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Chalecos amarillos: ¿Francia es un mito?

Forja 015 · 16 diciembre 2018 · 31:01

¡Qué m… de país!

Para entender algo de lo que está pasando actualmente en Francia no basta con atender a los fenómenos inmediatos de su realidad política y social sino que hay que abordar una perspectiva histórica. No será suficiente, por tanto, señalar el problema de la política de carburantes iniciada por Macron para explicar las masivas revueltas populares. De hecho, la moratoria del impuesto al combustible previsto para el 2019 no ha detenido el movimiento sino que ha acelerado las protestas antimacron, tal y como demuestran los manifiestos que, de forma más o menos desordenada, va generando el movimiento “Chalecos amarillos”. Así, por ejemplo, se pide menos inmigración, más estatalización, salida de la OTAN, Frexit, jubilación a los 60, favorecer al ferrocarril, retirar los radares inútiles en las carreteras, aumentar el gasto social, que se reintroduzca el impuesto sobre las grandes fortunas, que se mejoren las pensiones, &c.

También se han acelerado los análisis (algunos de corte conspiranoico, otros no tanto), sobre los posibles intereses políticos y económicos de EEUU y Rusia en el proceso de desestabilización de Francia y, por extensión, de todo el bloque europeo. Recordemos, en este sentido, los beligerantes tuits de Trump contra Macron o el hecho de que Rusia Televisión venga emitiendo en directo los acontecimientos de los Chalecos amarillos 24 horas al día.

Dada la abundancia del material a tratar, vamos a dividir este comentario en dos partes: por un lado, presentaremos un diagnóstico sobre esta realidad política y social de la Francia del presente y por otro, examinaremos la épica que envuelve a estas revueltas populares a través de un análisis reconstructivo de la Francia histórica.

A día de hoy, los “chalecos amarillos” son un movimiento social transversal sin etiqueta política que aúna a gente de clase media depauperada que se ha cansado de soportar el esfuerzo fiscal más elevado de Europa (57%). Podríamos decir que son gente normal y corriente, franceses de pura cepa pero también inmigrantes de tercera y cuarta generación, votantes de izquierdas y votantes de derechas, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, autónomos, asalariados y estudiantes, en fin, de todo un poco. Si algo tienen en común todos ellos es una suerte de malestar indefinido (visible también en otros países de Europa): un desencantamiento del proyecto de Unión Europea, un recelo creciente contra el modelo político vigente, así como el reconocimiento del enorme abismo que se abre entre la masa popular y las élites políticas. Los chalecos amarillos se sienten maltratados y ninguneados por el sistema.

Es muy interesante advertir cómo los grandes medios de comunicación franceses se esfuerzan en etiquetar de extrema derecha y de fascistas a estos movimientos hasta el momento espontáneos, desordenados y sin filiación política a ningún partido ni sindicato.

Pero hay que recordar que las tentativas para sacar rédito político de la situación por parte tanto del Frente Nacional como de la Francia Insumisa han sido, hasta el momento, frustradas.

Ya sabemos que el poder político se ha servido oportunamente de la psicología social para sus apaños, de manera que a nadie debería sorprender que los grandes medios de comunicación y otras plataformas de subjetivación colectiva como la Wikipedia sigan la estela marcada por el gobierno de Macron para desacreditar estas manifestaciones populares.

Así, aunque Macron declaró que su grupo se oponía al tradicional dualismo izquierda-derecha, por inoperante, no duda en tachar de extrema derecha y de fascistas reaccionarios a los “chalecos amarillos”, acusándoles de oponerse a las políticas de cambio climático y a las de integración social e inmigración. Vemos aquí perfectamente operativo el fundamentalismo psicológico de la socialdemocracia, ideología hegemónica hoy día en Occidente con organismos como la ONU a la cabeza, y que reemplaza la tradicional dicotomía entre izquierdas y derecha por otra dicotomía más oscura todavía, a saber: progresistas y conservadores.

Los progresistas serían aquellos que luchan contra el cambio climático, quienes defienden el multiculturalismo, la solidaridad, el armonismo universal, los derechos humanos, la alianza de civilizaciones y el fundamentalismo democrático como fórmula perfecta de la felicidad, esto es, puro idealismo, infantilismo político y moralismo filisteo. Porque ¿a quién favorecen en realidad las supuestas políticas medioambientales proclamadas por Macron? ¿Por qué elimina el impuesto a los ricos y, por el contrario, sube los impuestos a la depauperada clase media francesa?

