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Fortunata y Jacinta

El mito maniqueo de las dos Españas

Forja 062 · 6 febrero 2020 · 28.39

¡Qué m… de país!

El mito maniqueo de las dos Españas

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y aquí da comienzo el primer capítulo de la temporada 2020, primera parte de “El mito maniqueo de las dos Españas”.

Hace pocos días, tras presentar y moderar una charla-debate sobre Don Benito Pérez Galdós en la Biblioteca Pública Casa de las Conchas de Salamanca, pude comprobar cómo el mito tenebroso de las dos Españas sigue perfectamente operativo en la cabeza de muchos españoles: no entienden a España como una pluralidad, sino como una dualidad de corte maniqueo, esto, según un esquema que divide a los españoles entre buenos y malos. Nosotros sostendremos que la idea de las dos Españas es una apariencia falaz basada, desde su origen, en un dualismo metafísico de inspiración teológica (el Bien absoluto frente al Mal absoluto), dualismo que se encuentra activo hoy día gracias a la propaganda ideológica alimentada tanto por parte de los Hunos como de los Otros, como decía Unamuno. Esta propaganda tuvo un rebrote intensísimo con la llegada de Rodríguez Zapatero al poder y con la aplicación de la Ley de Memoria Histórica, y está experimentando un realce impresionante en nuestros días gracias al PSOE de Pedro Sánchez, a Unidas Podemos y a los grupos separatistas o bandas facciosas antiespañolas. Podríamos decir que el mito tenebroso de las dos Españas es la ideología dominante y en este punto remitimos al capítulo 51 titulado “Ley de memoria histórica y democrática del PSOE” donde incidimos, entre otras cosas, en el aspecto retroantifranquista de dicha Ley pues, curiosamente, sólo es aplicable a partir del 18 de julio de 1936, como si lo ocurrido antes de esa fecha hubiese sido la plácida vida de una república idílica e incorruptiblemente democrática, una especie de Arcadia feliz desde la que cayeron los hombres (y las mujeres) por culpa de unos pocos seres malvados.

El mito tenebroso de las dos Españas se ha centrado, en su versión contemporánea, en el periodo de la Segunda República y de la Guerra Civil, pero hay que recordar que el debate sobre el problema de España ya había empezado a desarrollarse con fuerza desde finales del siglo XIX de la mano de figuras como Joaquín Costa, Ángel Ganivet, Gumersindo de Azcárate, Giner de los Ríos, Menéndez Pelayo, Pío Baroja, Unamuno, Ortega y Gasset, Machado, Ramiro de Maeztu, Salvador de Madariaga, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Julián Marías, &c. Sin embargo, ya en 1836 Mariano José de Larra escribía: “Aquí yace media España, murió de la otra media”. Y en 1876 el propio Pérez Galdós planteaba en su obra Doña Perfecta que el problema de España es que había dos Españas irreconciliables entre sí. Recordemos que los dos protagonistas de esta novela son presentados por Galdós como fuerzas antagónicas: el joven Pepe Rey que es presentado como un krausista liberal que ha estudiado en el extranjero, ingeniero, racionalista, dotado de un insobornable carácter crítico; y Doña Perfecta, presentada como el símbolo del tradicionalismo católico instalado en Orbajosa y que representa, para Galdós, la intransigencia, el fanatismo religioso y, sobre todo, la hipocresía. Galdós escribió Doña Perfecta pensando en el carlismo, pero Leopoldo Alas Clarín llegó a decir que “Orbajosa es toda España” (o sea que para Clarín el problema de España era España misma… ¿Entonces todos los españoles eran carlistas?... ¿Acaso Clarín era carlista? ¿O es que Clarín no era español?... Quizás Clarín pensaba que el problema de España era que se había mantenido católica frente al “emancipador”, “tolerante”, “amable” y “simpático” protestantismo... También puede pasar que Clarín, al igual que le sucedió a tantos otros, se había tragado enterita la propaganda ilustrada que consideraba a España como una aberración histórica frente al resto de naciones europeas, tan pacíficas, aseaditas y amorosas ellas).

