Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 17, julio 2003
  El Catoblepasnúmero 17 • julio 2003 • página 10
polémica

El cerrojo ideológico de Moradiellos indice de la polémica

Antonio Sánchez Martínez

Lo más característico de la nematología (centrada en la historia de la guerra civil) de Moradiellos es su «cerrazón». Una vez que se ha identificado con lo que llama «reformismo» (Negrín y Azaña) mantendrá su enfoque teórico pase lo que pase. Los rasgos que mejor definen dicha nematología son su Idealismo ontológico, su sobrehistoricismo respecto al presente y su teoreticismo gnoseológico

«Nuestra lección es, por consiguiente, muy sencilla, clara y concluyente: ¡Alerta los pueblos! Para no caer en las nuevas formas de esclavitud es preciso que de las doctrinas democráticas, humanistas liberales, progresistas, nazcan nuevos sistemas y procedimientos de acción y de dirección, si los hombres de buena voluntad y amantes de sus derechos, tan cruentamente conquistados en una lucha de siglos, aspiran a que el mundo no dé un salto atrás en el camino de su progreso.» (General Vicente Rojo, ¡Alerta los pueblos!..., Ed. Ariel, Barcelona, publicado sin censura en 1974, pág. 194).

«Y así llegamos a la tercera lección: que (si) se persiste en el error por cobardía y se olvida el noble ejemplo, lo cual nos llevará de la mano naturalmente a una nueva derrota, que ya no será la derrota de los "rojos" o los "azules", de las izquierdas o las derechas, pero que podrá ser la derrota definitiva de España. (...) Algo más es necesario añadir antes de terminar este libro. Decíamos antes que las soluciones justas del drama de España debían ser nacionales e internacionales. En este segundo aspecto es obligado pensar que se habrá de llegar por algún camino, que no vamos a tener la ingenuidad de apuntar nosotros, a una España encuadrada en el concierto mundial, como país libre y dueño de sus destinos, nunca como una provincia de imperios viejos o nuevos, a cuya situación podían condenarla las soluciones de esta guerra.» (Vicente Rojo, España heroica, Ariel, tercera edición de abril de 1975, pág. 185. Las cursivas son mías)

Así concluye el general Rojo dos de sus obras, y así empezamos nosotros nuestro artículo, porque sus palabras expresan gran parte de lo que queremos decir. Su ánimo rectificador está presente en ambos textos, tanto en el plano de la «dialéctica de clases» como en el de la «dialéctica de estados».

1. Introducción con «ejercicio» y «representación»

En el presente artículo trataremos de responder al escrito de don Enrique Moradiellos «Visiones de la guerra civil española: acotaciones sobre una polémica a tres bandas», aparecido en El Catoblepas, nº 16, dentro de la polémica sobre la obra de Pío Moa y la reciente historia de España (tan reciente, que forma parte del «presente»). Además, rectificaremos un error cometido al citar un texto del Sr. Moradiellos que, como cualquiera puede comprobar atendiendo al contexto teórico del mismo, no es intencionado.

Desde nuestra perspectiva (etic) creemos que don Enrique no se representa, con claridad y distinción, que la polémica que mantenemos no se desenvuelve, tanto en el ámbito de la heurística (en el de los «datos», que además concibe de un modo «descripcionista», como luego veremos), como, principalmente, en el de la hermenéutica. Es decir (aunque tampoco se lo representa así Moradiellos), el debate se está desenvolviendo en el plano de las divergencias ideológicas, en el terreno de la filosofía de la historia (ontología) y de la filosofía de la Historia (gnoseología).

La discusión sobre las distintas formas de clasificar las corrientes políticas (la cuestión de las «tres erres», cuyo análisis sugerimos en el anterior artículo) es plenamente ideológica, aunque a don Enrique le pueda parecer un simple asunto de «especialista» historiográfico (incluso «heurístico», investigador). No creemos que El mito de la Izquierda lo considere nuestro polemista como un simple tratado de politología o historiografía. El número de ideas (muchas de ellas con aspectos míticos) que atraviesan los campos categoriales de la política y la historia es interminable (España, Nación, Estado, Pueblo, Humanidad, Democracia, Estado de Derecho, Justicia, Izquierda, Derecha, Partido Político, Sociedad Política, Presente, Ortograma, Falsa conciencia, Cerrojo Ideológico, Representación, Ejercicio, Emic, Etic, Verdad, Apariencia, Conocimiento, Fenómeno, Esencia, Norma, Ciencia, Tecnología, Metodología, &c., &c.). Pero nuestro historiador, extremeño de adopción, llama a esto «presentismo», confundiendo y «mezclando las churras con las merinas».

Para explicar estos asuntos a fondo necesitaríamos reexponer, desde nuestras graves limitaciones, la obra entera de don Gustavo Bueno, pero nos contentaremos con desarrollar algo más lo ya dicho, confiando en que don Enrique, gran admirador de don Gustavo, supla con su lucidez lo que nosotros no alcancemos a distinguir y aclarar.

En nuestro anterior artículo básicamente pretendíamos encuadrar su posición ideológica (en el ejercicio, más allá de lo que don Enrique diga). Por eso decíamos que nuestro historiador se diferenciaba de don Pío Moa sobre todo en este terreno, no tanto en los aspectos «heurísticos» (aportación de datos) o en «interpretaciones» de aspectos parciales. Las divergencias se manifestaban, sobre todo, en los enfoques globales, en la «canalización» de dichos datos a través de un constructo (ideológico, ortogramas) globalizador (y aunque D. Enrique se «represente» que los «hechos» están separados del «enfoque»).

Pero ya en este asunto vemos cómo D. Enrique argumenta e interpreta de una manera muy peculiar, porque ve «contradicciones» donde no las hay. Dice que nos contradecimos al pedirle que se moje más (en el plano de la representación) respecto a la manifestación de su ideología política cuando está claro que «en el ejercicio» el texto está «penetrado» de tales presupuestos. Pero eso es justamente lo que yo digo. Y por lo tanto, lo que le pido es que muestre con más claridad (en la representación) lo que los demás (intérpretes) tenemos que ir entresacando del fondo de sus textos. Ahora bien, otra cuestión es que lo que D. Enrique se «autorrepresente» coincida con lo que «ejercita», aspecto que no parece tener en cuenta nuestro autor, y que es fundamental en la labor hermenéutica de cualquier ámbito. Además de por razones políticas, justamente para evitar grandes malentendidos (en la dialéctica emic/etic) pedíamos a D. Enrique que se «definiera» (más). Pero ya vemos que nuestro historiador no ha entendido la mayoría de los aspectos de nuestra crítica, como deducimos de sus «interpretaciones».

Es evidente que en su obra, como acabamos de decir, se transluce (en ejercicio) su ideología (ahora daremos un botón de muestra), pero justamente de lo que nos quejábamos es de que no fuera más explícito en el plano de las «representaciones». Por eso le agradecemos que, al menos, nos declare (y aclare) su mayor identificación con uno de los protagonistas de entonces (el Dr. Negrín), pero creemos que, como veremos también, la década de los 30 no es «pasado» en sentido estricto, y es transcendental para nuestro presente, por lo que, sobre todo, echamos de menos que se «implante políticamente», que se defina mejor (como sugiere Largo Caballero que es preciso en toda «polémica», también en las «dialogadas»).

Hay un aspecto fundamental de la Ideología de D. Enrique (que marca toda su labor «historiográfica», tanto en el plano ontológico como en el gnoseológico) que debemos volver a destacar. Se trata de su concepción de la Base y la Superestructura, que entiende al modo marxista y que, aunque parezca materialista (en el plano de la representación) está plagado de idealismo y de mentalismo (le volvemos a recomendar que relea tales conceptos en el Diccionario de Pelayo García Sierra). Dicha concepción marca no sólo su ontología (su economicismo, su predeterminismo materialista vulgar), sino también su gnoseología, que se manifiesta como «descripcionismo» (en el plano de la representación), como veremos en el apartado dedicado a su Gnoseología. Mucho nos tememos que D. Enrique entiende (sin representárselo claramente) los conceptos de «ejercicio» y «representación» desde su concepción de la Bases y la Superestructura. Es decir, concibe al ejercicio y la representación como homogéneos, y atribuyendo al ejercicio el papel de los «cimientos básicos» sobre los que se mantiene la representación. Pero resulta que la representación no tiene por qué expresar lo que se ejercita (ni es un mero «epifenómeno» del ejercicio), precisamente porque lo representado puede ser muy oscuro y confuso, incluso utópico. Quien pretende construir efectivamente una teoría perfecta (por ejemplo acerca de la guerra civil), una sociedad perfecta, o un motor perpetuo hará algo muy distinto a lo que se representa. Ambos conceptos están estrechamente ligados a los de «falsa conciencia» / «sana conciencia», y a los de «apariencia» / «verdad».

El «botón de muestra» que mencionamos está en su libro Francisco Franco. Crónica de un caudillo casi olvidado (Colección «Perfiles del Poder», dirigida por Juan Pablo Fusi y Javier Tusell, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid 2002, págs. 50 y 51). El subtítulo y los coleccionistas ya indican mucho sobre el asunto. Viendo, por ejemplo, las últimas manifestaciones contra el PP (Prestige y guerra de Irak) no creemos que D. Enrique nos niegue que la generación del «innombrable» aún está «presente», como se comprueba en los proyectos de recuperación de la «memoria histórica común», la reivindicación de la bandera tricolor o la insistencia de los grupos de izquierdas para que el PP condene el levantamiento del 36 «contra la democracia española».

En las páginas mencionadas (que se repiten de manera casi idéntica en La perfidia de Albión, págs. 27 y ss.), y en muchas otras, se manifiesta claramente el enfoque global de D. Enrique. Los datos «heurísticos» son más o menos conocidos por todos los historiadores, pero es la «canalización» de los mismos la que nos manifiesta su ideología (no explicitada suficientemente, desde nuestro punto de vista).

Intentaremos que no se nos escape ningún gazapo (aunque sirva para profundizar en el debate). De todos modos, tenemos la suerte de expresarnos en El Catoblepas, donde la censura (ideológica) brilla por su ausencia, por lo que no debe preocuparse nuestro historiador, que rectificaré lo que considere de justicia. El texto, cuyo período enfoca Moa, por ejemplo, de una manera muy distinta, dice (pero sobre todo «no dice») así:

«Desde principios de 1933, el notorio agravamiento de la crisis económica (con su implícito coste social: el número de obreros parados alcanzó los 619.000, de los cuales el 60 por 100 eran míseros jornaleros del sur [¿comparados con quiénes?]) y la consecuente pérdida de apoyo social [¿Acaso sólo debido a esos "factores"?] e iniciativa política [¿por qué? ¿No había claras divergencias objetivas y subjetivas en las izquierdas gobernantes?] agotaron la capacidad de gobierno de Azaña para proseguir su ambicioso programa reformista [¿respecto a qué? ¿era meramente reformista respecto a la religión y la enseñanza católica, por ejemplo, o respecto a la propiedad agraria?]. Como resultado, en las elecciones generales celebradas en noviembre de 1933, el Partido Republicano Radical, de tendencia conservadora [¿era reaccionario como los carlistas o los alfonsinos? ¿No se parece más a los "reformistas" socialdemócratas, en terminología del propio D. Enrique? ¿Cómo se interpreta "radical"?] y liderado por Alejandro Lerroux, y la CEDA triunfaron ampliamente gracias al abstencionismo anarquista [¿sólo por eso? ¿Por qué no explica a qué se debió dicho abstencionismo? ¿Le parece insignificante Casas Viejas, por ejemplo?], al nuevo voto femenino [¿Se le olvida decir que fueron las izquierdas, supuestamente feministas, las que más se opusieron a que votaran las mujeres? ¿Cómo interpreta dicho suceso desde su teoría de la democracia y los derechos humanos, que tanto parecían defender los que se llamarían "frente-populistas"?] y a que los republicanos de izquierda y el PSOE acudieron separados a las urnas [¿por qué? ¿o se trata de una "dato neutro" sin multitud de posibilidades interpretativas?] (en un sistema electoral que primaba a las listas mayoritarias y favorecía así las coaliciones) [es una pena que a D. Enrique se le olvide mencionar quién creó dicha ley electoral, como hoy hacen muchos progres cuando se quejan del aumento de la delincuencia o de la permisividad con los delincuentes, especialmente los menores]. El nuevo gobierno radical, presidido por Lerroux y apoyado en las Cortes por la CEDA, anuló o paralizó las reformas progresistas [¿respecto a qué y quién? ¿quemar iglesias y centros de enseñanza es "progresista"? ¿es una manera "reformista" de actuar? No digamos nada de la manera de actuar que irá tomando dicho "reformismo"] en medio de un creciente paro obrero, especialmente agrario, que generaban los mayores conflictos sociales [¿Por qué no sucedió lo mismo en otros países con cifras similares o peores?]. En octubre de 1934, ante el anuncio de la entrada de ministros de la CEDA en el gabinete, los socialistas convocaron una huelga general de protesta [¿Se trató de una simple "huelga general de protesta", o de una "huelga general revolucionaria" que prepararon concienzudamente varios grupos, como ha estudiado Pío Moa, y que supuso un auténtico "desencadenante" de la guerra civil? Recuerde al respecto, además, la interpretación de don Gustavo Bueno sobre el asunto] temiendo la imposición legal de un régimen autoritario como había sucedido el pasado mes de marzo en Austria con el canciller Dollfuss [No entendemos cómo D. Enrique, tan amante de la "legalidad" se queja de dichos cambios. Pero, además, se sabe que los protagonistas no temían que tal gobierno fuera autoritario, como ha demostrado Pío Moa: entre otras cosas prepararon la estrategia si eran detenidos, cosa que no se haría frente a Stalin, por ejemplo]. El movimiento huelguístico, secundado por las autoridades autonómicas catalanas [¿simplemente "secundado", y aunque así fuera, no les haría igualmente co-responsables?] y con caracteres revolucionarios en Asturias [¿Acaso es así lo que sucedió "neutralmente"? ¿No será que en Asturias es donde más resistieron los "sublevados" de una guerra civil "no declarada abiertamente", con la intención de aprovechar el factor sorpresa, como suele ser en estos casos?] fue aplastado [¿Qué quería D. Enrique, que les regalasen flores? ¿Acaso fue tan cruel la represión posterior como propagó posteriormente, y de manera premeditada, con claras intenciones el bando frente populista?] por la enérgica actuación del Ejército [español, debería haber dicho aquí] y de las fuerzas del orden público (Guardia de Asalto en las ciudades y Guardia Civil en el campo) [No olvidemos quién creó la Guardia de Asalto]. A la derrota de la izquierda obrera y catalanista [¿Acaso no había "burgueses", clase media, en dichas izquierdas? ¿Qué profesiones y extracto social tenían la mayoría de los dirigentes políticos insurrectos de la izquierda?] le siguió una intensificación de la política de contrarreformas [¿No intenta conectar con la Leyenda Negra? ¿Acaso toda contrarreforma es distáxica?] del nuevo gobierno radical-cedista, en el que José María Gil Robles habría de ocuparse de la crucial cartera de Guerra [En el texto de La perfidia... no se utiliza tal concepto ¿Acaso no se pretende dar a entender que ya tenía en mente conchavarse con los militares para llevar a cabo la futura rebelión? ¿No tenía derecho Gil Robles a ser ministro de lo que considerase oportuno y pudiera ejercer con eficacia, como él mismo relata en sus memorias? ¿Acaso Azaña no desempeñó también dicho cargo?, &c.].» (Enrique Moradiellos, Francisco Franco, págs. 51 y 52, las cursivas y corchetes son míos)

Nos hemos permitido intercalar preguntas «inquisitoriales» por no alargarnos mucho con el texto y porque no mantenemos la versión de la Leyenda Negra sobre la Inquisición. Añadamos que los «datos» y «detalles» no son nada por sí mismos (y mucho menos neutros, aunque se diga «potencialmente neutros» –«una base material firme y potencialmente "neutra"»–, como pretende D. Enrique en su «representación» de la gnoseología de la Historia (cuestión distinta a la de la metodología heurística historiográfica, aunque inseparable y canalizada por la anterior). Su concepción de la Base, respecto de la Superestructura, dice mucho de su peculiar «materialismo» (con claros supuestos mentalistas).

A pesar de que don Enrique dice admirar a don Gustavo Bueno, es en el terreno de las Ideas (que cruzan las distintas categorías políticas, históricas, antropológicas, &c.), donde sus presupuestos ideológicos traicionan su presunto materialismo y su «dialéctica», tanto en el plano ontológico (filosofía de la historia: Ideas de Presente, Pasado, Futuro, Democracia, República, Estado, Nación, Izquierdas y Derecha, Humanidad, &c.) como en el plano gnoseológico (filosofía de la Historia: sobre todo en su concepción neutralista de los «hechos»), de tal manera que, respecto al presente, no podemos decir que su filosofía (representada desde el «reformismo») busque una implantación política, aunque en el ejercicio creemos que contribuye al desarrollo de una política que no parece centrada en España, ni que mire por su eutaxia.

A continuación trataremos de desentrañar aspectos significativos (más ejercitados que representados) de su filosofía de la historia (Ontología), de su Nematología respecto a la idea de Presente (que influirá tanto en el plano ontológico como en el gnoseológico) y de su filosofía de la Historia (Gnoseología). Aunque ambas perspectivas (ontológica y gnoseológica) también están entrecruzadas, cabe disociarlas.

2. El problema de Negrín o el problema de España

Desde nuestra perspectiva, en contra de lo que parece pensar don Enrique Moradiellos, ya en la misma Introducción de la obra de Ronald Radosh y colaboradores (España Traicionada, Ed. Planeta 2002), hay «datos» y «detalles» suficientes como para pensar que la interpretación «progresista» de la reciente historia de España no sólo es ideológica (lo que es inevitable), sino también, rebuscada y artificiosa (incoherente en múltiples ocasiones) por la «cerrazón» de su nematología.

Como también dice Moa, los testimonios de los mismos protagonistas populistas parecen confirmar, en general, el enfoque de Bolloten frente a Preston (Moradiellos), y respecto al papel de Negrín, nos resulta evidente que fue un «socialista» sui generis, al que se enfrentaron finalmente sus mismos compañeros de partido (caballeristas y prietistas) y hasta algunos comunistas que no veían bien (aunque no se lo representaran con claridad) que para llevar adelante la «lucha de clases» (dialéctica de clases) fuera necesario someterse a la URSS (dialéctica de estados). Los ejemplos son tan abundantes que da pudor mencionarlos, aunque expondremos botones de muestra.

