El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 208 · julio-septiembre 2024 · página 12
Artículos

¿Una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa?

Jesús Pérez Anadón

Bases previas para desenmascarar la Unión Europea


bandera«Se nos dice: fundámonos los seis estados en una entidad supranacional, de esta manera las cosas serán simples y prácticas. Se trata de ideas que pueden resultar seductoras para ciertos espíritus, pero no veo en absoluto cómo podrían realizarse prácticamente aún cuando hubiera seis firmas al final del documento. Es verdad que en esta Europa, como se dice, armonizada no habría quizá política en absoluto, salvo que pudiera imponerse una a cada uno de los seis estados. Eso simplificaría mucho las cosas. Este conjunto de estados seguiría en este caso a alguien extranjero, que sí tendría política. Habría quizá entonces un federador…, pero no sería europeo. Y entonces no se trataría de la Europa integrada; sería algo mucho más difuso y extendido, con un federador exterior. Es quizá esto lo que inspira algunas propuestas de ciertos partidarios de la integración europea y, en ese caso, sería mejor declararlo abiertamente.» (De Gaulle, Conferencia de prensa en el Elíseo, 1962.)

 

El presente tratado constituye una nueva etapa en el proceso creador de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa. Así reza en el frontispicio del Tratado de la Unión Europea un fragmento de su artículo primero. Un proceso creador y una construcción in fieri. Lo creado es y será una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa, una unión –sans cesse en la versión francesa del texto– incesantemente más estrecha. En esta expresión aparente de buenos deseos anidan crípticamente varias claves acerca de lo que es en realidad esta Unión. Haremos lo posible para que caiga la máscara.

El presente artículo forma parte de un estudio más amplio sobre la Unión Europea. Tres artículos en total que podrían referirse sumariamente así: qué podría ser la construcción europea si respetase sus propios postulados democrático liberales, qué es en realidad, cómo oponernos eficazmente a esta construcción europea. Este primer artículo –de carácter más divulgativo/formativo que el segundo y el tercero, más inquisitivos y dialécticos– tiene como objetivo que nuestros amables lectores puedan conocer con más detalle los principios que los estados que han creado la Unión Europea y la Unión Europea misma declaran defender y que supuestamente legitiman su poder. Y de esta manera puedan captar más facilmente en el segundo ensayo la naturaleza híbrida y mendaz del engendro europeo realmente existente. Intentaremos en este primer ensayo dejar descritos y fijados en Teoría del Estado y Derecho Constitucional, muy al margen de nuestras preferencias, los principales conceptos en juego: la forma política de estado canónica oficial en Europa Occidental tras la guerra y las dos formas territoriales de unión de estados cabal y teoricamente posibles para la construcción europea. Es decir, partiendo de los parámetros políticos descritos hasta ese momento en relación a la capa conjuntiva fijaremos las dos manifestaciones principales de poder federativo en la capa cortical. El primero de esos conceptos es el Estado Constitucional, más popularmente conocido como Democracia Liberal y principal postulado de legitimidad del sistema. Un estado, se nos dice con ínfulas de fundamentalismo democrático, no puede ser legítimo si no es democrático, y no es democrático si no responde a los rasgos del Estado Constitucional. Abordaremos después la confederación y el estado federal como formas clásicas de distribución territorial del poder en su vertiente exterior. Aplicaremos lealmente a continuación las categorías descritas y presentaremos lo que podría ser un proceso y una arquitectura europea coherentes, comprensibles y legítimos para quienes comulgan con los fundamentos teóricos del sistema de poder. Terminaremos preguntándonos si eso es lo que nuestros amables lectores ven en Europa.

Se nos podrá quizá decir que pecamos de simplicidad, de esquematismo, incluso de anacronismo en nuestro planteamiento, que el catálogo de formas europeas posibles es mucho más numeroso, que estamos en la época de la soberanía compartida y la supranacionalidad. Conceptos sin duda de esta época, muy alejada del clasicismo en el pensar. Ciertamente tenemos una panoplia de formas posibles muy amplia: Neofederalismo, Neofuncionalismo, Neofuncionalismo Revisado, Transaccionalismo, Teoría de la Flexibilidad, Constitucionalismo Multinivel, Nuevo Institucionalismo y Teoría de la Fusión, al menos. Pero, permítasenos la ironía, hablamos de formas políticas, donde el poder está implicado, y ahí la postmodernidad jurídica no tiene tantas respuestas como teorías cuando se pregunta por la soberanía. Quien manda. Cómo se manda. La pregunta parece hoy todavía pertinente. Es la cuestión sobre la decisión última relevante, individual o colectiva pero reductible o reconducible en todo caso a un solo designio unitario de razón, quizá incluso abocado al fracaso pero autónomo en su formación y plasmación. Soberanía compartida, se nos dice. Una soberanía singular y plural al unísono quizá se nos quiere dar a entender: la soberanía preservada de cada uno y al mismo tiempo la soberanía de varios, como si una decisión al ser tomada por un sujeto colectivo incluso por mayoría quedase despojada de su carácter unitario. Supranacionalidad, se nos dice. Una concepción organizacional política que toma como fundamento las naciones pero que en unidad de acto las trasciende. Desconfiemos de lo que oscurece porque en la oscuridad se esconden cosas facilmente.

Antes de entrar en materia, en primer lugar, una declaración de principios y una advertencia metodológica:

Somos europeos, es decir diversos. España es una Europa por sí sola. La europeidad es nuestra condición, no exclusiva pues somos igualmente hispanos ni destinada por forzoso principio a una supuestamente ventajosa integración política continental. Nuestra europeidad como españoles no está subordinada ideológicamente a la idea dominante, en realidad muy parcial, de europeidad carolingia, supervisada además por los anglos; nuestra realidad y nuestra estrategia, nuestra europeidad, son otras. Somos europeos, sí. Pero el europeismo de las formas oficiales ha sido en España un rodillo aplastante hecho de fascinación acomplejada, subordinación ideológica, amnesia cultural y cruda sumisión al poder establecido de potencias estatales y privadas extranjeras, engrasado todo ello por la corrupción. Somos europeos, sí, pero hemos visto como la incorporación de España a la construcción europea no ha hecho sino empobrecernos moral y materialmente y someternos. La ilegitimidad de la Unión Europea está llegando a tal punto que la presión de las realidades naturales aún en escena está terminando por abrir grietas en la hegemonía cultural europeista.

