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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 10 • diciembre 2002 • página 13
Artículos

De las clasificaciones ilustradas
al paradigma de la transdisciplinariedad indice de la polémica

Javier Gimeno Perelló

Se ofrece un recorrido histórico de la sucesión de clasificaciones científicas
hasta llegar al paradigma de la transdisciplinariedad a través
de los nuevos sistemas de clasificación

1. Introducción

1.1. De las clasificaciones filosóficas al Renacimiento

Podemos hablar en puridad de clasificaciones científicas a partir de la Edad Moderna, y específicamente, a partir del Renacimiento, con el surgimiento de las ciencias naturales como ciencia sistemática en la segunda mitad del siglo XV. Las ciencias naturales constituyen el primer sistema científico por excelencia y es su objeto de conocimiento el primero en establecer, por consiguiente, un sistema de clasificación, siendo la zoología y la botánica las disciplinas que crearon ya en el Renacimiento un sistema de clasificación como método de estudio de la naturaleza mediante la agrupación jerárquica de plantas y animales basada en las relaciones entre organismos. «Esta actividad clasificatoria de la ciencia natural devino posteriormente en disciplina científica propia»{1}

Kedrov{2} distingue dos grandes períodos en el proceso de clasificación científica que se corresponden con las dos grandes etapas de la historia universal de la ciencia: la etapa filosófica, en la cual filosofía y ciencia constituían un único cuerpo de conocimiento hasta la Baja Edad Media y el Renacimiento, y la etapa de la disgregación del conocimiento en saber filosófico –es decir, humanístico– y saber científico –a partir de la separación definitiva de las ciencias naturales de la filosofía–. A la primera corresponde el período de la integración de los conocimientos unificados en un sistema general filosófico; el segundo período es el de la diferenciación de los conocimientos mediante la separación en ramas o disciplinas para su ulterior análisis.

Durkheim habla también de una prehistoria de la clasificación, inserta en las sociedades primitivas. «Las clasificaciones científicas –afirma Durkheim– no difieren sustancialmente de las primitivas, siendo una solución de continuidad de éstas. Aquéllas como éstas son sistemas de nociones jerarquizadas cuya finalidad es sólo especulativa: hacer comprensible las relaciones entre conceptos; no facilitar la acción». Trata Durkheim de demostrar cómo estas sociedades establecen un orden de los conocimientos, que es el orden del universo según sus categorías sociales asociando mediante correlaciones conceptuales la sociedad con el cosmos. Clasificar no es, para Durkheim, sólo constituir signos sino también establecer relaciones entre ellos, coordinarlos o subordinarlos unos con otros. «Estas nociones lógicas, operaciones, relaciones, &c., son de origen extralógico donde participa toda suerte de elementos extraños [...] Toda clasificación implica un orden jerárquico cuyo modelo no se halla en nuestro mundo real o simbólico»{3}. El espacio-tiempo clasificado de las sociedades primitivas es en sí mismo «consecuencia de la actividad conceptualizadora».{4}

Pone Durkheim el ejemplo del sistema totémico australiano como una organización categorial que distribuye entre los seres humanos y las unidades sociales nombres de cosas naturales como plantas o animales, elementos meteorológicos (lluvia, viento, sol...), puntos cardinales, &c., a los cuales se asignan tabúes que los vinculan místicamente a sus homólogos en la sociedad, y viceversa. La construcción, en cierto modo arbitraria, de las epistemes, significa, a la postre, «que los saberes que se arrogan la potestad de designar y relacionar entre sí lo que puede y debe ser concebido, lo mismo y lo diferente, lo normal y lo anómalo, no hacen sino reeditar una tecnología idéntica a la que desplegaban los enrejados totémicos clasificatorios por los cuales los australianos sometían el cosmos a un código»{5}. La compartimentación de la sociedad en fratrías, tribus, categorías o clases unidas por aquello que las separa es reflejo de las mismas divisiones y uniones de la globalidad del universo. Cada civilización, sostiene Durkheim, «cuenta con un sistema organizado de conceptos que la caracteriza. [La sociedad] sólo es posible si los individuos y las cosas que la componen se reparten en grupos diferentes, se clasifican en relación con otros. La sociedad supone una organización consciente de ella misma que no es sino una clasificación [...] La clasificación de las cosas reproduce la organización de las sociedades donde se elaboran las categorías».

Para Lévi-Strauss el orden taxonómico que el totemismo organiza y las representaciones que de éste se derivan son una variante del pensamiento salvaje que establece relaciones de homología entre condiciones naturales y sociales de las que devienen signos. «Los sistemas de denominación y clasificación, comúnmente llamados totémicos, obtienen su valor operatorio de su carácter formal: son códigos capaces de transmitir mensajes traducibles en otros códigos y de expresar en subsistema propio los mensajes recibidos por canales de códigos diferentes».{6}

Durante la etapa filosófica del conocimiento hubo grandes e importantes hechos de clasificación. No en vano, como señala Durkheim, ésta es consecuencia, por un lado, de la actividad individual y, por otro, reflejo del sistema social. En la Antigüedad y en la Edad Media el saber se hallaba bajo la égida de la filosofía. El conocimiento de la naturaleza era un conocimiento íntegro, una física única: una filosofía naturalista. «Entre los griegos la naturaleza se consideraba como un todo porque aún no habían llegado hasta la desmembración, hasta el análisis de la naturaleza [...] Ella es para los griegos resultado de la contemplación directa [...] Los filósofos griegos más antiguos eran simultáneamente naturalistas»{7}.

En efecto, el análisis de la naturaleza según la división de los procesos y objetos en clases, subclases, &c., fue la condición necesaria y suficiente de los grandes avances en las ciencias naturales desde el Renacimiento. La etapa primaria de la contemplación directa de la naturaleza, que es la etapa metafísica de la filosofía natural pura en la cual el conocimiento de aquélla estaba subordinado al saber filosófico, es propia de la Grecia clásica. Esta etapa dio paso en el Renacimiento a la separación de la ciencia natural y la filosófica, etapa donde se introdujo el método analítico por descomposición y desmembramiento de los elementos y fenómenos naturales con el fin de aislarlos unos de otros y estudiarlos individualmente. De este modo, se produce una profunda diferenciación en el estudio de la naturaleza que dio lugar al surgimiento de disciplinas como la física, la química, la fisiología o la geología.

Si bien, como decíamos, sólo podemos referirnos a la clasificación científica con posterioridad a la Baja Edad Media, por tratarse aquél de un concepto moderno propio de la definitiva separación ciencia-filosofía, concepto que, obviamente, cobra mayor relevancia y profundidad al hilo del desarrollo científico posterior, sí es posible hablar de clasificación del conocimiento, es decir, de clasificación del saber filosófico, ya en Platón, quien estableció la distinción entre opinión y saber. Pero fue Aristóteles «el primero en proclamar la existencia y realidad de las diferencias específicas» (Durkheim; Mauss){8}.

