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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 4 • junio 2002 • página 3
Guía de Perplejos

Ad Clerum
De la Iglesia y el sexo

Alfonso Fernández Tresguerres

Se sostiene que la posición de la Iglesia católica ante el sexo es un error desde el punto de vista biológico y una irresponsabilidad desde el punto de vista moral

Cuando hablamos de la posición que la Iglesia mantiene ante el sexo, conviene (creo yo) diferenciar dos planos distintos: el que tiene que ver con la sexualidad de los fieles, y el referido a la sexualidad de los propios religiosos.

I

En el primer caso, diríase (en una primera aproximación) que la Iglesia se ha convertido en el más fiel aliado de la selección natural, dado que todas sus directrices parecen encaminadas a incrementar la eficacia reproductiva de sus fieles. En caso contrario, la orden es la abstinencia completa: «reproducirse o abstenerse». Tal es su principio. «Ningún espermatozoide en vano» también sería adecuado.

La actividad sexual queda reducida, en efecto, al ámbito del matrimonio, y dentro de él no se contempla otra finalidad que la reproducción misma. Ningún componente afectivo o meramente lúdico es tomado en consideración. Leyendo el Catecismo de la Iglesia Católica, a uno le parece que las altas jerarquías eclesiásticas desearían incluso que, en lugar de placenteras, las actividades reproductivas resultasen extremada e insoportablemente dolorosas, para que tuvieran más mérito. Por eso no se entiende muy bien su oposición a las posibilidades abiertas por las modernas biotecnologías, que permiten distintas formas de inseminación artificial (donación de esperma y óvulos, prestación de útero), consideradas todas ellas perjudiciales y perniciosas, si bien es cierto que cuando la fecundación artificial tiene lugar dentro del matrimonio, es vista como menos perjudicial, aunque sin dejar por eso de ser moralmente reprobable. Al fin y al cabo, con ello se impide el contacto pecaminoso e impuro de los cuerpos, que es de lo que se trata, por lo que no parecen existir motivos mayores para que recibieran el beneplácito de la Iglesia.

Pero al decir que la vida sexual, siempre con expresa voluntad de reproducción, ha de quedar limitada al matrimonio, entiéndase bien que por tal se entiende el matrimonio debidamente santificado por la Santa Madre Iglesia, o lo que es lo mismo, los separados que vuelvan a casarse han de vivir «como hermanas y hermanos y en total abstinencia», según ha hecho saber un reciente manual de la Congregación Vaticana para la Doctrina de la Fe, cuyo prefecto es el cardenal Joseph Ratzinger.

Antes era pecado desear a la mujer del prójimo («Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio en su corazón», dice Mateo dando cuenta del Sermón de la Montaña), pero ahora ya lo es también desear a la propia, siempre que ese deseo no vaya acompañado del propósito inmediato de hacerla madre; propósito, claro está, que ha de ser idéntico en la esposa, quien, al ver acercarse al marido con intenciones copulatorias, deberá decir lo mismo que Raquel a Jacob: «Hazme madre o me muero». En consecuencia, todo placer sexual desligado de la reproducción es calificado de «lujuria», y aun si el fin fuese la concepción, siempre que hombre y mujer no estuviesen unidos por los sagrados vínculos del matrimonio (como es el caso no sólo de las parejas de hecho, sino también de los separados vueltos a casar), no sería más que pura «fornicación» o «simple fornicación», como la denomina el Compendio moral salmanticense, que la considera más grave pecado que el hurto. Y lujuria y fornicación, junto con la masturbación, la homosexualidad, la pornografía y la prostitución, constituyen el elenco de pecados contra la castidad. A los esposos únicamente les está permitido satisfacer sus lógicos impulsos naturales sin riesgo de embarazo mediante la observación de los periodos infecundos, esto es, por la práctica del método de Ogino, quien, como es sabido, es padre de innumerables hijos.

