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El Catoblepas, número 21, noviembre 2003
  El Catoblepasnúmero 21 • noviembre 2003 • página 5
Voz judía también hay

Democracia y fundamentalismo
desde el judaísmo

Gustavo D. Perednik

Desde Jerusalén

El valor de la democracia

Valores como la justicia o el sentido de la historia, que fueron en el pasado características privativas de la cultura hebrea, se han universalizado con el transcurso del tiempo. Por ello no es fácil dirimir hoy qué valores pueden seguir siendo considerados judaicos. Una posibilidad es señalar aquellos cuya génesis se halla en las fuentes de Israel, y cuya defensa ha sido singularmente sostenida por el pueblo judío, como la fraternidad humana o la paz.

De valores como el antirracismo, o la paz, nos hemos extendido en nuestro artículo La paz, los judíos y la guerra.

Si quisiéramos en éste revisar la cuestión democrática, y eventualmente fuentes culturales en las que abreva, podríamos optar entre varias posibles definiciones de democracia. La primera es la de la soberanía popular: son democráticas las disposiciones que efectivamente responden a la voluntad de un grupo o nación. Se las suele rastrear a la Carta Magna de Runnymede de 1215, por la que el rey echó a andar la rueda de una serie de medidas que transformarían los privilegios de una minoría en derechos de todos los ciudadanos.

Pilar de esa metamorfosis fue la Declaración de Independencia de los EE.UU. de 1776, redactada mayormente por Thomas Jefferson, el «profeta del sueño americano». Aquí cabe la salvedad de que éste, al igual que los fundadores de la democracia en América, fue conspicuo admirador del pueblo judío y su acervo. La inspiración de este acervo sobre los ideales democráticos, no debería soslayarse.

Cuando los hebreos superaron su nomadismo, no necesitaron de un gobierno terrenal, porque la teocracia mosaica cedió su paso a un sistema privativo del Israel antiguo, el de los llamados jueces, líderes que surgían con un delimitado cometido (en general de defensa) y cuya legitimidad para conducir se desvanecía al cumplirse el objetivo. Filósofos como Martín Buber han encomiado este período histórico pese a su ingénita anarquía, ya que fue un sistema representativo del impulso democrático de la civilización hebraica.

Es cierto que en la Biblia hebrea la fuente inicial de soberanía es la voluntad de Dios, y lo es en tal medida que cuando el pueblo hebreo reclama para sí un rey, se acepta esta necesidad como una afrenta a la potestad divina (I Samuel 8). Eventualmente la monarquía le es otorgada a Israel como el resultado de una transacción, y la soberanía pasa a tener tres fuentes interrelacionadas: Dios, el rey y el pueblo.

Entre las naciones antiguas, el desapego por la monarquía fue privativo de Israel, que nunca deificó a sus reyes, sometidos como estaban al imperio de la ley. Muchas leyes son promulgadas precisamente para acotar el poder real (la limitación de la poligamia o de su caballeriza) y para imponerle al rey «que no ensoberbezca su corazón por encima de sus hermanos» (Deuteronomio 17:20).

Esta limitación a la monarquía en el antiguo Israel, puede ser entendida como parte de la autocrítica que el pueblo hebreo ejercía para consigo mismo. En contraste con el autoensalzamiento que fue rasgo común de las literaturas nacionales antiguas, los cronistas bíblicos tratan a su propia nación con mayor severidad que a las demás. El pueblo y su establishment eran sometidos al escutrinio de la crítica, en lo que constituye una vanguardia del ideal democrático.

Hay otros componentes de la soberanía popular a los que de modo limitado pueden hallársele raíces judaicas. Uno es el principio Dina De'Maljuta Dina, que determina que la ley de un Estado tiene precedencia sobre la de la religión (según los cánones dispuestos por el amoraíta Samuel en el Talmud, durante el amistoso gobierno de Shapur I en Babilonia, a mediados del siglo III). Otro es la preeminencia del voto mayoritario en la toma de decisiones (según la exégesis talmúdica a Éxodo 23:2 en Berajot 9a).

Pero además de la soberanía popular, hay un segundo criterio enteramente distinto para abordar el tema. Éste es el fundamento que nos permite captar en su magnitud más amplia la influencia de la sabiduría hebrea en el valor de la democracia: la aceptación de un mundo plural.

Como el judaísmo se entiende a sí mismo como la verdad para los judíos, pero no para toda la humanidad en su conjunto, nace respetando la verdad de otros pueblos y grupos y sus distintas idiosincrasias. «Los justos de todas las naciones tendrán su parte en el mundo venidero» reza la máxima de la Tosefta, por lo que un gentil puede inferir con cierta sorpresa que el judaísmo no le deparará ningún mérito adicional por convertirse al judaísmo, sino sólo mayores responsabilidades.