Nosotros no nos dejamos deslumbrar por los espejismos del Estado Constitucional, fundamentalista democrático. Por causa de su formalismo, tecnicismo y procedimentalismo excluyentes, de su ficción respecto de la doble condición de gobernante y gobernado atribuida al individuo, de su modulación oligárquica de la representación, de su errada o interesada dislocación del poder político confundiendo control o limitación del poder con división o separación del poder, de su hipócrita creencia en que lo superior puede surgir de lo inferior, entre otras razones, nosotros tenemos serias dudas acerca que la Democracia Liberal tenga remotamente algo que ver con un buen gobierno, con un poder del pueblo (atomista u orgánicamente concebido) o con libertad alguna. Nosotros tenemos dificultades de todo orden, no sólo teológicas, en avalar tanto la soberanía de la modernidad –poder absoluto e ilimitado– como la de la postmodernidad –poder líquido y relativo. Somos igualmente, por decirlo con suavidad, muy reticentes a la idea de que un estado constitucional federal europeo pueda ser eutáxico. Nosotros, en fín, estamos más cerca de Schmitt que de Kelsen en cuanto al origen, fundamentación y operatividad del Derecho.

Habiendo hecho la confesión inicial de que nuestro reino no es de este mundo queremos señalar, y esto es fundamental más allá de la ironía, que hasta que no llegue el momento de presentar el tercer artículo con la, desde nuestro punto de vista bastante limitada Europa deseable, no estudiaremos los asuntos europeos usando nuestros conceptos, nuestro instrumental de análisis, nuestra particular razón jurídico política sino los del adversario. Operaremos con los postulados y criterios de la ciencia constitucional oficial, razonando desde la ortodoxia del sistema. Lo haremos así para averiguar si la Unión Europea y los estados que la han creado respetan sus propios principios y formas, que no son otros que los del ya citado Estado Constitucional, la forma canónica y prescriptiva de estado democrático legítimo tras la guerra en Europa Occidental.

 
Los conceptos en juego: Estado Constitucional, Confederación, Federación Soberana/Estado Federal

1. El Estado Constitucional es la forma oficial de estado, la forma de estado políticamente correcta en Europa Occidental. Esta es la idea principal que debemos retener. Veamos ahora su origen y rasgos fundamentales.

Estado Constitucional. La teoría del estado moderno, con sus sustratos fundamentales, soberanía (Joaquín de Fiore, Okham, Bodino) y contrato social (Hobbes, Locke, Rousseau) se basa tras la Revolución Francesa en una relación de ciudadanía. Los ciudadanos gozan del poder constituyente, del poder para crear cualesquiera realidades políticas a las que sin embargo se sujetan inmediatamente después. Esa relación de libertad y sujeción común es la nación política, ella misma destilándose a partir de vínculos naturales, culturales e históricos que sin embargo se diluyen, transmutados en una abstracta ligazón jurídico política: son sujetos de la nación aquellos que la legitiman con su acuerdo o asentimiento y están sometidos a su ordenamiento jurídico pues se reconocen mutuamente como miembros de una misma sociedad. La sociedad política (moderna) sustituye a la comunidad política (premoderna) en la medida en que los vínculos definitorios de la adscripción ya no son fundamentalmente naturales sino fundamentalmente cívicos. La sociedad política y su trasunto ya oficializado tras la Revolución Francesa, la nación política, son el vínculo legitimador del poder del Estado. La secuencia se despliega implacable: nación, por tanto soberanía, por tanto estado. En la modernidad postrevolucionaria la nación es la abstracta personificación política del pueblo y el estado la concreta personificación jurídica de la nación. Con la ambición de desposeer de la soberanía al monarca los revolucionarios franceses la concedieron a la nación, como depositaria de la identidad, la historia y el poder colectivos. Seguía gozando la soberanía de los mismos rasgos que con Bodino, poder absoluto e indivisible, pero ahora estaba en manos de la nueva clase dominante, la burguesa, que se consideraba (en términos de Marsilio de Padua, uno de los inventores de la idea de representación política) la melior pars, la parte selecta del Tercer Estado, marginando así al pueblo llano. Se inicia la época donde la expresión soberanía nacional, significaba soberanía de una parte de la nación siendo su forma política el Estado Liberal de Derecho, cuyas vicisitudes acaban desembocando –con la añadidura en el tránsito del siglo XIX al XX del sufragio universal– en el Estado Liberal y Democrático de Derecho, donde la soberanía supuestamente ya es de pleno popular y por tanto pertenece a toda la nación. La amenaza del totalitarismo tras las experiencias fascistas (vencidas militarmente, no políticamente) y la presencia del comunismo al este aconseja tras la guerra tomar cuatro medidas. En primer lugar, ilegalizar de iure o de facto ambas opciones ideológicas (proscripción constitucional y cultural, terrorismo de falsa bandera, redes Gladio). En segundo lugar, constitucionalizar a los únicos partidos de masas funcionales, Democracia Cristiana y Socialdemocracia, es decir consagrarlos como órganos del estado santuarizándolos en el Estado de partidos, si exceptuamos el interregno de de Gaulle. En tercer lugar, hacer realidad en cierta medida los derechos sociales incorporando el adjetivo social al Estado y llegando al Estado Liberal y Social Democrático de Derecho. Los rasgos principales que incorporándose a la dogmática de la ciencia constitucional han caracterizado la evolución hacia esta forma de Estado son soberanía popular, sufragio universal directo, principio representativo, principio electivo, tabla y garantía de derechos fundamentales, separación de poderes, y estado de derecho. En cuarto lugar, impulsar una evolución doctrinal que tendrá alguna relevancia para el objeto del estudio en tres momentos que estamos acometiendo sobre la Unión Europea: encapsular y en cierta medida disipar la recién estrenada soberanía popular en el dogma de la supremacía constitucional, rasgo éste que sumado a los anteriores que acabamos de enumerar alumbra el llamado Estado Constitucional.