Por otro lado, todos hemos visto las imágenes de alboroto y destrucción que han acompañado la acción de los Chalecos amarillos, ¿de dónde viene ese furor? Parece que hay dos focos que corresponden con dos grupos o “tribus” urbanas que, desde hace décadas, ejercen su violencia aprovechando situaciones de crisis social.

El primero de estos grupos recibe el nombre de la “racaille”, algo así como la “escoria” (según la Wikipedia francesa), grupos de población marginal que no acepta las normas vigentes de la sociedad que supuestamente les acoge pero donde no se “sienten” integrados. Esta “racaille” generalmente coincide con la población marginada de los barrios de la periferia de París y se manifiestan a través del saqueo y del pillaje ondeando banderas de sus países de origen. Recordemos, por ejemplo, que solo en el área de Sena-Saint Denis, al noreste de París, la cifra de inmigrantes clandestinos alcanza el número de 400.000 personas. No es una cuestión baladí esta de la inmigración en Francia, sino un problema estructural básico que afecta a cuestiones de seguridad y también a cuestiones sociales y culturales muy serias. Pero dadas las rigoristas normas que exigen la corrección política, no se puede hablar de inmigrantes violentos sino de otras cosas.

Pero en estas acciones vandálicas en las calles también participan activamente los “casseurs”, identificados por su naturaleza violenta o intimidante y que generalmente son los hijos desencantados de la buena sociedad francesa. Así que, como veis, aquí tenemos un poco de todo.

Entonces, ¿cuál puede ser nuestro diagnóstico?

Vayamos por partes, como dijo Jack el destripador:

En primer lugar, constatar que estamos ante un movimiento superficial y desordenado, sin fines ni objetivos políticos definidos, que se manifiesta como una pura teatrocracia populista, síntoma como mucho de cierto malestar social, pero también de mucho activista de salón de ego superlativo convencido de estar participando en la Historia. Algo, como veremos en el segundo capítulo, que forma parte de la épica histórica de la que habitualmente se nutren los franceses.

Constatar, en segundo lugar, que el sistema sabe perfectamente que no es sencillo mantener a millones de personas viviendo dentro de ideologías que les ofrecen el oro y el moro. Es natural que quienes no han caído víctimas del entontecimiento del fútbol, de los videojuegos y juegos en red, de las drogas o de la pasión religiosa, protesten de vez en cuando al darse cuenta de que el mundo de fantasía que les vendió la socialdemocracia no existe y que se morirán tan vacíos como estaban sus padres.

Por tanto, el sistema procura ser comprensivo y tolerante. Si este estallido tuviera componentes políticos potencialmente disolventes (como la revolución francesa, la revolución de octubre, o los “tiros a la barriga” de Casas Viejas, de anarquistas frente a liberales socialfascistas en la república española), la cosa hubiera terminado en carnicería, con unos disparos y unos cuantos muertos que habrían refrenado el brote de disconformidad y alargado unos años el tenso equilibrio. Pero no interesa crear víctimas ni muertos, porque tampoco interesa perder consumidores ni votantes. Así funcionan ahora las cosas y lo vemos perfectamente en España con los CDR y demás.

Estas revueltas justifican, por otro lado, la existencia de miles de policías equipados y formados, en una Europa donde el uso de la fuerza está absolutamente deslegitimado y desprestigiado.

Podemos ver la prueba de la superficialidad de este brote en el video de este chulillo protestón que alardea valiente delante de los policías que, pacientes, aguantan sus diatribas cobardes. Perfectamente sabe que no corre peligro. Superado cierto umbral, recibe un pelotazo de goma en el tronco y empieza a quejarse del moratón que le ha quedado. El menda ya puede pasarse varios meses reclamando sus derechos democráticos violados por el hostión, pero se quedará relajado, convertido en otra víctima feliz de un victimario muy malo y poderoso.

El mito de la Francia revolucionaria

Muchos opinadores hablan de cómo el pueblo francés vuelve, una vez más, a demostrar al mundo entero su enorme valía en su esfuerzo por defender los valores de la democracia y advierten que Occidente debería, una vez más, agradecerles su lucidez y coraje por hacer visibles las corrupciones del sistema.

