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Fortunata y Jacinta

La sacralización de la Democracia: del rito al mito

Forja 090 · 8 noviembre 2020 · 25.30

Un programa de análisis filosófico

La sacralización de la Democracia: del rito al mito

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta y aquí da comienzo este capítulo titulado “La sacralización de la democracia: del rito al mito.” Y es que el término “democracia” se ha ido inflando a lo largo del siglo XX hasta convertirse hoy día, ya bien entrado el XXI, en un dogma sagrado, sostenido de forma talmúdita (esto es, de manera acrítica) tanto por nuestras élites políticas, periodísticas, artísticas, universitarias, &c. como por la mayoría de la ciudadanía, sin importar el signo político de cada cual. La sacralización de la democracia cumple la misma función que, durante el Antiguo Régimen, ocupaba la idea de Dios: dar legitimidad al poder. Es por vía de los rituales de la democracia (las urnas, las elecciones, la ley de partidos, &c.) y a través de la ideología democrática (derechos humanos, libertad, igualdad, tolerancia, &c.) como se sacraliza el poder de turno, como se consagran y legitiman las oligarquías que van rotando en el poder: del rito al mito.

Y en este sentido cabe recordar que, para Carl Schmitt, todos los conceptos políticos significativos de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados. La voluntad general se eleva, entonces, a voluntad divina. Ahora la voz de Dios es la voz del Pueblo, como si existiera tal cosa, el “Pueblo” (con mayúsculas), entendido como una unidad armónica y lisológica. Pero no existe tal unidad del pueblo: el pueblo está dividido, re-partido, en múltiples partes enfrentadas entre sí (gremios, grupos, clases, partidos) que constituyen su morfología. La llamada voluntad del pueblo solo puede elegir entre los materiales objetivos que le son ofrecidos, presentados, a través de los partidos políticos que, a su vez, necesitan de habilidosos prescriptores para persuadir a sus clientes (los votantes) sobre la bondad de sus productos (tal o cual candidato político). Y en eso están los distintos medios de comunicación, tertulianos, cineastas, actores y actrices y otros sujetos de autoridad del mundo del arte que ejercen como comisarios políticos, también deportistas, politólogos, sociólogos, youtubers, twitteros y cantamañanas de todo pelaje y condición. Y hasta tal punto esto es así que, hoy día, sencillamente, la democracia sería imposible sin televisión, sin prensa o sin redes sociales.

Hace ya muchos años que Gustavo Bueno afirmó que hablar de democracia es tanto como hablar de mercado pletórico de bienes y servicios y a nadie se le escapa que en el actual mercado de candidatos es la ideología democrática la que está funcionando a todo tren: esta ideología exalta a la democracia como valor supremo, nos la presenta como la forma de gobierno definitiva con la cual se ha llegado al “fin de la historia”, quedando superados, moral y políticamente, los arcaicos gobiernos “no democráticos”. Por ello, las élites políticas, las oligarquías, las partitocracias que nos gobiernan, necesariamente han de aliarse con otras élites (periodísticas, artísticas, universitarias, cinematográficas, &c.) financiándolas y arropándolas, porque ellos conforman los canales a través de los cuales se traslada la papilla ideológica a sus votantes, en particular, la ideología democrática; ideología que, en tanto valor absoluto y fin de la historia, es comprendida al modo fundamentalista.

En definitiva, la palabra “democracia” se utiliza como una palabra fetiche para hacer propaganda ideológica, esto es, partidista, y se usa de forma acrítica junto a otras como “libertad”, “igualdad”, “tolerancia” o “progreso”; muchas veces para justificar atropellos que sencillamente son injustificables o directamente aberrantes. Ya lo decía Tomás de Kempis: «Más vale sentir la compunción que saber definirla». Pues aquí podríamos parafrasearlo de la siguiente manera: más vale sentir la democracia, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la tolerancia y el progreso, antes que saber definir cualquiera de estos términos. Más vale praxis que teoría. Y en eso está la mayor parte de la población, aquí y en EEUU: sintiendo intensamente ser demócratas o, mejor aun, sintiéndose muy de izquierdas “de toda la vida”, sin hacer el más mínimo esfuerzo de definición y clasificación de lo que sea o no la democracia o de lo que sean o dejen de ser las izquierdas. Yo dejaré para próximas entregas el análisis filosófico de la idea de democracia y, sobre todo, el ejercicio de trituración del fundamentalismo democrático, así que les ruego que estén atentos a los próximos capítulos porque, desde luego, pocas ideas han alcanzado cotas de corrupción tan elevadas como estas que nos traemos entre manos y buena parte de nuestros problemas se han ido gestando por culpa de tan lamentable fundamentalismo.