También nos parece increíble que don Enrique pueda dudar de las intenciones (finis operantis) de don Juan Negrín. No entendemos, desde su terminología, cómo puede clasificarlo como el «reformista» que se resistió a los proyectos (contra) revolucionarios (imperialistas) de Stalin (que, Moradiellos, frente a los anarquistas, clasificará como «contrarrevolucionarios»). Y es que don Enrique no distingue, dentro del plano emic de los protagonistas, las verdaderas intenciones de la propaganda.

A la URSS le interesaba (como a los «negrinistas») que las «democracias occidentales» creyeran que su lucha era para «independizar» a España del fascismo, para que no apoyasen al bando franquista. Pero dichas democracias (como ha estudiado Moradiellos) no se tragaron el anzuelo. ¿Cómo suponer que Negrín (y hasta Azaña, al menos en «ejercicio», desde representaciones confusas) no colaboraron con Stalin? Si así sucedió, habría que concluir que fue un imprudente y un bobo iluso por dejarse manipular, a pesar de las supuestas buenas intenciones «democráticas». Si no fue así, y tuvo conciencia de lo que hacía, habría que concluir que, también en la representación, fue un político que contribuyó a la dependencia de España de la URRS, a su distaxia como sociedad política. ¿Con cual de los dos prefiere identificarse el Sr. Moradiellos? ¿Con el bobalicón o con el traidor? Pero, como D. Enrique se mueve en la línea del formalismo «predeterminista» (de la Base, de los Hechos que obedecen a un «plan oculto», &c.) no parece que la Prudencia política, ni la responsabilidad, juegue ningún papel en su enfoque (sobre todo tratándose de amigos). Diríamos que rechaza el papel de España como parte formal (responsable y directiva) en la historia Universal. Es decir, reniega de la idea de España (al menos en el ejercicio).

La «guerra civil» en el bando populista, en mayo del 37, se debió fundamentalmente, según nuestro criterio, a que los comunistas vieron, frente a anarquistas y trotskistas, que sólo era posible la revolución (bolchevique) si se ganaba antes la guerra. Sin embargo la segunda guerra civil dentro de dicho bando (marzo del 39) tuvo motivos distintos (aunque inseparables, y tampoco se los representasen con claridad muchos de sus contendientes). Se trataba de saber qué especificación «estatal» tendría la revolución, es decir, «desde qué plataforma política» se iba a dirigir (como comentamos en nuestro anterior artículo al hablar de la obra Imperio de Kamen). Y por lo tanto, se trataba de saber si la «revolución» (anarquista, trotskista o bolchevique) iba a ser «humana», «española» o «soviética» (según el ortograma bolchevique, de la «revolución de un solo país», que estaba desengañada del «internacionalismo proletario» como plataforma efectiva). Y aquí es donde el Dr. Negrín tuvo un papel estelar. Esta distinción nos permite explicar (frente a lo que pretende D. Enrique) por qué cambiaron los contendientes, por qué, en la segunda guerra interna, muchos mandos republicanos, incluso comunistas, se opusieron a los «negrinistas», y se unieron (rindieron) al bando de Franco.

Como dice Radosh (respecto a mayo del 37): «la brutalidad mostrada por los cuadros del PCE en la "campaña para liquidar al POUM" se debía más a sentimientos autóctonos que al dictado de Moscú» (pág. 16). Es decir, en la primera «guerra civil» interna fueron los mismos comunistas españoles (junto a las corrientes probolcheviques del PSOE) las que «dirigieron» tal aniquilación, convencidos de su necesidad para ganar la guerra ante Franco (ante lo que propagaban como «fascismo», con sinceridad o aviesamente), y sin que la mayoría del bando populista se percatase todavía (aunque confusamente) de lo que les esperaba con Stalin. Pero en la segunda contienda sólo los «negrinistas» preferían seguir ligados a un proyecto sovietizante y «resistir» ante Franco (en la práctica huir de España, como amargamente descubrió Rojo desde Francia, pág. 168 de ¡Alerta...). En este cambio de postura fue importante, también, el cambio de estrategia de Stalin, que desengañó a muchos de los verdaderos propósitos de los soviéticos.

A pesar de que don Enrique interpreta, parcialmente, muchos acontecimientos del mismo modo que Moa (como ya sugerimos en el anterior artículo), por ejemplo respecto a la importante influencia de la URSS sobre España en multitud de órdenes, sin embargo negará que España corriera peligro de sovietizarse (y que Negrín tuviera conciencia o alguna responsabilidad al respecto). Pero, como nos cuenta Radosh «El historiador británico E. H. Carr, cuyas simpatías estuvieron siempre de parte de la Unión Soviética, escribió en su último libro, publicado póstumamente, que la República española se había convertido en "lo que sus enemigos afirmaban de ella, la marioneta de Moscú"» (pág. 14).

El mismo Preston respalda el consenso histórico de que «Stalin ayudó a la República española, no para acelerar su victoria, sino más bien para prolongar su existencia lo suficiente como para mantener a Hitler ocupado en una costosa aventura» (pág. 17). Pero, como reconoce Radosh, parece que Preston no quiere, tampoco, rectificar su enfoque global. Así nos dice:

«Cuando Preston se vuelca sobre la política interna de la República, sin embargo, su inclinación a favor de los moderados del Frente Popular le lleva a calumniar a gente que avala una interpretación diferente. Una de las cuestiones centrales que dividían a la República y a los oponentes a Franco era si había que hacer la guerra para preservar una república de clase media o para desencadenar una revolución social; de ahí se derivó la tensa pugna entre los comunistas y los socialistas moderados, por un lado, y los anarquistas y los revolucionarios del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), por otro. Preston, sin embargo, escribe que ese debate fue propiciado durante la guerra fría con el fin de "difundir la idea de que fue la asfixia estalinista de la revolución lo que llevó a la victoria de Franco", y denuncia además, sin pruebas, que las obras que defienden ese punto de vista "fueron patrocinadas por el Congreso por la Libertad de la Cultura, financiado por la CIA para propagar esa idea", de lo que se derivó "una alianza poco santa entre anarquistas, trotskistas e impulsores de la guerra fría". La retórica en la que se embarca este historiador muestra un notable parecido con las insidias y ataques lanzados por la Unión Soviética y el PCE contra sus enemigos ideológicos en lo más crudo de la guerra civil. Cuando menos, esa acusación tiende a suspender los análisis y el debate, desacreditando las interpretaciones contrarias como armas de la guerra fría, y elude la cuestión de si responden o no a la verdad.» (España traicionada, pág. 17. Las cursivas son mías, ¿No les suena esta música?)

Pero sobre el modo de «interpretar» los hechos (que incluyan proyectos con resultados previstos o no), frente al enemigo político, nos dice también Radosh:

«La explicación que da Preston de las diferencias entre el planteamiento que hacían de la guerra los comunistas españoles y el que hacían los revolucionarios está escrita de tal modo que el lector solamente puede llegar a una conclusión: que la única posición sensata era la adoptada por Moscú y el Partido Comunista de España.» (Op. cit., pág. 19.)

¿No recuerda esto, por ejemplo, a la descripción de Moradiellos que reproducimos en la Introducción? Apenas varía nuestro historiador el enfoque del británico. Su identificación con Negrín es tan grande que sostiene su misma «estrategia» propagandística e ideológica. Y continúa hablando Radosh de la importancia que (desde su perspectiva «democrático-estadounidense») tienen los documentos descubiertos:

«El aspecto más importante de estas pruebas documentales no es tanto el de las revelaciones, sino más bien la comprensión más completa de la participación soviética y de la Comintern en la guerra y la política de la República española que proporcionan esos documentos. Como algunos historiadores sospechaban desde hacía tiempo, queda demostrado que los consejeros de Moscú intentaban de hecho sovietizar España y convertirla en lo que habría sido una de las primeras democracias populares, con una economía, ejército y estructura de tipo estalinista. Pero también una incompetencia hasta ahora desconocida por parte de muchos consejeros soviéticos, cuando trataban de influir y, en definitiva, controlar el gobierno republicano. Del mismo modo, los discursos e informes de los funcionarios de la Comintern, aunque demuestran su deseo de establecer un control total sobre el Partido Comunista de España, también revelan los problemas que se encontraron. A fin de cuentas, los documentos sugieren que los soviéticos consiguieron tanto en España, no gracias a una abrumadora eficiencia, sino más bien porque eran más competentes y estaban más unidos que sus desdichados oponentes.» (págs. 20 y 21.)

¿Por qué desprecia D. Enrique, que tanto apela a esta obra, la opinión de un intérprete «extranjero» (supuestamente más «neutral»)? Nosotros creemos que, como sugiere Moa, la ineficacia de los soviéticos se debe también (¿cómo separarlo?) a las fuertes divergencias dentro del bloque populista, en especial respecto a las dos cuestiones que hemos mencionado. Además el mismo «finis operantis» de Stalin varió al final de la guerra, aspecto que no tiene en cuenta aquí Radosh y sus colegas. F. Furet parece ver más claramente los propósitos de Stalin:

«Furet ofrece una sobria evaluación del propósito de Stalin, que era, según escribe, "poner a la España republicana bajo la égida soviética y convertirla en un "amigo de la URSS", expresión que implicaba dejar en su lugar a la burguesía mientras fuera pro soviética"» (pág. 21.)

Es decir, Stalin era un imperialista al que no le preocupaba, sólo, la «revolución social» internacionalista, ni, mucho menos, la «autodeterminación democrática de los pueblos» («Hace ya años, uno de los primeros desertores soviético de la NKVD, Walter Krivitsky, aseguraba que "parecía que la Unión Soviética tenía cogida a la España leal por el gaznate, como si ya fuera un dominio soviético"», pág. 14). Así se entienden mucho mejor, como también sugiere Moa, los pactos de Stalin con Hitler:

«Como explica Furet, ese objetivo era tanto defensivo como ofensivo, y podía servir "bien como base para negociaciones en caso de un retroceso, o como una oportunidad para llevar adelante una revolución al estilo soviético del tipo de las que tuvieron lugar en Europa central y oriental después de la segunda guerra mundial". Furet observa que aunque la presión ejercida por los comunistas pudo unificar la organización militar, también destruyó los fundamentos del auténtico antifascismo español. Con el aplastamiento de la revolución popular, la destrucción del POUM, el enfrentamiento con las alas prietista y caballerista del partido socialista, "la llama de la República española se había extinguido". Furet insiste en que el pacto de no-intervención era una farsa; para él, la política occidental permitió a los soviéticos chantajear con mayor facilidad a los republicanos. Pero la lógica antifascista en Moscú era falsa; su versión del antifascismo "llegaba hasta matar la energía republicana con el pretexto de organizarla, del mismo modo que comprometía la causa republicana pretendiendo defenderla". Las concepciones soviéticas de la solidaridad y el antifascismo "ocultaban siempre la aspiración al poder y la confiscación de la libertad".» (pág. 22, las cursivas son mías.)

Dicho a nuestro modo: la lógica antifascista (pero, sobre todo imperialista) de Moscú fue ineficaz (falsa conciencia, representaciones oscuras) por no comprender que muchos «antifascistas españoles» (no sólo «republicanos») eran «españoles» (y aún se sentían tales) y que, a pesar de su propia confusión ideológica, terminaron temiendo más perder su independencia frente a Stalin (o Negrín) que frente a Franco. El mismo coronel K. Sverchevsky demuestra que en la URSS muchos veían (con más o menos oscuridad) está dialéctica entre clases cruzada con la de estados:

«Pero la historia de la lucha de clases, los ejemplos del pasado (los soldados de la línea del Frente Rojo de Alemania y del Schutzbund austríaco) y especialmente la experiencia de nuestros días nos enseñan que la menor relajación en la vigilancia política, en cualquier sector del trabajo, refuerza de manera inevitable al enemigo. Esa verdad es indudablemente correcta. Si los antiguos voluntarios internacionales quedan abandonados sin el necesario cuidado político y apoyo material, muchos soldados que lucharon por la revolución ayer pueden encontrarse en las próximas batallas de clases del otro lado de la barricada, o ser reclutados para el sucio trabajo de espionaje-sabotaje contra la URSS. Eso no debe permitirse. Coronel K. Sverchevsky. 20 de noviembre de 1938.» (pág. 555.)

Y, apuntando algo más de la penúltima cita, ¿acaso el chantajeado, el que se deja quitar su libertad, no tiene ninguna culpa, como parecen querer dar a entender, también en estos días de junio, los líderes socialistas respecto a las divergencias surgidas en la Comunidad de Madrid, sean «subjetivas» (corrupción) o/y «objetivas» (como ocurre con los problemas de aplicación del «Pacto por la libertad» con el PP en Navarra y el País Vasco)? ¿No debe el chantajeado, al menos, reconocer también su culpa y rectificar, en vez de echarle toda la culpa a los demás (como el niño malcriado o el «eterno adolescente»)?

Negrín fue de los pocos dirigentes españoles que se mantuvo en sus trece hasta el final. Sus intenciones, en este aspecto, son secundarias (un «detalle») frente al dictamen de los «resultados». Pero parece que, además, era plenamente consciente de lo que hacía. Hay quien no rectifica por muy equivocadas que sean sus previsiones y enfoques. Pero es posible que «vayan a por lana y salgan trasquilados». ¿Por qué no tiene en cuenta nuestro historiador estos aspectos, y se fía tanto de las «palabras» de Negrín?

Algo similar a lo apuntado más arriba dicen los editores al comentar el libro de Courtois y Panne (El libro negro del comunismo):

«El objetivo de los comunistas, según escriben, "consistía en ocupar más y más puestos en el gobierno republicano para dirigir su política de acuerdo con los intereses de la Unión Soviética". Su ensayo, no obstante, se concentra deliberadamente en los feos detalles de la brutalidad de la NKVD en España, durante su prolongado esfuerzo por aniquilar a todos los elementos designados como "contrarrevolucionarios", especialmente a los anarquistas y a la dirección del POUM (...) El verdadero objetivo de Stalin "era tomar el control sobre el destino de la República". A ese fin, la liquidación de la oposición de izquierda a los comunistas –socialistas, anarcosindicalistas, POUMistas y trotskistas– no era menos importante que la derrota militar de Franco.» (pág. 22, las cursivas son mías.)

Vemos cómo los autores, en esta ocasión, hablan de los contrarios al proyecto bolchevique como «contrarrevolucionarios», invirtiendo la utilización que hace, en el mismo contexto, Moradiellos. ¿Qué operatividad tienen las «tres erres»? Algo parecido es lo que quisimos destacar en el Epílogo de nuestro anterior artículo, pero D. Enrique desvió la atención, indignadísimo, hacia otro terreno. Aún estamos esperando que nos demuestre que «todo el resto de la argumentación cae por su propio peso».

Y acaban nuestros editores:

«Reconforta comprobar que se va haciendo realidad la esperanza de Paul Johnson de que las mentiras y la ofuscación que rodean la historia de la guerra civil española salgan, por fin, a la luz del día.» (pág. 22.)

Pero el enfoque de Radosh también tiene lagunas. Ven la contienda española como el primer ensayo en que se enfrentaría «democracia», «fascismo» y «comunismo» (otra trilogía genérica como la de Moradiellos). Otra vez nos topamos con una clasificación que confunde planos y desarrollada con conceptos oscuros. (La próxima obra de Bueno sobre la democracia seguramente nos abra aún más los ojos.) Han caído multitud de mitos oscurantistas y confusionarios sobre la guerra civil, pero Moradiellos se empeña en salvar al iluso o traidor de Negrín. Por cierto, los editores (en la traducción) llaman a Stalin «trapacero», como don Enrique me lo llama a mí. ¿No será un problema de «proyección»?

Los hechos, canalizados siempre desde una teoría (que vuelve a los mismos, como «justificación» de dichos «descubrimientos», en «circularidad dialéctica»), son tan abrumadoramente inculpatorios hacia Negrín, que sólo por «cerrazón ideológica» cabe suponer que Negrín no se sometió a la URSS y su «revolución imperialista». Si los «hechos» son proyectos, o parte de los proyectos de los protagonistas, hay que atender a sus «resultados» para enjuiciar el «finis operis», no sólo el «finis operantis», que puede ser muy distinto. Además hay que distinguir entre lo dicho y lo hecho, entre las palabras y las propaganda («se coge antes a un mentiroso que a un cojo»). Aquí va un botón de muestra. Dicen los editores «extranjeros» (no nosotros) partiendo de documentos «secretos»:

«El gobierno Negrín actuó rápidamente para satisfacer a Moscú. En su primer día en funciones se dio la orden de cerrar el periódico del POUM. Cuando el propio partido fue declarado ilegal, los comunistas se apoderaron de sus sedes en Barcelona y las transformaron en prisión para quienes llamaban trotskistas. Los dirigentes del POUM, incluido su dinámico jefe Andreu Nin, fueron detenidos. El propio Nin fue asesinado por orden directa de Orlov, el hombre de la NKVD en España. El gobierno Negrín procedió a crear lo que se llamaron Tribunales de Espionaje y Alta Traición, que debían juzgar a las figuras disidentes. Como revela el documento de la Comintern antes citado, Stalin tenía en mente una versión española de las purgas de Moscú, que probablemente debía llevarse a cabo en Barcelona.» (pág. 262.)

Caballero, Prieto, Casado, Miaja, &c., y hasta el mismo Azaña (aunque rectificó demasiado tarde) no fueron tan ingenuos como para creerse la «representación» de Negrín, como demuestra el que se enfrentaran a él en la segunda contienda interna en el Frente Popular. De todos estos (incluso del general Rojo, a pesar de su confusión) diríamos que podrían apoyar sinceramente una «reconciliación» futura. Pero de los «negrinistas» lo dudamos mucho. Ya vemos, en otro contexto, lo que están haciendo en el presente sus acólitos y apologetas. Que D. Enrique confíe en las palabras de Negrín creemos que no es ingenuidad, sino identificación ideológica con el mismo, con todo lo que ello conlleva, desde nuestro punto de vista.

Si Negrín no se identificó, conscientemente, con Stalin, no se puede entender, por ejemplo, que pidiera que los soviéticos infiltrados en el SIM fueran más «discretos» en su control (pág. 558). La propaganda (de cara a la diplomacia extranjera) era lo que le preocupaba. En la pág. 582 se muestra, como nos dicen los editores respecto al documento 79, «que las opiniones políticas de éste [Negrín] coincidían estrechamente con los soviéticos y llama la atención la semejanza entre su perspectiva para la España de posguerra y la de la Unión Soviética».

