El Catoblepas · número 207 · abril-junio 2024 · página 12
Mundo y realidad en Leibniz
María Medina Vicent
Breve aproximación al pensamiento leibniziano
Introducción
Plantearse la pregunta sobre la existencia de la verdad y las posibilidades de conocimiento de la misma es una tarea ardua y compleja que lleva ocupando las mentes de filósofos desde hace siglos, también la cuestión sobre cuál es el medio más adecuado de su expresión es fuente de disputas y confrontaciones. En este sentido, tratar de comprender el mundo, su existencia, así como la de los seres que lo habitan, forman parte de esta gran pregunta. La importancia de estas cuestiones se ve claramente reflejada también en el hecho de que aún hoy en día dichas preguntas se encuentran más que vivas que nunca,
En efecto, en cualquiera de los círculos filosóficos contemporáneos, las preguntas que se refieren a la existencia de la verdad, a la posibilidad y al modo de su conquista cognoscitiva, o al medio más adecuado de su expresión (el discurso racional, la arquitectónica de las matemáticas, el lenguaje de la poesía o las formalizaciones lógicas) no parecen haberse acallado (Soto Bruna 2004 64).
Siguiendo la estela de estas cábalas, en este artículo vamos a centrarnos en la propuesta de Gottfried Leibniz a la hora de abordar la pregunta sobre cómo es el mundo, cómo nos relacionamos con él y lo habitamos. Temas que al mismo tiempo nos hablan sobre el concepto de verdad, y en cuyo camino, nos vemos obligados a elaborar una aproximación general al sistema de pensamiento de dicho autor que nos otorgue una visión global sobre dichas temáticas.
Gottfried Leibniz (1646-1716), influenciado por la filosofía racionalista de autores como Descartes y Spinoza, elaboró una propuesta basada en una síntesis entre ciencia y fe religiosa. Cabe destacar pues, que las aportaciones de Leibniz fueron desde el campo de las matemáticas al de la política, introduciéndose más tarde en el de la filosofía. Su sistema de pensamiento sobre el mundo nos retrotrae de forma clara a la influencia de la lógica matemática en dicha comprensión. De hecho, es conocido en gran parte por la “controversia del cálculo” que protagonizó junto a Isaac Newton, en la que se discutía sobre cuál de ellos fue quien inventó el cálculo infinitesimal, disputa que continuó en los años sucesivos a través de sus discípulos (Echeverría Ezponda 2011). Pero sus aportaciones no solamente se circunscriben al campo de las matemáticas, sino que la forma de entender el mundo a través del lenguaje matemático aportó mucho a la visión que más tarde desarrolló dicho autor sobre el mundo, la verdad, y la fe.
Así pues, su propuesta se enmarca en el racionalismo, corriente de pensamiento que pugna por la idea de que la razón es suficiente para alcanzar verdades evidentes, claras, innatas y a priori. Leibniz se encuentra ampliamente influenciado por las propuestas de Descartes y Spinoza, aunque también es conocido por discutir algunos de los postulados centrales de ambos autores. A grandes rasgos, podemos distinguir tres aspectos fundamentales en su obra: el entendimiento humano, su concepción del mejor de los mundos posibles (optimismo metafísico), y la cosmogonía abordada en su Teodicea (Leibniz 1710) y Monadología (Leibniz 1714). En cuanto a la cuestión del entendimiento, Leibniz afirmará que no hay nada en nuestro entendimiento que no provenga de los sentidos, excepto el entendimiento mismo, las ideas innatas que son fruto de la reflexión (conocimiento del mundo al que solamente podemos llegar de forma confusa). Para Leibniz, es el entendimiento el que lleva al ser humano a alcanzar las ideas innatas, difiriendo de las afirmaciones cartesianas:
Mientras que en Descartes el razonamiento se nutre de la fuente de la intuición, en Leibniz es el razonamiento el que nos encamina hacia el conocimiento intuitivo, sin conseguir alcanzarlo siempre. El primero parte de la idea innata y construye sobre ella un razonamiento, mientras que el segundo razona, encadena conceptos y sólo de vez en cuando, al término de su deducción, llega a intuir la idea innata, que aprehende sin sombra en la rica complejidad de su esencia (Currás Rábade 1967 114).
