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El Catoblepas, número 14, abril 2003
  El Catoblepasnúmero 14 • abril 2003 • página 13
Artículos

El principio de Támiras
(naturaleza, realidad, fascismo, silencio y locura)

José Sánchez Tortosa

Toda realidad es o tiende a la barbarie, a la muerte, al fascismo... y no es posible más revolución que la del instante que abre una grieta en la realidad

El conocimiento mata el obrar
Friedrich Nietzsche

Só tens de certo o nada do presente
Fernando Pessoa

El anónimo pasajero del tiempo y de la historia se detiene un instante y mira a su alrededor. Mudo, como el poeta tracio Támiras, que perdió por mano de las musas voz y memoria, combate el horror y el tedio que se acumula ante su vista, antes de que le sea también arrebatada, con toda la potencia del silencio, ésa que no tiene efecto sobre lo real, ésa que consiste en el resquebrajamiento (teórico, estético, irreal) de la realidad. La historia de la humanidad –justamente eludida por Kubrick en la más brutal elipsis del cine (2001, Una odisea en el espacio)– le ofrece los frutos de la confabulación entre realidad, naturaleza y hombre.

Transitado el arbitrario filo del siglo XX, ejemplarmente descrito por el tango (Cambalache),{1} el pasajero anónimo ve en el silencio la raíz del mundo, la base ontológico-constitutiva de lo real, aquello que subyace en cada cosa, ser o suceso.{2}

La diferencia entre el Dios tradicional y el silencio es que si es el silencio el fundamento del mundo, éste carece de sentido, mientras que la función de Dios es, justamente, proporcionárselo. El silencio es precisamente una cierta nada, un vacío que genera o soporta realidad. Llamamos escritura al intento desesperado de remontar esa realidad (que no es más que degradación de la nada) en dirección a la pureza absoluta e inalcanzable del silencio.

Visto así, toda realidad es o tiende a la barbarie, a la muerte, al fascismo, en sentido amplio, y no es posible más revolución que la del instante que abre una grieta en la realidad.

Sucede lo mismo con la experiencia artística: para ser comunicada precisa entrar a su manera en la realidad (en la acción, en el tiempo). La imagen poética acaba por perder su pureza al pasar al papel. Así, tanto más poética (tanto más verdad) será cuanto menos pureza estética pierda en su contacto con la realidad. Por eso, la música es la más irreal de las artes,{3} por ser la menos contaminada por la realidad, la más pura (en el sentido de lograr de manera más perfecta la fusión entre forma y contenido{4}), la más ajena al tiempo (precisamente, por saber utilizarlo para la creación de un espacio atemporal), la más próxima al silencio, a lo indecible, que es justamente lo que hay que decir. La obra de arte es sólo eco del silencio.

Más allá de ese fulgor instantáneo que es la experiencia revolucionaria (o el poema o el lienzo o la composición musical o...), ésta acaba por convertirse en real{5} y, por tanto, como hemos presenciado siempre a lo largo de la historia, deja de ser revolución para pasar a ser barbarie, es decir, realidad llevada a su extremo, a su perversión. No puede haber, en tal sentido, más revolución que la teórica, que la de la teoría (si seguimos manejando la clásica distinción entre teoría y praxis). Una revolución que, paradójicamente, consiste en evitar toda acción, deslegitimar todo acto, desenmascarar la podredumbre de lo hecho, de lo que ha tenido lugar, revelar lo reaccionario e ilusorio del actuar mismo.

No es posible, por tanto, el acto revolucionario, ya que lo revolucionario es propiamente lo que está fuera del acto (fuera del tiempo), la potencia estética que abole la realidad, desenmascarando su carácter miserable y absurdo. Escribir (como pensar, componer, pintar, follar...) es no hacer nada; estos verbos no aluden a actos, aluden a diferentes formas de rebeldía contra la realidad, contra lo consagrado por el tiempo (que lo consagrado date de muchos siglos o sólo de unos cuantos segundos no varía nada su condición).