En el documento 79 se deduce una visión muy distinta de Negrín de la que Moradiellos pretende mantener. El «entendimiento» con los «republicanos» parece pura estrategia propagandística que se vale de «tontos útiles» o «traidores» (como Azaña, aunque al final muchos rectificaron). Negrín pretendía crear un partido (Frente Nacional o Frente o Unión Española) que controlase la situación en un momento de fuertes tensiones. Su intención era la de ser pescador en río revuelto, pero no le salió bien la faena, porque muchos se dieron cuenta de que tal partido no tendría mucho de «español» o de «republicano», a pesar de que Vidarte también parecía creer en tal posibilidad, a pesar de sus dudas –págs. 853-7 de Todos...–:

«Negrín recalcó que no insistiría en su idea si alguien sugería otra salida para la situación. Hay que pensar tanto en el presente como en el futuro, cuando se restaure la unidad de España y las masas que permanecen actualmente en territorio fascista y que se han visto sometidas a un lavado de cerebro ideológico durante dos años puedan incorporarse a la vida política (del país). No cabe un regreso al viejo parlamentarismo. Sería imposible permitir el "libre juego" de los partidos tal como existían antes, ya que en ese caso la derecha podría forzar de nuevo su acceso al poder. Eso significa que se precisa, o bien una organización política unificada, o una dictadura militar. No ve posible ninguna otra salida. No propone establecer de inmediato la nueva organización, pero piensa que la idea debería difundirse ya entre las masas. "Debe hacerse con mucha habilidad y cuidado, y pasarán muchos meses antes de que esté adecuadamente preparado el terreno para el establecimiento de un Frente Nacional".» (pág. 584.)

El problema, desde nuestro punto de vista, no es su propaganda «reformista» (según D. Enrique), aunque claramente «antidemocrática», sino su sumisión a un ortograma con base en una plataforma idiográfica distinta a la de España. La «revolución burguesa» francógena reorganizó también España (pero al final no la sometió). En la Guerra de la Independencia contra Francia ocurrió algo similar, pero la «holización» resultante no acabó con España. Desde este punto de vista (dialéctica de estados), y salvando las distancias, ¿no cabe comparar a los «franquistas» con los españoles que se resistieron a Francia (la URRS) incluso con la ayuda de algunos afrancesados (comunistas)? Que la revolución bolchevique soviética reorganizase de nuevo España (holización más o menos profunda, aunque luego hemos visto muchos de sus resultados en otros países) tampoco nos parece lo peor. Lo que decimos (ver España frente a Europa, págs. 365, 366, 439 y 446) es que dicha revolución también se dio en el plano de la dialéctica de estados, es decir, que pretendía destruir (más que reconstruir) la identidad y unidad de España (como el mismo Vicente Rojo expresa de manera más o menos clara al final de su libro ¡Alerta a los pueblos!). El documento anterior también indica cómo el apoyo hacia los nacionalistas fraccionarios se fue retirando cuando vieron sus verdaderas intenciones independentistas, que tampoco cuadraban con el comunismo bolchevique.

En gran parte da lo mismo que los contendientes pudieran pensar que la guerra se podía ganar con la ayuda de Dios (otro caso de falsa conciencia, más propia del bando nacional) que pensar que se ganaría porque se «merecía», porque su bando era el del «progreso», la «libertad», la «democracia» o la «humanidad». Ambos son pura «falsa conciencia», y lo que contó fueron los proyectos objetivos posibles, con desarrollos eficaces (que si se realizaron fue, en gran medida, por su racionalidad). (En estos presupuestos se encierra gran parte del idealismo de don Enrique, como ya comentamos en el anterior artículo.)

El imperio de la URSS no era simplemente «ejemplar», sino «generador». Pretendía, como en su día el imperio español, ser Universal, aunque con un revolucionarismo con grandes fallas racionales, distáxicas, como ha mostrado su escasa «persistencia». Su ideología pretendía forjar un hombre nuevo con el que se superarían los problemas del pasado. Su holización (totalización reestructurante) fue la expresión del grado de impotencia (oscuridad y confusión) de muchos de sus proyectos.

No tanto por los testimonios de Negrín, sino por sus actos nos atreveríamos a decir que, aunque dijera que le pesaba tener que someterse a Stalin, sin embargo lo hizo también por convicción, como demuestra el que, aún «estando de acuerdo» con Prieto en que se debería haber provocado la guerra con Alemania, sin embargo se sometió al dictamen de Moscú (págs. 853-857 de Todos fuimos culpables). ¿«El remedio era peor que la enfermedad» para quién? (pág. 854). Don Juan también recrimina a Prieto que no asumió sus responsabilidades, pero no asume las propias: se reconoce como una marioneta de Moscú (pág. 857).

El Dr. Negrín, al contrario que don Quijote (ver España frente a Europa, págs. 207 y 364), renunció, al menos en el ejercicio, al propio proyecto de España. Prefirió mantener (lo que parece) el «delirema» de un poder imperial (extraño), aún a costa de perder a España completamente (o en una medida mucho mayor que la franquista, como se puede apreciar retrospectivamente, aunque esta solución no puede valorarse en toda su amplitud, pues, entre otras cosas, persisten gran parte de las raíces que llevaron a la contienda civil).

Las guerras civiles interiores tuvieron como transfondo el desarrollo de la doble dialéctica mencionada. Vicente Rojo lo expresa, a su manera (primando aquí la dialéctica de clases), en una lección que considera

«Muy sencilla, clara y concluyente: ¡Alerta los pueblos! Para no caer en las nuevas formas de esclavitud es preciso que de las doctrinas democráticas, humanistas liberales, progresistas, nazcan nuevos sistemas y procedimientos de acción y de dirección, si los hombres de buena voluntad y amantes de sus derechos, tan cruentamente conquistados en una lucha de siglos, aspiran a que el mundo no dé un salto atrás en el camino de su progreso.» (¡Alerta los pueblos..., pág. 194.)

Aún mantiene don Vicente muchos conceptos oscuros (democracia, pueblo, humanidad, progreso) que son los que le llevaron a un ejercicio poco racional, desde nuestro punto de vista español. Con todo, supo ver, como dice Moa y hemos repetido en varias ocasiones, que la principal causa de la victoria franquista fue la falta de «claridad y distinción» en las filas populistas, la falta de ortogramas unitarios y realistas (proyectos superestructurales que supieran canalizar las bases). Esto se aprecia (de una manera similar a Azaña) en la exposición de las primeras causas de distintos órdenes (del «militar», del «político» y del «social-humano») que están estrechamente relacionados. Y concluye:

«Podemos sintetizar todo lo hasta aquí expuesto diciendo que Franco ha vencido por su superioridad; una superioridad lograda, tanto o más que por su acción directa, por nuestros errores. Hemos sido nosotros los que le hemos dado la superioridad en todos los órdenes: económico, diplomático, industrial, orgánico, social, financiero, marítimo, aéreo, humano, material, técnico, estratégico y moral. Y se la hemos dado porque no hemos sabido organizarnos, administrarnos y subordinarnos a un fin y a una autoridad (...). La República tuvo en sus manos la superioridad y los mejores resortes para sostenerla y acentuarla, y ha dejado que se le escape de las manos como si un secreto designio impidiese prosperar a la obra republicana. Mas, no ha habido tal secreto designio, sino, simplemente, dos realidades, las determinantes de que le hayamos dado la superioridad: falta de gobierno (...) y falta de mando (...), porque el jefe, en la verdadera acepción de la palabra y de la función, no ha existido [o era foráneo, con «dirección» extraña a España y su historia]. Por ello podemos plasmar de manera más explícita nuestras conclusiones, diciendo que hemos perdido la guerra por el fracaso de los sistemas y los procedimientos seguidos en el desarrollo de la doctrina democrática, que si, sublime en sus esencias, no ha sabido hallar –en aquellos sistemas y procedimientos– fórmulas creadoras para desarrollarse.» (¡Alerta..., pág. 193, los corchetes son míos.)

La Teoría de la «Falsa conciencia» está expresada aquí de una manera muy similar a la que mantiene Bueno, aunque sin «representársela» del mismo modo (ver también las págs. 179-184). También supo don Vicente Rojo representar con cierta claridad que la «dialéctica de clases» sólo se da entrelazada con la «dialéctica de estados», y que muchos de los que «luchaban» dentro de España (las facciones la primera guerra civil interna o el bando populista en la guerra civil general) sin embargo corrían el peligro de olvidarse que eran «españoles». Por eso, paulatinamente, dentro del bando populista fueron recobrando su patriotismo (lo que contribuyó de manera fundamental al enfrentamiento con los «negrinistas» que querían someterse a la URSS antes que a Franco) y dejó de ser un delito en el bando populista, con peligro de muerte, gritar «¡Viva España!» (¿Acaso hoy no ocurre otro tanto entre los «progresistas»? Cualquiera puede comprobarlo en multitud de situaciones.) Así nos dice, respecto a buena parte de la tropa al final de la guerra, el militar populista español:

«¡Qué importa el incidental fracaso! ¡Qué importan las doctrinas fascistas, comunistas, sectarias, dictatoriales, marxistas o anárquicas! Él busca el triunfo de su voluntad y de su fe en los destinos de su pueblo, y el marasmo que ha padecido la organización de su Estado, y de la que es su principal víctima, no le ha alcanzado en su moral, pues sabe que por encima de aquellas perecederas doctrinas están perennes otras ideas y sentimientos nobles: su patria, sus creencias, su familia, su pueblo.» (¡Alerta..., pág. 184.)

Don Vicente Rojo no sabe lo que dará de sí el régimen de Franco («Mas esto será o no será», pág. 185), pero tiene claro que hay que saber «rectificar», y, aunque él no lo hiciera en su momento, sin embargo fue uno de los más severos críticos de muchos de los «ideales» del bando populista, que determinaron su derrumbamiento frente a Franco (aunque aún insiste en mitos como el del «pueblo»). Muchos españoles, que así se sentían, del bando populista prefirieron seguir la dirección de Franco (con sus servidumbres, ¿qué opción no las tiene?) antes que la de Stalin, y por eso no «resistieron» como Negrín, que quiso ganarlo Todo, y todo lo perdió. Rojo acabó descubriendo, a pesar de la persuasión de Negrín (págs. 159 y 160 de ¡Alerta...), que la política de «resistir» era absurda (pág. 162), y sólo una minoría la apoyaba. Era mejor rendirse con dignidad. Pero Negrín supo aprovechar el «sentido del deber» del militar, que intentó dimitir en varias ocasiones (lo cual no le exime de responsabilidad). Estando en Francia (pág. 168) se dio cuenta del doble juego de los negrinistas (lo que decían en España no se correspondía con lo que hacían en Francia):

«Por otra parte la conducta de muchos de los dirigentes de segunda fila que se hallaban en Francia me infundía desconfianza, ya que cuanto hacían era negativo, es decir, lo contrario de lo que habían de hacer para que aquella consigna de resistencia fuese posible y eficaz. Pero lo más grave es que ellos mismos estaban convencidos de que la famosa consigna no tenía realidad ni substancia en aquellos momentos. ¿Debía embarcarme en una empresa que tan confusamente se planteaba? Si era verdad que en la zona Central iba a continuar la guerra en serio, ¿por qué se liquidaban en Francia las existencias que en víveres, materias primas y armamento de tránsito se tenían acumuladas? Esto era demasiado claro y significativo para no desconcertarse: por un lado se liquidaba económicamente el conflicto, transformando todas las existencias; por otro se ordenaba resistir sin dar medios para ello, ni siquiera víveres. Era para mi evidente que no debía compartir ni respaldar desde mi puesto técnico una conducta incomprensible.» (pág. 168, las cursivas son mías.)

Rojo no alcanza a entender cuáles son los designios y proyectos de Negrín, a pesar de que éste decía estar de acuerdo con su propia perspectiva (pág. 162). La ayuda externa esperada, que antes le parecía una «ilusión» de Negrín (pág. 162), ahora la ve como un doble juego incomprensible (injustificable).

La siguiente cita nos parece especialmente interesante, pues recoge «implícitamente», a través de representaciones peculiares, lo que dijimos en el anterior artículo sobre la ideología progresista, que no quiere reconocer sus responsabilidades como si fueran niños indefensos:

«En el terreno político, Franco ha triunfado: (...) Tercero: Porque nuestros errores diplomáticos le han dado el triunfo al adversario mucho antes de que pudiera producirse la derrota militar. La política exterior de España republicana fiaba demasiado en la acción y en la ayuda de la diplomacia de los países afines o simpatizantes; en cambio no tenía fe en la propia fortaleza de la causa que defendía, por cuyo motivo, y por ignorarse en el extranjero el fin político de nuestra lucha, aparecía ésta en una plano falso. Teniendo, por nuestra situación, derecho a la exigencia, nos hemos conformado con mendigar [miserablemente].» (¡Alerta..., pág. 189, los corchetes y cursivas son míos.)

Vemos cómo don Vicente considera que los «derechos» (normas «derechas», «directivas», victoriosas provisionalmente, en términos genéricos) no provienen de la «humanidad», de un Dios voluntarista o de los «amigos», sino de la lucha victoriosa (en la medida que nos permite persistir de una determinada manera). La libertad, individual y colectiva, no nos la regala nadie, y para que los sujetos se «conformen» (construyan) personalmente dependen de una plataforma idiográfica, concreta, frente a otras (ver los conceptos de Norma, Persona y Libertad en el Diccionario Filosófico que ofrece el Proyecto Filosofía en español: www.filosofia.org/filomat)

Gran parte del bando populista empezó a cuestionarse no sólo la aparente claridad de los proyectos «de clase» de las distintas «revoluciones» divergentes en su propio bando, sino la misma revolución «bolchevique soviética», que muchos vieron como una opción menos «liberadora» de lo que los stalinistas, y sus correligionarios españoles, prometían.

El Documento 80 de España Traicionada es esclarecedor de muchos de estos aspectos. En él se resalta, con vistas a la operatividad, el control del poder militar (pág. 589), con comisarios militares incluidos. ¿Cómo entender que, siendo Negrín socialista, del partido más representativo, consintiera que en el ejército el peso de mandos socialistas fuera insignificante si no estaban de acuerdo con las directrices de Stalin (pág. 590)? ¿Cómo puede un gobierno no tener ni una reunión en cinco meses (pág. 592)? ¿Quién decidía, la dirección a seguir, por él? ¿Por qué se mantenía la «apariencia» (falsa) de gobierno?

2.1. La tipología de las «tres erres» (tres Españas) y su desarrollo «fallido» (pero también sin rectificación)

Ya nos advierte Gustavo Bueno:

«El procedimiento histórico, imprescindible sin duda, es necesario pero no suficiente, puesto que él mismo necesita de criterios distintivos del inmenso material que remueve. El ejemplo anterior nos muestra la insuficiencia del criterio del "republicanismo" (a pesar de que se trata de un criterio vinculado al criterio principal que hemos escogido: el Estado). Es en la historia real en donde tiene lugar la confusión de corrientes y partidos y, en consecuencia, sólo un ingenuo miembro del gremio de los historiadores puede reivindicar como necesario, y suficiente para un propósito "conceptualizador", el "método histórico".» (El mito de la Izquierda, pág. 53.)

Y en otra ocasión nos dice:

«¿Cómo calificar de «derechas» a la metafísica de Parménides y de «izquierdas» a la metafísica de Heráclito, sin perjuicio del paralelismo que podríamos establecer entre la oposición inmovilismo / cambio de esas dos metafísicas y la oposición clásica entre los «partidos inmovilistas de derecha» y los «progresistas o revolucionarios de izquierda»? Sería preciso, por lo menos, desarrollar las proyecciones políticas que tales concepciones metafísicas pudieran haber tenido en las ciudades de Elea y de Éfeso respectivamente. De hecho, y refiriéndose a la oposición entre las «concepciones del mundo» representadas por las teorías de la Mecánica cuántica, se ha puesto repetidas veces en correspondencia la "escuela realista" (Planck, Einstein, Ehrenfest) con la izquierda y la "escuela positivista".» («La ética desde la Izquierda», las cursivas son mías.)

«Vamos a ensayar la construcción de un concepto funcional de Izquierda suponiéndolo conformado como una función de dos características variacionales, que deben determinarse en planos muy abstractos a fin de que puedan cubrir campos de variables muy diversas aun dentro de unas coordenadas políticas. De este modo, la forma de la función "izquierda" podría ilustrarse por la forma de la función "movimiento compuesto" de un proyectil que gira sobre sí mismo al propio tiempo que se desplaza siguiendo una trayectoria parabólica (por ejemplo, la función «revolución planetaria», en tanto que movimiento compuesto por dos características, la rotación sobre sí mismo y la traslación por su órbita en torno al Sol). Las características variacionales que hemos elegido las llamaremos racionalismo y socialismo; características que sería preciso redefinir y afinar, dada su ambigüedad. Advirtamos que, en el presente, no es posible, por ejemplo, definir a la izquierda por la "democracia", pongamos por caso, puesto que, como hemos dicho, también la derecha ha incorporado a sus programas los principios de la democracia parlamentaria.» («La ética desde la Izquierda»)

Desde nuestro punto de vista la tipología de posiciones políticas de don Enrique (las «tres erres»: reaccionarios, reformistas, revolucionarios) no sólo es muy genérica (se podría aplicar a todo tipo de «proyecto operacional»), sino que estaría hecha teniendo en cuenta autorrepresentaciones más que ejercicios efectivos, y llevados a un «límite» en el fondo impracticable. Es decir, parte de dos conceptos límite (reaccionario y revolucionario) imposibles de realizarse de manera efectiva (en el ejercicio), y el tercer concepto (reformista) sería un intermedio con infinitos grados que tampoco dice nada por sí mismo (respecto a qué, cómo, y en qué grado, si es que los admitiese una clasificación de posiciones «políticas»). El «conservadurismo» radical y el «revolucionarismo» radical serían más bien «deliremas» radicales. Nadie puede (aunque así se lo represente) conservarlo o cambiarlo todo. Y decir que uno es reformista, ante tanta indeterminación, no aclara nada (no toda negación es determinante, aunque toda determinación niegue). Cabe plantear clasificaciones abstractas (como las que lleva a cabo Gustavo Bueno al diferenciar entre «Teorías de la ciencia», o al plantear «los tipos fundamentales de proyectos políticos emic»), pero sólo serán profundas (como los «mitos luminosos») cuando su generalidad no sea «vaga» (oscura y confusa), sino el resultado de múltiples relaciones, también particulares. Las clasificaciones de don Gustavo Bueno son el resultado de una gnoseología y una filosofía política muy detallada con múltiples determinaciones y especificaciones. La clasificación de don Enrique no sólo es muy vulgar (su generalidad vaga permite que se use en múltiples contextos no políticos, y desde antes de 1789 cuando aún no cabe hablar de derechas e izquierdas en este sentido estricto) y, como los «mitos oscurantistas y confusionarios», bloquean posibles desarrollos y estorban en las explicaciones. Dicha tipología no es específicamente política, y, por lo tanto, o se abandona, como hace en gran medida don Enrique (en el ejercicio), o se determinan todos los parámetros y variables que influyen en la definición de cada tipo, por lo que supone un auténtico estorbo.