El Estagirita estableció tres categorías del saber: la «Theoría» o saber teórico, que atendía a la verdad de las ideas, su forma y sustancia: lo constituían las ciencias formales y experimentales cuyo conocimiento está basado en el saber por el saber: Matemáticas, Física y Teología; la «Praxis» o saber práctico encaminado al logro de un saber guía de la conducta humana: lo formaban la Ética, la Política, la Económica y la Retórica; y la «Poiesis» o saber creador, saber poético, basado en la transformación técnica o «Techné».

Los estoicos, a su vez, dividieron el saber filosófico en Lógica, Física y Ética, división aceptada luego por Kant, y los epicúreos, en Filosofía Canónica, Física y Ética.

La clasificación aristotélica fue determinante durante los dos mil años posteriores, desde el siglo IV a.C. hasta la Edad Media y aun, como veremos, durante buena parte de la Modernidad. Una gran mayoría de filósofos clásicos, teólogos, filósofos cristianos y musulmanes sustentaron sus sistemas filosóficos en la clasificación del Estagirita: por un lado, la integración o unidad del saber en uno único y universal donde no cabía la fragmentación o los pequeños saberes particulares; por otro, la jerarquización de los saberes según su grado de abstracción.

Clasificaciones inspiradas en el gran pensador griego fueron, por ejemplo: «La Sabiduría» de Avicena (siglo XI), que dividió las ciencias en especulativas y prácticas, constituidas las primeras en Ciencia Superior (Metafísica, Filosofía Primera o Ciencia Divina), Ciencia Media (Matemática) y Ciencia Ínfima (Física); «De divisiones philosophiae» de Domingo Gundisalvo (s.XII): Ciencia Humana o Filosófica (Elocuencia, Ciencia Media y Ciencia de la Sabiduría) y Ciencia Divina o de la Revelación; «De reductiones artium ad theologiam»{9} del franciscano San Buenaventura (siglo XIII): Luz Superior e Inferior y Luz Exterior e Interior.

De evidente inspiración aristotélica son las siete artes liberales que componían los estudios medievales de teología divididos en el «Trivium», formado por la Gramática, la Dialéctica y la Retórica, y el «Quadrivium»: Aritmética, Geometría, Música y Astronomía (E. Navarro, pág. 52).

Santo Tomás fue quizá el más fiel discípulo e impulsor hasta la Edad Moderna del sistema creado por Aristóteles{10}. Su clasificación fue no sólo seguida por filósoos escolásticos contemporáneos y posteriores, sino también modelo clasificatorio de muchas bibliotecas monásticas. En su magna obra «Summa Theologiae»{11}{12}, divide el saber en especulativo y práctico. Las ciencias especulativas las divide a su vez en tres categorías o grados:

1. Ex parte rerum scitarum (por parte de las ciencias sabidas). Es ciencia especulativa la que no es operable por quien la sabe, como la que tiene el hombre a cerca de las cosas naturales y divinas. Es la ciencia «puramente especulativa» (speculativa tantum).

2. Quantum ad modum sciendi (por el modo de saber). Ciencia especulativa por el modo de saber, como el arquitecto que define y divide la casa según sus predicados universales. Es ciencia especulativa y práctica.

3. Quantum ad finem (saber especulativo por el fin). El intelecto práctico se ordena al fin de la operación. El fin del entendimiento especulativo es la verdad (secundum quid speculativa et secundum quid practica).

El saber práctico es para Santo Tomás ajeno al especulativo. Es ciencia que además de tener objeto operable y modo operativo es ordenada al fin de la operación (simpliciter practica).

La ciencia moral y política no es para Tomás de Aquino ni tan solo especulativa, pues no afecta a cosas inoperables que no dependen del hombre al ser su materia los actos humanos, ni tan solo práctica; es ciencia «compositiva», por lo que no cabe tampoco entre el saber práctico. Sitúa St. Tomás a la ciencia moral y política entre el segundo y tercer grado del saber especulativo

Para el dominico Juan Sánchez Sedeño, la finalidad de las ciencias morales no es la de obrar, sino la de teorizar, como expuso en su «Logica Magna» (1600), por lo que son ciencias teoréticas, especulativas, no operativas. El fin de estas ciencias para Sedeño es el conocimiento puro, al que le sigue una obra virtuosa (Palacios, págs. 384-385).

1.2. Del Renacimiento a la Ilustración

El desmembramiento de los conceptos naturales para su análisis particular e individualizado que comenzó en el Renacimiento y se extendió a lo largo de toda la época moderna, fue la toma de conciencia de los sabios, divididos ya en filósofos –humanistas– y científicos –hombres de ciencia–, para la puesta al día del descubrimiento de las leyes concretas de los diferentes campos del mundo exterior, y también con la finalidad implícita de su aplicación práctica económica y productiva en actividades como la industria, la gricultura, la técnica o la medicina.

La profundización en el desmembramiento de los conceptos y aprehensión de la naturaleza reforzó también entre filósofos y naturalistas la conciencia de que, a la postre, el problema final del descubrimiento y la investigación de la naturaleza era su análisis, es decir, la adopción de un método analítico, para el cual se hacía cada vez más imprescindible esa fragmentación de sus partes constitutivas.

Pero, a su vez, esta toma de conciencia de la necesidad del método supuso su absolutización, su consideración como un fin en sí mismo: la obsesión de los científicos por la observancia de las partes les alejaba de la visión general de conjunto y la observación global de los fenómenos naturales –los árboles no les dejaban ver el bosque–.

Con la fragmentación de los objetos del conocimiento tras el fin de la Baja Edad Media se iniciaba el período metafísico de subjetivismo e idealismo científico acentuado en los siglos XVII y XVIII con Bacon y Locke en Inglaterra, Wolff en Alemania, hasta la cima en el XIX de la filosofía idealista con Hegel. Tal desmembración metafísica no sólo afectaba a los distintos campos de observación de la naturaleza sino al interior de cada uno de ellos, llegando incluso a la segregación artificial de algunos fenómenos respecto de su conexión natural con sus partes.

La tarea de clasificación de las ciencias devino entonces no sólo posible sino necesaria. El material acumulado se podía clasificar sólo de manera formal, basándose en la semejanza y la diferencia puramente externa de los objetos a clasificar. Las ciencias, incluidas en un sistema general, resultaban inconexas, sólo aproximadas en función de una clasificación dada, sin enlace interno entre ellas. A esta incomunicación entre los distintos elementos hay que añadir el subjetivismo del creador, empezando por Bacon, aunque ya esbozado por algunos de sus predecesores, que clasificaban las ciencias según las capacidades de la inteligencia humana, sea alma, memoria, imaginación o razón.