No es casual que los fenómenos más reaccionarios y de barbarie más depurada de nuestra historia hayan nacido de propuestas explícitamente revolucionarias.{6} Como nos advierte Conrad,{7} la frontera entre revolución y fascismo es tan tenue que transitarla es casi un impulso natural. Porque, en efecto, la naturaleza (como la realidad) es fuente de caos y barbarie, de tedio y muerte y el esfuerzo humano de la civilización consiste en distanciarse de ella e introducir unos determinados artificios (leyes racionales humanas) allí donde no las hay, unos mecanismos ajenos en su universalidad al tiempo, unos mecanismos irreales y, a su manera, mentirosos.

Las fuentes del fascismo son la naturaleza, la realidad y lo humano (como sugiere Freud en Más allá del principio del placer). Una de las claves teóricas de esa tríada de la sospecha compuesta por Marx, Nietzsche y Freud (en la expresión de Foucault) es hacer ver que lo humano es un estadio demasiado apegado a la barbarie de la naturaleza (y de la realidad) por lo que conviene superar los atavismos inherentes a su condición (empresa propia de lo que se conoció como Ilustración) por medio de una serie de ficciones que abran vida y libertad donde dominan muerte y esclavitud.

No hay revolución más pura, más precisa, más exacta que la del silencio, que implica una cierta locura, dado que no es –ni puede ser– real. Se podría hablar de dos tipos de locura extrema: la que se fundamenta en una identidad inquebrantable, de la que sólo son capaces Dios y las cosas, realidades sin fisuras, realidades absolutas por carecer de límites y diferencias o por desconocerlos:

«Vos sois el que verdaderamente existe y tiene un ser verdadero, porque siempre sois el mismo, sin que por parte ni afección tengáis variedad, alteración o mudanza: y que todas las demás cosas han dimanado y procedido de Vos constando esto ciertísimamente por sólo el documento irrefragable firmísimo de que tienen ser.»{8}

«Vos, considerando solamente en Vos, siempre sois el mismo sin mudanza ni variedad alguna, que siempre y de un mismo modo conocéis todas las cosas, aunque ellas no sean siempre, ni de un mismo modo existan.»{9}

Y la locura contraria, aquella que abole toda identidad, la que es fruto del acto de pensar, es decir, fruto de destruir lo que de cosa (incluso, lo que de humano) hay en nosotros.

La relación entre realidad y la locura identitaria tiene, en primer lugar, una procedencia etimológica, ya que realidad viene del término latino res, cuyo significado es cosa. En la realidad, en la cosa, en la identidad, no hay distancia con el ser propio. Esa distancia la introduce el pensamiento (en todas sus formas, en todas sus locuras: filosófica, estética, científica..., siempre irónica{10}) que llevado a su extremo desemboca en la locura inversa: la de no ser nada. En un mundo de cosas, lo que el Acontecimiento griego introdujo fue, precisamente, un algo que no es cosa, que es lo contrario de la cosa, algo con la que tomarse las cosas con humor,{11} algo con lo que no ser cosa, con lo que no ser, algo contra natura, de tal modo que produjo el fascinante milagro del pensamiento, milagro desdeñado, ignorado o abandonado históricamente por la especie humana, obediente inercial de su condición de cosa traicionada por la consciencia difusa de su carácter limitado y efímero. Como diría Spinoza, el ser humano es una cosa más entre las cosas, sólo que trágicamente dotado de una finitud consciente. No se sostiene argumento alguno a favor de la identidad que no sea el de que carecer en absoluto de ella es inhumano. Ese no ser nada, ese vacío que está al fondo de toda realidad no es posible expresarlo, no es posible comunicarlo más que a través del silencio (que no comunica nada) o –en forma precaria– a través de la metáfora (en sentido genérico) que trata de contener en su seno el silencio quebrándolo, traicionándolo.

«Todos los seres han salido del Ser;
el ser ha salido del No-Ser.»{12}

«La gran música no tiene sonidos.
La gran imagen no tiene forma.
El Tao escondido no tiene nombre.»{13}

«Cuanto más se habla de él, menos se le comprende,
más vale insertarse en él.»{14}

Aquí se propone la ausencia de fundamento de la realidad, o bien, que su fundamento sea la nada. Ese vacío es el que la palabra poética o filosófica (o el acto revolucionario o sexual, ambos como abolición del tiempo, de la realidad, de la identidad...) pretendería alcanzar, trágico destino del condenado a diferentes grados del mismo fracaso. Por eso, en último término, el humor entendido como desafío a las reglas de lo real y como episodio que desvela el vacío de las cosas (las opiniones, los gestos, las palabras...) da vida, con su potencial de verdad, a lo estético. La expresión artística dotada de humor está a un solo paso de su culminación como tal, a un solo paso del silencio (que es donde debe estar).