Al mismo tiempo, tanto Leibniz como Spinoza son autores racionalistas que defienden las ideas innatas como posibilidad de conocimiento, no obstante, ambos difieren en algunos de sus planteamientos. Por ejemplo, su concepción sobre la sustancia, donde el primero considera que hay infinitas sustancias (mónadas), una especie de átomos en los cuales reside todo el conocimiento, que se resguarda en el interior de las mónadas, porque estas no tienen ventanas por las que entren influjos, algo que trataremos más adelante. Mientras que el segundo, Spinoza, difiere en este sentido, ya que para dicho autor existe una sola sustancia que es aquello que es capaz de existir por sí solo, por tanto, solo Dios puede existir por sí solo. Se identifica a Dios con la naturaleza, el universo es un elemento material de Dios.
En este marco, Leibniz proponela teoría intelectualista de la verdad, que surge en directa confrontación con el subjetivismo y el empirismo nominalista del momento: “Para cumplir su objetivo, el sistema de Leibniz apunta a una suerte de fundamento teológico de la verdad, según el cual la garantía de la veracidad de los conceptos humanos reside en su ser expresión de las verdades eternamente presentes en el Intelecto Absoluto” (Soto Bruna 2004 57). De este modo, al adentrarnos en la teoría de la verdad leibniziana veremos cómo dicho autor consigue ligar la vertiente ontológica con la teológica, reflexionando sobre el mejor de los mundos posibles (Roldán Panadero 2015). En las presentes páginas trataremos pues, de abordar de forma aproximativa los principales conceptos e ideas expuestos en el pensamiento leibniziano, centrándonos en aquello relativo a la cuestión del conocimiento del mundo y la verdad.
1. Comprender el mundo a través del pensamiento leibniziano
En sus esfuerzos por construir un sistema completamente racional, donde fuese imposible la aparición de las paradojas o contradicciones propias de la filosofía clásica, Leibniz diferencia dos grandes principios en los que se fundamentan todos nuestros razonamientos: el de identidad y no contradicción, y el de razón suficiente. El primero se refiere a cuando entendemos como falso aquello que encierra contradicción, y como verdadero aquello que es lo opuesto a lo falso (contradicción). Es decir, las proposiciones en las que el predicado está contenido en el sujeto serían verdaderas, mientras que su contradictoria sería falsa. Tal y como apunta Quintín Racionero en la siguiente cita: “Si se sigue la vía de las verdades necesarias, todo parece cumplirse en el sistema conforme a la interpretación logicista, de modo que la determinación de los predicados monádicos resultará una consecuencia de las leyes lógicas del esquema praedicatum inest subjecto” (Racionero 1989 138). En esta mirada lógica al mundo, el principio de contradicción permite, entonces, juzgar como falso lo que encierra contradicción.
El segundo principio (el de razón suficiente) se refiere a que ningún hecho o enunciación verdadera puede darse sin que haya una razón suficiente para que se así y no de otro modo. Este principio de razón suficiente fundamenta toda verdad porque nos permite establecer cuál es la condición (razón) de verdad de una proposición, y resulta ser una de las bases centrales del pensamiento leibniziano a la hora de explicar por qué las cosas son como son, y no de otro modo, es decir, por qué el mundo es de esta forma y no otra.
Partiendo de esta primera introducción, trataremos de llegar a establecer que la concepción del conocimiento humano sobre el mundo de Leibniz pone en diálogo el nivel lógico, y el nivel ontológico, interrelacionados entre sí. Veremos pues, cómo los principios lógicos de su sistema, tienen una gran impronta metafísica.
1.1 El principio de identidad y de no contradicción
El principio de identidad y de no contradicción es el principio máximo para Leibniz, quien lo coloca en la cúspide de su pensamiento, y no tiene más fundamento que sí mismo. Dicho principio rige tanto el pensar, como la realidad (el ser), es un principio primitivo que no puede ser probado porque es autoevidente, ya que se trata del principio de la racionalidad como tal. Pasar por encima de dicho principio supondría caer en lo irracional, por esta razón, se trata de una base clave y constante de la propuesta leibniziana, que nos remite al campo de las verdades universales y las ciencias apriorísticas (lógica y matemáticas). Prestemos atención un momento a esta cita de la Monadología (Leibniz 1714 §§ 31-32):
Nuestros razonamientos están fundados sobre dos grandes principios, el de contradicción, en virtud del cual juzgamos falso lo que implica contradicción, y verdadero lo que es opuesto o contradictorio a lo falso.
Y el de razón suficiente, en virtud del cual consideramos que no podría hallarse ningún hecho verdadero o existente, ni ninguna Enunciación verdadera, sin que haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo. Aunque estas razones en la mayor parte de los casos no pueden ser conocidas por nosotros.