«No hay sabios –señalaba D'Alembert– que gustosamente no colocaran la ciencia de la que se ocupan en el centro de todas las ciencias, casi en la misma forma que los hombres primitivos se colocaban en el centro del mundo, persuadidos de que el universo había sido creado por ellos. Las profesiones de muchos de estos sabios, examinándose filosóficamente, encontrarían, posiblemente, incluso, además del amor propio, causas de peso suficiente para su justificación»{13}.

Así, Bacon, en su obra Instauratio Magna (1620) propuso una clasificación jerárquica basada en el tipo de saber originado por cada una de las facultades humanas: la Memoria da origen a la Historia, dividida ésta en Sagrada, Civil y Natural; la Razón origina, por un lado, las Ciencias de la Naturaleza, divididas en Metafísica y Física, y por otro, las Ciencias del Hombre, formadas por la Lógica, la Ética y la Ciencia de la Sociedad; de la Fantasía o Imaginación surgen las Artes. Bacon sigue de este modo el modelo aristotélico de clasificación pero comienzan ya a perfilarse importantes cambios culminados en el positivismo comtiano, que haría sucumbir definitivamente el modelo clásico.

Durante los siglos XVII y XVIII numerosos filósofos y científicos aportaron nuevos criterios clasificadores en una permanente reflexión sobre los fundamentos del sistema aristotélico que pretendían superar. Thomas Hobbes («Leviatán», 1651), contemporáneo de Bacon, distinguió las Ciencias de los Hechos o Histórico-Empíricas, de las Ciencias de la Razón o Científico-Filosóficas. Otras clasificaciones del 1600 fueron:«La Ciudad del Sol» (1623) de Tommaso de Campanella; «Pansophiae Prodomus» (1639) de Comenius; «Curso de Química» (1675) de Lémery, quien dividiera la naturaleza en los tres reinos vegetal, animal y mineral; «Ensayo sobre el entendimiento humano» (1690) de Locke...

2. Las clasificaciones ilustradas

Impregnado de las luces de la razón pero también de una fuerte corriente de moral, fuera protestante o calvinista, fuera católica, durante el período de la Ilustración se recogen los frutos y experiencias de la tradición clasificatoria desde Aristóteles. Razón y moral insuflaron en esta época el espíritu de la ciencia y, en consecuencia, de sus taxonomías y clasificaciones.

No le era extraña a la actividad clasificatoria el orden de la moral predominante, fuera católica, fuera luterana o calvinista. «Los grandes moralistas, capaces de escrutar a fondo la vida y su anarquía, están acosados por el demonio del orden, de la pasión por catalogar y definir», afirma Claudio Magris{14}. Parafraseando a Durkheim, podríamos colegir que de la misma forma en que los sistemas de clasificación reflejan el orden social, así una clasificación refleja también el orden moral de su época.

Fue el naturalista sueco Linneo uno de los científicos moralistas cuya obra más fielmente refleja el espíritu moral de su tiempo. Autor del más complejo sistema clasificatorio de las ciencias naturales, Systema Naturae (1735), fervoroso creyente, tuvo siempre presente el epígrafe que preside la entrada de un jardín en la ciudad de Hamburgo: «No hagas ningún mal y no serás víctima tú de ninguno, como el eco que te devuelve tu propio grito en el bosque». Denominó Némesis Divina a la ley por la cual la naturaleza interviene para contrarrestar todo exceso y restablecer el equilibrio. Ley físico-natural que, aplicada al ámbito de la moral, produce el efecto de corregir los excesos y debilidades de la conducta humana, «semejante al que hace que la sequedad genere aridez o que beber un veneno traiga aparejada la muerte», como señala Magris (op. cit., p. 131).

El hombre, según Linneo, es libre de cometer cualquier acción, por mala que fuere, en cuyo caso, se verá sometido a los rigores de la Némesis Divina en orden a los principios físico-teológicos de su teología experimental. «Némesis Divina» es también el título de una obra del científico sueco, cuyo único argumento era demostrar a su hijo el teorema según el cual «todo mal cometido contiene indefectiblemente su castigo». Apasionado por los avatares del mundo escandinavo, como tiempo después lo estaría Ingman Bergman, la obra menciona también a personalidades ilustres de la sociedad sueca con sus nombres y apellidos, razón por la cual no pudo ver la luz hasta años posteriores.

Rousseau llegó a afirmar que había sacado más provecho de la Philosophia Botanica de Linneo que de cualquier otra obra moral de su época.

En orden a esa moral, Linneo estableció también una clasificación de cuatro tipos humanos según la cual el Homo Europaeus era el tipo considerado "superior": "blanco, pelo rubio, ingenioso; se rige por leyes", frente a los otros tres, muy inferiores: el Homo Americanus: "rojizo, bilioso, obstinado, alegre, vaga en libertad; se rige por costumbres"; el Homo Asiaticus: "cetrino, melancólico, grave, severo, avaro; se rige por la opinión"; el Homo Afer: "negro, indolente, de costumbres disolutas, nariz simiesca, vagabundo, perezoso, negligente; se rige por lo arbitrario".

Los fundamentos de la razón y de la moral llevaron a elaborar a los franceses Diderot y D'Alambert su Enciclopedia, paradigma de acumulación erudita del conocimiento humano. Su equivalente en Alemania fue sin duda Universal Lexicon, con 64 volúmenes, editada por el editor de Leipzig, Zedler. «Es la enciclopedia, con su riguroso orden alfabético y su catastro, lo que evoca la imagen caótica y proliferante de la realidad»{15}.

Destaca en este período la clasificación propuesta por Kant en su «Crítica de la razón pura». Fundamenta Kant su división de las ciencias teóricas en la dependencia del sujeto cognoscente, condicionadas por él, y no en forma independiente como ciencias en su ser absoluto. Relaciona el objeto de estudio de las ciencias con las facultades del sujeto que las conoce, convirtiendo tales facultades en objeto de ciencia. Establece tres grandes divisiones del conocimiento científico en Matemáticas, Física y Metafísica, a partir de la distinción escolástica entre res u objeto como cosa o realidad absoluta al margen del sujeto cognoscente, y objectum u objeto como objeto o realidad considerada en orden al sujeto cognoscente.

Las Matemáticas tratan del espacio y del tiempo, condición de las figuras y los números. No serían objeto de las ciencias las cosas espaciales y temporales si no estuvieran en relación con la sensibilidad pura del sujeto cognoscente. La Física trata de la materia, la cual cosa es objeto de ciencia gracias a la facultad de entendimiento. La Metafísica cobra objetividad si y sólo si depende de la razón.

Kant emula de este modo al Estagirita, el cual dividió también las ciencias o filosofías teoréticas en Matemáticas, Física y Teología, siendo esta última la disciplina que Andrónico de Rodas bautizara después como Metafísica.

Las clasificaciones bibliográficas no podían sustraerse a la fragmentación del saber: «Bibliotheca classica» (1625) de Draudius , «Systema bibliothecae» (1678) de Garnier para la biblioteca del Colegio de los Jesuítas de París, &c.

