamente hubiera sido una cuestión más política que ética la que hubiera precipitado su prohibición en Cataluña. En contra, por motivos políticos, menciona Ernesto a Francisco de Quevedo y a otros tantos intelectuales que vieron y ven en la lidia una instancia de perversión de las costumbres y las gentes. No obstante, tampoco esto nos parece del todo ajustado, pues bien se podría argüir que, semejantes ideas, se mueven de hecho en el plano moral antes que en el político.

El segundo grupo de argumentos giran en torno a la dimensión ético-moral de la lidia. A favor por motivos éticos sitúa Ernesto Castro a Fernando Savater (2020), autor de Tauroética. Ciertamente, Savater entiende que la Ética no es cosa que cubra la relación del hombre con los animales, a los cuales considera, contra los hallazgos de los etólogos del siglo XX, seres no-inteligentes, sujetos a sus instintos, “pobres de mundo” o “embargados” que diría Heidegger. Según Fernando Savater (2020):

“la ética no proviene de nuestras similitudes evolutivas con otros seres vivientes, sino de la capacidad única y específica de distanciarnos reflexivamente de la finalidad natural inmediata y poder afirmarla o rechazarla. Precisamente la actitud ética es el reconocimiento de esa excepcionalidad humana y no la afirmación de su continuidad con el resto de la animalidad” (p. 36).

En puridad, no nos parece que Savater esté “a favor de los toros por motivos éticos”. Es más, no nos parece que sea posible estar “a favor” por tales motivos. Argumentos éticos pueden estar a la base de su rechazo, pero no de su aprobación. No creo que sea posible, al menos hoy por hoy, imaginar a una persona diciendo algo así como: “hay que mantener la fiesta de los toros porque es nuestro deber ético para con el resto de nuestros semejantes”; mucho menos a alguien que pudiera pensar que matar al animal es bueno para el animal mismo. De hecho, la única forma posible de argumentar a favor de la dimensión ética de la tauromaquia es desde presupuestos animalistas, lo cual no deja de resultar paradójico. Y con esto quiero decir que solo es posible argumentar la “bondad” de la lidia desde la idea de que el “bien” está en función de la utilidad, entendida ésta en términos de placer y dolor. Solo en clave sensualista puede decirse que la utilidad agregada del toro, a lo largo de su buena vida en la dehesa, puede justificar su muerte en la arena de la plaza. Las motivaciones éticas en contra son fáciles de imaginar. Estas pueden ir desde el animalismo “mondo y lirondo”, que entiende que todo daño infligido contra un ser sentiente es por definición “malo”; hasta el argumento más sutil de que la “maldad” de los toros no radica tanto en el daño que se produce al animal, cuanto en la violación que supone para la dignidad del hombre. Este último punto queda confundido en la clasificación de Ernesto, pues no sólo no aparece en el cuadro correspondiente a la ética y a la moral, sino que, como hemos visto, aparece en el cuadro “político” y, además, entre los argumentos estético-religiosos en contra.

Por último, entre los argumentos estético-religiosos a favor, Castro identifica la obra de Tresguerres (1993), así como las opiniones de intelectuales como Vargas Llosa, Chaplin o, quizás el más destacado, Ernest Hemingway, cuyas declaraciones al respecto son más que conocidas. Cierto es que la tauromaquia ha inspirado múltiples obras de arte, y que la exposición de Fernández Tresguerres se lleva a cabo en clave religiosa. Sin embargo, no nos parece que de Tresguerres se pueda decir que “está a favor”, aunque de su obra se puedan extraer argumentos en ese sentido. Tal y como nosotros la entendemos, la obra del asturiano es, como la nuestra, una exposición más o menos “neutral” en el terreno político, en el sentido de que no se preocupa realmente de la necesidad o no de prohibir la ceremonia, sino de entenderla en cuanto tal. Si de sus conclusiones pueden extraerse consecuencias “a favor”, no es necesariamente porque él lo esté (al menos a priori). Es más, nos parece perfectamente posible asumir las líneas fundamentales de su trabajo y estar en contra. Si de su análisis filosófico se sigue la debilidad de muchos de los argumentos antitaurinos, esto no es porque tenga un especial compromiso con la Fiesta, sino porque, efectivamente, tales argumentos son débiles; al menos desde las coordenadas filosóficas que asume Tresguerres. En honor a la verdad, hay que decir que, si de la obra de Tresguerres quisiéramos “extraer” su posición “en limpio”, no estaría tanto a favor de mantener los toros, cuanto en contra de los argumentos “éticos” que buscan prohibirlos, pues él, como Savater, restringe la ética al orden de las relaciones “circulares”, aquellas que ligan al hombre con el hombre. Y, volviendo sobre el mismo Savater, diremos que su postura representa más la dimensión “estético-religiosa” que la ética. Pues Savater sí que está “a favor”, y lo está porque los toros son para él algo excepcional, algo que pone sobre la mesa la “realidad de la muerte”. Según él, en la plaza, el toro muere por nosotros.