Si D. Enrique piensa que nuestra crítica (en este punto también) es ilógica, tosca o trapacera al menos podría intentar decirnos qué tipo de fulcro hay detrás de nuestras explicaciones (detrás de los deliremas). Eso mismo es lo que tratamos nosotros de hacer con las «interpretaciones» más globales de D. Enrique, pero ya vemos que no quiere (o no puede) entendernos y reexponer, desde su perspectiva, la «lógica» (aunque sea delirante) de nuestras explicaciones. (Pero estas cuestiones no parece entenderlas Moradiellos, y por eso dice que Moa y yo nos contradecimos al enjuiciar su ideología, en el plano ontológico.) El caso es que D. Enrique parece estar seguro de una tipología que a nosotros nos parece genérica y sin desarrollos claros y distintos.

Aunque algún sujeto se autorrepresente como plenamente «revolucionario» (y quiera prescindir del pasado, a través de algún proyecto utópico y ucrónico), no puede hacerlo de hecho, o se volverá completamente loco. En el ejercicio obedecerá a normas con algún componente real, aunque sea «extranjero» (incluso antiespañol) y su conducta repercutirá en la misma vida del grupo al que pertenece (ver la tipología de «filosofías», respecto al presente, en ¿Qué es la filosofía?, de Gustavo Bueno). Don Enrique se autorrepresenta como «reformista», pero en el ejercicio le vemos más cerca, dentro de su tipología, de un «revolucionarismo» que contribuye a la distaxia de España.

Muchos políticos, que dicen ser de derechas (ecualizadas) o de izquierdas (de los de «toda la vida», lo cual no tiene por qué ser un buen síntoma ético, pues «rectificar es de sabios»), parecen ser muy firmes en sus convicciones (tipo Anguita), y no dejan de apelar a la «aplicación» de los Derechos Humanos o la Constitución como panaceas curalotodo. Sus concepciones son tan genéricas y confusas (aunque crean tenerlo todo claro) que les conducen, sobre todo cuando ven en peligro su vida o sus intereses, a reaccionar con la intolerancia del débil a pesar de que se llamen tolerantes. Porque para ser tolerantes positivamente es precisa cierta fortaleza respecto al tolerado. (Ver la entrada 552 del Diccionario Filosófico de Pelayo García.)

La cuestión que nosotros queríamos resaltar, ya en el anterior artículo, es que la tipología de las «tres erres» es muy vaga e imprecisa (políticamente hablando). Pues, o bien reduce los conceptos a una mera definición «posicional», o bien utiliza conceptos funcionales pero con tendencia a utilizar parámetros etológicos o eticistas.

La definición posicional presupone lo que quiere definir, y se desarrolla gracias a un simple formalismo. Se puede dar en distintos campos, no necesariamente en el político. La trilogía de don Enrique es muy genérica, no específicamente política (que es donde Bueno analiza los conceptos de «derecha, centro, e izquierda»).

Para aplicar tales conceptos en el terreno político habría que determinar, sus parámetros y variables. De lo contrario los «nombres» podrán aplicarse indistintamente a cualquier partido (de derecha o de izquierda). Así, contrarrevolucionaria podrá ser considerada la derecha por oponerse a la revolución, o en menor grado a la reforma, por ejemplo. Dentro de un modelo de composición vectorial se identificaría a los reformistas con vectores que giran 90 grados, aproximadamente (pues caben infinidad de posiciones), respecto al vector de partida, y con movimientos que eviten los saltos; a los revolucionarios con giros de 180 grados; y a los reaccionarios con el retorno a los 360 grados. Es decir, los «reaccionarios» también serían (contra)revolucionarios, como admite el mismo Sr. Moradiellos. Este formalismo (con cambio de criterios) es lo que le lleva a llamar «contrarrevolucionarios» tanto a los carlistas (ver el artículo de Íñigo Ongay, «De Vergara a Montejurra», en El Catoblepas, nº 15, pág. 24) como a los comunistas.

Pero también los anarquistas (en general) podrían considerarse «revolucionarios», respecto a la previa «revolución nacional» de la primera generación de izquierdas (pág. 188 de El mito de la Izquierda), al pretender la supresión del Estado (la negación por sí misma no es determinativa, y esta tarea es la más compleja: ser «revolucionario» es muy cómodo si no se determinan los fines, las estructuras, como sugería el general Rojo), pero también lo son respecto a los de la V generación, que deberán considerarse (como hace don Enrique) como «contrarrevolucionarios», pero no porque éstos no quisieran su revolución, sino porque se dieron cuenta (desde sus parámetros estatales) que primero había que ganar la guerra y luego llevar a cabo la revolución (la suya, no la anarquista).

Lenin también vio (pág. 22 de El mito de la Izquierda) como más próxima a la «derecha» a la socialdemocracia (el renegado Kautsky). Y, como pasó en España, a los bolcheviques se les miró desde otras corrientes (sin poder) como más a la derecha, mientras que los mismos comunistas veían a los anarquistas y al POUM como «contrarrevolucionarios» (reaccionarios, sinónimo que es más utilizado seguramente como recurso mnemotécnico de los que mantienen la tipología de las «tres erres»).

El mismo PNV, que surgió del carlismo (pág. 180) sería «reaccionario» (contrarrevolucionario) respecto al liberalismo y otras izquierdas, sobre todo «definidas», pero sin embargo sería «revolucionario» respecto a la propiedad de parte del territorio español (que quiere cambiar de manos, o al menos, reducir y circunscribir a sus propietarios). Por eso el PNV se coaligó puntualmente, frente a los partidos más empeñados en mantener el parámetro «España», con republicanos «autonomistas» y con izquierdistas «internacionalistas». Pero a la hora de la verdad buscó salvar su proyecto traicionándolos a todos. Y esto es algo que barruntaban las derechas, que eran reticentes a un autonomismo descontrolado (la Primera República era aleccionadora en este sentido).

Como podemos ver, el «contrarrevolucionario» PNV (respecto a ciertas izquierdas) es también «revolucionario» (respecto a España), y se alió entonces con ciertas izquierdas «revolucionarias».

¿De qué sirven los conceptos utilizados por don Enrique sin desarrollar adecuadamente? Sólo sirven, en la práctica, para confundirlo todo y permitir que se lleven a cabo proyectos «revolucionarios» nada «progresistas» para España (este es el idealismo que queremos denunciar en la «progresía» de este país). Y hoy ocurre, como hemos dicho en anteriores artículos, algo similar. Por eso le pregunto inquisitorialmente: ¿Cómo explica don Enrique la solidaridad (puntual) de Madrazo o Elorza con el plan Ibarreche? Distinguiendo los planos necesarios, y sin caer en un presentismo que borre las diferencias, le pedimos que se «defina», que se moje. ¿Acaso le sirve de algo su tipología (formalista o con desarrollos indefinidos, «humanitaristas» y abstractos: Derechos Humanos, democraticismo, republicanismo, &c.) para aclararnos el panorama político actual, o el pretérito? Creemos que con sus mitos «confusionarios» contribuye a fortalecer proyectos que no benefician en nada a los españoles.

Don Gustavo nos da, de nuevo, las claves de lo que queremos decir:

«Nos parece evidente, si queremos lograr una mínima consistencia en nuestros "diagnósticos", que es necesario determinar, ante todo, un criterio que tenga significado político objetivo y, en segundo lugar, mantener constantemente el mismo criterio de clasificación. Si cualquiera de estas dos condiciones no se cumplen, no podremos esperar resultados consistentes y fiables, lo que no significa que los criterios utilizados "caóticamente" no puedan ser válidos, sobre todo emic, desde una determinada corriente de izquierda. Y cuando se procede desde el supuesto de que la izquierda es única (unívoca), entonces los criterios utilizados, si no son formalmente políticos, se convertirán automáticamente en criterios emic y sesgados, aunque sea constante su aplicación (...). Por ejemplo, supongamos que la izquierda es una actitud unívoca, en las diversas sociedades, y que tomamos como criterio la oposición autoritarismo centralista / liberalismo pluralista, y además asociamos esta oposición a otra dada según otro criterio, la que media entre conservadurismo (espíritu de cambio). Entonces habrá que situar en la derecha todas aquellas posiciones que puedan ser clasificadas como autoritarias, centralistas y conservadoras, del mismo modo situaremos en la izquierda aquellas posiciones que puedan ser caracterizadas como liberales, pluralistas y con espíritu de cambio. Armados con estos criterios, el Partido Comunista en la Rusia actual pasará a ser "el campeón de la derecha", puesto que se opone al cambio social, mientras que la etiqueta de izquierda corresponderá a los movimientos que reclaman el cambio, es decir, la defensa de una economía capitalista. Por parecidas razones, el comunismo y el fascismo aparecerán clasificados, en una misma cuadrícula, entre la derecha. Así procede, por ejemplo, Christian Michel (....). El hecho de que comunistas y fascistas puedan tener un común, para un psicólogo como Eysenck, el rasgo del autoritarismo, no es suficiente para confundirlos desde un punto de vista histórico político (...). No estará de más constatar cómo de hecho, entre los criterios más utilizados por periodistas, analistas, políticos y aún por el pueblo llano, para distinguir a una fascista de un demócrata, prevalecen los criterios etológicos.» (El mito de la Izquierda, págs. 26, 27 y 28, ver también la Tabla de la pág. 62.)

Al exponer los criterios de clasificación de las izquierdas y la derecha, don Gustavo menciona tres formatos: unívoco, relacional-posicional y funcional (con diversos parámetros y variables). Respecto al formato posicional podemos leer:

«Pero no puede asegurarse que quien, ante la pregunta, "¿qué entiende usted por izquierda?", comenzase respondiendo "se trata de algo relativo", tenga necesariamente un concepto posicional de la izquierda; podría tener un concepto funcionalista. Para el posicionalista, "izquierda" sólo puede significar lo que es propio de ciertas actitudes en tanto mantienen posiciones relativas opuestas a una derecha que se supone dada; sólo que estas posiciones son cambiantes: lo que antes era de derechas ahora más tarde es de izquierdas, o viceversa. "República" era en Francia una característica de la izquierda revolucionaria en el siglo XVIII; pero a lo largo del siglo XIX, la derecha se hizo republicana. "Democracia" era un componente de la izquierda respecto de una derecha aristocrática, autoritaria y jerárquica; pero después de la Segunda Guerra Mundial todas las sociedades occidentales son democráticas, y las antiguas derechas también lo son.» (pág. 57 de El mito de la Izquierda, las cursivas son mías.)

¿Acaso la CEDA de 1933 no era «republicana» y «democrática» (como reconoce el mismo Bueno al hablar de la Revolución del 34, en un texto citado en nuestro anterior artículo)? Y poco después nos dice:

«El formato funcional es propio de un conjunto de concepciones o teorías de la izquierda que admiten el carácter relacional del concepto de izquierda pero no en su sentido meramente posicional. Supondrán ciertos contenidos permanentes, pero indeterminados, que desempeñan el oficio de característica de la función (en esto se diferencian de los formatos unívocos), aunque podrán ser determinados según los parámetros y las variables independientes consideradas en cada caso. Quien mantiene en su ejercicio concepciones funcionalistas de la izquierda podrá también decir que la izquierda es un concepto relativo, sólo que ahora esta relatividad irá referida a los valores que toma la función, dependientes de los parámetros y de las variables independientes que se consideren.» (pág. 58.)

Como vemos, univocismo, generalidad «etológica» o variación en los criterios de clasificación, aunque se mantengan los «nombres» (tres erres), son los errores más comunes al establecer una clasificación de las tendencias políticas. Don Enrique cae en todas ellas: En primer lugar, respecto al univocismo, considera de Izquierdas a todo el bando que se enfrentó a los rebeldes. En segundo lugar, supone (como Negrín, Preston, &c.) que, por ejemplo, Franco era un dictador «autoritario» (o totalitario, &c.) frente a los «demócratas» y «tolerantes» gobernantes del bando populista. Además, desde otro criterio (con lo que cae en la tercera falla) considera que Negrín o Azaña eran «reformistas» (desde el criterio del «republicanismo» –cita a José Varela Ortega–) por oponerse a los «no republicanistas» (criterio puramente «negativo» políticamente, que seguramente encierre connotaciones etológicas o éticas ligadas al «autoritarismo» o al «totalitarismo») de los extremos «revolucionarios» y «reaccionarios» (contrarrevolucionarios). Pero, abundando en esta tercera falla, cambia de criterio ateniéndose a una definición «posicional»: presupone a los comunistas como «revolucionarios» (frente a los rebeldes «inmovilistas», «conservadores» o «reaccionarios» –¿hacia el Antiguo Régimen acaso?–) y también los considera «contrarrevolucionarios» (frente a los anarquistas y trotskistas «revolucionarios» –sin determinarnos respecto a qué–), y, como hemos dicho, considera «contrarrevolucionarios» tanto a los carlistas como a los comunistas. Pero, además, su clasificación es tan oscura y confusa que mete en el mismo saco «reformista» a opciones políticas como el partido de Azaña y a corrientes del PSOE como la de Negrín: ¿por qué no a la de Besteiro, que se enfrenta a éste? ¿por qué no considera al partido de Lerroux, como hemos visto en la cita de su libro sobre Franco, en la opción «reformista»? ¿por qué llama «reformista» al primer Gobierno del Frente Popular? ¿acaso porque no fue Jefe de Gobierno Prieto u otro socialista? ¿acaso no había en sus filas «reformistas»?, ¿acaso todos los que quedaron en el bando «rebelde» eran «reaccionarios»? ¿respecto a qué? &c.

Y luego cita a Unamuno y Azaña para rematar la faena. Lo primero es que ni «liberal» ni «republicano» son determinaciones muy precisas (la primera incluso tiene connotaciones éticas). Y lo segundo es que si fuese cierto lo que pensaba don Miguel no se entiende cómo la España franquista (a pesar de las representaciones de algunos y de encíclicas papales) acabó inmersa en un sistema capitalista «liberal» y «democrático» («de la ley a la ley»), que tampoco es una determinación muy precisa (por la multitud de tipos de democracia que hay, y porque no define como tal una «forma de gobierno»).

Y no se trata por tanto, aunque sea una metáfora, de que hubiera «tres Españas», sino una sola España (una sociedad política se define en función de divergencias objetivas) con proyectos divergentes múltiples; con diversas izquierdas, nacionalistas fraccionarios (de los que parece haberse olvidado don Enrique, ¿por qué? ¿acaso su ortograma no fue importante, incluso el más peligroso para la España de nuestros días?) y una derecha con distintas corrientes. Por lo tanto, si se tomase la expresión al pie de la letra (identificando a cada corriente objetivamente divergente con una España), habría que hablar, al menos, de seis o siete Españas.

Pero además, nos dice D. Enrique:

«El PCE no "ocultó" la revolución bajo ningún camuflaje "democrático" (tesis de Bolloten): la combatió abiertamente, en la medida de sus posibilidades y con el lógico apoyo de republicanos de izquierda, de socialistas moderados (los seguidores de Prieto o Besteiro) y de los restantes soportes organizados del programa reformista. Ni más ni menos. Conviene recordar este hecho cuando se habla de la política del PCE en la guerra, de su fomento de la revolución y de su sometimiento a las directrices soviéticas (que eran las que eran, ahí están los documentos).»

Aquí nuestro historiador no quiere admitir lo evidente, como hemos dicho más arriba, que los comunistas también buscaban su «revolución», pero antes había que ganar la guerra. D. Enrique menciona la estrecha unión entre el PCE y Stalin (y la Cominter), con lo que está al tanto de sus intenciones revolucionarias (bolcheviques) ¿o las va a negar?. Y sin embargo nos habla ahora de unos comunistas indefinibles (poco antes sugiere que son «potencialmente» revolucionarios, quizá para difuminar algo la propia oscuridad explicativa). Nos dice que los comunistas son «contrarrevolucionarios». Más arriba nos sugería que los pobres reformistas tuvieron que pechar contra los reaccionarios y contra los «revolucionarios» (el «tercio excluso» de las «tres Españas»; pero, ¿no incluye en esa tercera España a los comunistas?). Y lo remata diciendo que los «republicanos» (reformistas) y socialistas «moderados» (también «reformistas») se unieron a estos comunistas (¿moderados? ¿reformistas? ¿progresistas? ¿contrarrevolucionarios?) para derrotar a los anarquistas «revolucionarios» (y a los franquistas «reaccionarios»). Por cierto, el «tercio excluso» es un principio válido en lógicas bivalentes, pero no (como se lo «representa» don Enrique) en una «trivalente». Eso quizá demuestre que (en el ejercicio) se mueve dentro de la oposición formal y genérica «revolucionario» / «reaccionario» y el tercer término («reformista») no lo es como tal (divergente). Sería una especie de «media aritmética» de componentes que se podrían mezclar, converger. Pero en política, cuando se habla de «derecha», «centro» e «izquierda», no se presupone tal convergencia, ni en sus respectivos «fractales».

Desde nuestro punto de vista, en su «construcción» hay un error fundamental que «canaliza» los hechos de una manera insostenible. Don Enrique nos hace creer que la disyuntiva «guerra o revolución» era exclusivista (y que los comunistas, como los «republicanos», optaron por la primera como «reformistas»), pero se trató de una disyunción inclusiva y «ordenada» esencialmente, desde el punto de vista comunista: «Primero ganar la guerra para después hacer la revolución (bolchevique)», que, por cierto, empezaron a aplicar según se enfrentaban a sus enemigos por orden de peligrosidad (control del «poder operativo» en sus distintas capas). Los textos, por ejemplo de José Díaz, son indiscutibles en este sentido (llamaban «contrarrevolucionarios» a sus enemigos anarquistas y del POUM).

Los comunistas, en mayo del 37, sabían que la única manera efectiva de que su propia revolución acabase implantándose en España pasaba por ganar la guerra contra Franco, y para ello tenían que ser capaces (operativamente) de controlar el caos gubernativo de su propio bando populista (generado por múltiples divergencias internas). Para ello se aplicaron en llevar a cabo una «revolución» política en los «poderes» más importantes a tal efecto, es decir, en los «operativos» (ver el cuadro de la página 324 de la obra de Gustavo Bueno, Primer Ensayo sobre las Categorías de las "Ciencias Políticas"), es decir, tenían que tomar (en ejercicio) el poder ejecutivo (conjuntivo, en cuyo ámbito destacó la policía política soviética), militar (cortical, con gran influencia de los asesores soviéticos) y gestor (basal: suministros de todo tipo, también a cargo de los prosoviéticos).