3. Ensayos interdisciplinares

La desintegración sufrida por las ciencias desde el siglo XV hasta bien entrado el XIX hizo cada vez más difícil su conexión e interrelación, pero a su vez éstas se tornaban más necesarias. En el último tercio del siglo XVIII pudo apreciarse la necesidad de la imbricación de unas disciplinas en otras, como quisieron demostrar Kant y Laplace con las hipótesis cosmogónicas que irían penetrando en la astronomía.

Más tarde, ya en el XIX, surgen nuevas disciplinas, fruto de esa necesaria yuxtaposición de parcelas científicas, como la teoría del calor, en el límite de la mecánica y la física, que dio lugar a la termodinámica a mediados del XIX y después a la teoría cinética de gases; la teoría de la electricidad, que como consecuencia de la interposición de la física y la química dio origen a la electroquímica; y de la perfecta concatenación y aún impregnación de la termodinámica con la electroquímica nace en el último tercio del XIX la termodinámica química como parte de la química física. A su vez, de la fusión de importantes elementos de la química con otros de la biología surge a fines del XIX la bioquímica, y ya en los albores del XX, la geoquímica, y la biogeoquímica en unos años posteriores. Física nuclear, informática, telecomunicaciones, telemática, ecología, sociolíngüística, epistemología, biotecnología, ingeniería genética, bioética... son disciplinas técnicas y científicas, con mayor o menor autonomía, surgidas a lo largo del siglo XX, fruto tanto de la fragmentación especializada como de la impregnación de unos conocimientos en otros.

Nos encontramos pues con que la clasificación de las ciencias en las etapas de su desarrollo ha estado siempre ligada al conocimiento de la naturaleza: de su contemplación primeramente como un todo indivisible en la Antigüedad, de su desmembración integral posterior, en la Modernidad, para el análisis científico de todas y cada una de sus partes, la vuelta después a su globalidad transformada ya en síntesis teórica objeto de estudio a partir de la Ilustración, hasta nuestro tiempo caracterizado tanto por la fragmentación, de una parte, como por la interdisciplinariedad, de otra.

3.1. Creacionismo y evolucionismo. Las dicotomías

Las épocas posteriores al Dieciocho ilustrado, decididamente impregnadas del paradigma de la racionalidad científica, cuyo máximo esplendor lo representa el positivismo comtiano, centran buena parte de la investigación científica en la elaboración de taxonomías y nomenclaturas. Las ciencias en el siglo XIX, y fundamentalmente las naturales –botánica, zoología, entomología...– eran, sobre todo, clasificación descriptiva. La fiebre creacionista impulsó sin duda esta actividad de recoger y clasificar, de estudiar la morfología de los objetos naturales, para «estar en contacto con el pensamiento del creador»{16}.

«Toda ciencia –sostiene Delgado Ruiz– funciona como un sistema de clasificación, una estrategia que inventa y ordena entidades descriptivas y explicativas presumiblemente segmentables y duraderas, y elabora definiciones coordinativas en base a un principio de división nomotética»{17}.

La tarea clasificatoria de la primera mitad del XIX se desarrolló bajo la dialéctica creacionismo-evolucionismo, signo evidente de la transición de un paradigma a otro según la cual el primero vivía sus últimos estertores mientras el segundo cobraba apogeo a la luz del positivismo racionalista incipiente. La arqueología y la sociología evolutiva, en clara analogía con la biología evolutiva de Darwin, sentaron las bases para la consideración de las culturas humanas en términos secuenciales. La estrecha implicación de las características biológicas y ambientales con la evolución del físico, las facultades e instintos humanos, los orígenes de la vida y el desarrollo del lenguaje y la cultura y organización social, política y económica, procede de este paradigma evolucionista y positivista de la segunda mitad del XIX.

El hecho clasificatorio del 1800 estuvo marcado también por la dicotomía cuyo origen se remonta a la metafísica del idealismo y del subjetivismo, de Bacon a Kant y Hegel, caracterizada, entre otras consideraciones, por el criterio del sujeto creador (Bacon) o cognoscente (Kant), no así del objeto de ciencia, realidad objetiva o ámbito material. Dicotomía que en muchas ocasiones enfrentaba, y aún enfrenta, a las ciencias en bandos irreconciliables al dividirlas de modo irreversible e incompatible en especulativas y descriptivas, puras y empíricas (Schopenhauer), puras y mixtas (Coleridge), abstractas y concretas (Comte y Spencer), formales y empíricas (Pearson), generales y aplicadas (Globot), humanas y experimentales, exactas y aplicadas, humanas y sociales, físicas y sociales, &c.

En las clasificaciones dicotómicas se mantiene la lógica formal de la división según la cual sus miembros se excluyen mutua y recíprocamente porque se niegan todas sus posibles transiciones. «Así, la clasificación resulta formal, artificial, con fronteras rígidas entre las ciencias, [lo cual] refuerza la idea extendida entre naturalistas y positivistas de que toda clasificación es arbitraria» (Kedrov, p. 27)

Ejemplo de clasificación bajo el paradigma evolucionista y dicotómico fue la del propio Comte, así como las taxonomías realizadas en determinados museos de ciencias naturales.

Pitt-Rivers (seudónimo de Augustus Lane-Fox), pionero del evolucionismo en arqueología, fundó la colección etnográfica del Museo de Oxford. Dicha colección estaba organizada en secuencias de desarrollo según su grado de perfeccionamiento y complejidad, y no en función de su procedencia étnica y geográfica. El método de Pitt-Rivers consistía en interponer artefactos modernos para llenar los huecos de las secuencias arqueológicas a fin de proporcionar una «filosofía del progreso: [...] Cada forma ocupa su lugar propio en la secuencia atendiendo a su complejidad relativa o su afinidad con otras formas relacionadas»{18}.

Era la suya, sin duda, una concepción de la ciencia que traspasaba con mucho los límites de su propia especialidad, la arqueología: alcanzaba a la propia organización social, en lo que en seguida pasó a denominarse sociología, si bien Pitt-Rivers incluía aspectos como las creencias sobrenaturales, ritos, mitos, etc, estudiados hoy por la antropología. Este científico abordaba el estudio de la ciencia no bajo una perspectiva morfológica como conjuntos integrados, sino mediante el aislamiento de varias prácticas y creencias y su clasificación con las del mismo tipo, encontradas en otras partes sin ninguna indicación de contacto o transmisión histórica, para constituir una etapa en una hipotética secuencia evolutiva.{19}

3.2. El positivismo comtiano

Comte es el creador del sistema positivista de las ciencias y, en consecuencia, del modelo positivista de clasificación científica.