“Son precisamente esas dos manifestaciones [la muerte como riesgo permanente y la muerte como destino final] las que ocupan el centro de la plaza en la fiesta: en el caso de los toreros, como riesgo que se esquiva y con el que se juega en un perpetuo estilizamiento que se sobrepone al miedo de lo que conocemos demasiado bien; y en el caso del toro como destino que finalmente se cumple, porque el animal muere en nuestro lugar esa muerte que él desconoce y nosotros vemos aplazada gracias al arte” (Savater, 2020, p. 78).

En este punto, como en aquel de comprender la relación con los animales en clave más bien religiosa que ética, como “compasión”, la posición de Savater es solidaria de la de Fernández Tresguerres, y si es solidaria, nos gustaría añadir a modo de exégesis, es porque, una vez circunscrita la ética al “eje circular”, al “mundo de los hombres”, y distinguida la vida animal de la vida humana; una vez reconocido esto, así como el hecho de que los animales tampoco son máquinas; entonces, solo nos queda concebirlos “angularmente”. En este punto, si se quieren defender los toros, o bien se hace desde el punto de vista de considerarlo un arte, o bien se hace tomando su dimensión religiosa “sin ambages”, hablando abiertamente de su carácter sagrado. Y dado que esto último sería hoy anacrónico, no sorprende que ambos deriven hacia lo primero, siendo más claro en este punto Savater, precisamente porque a él “le va la vida” en su defensa de la lidia. Por eso, la categoría de clasificación “estético-religiosa” de Ernesto Castro nos parece tan sugerente. Con todo, adelantamos, no creemos que el carácter “artístico” del toreo sea tampoco un argumento demasiado fuerte en favor de su mantenimiento.

Así, a modo de resumen, apuntaremos lo siguiente. Según el rango o la extensión que atribuyamos a la Ética podremos distinguir entre una ética antrópica, que restrinja la relación moral al círculo de las relaciones humanas, y una ética anantrópica, que extienda dicha relación moral: bien para abarcar a los animales o a otros sujetos racionales, como Kant, bien para englobar al mundo o a la Biosfera misma, como podría ser el caso de la hipótesis Gaia de James Lovelock. Según dónde nos situemos, si optamos por la visión de la ética antrópica, podremos decir que la tauromaquia no tiene una dimensión ética, y que si la tiene es por el “efecto degradante” o ”perverso” que ejerce sobre el hombre; pero, si entendemos que la ética es anantrópica, entonces quedará claro que la relación con el toro será susceptible de recibir estatus ético, y ya solo quedará determinar si esa relación debe ser considerada individualmente (con cada toro singular), específicamente (con la especie en general) o ecológicamente (para el ecosistema o el planeta mismo).

De entre todas estas opciones solo hay tres que supongan un problema para la cuestión que aquí estamos tratando: la de la relación de lo Bueno con lo Bello. Desde el punto de vista antrópico, solo será cuestionable en qué medida es el acto de dar muerte a un animal “malo” para el hombre; desde el punto de vista anantrópico serán cuestionables, en primer lugar, los efectos “climáticos” y “ecológicos” de las dehesas (p.e. si fuera “mejor” utilizar esos terrenos para la agricultura y el sostenimiento de una dieta vegetariana), y, en segundo lugar, desde el punto de vista del toro singular, si es “malo” darle muerte, bien porque el dolor sea “malo en sí”, bien porque el “agregado de placeres/dolores” no compense su “buena vida” en la dehesa.

Nosotros tomaremos parte, aquí, por la opción de “mayor compromiso” para la independencia entre lo Bueno y lo Bello: aquella que entiende que la lidia es “mala”, éticamente hablando, por el daño que necesariamente le inflige a otro ser vivo. Tomaremos esta posición no porque sea la nuestra, sino porque es aquella que en peor situación la deja. Si la lidia, asumiendo su “maldad”, puede seguir manteniendo elementos “bellos”, entonces quedará probada la independencia, al menos relativa, entre lo Bello y lo Bueno.

4. Belleza y Bondad

Recorridas ya las principales posiciones que pueden ser defendidas en relación con el carácter ético, o no, de la lidia, hemos decidido asumir la “peor” de las opciones, aquella que la destaca como intrínseca e irremediablemente “mala”. Hemos dicho que esta es la “peor” por cuanto que transparenta, a efectos de nuestro trabajo, la difícil relación entre lo Bello y lo Bueno. Nos preguntamos ahora, pues, si una “danza de la muerte”, “sangrienta” y “mortal” puede ser o no artística, susceptible de recibir una valoración estética.

