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Segunda República española. Pacto de San Sebastián y sublevaciones de 1930

Forja 041 · 26 julio 2019 · 30.16

¡Qué m… de país!

Segunda República española. Pacto de San Sebastián y sublevaciones de 1930

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y hoy atacaremos el primer capítulo sesudo de esta serie dedicada a la Segunda República española.

Ya advertíamos en el capítulo de introducción que, dadas las limitaciones de este formato de programa, examinaremos algunos asuntos desde una visión panorámica y sacaremos la lupa en algunos tramos para ir viendo los detalles. Desde esa visión panorámica y de brocha gorda podremos decir, por ejemplo, que cuando la Gran Depresión afectó a España en 1929, el rey Alfonso XIII despidió a Primo de Rivera e intentó, sin éxito, hallar un dictador sustituto y retornar a la normalidad constitucional. De ahí salió la llamada Dictablanda del general Dámaso Berenguer, gobierno formado en enero de 1930 y que duró un año; así como el gobierno del almirante Juan Bautista Aznar, que fue presidente del Consejo de Ministros de la Monarquía del 18 de febrero al 14 de abril de 1931, día en que se proclamó la Segunda República.

Pero es evidente que los problemas que entonces amenazaban la eutaxia de la Nación española no pueden reducirse a una explicación tan resumida. Igual que hicimos en el capítulo anterior, vamos a lanzar ahora una batería desordenada con algunos de los factores combinados que incidieron en la época:

· Por un lado, se evidenciaba la falta de horizonte político en la Dictadura de Primo de Rivera que, tras seis años, había perdido la mayor parte de los apoyos iniciales, que habían sido muchos y muy variados, desde el Rey hasta Ortega y Gasset –no así Unamuno, que la rechazó–. Pero también hay que tener en cuenta que la economía española se vio entonces gravemente afectada por la ofensiva de las multinacionales del petróleo en represalia por la creación del monopolio CAMPSA.

· Tenemos la devaluación de la peseta, en efecto, pero también la traición a la Corona por parte de un buen puñado de intelectuales, aquellos nuevos impostores que inicialmente habían apoyado a la Dictadura con entusiasmo. Nos referimos a personajes como Pérez de Ayala, Gregorio Marañón o el propio Ortega y Gasset, quien apoyó al principio tanto la “vieja política” de Primo de Rivera como al gobierno del general Berenguer para sumarse después a la ofensiva antimonárquica con su famoso artículo del 15 de noviembre de 1930 y el Delenda est Monarchia: ¡hay que acabar con la Monarquía!

· Tras la caída de la Dictadura surge la amenaza de nuevos pronunciamientos militares (más de 200 se habían producido en España desde 1808), pero no podemos obviar la diabetes crónica del general Primo de Rivera –dolencia que, de hecho, le llevaría a la tumba en marzo de 1930– o el delicadísimo estado de ánimo que por entonces afectaba a Alfonso XIII.

· Está el recuerdo todavía reciente del fracaso de la I República –caos, violencia y guerra civil– pero también el espeluzne de la ejecución de la familia imperial rusa, tan cercano y tan terrible.

· Por un lado, queda claro que el final de Alfonso XIII se inscribe en un movimiento global que discurre en ese sentido: la desmitificación de las monarquías tradicionales derivada de la ideología de los vencedores en la I Guerra Mundial; pero por otro lado está la identificación histórica entre Trono y Altar, la fuerte tradición anticlerical en España, la implantación del krausismo anticatólico en las élites intelectuales o la intensa influencia de la masonería en las élites políticas (que en estos tiempos de la II República no es moco de pavo ni cosa solo de conspiranoicos, como iremos viendo a lo largo de estos capítulos).