El positivismo supone una ruptura significativa con el paradigma predominante. Por un lado, la ruptura con el idealismo metafísico anterior, ruptura que se plasma en el materialismo que a partir de mediados del XIX irrumpe con fuerza y del que el positivismo es fiel reflejo. Es Shields uno de los inspiradores de la postergación del idealismo al proclamar que la naturaleza de la ciencia no la componen «las ideas que la envuelven» sino «los hechos que la soportan». Así, un sistema de clasificación de las ciencias reflejaría para Shields «todas las clases hechas que han sido científicamente determinadas», a la vez que mostraría todas las relaciones de los hechos científicos. Con esta premisa ideó Shields una clasificación fundamentada en los objetos de conocimiento y los métodos de investigación científica.

Representa asimismo el positivismo la ruptura definitiva de las ciencias con la filosofía, ruptura que el positivismo llevó al extremo de negar el derecho de la filosofía a existir independientemente de la ciencia y tratar de suprimirla como disciplina científica autónoma. Frente a la pretensión de los filósofos naturalistas de concebir la filosofía como «ciencia de las ciencias», los positivistas elevaron la ciencia a la categoría de filosofía en sí misma, alegando que aquélla podía prescindir de ésta.

Con esta premisa, Comte estableció en la segunda lección de su «Curso de Filosofía positiva»{20} (1830-1842) el sistema de las ciencias basado en una generalidad o extensión decreciente y en una complejidad creciente. Según el grado de positividad, estableció una jerarquía con una prelación lógica, conforme a la cual los objetos de conocimiento de cada disciplina dependen de los objetos de la disciplina precedente para elaborar los suyos propios, pero no dependen de los objetos de conocimiento de la disciplina subsiguiente.

Comte fundamenta el sistema histórico-cognoscitivo de su clasificación en la Ley de los tres Estados, por la cual el conocimiento humano pasa por tres fases de desarrollo donde transcurren todas las ramas del saber. Cuanto más general sea una rama del conocimiento tanto más tempranamente pasa a las dos fases siguientes del desarrollo hasta alcanzar la fase superior o positiva. La más inferior es la fase teológica, donde comienza el desarrollo del saber; le sigue la fase metafísica y, tras ella, la propiamente científica que es el estado positivo superior bajo predominio de la verdad científica.

A partir de este tercer estado, Comte desarrolla una taxonomía dicotómica dividida en dos grandes categorías: las Ciencias Abstractas o Generales y las Ciencias Concretas o Particulares. Las primeras investigan las leyes generales del cosmos y de la vida, teniendo por objeto «el descubrimiento de las leyes que rigen las clases de fenómenos». Las segundas son ciencias descriptivas, «indagan los seres animados e inanimados en los que se aplican y verifican las leyes físicas del cosmos».

Las disciplinas que comprenden ambas categorías dicotómicas son, por consiguiente, consecuencia de la evolución al tercer estado positivo de la ciencia. Figura, en primer lugar, las Matemáticas, caracterizadas por ser su objeto de conocimiento puro y libre de cualquier experimentación; le siguen las ciencias propias del estudio de la naturaleza que, a diferencia de las Matemáticas, necesitan de la experimentación y su conocimiento es fruto de una lenta observación del mundo empírico: son la Física, la Química –que estudia los seres inanimados y «considera todas las combinaciones posibles de moléculas», en palabras de Comte–, junto con la Mineralogía como subdisciplina –que trata de las «combinaciones halladas en la constitución del globo terrestre»–, y la Biología –estudia «el mundo animado, las leyes generales de la vida»– con la Zoología y la Botánica como subdisciplinas de la Biología –«describen la historia y existencia de cada cuerpo vivo, animado»–, para terminar en la Física social o Sociología, que Comte clasifica dentro de la llamada Física orgánica, y la Fisiología individual. La Sociología, conceptualizada por Comte como «reina de las ciencias», o «síntesis subjetiva» del conocimiento positivo, es la única disciplina, para el filósofo, capaz de vislumbrar y dirigir el desarrollo de la sociedad, de organizar la realidad humana. Es «disciplina teorética, filosofía del hombre social, filosofía del nosotros» (Bonald){21}.

3.3. Discípulos de Comte

Herbert Spencer continuó la tradición positivista comtiana, aunque rebatiría muchos de sus postulados, dividiendo las ciencias en Abstractas o Ciencias de las Formas de los Fenómenos (Lógica y Matemática) y Ciencias de los Fenómenos propiamente dichos (Ciencias Abstracto-Concretas: Mecánica, Física, Astronomía y Química, y Ciencias Concretas: Biología, Geología, Psicología y Sociología). Aunque ya podía percibirse una cierta dependencia, como en Comte, de unas ciencias respecto de otras, su sistema carecía sin embargo de una explicación epistémica sobre el modo de producirse tal relación, una vez deducida ésta del propio modelo spenceriano.

Seguidores de Spencer trataron de resolver esta laguna epistémica a partir de la acción que en cada ciencia ejercen las diferentes categorías o recursos del intelecto. Así, el premio Nobel de Química (1909), Ostwald, superpuso las Ciencias Biológicas (Fisiología, Psicología, Culturología y Geniología o Sociología) a las Energéticas (Mecánica, Física y Química) y a las Ciencias del Orden (Lógica, Matemáticas, Geometría, Foronomía y Cinemática). A estas ciencias del orden asociaría los conceptos de espacio, energía, movimiento, cantidad, multiplicidad o vida. Conceptos que en Whewell -teórico del «crecimiento orgánico» de la razón-, quien equiparó el progreso de la razón humana con el de la razón científica, eran los de signo, límite, número, fuerza, movimiento o espacio.

Los conceptos de Ostwald serían los antecedentes del sistema bibliotecario de Ranganathan: tiempo, espacio, energía, materia y personalidad (Esteban Navarro, pág. 55).

Charles S. Peirce, inspirador del pragmatismo, elevó la teoría de la clasificación de las ciencias a categoría científica al incluirla entre las disciplinas que conforman las llamadas Ciencias de Revisión, opuestas a las de Descubrimiento en el ámbito de las Ciencias Prácticas. Ciencias de Descubrimiento son, para Peirce, las Matemáticas, la Filosofía y la Idioscopia (Ciencias Físicas y Psíquicas).

La pérdida del protagonismo de las ciencias físicas y de la naturaleza como objetos de conocimiento en la segunda mitad del XIX tuvo, paradójicamente, uno de sus principales protagonistas en el fundador de la electrodinámica, André Ampére, quien estableció una taxonomía dicotómica en dos grandes categorías que constituyen las llamadas Ciencias Cosmológicas y Ciencias Noológicas o del Pensamiento. Las primeras se dividen en estrictamente Cosmológicas (Matemáticas y Física) y Fisiológicas (Ciencia Natural y Medicina); las segundas en Noológicas (a su vez, Filosóficas: Psicología, Ontología y Ética, y Nootécnicas: Artes y Literatura) y Sociales (por un lado, Etnológicas: Etnología, Arqueología e Historia, y por otro, Políticas). Cada una de estas ciencias posee múltiples subdivisiones hasta repartir el conocimiento en ciento veintiocho disciplinas. Esta taxonomía corresponde a un sistema de las ciencias mucho más complejo, fundamentado en un análisis psicológico donde se dan diversos modos de conocimiento sin separación radical entre conocimiento sensible y racional, ya que, lo contrario sería, para Ampère, volver al dominio de la ciencia natural defendido por el positivismo.