Un Estado Constitucional que lleva hasta sus últimas consecuencias la idea de supremacía constitucional, con la idea de que es la constitución como norma jurídica lo que da sentido al estado más que el pueblo o la nación. Porque aunque sea la soberanía nacional/popular la fuente misma del poder constitucional lo adecuado es que se eclipse una vez que la constitución entra en vigor para que sea ésta la que asuma el funcionamiento ordinario del sistema político, que es de tipo representativo. La idea de patriotismo constitucional va aproximadamente en la misma línea. En este punto hay que recordar que además de la acepción común de Estado de Derecho como certeza y garantía de la aplicación del derecho en una sociedad la expresión interroga acerca de cual es la concepción jurídica que se impone, distinguiéndose desde este punto de vista entre el imperio de la ley o Rule of Law anglosajón y el État de Droit francés o el Rechtstaat germánico. El Rule of law participa de la filosofía del Common Law donde se considera derecho la costumbre y el precedente judicial en la misma o mayor medida que la codificación, todo ello dentro de una tradición de libertad civil. El État de Droit francés así como el El Rechtstaat germánico (en menor medida éste último por la pervivencia parcial de la noción de comunidad popular racial) participan de una tradición estatista donde Derecho es la norma legal emanada y codificada por el estado. Estando la filosofía jurídica continental basada mucho más en el estatismo que en el derecho de la sociedad puede afirmarse que el Estado Constitucional es un estado donde la supremacía la ostenta la constitución como derecho del estado. Dicha constitución tiene una contenido material que incluye todas aquellas referencias al poder sustancial y un contenido formal: todos aquellos procedimientos que la hacen funcionar. Y son los representantes del pueblo o la nación –el Estado Constitucional es la forma representativa por excelencia– los que manejan la constitución en lo material y en lo formal, usando como último recurso su interpretación a través de los tribunales constitucionales. Por tanto en el Estado Constitucional el soberano ordinario es la constitución y el pueblo permanece latente o durmiente como soberano extraordinario, es decir como sujeto/poder constituyente, siendo la supremacía constitucional sinónimo de supremacía de la representación política en el estado. El Estado Constitucional es la forma más depurada de democracia representativa. Recordemos este protagonismo de lo representativo dentro de la idea de supremacía constitucional ya que la representación es la clave de bóveda de la presencia indirecta del pueblo en las decisiones políticas a través del mandato representativo y esto será clave más adelante hablando de la Unión Europea.

Dentro de esa sociedad política unitaria que llamamos nación política, ya plenamente democrática en el siglo XX con el Estado Constitucional, es donde se dan las relaciones de ciudadanía, entre los ciudadanos y el estado y entre los ciudadanos entre sí. Formar parte de una misma nación política en la época del Estado Constitucional, con respeto al principio electivo y al principio de mayoría, es darse colectiva y soberanamente unas reglas del juego y unas normas de contenido material que por haber sido teóricamente obra de todos por todos han de cumplirse, tanto por aquellos que las apoyaban antes del sufragio y resultaron ser mayoritarios como por aquellos que discrepaban y resultaron ser minoritarios; pudiendo estos últimos ser mayoría en ulteriores ocasiones. En la fraternidad que la nación política instaura todos los sujetos que participan en la adopción por sufragio de una decisión, tanto los que forman parte de la mayoría como los que quedan en minoría, deben poder pertenecer a un mismo y único pueblo, políticamente hablando, es decir a una misma nación. Deben poder reconocerse como miembros de una misma sociedad política para poder ser legítimamente obligados por el resultado de dicho sufragio. Sólo una experiencia política de tipo nacional permite anudar los lazos de la solidaridad colectiva pudiéndose de esta manera contener, asumir, digerir, es decir, armonizar las discrepancias políticas, evitando que el resentimiento y las querellas internas territoriales o de clase se hagan verdaderamente divisivas y conduzcan a la guerra, consecuencia ésta que no siempre ha podido evitarse. La ciudadanía política es tras la Revolución finalmente el vínculo legitimador del poder del estado, de su capacidad para reducir el conflicto y la dialéctica de las facciones, para pacificar la relación de fuerzas, simplificar la complejidad y regular y compensar a través de un equilibrio, imponiendo en última instancia si fuera necesario el monopolio de la fuerza.

Siendo la soberanía del estado un poder, absoluto o no, pero sí autónomo e indivisible que requiere caracter unitario y coherencia, pues no es posible que dos poderes posean la ultima ratio decisoria y sean efectivos al mismo tiempo, en un mismo lugar y sobre el mismo asunto, y tras todo lo dicho hasta ahora, podemos deducir que a un solo pueblo ha de poder corresponder un solo estado y que ese pueblo ha de ser soberano en su estado. Soberano al modo liberal representativo, teniendo el mando para fundar los poderes del estado en una Constitución y asumiendo a continuación leal obediencia a los representantes que elige periódicamente para conducir la nación en las instituciones políticas. Sólo de esta manera se respetan los rasgos de identidad, unidad, libertad y coherencia en el ser y en la acción. Rasgos que han de darse entre el poder del estado y la soberanía popular que lo constituye y legitima. De lo contrario no puede haber un Estado Constitucional, es decir no puede haber un pueblo libre autogobernado democráticamente, y el poder carece de legitimidad, es decir de justificación para recabar obediencia.