Tal y como se establece en la cita anterior, todo lo que implica contradicción es imposible, y todo lo que no implica contradicción es posible, tanto en el decir como en el pensar. El principio de identidad y no contradicción se coimplican entre sí, decir que algo es igual a sí mismo, es como decir que es diferente a todo lo demás. Por tanto, dicho principio rige el mundo de los posibles, pero no determina lo que es real, indica qué es posible y qué es imposible, que no necesariamente existente, puesto que no toda la posibilidad se hace realidad. Por tanto, se trata del principio de las esencias.
Cabe señalar que esta idea difiere de aquella que plantea Spinoza, quien afirma que la potencia de Dios es infinita y que, por tanto, esta misma idea de infinitud implica que debe en algún momento hacerse realidad. Es una necesidad metafísica de la cual Leibniz huye, ya que en su pensamiento no todos los posibles llegan a hacerse reales. Solamente se hacen reales los que caben en el mejor de los mundos posibles. Por tanto, el ámbito de lo real (una parte de lo posible) está determinado por el principio de razón suficiente, que vemos en la segunda cita expuesta anteriormente.
Si aplicamos el principio de identidad y no contradicción a los conceptos, deberemos comprobar en cada caso concreto si se trata de un concepto que implica contradicción, ya que, si conseguimos demostrar racionalmente que no implica ninguna contradicción, alcanzaremos una definición real. Así, el principio de identidad y no contradicción nos ofrece un criterio lógico objetivo de verdad frente al criterio de evidencia de Descartes que simplemente nos otorga una idea clara y distinta. Para Leibniz este criterio de evidencia cartesiano peca de subjetivismo y con su propuesta trata de salvar esta “debilidad”. Leibniz señala que se precisan señales más evidentes para sostener la verdad, de cualquier otro modo, se corre el riesgo de que cualquier exaltado pueda imponer su dogma sin justificación racional alguna, algo contra lo que luchó Leibniz intentando acabar con los prejuicios en la ciencia y el pensar (Rensoli Laliga 1994 134).
Pongamos como ejemplo el argumento ontológico sobre la existencia de Dios, por el cual la misma viene demostrada por el concepto, ya que la existencia se convierte en un componente inseparable de su esencia. Nuestro autor le añade el requisito de que la idea de Dios no sea contradictoria para poder determinar así su carácter verdadero o no, es decir, que se trata de una idea coherente. Dicho argumento se refiere a que tenemos la idea de un ser perfecto, y entre esas perfecciones no podría faltarle la existencia, porque es más perfecto algo que tiene la posibilidad de existir que algo que no la tiene. Por tanto, a ese ser perfecto lo tenemos que pensar como posiblemente existente.
¿Cómo saber que una idea no encierra contradicción? A partir de tres modos distintos. En primer lugar, la primera forma de saber que algo no es contradictorio es si vemos la posibilidad de la existencia del concepto. Si existe, sabemos que no es contradictoria, pero no sabemos por qué es, en lugar de no ser. En segundo lugar, cuando la definición se hace a priori (como en el caso de la geometría), por medio de la generación se alcanza un saber más profundo que el de la experiencia, este sería el momento referente a la ciencia. En tercer lugar, se alcanza el momento de la metafísica, que es cuando se lleva el análisis hasta las nociones primitivas, sin suponer nada que tenga la necesidad de su comprobación a priori. Es decir, cuando las posibilidades no son probadas sino es a través de la experiencia, dicha definición será solamente real y nada más; pero si las posibilidades son probadas a priori de la experiencia, la definición no es solamente real, sino también causal, porque contiene en sí misma la posibilidad de generar dicha cosa. Cuando se sigue avanzando hacia el análisis final, alcanzando las nociones primitivas, se alcanza la definición perfecta o esencial.
Por tanto, la verdad de los conceptos es una verdad analítica, que se encuentra en el análisis de los conceptos y los juicios, y la realidad del mundo también se encuentra en la descomposición de sus partes simples, es decir, las mónadas, en las que nos introduciremos más adelante en este artículo. Así, se puede ver claramente que se produce en el pensamiento de Leibniz una preeminencia de los elementos simples sobre los compuestos, base clara también del pensamiento moderno. Para saber que una idea o noción es posible, tenemos que descomponerla en ideas simples. Para Leibniz las ideas simples son necesarias, porque si no, no se podrían demostrar los conceptos, ninguna proposición podría ser demostrada, no habría un conocimiento metafísico. Si las ideas son simples, serán indefinibles, porque no tienen nada compuesto; al tiempo, no se podrá demostrar su posibilidad de contradicción, como mucho podemos tener una intuición de ellas (criterio de evidencia cartesiano).