Don Benito Pérez Galdós sabía de sobra que existía esta propaganda antiespañola y en varias de sus obras ridiculizó a los españoles que consideraban todo lo foráneo como el súmmum de la perfección. De hecho, Galdós mantuvo una relación amorosa con Doña Emilia Pardo Bazán, quien (hasta donde sabemos) fue la primera en acuñar el término “Leyenda negra”, citándolo en la intervención que ofreció en la famosa Conferencia de París de 1899. También fue contemporáneo de Julián Juderías, quien en 1914 publicaría su obra “La leyenda negra y la verdad histórica”, donde ya analizaba los mecanismos de la metodología negrolegendaria alertando de que todas las crisis nacionales de la España contemporánea iban acompañadas de intensos rebrotes de hispanofobia. Hoy día estamos comprobando que tanto los movimientos separatistas en España como los indigenistas en Hispanoamérica, así como el programa federalista del PSOE se inspiran en el argumentario hispanófobo, esto es, confirmamos que Julián Juderías tenía razón. Fuertemente influido por el krausismo en su juventud y por el pesimismo de finales del XIX, Galdós cayó preso de algunos tópicos de la época (hablaba de la luz de la Ilustración francesa y de la bondad del krausismo, frente a las tinieblas del catolicismo, por ejemplo). No puedo extenderme en este punto, pero les invito a revisar la intervención que a propósito de Galdós y su idea de España ofrecí el pasado 13 de enero en la Escuela de Filosofía de Oviedo. Dejaré el enlace en la caja de descripción de YouTube.

El mito oscuro y confusionario de las dos Españas incapacita a buena parte de los españoles para comprender la complejidad de la historia de su país: tanto el Imperio español, como el ajetreado siglo XIX, la Segunda República, la Guerra Civil, el franquismo y la llamada «Transición» hacia la democracia del Régimen del 78 en la que, de momento, vivimos son interpretados desde el prisma deformador de buenos contra malos. Esto es, muchos españoles interpretan la historia de España bajo el simplismo zoroástrico de Antonio Machado: «Una de las dos Españas ha de helarte el corazón».

Este simplismo ha resultado muy fecundo a lo largo de la historia y resulta muy útil porque reduce la complejidad de la realidad plural a un enfrentamiento dual, dualista, entre contrarios: eso explica el éxito de los sistemas binarios que trabajan siempre con ideas-límite, sin tener en cuenta que hay intersecciones y matices y obviando que la realidad es plural, no dual, ni mucho menos monista. En este simplismo dualista metafísico se fundan las utopías tanto catastrofistas como progresistas que inundan nuestro presente en marcha. En eso están tanto quienes piensan que venimos de una Edad de Oro y que nos dirigimos hacia el Apocalipsis, como aquellos que (desde postulados escatológicos de signo progresista) piensan que el “Género Humano” se perfecciona cada vez más y que nos dirigimos hacia un mundo cada vez mejor. La idea de New Order o Nuevo Gobierno Mundial que propugnan los globalistas plantea, en efecto, que con la desaparición de la autodeterminación nacional acabará la dialéctica de Estados y se constituirá un Gobierno mundial donde ya no habrá guerras y donde se instalará la paz perpetua, la paz kantiana. También los antiglobalistas creen en un gobierno mundial, pero de signo contrario. Ven un futuro controlado por un Estado único, igual que los globalistas, pero lo interpretan en clave distópica: un Estado tiránico, un mundo manejado con maldad por unas élites que nos controlarán a todos con microchips. En relación al cambio climático, tendríamos a los progresistas (que piensan que vamos a mejor) y a los catastrofistas, que están convencidos de que vamos a la deriva y de que se avecina la destrucción del mundo. Y como en este canal nos gusta mucho señalar las contradicciones, nos parece pertinente poner de relieve que esta ideología del cambio climático está siendo financiada desde hace décadas precisamente por las élites globalistas, de manera que podríamos concluir que los globalistas también son progresistas.

Pero, como decíamos, los esquemas dualistas llevan siglos funcionando. Ya los pitagóricos tenían una lista de contrarios, dual, dualista: lo limitado y lo ilimitado, lo par y lo impar, la unidad y la pluralidad, derecho e izquierdo, masculino y femenino, reposo y movimiento, luz y oscuridad, bueno y malo, cuadrado y oblongo, &c. Con lo de “bueno y malo” nos situamos en el maniqueísmo propiamente dicho. Nos referimos al maniqueísmo de Mani, de la secta de Mani de la que hablaremos a continuación. Para cerrar este apartado diremos que esta tensión entre buenos y malos, adecuadamente administrada a través de la propaganda, termina generando un enorme alivio en las conciencias de muchos votantes pues, gracias a la propaganda, es relativamente fácil convencerse de estar situado del lado del Bien.