Recapitulando: en Teoría del Estado y Derecho Constitucional estamos ante un Estado Constitucional cuando se presenta en escena un pueblo soberano concebido en torno a la idea de nación política (es decir, no étnica o cultural sino articulada como ciudadanía) que se dota de un estado representativo con sufragio universal, derechos fundamentales y separación de poderes en el marco de una constitución como suprema norma y supremo árbitro jurídico político. Sólo dentro de ese pueblo, de esa nación política, se dan las relaciones de ciudadanía (poder y sujeción común) y por tanto los vínculos de pertenencia y solidaridad recíprocas que permiten gestionar pacíficamente la diversidad y el pluralismo cuando éstos se tornan complejidad y eventualmente conflicto a través de un sistema de reglas del juego que ha fundado la regla de la mayoría, otro de los rasgos del Estado Constitucional. Sólo dentro de una misma nación política los minoritarios pueden ser legitimamente obligados por los mayoritarios, sólo dentro de esa unidad se puede concebir la libertad y la democracia como un pacto político de reconocimiento mutuo ciudadano. De un pueblo sólo puede recabarlegítimamente obediencia su estado, no otro u otros estados, o lo que es lo mismo, otro u otros pueblos. El pueblo es soberano para todo, no pudiendo dejar de serlo para nada; en el interior como poder constituyente y en el exterior a través del estado, que deberá ser avalado previamente por la representación política para prestar consentimiento en nombre del soberano y refrendado con posterioridad por esta misma representación política o directamente por los ciudadanos, conforme dicte la constitución como suprema norma política. Sólo la constitución y el estado que se da un pueblo pueden gobernarle. Sin fugas de poder no consentidas explícitamente, sin pluralidad de señores, sin extranjerías. Identidad, unidad, libertad y coherencia como notas caracterizadoras. Esto es un Estado Constitucional. Esto es lo que se nos enseña que hay y que debe haber prescriptivamente, lo que se nos impone como única lógica jurídico política del sistema en todos los estados de Europa Occidental.

2. Una vez aclarado cual es el único estado democrático posible en Europa según la ortodoxia legal de la dogmática constitucional veamos las dos formas clásicas de unión de estados: la confederación y la federación soberana, más conocida como estado federal.

Confederación. Entendemos por confederación aquella organización que reúne a una serie de estados interesados en acordar proyectos específicos de diversa índole y gestión colectiva o, yendo más allá, en  poner en común e integrar una parte de su política. En ambos casos con la voluntad y las garantías de permanecer como estados soberanos en todo caso hasta que eventualmente pudieran decidir con plena li bertad fundir su soberanía junto con la de los demás estados en una soberanía de superior orden. Su fundamento jurídico es un tratado, es decir, un acuerdo de naturaleza internacional. El interés entre aquellos estados que se confederan puede implicar la creación de instituciones comunes, compuestas por representantes de los gobiernos de los estados miembros y con distinto alcance en significación y competencias. La ambición confederal puede limitarse a la planificación y ejecución de una mera cooperación entre gobiernos a través de programas puntuales sin pretensión regulatoria general; hablamos entonces de una confederación de cooperación, o bien por el contrario aspirar a una cierta integración política, produciendo las instituciones confederales normas jurídicas sensu stricto, es decir con alcance general regulatorio en los campos competenciales cuya gestión se haya decidido poner en común; hablamos entonces de una confederación de integración. Quedando salvaguardada la libertad y la soberanía de los estados que se han confederado en cualquiera de los dos supuestos anteriores. Avanzaremos ahora describiendo los rasgos y circunstancias de la confederación de integración. La salvaguardia de la independencia de los estados en una confederación de integración viene garantizada por tres elementos. En primer lugar, un procedimiento decisorio garantista de la libertad de los estados. El estado confederado sólo queda obligado en los órganos de la confederación si ha prestado su consentimiento a la decisión de que se trate. Dos posibilidades se derivan de la anterior premisa. Que el acto, el proyecto o la norma que se propone sea aprobado sólo por unanimidad de los estados miembros. O que una mayoría de estados los apruebe pero siendo obligatorios sólamente para la mayoría de estados que libremente han prestado su consentimiento votándolas favorablemente, quedando la minoría que no las apoyó libre de no asumirlas, al menos en ese momento, en una aplicación de la idea de libertad negativa. El nombre que recibe modernamente esta mayoría no vinculante para la minoría es claúsula Opting-out. La libertad en la confederación sólo es compatible con un procedimiento decisorio por mayoría cuando se trate de cuestiones que los propios Estados confederados hayan decidido por unanimidad votar por mayoría en lo sucesivo, por su escasa relevancia normalmente. En segundo lugar, la independencia de los estados se protege mediante la primacía del ordenamiento jurídico nacional sobre el derecho que pueda emanar la confederación. Se trata de la obligatoriadad de convertir las normas dictadas por los órganos confederales en normas nacionales antes de que sean vinculantes para los ciudadanos de cada estado confederado, lo cual implica la condición para la norma confederal de ser homologable formalmente y compatible materialmente con el ordenamiento jurídico nacional que goza en principio de primacía, de lo contrario el trámite de convertibilidad carecería de sustancia política, violándose la soberanía nacional. Ya Jellinek en su Teoría General del Estado advertía que las instituciones de la confederación carecen de imperium para obligar a los Estados y que de no ser así, estaríamos en presencia de una federación soberana, es decir de un estado federal. Jellinek procede simplificando al referirse en su formulación más bien a la vida interna de los estados y como síntesis resulta válida pues el estado obtiene su legitimidad última de su propio pueblo y no de los pueblos de otros estados. Pero hay que distinguir dos momentos: el de la decisión a nivel confederal y el de su incorporación al derecho interno. En la vertiente o vida exterior de los estados los tratados que acuerdan o las normas ordinarias que aprueban en el seno de los órganos de la confederación les vinculan recíprocamente en principio, de otro modo la propia confederación carecería de sentido. Ahora bien las decisiones tomadas en los órganos de la confederación, al no ser la confederación un estado, al mantenerse los pueblos representados en el exterior por esos estados como pueblos distintos e independientes, al no haber relaciones de ciudadanía común entre dichas poblaciones, no pueden hacerse obligatorias sin pasar antes por el filtro de homologación formal y compatibilidad material con el ordenamiento interno de cada estado al que que acabamos de aludir. Y de no superar satisfactoriamente esa prueba el tratado o la norma no puede ser válida ni aplicable internamente. Pensemos que el gobierno de un estado puede obligarse internacionalmente en violación de su derecho interno por causa de las necesarias cesiones en una negociación entre estados, por desidia, por corrupción o por traición, y tales circunstancias no puede vincular legítimamente y de modo definitivo a su pueblo. Esto ha sido objeto de discusión partiendo de la teoría de los contratos y la teoría de la representación, que hace de la responsabilidad del representante (el estado) frente al representado (el pueblo) un asunto interno a dilucidar aparte, salvando y exigiendo en todo caso la responsabilidad externa del estado frente al resto de estados con los que se ha comprometido prestando su consentimiento en una decisión colectiva. Pero incluso la propia Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, pese a ser un Tratado celebrado para fomentar o posibilitar los acuerdos entre estados caracterizado por una visión internacionalista pro domo sua y naturalmente corporativa por sus operadores, reconoce en su artículo 46 que cuando el consentimiento en obligarse de un estado haya sido manifestado en violación de una disposición de derecho interno concerniente a la competencia para celebrar tratados, esta violación podrá ser alegada como vicio del consentimiento cuando sea manifiesta y afecte a una norma de importancia en su derecho interno. Aquí vemos el reconocimiento de que se debe respetar un procedimiento a nivel interno para celebrar un tratado y que la vulneración de una importante disposición de derecho nacional por una norma internacional puede bloquear la validez de los compromisos exteriores de un gobierno de turno. Unidas ambas condiciones confluyen en la ausencia de legitimidad de las instituciones confederales frente a los ciudadanos de los estados confederados sin previa prueba de conformidad interior, es decir en la primacía del derecho nacional sobre el confederal. En tercer lugar, como garantía de la independencia de los estados dentro de la confederación decíamos, se establece la titularidad nacional de las competencias que puedan atribuirse eventualmente a la confederación, su limitación a materias no nucleares en términos de soberanía y la permanencia en manos de los estados de los procedimientos de atribución de competencias. El tratado confederal puede atribuir competencias a la confederación, aunque esta atribución no implica la transferencia del título originario de la competencia, sino sólo de su ejercicio. Los titulares continuan siendo el estados que según las propias reglas confederales podrán revertir la competencia, eso sí, necesitando normalmente el concurso y el acuerdo de aquellos estados con los que de modo colectivo decidió atribuirla. Las relaciones confederales son relaciones entre gobiernos de estados independientes en la esfera internacional aunque mediadas relativamente por las reglas de la organización confederal que se ha constituido. Una confederación bien concebida es una pieza de orfebrería, un delicado mecanismo donde el equilibrio dinámico entre libertad y compromiso puede llegar a ser un arte. En su origen Suiza, los Estados Unidos de Norteamérica o Alemania fueron confederaciones, no especialmente artísticas.