Si nos adentramos ahora en las proposiciones y los juicios, debemos acercarnos a la diferencia entre el planteamiento de Leibniz y el de Kant, ya que mientras que el primero propone una visión analítica, el segundo lo hace de modo sintético. Kant señala que se pueden establecer proposiciones en base a la experiencia, mientras que Leibniz sostendrá que el predicado está comprendido analíticamente en el contenido del sujeto. Es decir, la esencia de la verdad de todo juicio es el in-esse, que reconoce que el predicado está inscrito en el sujeto, excepto en las relaciones, que son meramente ideales. De este modo, Leibniz supera el espacio del conocimiento humano para adentrarse en el divino, va de lo finito a lo infinito, dando un paso más que Kant.
Existen pues, para Leibniz, diferentes tipos de verdad entre las que se encuentran las primitivas (conocidas por intuición y que no pueden ser probadas), que a su vez de descomponen en las de razón o idénticas (pueden ser afirmativas o negativas), y las de hecho (la autoconciencia). Por lo que se refiere a las verdades derivadas, encontramos también las de razón, y las de hecho por medio de demostración. Están también la opinión, referida a todo conocimiento verosímil con diferentes grados de probabilidad, que sería casi todo el conocimiento histórico. Así como el conocimiento sensitivo, referido a la existencia de los seres particulares fuera de nosotros; nos dice el qué, pero no el por qué, y por tanto, no nos aporta certeza.
Centrémonos pues en las verdades de razón y, de hecho. Las verdades de razón son necesarias y su opuesto es imposible, mientras que las verdades de hecho son contingentes y su opuesto sí es posible. Es decir, podemos determinar que una verdad es necesaria encontrando su razón misma a través de un análisis que nos llevará a descomponerla en verdades más simples y primitivas. Mientras que las verdades contingentes no podemos demostrarlas a partir de la noción, ya que no podemos reducirlas a verdades idénticas. De este modo, solamente podremos llegar a conocer las verdades contingentes a través de la experiencia y la razón. Por ejemplo, podemos llegar al conocimiento de la silla roja a través de la experiencia, que nos permite conocer la silla y su color, además, entrará en confluencia su conocimiento a partir de las facultades de la razón, que nos lleva a pensar que nada sucede o existe sin una razón superior para su existencia y que, por tanto, la silla es como debe ser, como se plantea en la mejor versión de todas sus posibilidades. Una vez tratado el principio de identidad y no contradicción, nos adentraremos en el principio de razón suficiente en el siguiente subapartado.
1.2 El principio de razón suficiente
El principio “raison suffisante” nos remite directamente a la idea de que todo tiene su fundamento en el ser, el decir y la acción. Es decir, que nada de lo que sucede lo hace sin que exista una causa determinante de su suceder. Nada puede ser verdadero o existir sin que exista una razón suficiente de por qué es de ese modo concreto y no de otro. Esto determina la esencia y la existencia de ese algo, ya sea una realidad o una proposición o enunciación. Dicho principio de razón suficiente se puede aplicar a tres cuestiones distintas: la esencia de lo real, las enunciaciones (dar razón de lo que estamos diciendo), y las acciones. Su definición se puede consultar en la segunda cita en la página 6.
Dicho principio se puede aplicar al conocimiento del mundo y a su verdad. Así pues, partiendo del reconocimiento de que el mundo fue creado por Dios, podemos determinar a partir del principio de razón suficiente leibniziano, que lo hizo del mejor modo posible entre las diferentes opciones, estando su voluntad determinada por la bondad. Creer o pensar lo contrario resultaría, para Leibniz, de lo más absurdo, ya que Dios no optaría por crear una realidad de un modo que no fuese el mejor posible, actuar de ese modo resultaría en una gran contradicción. Así pues, al mismo tiempo, el actuar se basa también en el principio de razón suficiente, por el cual los motivos y el espíritu se identifican en la bondad del objeto. Por tanto, todo lo que sucede tiene un fundamento que determina su existencia y su modo de ser. Dios actúa siempre racionalmente, por esta razón la única posibilidad de Dios es actuar en pro del mejor de los mundos posibles. Ligada a esta cuestión encontramos que aquello que nos proporciona un saber más profundo es el saber metafísico, que nos indica que las cosas son así porque está en su noción ser así y porque Dios ha incluido dicha noción en la creación del mundo.