Pero sería Wilhelm Dilthey quien reivindicara con fuerza para las Ciencias Humanas o Normativas, frente a las Físicas o Naturales, el predominio en el escalafón científico que el positivismo les negara en su día, centrando en este aspecto su oposición al positivismo. Dilthey distinguió, en orden a su contenido, las Ciencias de la Naturaleza de las del Espíritu, correspondiendo a las primeras la percepción externa de la realidad, y a las segundas, la introspección del hombre y del espíritu. Cada ciencia tiene su propio método, de suerte que las Naturales deben explicarse y las del Espíritu comprenderse mediante la profunda penetración en el espíritu humano para descubrir sus valores, cuya realización sería obra de la hermenéutica. Sitúa Dilthey las Ciencias del Espíritu en un estado gnoseológico superior a las Naturales, supeditando éstas a aquéllas por cuanto los hechos espirituales no nos son dados, como los naturales, por medio de un andamiaje conceptual, sino de un modo real, inmediato y completo, es decir, son aprehendidos íntegramente, aprehensión que Dilthey denomina «autognosis» o «conocimiento de las condiciones de la conciencia en las cuales se efectúa la elevación del espíritu a su autonomía mediante determinaciones de validez universal».

3.4. Consolidación de la interdisciplinariedad: del idealismo posthegeliano al materialismo científico

El lento proceso de traspasar los criterios idealistas de la ciencia y de sus sistemas de clasificación a las concepciones materialistas durante el último cuarto del XIX, proceso que aún pervive en nuestro cambio de siglo, «tiene que ver con la comprensión de la esencia del conocimiento científico mismo, de su objeto y método, de sus fuentes, fuerzas motrices y objetivos finales en la aplicación de resultados» (Kedrov, p. 26).

El paso del idealismo al materialismo científico vino dado por la sustitución de los rasgos subjetivos –idealistas– del yo creador por los hechos objetivos del mundo empírico, según el principio de la objetividad por el cual las ciencias deben disponerse en una sucesión lógica y enlazarse entre sí en un proceso dialéctico, de suerte que su sucesión general refleje todas las formas de movimiento en su intercomunicación; sucesión lógica en la que surgen y se desarrollan objetiva e históricamente una de otra: la superior de la inferior, la compleja de la simple, la general de la particular.

Émile Durkheim, que en cierto modo recogió las simientes del postidealismo antimetafísico, sentó las bases de una teoría cognitiva y de una semiología en tanto que «mecanismos del razonar que trascienden la actividad mental de los individuos y pueden universalizarse mediante reglas lógicas», y señalaba que el ser humano sólo es capaz de comprender únicamente si lo es también de pensar mediante categorías puestas de manifiesto por medio de la actividad conceptualizadora de la inteligencia colectiva, categorías cuya génesis y organización se imponen a priori a su experiencia individual. «Pensar por conceptos –sostiene Durkheim– no es tan sólo ver la realidad por el lado más general, es proyectar sobre la sensación una luz que la convierte en clara, la penetra y transforma. Concebir una cosa es al mismo tiempo que aprehender sus elementos esenciales, situarla en su conjunto». Durkheim trata de explicar no tanto las clasificaciones como la necesidad de clasificar.

El principio de subordinación se opone en el materialismo al de coordinación. Por el proceso de subordinación, lo simple, que es lo inicial en el desarrollo, es su grado más inferior, mientras que lo complejo es lo final, el grado superior de desarrollo. Pero, a diferencia del tercer estado positivo en Comte, el principio de subordinación del materialismo científico excluye toda ruptura entre disciplinas y subespecialidades.

El desarrollo implica transición, y la ciencia tiene que descubrirla y estudiarla, lo que hacia 1870 apenas se conocía: «eran manchas blancas en el mapa del conocimiento científico» (Kedrov, p.29).

Es precisamente en estas «manchas blancas» entre las especialidades donde luego se ubicarían las ciencias interdisciplinares de las que antes hablábamos. No hay ya lugar para la exclusión de ninguna disciplina ni para su aislamiento. «El orden –sostiene Foucault– es a la vez lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran unas a otras, y lo que no existe a través de la reja de una mirada, de un lenguaje, sólo en las casillas blancas de ese tablero se manifiesta en profundidad como ya estando ahí, como esperando en silencio el momento de ser enunciado»{22}.

En la segunda mitad del XIX comenzaron a abordarse las primeras clasificaciones conforme a la lógica dialéctica bajo el principio de subordinación. Serían las clasificaciones de los seres vivos inspiradas en las teorías evolucionistas de Darwin, a las que luego seguirían las de los elementos químicos según la tabla periódica de Mendeléiev (1869-71), que más tarde daría lugar al estudio de la naturaleza inorgánica.

Con el principio de subordinación del materialismo científico bajo la lógica dialéctica se suceden las clasificaciones químicas, biológicas, físicas, que expresan las relaciones esenciales entre los objetos de conocimiento disciplinar y su desarrollo lógico de lo simple a lo complejo, de lo general a lo particular, de lo inferior a lo superior.

«La filosofía contemporánea nos advirte de la incerteza de las tramas conceptuales que nos permiten hacer del universo un juego de ensamblajes, aislamientos, relaciones, análisis, empalmes y desempalmes que afectan a los contenidos concretos» (Delgado Ruiz)

4. De las clasificaciones enciclopédicas a los lenguajes documentales asociativos

El positivismo científico desarrollado por Auguste Comte a mediados del XIX establece una división de la ciencia moderna en múltiples e inconexas especialidades que los centros bibliográficos y bibliotecarios estructuran en lenguajes enciclopédicos de clasificación decimal para el tratamiento de la información científica y su conservación. Lenguajes fuertemente inspirados en el positivismo comtiano.

Por ser enciclopédicos, los lenguajes decimales de clasificación bibliográfica –fundamentalmente, el sistema de Melvil Dewey y su desarrollo posterior en la CDU– pretenden agrupar el universo del conocimiento científico compartimentándolo una taxonomía jerárquica. Como consecuencia de su propia estructura, estos lenguajes, lejos de integrar las diferentes disciplinas, las mantienen distanciadas y separadas en clases y categorías, contradiciendo así la propia etimología del término enciclopedia: agkuklios paideia, que infiere circularidad del conocimiento e interacción de unos saberes con otros{23}. Este modelo de ordenación jerárquica, que es, por definición, de estructura coordinada, obedece a criterios arbitrarios forzados por la fragmentación de las ciencias en la Modernidad y, en consecuencia, por la propia necesidad de clasificar, de poner puertas al campo científico. Sin embargo, ha contribuido a una cierta relación de unas disciplinas con otras, facilitando la sistematización bibliográfica y la ordenación de libros y otros documentos en los depósitos bibliotecarios. Y ha supuesto, sin duda, un cambio cualitativo sustancial respecto de las viejas ordenaciones de las bibliotecas del Medievo y de la Edad Moderna, conforme a los criterios subjetivos de la escolástica, la moral y la razón ilustradas, o el idealismo metafísico.