Y es justo ahora cuando caemos en la cuenta de que la Iglesia sólo en apariencia es fiel colaboradora de la selección natural, porque la eficacia reproductiva no se mide por el número de hijos en términos absolutos, sino por el número de hijos que razonablemente cabe esperar que puedan ser criados hasta alcanzar la edad adulta y convertirse ellos mismos en reproductores. De hecho, todos los pueblos, incluso los situados en los niveles más bajos de civilización, han practicado algún tipo de control de la natalidad, desde los indios de las praderas a los bosquimanos del Kalahari, con el objeto de que, por exceso de población, la producción de recursos no entre en la curva de rendimientos decrecientes. Sólo la Iglesia Católica sigue considerando que las familias numerosas son signo de bendición divina y de generosidad paterna. Pero parece que muy pocos le hacen caso, porque aunque el caballo negro de las pasiones del que hablaba Platón tira, y tira mucho, y, en consecuencia, la gente no está por la labor de la abstinencia (algo que según los jerarcas eclesiásticos constituye también un remedio infalible contra el SIDA), lo cierto es que en muchos lugares la población no sólo no aumenta, sino que disminuye dramáticamente (los asturianos, sin ir más lejos, llevamos camino de convertirnos en una rara curiosidad antropológica). Lo que no es óbice, desde luego, para que a escala mundial el problema sea, y vaya a ser, la superpoblación. Pero a la Iglesia no hay quién la apee del principio de que todo acto sexual deliberada y voluntariamente infecundo es intrínsecamente malo. Con todo, hace unos años, el Consejo Vaticano para las familias, dirigido por el cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, dio a conocer un vademécum para uso de los confesores en el que, sin cambiar los principios generales, se contemplan algunas circunstancias en las que el uso de anticonceptivos podría hacerse acreedor del perdón, siempre que los hechos tuvieran lugar entre hombre y mujer unidos en legitimo matrimonio, y siempre que se entienda que hablamos de excepciones contempladas en el ejercicio y el secreto de la confesión, mas en modo alguno de un cambio en los principios doctrinales. Tales circunstancias son tres: a) Que haya habido imposición por parte de la pareja (por ejemplo, que tu señora te ponga el condón a punta de pistola, aunque es cierto que el vademécum señala que no es necesario demostrar violencia irresistible); b) Que el penitente confiese haber usado anticonceptivos sin conciencia de pecado. Incluso se añade que el confesor puede permitir que el individuo permanezca en su error, si el sacerdote advierte que no modificará su conducta, algo que, según se dice, es frecuente en el Tercer Mundo (o sea, que tú puedes arrodillarte delante del confesor y decirle algo así: «padre, ayer he utilizado un preservativo, pero ni tenía ni tengo la menor conciencia de haber pecado, y le advierto a usted que continuaré sin tenerla en el futuro», y entonces el cura te perdona a perpetuidad); y c) el sacerdote debe absolver a cualquier individuo, aunque cada día confiese haber usado anticonceptivos. Es suficiente que siga mostrando arrepentimiento (aquí la confesión tiene lugar según el modelo de método abreviado: sólo tienes que ir a ver todos los días al cura y decirle: «otra vez», y él te dirá: «puedes ir en paz»). Pero claro está que el asunto no es tan simple ni puede ser despachado con un par de bromas. Resultaría erróneo, por ejemplo, ver en todo esto una autorización encubierta de los métodos anticonceptivos, que continuarían prohibidos teórica o doctrinalmente, pero permitidos en la práctica, previo trámite de una confesión hipócrita. Ahora bien, que la Iglesia perdone un pecado no significa que no lo considere pecado, y, del mismo modo, que perdone una determinada práctica no quiere decir que deje de considerarla pecaminosa o perversa. De otro modo, podríamos concluir que la Iglesia no considera pecado nada, puesto que lo perdona todo (lo que, sin duda, es excesivo, porque hay cosas que no debería perdonar ni Dios). Y esto significa que el católico que de verdad lo sea, y que, «en conciencia», no pueda alegar falta de conciencia del pecado ni mostrar tampoco un arrepentimiento hipócrita, sin propósito de la enmienda, confesando por la tarde lo que piensa realizar por la noche, para volver a confesarlo al día siguiente; el católico que desee ser fiel a las directrices de la Iglesia, sigue teniendo vedado el camino de la anticoncepción. Otra cosa es que la Iglesia parezca creer que sus fieles pueden ser tan estúpidos como para no cobrar conciencia de la siguiente proposición: «x es pecado». Pero ésa es otra cuestión. Desde el año pasado, la Iglesia contempla, además, otro supuesto para autorizar el uso de anticonceptivos: se trata de las monjas, a quienes se permite tomar la píldora si tienen que desarrollar su labor en países en guerra, pero bien entendido que se trata de un método de autodefensa ante una posible violación, mas nunca un acto deliberado de anticoncepción (las que no siendo monjas resulten violadas y preñadas, de momento deben aguantarse con resignación cristiana, ya que ni siquiera se contempla le legitimidad moral de la píldora del día después, aunque sea el día después de una violación).