El optimismo leibniziano basado en la idea del mejor de los mundos posibles nos remite a la afirmación de que, de la posibilidad de una infinitud de mundos para existir, el que existe es el mejor de todos, ya que, si no fuese para crear el objeto más bondadoso producto de la capacidad creadora de dios, no existiría ningún mundo. En esto, Leibniz difiere de los principios de Spinoza, quien no admite que pueda existir algún mundo perfecto o bueno que no sea creado, ya que esto, supondría atacar la noción de omnipotencia de su concepto de Dios. En Spinoza, todos los mundos posibles que derivan de la idea de la existencia de Dios, llegarán a existir en algún momento, mientras que en Leibniz no ocurre de este modo. Pero, además, el optimismo leibniziano no nos remite solamente a aquello que ha sido creado, sino que ninguno de los infinitos mundos que podrían haber sido creados es malo, prestemos atención a la siguiente cita:
Si nos atenemos a la doctrina leibniziana del mal metafísico –ese sobre el que descansan el mal físico y el moral, el dolor y el pecado– lo único que encontramos en él es una mera falta de bien. El mal no es un ser sino una carencia de ser, nada. Un mal es un bien limitado. Vivir dos años es un bien, aunque sea mejor vivir cuatro mil; ser pobre es un modo limitado de ser rico (Aguado Rebollo 2009 22).
Como se puede observar, la condición de cariz privativo que se acaba de exponer a través de la cita y que se encuentra presente en el pensamiento de Leibniz, resulta válida para todos los mundos posibles, ya que todo lo que puede ser pensado es para Leibniz, real. El contenido de un concepto es algo real, independientemente de que ese concepto sea llevado a la existencia o no. Porque, tal y como indica Aguado Rebollo (2009), para Leibniz “ente” significa ente posible, y como el mal no tiene entidad ninguna, ningún mundo posible es malo. Por tanto, todos los mundos posibles en su realización serán sus mejores versiones, o al menos, tienen posibilidad de serlo.
Una vez abordados el principio de identidad y no contradicción, así como el principio de razón suficiente, y habiendo visto que la verdad va ligada a la no contradicción y la razón que hace que el mundo, la proposición y la acción sean de un modo y no de otro, pasaremos a bordar el concepto de mónadas.
1.3 Las mónadas
A partir de la idea de los mejores de los mundos posible, pasamos al nivel ontológico que plantea la cuestión de lo real, que para Leibniz será la mónada (la sustancia), cuyo establecimiento nos remite a la pregunta sobre aquello realmente primordial para nuestro autor. En este sentido, Leibniz parte del planteamiento aristotélico sobre la importancia de la sustancia primera (Dios) y el resto de sustancias (seres vivos), así como de los planteamientos cartesianos sobre la res cogitans (el yo como sustancia) y la res extensa (mundo, materia, cuerpos).
Leibniz considera que lo extenso es insustancial, ya que es un agregado de lo simple, se podría decir que carece de la unidad para ser considerado como una sustancia. Con esto se opone a la concepción cartesiana sobre la res extensa y de nuevo, encontramos que el principio de la simplicidad se convierte en un elemento que constituye el pensar y el existir. Lo extenso es, así, un accidente de la res cogitans, ya que puede ser dividido hasta el infinito, al dividirlo no se destruye su esencia, por tanto, es una agregación y no una unidad. De este modo, Leibniz entiende que la materia está compuesta por cosas simples, lo que la llevaría a ser una cuestión de mera percepción. A través del concepto de continuidad, Leibniz simpatizará con una visión nominalista del mundo:
Lo espacial no puede ser real –y esto vale también para el tiempo– entre otras razones porque tiene la absurda propiedad de ser un compuesto sin verdaderos componentes. Con el espacio se da la paradoja de que, siendo plural, pues puede dividirse en partes, carece de partes propiamente dichas; partes que estén en él antes y al margen de que nosotros las marquemos. Aquí no sólo nosotros, ni siquiera Dios puede empezar por el conocimiento de las partes para llegar al del todo, porque éstas no están dadas; somos nosotros, también Dios, quienes las vamos dibujando, formando según avanzamos en la división. Están en potencia, enterradas en el todo como la estatua en el mármol, siéndoles imprescindible nuestro concurso ideal, matemático, para llegar a ser, si es que eso es un verdadero ser. La realidad no puede ser, por tanto, espacial (Aguado Rebollo 2009 25).