Federación Soberana / Estado Federal. Podríamos tomar un atajo directo desde lo que se acaba de describir afirmando que una federación soberana es aquella confederación que se convierte en un estado pues así se ha producido generalmente en la historia, véanse los ejemplos de la confederación helvética, americana o alemana, aunque existen ejemplos históricos más caóticos o azarosos. Sirva en todo caso el atajo de modo intuitivo.

El estado federal es una forma de estado unitario con fines generales. Su fundamento jurídico no está como en el caso de la confederación en un tratado, sino en una constitución, producto de un acuerdo entre individuos libres e iguales que deciden constituirse en un estado mediante un reparto territorial interno de competencias entre poderes diferenciados. En efecto, normalmente, en casos de fuerte identidad lingüistica y/o étnica y/o religiosa y/o cultural de modo amplio, o incluso por interés más bien defensivo como el caso de Suiza varios estados soberanos o entidades políticamente independientes entre sí acometen un proceso, llamado federativo o proceso constituyente federal, relativamente coherente y no demasiado largo (véase el caso norteamericano con los papeles de El Federalista y la Convención de Filadelfia) que conduce a la fundación de un sólo estado o ente soberano. Se funden las anteriores soberanías para constituir en lo sucesivo una sola de mayor escala sin disolverse necesariamente las particularidadades muy concretas que cada estado soberano o entidad independiente tenía con anterioridad sino perviviendo como formas de autogobierno con una fuerte independencia relativa en el seno de un estado complejo descentralizado según un sistema de reparto de poder. Los anteriores estados soberanos se convierten en estados federados y son reconocidos como fundadores del estado federal, como protagonistas del foedus o pacto de confianza y unión suscrito, y por ello como parte del Grund en la terminología alemana, del fundamento de legitimidad de la nueva constitución federal. Eso les permite disponer no sólo de una amplia autonomía en cuanto al contenido material de sus competencias sino de areas o procedimientos bien compartimentados en el marco de sus constituciones donde podría no haber subordinación jerárquica con la constitución federal. Es éste último un tema discutido. Tendemos a pensar que lo creado por los estados como sujetos constituyentes en la fase cero cuando proceden a federarse soberanamente les trasciende; en el mismo acto constitutivo federal alumbran al que será en lo sucesivo el poder constituyente único, el Demos federal, el pueblo que dotará de fundamento al estado, y ya quedan en segundo plano como sujetos o poderes constituidos, sometidos por tanto a la unidad política suprema federal en aquellos caracteres que definen fundamentalmente un estado moderno. No se pueden concebir los Estados Unidos de Norteamérica o la República Federal de Alemania sin los estados federados, sin Texas o Baviera, pero sólo hay ya una nación, la nación americana, la nación alemana, políticamente hablando. El federal es ciertamente un estado complejo en la medida en que en él coexisten dos órdenes diferentes de instituciones políticas que comparten competencias, la federación y los estados federados. Un estado complejo en el sentido anteriormente descrito pero un estado unitario desde el punto de vista de la soberanía. Se trata de una forma política cuyo sentido radica en la posibilidad de solventar la tensión entre unidad y diversidad  integrando esta tensión dentro de un mismo y sólo orden que es síngular y no plural como en la confederación. No hay por tanto en él ningún cuestionamiento sobre el sujeto activo de la soberanía, sobre el poseedor de la Competencia de las competencias, que no es otro que la triada unitaria pueblo-constitución-estado a la que ha dado lugar el proceso federativo. El estado federal es un sistema político fuertemente descentralizado pero este rasgo no discute la presencia en la cúspide de la legitimidad política de una sola constitución. Es la constitución federal la que incorpora los derechos de los estados antes independientes y los legitima, previa transformación de dichos estados en sujetos constituidos, como derechos constitucionales a la descentralización o si se quiere a la cogestión política. El estado federal se reclama del monismo soberano aunque gestione su poder de modo dualista en dos niveles diferentes, el federal y el federado. El poder originario y final corresponde al orden superior, al centro federal, normalmente sin posibilidad legal de secesión territorial. En el interior de un estado federal ya no procede el voto entre estados, más allá de la participación que puedan tener los estados federados en un senado territorial; son los ciudadanos de un sólo pueblo y de un sólo estado los que votan para elegir los poderes del estado. Ahí sí es legítimo que las decisiones se arbitren por mayoría y minoría y que, respetándose la distribución de competencias entre la federación y los estados federados, en aquellas areas donde las normas federales sean competentes gocen de plena primacía, es decir de jerarquía, sobre las normas federadas que, por su parte, nunca gozarán sin embargo de jerarquía sobre las normas federales o las normas de otros estados federados sino de una mera autonomía.