Es interesante señalar que la confusión entre lo Bello y lo Bueno, entre la Ética y la Estética, no ha sido infrecuente; que muchos sostienen, efectivamente, que el arte no puede ser “malo”, que “la tortura no puede ser cultura” o que, incluso lo “feo”, lo “horrendo” y lo “grotesco”, una vez que son tematizados estéticamente, se traducen en valores “positivos”, en “bellos” y, por tanto, “buenos”. Lo que nos interesa aquí es esto último: si por “bello” algo ha de ser “bueno”, o si por “bueno” algo ha de ser “bello”.

La confusión es milenaria. Ya en el Gorgias se sirvió Sócrates de esta confusión para desbaratar los argumentos de Polo (Platón, 2018, pp. 78 y sigs.). Trataba Polo de demostrar que cometer una injusticia es mejor que padecerla ¿Cómo pudo desdibujar el Sócrates platónico sus asertos? Preguntando primero no ya por la injusticia de la acción, antes bien, por su “fealdad”. “Más feo” le pareció a Polo cometer una injusticia, si bien se negó a aceptar que por ello fuera también “más malo”. Vemos en Polo una primera separación entre la fealdad y la maldad.

Ahora bien, Sócrates prosigue, y aquí nos ceñiremos al texto (Platón, 2018, p. 81):

Sócrates.– Comprendo. ¿Tú no crees, a lo que parece, que lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo sean la misma cosa?

Polo.– Ciertamente que no.

Sócrates.– ¿Qué dices de esto? ¿A todas las cosas bellas en cuestión de cuerpos, de colores, de figuras y de profesiones las llamas bellas sin relacionarlas a algo? Empezando por los cuerpos hermosos, cuando dices que son bellos, ¿no es refiriéndoles a su uso, a causa de la utilidad que puede obtenerse de ellos o en vista de cierto placer cuando su aspecto despierta un sentimiento de agrado en el alma de los que los contemplan? Aparte de ésta, ¿hay alguna otra razón que te haga decir que un cuerpo es hermoso?

Con esto obliga Sócrates a Polo a reconocer que lo feo está definido en términos del dolor y de la maldad, así como lo bello lo está en función del placer y de la utilidad; siendo una cosa más fea o más bella que otra porque causa más dolor o más placer, o porque resulta más mala o más útil, respectivamente. Una vez aceptado este emparejamiento de ideas ya resulta sencillo concluir que la injusticia, en tanto que es “más fea”, “más vergonzosa”, es también o más dolorosa o más mala, y como no es dolorosa, entonces es mala. Por eso nadie, dice Sócrates, preferiría la injusticia a la justicia, porque nadie elegiría lo feo y lo malo sobre lo bueno y lo bello.

Sócrates se ha valido de la identificación de lo bello con lo bueno, y en esa confusión ha enredado a Polo hasta hacerle confesar aquello de lo que en un principio renegaba. Pero ¿es lícita esta identificación? ¿De veras es lo bueno lo mismo que lo bello? ¿Acaso no se ha valido Sócrates de una verdadera confusión? ¿No ha enturbiado más que aclarado la relación entre estos dos “valores”? Nosotros creemos que sí, pero esto es algo que aún está por demostrar.

Al final de su “Proemio” a “Ética, Estética y Política”, Ernesto Castro (2020) apunta lo siguiente:

“Una de las estrategias argumentativas más recurrentes de este libro consiste en discriminar entre distintos campos de valores potencialmente antagónicos, en afirmar que la ética, la estética y la política no tienen por qué estar siempre de acuerdo. [...] Algunos lectores solapados, de los que se quedan en las solapas de los libros, pensarán que la relación que quiero establecer entre la ética, la estética y la política es la misma que hay entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Allá ellos.” (pp. 19-20).

A este grupo de “confusionarios” pertenecería el Sócrates del Gorgias, aunque, si no nos equivocamos, no podría haber sido de otra forma tratándose del Sócrates platónico. Y es que, como es de sobra conocido, la estructura jerárquica del Mundo de las Ideas estaría presidida por la Idea suprema del Bien. Todas las Ideas, incluida la Idea de lo Bello, de la Belleza, quedarían subordinadas a ese Sumo Bien, cúspide del edificio platónico.

¿Cuál es el problema? Que tal y como ha sido expuesto, esa Idea del Bien todo lo empapa. Aquel que, con Platón, remita los valores estéticos a los éticos, entenderá, efectivamente, que no puede haber algo Bello en tanto que no sea, al mismo tiempo, Bueno. Ningún valor estético podrá retener la lidia si recibe el calificativo de “mala”, pues como el pneuma de los pitagóricos, la maldad inundaría todo lo que de bello pudiera tener, disgregándolo y volviéndolo irreconocible.