Ciertamente, la reproducción indiscriminada a la que se obliga (la única alternativa es la abstinencia) no constituye una buena estrategia evolutiva en la mayor parte de las especies animales, y tampoco en la especie humana; pero es que, además, en el caso del ser humano, una reproducción que tenga como consecuencia una cantidad de hijos superior al número de los que adecuada y convenientemente puedan ser atendidos, no es sólo un error biológico, sino también una irresponsabilidad desde el punto de vista moral. En consecuencia, mucho me temo que la posición de la Iglesia, a este respecto, es errónea en términos biológicos e irresponsable en términos éticos y morales. Pero con ser éste un primer error biológico y moral de la doctrina de la Iglesia sobre el sexo, no es el único. Se me ocurre al menos otro, y no de menor calibre que el anterior: si Dios nos quiere castos, ¿por qué diablos nos ha creado sexualmente activos todo el año? Son ganas de enredar las cosas. Sujetos a una época de celo, como otras especies animales, seríamos, de motu propio, tan puros como Dios y su Iglesia desean, y no tendríamos ninguna dificultad para identificar sexualidad y reproducción y cumplir la consigna a rajatabla, sin que nuestro confesor tuviese que recordárnoslo a cada instante: actividad sexual unos pocos días al año y castidad absoluta el resto; castidad, por lo demás, muy llevadera. Pero sabido es que los designios del Señor son inescrutables: acaso tras un largo camino de esfuerzo y dolor gozaremos más intensamente de la vida beata y la gloria eterna. En cambio, la mente poco lúcida del ateo se empeña en sospechar que si nuestra sexualidad se halla despierta todo el año es debido, seguramente, a que en nuestra especie el sexo cumple otras funciones que las meramente reproductivas, como, por ejemplo, el establecimiento de un vínculo entre el varón y la mujer, cuya colaboración es imprescindible para culminar la crianza de ese primate prematuro que es el ser humano, necesitado de cuidados y atención exclusiva durante mucho tiempo, lo que limita indudablemente las actividades de la persona a su cargo, necesitándose otra a su lado que procure los medios de subsistencia. A la madre, sujeta al niño antes del nacimiento, porque lo lleva en su vientre, y después, por tener que amamantarlo, le hubiera resultado imposible obtener el alimento para los dos; y ésa, la obtención de alimento, fue, junto con la protección, la tarea encomendada por la selección natural al varón. Ahora bien, ¿qué interés podría tener éste, pasada la época de celo, en permanecer junto a la mujer preñada o parida, dado que esto suponía cargarse con un trabajo extra y muy superior al exigido para su propia supervivencia? La solución encontrada por la selección natural fue el sexo: gratificación sexual todo el año; y la envolvió en el papel de regalo de unas emociones y sentimientos muy característicos a los que hemos dado en llamar «amor». Se trata de la famosa teoría del «contrato sexual», de Helen Fisher. Pero si esto es así, la irresponsabilidad se extiende ahora no sólo a los hijos, sino también a los esposos mismos, a los que, si su propia responsabilidad les dicta no sobrepasar un determinado número de hijos, se les exige que renuncien a uno de los vínculos esenciales en los que se fundamenta su unión. Mas, sin duda, esto no son más que tonterías y la Iglesia tiene razón.

Pero hay aún otra contradicción en la doctrina de la Iglesia, y por suerte casi nadie le hace caso tampoco, ya que de lo contrario hace tiempo que nos habríamos extinguido, a saber: el sexo, limitado al ámbito del matrimonio, tiene como finalidad la reproducción, pero el estado virginal es considerado más perfecto que el matrimonio, o al menos eso dice también el Compendio moral salmanticense, de donde se deduce que como todos nos empeñásemos en alcanzar esa perfección más alta que el matrimonio reproductivo, hace tiempo que la Iglesia se hubiese encontrado sin fieles a los que aconsejar sobre su vida sexual.