El poder diplomático también debía ser controlado, de hecho, pero no convenía enemistar, más aún, a las «democracias occidentales» con las que decían comulgar. En este sentido (como en el de la propaganda interna contra el fascismo), convenía conservar a Azaña en la Presidencia del Gobierno («poder ejecutivo»), para reforzar la «apariencia» conjuntiva, manteniendo también un «Jefe de Gobierno» que no fuera «comunista», pero que, de hecho, fuera procomunista. Negrín fue el hombre ideal.

Dicha revolución, parcial aún, fue sometiendo a los enemigos más peligrosos (por orden de divergencia efectiva) del mismo Frente Popular. Esto es lo que no soportaron, muy al final y cuando ya no cabía hacerse con el control real de la situación, las facciones republicanas, socialistas, anarquistas o trotskistas, que acabaron por rebelarse contra los «negrinistas». Esta fue la «segunda contienda interna», entre los que preferían rendirse a Franco (mantener, con todo, la independencia de los españoles, de España) y buena parte de los comunistas (a los que se unió Negrín «en ejercicio», fuesen cuales fuesen sus representaciones, como vieron a su manera, al final, quienes se enfrentaron a su facción). Los negrinistas eran quienes más tenían que ocultar (o pagar) si perdían la guerra, por haber sido los más poderosos en ejercicio, los más responsables. Tal fue la propaganda «antifascista» contra Franco que muchos no dudaron en mandar a sus hijos, y a huérfanos, a otro país («los niños de la guerra»). ¿Era la mejor opción, visto retrospectivamente?

Una vez acabada la guerra se podría completar (en el resto de poderes, y en un sentido más profundo) la propia revolución bolchevique sovietizante.

Por tanto, aún suponiendo que los datos ofrecidos por D. Enrique sobre la ayuda extranjera fuesen ciertos, lo fundamental (transcendental para los españoles), de la presente problemática, es el análisis de los ortogramas enfrentados y su distinta contribución a la eutaxia de España. Pero a don Enrique, como sugiere también Pío Moa, no parece preocuparle este «detalle» (transcendental), y prefiere entretenerse en buscar citas y cifras (que, además, requieren una determinada contextualización teórica) que canalicen el debate hacia el terreno historiográfico que al historiador académico le interesa, desde su perspectiva ideológica.

Por todo esto decíamos que la «filosofía de la historia» de D. Enrique nos parecía menos potente (para los intereses de España) que la de D. Pío Moa. Nuestro historiador académico no parece asumir (en el plano de la representación justificativa) que, para un bolchevique, un anarquista es tan peligroso, o más, que un liberal (en su visión del «honesto Stalin» se transluce un entendimiento entre Stalin y las «democracias» que ahora se traslada a la relación entre Negrín y los «republicanos»). Pero nuestro polemista cae en una paradoja que debe aclarar. Si no admite divergencias objetivas entre Negrín y los republicanos (militares incluidos), ¿cómo es que Negrín se situó, y se le situó, en una de las facciones (la del PCE) que se enfrentó al resto de corrientes (incluida la «republicanista») del bando populista? ¿O es que, según Moradiellos, las guerras civiles (como la que aflora en dicho bando al final de la guerra) son muy comunes entre corrientes sin fuertes incompatibilidades y divergencias, no sólo subjetivas sino objetivas? Podríamos decir que D. Enrique se ha identificado tanto con Negrín que aún justifica (desde el presente) su mismo juego: ocultar y encubrir sus actos en representaciones tales («democracia», «respeto a la legalidad», &c.) que intenten desviar la atención de las (supuestas) facciones amigas, para así poderlas utilizar a su antojo hasta que llegue el momento oportuno de someterlas, o aniquilarlas. Aunque a Negrín le preocupase la eutaxia de España, intenciones de las que dudamos, lo que está claro es que sus obras no iban por ese camino (y no digamos de las obras que la URSS desarrolló respecto a otros países satelizados). Mientras D. Enrique no justifique mejor su ideología dudamos que nos convierta, aunque parece que ya no le preocupa, incluso en el plano de la «representación».

Repetimos, la Izquierda no es unitaria, no es una izquierda unida (a esto nos referíamos cuando D. Enrique nos acusa de usar «gracias presentistas»). Es decir.

«Pero la voluntad de la negación de las propiedades creadas por la derecha, en tanto únicamente cobra su sentido, más allá del nihilismo, en función de la reconstrucción racional que de aquellas propiedades sea posible obtener, ya no podrá considerarse idéntica en cada uno de sus actores [individuales o colectivos]. Y esto es debido a que no se conoce, ni puede conocerse, la estructura del fin al cual va orientada la negación revolucionaria. Así como el descubrimiento sólo se constituye como tal una vez que haya sido justificado [los calvinistas no precisan obras para justificarse, les basta la fe en un sujeto sobrerracional que les marque el fin], así la negación sólo puede ser denominada revolucionaria cuando pueda ser definido el objeto al que ella haya conducido efectivamente. Definimos así, en cierto modo, una disposición diametralmente opuesta a la disposición utópica. En la disposición utópica el objetivo pretende estar perfectamente prefigurado; pero lo que se desconoce es el camino o método que conduce a él. Ahora bien, en cambio diremos que la izquierda conoce el método revolucionario, pero no sabe ni puede saber, adonde va a llevarle, porque puede llevarle a muy distintos lugares. Por eso las izquierdas son múltiples y la derecha una.» (Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda, pág. 293; ver también las págs. 294, 295 y 296. Los corchetes y cursivas son míos.)

El problema es que dicho «método» (incluso en las izquierdas definidas, respecto del Estado) es «conocido» de manera «negativa» (luchar para apropiarse de lo que otro tiene, redistribuir la riqueza, &c.) pero la cuestión es cómo hacerlo para que el cambio sea «efectivo», concretando la racionalidad y universalidad. Y ahí es donde caben múltiples formas, de las que se han concretado seis generaciones. En este sentido la oposición «revolucionario / contrarrevolucionario» (de don Enrique) sólo tendría cierto sentido político cuando, recién derrocado el Antiguo Régimen, los vencidos intentaron recuperar el poder. Pero aunque lo lograron, ya no se volvió a la situación previa, la nueva «holización» era irreversible, aunque con muchos aspectos oscuros. El caso es que posteriormente, por ejemplo en la II República española, ya había cinco generaciones de izquierda (que no desaparecen al nacer otra), con lo que la tipología del Sr. Moradiellos es inoperante completamente.

La proliferación de Izquierdas indefinidas se debe, como nos sugiere Gustavo Bueno, a la resultante

«de las frustraciones de cada una de las corrientes definidas de la izquierda. En la izquierda indefinida van desembocando, en efecto, aquellas corrientes de la izquierda que han fracasado en sus objetivos, o que los ven cada vez más lejanos. Así se forma una corriente, impulsada principalmente por la izquierda libertaria, en la que flotan los "valores de la izquierda" tales como la libertad, la justicia, las aguas limpias y la atmósfera no contaminada (incluso los valores "republicanos". Pero estos valores, salvo acaso los últimos, carecen de significado político por sí mismos y su sustancia es de naturaleza ética.» (El mito de la Izquierda, pág. 295.)

Como vemos, no se trata de que don Gustavo sea monárquico, sino de que muchos (como en estos días con la guerra de Irak) reivindican el republicanismo como panacea (incluso el de la II República), pero sin proyectos claros (a no ser los de echar a la «derechona» del poder, como se intentó en la II República de manera tajante, o, por parte de los nacionalistas fraccionarios, quebrar la unidad de España).

Como ya dijimos en el anterior artículo, en el plano del ejercicio (implícitamente) don Enrique rompe con su propia conceptualización de muchos acontecimientos y acaba por compartir buena parte de los análisis de Pío Moa, pero, explícitamente, no quiere dar su brazo a torcer, y prefiere (en paralelo a Negrín) seguir unido al bando de la historiografía progresista. Por eso cae en paradojas muy difíciles de justificar y que indican una «cerrazón ideológica» peculiar.

3. Un error imperdonable (para Moradiellos)

Esperando que don Enrique haya visto cuál era el contexto teórico desde el que partimos en la crítica a las «tres erres», trataremos ahora el que, en apariencia, es el aspecto que desencadena la mayor indignación de D. Enrique: mi (supuesta) mendacidad y trapacería al «sustituir» la palabra «reaccionario» por «revolucionario» al recoger un texto sobre el carlismo de nuestro historiador. (Se trata de un error cometido al citar la Revista de Libros, nº 66, en el que don Enrique contestaba a la réplica de don Pío Moa). Pero ya en nuestro anterior artículo, entre otras cosas decíamos, justo después de la errata:

«[D. Enrique] no ve que dentro del "liberalismo" (en la corriente "progresista" de la Restauración, y fuera de ella, en las "fábricas") se estaban incubando nuevas generaciones de izquierda (la libertaria o anarquista, cuyo "colectivismo" es muy distinto del bolchevique, y por eso muchas veces no formaban partidos institucionales). De la domesticación estatalista y gradualista del anarquismo surgirá la socialdemócrata (que aparece claramente en corrientes de la II República, la de Besteiro por ejemplo).» (los corchetes son míos.)

Y también:

«Como no ignora Moradiellos, en esa "colaboración contrarrevolucionaria" entre comunistas y "reformistas", quienes llevaron la batuta fueron los comunistas, y ellos también quienes se fortalecieron con enorme rapidez, y no los divididos, desconcertado e ineptos "reformistas", cada vez más débiles.»

Si, después de todo lo expuesto, D. Enrique sigue dudando de que tal errata fue inintencionada, pues no afectaba al fondo de nuestro enfoque (ontológico), tendrá que explicarnos «explícitamente» en qué se basa su interpretación en contra. Tomado de manera descontextualizada, y desde los mismos presupuestos teóricos de D. Enrique, el error puede parecer importante, e indignar si se utiliza como medio para desprestigiar al adversario. Pero puede comprobarse que yo no hago eso. Y su indignación sería justificable si no hubiera manera de borrar la «mancha» que tanto preocupa a su persona (sentimos ser simples mortales, y reconocemos que debemos poner más cuidado al citar). Pero, a pesar de todo, el Sr. Moradiellos sabe que en El Catoblepas la discusión es pública, sin «censuras» ideológicas, y cabe rectificar como es debido, justamente (dando a cada cual lo suyo), al menos así lo esperamos.

Pero, en parte nos alegramos del error de «sustitución» que cometimos, pues nos ha permitido profundizar en los temas tratados, y conocer mejor a D. Enrique, no sólo en el fondo. Nos preguntamos qué ocurriría si D. Enrique fuera el director de El Catoblepas, si hubiera permitido la publicación de artículos como los de Pío Moa, José Manuel Rodríguez Pardo (ver su magnífica recensión crítica en El Catoblepas, nº 10) o los míos. La cuestión de la censura tiene componentes políticos que nos hacen pensar que acierta don Pío Moa al considerar la visión, y el talante, del Sr. Moradiellos como «neostalinista». Pero como nosotros no admiramos ni a Stalin ni a Negrín, no nos resistimos a rectificar en lo que creemos justo.

Puede comprobarse (por las «obras» y resultados de mi construcción interpretativa) cómo la «sustitución» que realizamos no supone un desvío fundamental de la crítica (ontológica) que realizamos a la tipología mantenida por el Sr. Moradiellos, que es lo que nos importaba. A este respecto también estamos esperando su contestación. Dicha crítica la mantendremos mientras D. Enrique no nos convenza de la falsedad de nuestra perspectiva en el plano de la «filosofía de la historia», que es en el que pretendíamos movernos en ese momento.

Pero esta «disputa» interpretativa (de crítica ontológica sobre las corrientes políticas) es disociable de nuestro análisis de la estrategia argumentativa de D. Enrique (sobre todo en lo que se refiere a la «lectio» y a la «comentatio»), a pesar de que nuestro académico entrelaza ambos asuntos para intentar despachar de un plumazo todo nuestro artículo. Ahora bien, respecto al asunto de sus «maneras» de argumentar, aunque indigne a nuestro historiador, no contesta de forma convincente como para que rectifique al respecto. Simplemente pretende aprovechar nuestra metedura de pata (sustitución) para atribuirme sus mismas artes de lectura y comentario.

Quizá peque de «testarudez» (me cuesta aprender, no poseo la ciencia infusa, y necesito ver las cosas algo claras antes de asumir las explicaciones de los demás), pero de lo que no creo pecar es de «cerrazón ideológica». Y si él se siente indignado, yo no debería estarlo menos, y con más razón. Nuestro polemista no nos ha explicado, de momento, en qué me equivoco al atribuirle una peculiar manera de argumentar (analicé un montón de textos al respecto), y a dicha atribución llegué antes de leer los fascículos de Revista de Libros (tratados en el Epílogo). Y sin embargo D. Enrique pretende atribuirnos la misma metodología (y otros muchos vicios con relación a la «intención») por un solo «detalle» que (desde nuestras coordenadas) no tiene tanta importancia como el historiador académico pretende darle. Por cierto, reléase ¿Qué es la Filosofía? y entenderá lo que quiero decir con lo de «académico». No entendemos la clásica distinción entre «filosofía académica» y «filosofía mundana» (o vulgar) de Kant (aún no estaban institucionalizadas otras Facultades) como hace D. Enrique (menospreciando la sabiduría mundana), sino que criticamos el academicismo (con tendencias dogmáticas, escolásticas, y «sin implantación política» real en el presente, a pesar de que nos tacha de «presentistas») en que suelen derivar multitud de sabios, especialmente los universitarios. Por lo tanto, que no compare, ni de lejos, los Institutos con la Universidad, y particularmente algunas que conocemos bastante bien.

Pero analicemos los textos. En el último artículo D. Enrique dice así:

«La cuestión que no quisiéramos omitir bajo ningún concepto tiene mayor enjundia que todas esas trampas retóricas y se refiere a este juicio del interesado, tan atrevido y descortés como infundado y falaz:
"La línea argumental seguida por Moradiellos es similar a la utilizada con anterioridad: coger las citas por los pelos para interpretarlas como conviene, retorcer los conceptos para que expresen lo que uno quiere, atribuir al contrario la interpretación que a uno le interesa para rebatirlo (aunque pretenda decir lo contrario), &c."
Se trata de una requisitoria en toda regla que, de ser cierta y probada, nos invalidaría totalmente y para siempre como historiador, como persona y como legítimo y honesto adversario en cualquier discusión racional y sensata. Porque con falsarios mendaces de esa calaña, ¿a qué perder el tiempo con una discusión inútil donde haya que desplegar argumentos, razones y explicaciones? Lo propio y digno sería la denuncia rotunda de esa persona como falsaria y la consecuente declaración de incompatibilidad radical con la misma. Afortunadamente, es una imputación falsa, como puede comprobar el que se tome la molestia de leer con detenimiento y serenidad nuestro texto y las fuentes escritas en las que se apoya. Por eso el señor Sánchez Martínez no saca las conclusiones pertinentes de sus gravísimas acusaciones y se permite la licencia de dar por concluida su intervención «de momento». Pero lo más grave no es esa denuncia ni esa inconsecuencia. Lo más grave, a la par que triste, es que dichas imputaciones son rigurosamente aplicables a la forma de actuar y debatir de D. Antonio Sánchez Martínez. Lo afirmamos con todas sus consecuencias. Y para muestra de que no mentimos ni distorsionamos, baste el siguiente botón de prueba. Dice nuestro crítico en las páginas finales de su trabajo:
«...el Sr. Moradiellos suele interpretar a la izquierda como izquierda unida [una de tantas «gracias» presentistas que jalonan el texto], unívoca, sin desarrollos internos, y hasta incompatibles. Don Enrique contesta que:
«desde la crisis del Antiguo Régimen y hasta casi la actualidad, la dinámica sociopolítica europea, y por ende la española, no responde a un combate frontal dualista de «conservadores frente a revolucionarios», sino a una tensión triangular de «tres erres» genéricas: reaccionarios, reformistas y revolucionarios. Y así sucedió también en la España de la Segunda República como había sucedido en la España decimonónica, pese a la insistencia del Sr. Moa en percibir bajo el prisma dualista los conflictos entre moderados y progresistas (siendo ambos liberales mal que bien avenidos y enfrentados por igual a los revolucionarios carlistas y a los revolucionarios colectivistas» (Revista de Libros, nº 66).
Pero, lo primero es que el Sr. Moa no se atiene a tal esquema dualista, como él mismo explica en el anterior número de la revista. Y lo segundo, que el que tiende al dualismo (oscuro y confuso), a pesar de hablar de tendencias «genéricas», es D. Enrique. No se puede decir del carlismo que es un movimiento «revolucionario». ¿De qué? ¿Del sistema de propiedad? Por el hecho de defender una línea dinástica distinta no cabe hablar en esos términos. Además, según D. Enrique ¿es de izquierdas o de derechas? No establece distinción, básica en política. De hecho parece equipararlos con los «colectivistas» por ser, según él, comúnmente "revolucionarios".»
Así está escrito y así puede leerse. Y, sin duda, si nosotros hubiéramos escrito esos párrafos sobre el carlismo seríamos reos de ignorancia supina y merecedores de que nos expulsaran de la «Academia» en toda su intensión (lo que afortunadamente no somos, aunque sólo sea porque hemos podido leer en el número 15 de El Catoblepas el espléndido trabajo de Iñigo Ongay de Felipe titulado «De Vergara a Montejurra. En torno al libro de Jordi Canal, El Carlismo. Dos siglos de contrarrevolución en España»). Sin embargo, esa cita es una clara manipulación (como algunas otras efectuadas anteriormente, ya por «selección» ya por «confusión») de nuestras propias palabras. Porque en la fuente originaria de esa cita falseada (la madrileña Revista de Libros, nº 66, de junio de 2002, en la sección «Cartas al Director») puede leerse taxativamente que el párrafo central de nuestro texto reza así:
«Y así sucedió también en la España decimonónica, pese a la insistencia del Sr. Moa en percibir bajo el prisma dualista los conflictos entre moderados y progresistas (siendo ambos liberales mal que bien avenidos y enfrentados por igual a los reaccionarios carlistas y a los revolucionarios colectivas)."» (Los corchetes sobre la «gracia» son de Moradiellos)

Para empezar, diremos que D. Enrique recorta un texto del inicio del apartado 12 (primera cita), cuyo sentido reitero en varias ocasiones antes de haber concebido el Epílogo, y en la que critico la manera de argumentar del Sr. Moradiellos, como hemos dicho más arriba. Y dicho texto lo une al del Epílogo (en que disputo sobre un asunto de «filosofía de la historia»: las «tres erres») en que se me escapa la mencionada sustitución de «reaccionarios» por «revolucionarios».

