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El Catoblepas, número 21, noviembre 2003
  El Catoblepasnúmero 21 • noviembre 2003 • página 21
Libros

Por qué no somos musulmanes

Eduardo Robredo Zugasti

Sobre el libro de Ibn Warraq Por qué no soy musulmán,
Ediciones del Bronce, Barcelona 2003

Por qué no somos musulmanesPor qué no somos musulmanes

«Hubo un tiempo en que yo reprochaba a mi prójimo si su religión no estaba cercana a la mía. Pero ya mi corazón acoge toda forma: es una pradera para las gacelas; un claustro para los monjes; Un templo para los ídolos; una Ka'aba para el peregrino; las tablas de la Torá y el volumen del Alcorán. Yo profeso la religión del amor y sea cualquiera la dirección que tome su cabalgadura ésa es mi religión y mi fe.» Ibn Arabi.

«El islamismo dice: matad a todos los no creyentes tal como ellos os matarían a vosotros.» Jomeini.

«La causa principal del fundamentalismo islámico es el propio islamismo.» Ibn Warraq.

§. 1

Saludamos la edición en español de «Por que no soy musulmán»,{1} un ensayo a cargo de Ibn Warraq{2} que pretende constituirse en verdadero «ajuste de cuentas» del irracionalismo islámico, tomando como referencia los valores de la ilustración, la racionalidad y la ciencia propios, ante todo, de la «civilización occidental» (o bien, del «área de difusión helénica», dicho en términos difusionistas).

Pues, en efecto, el libro de Warraq cobra una centralidad singular entre medias del «choque de civilizaciones», por emplear la conocida fórmula de Huntington, o para decirlo con mayor precisión (haciendo nuestra la rectificación que hace Fernando Rodríguez Genovés en esta misma revista{3}) en medio del choque entre civilización y barbarie, especialmente a raíz de los acontecimientos desencadenados en el mundo tras la «vesanía» del 11-S. Y ello, sin perjuicio de que en el mismo Islam no falte un concepto para designar la «barbarie» en cuanto «jahiliyya»{4} (que Warraq traduce como «era de barbarie e ignorancia»); una era que el imperio islámico habría pretendido superar, bajo el imperativo mahometano de introducir un nuevo principio unificador (la sharia, la ley islámica) entre medias de las rivalidades tribales, cuyas «identidades asesinas» (por decirlo a la manera de Maalouf{5}) de cualquier modo jamás habrían sido borradas enteramente.

Mas aún, el libro de Warraq resultará muy útil para enfocar adecuadamente, desde una óptica nada relativista o armonista, la controversia sobre los derechos humanos y la democracia liberal en el Islam, puesta de relieve mediante la concesión reciente del premio Nobel de la Paz a la abogada iraní Shirin Ebadi.

Pues bien, aunque el propio Bertrand Russell (quien publicara en 1927 Por que no soy cristiano) sufrió también una fuerte persecución por parte de las «autoridades» morales y eclesiásticas americanas, obstaculizando por un tiempo su progreso en la vida académica, sin embargo la situación y la valoración, desde la misma «cultura islámica», de textos como el de Warraq o Rushdie resultará drásticamente diferente a la situación de los textos de Russell (et alii) en la «cultura cristiana».

La arriesgada profesión de ateísmo de Warraq no resulta nada frecuente en los alrededores del islamismo, desde el momento en que tomamos en cuenta que el delito de apostasía es penado con la muerte por la misma Ley Islámica (como puso bien de manifiesto la infame fatwa contra Rushdie).

Por ello, y por muchas otras razones, el libro de Warraq presenta un interés especial.