· Y, por supuesto, tenemos la deserción de los monárquicos más respetables. Ya comentamos en el capítulo anterior que entre 1927 y 1931 muchos liberales que antes abogaban por la restauración de la Monarquía constitucional se convirtieron en republicanos tras la caída de la Dictadura y que el advenimiento de la II República tuvo más que ver con el abandonismo de los monárquicos que por la fuerza del movimiento republicano –y, por supuesto, tuvo más que ver con la obra de ciertos políticos e intelectuales, que con una presunta y espontánea voluntad general del pueblo español que si bien no adoraba al rey, sí lo respetaba–. Aunque el pueblo no existe, sino más bien son diferentes partes enfrentadas entre sí las que actúan y existen. Lo mismo había sucedido en la I República, proclamada por una mayoría absoluta de políticos monárquicos. Ahora encontramos a Niceto Alcalá Zamora, exministro de Guerra con Alfonso XIII; a Manuel Azaña, candidato no republicano en dos elecciones monárquicas; Miguel Maura, monárquico colaborador de Primo de Rivera e hijo del expresidente del gobierno Antonio Maura; o los ministros monárquicos José Sánchez Guerra, Ángel Ossorio y Gallardo y Santiago Alba. Por no hablar de algunos dirigentes afines a la Monarquía constitucional, pero ya muy desmoralizados, como el conde de Romanones o el marqués de Alhucemas; o de esa parte de los oficiales militares de la España de los años 20 y 30 que se estaba inclinando hacia posiciones revolucionarias; o de la secreta reacción del Vaticano en favor de la República… Los liberales como Ortega, Marañón y otros desahuciaron al rey por haberse entregado a la Dictadura y haber violado la Constitución vigente, eliminándolos de la política durante seis años. En otros casos se trataba de resentimientos personales de monárquicos que, sin atacar a la Monarquía, dirigían sus invectivas contra la persona del Rey, desacreditándole públicamente y exigiendo su abdicación.

· Cabría preguntarse, entonces, si estas posiciones se oponían a Alfonso XIII de forma particular, a la dinastía de los Borbones en general o si se oponían más bien a la Corona, es decir, si buscaban derrotar de una vez por todas a la Monarquía como institución histórica.

· Pero, en fin, lo cierto es que el 17 de agosto de 1930 un puñado de políticos que se encontraban veraneando en San Sebastián firmaron un pacto a favor de la República, comprometiéndose a hacerla efectiva por la fuerza si fuera necesario. Hay que insistir en que la mayoría de los grupos republicanos firmantes tenía escasa o mínima implantación, salvo el partido de Lerroux, y que muchos otros firmaron a título personal.

El Pacto de San Sebastián

Obviando el 14 de abril de 1931, podríamos situar la génesis de la Segunda República en el pacto que se llevó a cabo en la ciudad guipuzcoana de San Sebastián el 17 de agosto de 1930 (aunque antes ya se llevaron a cabo reuniones, en retrospectiva importantes, en el Ateneo de Madrid, centro político de la conjura). Conocemos lo sucedido por una nota que Indalecio Prieto redactó en un bar para enviarla a muchos periodistas españoles y extranjeros. Sin embargo, el general Mola –esto es, el director general de Seguridad de la Monarquía y, por tanto, el propio gobierno– no tuvo conocimiento de este encuentro hasta tres días más tarde.

La reunión de los republicanos en San Sebastián tuvo lugar en un casino republicano y hay que señalar que en este pacto solo se alcanzó un acuerdo verbal (un “pacto de caballeros” en palabras de Miguel Maura), sin que se firmase ningún compromiso. Dicho pacto fue ideado por el propio Miguel Maura y Ángel Rizo, un masón de la logia Aurora de Cartagena que fundó la logia Vicus 8 en Vigo y, más tarde, otras logias en Pontevedra, Marín y Ferrol. Asimismo, Rizo era Gran Maestre del Gran Oriente Español. El objetivo de Rizo era ganarse el favor de las fuerzas armadas, especialmente de la marina y trataba, además, de encuadrar a las fuerzas políticas y sindicales en un programa de acción.

En el Pacto de San Sebastián se reunieron, bajo la tutela de Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura, el republicano histórico Alejandro Lerroux y Manuel Azaña Díaz en representación de la Alianza Republicana y no en representación de sus respectivos partidos; Marcelino Domingo, Ángel Galarza y Álvaro de Albornoz, por el Partido Radical-Socialista; Manuel Carrasco Formiguera por Acción Catalana; Matías Mallol, de Acción Republicana de Cataluña; Jaume Aiguader, de Estat Català; Santiago Casares Quiroga por la Federación Republicana Gallega. A título personal asistieron Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos (ambos del PSOE), Felipe Sánchez Román y Eduardo Ortega y Gasset (el hermano del filósofo). Ningún miembro del por entonces minúsculo Partido Comunista de España asistió a la reunión (este partido no tenía por entonces ni la más mínima relevancia política, simplemente era testimonial, cosa que cambiaría con la república y más aún con la guerra). Tampoco asistieron anarquistas ni nacionalistas vacos, ni falta que hacían.

Lo que tenían en común los congregados en San Sebastián era la oposición a la dictadura de Primo de Rivera, si bien es cierto que no movieron un dedo contra la misma, y ésta no podía acusar a tales personajes como subversivos y peligrosos, pues de momento en absoluto lo eran ni parecían serlo. En lo positivo, sin embargo, los congregados tenían posturas muy dispares: Azaña y Marcelino Domingo querían pactar con el PSOE e Izquierda Republicana de Cataluña. Lerroux prefería un pacto con Maura y Alcalá-Zamora, pero éstos despreciaban al antiguo republicano y no querían saber nada de él, quizás por ser un republicano de toda la vida y los otros republicanos conversos. Esto es, que –como ya hemos indicado antes– Maura y Alcalá-Zamora se habían convertido al republicanismo y de algún modo podríamos considerarlos monárquicos maricomplejines o republicanos maricomplejines, según se mire.