Nosotros, en cambio, entenderemos, como Platón, que lo Bello dice relación a lo Bueno, pero que dicha relación es analógica. Postularemos, pues, una doctrina de la analogía del Bien. O, dicho de otra manera: que el bien se dice de muchas formas. Una vez asumido esto, es posible desligar la Belleza de la Bondad, la Estética de la Ética, pues el Bien de la obra de arte no será el mismo Bien que rige la “buena vida” o “las buenas acciones”, por más que tampoco quede del todo separado de él. La arquitectura de la Idea del Bien tomará la forma de una symploké, en la que no todo estará relacionado con todo, pero tampoco habrá nada completamente aislado, sino que algunas partes guardarán conexiones con otras, pero no con unas terceras.

Análisis de las Ideas del Bien y la Belleza según una lógica de clases

Podemos formalizar las relaciones entre lo bueno y lo bello mediante la lógica de clases o de conjuntos. Tomando como conjuntos de interés el conjunto de las “cosas” buenas y el conjunto de las “cosas” bellas, se nos aparecen cuatro tipos de relaciones posibles:

a) No-relación o disyunción: Si lo Bello y lo Bueno son clases disyuntas, en sentido excluyente, no habrá puentes entre las cosas bellas y las cosas buenas. Aquello que sea bueno no será bello y viceversa. No creo que nadie se atreviera a postular esta posibilidad.

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b) Identificación o equivalencia: Si lo Bello y lo Bueno son clases equivalentes, si Belleza y Bondad se identifican, entonces todas las cosas buenas serán bellas y viceversa. Esta es una interpretación posible del pasaje platónico del Gorgias, como un caso límite de la relación de inclusión. Ahora bien, asumida la arquitectura jerárquica de la Idea de Bien atribuida a Platón, nos parece más adecuada su interpretación en términos de inclusión no total.

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c) Inclusión: Se puede dar de dos modos. O bien es la Belleza la que incluye a la Bondad, o bien al revés. Si el conjunto de las cosas bellas incluye el conjunto de las cosas buenas, pero no es agotado por él, diremos que, si algo es bueno, entonces ese algo es bello, aunque no necesariamente a la inversa. Sin embargo, si es el conjunto de las cosas buenas el que incluye, sin quedar agotado, al conjunto de las cosas bellas, diremos que toda cosa bella es buena, pero que no toda cosa buena es bella.

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c.1) Primer modo de relación inclusiva entre lo Bello y lo Bueno (Bu ⸦ Bell). Según el primer modo de relación presentado, en el cual lo Bueno es siempre parte de lo Bello, pero no al revés, toda forma de hacer el Bien será bella. Supondrán este modo de relación todos aquellos que hagan de la Ética una forma de Estética, siendo Nietzsche, acaso, su máximo representante, pero incluyendo también a todos aquellos que entiendan la vida y la moral como una gran obra de arte, como un ejercicio de creación de nuevos valores según el modelo del artista.

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c.2. Segundo modo de relación inclusiva entre lo Bello y lo Bueno (Bell⸦ Bu). Según el segundo modo de relación que hemos articulado, lo Bello forma siempre parte de lo Bueno, pero no al revés: toda forma de belleza será buena. Pero esto, a su vez, puede entenderse de dos maneras diferentes: a la manera platónica, tomando el Bien de manera enteriza, unívoca; o, tal y como trataremos de exponer nosotros, de manera analógica, entendiendo que el Bien se da de muchas formas. Aquí nos detendremos en la forma platónica de entenderlo, según la cual, la Idea de Belleza, como toda Idea, participa de alguna manera de la Idea del Bien, vértice apical del Mundo de las Ideas.

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d) Intersección: Si lo Bello y lo Bueno son dos clases o conjuntos que intersecan, esto querrá decir que podrá darse, al mismo tiempo, una cosa a la vez bella y buena; así como cosas sólo bellas y cosas sólo buenas. En rigor, esta era la posibilidad por la que pretendíamos tomar partido al comenzar el trabajo, quizás por ser aquella más extendida por el “sentido común”. Sin embargo, nos parece ahora, esta opción solo puede ser defendida tomando la Idea de Bien de modo enterizo, “a la platónica”, e identificándolo, de manera unívoca, con el Bien ético. Entendido así, de manera tan estrecha, es posible concebir, por ejemplo, una obra de arte que sea “bella”, en el sentido de recibir una valoración estética positiva, sin necesidad de que sea a la vez “buena”, en sentido ético, al ejercitar o representar valores o acciones éticamente reprobables. El caso de los toros habría terminado así: “es posible reconocer [tomando partido por su rechazo ético] formas de Belleza en una actividad éticamente mala, porque Belleza y Bondad pueden caminar de la mano, pero también separadas”. Es decir, nos habría permitido concluir la posibilidad de un “arte malvado”. Sin embargo, no es esta nuestra posición.