Francia sigue nutriéndose del mito de considerarse el centro de Europa y del mundo: se presenta a sí misma (y así es reconocida por otros) como el país que acabó con el Antiguo Régimen, un pueblo que expresó “espontáneamente” su hartazgo y se organizó para destruir a la monarquía absoluta. Un pueblo “bendecido” que trajo la ciencia, el racionalismo, la ilustración y, por supuesto, la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, consignas todas ellas coreadas por los chalecos amarillos y repetidas acríticamente, desde hace décadas, por grandes sectores de la ciudadanía occidental.

Observamos, por ejemplo, que es común entre los Chalecos amarillos reivindicar ciertos símbolos propios de su modernidad, aquella que situó a la sociedad francesa como abanderada de la “Razón” y del progreso científico (Ilustración), así como de los llamados derechos civiles y de la democracia moderna (Revolución Francesa). Todo ello sin olvidar el inmoderado orgullo intelectual de los franceses y la extraordinaria influencia que sus filósofos siguen ejerciendo en los ámbitos académicos occidentales: desde Lévi-Strauss hasta Lyotard pasando por Lacan, Althusser, Foucault, Barthes, Derrida, Deleuze, &c.

Pero suelen olvidar los franceses y sus admiradores que después de la Revolución de 1789 y su Terror, vino Napoleón. Y después de Napoleón vino Napoleón III y el Segundo Imperio.

Los chalecos amarillos hacen exaltación de su particular memoria histórica entonando fervorosamente “La Marsellesa” y otros cánticos de protesta popularizados durante el Mayo del 68 como el “Bella Ciao” de origen partisano italiano (supuestamente comunista pero no tanto) en su lucha contra el fascismo. También enarbolan la tricolor, reivindican la Revolución de 1789, las revoluciones de 1848 con la llamada “Primavera de los pueblos” y la Comuna de París de 1871, apelando constantemente a las ideas de resistencia popular, revolución, fuerza ciudadana, &c. Pero olvidamos que, según estudios recientes Francia sería el país occidental con menos libertad de expresión.

He hablado de la particular memoria histórica de Francia, memoria histórica que nos trae a todos resonancias muy familiares. Señalar a este respecto que si lo que nos interesa es el estudio fenoménico de los hechos, necesariamente tendremos que olvidarnos de la memoria histórica que apela, como su propio nombre indica, a la reconstrucción psicológica y generalmente ideológica de la historia con fines sectarios y propagandísticos. La historia “científica”, que necesariamente ha de ser filosofía de la historia, entendida en todo caso como ciencia betaoperatoria, tiene como función precisamente la destrucción de la memoria entendida como memoria psicológica: la herramienta del historiador debe ser la razón crítica no la memoria. Por tanto, nada hay más anticientífico que la exaltación de estas llamadas memorias históricas.

La proclamada Memoria histórica en España ya sabemos qué derroteros persigue. La francesa, como decimos, se nutre de la imagen pública que la sociedad francesa desde el siglo XVIII ha tratado de exportar dentro y fuera de sus fronteras. Y debemos reconocer que lo ha hecho con extraordinario éxito: ustedes habrán observado que, en general, los franceses siempre hablan bien de sí mismos y que, por una suerte de pasividad mimética, el resto del mundo casi siempre habla bien de Francia, de sus procesos históricos, de sus lumbreras, sus vinos y sus quesos. No nos ocurre lo mismo a los españoles, quienes fuimos sometidos a descarnada y sangrante crítica (y escarnio) por parte de nuestros adversarios políticos y económicos (siglos XVI y XVII), crítica asumida a partir del XVIII por gran parte de los políticos e intelectuales españoles a causa, precisamente, del influjo de los iluminados franceses.

De manera que, ¿cuál es esta imagen pública que una parte de la ciudadanía francesa trata de reafirmar en los imaginarios colectivos dentro y fuera de sus fronteras? ¿Cuál es esa memoria histórica que tratan fervorosamente de reconstruir y a la cual apelan constantemente?