La Ciudad de Dios y la Ciudad del Diablo

En El mito de la derecha Gustavo Bueno ha sostenido la tesis de que el mito tenebroso de la unidad de la izquierda y el mito tenebroso de la maldad diabólica de la derecha se incubó en los países mayoritariamente católicos: Francia, Italia y España y también en los países hispanoamericanos. Por contagio, y de un modo un tanto sui generis, este esquema también ha tenido repercusión en los países de tradición protestante, aunque en estos no están tan implantadas las expresiones “izquierda” y derecha”. Interesa señalar en este sentido que también los ideólogos de las derechas hablan de la maldad diabólica de las izquierdas, aunque hay que reconocer que estas derechas no resultan hegemónicas hoy en día, pues la posición con mayor pujanza en Occidente hoy día está ocupada por la socialdemocracia: la socialdemocracia es la expresión de lo políticamente correcto.

Durante 1000 años el agustinismopolítico fue la figura hegemónica en Europa: el providencialismo de la Historia agustiniano trataba de trasportar a la humanidad de la ciudad terrena (el Estado) hacia la ciudad celeste (Bueno lo llamó el «anarquismo de San Agustín»). Antes de iniciarse y de bautizarse en el cristianismo, San Agustín perteneció a la secta de los maniqueos, fundada en el siglo III d. C. por un sabio persa originario de la nobleza parta llamado Mani o Manes. Los maniqueos postulaban un dualismo en el que se daban dos dioses: uno bueno y otro malo. He aquí el gran combate que se desencadenará a favor del bien y en contra del mal que será finalmente aplastado. Este esquema mitológico funcionaba desde el mazdeísmo (la religión de Zoroastro, también conocido como Zaratustra), que postulaba la existencia de dos fuerzas opuestas y en lucha permanente (Angra Mainyu y Spenta Mainyu), así como la victoria final de este último: símbolo del Bien. Podríamos matizar aquí que el mazdeísmo, más que un dualismo, era un monoteísmo, dado que Ahura Mazda era considerado como el único Dios verdadero, Dios que trascendía la oposición entre Angra Mainyu y Spenta Mainyu.

Resulta curioso recordar que a mediados de los años sesenta Máxime Rodinson puso en correspondencia la conducta totalizadora del comunismo con los seguidores de Spenta Mainyu: «El proletario debe derrotar el injusto orden social condenado por la ciencia...; el hombre no estará en paz con su conciencia a menos que colabore en esa destrucción. Fuera de esa colaboración no puede haber sino complicidad con el mal. Así comprometido, cada acto, hasta en su vida privada, que esté de acuerdo con la ideología, constituye un paso hacia la realización del mito. Del mismo modo en el mazdeísmo, cada buen pensamiento, cada palabra amable, cada buena acción, contribuía a la victoria cósmica de Ahura Mazda y a la derrota del monstruoso Ahura Manyon» (citado por Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Editorial Ciencia Nueva, Madrid 1970, pág. 46).

San Agustín tomó las tesis mitológicas maniqueas para reconstruirlas en un montaje cristiano y llevar a cabo su teología de la historia: La ciudad de Dios. Según Agustín, existen dos ciudades: por una parte está la Ciudad de Dios que es eterna (Jerusalén, pero en última instancia, la Iglesia de Roma); por otro lado está la Ciudad del Diablo o ciudad terrena (Babilonia, que ya fue condenada por el Apocalipsis como «la gran ramera, la madre de todas las abominaciones de la tierra»). Esta ciudad ya no es eterna pues «después de su condenación al último suplicio ya no será ni ciudad» y se halla dividida entre sí «con litigios, guerras, luchas, en busca de victorias mortíferas o ciertamente mortales» (San Agustín, La Ciudad de Dios, Traducción de Santos Santamarta del Río, Biblioteca de los grandes pensadores, Barcelona 2003, págs. 190-191). Parafraseando a Antonio Machado, podríamos decir: «una de las dos Ciudades ha de helarte el corazón».

Al final de los tiempos, tras la segunda venida de Cristo, la Ciudad de Dios se hará efectivamente universal, pues después de la «alienación» viene la salvación y todo se reintegrará en el seno de Dios Padre y aquí Paz y después Gloria. Los condenados, eso sí, irán para siempre a la Ciudad del Diablo, al infierno de azufre y fuego y por toda la eternidad. Entonces «será el llorar y el crujir de dientes»: «la vida eterna es el sumo bien; la muerte eterna, el sumo mal» (San Agustín, La Ciudad de Dios, Traducción de Santos Santamarta del Río, Biblioteca de los grandes pensadores, Barcelona 2003, pág. 224).