La verdad es que resulta curiosa la permanente obsesión de la Iglesia con el sexo (también con otras cosas placenteras, pero sobre todo con ésta). Es como si estuviese empeñada en eliminar todo lo bueno y agradable de este valle de lágrimas para que nos quedemos sólo con las lágrimas. Porque, ¡mira que el sexo es bueno! No quiero decir sólo agradable: quiero decir bueno, tanto en términos médicos como psicológicos. Pero, en fin, será para que no atrofiemos nuestro sentido del placer y podamos gozar más ampliamente del Cielo; un Cielo que, comparado con el vikingo, o incluso el musulmán, yo siempre he juzgado bastante aburrido, tal vez porque, basta y grosera como es mi inteligencia, no concibe placer alguno que pueda ser gozado sin el cuerpo, y la eterna contemplación de Dios (es de suponer que con los ojos del alma) no promete grandes emociones.

La Iglesia, ciertamente, defiende una metafísica de la castidad (y del sexo y del amor) tan sorprendente que en ella llegan a decirse cosas como que la castidad es promesa de inmortalidad; algo que no es fácil saber lo que pueda significar, al menos a mí no se me alcanza la relación entre una cosa y la otra, a no ser que, dado que la vida inmortal consistirá en una eterna y permanente castidad, la vida mortal casta constituirá un excelente ejercicio de preparación o entrenamiento para ella. A simple vista, sin embargo, podría objetarse que la castidad (llevada hasta sus últimas consecuencias) más que promesa de inmortalidad es garantía de extinción de la especie. Pero ya San Ambrosio había dado con la solución al distinguir tres tipos de castidad: la de las vírgenes, la de las viudas y la de los esposos. En consecuencia, los esposos entregados a actividades amatorias con fines reproductivos son castos. Los demás practicamos la simple fornicación.

Y se dice también algo igualmente sorprendente: que en el momento del bautismo el cristiano se compromete a dirigir su afectividad en la castidad. Y digo que sorprendente porque dudo mucho que el cristiano en el momento del bautismo pueda comprometerse a nada, excepto que admitamos que un niño de pecho es capaz de entender y adoptar tan sesudos compromisos. Yo, desde luego, no recuerdo haberlo hecho, y, en todo caso, manifiesto públicamente haberlos incumplido y me comprometo a incumplirlos en el futuro (si ellas me dejan). De todos modos, nada extraño hay en mi incumplimiento, porque la castidad, que es virtud moral, es un don de Dios, una gracia divina, y a mí, entre las muchas gracias que me han sido negadas, se encuentra también ésta. Algunos poseen la gracia de la castidad y otros la desgracia del efecto Coolidge, de quien se cuenta que, siendo presidente de los Estados Unidos, visitaba, junto con su esposa, aunque por separado, unas granjas gubernamentales. Al pasar por un gallinero y ver a un gallo copulando intensa y frenéticamente, la esposa del presidente, sorprendida, se interesó por la frecuencia amatoria del animal. «Docenas de veces al día», le respondió el guía. «Por favor, dígaselo a mi marido», pidió la primera dama. Cuando más tarde el presidente pasó por el mismo gallinero, le comentaron la anécdota, a lo que pregunto: «¿Y es siempre con la misma gallina?». «No, no, cada vez con una distinta», respondió el guía. «Por favor, dígaselo a mi mujer», dijo el presidente.

II

En el segundo caso, es decir, en lo que atañe a la posición de la Iglesia respecto al propio clero, convendría distinguir un doble plano: el referido al religioso en tanto que hombre (o mujer) y el referido al religioso en tanto que miembro de una determinada institución.

En tanto que hombre, nadie duda que el religioso posee las mismas necesidades sexuales y erótico-afectivas que cualquier ser humano. Se trata de motivaciones muy fuertes, de auténticas necesidades primarias cuya satisfacción resulta necesaria para alcanzar un adecuado equilibrio homeostático, tanto biológico como psíquico. Pero al religioso se le exige renunciar a ellas. Se trata de un ejemplo muy interesante (otro podría ser el suicidio o la huelga de hambre) de cómo a veces motivaciones biológicas primarias son relegadas a un segundo plano, en beneficio de otras motivaciones de carácter puramente cultural. Sin duda, una de las diferencias esenciales entre la motivación humana y la animal.