Platón (y algo más adelante, cómo no, Borges) ya supo que el lenguaje no puede estar hecho más que de metáforas, que el discurso filosófico o literario sólo puede apuntar pero no expresar directa y absolutamente el contenido de la verdad (que acaso sea la ausencia de todo contenido), ya supo que pensar, que escribir es estar siempre en camino, siempre en tránsito, que no es posible instalarse en la eternidad, en la libertad, en la vida, en la verdad, sino sólo encaminarse hacia ellas y, acaso, rozarlas (o dejarse rozar por ellas) de cuando en cuando.

«Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencionar o aludir pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo. Esta iluminación alcanzó Marino en la víspera de su muerte, y Homero y Dante acaso la alcanzaron también.»{15}

Las musas creyeron castigar a su envidiado Támiras, sin saber que, condenándolo de golpe al silencio y la desmemoria absoluta, lo llevaban ahí donde el poeta se había estado empeñando en llegar con su arte, entorpecido hasta entonces por los escollos de la realidad y el tiempo.

El pasajero anónimo, degustando el instante de Támiras, se muerde los labios para eludir la palabra (y su mentira) y, mientras sonríe de medio lado, suprema ironía del condenado a muerte ya sin miedo ni esperanza, trata de ahuyentar de sus ropas los últimos vestigios de esa pesada carga que aún lo hace humano.

Madrid, 2 de febrero-8 de marzo de 2003

Notas

{1} «Pero que el siglo XX es un despliegue de maldad, insolente, ya no hay quien lo niegue. Vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos. Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor. (...) Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón... Siglo XX, cambalache, problemático y febril. (...) Siéntate a un lao que a nadie importa si naciste honrao.»

{2} Mientras que para Agustín de Hipona es el Bien y para los místicos alemanes o Sade es el Mal.

{3} Como en el aria de La Reina de la Noche, donde Mozart pone en la voz de la soprano una nota tan alta que suena artificial, irreal, inhumana (o, más bien, sobrehumana), de tan pura, de tan plena, de tan absoluta.

{4} «Se es artista cuando se siente aquello que los no artistas consideran la forma como contenido.» (F. Nietzsche)

{5} Fernando Pessoa: «Fazendo, nada é verdade.» («Al hacer, nada es verdad.»)

{6} «Las utopías literarias pueden ser bellas y progresistas. Las utopías políticas, por ser irrealizables, refuerzan el orden injusto que denuncian.» (Antonio García Trevijano, Arte revolucionario, diario La Razón, 24 de febrero de 2003)

{7} «La vida civilizada es un peligroso paseo sobre una fina capa de lava apenas enfriada que en cualquier momento puede romperse y hundir al imprudente en sus espantosas profundidades.» (El corazón en las tinieblas)

{8} Agustín de Hipona, Confesiones, VVII, XX

{9} Ibídem, VVII, XX

{10} Entiendo por ironía el esfuerzo socrático por escapar del yo para hacer posible el pensamiento, tomar distancia con el ser propio, único método para que se pueda dar el análisis y la crítica (nunca puede haber, en rigor, autocrítica, pues desde el yo tal empeño es imposible al no abrirse la distancia irónica, que lo hace viable).

{11} Cada vez que un destello de ingenio deviene chiste inteligente (preciso) y despierta en el que piensa la sonrisa irónica se produce el milagro de una breve eternidad fulgurante que se empieza a apagar con el tiempo...

{12} Lao-Tsé, Tao-Tê-King, XL

{13} Ibídem, XLI

{14} Ibídem, V

{15} Jorge Luis Borges, El hacedor, Una rosa amarilla, en Obras completas, Círculo de lectores, 1992, tomo II (1941-1960), pág. 389.

 

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