Tal y como se deriva de la cita, los átomos materiales siguen pudiendo ser divididos sin que cambie su naturaleza, solamente los átomos de sustancia son los que no se pueden dividir en más partes, es decir, las mónadas solamente pueden ser res cogitans, ya que sin ellas no habría nada real. Sin verdaderas unidades no habría res extensa, material. Por tanto, para Leibniz lo real únicamente puede ser la res cogitans, porque la res extensa es accidente, es percepción. Pero, ¿cómo sería entonces la actividad de la sustancia? Desde la perspectiva de nuestro autor, en cualquiera de los mundos, la sustancia solamente podría ser a su vez, la acción, con lo que lo parado sería la acción limitada. Por tanto, para Leibniz el mundo es dinámico, lo primero es la acción, frente a la propuesta de Descartes.
La primera razón para llegar a la existencia de la mónada se basa en la no sustancialización del mundo material y la primacía de lo simple frente a lo compuesto. La segunda razón se centra en la teoría analítica de la verdad del concepto y del juicio como in-esse, por la cual Leibniz sostiene que todo lo que le ocurre a una substancia individual es el despliegue de la noción que Dios tiene de ella. Ese despliegue lo conforman los accidentes sin influjo exterior, por esta razón sostiene Leibniz que “las mónadas carecen de ventanas”. Todo lo que le ocurre a una mónada proviene del propio concepto que Dios tiene de ella, del desarrollo en el tiempo de su propia noción. Por tanto, todo lo que le ocurre a la mónada es autodespliegue. Vemos pues, que la monadología leibniziana se caracteriza por el innatismo, nada podemos aprender de fuera que no esté ya en la sustancia, todo lo que nos ocurre no es sino despliegue de la propia noción divina.
Además, la materia no puede producir dolor o placer en nosotros, ya que no posee conciencia y, por tanto, no podría conseguir producirnos dichas cuestiones, sino que es el alma la que se lo produce a sí misma conforme lo percibe en lo material:
Leibniz atribuye a la substancia monódica una propiedad fundamental a la que no se ha aludido en las caracterizaciones anteriores: se trata de su naturaleza representativa. Mediante sus estados, la mónada representa o expresa el sistema completo de las cosas y, por esta vía, es como un concentrado expresivo de la creación (Esquisabel 1999 191).
Las mónadas no pueden interactuar entre sí, toda mónada es un mundo entero aparte, solamente tiene relación consigo misma y con Dios, su creador. Además, todas las mónadas son diferentes entre sí, son indiscernibles, ya que Dios no ha podido crear cosas diferentes de una misma noción única, de cualquier otro modo, no sería única. Esto entraría en contradicción con la idea de crear la mejor versión posible de la cuestión en sí, como de los mundos posibles. A su vez, las mónadas contienen tres modos del cogitans: apercepción, percepción y apetito, lo que a su vez da lugar a tres tipos de mónadas: Dios, el ser humano y el mundo. La percepción es el conocimiento reflexivo del estado interior, solamente Dios tiene completa apercepción de todo, lo conoce todo clara y distintamente. El ser humano comparte algo de esa apercepción, ya que somos seres racionales y participamos de la esencia divina. La percepción es el conocimiento del mundo menos claro y distinto que la apercepción, la tenemos nosotros y el mundo, no Dios. La percepción no se puede explicar a través de razones simplemente mecánicas, ya que somos sustancia.
En este sentido, Leibniz trae a colación la teoría de las pequeñas percepciones, donde sostiene que hay entre las percepciones, algunas de las que nos apercibimos y otras no, hay una infinidad de pequeñas percepciones a las que no atendemos, pero que nos otorgan información sobre el mundo. Estas pequeñas percepciones otorgan continuidad a nuestro conocimiento del mundo, aunque permanece confuso, ya que no puede ser un conocimiento total del universo como el que tiene Dios. La capacidad de pasar de una a otra es el apetito, con lo que vamos poco a poco desarrollando la noción de nuestra sustancia. Por tanto, los seres humanos, tenemos tanto apercepciones, percepciones y apetitos, mientras que los animales solamente tendrían percepción y apetito, pero no llegan a la apercepción, y Dios, que es pura apercepción y omnisciencia.