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Acerca de la relación de lo Bello con lo Bueno entendido de manera analógica

Hemos tomado partido por una relación de inclusión de lo Bello en lo Bueno, pero entendiendo este no de manera unívoca, como Platón, sino de manera análoga. La confusión entre estos dos términos viene de lejos. Como señala Alasdair MacIntyre (2019a), a quien mucho debemos, en la Grecia clásica dicha confusión era ya remarcable. Los términos ágathós y áreté eran ya entonces problemáticos, y ni que decir tiene que el término kalós también, y mucho más si atendemos a su relación con los anteriores. Ya hemos visto el uso que de ellos hacía el Sócrates platónico. Reduciendo mucho esta cuestión filológico-lingüística, diremos que ágathós, “bueno”, era aquel que, en la sociedad homérica, cumplía la función que le era propia, su télos, entonces conferido por su posición social. Por eso no es directamente identificable con nuestro moderno “bueno”. Según MacIntyre (2019a), era una palabra intercambiable con “las palabras que caracteriza(ba)n las cualidades del ideal homérico” (p. 19). Áreté, traducida por “virtud”, era aquello que tenía el hombre que cumplía su función. Estos términos han ido transformándose, pero bien podríamos resumir su situación actual diciendo que el “bien” de algo se dice del cumplimiento de la función que le es propia; y que la “virtud” es aquello por lo cual es posible realizar dicho “bien”. Por su parte, kalós, decía a un tiempo “bueno” y “honroso”, pero también “bello” o “hermoso”. No es de extrañar, pues, el uso tramposo que de él hace Platón en el Gorgias.

Tal y como la concebimos, la idea de “Bien” se nos revelará entonces como “aquello hacia lo cual todas las cosas tienden” (Aristóteles, 2019, Eth. Nic., I, 1094a), pero eso sí, cada una según su naturaleza. La Idea de Bien dirá necesariamente una relación de finalidad: algo será bueno si sirve y alcanza a un fin, entendiendo siempre, claro está, que la relación entre medios y fines es una relación dialéctica. Ahora bien, dicha Idea quedará remitida siempre al mundo dado a escala de los seres racionales, pues solo ellos pueden tener propiamente “fines” en sentido propositivo. Esto incluye a los animales, por supuesto, aunque eso ahora no nos importa. La cuestión es que los fines son muchos, son plurales, y plural será entonces la Idea misma de Bien. Para cada cosa y acción, para cada práctica que incumba al hombre, hay un bien que le es propio.

Una práctica no es más que una forma compleja de actividad humana, dentro de la cual es posible alcanzar “bienes” inherentes a la misma. De esta forma, se pueden extraer de ellas “modelos de excelencia”, algo hacia lo cual tender en el desarrollo mismo de la actividad. Estas prácticas son prácticas normadas, que no se pueden llevar a cabo de cualquier manera, del mismo modo que los bienes “internos” a la misma, así los llama MacIntyre, no son tampoco cualquier “bien”, sino bienes que son inteligibles tan sólo para quienes “están en el ajo”, para quienes participan de la actividad. Así definirá la virtud como: “Una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente el lograr cualquiera de tales bienes” (MacIntyre, 2019b, p. 237).

Nosotros nos desmarcamos ahora del modelo narratológico de MacIntyre. No porque lo rechacemos, sino porque la formación del carácter no es lo que en este momento nos interesa. Lo que queremos recuperar es la noción de práctica y del bien que le es inherente y aplicarla a las categorías artísticas. Cada una de las artes tomará la forma de una práctica humana, con su propia tradición, con sus repertorios normados y sus formas de perseguir el Bien que le es propio y que nosotros llamaremos “Belleza”. Lo bello será, pues, el bien propio de la obra de arte, con las particularidades que esta pueda tener según estemos en una categoría artística u otra. Uno no pintará bien tocando el piano, ni tampoco tocará bien el piano pintando. No será el mismo bien aquel que rija la pintura y aquel que rija la música, ni ninguna otra de las artes. Este bien, así concebido, admite variaciones y no es absoluto; como tampoco es un bien que quepa confundir con el bien ético.

Todo Bien, tal y como lo hemos descrito, dice utilidad, pero no la utilidad de los utilitaristas, medida en términos de placer y dolor, en clave sensualista, sino “utilidad” entendida como “adecuación” de medios y fines. “Adecuación” que no será simple yuxtaposición, antes bien, influencia recíproca: relación dialéctica, como ya hemos dicho. A nuestro juicio, toda la polémica en torno a la relación de la Ética con la Estética habría pasado por entender que la Idea de Bien es unívoca y no análoga, enfrentando el Bien de la Ética con lo Bello de la Estética, sin darse cuenta de que no hacía falta reducir tampoco lo Bello a lo Bueno para concebirlos ambos como formas análogas de la Idea de Bien. Pensar el Bien de manera plural-analógica nos permite entender que el Bien, en general, es aquello que los distintos bienes comparten: una relación entre medios y fines, siendo el bien ético y el bien estético dos maneras de ser del Bien, mutuamente irreductibles.