Revisemos ahora de modo más explícito las diferencias entre confederación y estado federal que ya podían intuirse de las anteriores descripciones. La atribución de competencias a una confederación es sólo una delegación en la que los estados confederados conservan la titularidad de la competencia; la federación, en cambio, se beneficia de la transferencia completa de las competencias recibiendo su título originario. Las normas federales obligan directamente a los ciudadanos manifiestando una relación de derecho interno propia de una sola y misma sociedad política; las de la confederación primero deben transformarse en normas estatales para que sean obligatorias dentro de los estados, es decir, obligan a los ciudadanos sólo después de haber sido homologadas al ordenamiento constitucional interno. Una confederación se crea por un tratado que sólo puede ser reformado por unanimidad de los estados; el proceso federativo conduce a un estado federal a través de una constitución, reformable por una mayoría, no de los estados federados normalmente –podría darse el caso de una participación orgánica de un Senado territorial en la revisión general– sino de los ciudadanos de la federación, o de sus representantes personales. Una confederación es una organización de estados, sujetos por separado al Derecho Internacional; una federación soberana es un estado, un sujeto de Derecho Constitucional y por ello un sujeto de Derecho Internacional. En una confederación hay varias soberanías en juego, en una federación soberana sólo hay una soberanía, pues sólo hay un pueblo políticamente hablando, si se quiere, una sola nación política. Un estado federal es un poder soberano de pleno derecho. En la Europa posterior a la guerra –se nos dice– todo estado federal ha de ser un Estado Constitucional, respondiendo a sus rasgos propios y exigencias, de lo contrario no es un estado legítimo, un estado que pueda esgrimir justificación para hacerse obedecer.

 
La Europa ausente bajo la máscara

Aceleremos ahora y comprobemos cómo las cosas serían relativamente sencillas en aplicación cabal y leal de las nociones que el propio sistema de poder considera no sólo loables sino prescriptivas.

Si somos varios estados soberanos en Europa y se plantea la posibilidad de acometer en común proyectos específicos sin ambición alguna de integración política crearemos una confederación de cooperación. Si yendo más allá cualitativamente ambicionamos una integración política que proceda progresivamente a la regulación normativa de haces competenciales completos crearemos una confederación de integración, siendo esta integración potencial, progresiva y en modo alguno obligatoria. En ambos modelos, o bien decidimos por unanimidad avanzando todos los estados al mismo tiempo de modo uniforme y simétrico en aquello en que estemos preparados y dispuestos a avanzar, o bien decidimos por mayoría no vinculante para la minoría avanzando de modo libre, diverso y asimétrico aquellos grupos de estados que en cada momento se van poniendo de acuerdo sin obligar a los demás. Respetándose por tanto en estos dos primeros modelos las soberanías nacionales pues nunca se obliga a nada o prohibe nada a los estados sin su consentimiento, y salvaguardándose la primacía de los ordenamientos jurídicos nacionales sobre los meros reglamentos técnicos (confederación de cooperación) o las normas legales (confederación de integración) surgidos de los órganos confederales.

De este modo, en una posible confederación europea de integración, con métodos respetuosos de la libertad para comprometerse, es decir, con un equilibrio dinámico entre independencia e integración, si se llegara a un grado de aproximación de las conciencias y de las realidades materiales que persuadiera a los europeos de despojarse definitivamente de su esencial diversidad natural, de sus fronteras mentales, resquemores históricos y atributos estatales, podrían aquellos federarse de modo soberano tras un proceso constituyente sencillo, sincero y abierto, con plena libertad constituyente y apelación al pueblo por fases sucesivas en refrendos no sólo plebiscitarios sino también electivos. ¿Con qué significación? Suscribiendo por tiempo indefinido un pacto de confianza, un foedus; reconociéndose todos ya mutuamente como hermanos, como iguales al menos en aquello que es fundamental, afirmando sin reservas la voluntad de compartir un sólo destino, integrando y armonizando sus intereses, protegiendo sus recién estrenados reflejos de identidad, de modo y manera que en lo sucesivo el proceso político no fuera una lucha cruenta de todos contra todos y el resultado de una votación no se saldara con vencedores y vencidos sino como una manifestación de discrepancias asumibles entre miembros de una misma sociedad política, a conciliar y compensar luego en el seno familar de un estado que acogiera a todos y manifestara políticamente un equilibrio entre unidad (federal) y diversidad (federada). Es decir, fundando obviamente un estado federal, con instituciones federales y democráticas; con una asamblea de representantes dotada de iniciativa legislativa y pleno poder normativo elegida por sistema de distrito uninominal, con un ejecutivo elegido directamente por los ciudadanos, con una autoridad judicial no electiva y verdadero poder jurisdiccional. De otro modo, si no se quisiese o pudiese recorrer ese proceso confederal de integración gradual, teoricamente, se podría acometer el antes aludido proceso constituyente federal fundando un estado directamente, si los pueblos consentieran abruptamente en un sólo acto, claro está, pasando los estados de maniobrar de modo soberano en la escena internacional (como las incomunicables bolas de billar de las que hablaba Leibniz) a fundirse en un estado federal, sin solución de continuidad, sin fase transitoria confederal.