El mito de la Francia imperial y el mito de la Francia ilustrada

Resulta muy tentador hablar aquí de los permanentes procesos de maquillaje e idealización a los que son sometidos los personajes notables de la histórica de Francia. Tal sería el caso de Vercingétorix reinventado por Napoleón III y, ya en plena Guerra Fría, asumido como modelo de Asterix y Obelix y su irredenta aldea gala. También podríamos hablar de Carlomagno, a quien hoy día se alaba como máxima referencia europea, olvidando su acción sanguinaria y el hecho de que pretendiera ser heredero del Imperio romano mediante el uso oportunista de un documento falso (la famosa Donación de Constantino).

Resulta también muy tentador hablar de los múltiples intentos de los franceses por expandirse por Hispania: el primero quedó frustrado en Roncesvalles cuando Bernardo del Carpio (sobrino de Alfonso II de Oviedo) derrotó a Roldán (sobrino de Carlomagno). Roldán es el héroe nacional francés, pero la historiografía francesa asegura que Bernardo es un personaje legendario (lo cual difunden, gracias a la leyenda negra, los literatos españoles). Vicente José González ha demostrado la existencia de Bernardo y su victoria sobre Roldán.

Mil años después de Roncesvalles los franceses vuelven a intentar hacerse con España y su imperio (1808), acelerando el proceso de transformación del Imperio español en las repúblicas que conforman la Hispanidad y apoyando con dinero y milicias las llamadas “independencias americanas” (ya saben que a nosotras nos gusta más lo de las emancipaciones).

A esto le siguen dos intentos frustrados de colocar a un emperador francés en México: el primero fue Agustín I y el segundo Maximiliano I. Recordemos que fue a raíz de estas ansias expansionistas de Napoleón III cuando se acuñó la expresión “América Latina”, enunciada por Michel Chevalier y que pretendía legitimar la acción francesa en los territorios americanos. La expresión, como ustedes comprobarán a diario, fue inmediatamente asimilada por las élites criollas americanas hasta el punto de que esa expresión está hoy día instalada por todo el mundo.

También sería muy interesante hablar de las injerencias de los ilustrados franceses en la política imperial rusa, de Bokassa como “Emperador del África Central”, del neocolonialismo francés contemporáneo en 14 naciones africanas con el franco CFA, de sus actuaciones en Irán y Libia o de sus intentos por controlar el norte de África, convencida de que con igualdad, libertad y fraternidad podría neutralizar el Islam. En esas ansias, Francia no tuvo inconveniente en facilitar la entrada de millones de musulmanes, musulmanes que no han capitulado ante la Razón, sino que conforman uno de los problemas más graves de su presente.

María Elvira Roca Barea señalaba en su exitoso libro Imperiofobia y Leyenda negra, que si bien la Leyenda negra antiespañola es, en palabras del hispanista sueco Sverker Arnoldsson, “la mayor alucinación colectiva de Occidente”, la leyenda ilustrada sobre Francia es la segunda mayor alucinación colectiva de Occidente.

Nos recuerda que, pese a que el fenómeno de la Ilustración se dio en formas muy variadas por toda Europa, solo se reconoce e identifica la francesa y que ello es debido a una operación de propaganda intelectual a gran escala que obtuvo un éxito tremendo y que llega hasta nuestros días.

Es habitual escuchar, entre mi círculo de conocidos, expresiones como que Francia (en general todos los países del norte de Europa o, en su versión reducida: todos los países menos España), son sociedades muy avanzadas y equilibradas, siempre más cuerdas y racionales en la gestión de sus vidas políticas y sociales que la española. Por eso se espantan ante los recientes sucesos de los “Chalecos amarillos” y encuentran una respuesta satisfactoria en el diagnóstico emitido por los grandes medios de comunicación que señalan a estos segmentos populares como grupos radicalizados hacia la derecha. La alarma antifascista está encendida en toda Europa: el enemigo está identificado y hay que combatirlo.

Si los medios etiquetan a algo como extrema derecha la mitad del trabajo ya está hecho. Esta idea de que las palabras remiten a los hechos automáticamente es una cosa muy extendida entre la gente, una muestra más de este fundamentalismo psicológico del que hablábamos al principio. Pocos necesitarán remitirse directamente a los hechos para contrastar y analizar.

A muchos les sorprende esta expresión de malestar social en Francia porque creen que brota de la nada, pero lo cierto es que Francia tiene la costumbre de esconder muy bien sus propias miserias (una actitud muy protestante para ser un país católico, por cierto). Por ejemplo, escondió muy bien su frustración tras perder sus territorios coloniales en 1763. Y como este es un tema importante, vamos a detenernos un momento.