No obstante, todos coincidían en confiar en la ayuda de los socialistas y en la simpatía, o al menos la neutralidad, de los anarquistas; así como la simpatía o neutralidad de otros sectores de la derecha contrarios a la monarquía de Alfonso XIII, como por ejemplo los separatistas racistas del PNV que –como hemos dicho– no acudieron a la conspiración de San Sebastián.

Los republicanos eran muy conscientes de que no podían organizar el movimiento revolucionario y echarse al monte ellos solos y que necesitaban a socialistas y anarquistas. Los republicanos acordaron contactar con los líderes de ambos grupos obreristas, aunque recordemos que ya estaba el socialista Indalecio Prieto, quien acudió a la reunión a título personal. El PSOE era el partido mejor organizado por el lugar de privilegio que ocupó durante la dictadura de Primo de Rivera y contaba con 16.000 militantes y 250.000 afiliados a la UGT, su sindicato. No se sabe cuántos afiliados tenía por entonces la CNT, pero el sindicato anarquista se estaba reestructurando tras ser duramente golpeado por la dictadura, lo que traía de cabeza al general Mola.

Al principio del contubernio donostiarra hubo un rifirrafe con los separatistas catalanes, pues estos exigían que el nuevo régimen concediese una amplia autonomía para Cataluña: iban incluso más lejos exigiendo la autodeterminación para que Cataluña eligiese el régimen que le conviniera. No olvidemos que para muchos observadores de la época tanto la I como la II República marcaron una tendencia constante hacia el desmembramiento de España y que, de hecho, el Estado Catalán se proclamó en 1873, en 1931 y en 1934. Como pueden ver, estos señores, como sus herederos de nuestro triste presente, creen que Cataluña son ellos y que es de ellos, como si Cataluña no fuese España y no fuese de todos los españoles, incluidos los españoles catalanes no separatistas y los españoles catalanes separatistas.

El galleguista Casares Quiroga pidió lo mismo para Galicia y el País Vasco, pero Indalecio Prieto y el republicano federalista Fernando Sasiaín (que con la llegada de la República sería elegido alcalde de San Sebastián) se opusieron tajantemente porque las Vascongadas, en tal caso, podían caer bajo la influencia de un partido reaccionario, clerical y racista como era el PNV (hoy en día sigue siendo igual de reaccionario y meapilas, y aún burgués, pero camuflando el mito de la raza con el mito de la cultura). Vemos que ya se estaba formando el trío calavera que posteriormente sería condecorado como «nacionalidades históricas» en la Constitución del 78, lo que fue una clara concesión al separatismo y así nos va. Una vez más vemos que los mal llamados “padres de la patria” no sabían lo que tenían entre manos.

Subrayemos, por tanto, que uno de los principales puntos de las deliberaciones de San Sebastián fue la autonomía de las regiones. Asimismo, en la reunión se pactó que el gobierno provisional de la República estuviese presidido por Niceto Alcalá-Zamora, ese político que sería bautizado por el PSOE como «el Botas», aunque también era conocido como «el Cacique de Priego» (era natural de Priego de Córdoba). Su Partido era Derecha Liberal Republicana.

Tras evaluar la situación política se acordó, además, la preparación de un movimiento revolucionario, esto es, de una insurrección armada en toda regla. A decir verdad, ninguno de los conspiradores se tomaba en serio la resolución de su conspiración a través de las armas, pero contemplaban como fundamental el desgaste y la señal de alarma para los gobernantes de la monarquía. Era como si tuviesen en mente llevar a cabo una revolución a plazos, de modo intermitente, una acción de desgaste, como si fuese una guerrilla, y así tarde o temprano la monarquía caería.

Como ya hemos advertido, para la policía el acto en San Sebastián pasó totalmente desapercibido y el general Emilio Mola, que después sería uno de los conspiradores del alzamiento cívico-militar del 18 de julio y en este momento era el encargado de la seguridad pública, se enteró de la reunión tres días después. Pero como la reunión fue legal Mola no pudo hacer nada.