Repetimos. La cuestión sobre la manera de «leer» y «comentar» de don Enrique no puede confundirse, como él mismo pretende, con la «disputa», propiamente ontológica, sobre la pertinencia y potencia de la tipología de las «tres erres», para afrontar la cual me apoyo en la autoridad de Gustavo Bueno. Pero a don Enrique no parece gustarle que aparezcan dichos apoyos (no ha comentado ni uno sólo de los textos de mis anteriores artículos en que cito al profesor admirado por ambos). Mi texto al respecto dice así:

«A continuación Moa habla de las distinciones entre las distintas corrientes políticas de la época. Y debemos decir que se acerca bastante a la tipología desarrollada por Bueno (al menos distingue diversos tipos de izquierdas). Sin embargo el Sr. Moradiellos suele interpretar a la Izquierda como izquierda unida, unívoca, sin desarrollos internos, y hasta incompatibles.»

En este texto no trato su manera de «comentar» a Moa (como quiere darnos a entender al enlazarlo con la primera cita, para atribuirme un estilo similar al suyo), sino la generalidad de su tipología de las «tres erres», en la que se reitera, lo mismo que en otros errores, «erre que erre» (esto sí es una «gracia», no mi mención a la «izquierda unida»). El Sr. Moradiellos no debe haberse leído, con detenimiento, El mito de la Izquierda. Y, sobre si es «presentista», lo veremos con deteminiento en la siguiente sección.

Resulta sorprendente que una mente tan lúcida y sublime como la de D. Enrique no capte los matices y, quizá por ello, se indigne con tanta facilidad, como le ocurrió con el texto en que Moa califica a Azaña de «promotor abierto del extremismo», que cité al final del artículo anterior.

El error cometido por mi persona (y respecto al cual rectifico públicamente sin el menor reparo, aunque me pese mi torpeza o falta de atención) no es asimilable, sin más, a lo que D. Enrique pretende, y sin habernos contestado como es debido (lo acabaremos de demostrar en la sección dedicada a su «Gnoseología»).

Sobre mis (supuestas) posteriores intenciones al comentar el «revolucionarismo» (errata) de los carlistas cabe el descargo de que no ahondamos en la «herida» que tanto indigna a D. Enrique. Si hubiéramos «leído lo que nos hubiera gustado» habríamos resaltado mucho más la (supuesta) identificación entre el carlismo y la izquierda, pero lo que intentamos destacar es «respecto a qué» sería «revolucionario». Lo que nos interesaba era criticar la tipología misma por su generalidad, por su oscuridad y confusión, que no permite una determinación clara y distinta de las izquierdas y la derecha en sentido político. Nuestra crítica fundamental se centraba en apuntar que tal clasificación «errática» no sirve para clarificar la distinción entre izquierdas y derechas, sino que la «presupone» (posicionalmente) o las determina con parámetros y variables etológicas o eticistas (y que puede extenderse a cualquier actividad operatoria). Como hemos visto, D. Enrique no parece tenerlo muy claro. En el mismo párrafo citado anteriormente, D. Enrique menciona el artículo de Íñigo Ongay sobre el libro de Jordi Canal que se titula, precisamente, «El Carlismo. Dos siglos de contrarrevolución en España». De tal manera, el texto de D. Enrique, podría ser interpretado (que es a donde yo iba al criticar su indeterminación) sustituyendo «reaccionario» por «contrarrevolucionario». Con lo que nos encontramos que, aunque Moradiellos no pretende identificar al carlismo con la izquierda, sin embargo sí que lo llama implícitamente (contra)revolucionario, pero dando por supuesta la definición de la izquierda revolucionaria. De hecho, como ya hemos dicho, en su escrito de El Catoblepas, nº 16, y al contestar a D. Pío Moa, el Sr. Moradiellos desarrollará tal tipología de manera que la «desborda» y anula su operatividad (por ejemplo, también llama «contrarrevolucionario» al PCE: ¿no sería de «derechas» según su terminología?).

Pero, volviendo a la cuestión de las maneras de «leer» y «comentar», aún hay más. Repasando las citas encontramos que nuestra transcripción del texto de la Revista de Libros, nº 66, y la que hace D. Enrique no coinciden. Cualquiera podrá comprobar que el texto que yo transcribo se ajusta a la realidad, exceptuando la sustitución mencionada y un paréntesis final que se ha debido perder en el tratamiento del texto de El Catoblepas (no creo que el ejemplar que fotocopié de una biblioteca municipal sea una excepción).

En principio parece un simple error de transcripción. Pero nos atrevemos a sugerir que D. Enrique empieza a desembarazarse (en el ejercicio, aunque no quiera rectificar teóricamente) de dicha tipología, porque no es potente para cubrir todos las corrientes políticas que se dieron en la Segunda República, sobre todo las opciones múltiples y heterogéneas de la izquierda. Por eso creemos que D. Enrique, indignadísimo, transcribe su propio texto eludiendo mencionar dicho periodo de tiempo. El Sr. Moradiellos dice que su texto «reza» así:

«Y así sucedió también en la España decimonónica, pese a la insistencia del Sr. Moa en percibir bajo el prisma dualista los conflictos entre moderados y progresistas (siendo ambos liberales mal que bien avenidos y enfrentados por igual a los reaccionarios carlistas y a los revolucionarios colectivas).»

Pero el texto original dice:

«Y así sucedió también en la España de la Segunda República como había sucedido en la España decimonónica, pese a la insistencia del Sr. Moa en percibir bajo el prisma dualista los conflictos entre moderados y progresistas (siendo ambos liberales mal que bien avenidos y enfrentados por igual a los reaccionarios carlistas y a los revolucionarios colectivas).» (Las cursivas son mías, corresponden al texto «cortado» por D. Enrique)

Como tengamos que ir a misa con los rezos de D. Enrique lo tenemos crudo. Se aprecia que el adverbio «también» sobra si no hace referencia a otro periodo de tiempo (el de la II República). Pero así son las cosas. Seguramente D. Enrique se ha percatado de que en la Segunda República el panorama político, sobre todo en las Izquierdas (con las nuevas generaciones surgidas al compás de las Internacionales), no permitía la utilización de una tan genérica clasificación, propuesta para criticar a Moa. Y le preguntamos, inquisitorialmente, ¿tanto le cuesta rectificar y asumir los propios errores? ¿Es que un profesor académico, universitario, no puede confundirse? ¿Debe saberlo todo?

3.1. Moradiellos Protestante

Y entramos en el capítulo de las acusaciones, las responsabilidades y las rectificaciones, sobre las «maneras de argumentar». Debemos advertir que, en este asunto al menos, D. Enrique nos resulta muy «protestante».

Si D. Enrique piensa que le acuso de falsario, y que nos equivocamos al respecto, debería corregir (rectificar a través de la correspondiente justificación demostrativa) nuestro análisis en las ocasiones en las que así se deduce. Si así lo hiciera yo asumiría mi responsabilidad y reconocería mi error (rectificaría también pública y abiertamente). Pero el Sr. Moradiellos no ha corregido las «pruebas» aportadas, al menos «de momento». Lo que ha hecho es desviar toda la atención (la supuesta prueba de la carga) hacia un error de «sustitución» nuestro, que se aprecia claramente que no es intencionado (del asunto de las «fuentes» hablaremos en la sección de Gnoseología). Y, aprovechando dicho error pasa a «reflejar» sobre nosotros la misma acusación (sobre la «línea argumental», que pertenece a otro plano). Esto le permite, además, borrar de un plumazo, sin análisis, nuestra crítica a la tipología de las «tres erres». Como vemos, pretende sacar mucha tajada sin mucho esfuerzo, aprovechando un error (involuntario) ajeno. Pero, repetimos, respecto a nuestra acusación no demuestra que sea equivocada. Además ésta no era más contundente, no decía que D. Enrique es un falsario, porque teníamos lógicas dudas (siendo la primera vez que analizábamos sus textos en una disputa) que esperábamos que D. Enrique disipara.

Tras dichas aclaraciones, de producirse, hubiéramos asumido nuestras responsabilidades por los errores cometidos y hubiéramos rectificado públicamente (como de hecho hacemos con el error no intencionado de sustitución, que debíamos haber evitado de ser más cuidadosos). Pero D. Enrique no nos ha demostrado nada en contra de lo que dijimos. El que acusa de algo, debe aportar pruebas al respecto, y nosotros aportamos bastantes ejemplos de lo que decimos. Pero D. Enrique (el que se defiende) debe demostrar, a su vez, que las pruebas inculpatorias son falsas. No se puede saber con absoluta certeza, de entrada, quien tiene razón. Es en el diálogo (dialéctica) entre los sujetos como se va formando su conocimiento. Pero D. Enrique no me aporta ninguna contraprueba, respecto a mi acusación, que provoque en mí un conocimiento más claro de lo que dije, y que me permita rectificar los posibles errores cometidos en dicha dialéctica.

Del mismo modo, respecto a la acusación (refleja) del Sr. Moradiellos sobre nosotros, debería rectificar si le demostramos, como estamos haciendo, que no es cierta. Debería rectificar si justificamos racionalmente que nuestra «línea argumental» no es similar a la suya, porque las «pruebas» que ofrece para mantener la acusación no son consistentes, no «justifican» el supuesto «descubrimiento» inculpatorio.

Y es que, desde nuestro punto de vista, y en contra de lo que piensa D. Enrique, las acusaciones (procesos de descubrimiento) son abiertas hasta que se demuestre (justifique) que quien acusa está equivocado, porque no somos dioses absolutamente seguros de todo lo que decimos, hacemos y proyectamos (esto forma parte del «materialismo filosófico»). Hay asuntos (prolépticos) que se ven con mayor claridad retrospectivamente, a través del diálogo, de la dialéctica que tanto le gusta a D. Enrique mencionar. Eso sí, una vez que se ha demostrado el error se deben asumir las responsabilidades (ligadas a la «causalidad proléptica») y rectificar. Pero no se puede rectificar (de una supuesta acusación equivocada) cuando no se ve el error, cuando aún no se ha demostrado, no se ha «justificado» que dicha acusación es falsa (le volvemos a recordar que no hay «hechos descubiertos» hasta que no se han «justificado»). Somos humanos, al menos yo.

Por el contrario D. Enrique, en la «línea argumental» que estamos defendiendo en este artículo, parece presuponer (cual Dios omnisciente, con ciencia de simple inteligencia y de visión) que ciertas personas pueden saberlo todo desde un principio (sobre todo los «predestinados» a salvarse, que tienen indicios de que «desde lo alto» alguien les ha elegido para tal fin, sin necesidad de poner en juego sus «obras», sus argumentos, su conocimiento, su realidad «in fieri»). Y, por esto mismo, dichas «personas» (cuasidivinas, que se justifican por la fe) no precisan «rectificar» de nada, porque no pueden equivocarse, porque todo ocurre según un orden, proyectado «por encima de la inteligencia humana», sobrehistórico, sobrepersonal, aprudente. Sólo las mentes privilegiadas, además, podrían hacerse isomorfas con dichos planes, ocultos al resto de los mortales, que nos condenaremos sin «rectificación posible».

Por lo tanto, visto lo visto, dudamos mucho que nuestro académico, una vez cotejadas nuestras contrapruebas, saque las «consecuencias» de las que habla, para corregir su teoría (acusatoria refleja), pues rectificar no parece ser parte de su divino habituario.

Desde mi pobre punto de vista terrenal, sólo es posible conocer preguntando (inquisitorialmente) aquellos aspectos de la realidad que no vemos con claridad y distinción suficiente (que nunca es absoluta). Y eso nos lleva a «acusar» a los demás respecto a lo que consideramos injusto (mal ajustado) y fuera de lugar. A la naturaleza no se la puede acusar de nada, ni justificar sus fenómenos y apariencias. Lo que se hace es tratar de explicarlos. Con los sujetos prolépticos, sin embargo, sólo cabe la demostración de tipo justificativo, atendiendo a las consecuencias de sus prolepsis, que sólo se ven con claridad suficiente «retrospectivamente». En este sentido yo esperaba que las «injusticias» que observaba en la manera de argumentar de D. Enrique, como parte de prolepsis argumentativas, se siguieran manifestando o se corrigieran (con mayor claridad) posteriormente. Pero ya vemos que D. Enrique no demuestra que sus prolepsis no fueran las que yo le atribuyo. Y, además, parece reiterarse en el mismo tipo de proyectos.

Si alguien no acusa a otro se debe a que no lo considera responsable de sus actos, y si hace algo mal es porque piensa que está «predestinado» a hacerlo (como un hipotético niño absolutamente irresponsable, lo cual deja de suceder paulatinamente, dependiendo del tipo de educación que se imparta). Pero no es mi caso con D. Enrique, al que considero con capacidades prolépticas para «justificarse» racionalmente, para salvarse por sí mismo (con ayuda de las demás personas «humanas»). Y lo mismo pido que piense D. Enrique respecto de mi persona, que tengo posibilidades de «salvarme» con su ayuda, aunque le acuse de asuntos que veo como injustos, porque sólo con su «Gracia» (no sobrenatural), y con la de otros, podré ser mejor persona.

Pero acusar sin aportar ninguna prueba (sin ayuda graciosa), lo mismo que negarse a rectificar las pruebas del acusador, es como pre-condenar irremisiblemente al contrario, como si se lo hubiera ganado sin ningún mérito (como si sus obras, sus «argumentos» probatorios, no contasen nada), y, por lo tanto, no merecería ninguna ayuda por parte del contrario. Es como si estuviera «predestinado» a tal fin, a no salvarse según un plan oculto (aunque se deja entrever por ciertos síntomas, como el de ser «mundano»).

Con la lotería (protestante) ocurre algo similar, pues acumula más el que más tiene (sin méritos propios), y se condena el que nada tiene y nada se merece, según dicta la «predestinación» que todo lo sabe (según un plan oculto, azaroso). Por eso, para una persona que se haya empapado de la moral protestante (y en la «progresía» española ha calado hasta el tuétano) los errores son imperdonables, porque son «humanamente» incorregibles (nadie puede ayudarle a salvarse, aunque se disimulen los síntomas con caridades insustanciales políticamente). El que comete un error (el delincuente, el asesino, el maleducado, &c.) no es dueño de sus actos, está condenado desde antes de nacer, y nunca será persona (mucho menos «académica»).

Pero, desde nuestro punto de vista «católico» (aunque ateo y «humano, demasiado humano»), sólo a través del verdadero diálogo (dialéctico, con las contradicciones propias de todo proceso de aprendizaje y conocimiento) con las correspondientes acusaciones e inquisiciones, es como nos podemos constituir como personas (responsables moral y políticamente). Pues cabe rectificar los errores, a no ser que sean irreparables los perjuicios causados en la integridad física o moral de las personas.

Diríamos, por tanto, que Moradiellos se justifica por la fe en un plan oculto (no argumentado, no «manifestado» en una obra con pruebas) al que tienen acceso los que están, aunque no puedan representárselo con claridad y distinción, en la Teoría Verdadera (los que se van a salvar). Se justifica por la fe en una Teoría (sobre mi culpabilidad) cuasidivina, en la que los argumentos brillan por su ausencia, y que, por eso mismo, no es rectificable por las consecuencias derivadas de la argumentación. Pero no se puede, al menos nosotros, decir toda la verdad sobre la guerra civil en un solo artículo, ni en dos, ni en una vida, porque su verdad es «infecta», y sólo demostrará su mayor potencia en polémica con otras opciones, también «humanas». Y para demostrar su potencia, y dado que no se puede decir todo de una sola vez, necesitamos «preguntar inquisitorialmente» y cuestionar lo que nos parece mal ajustado.

Las pruebas presentadas por D. Enrique al acusarme, respecto a la «sustitución» mencionada, son evidentes. Y rectifico públicamente, por justicia. Pero es injusto totalmente (mientras no se demuestre lo contrario) decir que yo soy un «falsario» sin ninguna prueba al respecto. Si el Sr. Moradiellos quiere rectificar que lo haga, y si no, con su pan se lo coma. Peor iba a quedar su honor si no argumenta como es debido, y si no obra en consecuencia. Pero por mi parte que no quede duda de que aportaré toda la inteligencia y la diligencia que pueda para que se salve (aunque no lo pueda hacer de golpe, pues no estoy en posesión de ninguna verdad absoluta), y aunque D. Enrique menosprecie nuestra humana labor (por la fe).

Esta disputa debería ser como un juicio (humano) en el que no se puede dictar sentencia hasta que los bandos enfrentados (en este caso ambos acusadores y acusados) desarrollen sus argumentos. Sólo si el juicio se presupone presidido por un juez «divino» cabría condenar o salvar a las partes antes de empezar la disputa de Justas. Pero si ese juez fuese divino, si fuese omnisciente, entonces el juicio mismo (con sus argumentaciones) no tendría sentido.

En conclusión lo que yo puedo hacer, en este momento, es disputar con nuestro historiador de la manera más provechosa posible para los intereses de España (según mi humano y español punto de vista). Pero como no tengo la absoluta certeza de no equivocarme, rectificaré aquellos errores de los que yo mismo sea responsable, no de los que me atribuyan, sin pruebas, los demás. Lo bueno, a pesar de algunos, es que las divergencias pueden desarrollarse, con mayor o menor racionalidad, en El Catoblepas, y de una manera abierta y pública.

4. No se puede eludir el Presente

Vamos a tratar a continuación brevemente otras concepciones ideológicas (con relación a las ideas de pasado, presente y futuro) que, al menos en ejercicio, D. Enrique intenta justificar (nematológicamente) y que también afectan a su concepción ontológica de la historia y a su gnoseología de la Historia.

¿Por qué confunde D. Enrique el «presentismo» con la búsqueda, desde el presente, de los materiales que conformaron los proyectos políticos de aquella época?

En este asunto hay que considerar varios aspectos:

El período mencionado no es del «pasado» propiamente dicho (según Bueno influiría en nosotros, pero nosotros también en algunos de sus personajes, que aún están vivos. «Al presente podría dársele el radio (tomando como centro nuestra generación) de un siglo, pues más o menos ocupan un siglo los hombres vivos que influyen sobre mi generación y aquellos en los que mi generación influye» (entrada 438 del Diccionario filosófico de Pelayo García Sierra, pág. 450).

En la Historia se da lo que se podría llamar «dialelo histórico» (en paralelismo con el «dialelo antropológico»), de tal manera que no podemos neutralizar el punto de vista (presente) desde el que miramos. Y los distintos enfoques «etic» (respecto a nuestros antepasados) no podrán «coordinarse» armónicamente en un enfoque «común» esencial. Esto implica que hay que «tomar partido», hay que definirse políticamente.