El no-misionerismo judío implica que aun el más fanático y extremista de los judíos, nunca amenaza la libertad del mundo externo, sino que, como máximo, acechará la libertad de los judíos. El judaísmo parte de la premisa de que no se propone convertir el mundo en judío, sino que como máximo se circunscribirse a hacerlo más humano.

Tenida en cuenta esa salvedad, puede destacarse que la revelación judía, aun cuando esté dirigida a Israel, sí prevé un rol para el gentil. El tratado talmúdico de Sanedrín enumera los preceptos que son obligación de toda la humanidad: «siete mandamientos les dieron a los hijos de Noé» (de aquí su definición de preceptos noaicos). Los últimos seis son prohibiciones: blasfemia, idolatría, incesto, asesinato, robo e ingestión de vida. Cabe una breve referencia a cada una, para luego enfatizar el único mandamiento positivo, la única obligación que el judaísmo le adjudica a la humanidad toda.

La última de las seis prohibiciones (la ingestión de partes de animales vivos) intenta que las formas humanas de comer sean civilizadamente sensibles ante la depredación de la naturaleza y ante el sufrimiento del mundo animal. Las del robo y del asesinato son parte del llamado derecho natural, y la del incesto es norma universalmente aceptada que desvincula el amor familiar del erótico a fin de destacar ambos por separado. La blasfemia puede caracterizarse como el desprecio por los ideales supremos de la humanidad, y la idolatría como el sometimiento del ser humano a fuerzas que debería procurar controlar. La idolatría es considerada como una forma sutil de la máxima esclavitud humana, y el texto talmúdico aludido señala que fue lo único que se le vetó al primer hombre.

Por encima de las estas prohibiciones se yergue la ley primordial que, de acuerdo con el judaísmo, la humanidad (y no exclusivamente los judíos) está obligada a cumplir. En el escueto lenguaje talmúdico se denomina «dinín» y comprende la administración de la justicia, la creación de tribunales, el imperio de la ley o, en términos más modernos, el estado de derecho.

Esta base efectiva de la democracia encuentra su raíz en el judaísmo; implica no solamente el legítimo gobierno de la mayoría sino, lo más importante, los derechos de las minorías gobernadas. La prioridad de la ley para el judaísmo, permite comprender el papel que le cabe a la democracia y al respeto por las libertades civiles dentro de esta cosmovisión.

El fundamentalismo y sus limitaciones en el judaísmo

El término fundamentalismo frecuentemente se mezcla con actitudes vinculadas al mismo como extremismo o fanatismo. A veces, se lo confunde con paralelos ideológicos como el milenarismo o mesianismo. Otras, con simple dogmatismo.

Por ejemplo, no sería aceptable definir al IRA irlandés como «fundamentalista» basándonos en que procura la consecución de sus fines por medios violentos. No es fundamentalista, porque no sostiene un texto «fundamental» como autoridad máxima ante el cual ninguna otra autoridad pueda competir, y que debería imponerse por sobre las leyes de una sociedad moderna democrática.

El fundamentalismo religioso surge usualmente cuando la sociedad moderna, por estar guiada por las leyes del hombre, niega los valores religiosos antiguos, y lleva a cambios en su estilo de vida y hábitos cotidianos. Como el fundamentalismo viene a reaccionar contra la modernidad, es un producto de ella. Por ejemplo, la cruzada por la infalibilidad de la Biblia fue una reacción fundamentalista contra la teoría darwinista de la evolución, y contra la Crítica Bíblica.

Por ello una definición plausible de fundamentalismo sería «el mantenimiento de creencias religiosas ortodoxas en oposición a la modernidad». Ponemos de relieve «religioso», porque en ese tipo de fundamentalismo aparece la figura de «la ley divina que supera la ley del hombre». Una vez definido, repasemos sus características ideológicas (que en algunos casos coinciden con las características de ideologías totalitarias que pueden bien ser ateas en las formas):

Este último punto se refiere a lo que en Religión y violencia Scott Appleby denominó «la ambivalencia de lo sagrado». En un mundo malvado y pecaminoso, el fundamentalista se ve a sí mismo como el último fiel de Dios. Cuando los milenaristas ejercen la violencia, aducen «verse forzados a ella», y en general se permiten una violencia ejercida con ferocidad.

Para ser más precisos, entre los diversos tipos de milenarismo cabe distinguir el estilo «histórico» y el «dispensacional». Mientras este último deposita en el accionar divino la liberación («Dios va a ocuparse del tema»), el «histórico» sostiene que sus miembros serán el gatillo del final del mundo, son el centro de la historia.