Teniendo en cuenta que la mónada no puede recibir ningún influjo exterior, ni relacionarse con otras mónadas, todo lo que le ocurre ha de ser por la influencia divina. El alma se expresa por ella misma y en conformidad con las cuestiones del exterior. Debido a la esencia analítica de la verdad, las mónadas no pueden interactuar entre sí, cada una es expresión de su propia sustancia. No obstante, podríamos plantearnos, si es así, ¿por qué estamos experimentando o compartiendo el mismo mundo? Leibniz lo justifica de nuevo con la idea de que cada mónada se realiza en expresión de su sustancia infinita, influjo de Dios, la armonía preestablecida es el producto de la expresión de las sustancias individuales que Dios ha creado, todas las sustancias se desarrollan según su propia naturaleza. Así pues, expresan el mismo universo, no hay causalidad de una mónada a otra.
Con esta teoría se explica a su vez, la cuestión de la relación entre alma y cuerpo. La teoría de la armonía preestablecida se refiere a que no hay causalidad entre alma y cuerpo. El alma rige el cuerpo y este es como un enjambre de mónadas, la primera tiene apercepción, mientras que las mónadas que conforman el cuerpo serían de un nivel inferior y solamente tendrían percepción y apetito. Las mónadas del cuerpo, al encontrarse en éste, y éste ser res extensa, pueden llegar a ser infinitas:
En la naturaleza todo es lleno y en todas partes hay substancias simples que están efectivamente separadas unas de otras por acciones propias que cambian continuamente sus relaciones (rapports): y cada substancia simple o mónada distinta, que constituye el centro de una substancia compuesta (por ejemplo, de un animal) y el principio de su unicidad, está rodeada por una masa compuesta de una infinidad de otras mónadas. Estas constituyen el cuerpo propio de esta mónada central que representa, según las afecciones de ese cuerpo, como en una especie de centro, las cosas que están fuera de ella (Principios de la naturaleza y de la gracia § 3).
Llegados a este momento podemos preguntarnos cuál es la naturaleza del mundo exterior en Leibniz, su verdad y realidad. ¿Por qué cada mónada refleja el mismo mundo, a pesar de no poder relacionarse entre sí? ¿Cómo conoce el alma la totalidad del mundo? En los siguientes párrafos, trataremos de analizar esta cuestión.
Cuando tratamos de abordar cómo conocen las mónadas el mundo, Leibniz parte del reconocimiento de que en las mónadas se encuentra presente el universal del mundo, así como lo concreto de cada cual, esto quiere decir que la mónada es individual, pero en el individuo está todo el universo. La percepción individual de la mónada viene a partir de sus percepciones y el lugar que el cuerpo ocupa en el mundo, desde el que conoce confusamente la noción universal del mismo. Esto implica la existencia de muchas perspectivas del mundo, aunque expresadas de forma confusa. La individualidad engloba a todo el universo y al infinito, su noción perfecta solamente la puede tener o adquirir Dios. De hecho, se trataría de que Dios tiene la visión completa del mundo, donde cada una de las perspectivas concentradas en las mónadas individuales, son a su vez perspectivas válidas de una parte de esa visión completa.
¿Qué es lo representado desde cada una de las perspectivas individuales? ¿Existe el mundo exterior en la teoría leibniziana? En el marco expuesto por Leibniz a la hora de referirse al conocimiento que del mundo tienen las mónadas, los fenómenos son apariencias percibidas por las mismas, el mundo externo es la percepción de la mónada, el gran teatro de Dios. Para Leibniz, a diferencia de lo que será para Newton, el espacio y el tiempo son mentales, son la ordenación que hacemos de los fenómenos. Todo lo externo a la mónada es creado por la misma:
Con respecto a las almas o formas sustanciales, M. Bayle tiene razón en añadir: “nada más incómodo para los que admiten las formas sustanciales, que la objeción que se les hace de que sólo pueden ser producidas por una verdadera creación, y da lástima oír a los escolásticos cuando tratan de responder a ella.” Pues precisamente nada más cómodo para mí y para mi sistema que esta misma objeción, puesto que sostengo que todas las almas, entelequias o fuerzas primitivas, formas sustanciales, sustancias simples o mónadas, cualquiera que sea el nombre que se les dé, no pueden nacer naturalmente ni perecer. Concibo las cualidades o las fuerzas derivativas, o las que se llaman formas accidentales, como modificaciones de la entelequia primitiva, así como las figuras son modificaciones de la materia. Por eso estas modificaciones están en un cambio perpetuo, mientras que la sustancia simple permanece la misma (Teodicea § 396).