El PSOE no era un partido oficialmente republicano y, de hecho, a principios de 1930 era un partido estabilizador y no de oposición. Es más, uno de sus principales líderes, Francisco Largo Caballero, había sido director del consejero de Estado durante la mayor parte de los años de la dictadura. En octubre de 1931 los líderes del PSOE y de la UGT (los mismos Prieto y Fernando de los Ríos, que acudieron a San Sebastián, más Largo Caballero) aceptaron formar parte del Comité Republicano de cara a afrontar una sublevación apoyada con una huelga general.

Ya con el apoyo del PSOE, los conspiradores empezaron a llamarse a sí mismos «Gobierno Provisional»: con Alcalá-Zamora como primer ministro y su compañero de Derecha Liberal Republicana Miguel Maura como ministro de Gobernación; Largo Caballero como ministro de Trabajo; Manuel Azaña como ministro de Guerra; el republicano histórico Alejandro Lerroux sería un decorativo ministro de Asuntos Exteriores (algo así como Borrell como jefe de la «diplomacia» europea). Las circunstancias se desenvolvieron de tal forma que esa fue exactamente la lista de gobierno efectivo que se proclamó el 14 de abril de 1931.

La CNT, el sindicato anarcosindicalista, incrementó su actividad huelguista durante el otoño, pero no llegaron a establecer ninguna alianza con los conspiradores republicano-socialistas. Por tanto, no fueron solidarios con éstos frente a los monárquicos.

Las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos

A decir verdad, los implicados en el Comité Republicano –también llamado Comité Revolucionario– no creían en un triunfo fulminante de la República: la Monarquía, según ellos, aguantaría varios años hasta desmoronarse del todo. Ninguno entre los conspiradores y las autoridades pensaba, por tanto, que los días de la monarquía estaban contados y, ni mucho menos, sospecharon que ésta llegaría no por la fuerza de las armas, sino por la astucia de interpretar unas elecciones municipales como un plebiscito entre monarquía y república. No obstante, hubo un intento previo que trató de llevarse a cabo a través de la crítica de las armas en diciembre de 1930: los sucesos se conocen como la sublevación de Jaca (Huesca) y el aeródromo de Cuatro Vientos (Madrid). Seguían el modelo de un pronunciamiento militar clásico, muy comunes en la España decimonónica, pero entonces ya no era el siglo XIX y si aquello fue un pronunciamiento al estilo decimonónico nunca sería mejor traída la famosa frase de Marx, ampliando a Hegel, en la que decía que los sucesos de la Historia Universal se repiten dos veces: primero como tragedia y segundo como farsa o parodia.

Paralelo al Comité Republicano y su «Gobierno Provisional», varios jefes y oficiales republicanos organizaron un «Comité Militar» que lideraba el veterano general de brigada Gonzalo Queipo de Llano, quien preparaba por su cuenta una insurrección militar para mediados de diciembre. Para ello se habían repartido armas a los republicanos de la capital. El plan contaba con el apoyo de una huelga general y que se completaría con el apoyo de Ramón Franco –hermano de Francisco Franco– que pretendía arrojar bombas sobre el Palacio Real. Sin embargo, los militares insurrectos no consiguieron traer a la causa a sus colegas de profesión, pues la mayoría eran moderados o directamente reaccionarios. A decir verdad, el proyecto del general Queipo de Llano era todo un modelo de cómo no organizar un golpe, y así salió.

El plan general de insurrección estableció el inicio de ésta para el 15 de diciembre, pero los jóvenes republicanos exaltados, los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández, se precipitaron e iniciaron la sublevación por su cuenta el 12 de diciembre. Conocedor de la energía idealista y desbocada del joven capitán Fermín Galán, el general Emilio Mola le escribe una carta asombrosa en la que, entre otras cosas, le expresa lo siguiente: “Recuerde que nosotros no nos debemos a una u otra forma de gobierno sino a la Patria y que los hombres y las armas que la Nación nos ha confiado no debemos emplearlos más que en su defensa”. Pero Fermín Galán está harto de dilaciones y prescinde de los consejos del general Mola.

El Comité Revolucionario envió a Jaca unos emisarios encabezados por el galleguista Santiago Casares Quiroga, a fin de que informasen a Galán y García Hernández de que la fecha de la sublevación se había pospuesto al 15 de diciembre. Pero Casares, que enfermó la noche del día 11 al llegar a Jaca, se fue a la cama sin dar el aviso. No sería la última vez que haría algo así, pues en la víspera del 18 de julio dijo que si los militares se levantaban él se acostaba. ¡Con un par!