Y ya que hemos hablado del progresismo fundamentalista que acompaña a la ideología democrática, habrá que subrayar que las leyes para el control de la desinformación recientemente aprobadas por nuestro Gobierno de coalición no suponen, precisamente, un progreso respecto de los derechos que establece la Constitución, sino un retroceso descarado y vergonzoso que legitima mecanismos de opresión y censura muy sofisticados. Señorías y votantes de la izquierda más indefinida y recalcitrante, o sea, de la izquierda más fundamentalista, ese tipo de leyes cumplen la misma función que el Consejo censor eclesiástico en su época de esplendor o que la Junta censora del régimen franquista, pero ustedes tienen el morro de descalificar a aquellas por oscurantistas y reaccionarias, como la encarnación del mal absoluto, al tiempo que tienen el descaro de emitir sus propias leyes censoras en nombre de la libertad, la tolerancia y la democracia como si fuesen la panacea. Y es esto es lo que hay que hacer visible y denunciar: que esta censura real, efectiva y en crecimiento, es continuamente presentada bajo la milonga de la libertad y de los valores democráticos, cuando lo cierto es que los medios de comunicación están más controlados que nunca por los dictados de lo políticamente correcto, por el maniqueísmo más simplón y por el moralismo filisteo más cochambroso y ponzoñoso. Los medios de comunicación, las producciones cinematográficas, nuestras escuelas y universidades, están cada vez más condicionados por los intereses de las oligarquías políticas y económicas, al tiempo que los filtros para limitar la propagación de determinados posicionamientos críticos en internet son cada vez mayores. Y basta echar un vistazo a las plataformas de streaming como Netflix, HBO, Movistar+, Prime video… da igual cuál elijamos: cada serie, cada documental o película y hasta los anuncios publicitarios están atravesados por el sistema de ideologías dominante. Lo que es asombroso es que Trump, teniendo en contra esta gigantesca maquinaria propagandística, haya alcanzado una cuota de voto tal elevada.

En definitiva, lo que hay que hacer visible y denunciar es el hecho de que no se comparece el discurso falaz, mentiroso, de nuestros políticos con la realidad. ¡Oh, qué horror, en Rusia no hay libertad! Lo fantástico es pensar que aquí sí la hay. Ahora se trata de prohibir el acceso a la verdad sustituyendo el estudio riguroso de la historia por leyes de memoria histórica, por ejemplo, o censurando la crítica filosófica. De un tiempo a esta parte y de forma asombrosamente rápida, ciertas cuestiones se han asumido como verdades reveladas, como dogmas de fe, tal y como decía al principio: cuestiones como el cambio climático, la ideología de género, las políticas de fronteras abiertas, la ideología proabortista, el veganismo, en definitiva, el propio sistema de ideologías que sostiene el Partido Demócrata de EEUU, que encaja en eso que llamamos “globalismo” y que han sido rastrera y servilmente asimiladas por la mayoría de los políticos de Occidente. Siguiendo con la metáfora religiosa, los nuevos administradores de estas verdades reveladas aplicarán la excomunión a cualquiera que se atreva a cuestionarlas, ya sea desde un punto de vista científico o desde la crítica filosófica. Todo el que no sea fundamentalista democrático, es anatema. Se procederá a la exclusión social del disidente, se le condenará al ostracismo por considerarlo un peligro para la convivencia “democrática”. Y si cuestionar el cambio climático es equivalente a cuestionar el holocausto nazi, no digamos ya lo que implica hoy día cuestionar la democracia: ni el político más “pintao” se atreve a tanto, al menos en esta parte del mundo que llamamos Occidente. Porque ni los países de la órbita islámica, ni los asiáticos, ni Rusia o los países de la Europa del Este han caído todavía en las garras del fundamentalismo democrático, enfermedad mortal para la eutaxia de los Estados, pero que viene como anillo al dedo al turbocapitalismo financiero más escandaloso de toda la historia.

El fundamentalismo democrático está haciendo inmensamente poderosas a las oligarquías que lo predican al tiempo que debilita peligrosamente a nuestras naciones frente a otro tipo de fundamentalismo, en concreto, el islámico. La imprudencia de nuestros gobernantes puede precipitar nuestra ruina porque al fundamentalismo islámico no se le combate con tibieza ni con diálogo, sino con decisión geopolítica y con planes y programas en los que no tiene por qué aparecer la democracia.