Sin embargo, tales necesidades son extraordinariamente imperiosas y nada fáciles de dominar, y las consecuencias de la lujuria de los sacerdotes son bien conocidas: no sólo confesiones escabrosas en las que los más mínimos detalles, para sorpresa de la penitente, cobran una inusual e insospechada importancia, sino también la directa sollicitatio ad turpia, la solicitación en confesión: el tirar los tejos a las feligresas, para entendernos. Y no sólo eso: la libido de los sacerdotes ha jugado un papel decisivo en la historia de las posesiones diabólicas. Recordemos, por ejemplo, el caso de las energúmenas de San Placido, que no es que estuvieran endemoniadas: lo que estaban era preñadas por el confesor, desde la más tierna novicia hasta la madre superiora. Las historias de íncubos se reducían con frecuencia a eso: el obispo o el cura confesor se introducían en la cama de la novicia haciéndola creer que se trataba de un demonio que había tomado su forma. Al final, nada tenía de sorprendente que las pobrecitas hicieran cosas raras que pudieran confundirse con la posesión demoníaca, porque, como es natural, acaban volviéndolas locas. (Los súcubos, en cambio, eran seguramente realidades menos tangibles y materiales: probablemente las diablesas copuladoras sólo existieron en la mente de los castos varones a los que atormentaban por la noche en sus lechos, como les sucedía a San Hilario y a San Atanasio.) La historia está plagada de casos famosos. El año 1565, en Colonia, fue celebre el convento de Nazaret, cuyas monjas tenían amantes, pero afirmaban que se trataba de unos demonios que bajo forma de perros abusaban de ellas. En Amiens, el año 1816, una muchacha intentó desviar la atención sobre su embarazo (cuya causa eficiente era probablemente el párroco) diciendo que se encontraba endemoniada, y hasta se atrevió a dar el nombre de los tres demonios que la poseían. Y en el año 1668 fue muy nombrado el caso de las monjas de Auxonne, pero tampoco había posesión diabólica: lo que en realidad sucedía era que, el padre Nouvelet, de quien dicen que era muy feo, pero se ve que también muy estimulante, se beneficiaba sexualmente a ocho monjas hambrientas de sexo. Incluso se llegó a acusar de lesbianismo a la madre superiora. Las anécdotas podrían acumularse sin dificultad. Fueron siglos en los que monjas, novicias y feligresas en general, «derretíanse de amor de Dios en brazos de los predicadores», como, según creo recordar, observaba acertadamente Voltaire.

Y conviene subrayar aquí la enorme importancia que tuvo la literatura erótica y libertina, sobre todo la del siglo XVIII, en el desenmascaramiento de tales imposturas, ese «donjuanismo de sacristía», como lo denomina Gregorio Marañón. Algunas de ellas son verdaderas joyas, como El portero de los cartujos, publicada el año 1741 por Gervaise de Latouche, inspirado, según parece, por Voltaire; o Teresa, filósofa (1785), de autor anónimo, aunque algunos la han atribuido a Diderot, obra en la que se nos narra cómo Teresa era sistemática e infatigablemente purificada por su confesor introduciéndole el cordón de San Francisco, que el buen padre siempre tenía dispuesto y a mano.

En la actualidad, esto de las posesiones diabólicas ha caído en desuso (se ve que después de tantos siglos de vivir torturados por la libido los demonios han alcanzado finalmente la paz), pero no han pasado de moda las intrigas sexuales, incluido el abuso de menores, asunto éste de extrema actualidad, ya que apenas transcurre una semana sin que salga a la luz un nuevo escándalo. Pero el Diablo y sus demonios han perdido mucho protagonismo. Además, el impresionante desarrollo de los medios de comunicación que han revolucionado nuestra vida toda, ha revolucionado también la vida sexual del clero: hoy los sacerdotes y las monjas se enamoran por Internet y dejan a su parroquia compuesta y sin cura para largarse a la otra punta del mundo al encuentro con su amor.