Este mito se secularizó en innumerables doctrinas: las llamadas por Etienne Gilson «metamorfosis de La ciudad de Dios». El mito de la izquierda y de la derecha es una de esas metamorfosis de La ciudad de Dios, es decir, una de las transformaciones de ese zoroastrismo o maniqueísmo secularizado que impregnó buena parte de las ideologías de Occidente (e incluso de Oriente, aunque a otra escala). Todavía en 1794 Fichte, autor de notable influencia para el marxismo-leninismo, decía cosas como: «La luz, ciertamente, vencerá al final; en efecto, no podemos precisar cuánto tardará en hacerlo, sin embargo, es ya una garantía de su victoria, y de su victoria inminente, que las tinieblas se vean forzadas a enzarzarse en un combate público. Las tinieblas aman la oscuridad, y cuando se vean constreñidas a salir a la luz, ya han perdido» (Juan Teófilo Fichte, Algunas lecciones sobre el destino del sabio, Traducción de Faustino Oncina Coves y Manuel Ramos Valera, Istmo, Madrid 2002, pág. 79).

La Ilustración absorbería este mito de la luz frente a la oscuridad y, de la mano de la masonería especulativa, hablaría del “Siglo de las luces” frente a las tinieblas del clero (sobre todo del católico, por supuesto), erigiéndose como única portadora de la razón, de la verdad, de la felicidad y del progreso. Y atención, Señorías, porque fue entonces cuando apareció en España esta recua de pindongones “intelectuales” que por primera vez asumían la antiespañolidad como marchamo de modernidad. Primero fueron un puñado de chirigoteros, pero hacia la segunda mitad del siglo XVIII se convirtieron en mayoría: el Imperio español estaba en declive y muchos eximios ilustrados españoles, cobardes tragaluces peninsulares, buscaban las causas de tal declive y también alivio psicológico: la culpa no es nuestra sino de nuestros abuelos y tatarabuelos que lo hicieron fatal. Este desprecio por la trayectoria de una España a la que consideraban odiosa, se filtró en nuestras élites a través del liberalismo y del krausismo y ha llegado hasta nuestros días vivita y coleando, de la mano, sobre todo, de nuestros “progres”.

El cuento de Caperucita

Daniel López nos explicaba hace pocos días que “progre” era el término que los comunistas españoles usaban en tiempos de Franco para referirse a esos que se decían de izquierdas, pero que no estaban dispuestos a compromisos más radicales (vamos, los llamaban “progres” por no llamarles cobardicas). La progresía de nuestro presente, empapada de fundamentalismo democrático hasta el tuétano (aunque en esto los otros partidos tampoco se quedan muy rezagados), tiene una concepción de la historia de España al estilo del cuento de Caperucita, esto es, tienen la concepción más simplista e infantil que se puede tener sobre la historia, «y por tanto -como dijo Gustavo Bueno- la más afín a un pensamiento Alicia» (Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia, Temas de hoy, Madrid 2006, pág. 86).

Érase una vez Caperucita (Caperucita «Roja») que había sido encomendada por su madre (la ciudadanía española, el Frente Popular), para que llevase leche y miel a su abuelita España. Entonces la abuelita fue atacada por un lobo feroz llamado Franco. El lobo se comió a la abuelita y estuvo la abuelita en la panza del lobo durante 36 años. Pero al final llegó la democracia (el leñador) y le rajó la panza al lobo y la abuelita en su libertad nos dio una democracia por emergencia metafísica (gracias al consenso y el común acuerdo de los dialogantes españoles). Este es, más o menos, cuento infantil que ha calado en las conciencias de la mayoría de los españoles, pero ya explicamos en los once capítulos dedicados a la Segunda República que, en realidad, aquellas izquierdas eran lobos feroces que querían comerse a la abuelita, esto es, a España. Franco, por supuesto, era otro lobo. Pero un lobo que, en vez de atacar a la abuelita, arremetió contra los otros lobos que la estaban acechando.

Agradecemos su apoyo a todos nuestros mecenas, nos vemos en el próximo capítulo y recuerda: “Si no conoces a tu enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.



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