Al amanecer del día 12 los desinformados Galán y García Hernández tomaron con sus hombres la guarnición de Jaca e implantaron la ley marcial al grito de “¡Viva la República!” mientras los emisarios de la República seguían durmiendo plácidamente. Fermín Galán, como Delegado del Comité Revolucionario Nacional hacía saber a toda la ciudad de Jaca y alrededores que «Todo aquel que se oponga de palabra o por escrito, que conspire o haga armas contra la República naciente será fusilado sin formación de causa». El joven capitán nombró a un alcalde revolucionario y mandó colgar la bandera tricolor –que jamás se usó durante la I República– del balcón municipal. Casares Quiroga no secundó el pronunciamiento y declaró: “Esta gente ha hundido la República por unos años, yo me marcho o me entrego”. Y se escapa Pirineo arriba, como hicieron otros de los emisarios de Madrid.

Inmediatamente los sublevados que apoyan a Fermín Galán tomarían rumbo hacia Huesca, capital de la provincia, pero fueron frenados incontestablemente por las tropas leales a la monarquía. Galán y García Hernández, una vez derrotados, fueron sometidos inmediatamente a un consejo de guerra y enseguida serían pasados por las armas. Galán pudo haber escapado, pero se entregó y se comportó como un hombre, como corroboran sus últimas palabras: «Sé que a mi delito le corresponde la última pena. Puedes ustedes con toda tranquilidad firmar la sentencia, pues yo en su sitio no dudaría en firmarla (…) Soy hombre que ha jugado y ha perdido. Y como no tiene otra cosa para satisfacer su deuda, se dispone a pagarla con la vida». Sí señor.

Tres días después, el 15 de diciembre, día designado originariamente para la insurrección, un puñado de militares republicanos hicieron otra intentona liderados por Queipo de Llano y el famoso aviador Ramón Franco (hermano del futuro Caudillo, como ya hemos dicho). Ramón era un héroe de leyenda nacional al ser el primero en sobrevolar el Atlántico de España a Argentina en el hidroavión Plus Ultra en 1926.

Los aspirantes a rebelde controlaron por poco tiempo el aeródromo militar de Cuatro Vientos, a las afueras de Madrid. Desde el gabinete de radio del aeródromo proclamaron la República ante la estupefacción de los oyentes y a bordo de varios aviones sembraron de octavillas subversivas las calles de Madrid, donde la vida seguía su curso diario sin mayores consecuencias. De hecho, no hubo ni rastro de huelga general: los socialistas les habían traicionado. Ramón Franco decidió no lanzar su cargamento de bombas al observar a un grupo de niños jugando en los jardines anexos al Palacio de Oriente. En definitiva, al no recibir ningún tipo de apoyo los insurrectos tuvieron que huir volando hacia Portugal mientras el general Berenguer dirigía un telegrama urgente solicitando la inmediata detención y extradición de los rebeldes por robo de material aéreo, un delito común, y no por rebelión. Al anochecer del día 15 de diciembre de 1930 podía darse por abortada la segunda revolución republicana de diciembre.

Francisco Franco, el futuro Generalísimo que por entonces era un famoso general, le escribiría a su hermano el 21 de diciembre: «La evolución razonada de las ideas y de los pueblos, democratizándose dentro de la ley, constituye el verdadero progreso de la Patria, y toda revolución extremista y violenta la arrastrará a la más odiosa de las tiranías».

En Madrid no se llevó a cabo ninguna huelga general que apoyase a los insurrectos debido a la división que había entre los líderes del PSOE y la UGT. Sin embargo, en varias ciudades del Norte y del Este del país la UGT organizó huelgas con el apoyo de la CNT en algunas de dichas ciudades. En Alicante la huelga tomó por un momento el aspecto de insurrección y, para apagar el fuego, fue enviada una unidad de la Legión traída desde Marruecos.

Las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos son un buen ejemplo de lo que una insurrección armada no debe ser. Fueron sendas chapuzas de tal inmensidad que es para mear y no echar gota. Lo de Jaca fue sencillamente una vergüenza y lo de Cuatro Vientos no se queda muy rezagado. Ningún revolucionario que se precie puede reivindicar eso como si hubiese sido algo serio y glorioso. Fue de risa o más bien patético. Y con todo, los militares encargados de tal pronunciamiento en Jaca, Fermín Galán y García Hernández, fueron y siguen siendo considerados mártires de la República y son presentados como mitos fundacionales de la República. Eso sí, como hemos visto, Galán supo morir con dignidad al aceptar el hecho de que si se había sublevado y había fracasado se había ganado el derecho a ser fusilado. Que lo sepan los ideólogos de la Memoria Histórica y sus ciegos seguidores.

Y hasta aquí este capítulo de “¡Qué m… de país!”. Damos las gracias a nuestros mecenas y colaboradores y recuerda “Si no conoces a tu enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.



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