«Dialelo antropológico: Situación determinada por la estructura gnoseológica del campo antropológico [histórico, diríamos en este caso] en virtud de la cual, y a fin de alcanzar una construcción racional dada en el ámbito de ese campo, se hace necesaria proceder circularmente ("dialelo") pidiendo, en cierto modo, el principio de lo que busca ser construido. La "construcción del hombre" [en nuestro caso podría ser la construcción de España y de los españoles, salvando las distancias entre Antropología e Historia], en sentido de la teoría de la evolución, sólo puede llevarse a cabo cuando reconocemos que el hombre ya se ha producido (...) Un tratado sobre España, en el sentido histórico, debe partir ya de España como realidad dada en el presente [¿le parece esto «presentismo» a D. Enrique?]. De otro modo, es imposible "deducir" a España, por ejemplo desde las premisas jurídicas dadas en una Constitución, como la de 1978, que necesariamente supone ya el dialelo de España. En general las naciones canónicas se apoyan siempre sobre un dialelo antropológico-histórico; y es imposible "deducir" de unas supuestas premisas abstractas o voluntaristas la realidad de una nación canónica cuya existencia histórica no esté suficientemente acreditada, salvo en una historia ficción que confunde el concepto étnico de nación con el concepto canónico de la nación política.» (España frente a Europa, págs. 461 y 462. Los corchetes son míos. Las págs. 64, 65 y 66 del artículo de Bueno, Diez propuestas "desde la parte de España" para el próximo Milenio, también nos parecen fundamentales en este caso, publicado por el Ayuntamiento de Oviedo, y accesible también en la web de la Fundación Gustavo Bueno).

Por esto mismo hemos criticado los presupuestos políticos abstractos que deducimos de la visión de D. Enrique Moradiellos. Su apelación a la defensa de la República, al bando populista, como «democracia española» –sin especificar, entre otras cosas, que el otro bando también era «español»–, al «Derecho internacional», &c. Y también es criticable su visión ingenua al hablar de la perspectiva «etic», como si fuese (en el plano del ejercicio de D. Enrique) la de la «Humanidad» o la del historiador «neutral» («sobrehistórico», que conoce los hechos, sin ver que «hay que tomar partido» para entender –canalizar– las reliquias y los relatos). Negrín en su día tomó partido por la URSS (que se valía también de todas esas «abstracciones» para llamar a su revolución). Don Enrique, mucho nos tememos, tampoco parece tomar partido (político) por España, y desde España. Si no es así, que nos lo aclare.

La organización de los ortogramas conlleva la estructuración de materiales «suprasubjetivos» que atraviesan diversas generaciones, y, muchos de ellos, se mantienen en la actualidad. ¿Cómo explica D. Enrique el proyecto separatista del PNV sin atender a lo que nos ha explicado Jon Juaristi? Defínase por favor, mójese un poco, «implántese políticamente». Aunque parece identificarse con Negrín, sin embargo no se moja «explícitamente» en el presente que está preñado, en gran medida, por aquella etapa histórica.

A nivel subjetivo, y dado que todo individuo se da enclasado, las prolepsis sólo se conforman con materiales obtenidos de las anamnesis pretéritas, y, dado que la guerra civil está ahí mismo, no es de extrañar que mucha gente se «reconozca» a través de proyectos (con las correspondientes transformaciones) propios de aquél período. (Reléase don Enrique el artículo de don Gustavo en que critica la «memoria histórica común».) Es decir, los ortogramas (colectivos) siempre deben ser asumidos (con una causalidad proléptica, con «responsabilidad») por las conciencias individuales, que son las que «operan» con los planes y programas, aunque éstos contengan componentes suprasubjetivos que canalicen las conductas. Así ocurre con el plano de un edificio aún no construido, que no puede ser «percibido» globalmente por el arquitecto (pues en realidad parte de edificios previos en su «diseño»). Pero dicho plano (proyectado por el arquitecto) guía la conducta de los aparejadores, capataces, oficiales y peones en distintos niveles de «programación». Otro tanto cabría decir de una guerra, &c. (ver de Gustavo Bueno, «El individuo en la historia», Universidad de Oviedo, pág. 86.) Nos dice Gustavo Bueno:

«Pero este individuo es el que le interesa a la Historia: El individuo en cuanto es una conciencia operatoria. Y la conciencia operatoria, en cuanto tal conciencia apotética, es individual y en cuanto operatoria incluye alternativas, planes diferentes, que deberán tenerse en cuenta para entender émicamente el mismo curso del proceso histórico [no es presentismo]. Los jefes políticos o militares, por ejemplo, son operadores (como los propios soldados); pero sus operaciones son de orden o rango enésimo, digamos, porque contienen en su ámbito operaciones de alcance menor...» (Gustavo Bueno, El individuo en la Historia, pág. 86. Los corchetes son míos. Ver también la «Conclusión Gnoseológica».)

Todo esto implica que, ontológicamente, no cabe presuponer el discurrir histórico guiado desde lo alto (determinado por un «plan oculto»), negando la responsabilidad proléptica a los sujetos humanos que intervienen en la historia (a la manera del calvinismo, por ejemplo). Los sucedáneos del Dios de la ontoteología se sitúan hoy día en otros lugares (la Humanidad, el código genético, el ambiente, la sociedad, &c.), pero, en todo caso, acaban negando el papel del individuo proléptico, personal y humano, en el acontecer histórico; acaban negando su prudencia.

Y, desde el plano de la nematología de la Historia, no se puede entender la labor historiográfica desde coordenadas «sobrehistóricas», como si fuese posible entender los sucesos del pasado «desde lo alto», o «desde la Humanidad», como si el historiador fuera el Dios desde el que se entiende el Mundo tras la Inversión Teológica.

Algo de esta crítica respecto a los proyectos populistas («doctrinas democráticas, humanista liberales, progresistas», &c.) es lo que captó, a su manera, el General Rojo. En el bando populista falló el proyecto (confuso y oscuro), por su multiplicidad de componentes inasimilables por ningún sujeto humano (y en el bando negrinista ni siquiera «español»). Tampoco Stalin, que intentó desviar dicho proyecto hacia su terreno, era Dios. Pero eso sólo hemos podido comprenderlo mejor retrospectivamente. Tampoco los planes y programas de Stalin eran muy claros para sus ejecutores de distinto rango. De ahí su «impotencia» respecto a otros «modos de producir», de canalizar las Bases. Cuando D. Enrique se identifica con Negrín no sólo se identifica con un «Modo de producción» genérico (desde un punto de vista economicista, alfaoperatorio), sino que se está identificando con un Modo de Producción soviético, dirigido desde la URSS (como parte formal de la Historia Universal). Porque los estados, en lo que tienen de totalidades atributivas, sinalógicas, causales, no se reducen a Totalidades distributivas (compuestas de individuos genéricos), pues los ciudadanos de distintos países no suelen ser «sustituibles» ni «conexos».

Teniendo en cuenta todo esto podríamos decir que D. Enrique no sólo trata el periodo de tiempo debatido como si fuera de un «pretérito perfecto» (aunque se represente lo contrario), sino que, sobre todo, cae en una especie de «sobrehistoricismo» que pretende sustancializar los hechos historiografiados desconectándolos del presente. ¿Qué sentido tendría entonces la Historia de España? ¿Qué sentido tendría entonces la Historia Universal (desde España)?

5. La Gnoseología (representada y ejercitada) de Moradiellos

Podríamos decir que, aunque D. Enrique se autorrepresente como buenista, o, al menos, como admirador de la filosofía de Gustavo Bueno (de su filosofía de la Historia y de la historia), no creemos que su concepción de las mismas se parezca mucho a lo que el asturiano de adopción nos ha transmitido. En su ejercicio no es tan materialista. Desde el plano gnoseológico el problema está, entre otras cuestiones, en que D. Enrique no parece ver que su labor historiográfica está cruzada por múltiples ideas cuya estructuración (representada y, sobre todo, ejercitada) influye en la «construcción hermenéutica» que desarrolla. De ahí, por ejemplo, su pretensión (gnoseológica, más que de «metodología» historiográfica) de que los datos, hechos o detalles «heurísticos» sean la base firme que soporta la construcción historiográfica (el «enfoque» más o menos global, desde una perspectiva marxista con fuertes componentes idealistas y mentalistas). Decir que los datos son potencialmente «neutros» no resuelve nada, en todo caso lo oscurece más, pues hay que explicar cómo se desarrolla dicha «potencialidad». Si se supone que hay algo externo que modifica los datos (por ejemplo la canalización proléptica del historiador) entonces hay que dar un papel «activo» al «enfoque». Pero eso es algo que, en el plano de la representación, D. Enrique no parece estar dispuesto a hacer, pues significaría «rectificar» su propia construcción teórica (descripcionismo gnoseológico), y eso sólo es propio de seres humanos mundanos.

D. Enrique concibe los «datos» (los «detalles») como la base (los cimientos) que soportan la construcción teórica (el enfoque). Pero esa concepción presupone (en ejercicio al menos) que los sujetos gnoseológicos (los científicos «humanos») no pintan nada en tal interpretación (serían como la materia pasiva que recibe las formas exteriores). Pero como esto no debe cuadrar en la inteligencia de nuestro académico, ocurre que en la práctica (en el ejercicio) D. Enrique desarrolla su labor al modo «teoreticista». Esto significa que presupone una mente («sobrerracional», divina, infalible, probablemente la suya) que da las claves interpretativas de los fenómenos (reliquias y relatos) que se le aparecen al historiador. Es decir, en la práctica lo que ocurre es que para Moradiellos la Historia es objetiva, (alfaoperatoria), y nos la dicta una mente privilegiada (sobrehistórica) que sólo algunos elegidos tienen la suerte de descifrar (aunque hable de «ajustes dialécticos» de las «distorsiones», o nos diga que el pasado no es «perfecto», dentro de la misma concepción «descripcionista»). No ve que los «datos» historiográficos no son como los fenómenos de las llamadas «Ciencias Naturales» (en los que cabe la neutralización de las operaciones del «científico»), sino que en las reliquias y los relatos de los que parte el historiador hay que contar con sujetos prolépticos. Esto significa que el científico, si quiere llegar a entender los fenómenos históricos, no puede neutralizar sus propias operaciones «prolépticas», porque son paralelas, en gran medida, a las del protagonista histórico.

La Teoría del conocimiento (científico) de Moradiellos (que también influye en la canalización de la «heurística») se aprecia (al menos en ejercicio) en la misma interpretación que hace de mis afirmaciones. Al paso aprovechamos para responder a otras acusaciones vertidas en su artículo sobre nuestra supuesta «mendacidad» y «trapacería». En un momento de su artículo Moradiellos reconstruye nuestro texto de la siguiente manera:

«Como cuando nos conmina a declarar "en qué fuentes se basan los autores alemanes e italianos, mencionados por Moradiellos, para formar sus interpretaciones?": como si no nos hubiéramos extendido sobradamente en su relación nominal en el texto («Ufficio Spagna» del Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia, &c.).»

Pero el texto mío dice:

«Por cierto, y hablando de los "investigadores", ¿en qué fuentes se basan los autores alemanes e italianos, mencionados por Moradiellos, para formar sus interpretaciones? ¿Es que no son importantes las mismas "obras" (conductas manifiestas), muchas veces en contra de lo "escrito" o declarado por los autores? ¿Por qué a Moa le exige un registro detallado de cada hecho, y no lo exige para otros muchos intérpretes?»

En primer lugar mi pregunta no se refiere a las fuentes (heurísticas) del Sr. Moradiellos, como él interpreta, sino a las fuentes de los principales protagonistas de la guerra civil en el momento de construir, también, su interpretación de la realidad (por esto mismo parece que D. Enrique no entiende algunas cuestiones gnoseológicas que planteo alrededor de la «objetividad» o cientificidad de la Historia), y a las fuentes de personajes que les rodearon, que también eran protagonistas a su manera: periodistas, diplomáticos, hombres de negocio, &c., y que eran «autores» de los informes que se encuentra heurísticamente D. Enrique (pero cuyo contenido hermenéutico no puede mostrarse –neutralmente– como un descubrimiento revelador hasta que no se justifique argumentalmente, desde alguna «parte» que también es «juez»).

Leyendo la cita en su contexto, y desde nuestra perspectiva gnoseológica, se puede entender que me refiero a los componentes «ideológicos» que canalizan la propia perspectiva «emic» de los personajes históricos. Dicha cuestión la planteo con «intérpretes» (militares, gobernantes, diplomáticos, hombres de negocio) de la época que menciona D. Enrique. Y la planteo porque dichos intérpretes también tenían que saber diferenciar entre las intenciones (finis operantis) y las obras (finis operis) que forjaron los protagonistas (según diversos grados de responsabilidad). Pero también tenían que diferenciar entre lo dicho con sinceridad (perceptible por sus actos en muchas ocasiones) y la propaganda mendaz. En los casos de Negrín y de Azaña cabe aplicar esta distinción en más de una ocasión, como reconocen quienes les trataron. D. Enrique, por su «identificación», más o menos estrecha, con ambos personajes no quiere, o no puede, diferenciar entre su autorrepresentación «reformista» (respecto a distintos parámetros y variables: religiosas, sociales y, sobre todo, la eutaxia de España) con su ejercicio realmente «revolucionario» (respecto a la independencia y eutaxia de España, sobre todo).

En segundo lugar, como D. Enrique entenderá fácilmente, no estamos capacitados para cuestionar, en general, la validez de las fuentes del historiador académico. Pero, como hemos repetido reiteradamente, hay muchas maneras (ideológicas) de canalizar la investigación y de interpretar las fuentes, como acabamos de ver que hace D. Enrique con mi propio texto. Más aún, la gran mayoría de los personajes citados por el mismo Moradiellos (en su labor heurística) en La perfidia de Albión tienen un enfoque de la realidad, desde nuestro punto de vista, muy semejante al de Pío Moa. En muchas ocasiones, como decíamos, D. Enrique parte de materiales muy similares a los de Moa. Pero son los componentes ideológicos más generales (propios de la historiografía progresista) los que le impulsan a mantener «construcciones» hermenéuticas divergentes que canalizan el agua de la investigación hacia su propio molino. Como simple botones de muestra pueden verse las págs. 33 y 34 de dicha obra, cuando distintos mandatarios británicos ven en Azaña (como luego verán a Negrín) al «caballo de Troya» de los comunistas.

Volviendo a lo de antes, dice Moradiellos (interpretando nuestras palabras):

«O como cuando inquiere: «¿está seguro D. Enrique de que no hubo 'materialización' de ayuda francesa antes del 7 u 8 de agosto»? Como si no se dedicara una buena parte del texto acusado de «prolijo» precisamente en demostrar esa afirmación sobre la base de la documentación interna francesa y de alguna de procedencia española. Con la particularidad de que, respecto a la quizá excesiva glosa que hacemos de un documento interno franquista, la curiosidad natural de nuestro crítico se revela insaciable y le lleva a declarar, contradictoriamente, que "Es una pena que D. Enrique no se extienda más sobre un documento tan genérico para aclararnos lo que pretende".»

Respecto a la «documentación interna francesa» nuestro polemista no nos dice nada sobre nuestra apreciación, creemos que razonable, de que tales pruebas se refieran al registro aduanero, más aún conociendo la actitud de Francia entonces. Pero, además, se niega a darnos más detalles (heurísticos) respecto al documento interno franquista, que nos parecía muy genérico. Prefiere decir que nos contradecimos. Pero dicha contradicción sólo sería viable si se admite «lo que me hace decir» (dando a entender que dudamos de sus fuentes, cuando yo hablo de las de los protagonistas y observadores de entonces). Nuestras dudas, que no nos aclara D. Enrique, se deben a que dicho documento franquista habla de la «intervención» de Francia «después de dos o tres meses» (de empezada la guerra). ¿Cómo no precisa dicho documento las fechas, cuando el mismo Moradiellos habla del 7 u 8 de agosto? ¿Tanto le molesta a D. Enrique nuestra curiosidad? ¿Tan «tosca» e «ilógica» es? ¿Qué es lo que realmente le molesta a D. Enrique, aunque no lo represente explícitamente?

Se equivoca D. Enrique si cree que minusvaloramos, en general, su labor heurística. Pero dicha labor «investigadora» no es independiente (aunque sea disociable) de la hermenéutica (ideológica siempre). No sabemos si ese es el motivo por el que no admite a D. Pío en la «Academia de la Historia».

5.1. El cerrojo teoreticista

La Gnoseología de D. Enrique, desde nuestro punto de vista, es muy cercana (aunque se autorrepresente como admirador de Bueno) a la que el Sr. Ferreras (de mi artículo de El Catoblepas, nº 14) le atribuía implícitamente a Pío Moa. Como hemos comprobado con el «enigma Negrín», D. Enrique no tiene en cuenta que la Historia trata con individuos que operan a través de proyectos, y que si éstos no se cumplen (cuestión que se aprecia con mayor claridad retrospectivamente), hay que rectificarlos, atribuyendo a cada protagonista la responsabilidad que le corresponde según el rango de poder que detentase. Lo contrario es presuponer un «plan oculto» («constructo teórico») diseñado desde lo alto, o desde la Humanidad, que los personajes desarrollarían sin la menor responsabilidad «proléptica» (sobre todo si son del propio bando).

Veamos, como contrapunto a Moradiellos, un ejemplo de la gnoseología (ejercitada) de D. Pío Moa. Desde nuestro punto de vista, su gnoseología recoge bastante bien el «circularismo dialéctico» que defiende D. Gustavo Bueno al hablar de la actividad de los «científicos». En sus interpretaciones (construcciones teóricas) Moa atiende no sólo a los «proyectos» desde el punto de vista «emic» de los protagonistas y su «finis operantis», sino que los enfoca desde el presente y teniendo en cuenta el «finis operis» (los resultados) de dichos proyectos (que también son construcciones teóricas, superestructurales). Y si el «finis operantis» no llegó a cumplirse, o si no coincide con el «finis operis», entonces hay que rectificarlo. Eso es lo que ocurrió, por ejemplo, con los canales de Marte (falso descubrimiento), o con el «descubrimiento de América». Hay que rectificar (por los resultados, asumidos desde el presente) y decir que el proyecto (finis operantis) de Colón era distinto (ir a las Indias orientales para coger al turco por la espalda) de lo que realmente sucedió (etic), lo cual no quita mérito muchas veces al «finis operantis», sino todo lo contrario (sólo Dios hubiera sabido que se interponía «América» –Cipango en el proyecto de Colón, que murió pensando que había descubierto El Paraíso–). Y en el caso de Marte ni siquiera cabe hablar de una verdadero «descubrimiento» heurístico, pues no llegó a justificarse, objetivamente, de ninguna manera (retrospectivamente se apreció que era una «apariencia falsa», provocada por irregularidades en las lentes del telescopio, lo que provocó el «falso descubrimiento», la falsa «obra», el falso «hecho»).