Lo cierto es que tal vez sea un nuevo error de la Iglesia la aptitud que mantiene ante la sexualidad de sus miembros; un error no sólo de carácter biológico, sino también de marketing, porque con el tiempo los seminarios se están quedando vacíos. La historia del celibato de los religiosos es muy compleja y está llena de avatares. Para empezar, no existe ningún texto en las Sagradas Escrituras que imponga el celibato eclesiástico. Se trata de una cuestión de Derecho eclesiástico, aunque se discute si de Derecho eclesiástico sin más o de Derecho eclesiástico apostólico. La cuestión no es fácil de resolver porque los documentos de los tres primeros siglos no son muy claros, y los autores del siglo IV no son muy explícitos al respecto. En la Iglesia oriental, el celibato obligaba a los obispos y a los ordenados de mayores que no estuviesen casados en el momento de la ordenación (por eso se casaban un poco antes de ordenarse), mas si quedaban viudos no podían volver a casarse. Tales eran las directrices de Justiniano y la práctica de la Iglesia ortodoxa. En Occidente, a partir del siglo IV, obispos, sacerdotes y diáconos debían dejar de cohabitar con su mujer (a partir del siglo V la obligación se extendió también a los subdiáconos). En este sentido, fue decisivo el Concilio de Elvira, Granada, 300-306, porque en él se impone por primera vez, y de una forma clara, la obligación del celibato. Pero la norma se relaja bastante en los siglos siguientes, siendo restaurada más tarde por León IX, Gregorio VII (quien todavía el año 1074 tiene que excomulgar a clérigos casados o que viven en concubinato), Urbano II y Calixto II. En España queda más o menos establecida en el IV Concilio de Toledo, el año 633. A mediados del siglo XII, de nuevo vuelve a decaer la norma. Pese a ello, la legislación quedó fijada con Calixto II y el Concilio de Letrán (1123), donde se señala entre los impedimentos para contraer matrimonio el haber recibido las órdenes mayores (del subdiaconado en adelante), considerándose plenamente nulos los matrimonios contraídos por clérigos. En el siglo XVI, el Concilio de Trento confirmará plenamente estas normas.

Todo esto viene a demostrar, que no es fácil obligar a los religiosos a guardar sus naturales impulsos bajo llave, pero viene a demostrar también que, después de todo, el celibato no es una imposición de origen divino, sino humano, y si ello es así, y aun siendo cierto que importantes razones lo avalan: no sólo el «servir a Dios con corazón indiviso», o el preservar la independencia y libertad del clero (disminuidas tal vez por la existencia de una familia) o incluso el impedir que el clero constituya una casta, sino también el posibilitar que el excedente económico de las parroquias pase a la Iglesia, con todo, acaso no resultaría desproporcionado que, vistas sus consecuencias, la Iglesia revisase el asunto.

Pero en tanto eso no suceda, el religioso forma parte de una determinada institución en la que gobiernan una serie de normas que él ha acatado libremente. Y o las acepta o se va. No sirve el argumento de que son hombres como los demás. Sí, pero que se vayan. Con la actual normativa eclesiástica sólo se puede ser cura de una forma. No cabe elegir a la carta unos rasgos sí y otros no. Hacerlo supone una impostura no sólo para con la Iglesia a la que se ha jurado obediencia, sino también, y principalmente, para con los propios feligreses. Recientes escándalos en los que algunos sacerdotes han hecho pública su homosexualidad y el ejercicio de la misma, enarbolando la bandera del progresismo (no están incumpliendo un compromiso ni engañando a la gente: sucede que son progres, liberales y de mente abierta), resultan de un cinismo pavoroso. Pero, curiosamente, el alboroto que tales escándalos han suscitado ha tenido más que ver con la homosexualidad misma que con el fondo del asunto. Cada cual es muy libre de vivir su sexualidad como lo considere oportuno: un homosexual es siempre respetable, aunque sea cura. La condena no ha de dirigirse, pues, a su carácter de homosexual, sino a su condición de caradura. Que el párroco del barrio se permita perdonarte porque has incurrido en una mísera, triste y solitaria masturbación, o porque has deseado fervientemente saber lo que oculta la falda de la vecina, mientras él espía por el rabillo del ojo para ver si su querido (o querida) ya ha llegado a la sacristía, es una completa infamia.

 

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