Como puede verse no hay mil fórmulas, ni son necesarias, para ejercer legitimamente el poder federativo propio de la capa cortical en Europa si se pretende cumplir las exigencias democrático liberales del Estado Constitucional, si se acepta responder a la pregunta sobre el sujeto de la soberanía de una forma que satisfaga el principio de no contradicción y sea comprensible y aceptable para el pueblo como titular teorico de dicha soberanía. Y todo lo dicho hasta ahora, claro está, si esa confederación de integración o ese estado federal tuvieran sentido histórico y político evidente y la realidad los mostrara posibles, que es mucho decir. Se trata de fórmulas legítimas y deseables para quienes las desean, no es nuestro caso. Recordemos que realizamos este análisis de la Europa coherente y leal que podría ser sin proselitismo o entusiasmo europeista en absoluto sino para poder evidenciar más adelante, sobre las bases conceptuales que hemos descrito y fijado en este primer artículo, que los estados miembros, señores de este proceso creador tal como definen ellos mismos la Unión Europea, no respetan en su creación sus propios postulados teóricos y criterios de legitimidad política, y mejor torpedear así el engendro resultante en su línea misma de flotación.

Razonando por tanto de modo acorde a la ortodoxia teórica del sistema de poder, tras la guerra mundial sólo un Estado Constitucional es legítimo políticamente. Y por tanto sólo una serie de estados constitucionales puede asociarse en una confederación, así como sólo una serie de estados constitucionales puede fundirse en un estado federal. En el primer caso la resultante debería ser forzosamente una Confederación Europea de Estados Constitucionales, respetuosa en su actuación con la naturaleza de Estado Constitucional de cada uno de sus miembros. En el segundo caso, se desembocaría en un Estado Constitucional federal Europeo.

¿La Unión Europea realmente existente que nos proponemos analizar y presentar en el próximo artículo de la serie es una Confederación Europea de Estados, o bien es un Estado Constitucional Federal Europeo? ¿Tenemos hoy a los estados nación europeos integrándose cuando y en lo que libremente deciden con respeto a sus constituciones y dirigiéndose eventualmente hacia un estado federal solamente si así lo decidieran en el futuro? ¿Estamos por el contrario inmersos en un proceso constituyente federal europeo sincero, abierto y formal, es decir con apelación consciente al pueblo, plena libertad constituyente, plazos, procedimientos, garantías y refrendos populares a término? ¿O este estado federal ya se está instaurado siquiera de facto de modo más o menos invisible al pueblo pero salvando lo importante que es en todo caso la presencia incuestionable, gracias a nuestras élites que han tenido la consideración de no molestarnos en el proceso mientras actuaban, de instituciones federales y democráticas propias de un Estado Constitucional homologable?

Pues bien, frente al modelo oficial de Estado Constitucional, que no avalamos políticamente pues no lo consideramos ni legítimo ni adaptado, pero que responde a una lógica cognoscible y verificable, y frente a los dos procesos o formas de encuentro entre estados en el exterior, confederación de estados constitucionales o estado constitucional federal, los apologistas políticos y académicos de la Unión Europea llevan décadas justificando la naturaleza híbrida de una construcción diferente a los dos modelos que cabalmente hemos expuesto, con innumerables y abigarradas hipótesis teóricas para cuadrar el círculo de una definición del poder político en Europa que no es ni una cosa ni su contraria, de lleno en el relativismo de la postmodernidad jurídica. Los argumentos más usados, pero en absoluto los únicos, giran en torno al llamado Constitucionalismo Multinivel (Europa puede ser unitariamente y al unísono una confederación de estados soberanos y un estado federal, según el momento, la materia y el enfoque) dentro de la filosofía general de la supranacionalidad y la soberanía compartida. Y de ahí las innumerables y ocurrentes expresiones con las que nos presentan la paradoja. La Unión Europea, nos dicen, es algo más que una confederación de estados soberanos y algo menos que un estado federal; algo más que una pluralidad de estados y algo menos que un único estado; algo más que un tratado internacional y algo menos que una constitución; La Unión Europea es al mismo tiempo una unión de estados y una comunidad de ciudadanos.

Fijémonos someramente en la última expresión: una unión de estados –una asociación de diferentes pueblos– y una comunidad de ciudadanos; es decir un pueblo, un solo pueblo, aunque no se atrevan a decirlo. Que Europa se compone de diferentes pueblos es una evidencia histórica que no es necesario justificar, y por tanto una posible confederación de estados soberanos con diferente alcance y ambición sería posible. Que Europa debiera o pudiera llegar a ser un sólo pueblo, una sola nación cultural y/o política y un estado, sería algo muy discutible. Pero que, de algún modo Europa ya es un pueblo hoy en día y eso legitima modalidades de gestión, elementos normativos y estructuras pseudo constitucionales federales que van integrándose (colándose de rondón si se nos permite la expresión) en un todo donde cohabitan con elementos confederales propios de la soberanía por separado de las diversas naciones europeas, merece no darse por sentado en absoluto y escrutado con detenimiento, si no con sospecha; es lo menos que puede decirse.

Cuentan que en un tiempo lejano un rey visitó un pequeño pueblo y preguntó tras llegar por qué no habían sonado las campanas para recibirle; el sacerdote le respondió que había numerosas razones pero que le diría la primera: no había campanas. Si el primer elemento de la secuencia definitoria del Estado Constitucional, y de lo que podría ser un Estado Constitucional Federal Europeo, era como hemos visto la existencia de un pueblo reconocible con potencialidad política como nación, que es anterior a la presencia de un estado, una constitución representativa y divisoria del poder etc, no adelantaremos los restantes elementos que traen causa del primero, al menos en este primer artículo pues no parece necesario preguntarse por otras razones si no hubiera campanas. Nos limitaremos a hacer una serie de preguntas relativas a la existencia de ese supuesto pueblo europeo, siquiera potencial, que basaría toda la arquitectura continental en este proceso creador que es la Unión Europea y que se nos va gradualmente presentando sin nunca hablar claro.