Tal y como se deriva de la cita anterior, la sustancia simple habitada en la mónada permanece invariable mientras percibe, apercibe y desarrolla su apetito en el mundo, con lo que las cualidades desarrolladas por la misma en el mundo serían formas accidentales que ponen en confluencia lo universal con la perspectiva individual. Quizás ese mundo exterior es una ilusión, pero mientras podemos prever lo que va a ocurrir en ese espacio a través de las leyes científicas, a Leibniz le resulta suficiente para que el ser humano pueda habitarlo, moverse y orientarse entre los fenómenos.
Conclusión
En el presente artículo hemos tratado de abordar la pregunta sobre la existencia de la verdad y las posibilidades de conocimiento de la misma a través del pensamiento leibniziano, que bebe de las propuestas racionalistas. De este modo, al adentrarnos en la teoría de la verdad leibniziana hemos visto cómo dicho autor consigue ligar la vertiente ontológica con la teológica, reflexionando sobre el mejor de los mundos posibles. Así, la concepción del conocimiento humano sobre el mundo elaborada por Leibniz pone en diálogo el nivel lógico, y el nivel ontológico, interrelacionados entre sí. De este modo, podemos afirmar que los principios lógicos de su sistema, tienen una gran impronta metafísica.
A través del principio de identidad y no contradicción, y el principio de razón suficiente, podemos llegar a establecer la verdad de una realidad, proposición o acción, y comprender que sean de un modo y no de otro. De aquí se deriva la idea de los mejores de los mundos posibles, con la que pasamos al nivel ontológico que plantea la cuestión de lo real, que para Leibniz será la mónada (la sustancia), cuyo establecimiento nos remite a la pregunta sobre aquello realmente primordial para nuestro autor.
En este sentido, Leibniz entenderá las mónadas como res cogitans y no como res extensa. Las mónadas conocerán el mundo poniendo en confluencia la perspectiva concreta de su situación en el mismo, y lo que de universal hay en ellas. La sustancia simple habitada en la mónada permanece invariable mientras percibe, apercibe y desarrolla su apetito en el mundo, con lo que las cualidades desarrolladas por la misma en el mundo serían formas accidentales que ponen en confluencia lo universal con la perspectiva individual. Como hemos señalado anteriormente, quizás ese mundo exterior es una ilusión, pero mientras podamos prever lo que va a ocurrir en ese espacio a través de las leyes científicas, podremos seguir habitando el mundo. Así, Leibniz nos ofrece una mirada que no niega la verdad de la sustancia divina, si no que la sitúa en el mundo material.
En resumen, el sistema de pensamiento leibniziano nos remite a un racionalismo radical en el que vemos de forma clara la influencia del pensamiento matemático, y que nos transporta de la realidad del mundo a la noción divina sobre la que éste se sustenta. Terminamos este artículo con una cita que, consideramos, resume de forma concisa las grandes aportaciones de la mirada leibniziana sobre el mundo que su autor nos dejó, y que nos permite poner en confluencia lo individual con lo universal, lo finito con lo infinito, lo mundano con lo divino:
Leibniz fue un racionalista. Sólo dejó pasar a su metafísica lo que pudo comprender. Su racionalismo es radical: obliga siempre a preguntarse por la raíz, por la razón suficiente; es además fundamental: piensa en oposiciones, ser o no ser, necesario o contingente, posible o imposible, verdadero o falso, tertium non datur; es también universal: como en el infinito no tiene sentido realizar un corte en alguna parte, esto es, fijar un límite, fue necesario que hablara de “cada uno”, “todo”, “ninguno”, “nada más que”, “sólo” y otras expresiones análogas. La razón no es otra cosa que el conocimiento de la verdad, que progresa conforme a un orden, porque, en breve, y por así decirlo: La razón es la voz natural de Dios (Schepers 2020 13).
Referencias bibliográficas
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Currás Rábade, Ángel. “Sobre el criterio de verdad en Leibniz”, Logos. Anales del Seminario de Metafísica 2 (1967): 109-114.
Echeverría Ezponda, Javier. “G. W. Leibniz, la pluralidad infinita [Estudio introductorio]”. Leibniz. Madrid: Editorial Gredos, 2011.
Esquisabel, Óscar S. “Leibniz sobre la verdad y la coherencia”, Revista de Filosofía y Teoría Política 33 (1999): 157-199.
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