Si uno observa la historia de Francia, se dará cuenta de que su gran anhelo fue siempre constituirse como imperio generador (tenía un puntito a su favor para lograrlo y es que, como decíamos antes, Francia era católica y no protestante como protestantes fueron los imperios depredadores gestionados por Gran Bretaña u Holanda, por ejemplo). Pero, a pesar de su empeño, Francia solo ha conseguido ser una potencia explotadora de corte neocolonial.

Vamos a poner un ejemplo: La Nueva Francia fue el territorio que el Imperio colonial francés tuvo en Norteamérica y que la política del Cardenal Richelieu pretendió administrar de forma similar a los españoles sin lograrlo. De hecho, la llamaron “Virreinato”, al estilo del Virreinato de la Nueva España (Vice-royauté de Nouvelle-France, 1534-1763, capital Quebec, religión exclusivamente católica).

Para explicar la diferencia entre imperios depredadores y generadores no basta con decir que los primeros son demoníacos mientras que los segundos son angelicales, ni mucho menos, pero vamos a poner un ejemplo de por qué el modelo imperial francés era más depredador que generador: los censos de la Nueva Francia fueron siempre muy bajos porque los franceses solo consideraban población a los nacidos de padres franceses o nacidos en Francia. No consideraba a las poblaciones indígenas, cosa que sí hicieron, desde el primer día, los españoles. Y basta echar un vistazo al testamento de Isabel la Católica o a lo que hicieron los juristas de la Escuela de Salamanca para ver cuál era la consideración moral y jurídica que se otorgó a los indígenas. Pero claro, el problema es que esto no nos lo han contado, ¿verdad? Nos han contado que los españoles fuimos a América solo a exterminar y a explotar. No nos han contado que los españoles fundamos 25 universidades por todo el territorio, universidades para los súbditos de la Corona que eran todos los habitantes de los territorios conquistados (la primera en Lima en fecha tan temprana como 1551, inmediatamente en México). Colegios y escuelas por doquier, hospitales, ciudades, bibliotecas, juntas y ayuntamientos, caminos, diccionarios y gramáticas para las lenguas indígenas, &c. ¿Saben cuándo se fundó la primera universidad en Brasil, colonia portuguesa? En 1912. La primera fundada por los franceses en el Canadá actual data de 1663.

En definitiva, Francia tuvo muchos y notables ilustrados pero no tuvo imperio porque para construir y mantener un imperio hay que salir de los salones perfumados y despeinarse las pelucas (no sabemos qué más pasará con los Chalecos amarillos, pero de momento no parece suficientemente revolucionario el hecho de que organicen quedadas cada sábado para expresar colectivamente su hartazgo).

De manera que en 1763, Francia pierde la Nouvelle-France y las élites intelectuales de la época gestionan la frustración de la siguiente manera: “nosotros no hemos podido consolidar un imperio así que despreciaremos a los imperios consolidados o emergentes”. A España, que por ser un imperio viejo ya está corrompido, degradado y atrasado (recordemos que los ilustrados franceses fueron los principales responsables de la asimilación de la Leyenda negra antiespañola por parte de las élites políticas e intelectuales españolas). A Rusia, que por ser un imperio nuevo aún está sin civilizar (los ilustrados franceses fueron los creadores de la Leyenda negra contra Rusia). A EEUU, que por ser emergente está condenado a degenerar (recordemos que los ilustrados franceses desarrollan la teoría de la degeneración americana).

Y dado este grado de autocomplacencia intelectual, prudentemente barnizado de bellas formas en el vestir y en el hablar, la opinión pública francesa estaba convencida de que todo lo que sucedía en los nacientes EEUU y en Rusia era obra de sus Ilustrados.

En su célebre “El asalto a la razón” el filósofo húngaro Georg Lukács señalaba que era, precisamente, la Razón la que separaba al pensamiento progresista del pensamiento reaccionario e “irracional” de la derecha. El problema es que Lukács apelaba a la Razón ilustrada sin dar mayores explicaciones. Pero racionalidades no hay una sino muchas, entonces ¿cuál es esa Razón que los iluminados franceses de hoy y de siempre siguen reivindicando? Este será el tema del próximo capítulo de Fortunata y Jacinta.

 



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