Por otra parte, la propia organización del sistema bibliotecario universitario que divide su fondo bibliográfico y documental entre bibliotecas departamentales, de un lado, y depósitos centrales, de otro, incide en el modelo racionalista al uso: por lo general, la documentación habida en departamentos, de acceso restringido a sus docentes e investigadores, suele corresponder a la información científica más actual y vigente según la metodología y paradigma epistemológico de cada disciplina; la existente en los depósitos centrales, gestionada por la biblioteca universitaria y, por consiguiente, de acceso más público que los fondos departamentales, es, por lo común, una documentación vieja y obsoleta, ediciones y números atrasados de libros y revistas y, en general, con información no actualizada.

A partir del desarrollo del modelo de Universidad humboldtiana –en Europa y, fundamentalmente, en Alemania–, modelo inspirado en el racionalismo ilustrado, en el apogeo de la sociedad burguesa/industrial y en la subsiguiente extensión de la enseñanza superior entre la nueva clase, las bibliotecas universitarias representan el paradigma positivista en su función de acumular la información producida por los modelos científicos al uso y de fragmentarla en múltiples especialidades, aun a pesar de los profundos cambios mencionados. Prueba de lo primero es su principal condición de almacenaje en tanto que depósito de libros y revistas, trasunto de la acumulación de conocimiento definido y cuestionado por Kuhn; depósitos cerrados en sótanos inaccesibles, no por casualidad lóbregos y polvorientos, donde el saber se amontona inerte, ajeno al paso del tiempo, oculto, ejerciendo su función decimonónica de «conservación». Prueba de lo segundo es, por un lado, la muy extendida fragmentación de las grandes bibliotecas universitarias en múltiples y diminutas bibliotecas de cátedra, seminario o departamento, según cada especialidad, subespecialidad, &c., cuando no de la arbitrariedad, relación de fuerzas, o conflictos interdepartamentales, fruto de lo cual se crean nuevas y artificiales cátedras, departamentos, &c.; por otro lado, buena prueba de esa fragmentación disciplinaria son los sistemas de clasificación bibliográfica utilizados hasta hoy día, sistemas enciclopédicos de orden jerárquico nacidos al calor del enciclopedismo ilustrado de Diderot y D'Alambert, fundamentados en la jerarquización de la ciencia, inspirados, a su vez, en las clasificaciones científicas anteriormente descritas: Bacon, Hume, Locke, fundamentalmente Comte, &c.: el sistema de clasificación decimal (Decimal Classification) del norteamericano Melvil Dewey, aplicado a los trabajos bibliográficos de los belgas Paul Otlet y Henri La Fontaine para el Instituto Internacional de Bibliografía de Bruselas (1893), utilizado en bibliotecas estadounidenses (Library of Congress, entre otras) y latinoamericanas, que a su vez dio lugar a la Clasificación Decimal Universal, muy extendido en Europa.

Las clasificaciones bibliográficas primero, los lenguajes asociativos después –facetas, tesauros–, anteceden a la interdisciplinariedad que las nuevas tecnologías permiten hoy día por mor de herramientas como el hipertexto, los soportes digitales interactivos, Internet, &c., que facilitan con mucho la reciprocidad y la circularidad. Herramientas, lenguajes, que abren puertas a un camino expedito para nuevos paradigmas de transdisciplinariedad del conocimiento, donde las ciencias humanas y sociales se imbrican necesariamente en las físicas y naturales en una cosmovisión antropo-físico-biológica ineludible{24}.

Los centros documentales y sus profesionales, junto con investigadores y docentes, tienen ante sí el reto de lograr en los próximos tiempos esa transdisciplinariedad, donde predominen los criterios de verdad científica en la búsqueda de la eticidad y dignidad humana, bajo un nuevo paradigma fundamentado en el humanismo científico (Faustino Cordón; José Antonio Marina y otros)

5. El paradigma de la transdisciplinariedad a través de los nuevos sistemas de clasificación

Los nuevos sistemas de clasificación representados en los lenguajes documentales no jerárquicos de estructura asociativa reflejan mejor que las tradicionales clasificaciones enciclopédicas y jerárquica la transdisciplinariedad del conocimiento científico. Reflejan asimismo la interdisciplinariedad que las nuevas tecnologías de la información y de las comunicaciones facilitan en la nueva estructura informacional de la ciencia, aún a pesar de la fuerte especialización que se experimenta en los centros educativos y de investigación.

Los nuevos lenguajes de clasificación documental construidos sobre el concepto de categoría como principio de representación y organización del conocimiento, basados en la asociación de ideas y de relación conceptual, alejados de la jerarquización y de la fragmentación, permiten una estructuración multidimensional y transdisciplinar del conocimiento. Sistemas soportados en redes neuronales (Neurolsoc), algoritmos genéticos (CGO o COBLI), modelos conceptuales de recuperación de objetos multimedia, aplicaciones de lógica terminológica de búsqued documental (Web/TwebS), junto con nuevas disciplinas técnico-científicas encaminadas a la introspección de las regiones internas de cada disciplina –«intrageografía» (Esteban Navarro)–, o al estudio de las fronteras entre las ciencias –«kinegeografía» (ibidem)–, &c., constituyen un nuevo paradigma epistemológico de transdisciplinariedad superador de la fractura y fragmentación del conocimiento, en la búsqueda de la integración de las ciencias físico-naturales y antropo-sociales, en una cosmovisión bio-physis-anthropos-social (Edgar Morin).

Hempel se refería en 1966 al concepto multidimensional de la ciencia: «la sistematización científica requiere el establecimiento de diversas conexiones, mediante leyes o principios teóricos, entre diferentes aspectos del mundo empírico, que se caracterizan mediante conceptos científicos. Así, los conceptos de la ciencia son nudos en una red de interrelaciones sistemáticas en la que las leyes y los principios teoréticos constituyen los hilos. [...] Cuantos más hilos converjan o partan de un nudo conceptual, tanto más importante será su papel sistematizador o su alcance sistemático»{25}.

Relevantes fenómenos como el hipertexto, los hiperdocumentos, los documentos electrónicos, interactivos en soporte digital y en red, la biblioteca virtual, &c., productos todos ellos de las NTIC, rompen la concepción espacial de los tradicionales soportes para adentrarse en la temporalidad y espacialidad de los soportes nuevos. Las NTIC han permitido la liberación de toda la potencia y capacidad del hipertexto y todos los demás soportes electrónicos de información.