La Cristiandad o Europa fue el título del célebre ensayo de Novalis. Hasta Lutero, la Cristiandad medieval fue sinónimo de una cierta Europa: aproximadamente un mismo credo religioso –el católico-, un mismo Derecho –el romano-, una misma lengua culta –el latín. Este humus común forjaba una cierta identidad europea y podría quizá haber contenido de modo armónico en lo sucesivo los naturales elementos de diversidad en el continente, formándose un todo con dos vertientes indisociables: unidad y diversidad, diversidad y unidad. De este modo quizá hoy pudiera hablarse de un pueblo europeo, de un Demos más o menos identificable y apto como cimiento de un pacto federal y una arquitectura institucional coherentes. Pero no fue así en la historia. Elias de Tejada habló de cinco rupturas entre 1517 y 1648: la religiosa de Lutero, la ética de Maquiavelo, la política de Bodino, la jurídica de Grocio y Hobbes, y la del Tratado Westfalia, como ruptura formal definitiva y síntesis de las anteriores. Estuvieran estas rupturas implicadas o no en la ausencia posterior de un pueblo europeo, lo cierto es que a partir de Westfalia fueron surgiendo las naciones estado y fue asentándose un predominio de la diversidad sobre la unidad en Europa. Considerando la ruptura teológica de la Reforma protestante acaso el título de Novalis planteara más bien una disyuntiva entre términos antagónicos: o la Cristiandad, o Europa. La Monarquía Hispánica recogió a partir de 1517 el depósito de la tradición católica europea encabezando la llamada Christianitas Minor; combatió en terreno carolingio en pos de la Universitas Christiana para impedir las citadas rupturas, reprodujo las Españas en el Nuevo Mundo y sembró las fértiles semillas de un nuevo Demos de la más alta cultura: la Hispanidad. Por eso hemos dicho al principio que España es una Europa en sí misma, y va al mismo tiempo, en un movimiento pleno de ser y devenir, más allá de Europa. 

¿A partir de los siglos XVI y XVII, conforme la Modernidad ha ido asentándose (con sus rasgos propios de escisión y devenir constante) hay en Europa, más allá de algunos elementos comunes de etnia y civilización –preñados no obstante de fragmentación y contradicción– un sustrato de homogeneidad suficiente que pueda caracterizar un pueblo europeo con potencial alcance político? ¿Los muy apreciables fenómenos culturales y artísticos de toda índole que han atravesado fronteras conservando su esencia pero encontrando su particular versión nacional y coloreando así de ricos matices el continente constituyen ese sustrato suficiente? ¿La miríada de lenguas que puebla el continente, más allá de las dificultades de comprensión y comunicación y la lejanía epidermica natural que acompañan, no representan manifestaciones de un modo de pensar particular? ¿La existencia, nada más y nada menos, de un puñado de tradiciones jurídicas diferentes, de costumbres productivas diversas o de intereses geopolíticos adversarios de larga data tampoco debe interrogarnos de modo realista acerca de donde se situa el mínimo común denominador europeo ?

A pesar de décadas de adoctrinamiento europeista la tozuda realidad induce a pensar que la conciencia de unidad política permanece en la mente y en el espíritu de los europeos como un atributo nacional.

¿Lo que aparece como una identidad europea clara y homogenea a los ojos de un asiático o un africano pero difusa y fragmentaria por su diversidad esencial cuando lo miramos los europeos desde el interior ofrece las bases para algo distinto a una posición común exterior? ¿Es una nación cultural aquello que sólo lo parece cuado se lo mira en la distancia y/o con ojos extranjeros al continente? ¿Y siendo una nación histórica aquella nación cultural que ha tenido conciencia y existencia política unitaria antes de organizarse como estado soberano moderno, podría ser entonces calificada Europa como una nación histórica? ¿Acaso pese a no haber sido nunca Europa nación cultural ni histórica y por tanto en ningún caso nación política, algún extraño azar de la historia ha sorprendido al continente dotándolo de un estado o una constitución o haciéndole gozar de soberanía? ¿Cómo es que un pueblo europeo no se ha elevado espontánea y poeticamente nunca, o como reacción a cualquiera de los traumas históricos acontecidos ni tampoco las oligarquías políticas han impulsado jamás un auténtico proceso federativo con apelación al pueblo para que lo refrende con la plena libertad constituyente en sus manos?

A estas preguntas, que son muchas menos de las que se nos ocurren al constatar las contradicciones del discurso y el devenir europeistas oficiales, no se suele contestar. Al contrario, se insiste en seguir cocinando un guiso europeo donde se mezcla lo confederal y lo federal pese a que son agua y aceite, dos moléculas incomunicables, dos premisas de poder difícilmente armonizables. La justificación de su presencia combinada en los tratados europeos, no durante un hipotético instante de transición urgente, forzada por acontecimientos irresistibles y por ello forzosamente heterodoxa, sino sostenida de modo contumaz durante décadas y décadas, con postmodernos argumentos relacionados con el necesario gradualismo en orden a la evolución de la forma política europea no es de recibo pues aquí las supuestas virtudes resultan accesorias frente a su vicio cualitativo: el extravío del poder político. Inasequibles al desaliento siguen sin responder –quizá porque ese extravío les es funcional– excepto con una variante machacona de lo ya formulado antes: la Unión Europea es un ensayo sui generis sin precedentes en la historia. Desde luego… una construcción sui generis sin precedentes donde los estados son al unísono sujetos constituyentes en la confederación y poderes constituidos en la federación.

Es lo que analizaremos en detalle en el próximo artículo. Intentaremos llegar a conclusiones crudamente realistas acerca de lo que es y lo que no es la Unión Europea. Intentaremos discernir quien es el sujeto de la soberanía en Europa, tanto si se considera ésta como poder superior en su orden (Cristiandad medieval), como poder absoluto, definitivo e incomunicable (Modernidad), o incluso como fluido relativo (postmodernidad líquida). Intentaremos vislumbrar hacia donde nos conducen las oligarquías de poder con su proceso creador de una Unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa. Y encajaremos todo ello en un marco geopolítico que combine la dialéctica de clases y la de estados o imperios.


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