§. 2

Porque el «integrismo» o «fundamentalismo» islámico (sin dejar de tener en cuenta distinciones más finas, como las propuestas por Antonio Elorza{6}) no es «inocente», ciertamente. Mas bien, parece que el sintagma «integrismo islámico» es él mismo un pleonasmo, y ello sin perjuicio de que el Islam se predica «de muchas maneras» (tradiciones chiítas, wahabis, sufis &c); puesto que, ante todo, el Islam se predicará desde el integrismo: la observancia de unos fundamentos sagrados tales que los propios musulmanes consideran dimanados íntegramente del Corán (revelado al dictado por Dios al profeta, cuya función por cierto se asemejará mas a la del amanuense que a la del intérprete profético, al menos emic), de la sunna y de la hadith (la tradición islámica).

Como muestran las persecuciones de las minorías islámicas (contra ahmadis en Arabia Saudita, contra shia y bahai en Pakistán e Irán) y en general la política de hechos consumados en las republicas islámicas realmente existentes, el Islam verdadero –sin perjuicio de que podríamos considerar a los shia verdaderos musulmanes– tiene en realidad bastante poco que ver con la poesía irénica pintada por el místico «murciano» Ibn Arabi (el propio Mahoma fue muy hostil a los poetas: «los que se apartan del buen camino siguen a los poetas», sura 26.224).

Con la práctica excepción de Turquía, ningún estado musulmán ha conseguido alcanzar, hasta el momento, una separación real entre la Iglesia y el Estado.

§. 3

«La gente no dejará de examinar todo críticamente, hasta que digan: Aquí está Alá, el creador de todas las cosas, pero ¿Quién lo ha creado a él?»{7} Hadith islámica.

En el Islam no existe propiamente ninguna hermenéutica coránica ni tampoco una crítica histórica de las fuentes (tampoco ninguna crítica literaria o crítica «de las formas»), tal como esta se ha desarrollado en el ambiente cultural cristiano que, sobre todo desde el siglo XIX, ha promovido una intensa investigación en las fuentes bíblicas y en la cristología histórica (Reimarus, Strauss, Bauer, Marx, Nietzsche, &c.). Paralelamente, la idea misma de unas «ciencias del espíritu» o ciencias de la historia, al modo de Dilthey, resultará absolutamente extraña a la mentalidad islámica, mucho mas propensa a «tolerar» las ciencias exactas que las humanidades.

El desprecio islámico hacia las humanidades y la historia correrá parejo al rechazo de la misma filosofía. No existe, propiamente hablando, ninguna «filosofía islámica», y es imposible que exista, desde los «hispanos» Avicena y Averroes (y ello sin perjuicio de que un cristiano podría también impugnar una filosofía en sentido adjetivo –filosofía «cristiana»–, tomando como referencia la divisa paulina «libraos de necias filosofías»). Por nuestra parte, nos parece además evidente que la conciencia filosófica (solidaria ella misma con el materialismo) es incompatible con la conciencia islámica del mundo, si es verdad (y lo es) que la esencia de la filosofía consiste en la «asebeia» (impiedad) y en el uso crítico de una «razón natural» liberada del dogmatismo y del «cierre» teológico.

El Islam, en efecto, no concede un papel central a la «razón natural», pues los qiyas –o razonamientos analógicos– son utilizados en entera subordinación al texto coránico y siempre bajo la prescripción dogmática de los ulamas. No existe, en el Islam, ninguna «teología natural» y la noción misma de unos «preambula fidei» (y ello, de nuevo, sin perjuicio de que los propios teólogos cristianos, en efecto, se situaran bajo la consigna del «philosophia ancilla theologiae») resultará igualmente extraña a la tradición musulmana.