Nos dice Moa al tratar cuestiones ligadas al «enigma» Negrín:

«A ello responde Carr con aparente ingenuidad: "Para Stalin, España fue siempre un peón en el juego diplomático de atraer a Francia y Gran Bretaña hacia un bloque antifascista y antialemán. ¿Realmente quería asumir la responsabilidad de apoyar a un satélite soviético en la otra punta de Europa, dados los peligros que tenía más cerca de casa?" Los esfuerzos –y logros– de Stalin por satelizar a España no admiten la menor duda, pero el prejuicio tiene tal fuerza que no parte de los hechos para poner en cuestión una teoría, sino de la teoría para poner en cuestión los hechos. El planteamiento correcto de la cuestión tendría que ser el contrario: puesto que Stalin satelizó realmente al Frente Popular, ¿puede sostenerse que se limitaba a utilizar a España de peón para atraerse a Francia y Alemania? El mismo Carr admite los hechos, aunque de forma reluctante y parcial, cuando señala: "Para controlar el ejército, los comunistas decidieron destruir a Caballero." Pero no saca la consecuencia obvia, es decir, que los comunistas –Stalin– estaban en posición de deshacerse nada menos que del jefe del gobierno español, por obstaculizar éste sus designios.» (De los artículos de Moa en la Revista de Libertad Digital sobre «Los comunistas y España según Raymond Carr»)

Los hechos a los que se refiere Moa no están (por ser parte de las prolepsis) desconectados de los proyectos de los personajes históricos, y de su posible realización (finis operis). Fueron las sucesivas obras de Stalin («puesto que satelizó realmente al Frente Popular») lo que aquí es decisivo. Nunca se trata de unos «hechos» (en este caso «proyectos») virginales, previos a su «canalización teórica». Ese «proyecto» satelizador, parte de un ortograma que precisaba de las fuerzas necesarias para ponerse en marcha, y conllevaba (finis operis) hacerse con el «poder operativo» de España. La cuestión es que así pasó, por lo que todos aquellos que partan de supuestos «proyectos» (finis operantis) en otra línea (atraer a las democracias para luchar contra el fascismo que quería someter a España) deberían rectificar, al menos, la inteligencia de los personajes que supuestamente hicieron lo que no querían.

Moa no presupone, en ejercicio, una teoría para forzar los «hechos», ni presupone «hechos» virginales que recoja o alumbre la teoría, sino que construye partiendo de proyectos y esperando que, retrospectivamente, los sucesos esperados se produzcan o no, para así, replantearse la teoría. Es un circularismo dialéctico que no presupone viciosamente (en los hechos) lo que quiere ver (teorizar) desde «lo alto». Esta es la conjugación de materia y forma de la historiografía, en la que no cabe «neutralizar» (alfaoperatoriamente) las operaciones interpretativas que ponemos en juego. (Por cierto, cuando D. Enrique habla de los «datos» debería determinar a qué se refiere dentro de los Ejes del Espacio Gnoseológico. Así no podría suponer que los «términos», por ejemplo, son «potencialmente neutrales»).

Nos dice Gustavo Bueno hablando del «circularismo», de la constitución general de la materia y la forma científica:

«Los fundamentos del materialismo se encuentran por tanto, no antes ni después de la conjugación, sino en el momento en el cual ésta se lleva a efecto, nunca de un modo global, único o uniforme, e igualmente "perfecto"» (pág. 153 del tomo V de Teoría del Cierre Categorial, ver también las págs. 192 y 193.)

Moradiellos, su labor historiográfica (aunque se la represente de otra forma), se cierra en banda ideológica, y reniega de ver lo que «no estaba previsto» en los proyectos de los personajes (finis operantis) con los que identifica sus «construcciones» y sus teorías (rechazando, de entrada, los «finis operantis» del bando contrario).

Por lo tanto, podríamos decir que, aunque D. Enrique quiere concebir su propio trabajo historiográfico a la manera buenista (como si se ajustase al «circularismo dialéctico»), expresa dicha labor (se la representa) al modo «descripcionista» (datos «potencialmente neutros»). Pero, sin embargo (en el ejercicio), creemos que desarrolla su labor según el modelo teoreticista. Pero un teoreticismo peculiar, en el que no cabe rectificar (falsar) las propias hipótesis y teorías (del Sujeto Gnoseológico).

Podríamos decir que Raymond Carr o Moradiellos, en el ejercicio, llevan a cabo un «formalismo» que trata de mantener la «coherencia» (e inmutabilidad) de la teoría, independientemente de los hechos consecuentes a los proyectos –emic– que recoge su teoría –etic–. Es decir, se atienen a una Teoría (paralela a la del «proyecto» considerado) tomada como construcción verdadera, válida, sin importarles que la ejecución del proyecto parezca no cumplirse. Por eso la ideología de Moradiellos es tan cercana al formalismo, al idealismo, a la «pedagogía no dirigista» (que reniega de una «dirección» humana en la formación personal, presuponiendo que se da «desde lo alto», o desde la Humanidad). Dicho teoreticismo es muy cercano al intento de convertir la razón práctica en un puro «automatismo», por encima del campo de términos a que se aplique y de los resultados efectivos que se obtengan. Si la revolución bolchevique es valiosa, sus resultados inesperados y discordantes serán culpa de los demás que no quieren someterse al proyecto planteado, la culpa será de la «tosca» realidad. Si el niño debe ser bueno no importa que sea un salvaje, no hay que corregirle y rectificarle, la culpa será de los genes, de Dios, de la sociedad, o de los demás, que no le comprenden. Si el hombre es bueno (por naturaleza) debe mostrar por pura maduración sus virtualidades, y si es un delincuente siempre será culpa de la sociedad. Por eso el PSOE forjó una LOGSE, que por cierto tampoco corrige a fondo el PP, que niega la autoridad correctora a los profesores y que hará de España (de lo que quede) el Hotel (Glamour) de Europa, un país de servicios a expensas de los «extranjeros que quieran venir a ayudarnos»; por eso Belloch forjó el Código Penal que tenemos ahora, y se completó con una Ley del Menor que malcría y consiente a la juventud española, &c. Pero el «presente mundano y vulgar» no parece preocuparle a D. Enrique. Como si Kant (antes de que la Filosofía se dividiese institucionalmente en distintas Facultades) no dijese que la filosofía académica parte de la filosofía mundana y, sobre todo, debe volver a ella. Que es lo que en otros términos dijo Platón (etic, al menos) cuando nos hablaba de la dialéctica (del ascenso y del descenso de la caverna) a la que tanto apela D. Enrique.

Diremos, siguiendo a Gustavo Bueno (pág. 179, Teoría del Cierre Categorial, tomo V), que las «estructuras fenoménicas» (ortogramas, normas...) de las actividades prudenciales sólo podrán ser consideradas determinantes (en el progressus) a posteriori, retrospectivamente. Nunca cabe la neutralización de las operaciones en «resultados alfa-operatorios») ¿Cómo podría el Sr. Moradiellos analizar el descubrimiento de América por Colón si no parte (etic) del presente (o de la «construcción» interpretativa posterior a Colón)? Presuponer tal hecho «en el pasado» (emic) sin más es lo que resulta ser un anacronismo absurdo (sus motivos eran coger al turco por la espalda). Sólo desde el presente (etic) tiene sentido tal aserto. ¿Cómo interpretar la revolución de 1934 como un tremendo fracaso si no es a partir de sus resultados? ¿cómo interpretar como pernicioso en todos los aspectos la rebelión de Franco cuando ha permitido que España llegase a ser de las diez primeras potencias del mundo? Pero para D. Enrique no parece contar todo esto.

Moa, como cualquier persona humana, a veces sostiene conceptos poco claros relacionados con la política (democracia, libertad, &c.). Pero en el ejercicio, es mucho más «materialista» que Moradiellos o Raymond Carr. Al menos no cae en las trampas ideológicas que mantenían que el «pueblo español» luchó contra el fascismo (Franco) que quería someterle, ni lindezas de ese estilo, y que hoy están en la boca de la progresía, en contra del PP, en cuanto tienen que ocultar sus propias vergüenzas, o ven débil al enemigo (Prestige, Irak, &c.). Si no gobiernan ellos, cualquier acontecimiento que les perjudique lo interpretan como un «golpe de Estado» en contra de la «voluntad popular», o «en contra de la Ética», &c... ¿No es esto Idealismo ontológico y formalismo gnoseológico?

La historiografía no puede mirar al pasado presuponiendo una plataforma Universal (nomotética) desde la que se interpreta (sea la Humanidad, Dios, «el pueblo» o la «democracia»). Sólo cabe mirar desde plataformas «idiográficas». ¿Cómo entender los sucesos del pasado sin la nebulosa de creencias que canalizan nuestra comprensión de las conductas, sin las normas vigentes, &c. desde las que partimos (Dialelo histórico). Pero eso no parece tenerlo en cuenta nuestro historiador, al que, además, no parece preocuparle demasiado dicha España del pasado que sólo se entiende desde el presente, y la España presente que es parte de ortogramas que enraízan en el pasado. ¿Cómo entender si no que en las manifestaciones «contra la guerra» (Irak 2003) muchos fomentasen la recuperación de la bandera tricolor? ¿Cómo entender los proyectos separatistas desde el puro presente, o desde el puro pasado? ¿Cómo entender el intento de recuperar la «memoria histórica común» (parcial)? ¿Cómo comprender el empeño de los «izquierdistas» en que el PP condene la rebelión del 36?, &c.

En este otro fragmento (respecto a la toma de distintos poderes por parte del PCE –Stalin–) se aprecia mejor aún en Moa lo que D. Enrique recrimina como «presentismo»:

«El historiador británico no puede hoy [desde el presente] claro, mantener la tesis de la guerra de independencia, porque salta a la vista que ocurrió exactamente al revés: ni Hitler ni Mussolini influyeron ni se inmiscuyeron en los asuntos españoles de modo ni remotamente comparable a como lo hizo Stalin. Éste obtuvo –le fue entregado por el PSOE– el control del grueso de los recursos financieros españoles, convirtiéndose en el amo de los suministros, y por tanto del destino del Frente Popular. También dispuso de completo dominio, como es generalmente reconocido, sobre el partido que pronto se hizo el más poderoso de las izquierdas, el PCE. Además, los asesores soviéticos tuvieron sobre las decisiones y operaciones militares una influencia que jamás lograron en el otro bando los alemanes e italianos; y el ejército izquierdista rompió con el modelo de Azaña para inspirarse en el soviético, desde las insignias y saludos hasta la politización extrema asegurada por los comisarios políticos, pasando por un código disciplinario casi terrorista. En cuanto a la policía secreta staliniana, operó en España al margen del gobierno español, como en una colonia. Los políticos opuestos a la hegemonía comunista, en especial Largo Caballero y Prieto, fueron expulsados del poder (Negrín, en cambio, nunca planteó problemas serios a Stalin). Estos y otros hechos permiten afirmar que el Frente Popular perdió realmente su independencia, cosa no ocurrida en ningún momento al bando nacional. Teniendo en cuenta este dato definitorio, que Carr omite graciosamente, ¿puede sostenerse que los comunistas defendieron la democracia de un pueblo al que empezaron por satelizar?» (De los artículos de Moa en la Revista de Libertad Digital sobre «Los comunistas y España según Raymond Carr», los corchetes son míos.)

Y sin embargo estos historiadores (narradores) mantienen dichas tesis. No rectifican. Ahora bien, el mismo Aristóteles (citado por Bueno) decía:

«Y no han de asemejarse las composiciones (de la epopeya) a narraciones históricas, en las que se ha de poner de manifiesto no una acción, sino un período de tiempo, es decir: todo lo que en tal lapso pasó a uno o a muchos hombres, aunque cada cosa en particular tenga con otra pura relación causal» (citado en El Individuo en la Historia, pág. 7.)

La «causalidad proléptica» no se reduce a la causalidad determinista (alfaoperatoria). Dicha causalidad es fundamental para entender las acciones humanas personales, y sin ella la Historia dejaría de ser lo que es, dejaría de tratar lo «particular» moral y político (desde una parte).

«Por ello el historiador que ha de atenerse a lo que fue, a lo contingente, sin juzgarlo, como si fuera necesario (tratando de explicarlo a partir de principios universales) está doblemente equivocado, porque cree estar hablando de lo universal y necesario cuando en realidad no puede hablar de ello, en cuanto que utiliza categorías políticas, económicas y beta-operatorias.» (ver op. cit. pág. 102.)

«Y por este motivo la poesía es más filosófica y esforzada que la Historia, ya que la Poesía trata, ante todo, de lo universal, y la Historia, por el contrario, trata de lo individual.» (Ibid.)

Por eso insistíamos tanto en que «hay que definirse». Pero definir y definirse implica, más allá de la epopeya naturalista o incluso «etológica», asumir un punto de vista «particular», y políticamente implantado respecto al presente, aunque vaya referido a toda la Humanidad (Historia Universal). La dialéctica gnoseológica de la Historia está en que si neutraliza las «operaciones prolépticas» (de los Sujetos Gnoseológicos, desde el presente) estará también «neutralizando» la responsabilidad proléptica (moral y política) de los Sujetos Temáticos (protagonistas). Es decir, si quiere ser «ciencia» dejará de ser Historia (metodologías betaoperatorias). Y si quiere seguir siendo Historia no podrá ser «ciencia» (metodologías alfaoperatorias).

La Gnoseología de Bueno entiende la labor científica como «circularista» (dialéctica), porque no podemos apelar a un plan oculto (prefijado, que recoja toda la verdad sobre un asunto desde el inicio) para explicar o justificar la realidad. No podemos salir del «Espacio Antropológico», humano, aunque en las metodologías alfaoperatorias neutralicemos las operaciones del Sujeto Gnoseológico. Pero en la Historia no es posible tal neutralización. Por eso «obras (argumentos, en este caso) son amores y no buenas razones (justificaciones por la fe)», es decir, hay que argumentar en vez de atenerse a una justificación que pretende saberlo todo desde el principio, porque algunos elegidos tienen acceso a la verdad divina, aunque sea a través de representaciones confusas y oscuras, pero que delatarían que están en la verdad porque hay síntomas que lo delatan, como el pertenecer a la Academia (tener «capital» acumulado, para algunos protestantes).

6. Conclusión

La falta de definición explícita de nuestro académico historiador es la que provoca que, como les pasó a muchos materialistas escolásticos (sobrehistóricos, del «diamat»), se autorrepresente una cosa, y sin embargo ejercite otra. Por eso, al menos desde mi punto de vista, no hay ninguna contradicción entre lo que dice D. Pío Moa (sobre el «neostalinismo» de Moradiellos) y lo que digo yo sobre su Ideología. Moa también ha captado (en el plano del ejercicio) los componentes neostalinistas de D. Enrique, aunque éste se autorrepresente como «reformista». Y respecto a su autorrepresentación como materialista ya hemos visto que es una «apariencia falsa», que detrás de su «dialéctica» hay mucho idealismo y mentalismo (en su nematología de la historia). Al menos en esa negatividad genéricamente complementaria (no ser materialistas en el sentido del materialismo filosófico) coinciden tanto Azaña como Stalin y Negrín. Además, políticamente, como también dijimos, el «liberalismo» de Azaña es de tendencias jacobinas, lo que le lleva a compaginarse mejor con la V generación de izquierdas. Ambos formaron parte de un mismo proyecto político (aunque el alcalaíno y los negrinistas no quisieran, o pudieran, representárselo así).

Pero, además, detrás de las Ideas de Pasado, Presente y Futuro hay mucho «sobre-historicismo» en la Ideología de D. Enrique, que repercute tanto en su nematología de la historia (predeterminismo, negación de la responsabilidad de los protagonistas históricos), como en su concepción justificativa de la Historia.

La ideología de D. Enrique creemos que es el resultado, en gran medida, de la propaganda y educación progresista (que tantos componentes «idealistas» arrastra, propiciados en parte por el mismo Marx, con su concepción, por ejemplo, sobre las Bases y las Superestructuras). Desde finales del franquismo, hemos recibido dicha ideología varias generaciones de españoles, conjugado con la anorexia patriótica antifranquista (propiciada por el internacionalismo, el «auto-determinismo», el humanitarismo eticista, o el nacionalismo aislacionista y fraccionario, &c.). Basta con ojear la «obra» de los progres en el terreno de la Administración del Estado, en Política Internacional, Leyes de Inmigración, Penales o de Educación, para entender lo que acabamos de decir.

Dicha ideología no cabe derrotarla por la sola razón de la fuerza, pues cualquier proyecto, si no va acompañado de una (prudente) «fuerza de la razón», acabará por manifestar su impotencia (que se aprecia de manera más clara retrospectivamente). El problema es que la prudencia (política) no es una ciencia de visión, ni siquiera una ciencia media, y sus previsiones no son infalibles, por ser todo sujeto operatorio necesariamente «juez y parte» (que es como titula Santiago Carrillo sus memorias, pues al menos hay que hablar el mismo idioma de los encausados para entender sus «planes» y «programas»). Y es que no hay jueces «imparciales». Si los hubiera sería señal de que no estamos tratando con personas (que se guían por una «razón suficiente» prudencial) sino con máquinas que obedecerían a un «plan oculto», como nos sugiere Gustavo Bueno en El individuo en la Historia (Universidad de Oviedo, pág. 75).

Algo de esto sabían los comunistas cuando se apropiaron los «poderes operativos» del bando populista, aunque su proyecto no fue lo suficientemente potente frente al del otro bando. El mismo Vicente Rojo, percibió dicha impotencia, aunque no supiese qué sucedería después (como tampoco lo sabemos nosotros, en sentido global). Por eso el general no se atreve a dar un veredicto sobre lo que será de España con Franco. Pero esto no significa, ni mucho menos, que el veredicto lo dicten fuerzas «extra-racionales», a-personales.

Algunos hemos intentado comprender todas las alternativas ideológicas disponibles entonces (desde el ahora) para entrever cuál era la mejor (no la «perfecta»). En esto radica la pequeña, pero transcendental, diferencia entre Ideología y Filosofía. Y, como vemos, el Materialismo Filosófico es católico por los cuatro costados, aunque sea ateo y para personas humanas, «demasiado mundanas». Si Enrique Moradiellos sigue siendo admirador de Gustavo Bueno debería «convertirse». Esperamos estar contribuyendo, a pesar de nuestra mundana condición, a que tal suceso se produzca, por el bien de nuestro historiador y el de todo los españoles. Bastante tenemos ya con tantos otros que enseñan una historia de España antiespañola, paradójicamente pagada con el dinero de todos los españoles.

Terminaremos señalando que D. Enrique se queja del aire «pseudopaternal» con que Pío Moa se dirige hacia él, pero, paradójicamente de nuevo, no tiene el más mínimo pudor en hacer lo mismo con nosotros. Como no queremos ser desagradecidos aceptamos sus consejos, aunque debería pensar si no los necesitará, también, su académica persona.

Y como nos hemos alargado demasiado, nos despedimos de los lectores y de don Enrique Moradiellos... de momento.

 

El Catoblepas
© 2003 nodulo.org