Uno podría preguntarse, tras esto, en qué consiste el bien ético, pues aquello que hasta ahora había sido considerado el Bien por antonomasia no es ya sino un bien entre otros. Lo cierto es que a efectos de este trabajo tampoco importa: desde un principio nos hemos comprometido con la discutible asunción de que el toreo es éticamente cuestionable, precisamente para, a partir de semejante asunción, preguntarnos solamente por la posibilidad o no de un arte bello y “malo”. En cualquier caso, en virtud de la honestidad intelectual nos vemos obligados a manifestar nuestro compromiso con una Ética de raigambre espinosista que, desde las coordenadas del Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno, distingue claramente entre lo que es “bueno” para el individuo, en su sentido más genérico, en su organicidad; y lo que es “bueno” para un determinado grupo. A lo primero lo llamaremos “ética”, cuya virtud cardinal será la fortaleza, expresada como firmeza para uno y como generosidad para los demás. A lo segundo lo llamaremos “moral”, entendiendo que, muchas veces, un bien moral puede entrar en conflicto con otro e incluso con un bien ético (Bueno, 1996). Repito, a efectos de este trabajo carece de importancia el hecho de que la ética materialista sea una ética estrictamente antrópica; pues por lo que respecta a los valores artísticos de la lidia, ya se ha dicho, hemos supuesto desde el principio la alternativa más beligerante: que sea antiética, por hipótesis.

Así las cosas, y de acuerdo con lo que hemos expuesto en este apartado, utilizando la lógica de clases, la Idea de Bien quedaría formulada de la siguiente manera:

{(B.et. ∪ ... ∪ B.est.) ⸦ Bien}

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Ahora, es claro que bajo esta concepción analógica del Bien todavía es posible concebir la relación entre las cosas bellas y las cosas buenas de forma equivalente, disyunta, interseca e incluso en términos de inclusión. En el apartado anterior ya hemos visto que la intersección era el modo de relación más sólido, sólo que, resuelta la confusión entre lo Bello y lo Bueno, dicha intersección solo puede darse ya en el campo de lo Bueno en general, de la Idea analógica del Bien. Bajo nuestra representación simplificada no queda excluida tampoco la posibilidad de otras intersecciones en virtud de prácticas dispares; es más, teniendo en cuenta nuestra concepción general de la Ética, es perfectamente viable proponer intersecciones de los bienes estéticos y éticos con los bienes morales, con los políticos, etc. Las posibilidades son tan amplias como amplia resulte ser la Idea general del Bien.

A partir de nuestra exposición podemos extraer una serie de tesis fuertes:

1. La Belleza es el bien propio de la obra de arte. Qué sea “bueno” en este sentido dependerá de cada categoría artística y corresponderá al experto averiguarlo de acuerdo con la tradición en la que se enmarca la práctica, así como con las virtudes estéticas que se hayan ido decantando en ella. Suya será la tarea de identificar al “artista virtuoso”.

2. Toda obra de arte Bella es una obra de arte buena, sin perjuicio de que, por motivos muy variados, pueda resultar antiética. Dicho de otra forma: ninguna obra de arte que sea buena puede dejar de ser Bella. Queda así roto el viejo problema de “lo grotesco” en las artes, que no será sino un modo de ser de lo “bello”.

3. Suponiendo que la tauromaquia fuera un arte, aun cuando también fuera una práctica antiética, dicho carácter antiético no tendría por qué comprometer su valor estético: siendo “mala” podría ser perfectamente “bella”; esto es, “buena obra”.

4. A tenor de lo dicho, podemos hablar de una recuperación de la vieja doctrina griega de la kalokagathía; eso sí, modificada por el carácter analógico-propositivo del que se ha dotado a la Idea general del Bien.