No hay, en consecuencia, armonía entre es Islam y la implantación mundana y académica de la Filosofía, sino más bien una contradicción objetiva (frente a toda ideología de cuño relativista e irenista, que es justamente la que destila, paradójicamente, el currículum de la asignatura de filosofía para la enseñanza media en España). Pues si la filosofía no quiere confundirse con una mera fenomenología de la religión islámica (que identificaríamos con el punto de vista emic), o bien con una antropología de la religión (que podría, en este caso, evitar el término «religión» para usar preferentemente el término «cultura» –la «cultura» islámica permitiría al teólogo o al relativista cultural ponerse así a salvo de las críticas racionales, al quedar automáticamente cobijado por el prestigio del «mito de la cultura»–) no podrá entonces «poner entre paréntesis» –en epojé– su mismo valor de verdad. Por ejemplo, si la crítica histórica determina la falsedad del Corán (su falsedad en cuanto documento histórico, por ejemplo) o bien si las ciencias naturales entran en abierta contradicción con las proposiciones coránicas (en cuanto relativas a la «creación» de la humanidad, V.gr.), entonces una verdadera filosofía que opere de cara a las ciencias –etic–, no podría quedar encallada ella misma en una actitud de «respeto» y «tolerancia»; sino que tendría que tomar partido necesariamente (por ejemplo, frente al relativismo cultural o el sobrenaturalismo religioso). De hecho, así lo hace Ibn Warraq al declarar de modo explícito su punto de vista abiertamente laico y ateo.

«(...) me considero un humanista laico que cree que todas las religiones son ensoñaciones malsanas de los hombres, falsas –demostrablemente falsas– y perniciosas.»{8}

§. 4

Según Warraq en el Islam falta (y lo diremos al modo del materialismo filosófico) una reflexión filosófica de segundo grado a cerca de los saberes éticos y morales. Y ello quizás porque la moral musulmana se nos da en un plano enteramente material, heterónomo, según la célebre clasificación kantiana. Falta, siguiendo al maestro de Königsberg, un análisis de la forma de la ley moral (y no ya de su materia misma, que la jihad conmina a universalizar por la fuerza), en cuanto que esta pudiera ser trascendental: universal y necesaria (y no ya empírica: contingente y particular). Y falta también, en efecto, una idea de persona moral y autónoma correlativa al sujeto racional operatorio de raíz cristiano-católica (como queda reproducido en la polémica entre Tomás de Aquino y Averroes a cerca del intelecto agente).

En suma, y esto en abierta contradicción con lo sostenido por la premio Nobel Shirin Ebadi, existiría una contradicción objetiva entre la «ética universal» de los derechos humanos (que es también, no nos engañemos, una moral material que no podría atenerse a la pura forma del imperativo categórico, en cuanto que parte de ciertos materiales morales proporcionados desde el liberalismo y el individualismo) y la moral musulmana.

Así es. Pese a que la Declaración Universal de los Derechos Humanos (adoptada en París el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas) fue ratificada en muchos países musulmanes, sin embargo la comunidad musulmana ha presentado varias alternativas a esta Carta original, incompatible con las características del islamismo en cuanto que su legalidad ordo ad deum emana desde la voluntad colectiva del pueblo musulmán, pero no desde el individuo. De esta forma, en 1981 se firma La Declaración de los Derechos humanos en el Islam, en 1990 se acuerda en El Cairo una nueva declaración de los Derechos Humanos, y finalmente en 1994, la Carta Árabe de los Derechos humanos.

Otro tanto es aplicable a la situación de la mujer. Pese a que el islamismo puso freno originalmente a la costumbre bárbara de enterrar a las niñas indeseadas y reguló la herencia femenina (que de todos modos, continuó siendo inferior a la masculina), sin embargo los análisis de Warraq dejan patente la situación de inferioridad de la mujer musulmana, y ello no tanto porque la cultura árabe sea «machista», como prefiere pensar Shirin Ebadi, suponiendo que semejante «machismo» es una excrecencia ajena al Islam, sino porque la discriminación femenina se encuentra incoada en el corazón mismo de la Sharia. Las mujeres «tienen menos razón y fe que el hombre»,{9} como reza una hadith, gozan de un estatuto legal inferior al hombre (y los hermafroditas) y su sexualidad es sistemáticamente anulada o percibida como una fuente potencialmente impura y contagiosa. El mismo paraíso parece ser un asunto enteramente masculino, como lo expresó sarcásticamente Feijoo:

«El falso Profeta Mahoma, en aquel mal plantado paraíso, que destinó para sus secuaces, les negó la entrada a las mujeres, limitando su felicidad al deleite de ver desde afuera la gloria, que habían de poseer dentro los hombres. Y cierto que sería muy buena dicha de las casadas, ver en aquella bienaventuranza, compuesta toda de torpezas, a sus maridos en los brazos de otras consortes, que para este efecto fingió fabricadas de nuevo aquel grande Artífice de Quimeras. Bastaba para comprehender cuánto puede errar el hombre, ver admitido este delirio en una gran parte de el mundo.» B. J. Feijoo, Teatro critico universal, tomo I, discurso XVI: «Defensa de las mujeres».

Porque el «verdadero islamismo» no es igualitario, feminista o compatible con los derechos humanos, dirá Warraq. Pues, pese a los intentos por promover la armonía «por cada texto que los musulmanes liberales esgriman, los mullah aducirán docenas de ejemplos contrarios mucho mas legítimos desde el punto de vista exegético, filológico e histórico»{10}

§. 5

Mas que contra los propios fundamentalistas islámicos (sin duda impermeables a toda crítica racional, en virtud de los mecanismos automáticos del cerrojo teológico y del literalismo coránico) vemos en el libro de Warraq un severo correctivo frente al relativismo irresponsable de los «intelectuales» occidentales «patológicamente amables» con el islamismo. Ello fue visible especialmente en el caso Rushdie, y sin duda se ha vuelto a reproducir entre medias del escándalo de la «progresía» tras los acontecimientos del 11-S y la deflagración en Irak.

Se trata, al contrario de la actitud irénica del progresismo (decididamente indecente en algunos casos, como cuando Michel Foucault saludó el régimen del Ayatolá Jomeini como un paradigma de «espiritualidad política»), de promover verdaderas reformas en la mentalidad musulmana, alentando el ejercicio de la razón natural, de la crítica histórica, de las humanidades y de los valores de la ciencia y la democracia liberal occidental (Warraq llega a proponer la clausura de las «madrasas» o escuelas islámicas donde se obliga a los niños a memorizar el Corán). Y ello justamente para salvar a los musulmanes del fanatismo y la barbarie, pues es un hecho que el terrorismo islámico ha hecho blanco, ante todo, en los mismos ciudadanos de las sociedades musulmanas.

Para ello, resultará indispensable escindir la esfera religiosa del ámbito del Estado civil, incentivando la secularización y laicización de las sociedades islámicas, a la vez que salvaguardando a los propios occidentales de sucumbir ante el mito de la «tolerancia» islámica, o el de una «edad de oro» (singularmente ejemplificado en la idea de una pacífica convivencia de las tres fes en la «España mora») del todo inadecuada a la verdad histórica y a las necesidades reales de nuestro tiempo; un tiempo en el que ninguna sociedad avanzada (vale decir, «civilizada») podría desarrollarse plenamente de espaldas a las ciencias y los valores de la Ilustración occidental.

Notas

{1} I. Warraq, Por qué no soy musulmán, Ediciones del Bronce, Barcelona 2003.

{2} Bajo este pseudónimo que oculta un filólogo árabe nacido en India y que desempeña su labor como investigador del Corán en los Estados Unidos del Norte de América). Es también autor de What the Koran really says, aún no publicado en español.

{3} Fernando Rodríguez Genovés, «El integrismo islámico no es inocente», El Catoblepas, nº 12, febrero 2003.

{4} Warraq, op. cit., pág. 208.

{5} A. Maalouf, Identidades asesinas, Alianza editorial, Madrid 1999.

{6} A. Elorza, La Religión Política, R&B Ediciones 1995. Es también del autor de un libro bastante reciente a cerca del Islam: Umma, el integrismo en el Islam, Alianza editorial, Madrid 2003.

{7} Warraq, op. cit., pág. 180.

{8} Warraq, op. cit., pág. 29.

{9} Warraq, op. cit., pág. 280.

{10} Warraq, op. cit., pág. 18.

 

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