Otra posible clasificación interna es entre «fundamentalismo conservador» y «fundamentalismo innovador». El primero no es violento; se concentra en sí mismo. El más conocido en el mundo judío es Neturei Karta, parecido a separatistas sectarios como los Amish de Pennsylvania. Ahora revisemos en qué medida el «fundamentalismo innovador» puede hallar sostén en el judaísmo.

En principio podría argüirse que el judaísmo abre un espacio teórico para grupos así, ya que el germen del fundamentalismo podría considerarse insito en la voluntad del Dios Uno, que no deja margen para muchas verdades. En ese sentido, desde el punto de vista religioso, tolerante era el paganismo.

Sin embargo, para que el fundamentalismo se haga doctrina concreta, requiere de una cuota de poder de parte de quienes la enarbolen. Durante dos mil años los judíos carecieron de ese poder (sólo en el último medio siglo lo han recuperado) y por lo tanto aun si su religión hubiera abierto las compuertas fundamentalistas, su circunstancia histórica las cerró herméticamente.

De cualquier modo, la acechanza del fundamentalismo desde la teoría judaica también se ve limitada. En primer lugar, por el no-misionerismo del que ya hemos hablado. En segundo lugar, por lo que podríamos llamar la cultura de la divergencia dentro del judaísmo, que elucidaremos a partir de ejemplos del Talmud.

La cultura de la divergencia

Éste, probablemente la obra que más ha influido en los judíos a lo largo de la historia, consiste en una abundante serie de discusiones, muchas de las cuales no tienen como objeto llegar a conclusión alguna, sino a exaltar el valor de la discusión y el debate per se.

El ímpetu que caracteriza la discusión talmúdica no es aferrarse a un texto seco e inmutable, sino rescatar de la palabra escrita, su espíritu. Al respecto dice Eisenstadt que en el judaísmo la Biblia no tuvo tanta autoridad como el Corán para el Islam o las Sagradas Escrituras entre los protestantes. La Biblia estaba, en la tradición rabínica, abierta a muchas interpretaciones. En efecto, el movimiento karaíta que había negado la validez de la ley Oral y concentra su atención en el Pentateuco, constituyó probablemente un caso de desvío fundamentalista a partir del judaísmo rabínico.

Un ejemplo puede tomarse de entre las normas contra la idolatría, el veto bíblico de hacerse incisiones en el cuerpo, lo titgodedú que es parte del Código Deuteronómico (14:1). De acuerdo con la exégesis judaica, el vocablo titgodedú se prestó para interpretar «la prohibición de crear sectas» en lugar de fomentar la unidad del pueblo. Pero siempre se aclara (desde el máximo exegeta, Rashi en el siglo XI hasta otros como Ritba de Sevilla en el siglo XIV) que el problema de la existencia de sectas diversas era que «podían producir la impresión de que hay más de una divinidad». La preocupación no es por el orden social, sino por la consecuente sensación del individuo, su pertenencia a un público y pueblo determinado. No hay oposición al principio de que varias opiniones sean todas válidas, sino prevención sobre la influencia psicológica que la multiplicidad de ideas pueda tener sobre la conciencia del hombre simple.

Un segundo ejemplo es el resultado de la Halajá (ley religiosa) como sistema eminentemente judicial. Como tal, no fija límites para las diferentes opiniones que pudieren hacerse oír, sino exclusivamente para las diferentes acciones. Al respecto, el Rabí Iosi opina en el Talmud que lo que llevó a la proliferación de los disensos dentro de Israel fue el enfrentamiento entre las dos escuelas talmúdicas, Beit Hilel y Bet Shamai.

Maimónides disiente con este diagnóstico y traslada el énfasis de la crítica no a la diversidad de opiniones, sino la anulación del Sanedrín como última instancia para dirimir asuntos legales. Una única autoridad le parece necesaria en materia legal, pero artificial en materia de fe.

Para verificar en la práctica la diferenciación entre «libertad de expresión» y «libertad de acción», es ilustrativa la figura del sabio rebelde (Zakén Mamré, basado en el Deuteronomio 17:8-13). Se refiere a un erudito cuya opinión en un asunto legal hubiera sido rechazada por el Sanedrín. A este disidente le está permitido regresar a su ciudad y continuar esgrimiendo su postura si le parece correcta. Esto es así, porque el Sanedrín en algún momento podría cambiar su decisión previa y fijar la Halajá de acuerdo con la interpretación minoritaria. El Sanedrín no se veía a sí mismo como una institución para establecer la verdad, sino una práctica unificada para un momento determinado. Cabe agregar que uno de los exégetas más célebres, el provenzal Menajem Meiri (1249-1316) extremó esta liberalidad y promovió el pluralismo no sólo en cuestiones de fe, sino también en la conducta religiosa.