5. Últimas disposiciones estéticas, “malignas” y políticas

Elaborado ya el grueso de nuestro trabajo, nos parece que resta, todavía, rematar algunos hilos que pudieran haber quedado sueltos. En primer lugar: el carácter artístico de la lidia. La primera parte de nuestro trabajo estuvo dedicada a describir someramente la estructura típica de una corrida de toros y a ofrecer una teoría mínima de la tauromaquia. Nuestro objetivo no era otro que sugerir el carácter artístico de la lidia, dando por buenas las consideraciones de los principales teóricos taurinos. Cierto es que los aficionados a las corridas de toros suelen acudir a la estética en defensa de su afición; cierto es, también, que la tauromaquia ha gozado siempre de gran popularidad entre filósofos, artistas y literatos, impregnando nuestra cultura y, como hemos visto que sugería Tierno Galván, también nuestro lenguaje cotidiano. El propio Ernesto Castro (2020) señala los argumentos estético-religiosos en su tabla de clasificación y, en una reciente mesa de debate mediática en Gen Playz, destacó cómo el núcleo de la disputa entre taurinos y antitaurinos radicaría, precisamente, en el conflicto entre la primacía de unos valores sobre otros: éticos versus estéticos (es posible visualizar dicho debate en wF7_OmJXDH0; min 37:25 – 38:55). Por supuesto, alguien podría pensar que la opinión de un reputado profesor de Estética, y uno que no es precisamente un amante de las corridas de toros, no es suficiente para justificar el carácter estético de la lidia, que acudir a las palabras del profesor Ernesto Castro no es más que un burdo argumento de autoridad. Bien, para aquellos que así pensasen, baste decir que, desde luego, la lidia es un arte en el sentido más puramente técnico de la palabra: es arte como tékhne.

Ya hemos visto en el primer apartado que torear no es algo que se pueda hacer de cualquier manera, sino que tiene un “diagramado” técnico dentro del cual, por cierto, es bien posible despegarse de la tradición. En términos aquí familiares: en la tauromaquia es posible encontrar un ámbito de lo repertorial y uno de lo disposicional; igual que es posible también “valorar” el toreo en términos de “bueno” o “malo”, en términos de una “bella faena”. Aquí nos hacemos solidarios de la Teoría del arte expuesta por David Alvargonzález en la Escuela de Filosofía de Oviedo en enero de 2021 (JkW31TD7cZ0), posteriormente resumida en Alvargonzález (2021) y complementada por el trabajo del mismo autor acerca de las analogías (Alvargonzález, 2020).

Desde este punto de vista, las artes [sustantivas] son pensadas como técnicas no subordinadas a finalidades externas [nosotros diremos: que tienden a un bien que les es inherente], y cuyo fin es, por el contrario, y por medio de la analogía, o bien exploratorio o bien analítico (Alvargonzález, 2021). Este carácter exploratorio no puede sino recordarnos una de las propuestas de Martin Heidegger (2010) en “El origen de la obra de arte”, según la cual la obra de arte “desvela” un determinado fenómeno que permanecía oculto o desatendido, y en este sentido guarda relación con la “verdad”.

¿Cuál podría ser la verdad de la lidia? ¿Qué nos podría desocultar? Parece que Savater (2020) lo tiene claro, así como claro lo tienen también los toreros cuando se les pregunta: si algo nos revela la tauromaquia es nuestra condición finita, mortal:

“Los hombres somos los animales que vemos morir y comprendemos la fatalidad que encierra la muerte, frente a la cual buscamos ánimo como podemos: nuestra mirada sobre la muerte, convertida en poesía o en juego arriesgado, se vuelve contra nosotros y es la venganza de los animales que perecen sin súplica ni protesta. A través de los siglos y de las diversas culturas, la escena primordial [...] ha debido tener lugar según rituales muy diferentes. Algunos [...] se han ido estilizando, codificados como una danza popular en la que se expusiera la vida” (p. 61).

La lidia, desde este punto de vista, no dejaría de ser esa forma de “danza sangrienta” en la que, sobre la arena de la plaza, se escenifica, o eso presumen los taurinos, la lucha entre la vida y la muerte, entre los hombres y los dioses.

Otra duda que pudiera haber suscitado nuestra teoría del Bien es la de qué lugar ocuparía entonces el “mal”. Parece claro, por nuestra exposición, que el “mal” no existe como tal, sino que se define negativamente como la ausencia de bien (recordemos que estos “males” y “bienes” no son “bienes y males éticos”). No es esta una tesis original. Más interesante es la cuestión del “arte malo”, que puede ser entendido en sentido ético o estético. Desde un punto de vista ético, ya lo hemos dicho, el “bien ético” interseca con el estético, de tal forma que es posible encontrar una obra bella que sea “antiética”. Desde un punto de vista estético la cuestión se complica y cabe hablar en dos planos diferentes. Desde el plano de la Idea del Bien, es imposible que una obra de arte bella sea una mala obra de arte; ahora bien, es posible pensar que hay un “arte bueno” (y por tanto bello), y un “arte malo, o no-bueno” (y por tanto no-bello):

redondelito

Como se desprende de la figura superior, es perfectamente posible un “arte malo”, no-bueno y no-bello, representado por aquella parte del conjunto “Arte” que no queda comprendida “dentro” del conjunto de las cosas buenas: “BIEN”. Lo cual es tanto como decir que no todo arte es bueno, pero que, por el contrario, todo arte bello sí que lo es.