Difícilmente podrá encontrarse un momento previo en la historia en que los tentáculos del poder tuvieran tal capacidad de actuación y contara con un consentimiento tan explícito por parte de enormes masas de población cómplice, población que permite y refrenda electoralmente las distintas corrupciones en que puede devenir la democracia, que permite su desviación hacia el despotismo populista, hacia la demagogia. Y no olvidemos que, en varios pasajes de la Política, Aristóteles reserva el término “democracia” para referirse a la forma desviada o patológica de ese sistema político que deposita la soberanía en la mayoría porque, en su forma desviada o torcida, “la democracia busca el interés de los pobres, pero no el provecho de la comunidad”. Por eso, no cabe más que el desprecio cuando en España vemos que las izquierdas indefinidas son capaces de incendiar las calles a propósito del sacrificio del perro Excalibur a causa del ébola, o de llenarse la boca todos los santos días con las víctimas del franquismo de hace 80 años, pero que callan como meretrices cuando en nuestros días más recientes sus líderes políticos son responsables de una de las tasas de mortalidad por COVID-19 más altas del mundo;  no cabe más que desprecio cuando son capaces de apoyar una moción de censura al PP por sus casos de corrupción delictiva, pero callan tras el escándalo de los EREs de Andalucía, uno de los latrocinios más alucinantes de la historia de España que deja en pañales a los de la Gurtel; no cabe más que desprecio cuando la izquierda indefinida es capaz de movilizarse contra la llamada Ley Mordaza del PP, pero callan cobardemente frente a la inverosímil acumulación de despropósitos y traiciones del actual Gobierno de coalición que atenta descaradamente contra la Nación española, contra la lengua española y contra la igualdad isonómica de todos los españoles ante la ley… No, a estas alturas no cabe hablar de votantes ingenuos o desinformados: a estas alturas ya sólo se puede hablar de mala fe y de ignorancia, pero de una ignorancia culpable, inexcusable en todo punto. Ningún tonto es bueno, y menos en política.

Porque si nuestros políticos se atreven a actuar de forma tan escandalosa es porque se saben impunes, completamente legitimados por un electorado que es capaz de tragar cualquier cosa que les echen aunque eso signifique hacerles comulgar con ruedas de molino: es el izquierdismo más fundamentalista, aunque también es verdad que los españoles, en general, estamos enfermos de fundamentalismo democrático, que es la enfermedad por la que se está consagrando la decadencia de Occidente y que de seguir así los chinos, los rusos o hasta los países musulmanes nos van a comer la tostada.

En definitiva, el término “democracia” se ha vaciado de sentido hasta el punto de que se ha convertido en la palabra fetiche con la que se intenta solemnizar, revalorizar, encarecer, cualquier cosa, aunque el resultado sea un absurdo desde el punto de vista lógico. Así se llega a hablar hasta de “matemáticas democráticas”, como si la verdad objetiva de la operación 2+2=4 dependiera del consenso de la mayoría. Y tal y como cualquiera de ustedes puede observar, la palabra “democracia” se utiliza desvergonzadamente para justificar cualquier acción política, aunque dicha acción sea, por definición antidemocrática. Por eso, en España ya se habla sin ningún tipo de pudor de terrorismo democrático, de latrocinio democrático y, sobre todo, de separatismo democrático, una auténtica aberración sostenida desde la idea torcida del “derecho a decidir”.

Porque lo importante ahora es ser demócrata, como antes lo importante era ser cristiano. Decir “yo soy demócrata” es como decir “yo soy cristiano y la providencia está conmigo” y, a la manera luterana, poco importarán mis actos porque bastará la fe para salvarme. La fe en la democracia, se entiende. La diferencia es que, al menos en la tradición católica, no en la protestante, existía la mediación objetiva de una institución que era la que regulaba las bondades del buen católico. Hoy día, sin embargo, la orgía de subjetividades narcisistas en la que vivimos disuelve por completo la mediación objetiva de las instituciones: desde el fundamentalismo democrático se exige que toda opinión sea respetable, que todo sentimiento debe ser elevado a derecho, debe ser reconocido, legislado, consagrado por obra y gracia de la santa democracia.

De tal suerte que si los separatistas han decidido ahora presentarse como demócratas pues alharacas y verbena para todos, qué alegría, qué alborozo: por emergencia metafísica se han convertido en partidos respetables, aunque lo que persigan sea el robo de una parte del territorio español al resto de españoles. Ahora bien, ¿tan respetables como cualquier otro partido político? No, porque siempre cabe la maniobra de tildar al oponente político de antidemócrata y bien sabemos que para nuestro Gobierno de coalición el oponente político no es Bildu, con quien mercadea prebendas políticas, sino la derecha, pero sobre todo Vox, de igual manera que el gran enemigo de la democracia en EEUU es Donald Trump, que dispone de sienes magnéticas con poder de irradiación paralizante y que expele fuego por las narices.

El caso es que la filosofía, si no quiere ser “la criada de la democracia”, como en otro tiempo se quiso que lo fuera de la teología, ha de regresar a la “caverna” para denunciar ante los ciudadanos las ilusiones que la ideología democrática genera. Así lo hicieron Platón, Rousseau, Lenin y otros nobles críticos de la democracia y así lo haremos nosotros, conscientes de que los “indignados” nos tirarán piedras, tal y como advirtió Platón, y de que nos llamarán fascistas, como es de rigor. De la mano del materialismo filosófico de Gustavo Bueno, bajaremos a la caverna (por ejemplo, a las redes sociales) para decir bien alto y claro que la democracia se corrompe como cualquier otra forma de gobierno y que ahora, más que nunca, hay que estar atentos a lo que se dice y se hace en nombre de la democracia.

Y hasta aquí este capítulo de Fortunata y Jacinta. Agradezco su apoyo a todos los amigos mecenas y recuerda: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla.”



un proyecto de Paloma Pájaro
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