Habiendo señalado las limitaciones con las que el judaísmo cercena el fundamentalismo desde la misma teoría, no cabe sino admitir que, a pesar de ellas, no está exento de desvíos esta índole. Se explican con el mentado alegato fundamentalista de que «tiempos singulares» justifican medios que en rigor la religión defendida proscribe.

Un fundamentalismo limitado

En el judaísmo, insistimos, «el mundo» del fundamentalista no abarca más que el contexto del pueblo judío. En él, dos tipos distintos de religiosidad pudieron desviarse hacia el fundamentalismo, y cabe distinguirlas porque en muchos casos se las confunde. Una es la ultraortodoxia, los denominados jaredím (reconocibles por sus negras indumentarias) y la otra es la religiosa-nacional.

Sobre la primera, vayan dos ejemplos de desvío fundamentalista. Uno se refiere al principio de Torá Im Derej Eretz, la necesidad de combinar el estudio de las Escrituras con el ejercicio de un trabajo terrenal. Algunos adoptaron la solución maimonídea, que establece que todos deben ejercer ambas actividades, el trabajo productivo y el estudio sacro. Otros resolvieron el dilema por medio del denominado «pacto entre Zabulón e Isacar», según el cual una parte de los judíos producirán en la economía a fin de que otra parte pueda dedicar todo su tiempo al estudio de la Torá.

Pero también surgió en el seno de la ultraortodoxia un extremo previamente desconocido (reiteremos que el fundamentalismo es moderno), que fue la innovación de que todos los hombres judíos se dediquen en exclusividad al estudio, aun si deban vivir en la pobreza, y el trabajo quede en manos de sus mujeres.

Un segundo ejemplo tiene que ver con el vínculo con el mundo científico, que fue patrimonio de los rabinos más destacados a lo largo de la historia. En contra de ese vínculo, surgió en el mundo ultraortodoxo de la época moderna la posición de que debe seguirse la opinión de un rabino (Daat Torá) aun en el caso en que la razón indique que esa opinión está equivocada. Sería una prueba de verdadera fe. Los orígenes de este argumento pueden rastrearse a un famoso rabino de la primera mitad del siglo XIX, el Jatam Sofer quien acuñó la máxima de que «la novedad está prohibida desde la Torá». De ese modo se arremetió contra una tradición grandiosa y continua de interpretación innovadora y auxilio de la ciencia, que había caracterizado la tradición judaica clásica y medieval.

Ahora pasemos a revisar la probabilidad de fundamentalismo en grupos religiosos-nacionales. Cabe mencionar a los más extremistas del ya desaparecido grupo Gush Emunim, el Bloque de los Creyentes, fundado en 1974 (sus raíces se remontan al grupo Gajélet de una década antes). Según Ehud Sprinzak, este grupo es fundamentalista porque intenta leer enteramente la realidad histórica de nuestro tiempo desde la óptica de las Escrituras Sagradas, y prescribe normas de acción en base de esa lectura. El único miembro del grupo que ha publicado una presentación sistemática de su visión de mundo fue Harold Fisch, ex-Rector de la Universidad Bar Illan, en su libro La revolución sionista (1978). Ahí nos explica cómo Gush Emunim revirtió la proposición básica del sionismo secular, según la cual los judíos debían ser una nación como las demás. El conflicto mesooriental es percibido como «anormal», tanto como la historia judía en su conjunto, y la pertinaz oposición árabe a Israel como la continuación de una milenaria judeofobia. El aislamiento de Israel sería para ellos una muestra más de la caracterización del pueblo judío en la Biblia como uno «que habitará solo» (Números 23:9).

En suma, aun con las reservas mencionadas, la posibilidad de grupos peligrosamente fundamentalistas en Israel es remota.

Cuando algunos israelíes extrema sus posturas políticas, no resulta de una visión fundamentalista, sino de una reacción directa frente al terrorismo irredentista que le imponen sus enemigos a los ciudadanos de Israel, desde aun antes que el Estado judío fuera establecido. La marginal violencia de judíos es una reacción contra la agresión: en la obra mentada Ehud Sprinzak menciona que el único caso concreto de violencia grupal, fue el plan de bombardear una mezquita, que nunca obtuvo aprobación rabínica alguna.

Por todo ello, podemos llegar a la aseveración optimista de que las creencias religiosas son eventualmente contenidas en Israel por el sistema democrático. Como el orden político en las sociedades democráticas es definido por sus ciudadanos, éstas tienden a absorber en sí a las religiones. Las democracias conllevan una teología implícita y tripartita: «la gente debe ocuparse de sí misma», «a Dios no le interesan los asuntos políticos», «la salvación es un proceso individual». En este marco, la gente pasa a sostener su credo no con la pretensión de una verdad universal, sino de una identidad propia. Y el avance de democracia en cada terreno lleva naturalmente a una permanente redefinición de la religión.

 

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