Por último, la “guinda del pastel”, no podemos terminar el grueso trabajo sin considerar el aspecto político de la lidia. Y es que la tauromaquia se encuentra en el centro del debate político; precisamente por eso lo hemos escogido como hilo conductor de nuestra pregunta de investigación, no sin “ánimo provocativo”. No cabe aquí desarrollar todos los posibles argumentos a favor o en contra de su prohibición, por lo que nos limitaremos a aquellos a los que afecta directamente nuestra discusión, y que, como ya hemos mencionado, para Ernesto Castro son los verdaderamente importantes. Pues bien: ni la sensibilidad ética de los antitaurinos ni la sensibilidad estética de los taurinos, creemos, importan lo más mínimo de cara a su prohibición o permisión legal. Y esto porque ni la política se reduce a la Ética, ni los valores estéticos tienen necesariamente por qué ser salvaguardados por encima de cualquier otra cosa. En último término la decisión se tomará en el ambiente, siempre cruel, del juego del poder, indiferente a los intereses de todos aquellos que no garanticen su recurrencia. Buen ejemplo de ello es la retirada de la concesión del Ayuntamiento de Gijón a la Plaza de Toros de la ciudad; retirada “motivada” por el bautizo de dos toros con los nombres de “Nigeriano” y “Feminista”. El mal gusto del baptista es antológico; lo cual no obsta para que la prohibición, por semejantes “motivos”, diste mucho de responder a una defensa de la naturaleza sintiente del par de bóvidos; y está claro que esa fue la señal que disparó el veto. El tiempo dará cuenta del destino de la tauromaquia en nuestro país: si pervive, con o sin transformaciones; en todas partes o solo en algunas; por poco o por mucho tiempo.

6. Conclusiones

A lo largo del presente trabajo hemos tratado de analizar las relaciones entre lo bueno y lo bello al hilo de un ejemplo paradigmático: la tauromaquia. Hemos partido de una somera descripción de la ceremonia y hemos tratado de esbozar, en la primera parte, una teoría de los toros, desde el convencimiento de que, sin una adecuada comprensión del fenómeno, por mínima que ésta sea, no es posible embarcarse en la arriesgada empresa de juzgarlo. Sin embargo, la tauromaquia, como tal, nunca ha sido el verdadero objeto de este trabajo, que ha caminado siempre en una dirección bien distinta. Dando por supuesto que la lidia es una actividad antiética, cosa que como hemos visto resulta cuanto menos discutible —y esto no habría de sorprendernos pues de otra forma no se trataría de un dilema—, hemos tratado de responder a la pregunta de si, por ello mismo, y asumiendo también que es un arte en su estricto sentido técnico, como tekhné, es o no susceptible de ser, a la vez, bello.

Para responder a semejante pregunta, que en buena medida está, diríamos, “al cabo de la calle”, hemos recurrido a Platón y Aristóteles, pasados por el filtro de la teoría de las virtudes de Alasdair MacIntyre. El resultado ha sido una ampliación de la Idea clásica del Bien, que, de monolítica, como en República, la hemos vuelto analógica. La hemos pluralizado, convertido en “virtudes”, en plural; aquello que, en el seno de una práctica determinada, permite alcanzar el bien, el fin, que le es propio. Así, la Belleza, desde estas coordenadas, será la virtud o el bien propio de las obras de arte en un regreso, bien que modificado, a la vieja teoría clásica de la kalokagathía. Con esto, sin embargo, poco hemos resuelto de cara a determinar cuál es, o puede ser, la virtud o virtudes propias de cada categoría artística, incluido el arte del toreo. En este sentido, se puede decir que nuestro trabajo es metateórico, que no cumple una función normativa y que, por tanto, se encuentra inane a la hora de determinar qué puede ser o no, de hecho, una buena obra de arte. Futuras investigaciones podrían recorrer precisamente este camino, aunque para ello sería necesario “empaparse” verdaderamente de los códigos poéticos de las diferentes artes, cada una con los suyos propios. Podría decirse que nuestra labor ha sido, aquí, la de ofrecer una “kalología general”, restando por acometer todavía la ingente tarea de esbozar las distintas “kalologías especiales”. Igualmente interesante sería responder a la pregunta acerca de si es posible o no hablar de determinados aspectos de lo bello comunes a todas las artes, si entre su inmensa variedad se pueden encontrar algunos rasgos que las aúnen, lo cual debería ocurrir si es que queremos llamarlas a todas “arte”. Nosotros nos hemos hecho eco de los trabajos de Alvargonzález (2020, 2021), no porque sea la suya la última palabra, sino como primer paso, susceptible de revisión o modificación. En última instancia, lo que se ha pretendido con esto no es otra cosa que volver a pensar el problema clásico de la relación entre la Ética y la Estética, espero, con una cierta frescura.

Referencias

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Alvargonzález, D. “La idea de artes sustantivas” (EFO, enero de 2021)

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Veto de los toros en Gijón: eldiario.es


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