La pantalla de ordenador por la que visualizamos un documento tiene una doble dimensión: espacial, por la que se sucede la información, y temporal, referida a la información que puede verse en un momento determinado. La pantalla es, simultáneamente, continente y contenido, significante y significado, forma y sustancia.

McLuhan ya advirtió en los años 50 que «los mass media son extensiones de los mecanismos de la percepción humana, imitaciones de los modos de aprehensión y razonamiento humanos».

Si mediante el lenguaje escrito el hombre consiguió distribuir linealmente la información en una sola dimensión, la complejidad estructural de la escritura que supone la construcción del texto eleva la organización de la información a una doble dimensión tempo-espacial. Con el hipertexto, la organización de la información alcanza un nivel tridimensional{26}.

El hipertexto rompe la linealidad del lenguaje (Jakobson) y lo convierte en no secuencial en virtud de lo que T.H. Nelson denomina almacenamiento xanalógico,{27} definido como la interrelación de partes de documentos primarios para constituir nuevos documentos, permitiendo que «las distintas unidades se construyan a partir de partes procedentes de otras unidades y se puedan enlazar en múltiples direcciones» (Izquierdo Arroyo, pág. 347).

La estructura hipertextual es equivalente a la estructura de la memoria humana, pues ambas no son lineales como el lenguaje hablado o escrito, sino multidireccionales. Tanto las ideas y los conocimientos como los elementos del hipertexto son relacionales, unos conducen a otros; nuestra mente, al igual que los enlaces hipertextuales, establecen múltiples direcciones hasta el infinto.

Los lenguajes documentales asociativos y no jerárquicos favorecen esta estructura multidimensional y multidireccional de nuestra memoria al ofrecer una estructura polijerárquica y facetada de los conceptos. Esta concepción multijerárquica, asociativa y facetada de los lenguajes documentales está presente también en el hipertexto, que permite enlazar términos, conceptos, ideas entre sí, rompiendo la unidireccionalidad lineal clásica de la estructura informativa y favoreciendo la estructura multidimensional en red .

El hipertexto trasciende el texto unitario y lo interconecta con otros textos que a su vez se interconectan con muchos otros hasta formar una gran red textual que trasciende con mucho los límites de un trabajo científico o de cualquier otro documento. A su vez, las redes textuales trascienden a la propia red para imbricarse en otras redes, en la red de redes.

«[...] los márgenes de un libro no están jamás neta ni rigurosamente cortados; más allá del título, las primeras líneas y el punto final, más allá de su configuración interna y la forma que lo autonomiza, está envuelto en un sistema de citas de otros libros, de otros textos, de otras frases, como un nudo en una red.»{28}

La noción de hipertexto es una noción literaria: Rayuela (Cortázar); El jardín de los senderos que se bifurcan, El Aleph (Borges), Ulysses (Joyce), «son distintas muestras de un mismo esfuerzo por escapar a la linealidad del texto tradicional»{29}. Derrida, Barthes o Foucault encontraron en el hipertexto el punto de inflexión donde reformular la relación autor-lector.

Referencias bibliográficas

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Notas

{1} M. A. Esteban Navarro, «Los lenguajes documentales ante el paso de la organización de la realidad y el saber a la organización del conocimiento», Scire 1:2 (jul-dic. 1995), págs. 43-71.

{2} B. M. Kedrov, Clasificación de las ciencias, Progreso, Moscú 1976, 2 v.

{3} E. Durkheim, Mauss, Clasificaciones primitivas (y otros ensayos de antropología positiva), Edición de Manuel Delgado Ruiz y Alberto López Bargados, Ariel (Antropología), Barcelona 1996.

{4} R. Needham, Right & left: essays on dual symbolic classification / Edited and with an introd. by Rodney, University of Chicago Press, Chicago [1973].

{5} Delgado Ruiz, «Introducción» a Durkheim, Mauss, op.cit.

{6} C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, Fondo de Cultura Económica, México & Madrid 1984.

{7} F. Engels, Dialéctica de la naturaleza, Crítica (Obras de Marx y Engels, 36), Barcelona 1979.

{8} No obstante, al emplear Aristóteles los términos «episteme» y «philosophia» indistintamente, no es incorrecto hablar de clasificación de las ciencias en Aristóteles, si bien con un significado diferente al de «ciencia» en la Modernidad.

{9} Principio aristotélico de reducción del conocimiento a un saber único y universal.

{10} L.E. Palacios, Filosofía del saber, Gredos, Madrid 1962.

{11} Tomás de Aquino, Summa Theologiae, La Editorial Católica (Biblioteca de Autores Cristianos, 77), Madrid 1978 (4ª ed.).

{12} Tomás de Aquino, Comentario a la Etica a Nicómaco de Aristóteles, Trad. Ana Mallea; estudio preliminar y notas Celina A. Lértora Mendoza, EUNSA, Pamplona 2000.

{13} Discours préliminaire de l'Encyclopedie, París 1929, pág. 61.

{14} Claudio Magris, «Linneo y la divina Nemesis», en: Utopía y desencanto: Historias, esperazas e ilusiones de la Modernidad, Anagrama (Col. Agumentos, 257), Barcelona 2001, pág. 130.

{15} C. Magris, op. cit., pág. 130

{16} John W. Burrow, La crisis de la razón: el pensamiento europeo 1848-1914, Crítica (Col. Letras de humanidad), Barcelona 2001, pág. 103

{17} Delgado Ruiz, op. cit.

{18} Citado por Burrow, op. cit., pág. 107.

{19} Ib., pág. 107.

{20} A. Comte, Curso de filosofia positiva (lecciones 1 y 2); Discurso sobre el espíritu positivo [traducción, prólogo y notas de José Manuel Revuelta], Orbis (Historia del pensamiento, 21), Barcelona 1985 (D.L.).

{21} L.A. Bonald, Oeuvres complètes. XII-XIII: Démonstration philosophique du principe constitutif de la société. Théorie du pouvoir politique et religieux, Slatkine, Genève & Paris 1982.

{22} M. Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI (Teoría), México 1990.

{23} E. Morin, El Método, Cátedra (Teorema Mayor), Madrid 1993.

{24} Morin, op.cit.

{25} C.G. Hempel, Philosophy of natural science, Prentice-Hall, 1966. Cit. por Izquierdo Arroyo, op.cit., pág. 350.

{26} Rodríguez de las Heras, Navegar por la información, Fundesco, Madrid 1991.

{27} T.H. Nelson, «Interactive systems and the design of virtuality», Creative computer, v. 6, nº 11, nov. 1980.

{28} M. Foucault, La arqueología del saber, Siglo XXI, México 1990, pág. 37.

{29} V. F. Herrero Solana, Hiperdocumentos referenciales, Nuevo Parhadigma, Buenos Aires 1998, pág. 38.

 

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