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El Catoblepas, número 24, febrero 2004
  El Catoblepasnúmero 24 • febrero 2004 • página 5
Voz judía también hay

Shakespeare y el Judío

Gustavo D. Perednik

El personaje Shylock de Shakespeare puede verse como una confirmación de prejuicios judeofóbicos, o muy por el contrario, como el responsable del comienzo de la humanización del judío en las letras europeas

Shylock corriendo con los brazos en alto acompañado de los mozalbetes. Grabado de la Edición Imperial, Londres, hacia 1860

En otro artículo nos hemos explayado acerca de la centralidad de las Escrituras en nuestro país, protagonista de la historia bíblica. El idioma cotidiano de Israel es el de la Biblia, así como su calendario anual y festividades.

Menos sobreentendida es la devoción de otro pueblo por el Libro: el inglés. Más de medio milenio ha transcurrido desde la primera versión completa de la Biblia en esa lengua; por lo menos cinco versiones sucedieron durante el siglo XVI. La que inauguró el siglo XVII, ordenada por el rey Santiago I como traducción oficial, puso en movimiento energías morales y espirituales que cristalizaron la cultura y el pensamiento ingleses.

Expresiones hebraicas pasaron a poblar el idioma inglés (y luego otros) como «con el sudor de la frente», «la escritura en la pared», «me lo ha contado un pajarillo», «poner la casa en orden» o «polvo de la tierra».

Sólo Inglaterra produjo una estrafalaria religión de millones de fieles como fue el angloisraelismo, que sostenía que la lengua inglesa deriva del hebreo y que Inglaterra es el verdadero Israel. La exhortación del profeta Isaías a «honrar a Dios desde las islas» (24:15) pasaba a interpretarse como referida a Gran Bretaña, y si el Génesis (22:17) anuncia que «tus descendientes heredarán los portones de tus enemigos» pues los portones eran para ellos Malta y Singapur.

De la Versión Autorizada abrevaron los puritanos en general y Oliverio Cromwell en particular, quien se veía como «un hijo espiritual del Antiguo Testamento», lo estudiaba diariamente y proveía a cada soldado de una edición de bolsillo. El espíritu hebreo influía en Albión aun más que el de Grecia y Roma. Homero podía cultivar el sentido poético del britano, pero la ética de éste se alimentaba de reyes y jueces hebreos.

Thomas Carlyle definía a los ingleses como «educados en la Biblia», una que por más de doce siglos activó en la literatura inglesa y en el epicentro de ésta, William Shakespeare, cuyo Macbeth nos recuerda las intrigas palaciegas de Izevel y Ajab (I Reyes 21:7) y cuyas reiteradas referencias bíblicas justifican el debate de en qué medida conoció el texto bíblico y de qué modos lo aprendió.

De un lado, la opinión del obispo Wordsworth es que «Shakespeare fue un biblista diligente y devoto»; del otro lado, Raleigh aduce que en Shakespeare se lee sólo la habitual fraseología de su era. El bardo habría escuchado Biblia sin deliberación ni esfuerzos; su cultura era apenas la de un hombre atento e inteligente en una época que destilaba las Escrituras.

Esta posibilidad es rebasada por algunos de sus versos, sobre todo en El Mercader de Venecia. Por ejemplo la descripción del convenio entre Jacob y Labán (tomado del capítulo 30 del Génesis) revela un conocimiento mayor que el de un mero «hombre atento».

La Biblia era asumida, según sintetizara Thomas Huxley, como «la epopeya nacional de Inglaterra», en un país que se identificaba con el antiguo Israel.

Cuando zarparon los Peregrinos a las Américas, portaban poco más que ese libro: amor por el idioma de la Biblia, el pueblo de la Biblia y su tierra. En 1620 desembarcaron del navío Mayflower en las costas de Massachussets, quienes huían de las persecuciones religiosas en Inglaterra, pero se veían a sí mismos como habiendo cruzado el Mar Rojo. No los había oprimido el monarca Jorge III, sino el Faraón. Así, el primer emblema norteamericano fue acuñado con la imagen del Éxodo de Egipto sobre la leyenda: «la resistencia al tirano es la obediencia a Dios.»

John Adams (primer vicepresidente y segundo presidente) y Thomas Jefferson (el «profeta del sueño americano» y redactor de la celebérrima Declaración de Independencia) eran designados «Moisés y Aarón».

En efecto, los dos padres fundadores de los Estados Unidos encarnan una tradición de estima hacia el Pueblo del Libro. Decenas de aldeas, ríos, comarcas norteamericanas llevan nombres bíblicos; varias de sus universidades eligieron sus lemas en hebreo, que se enseñaba en ellas desde el comienzo. En hebreo inauguraba anualmente la universidad de Harvard su ciclo de clases, hasta 1819. Ese filohebraísmo cultural fundamenta la amistad entre Israel y los EE.UU., que se vio ulteriormente consolidada por razones políticas, económicas, militares y estratégicas.

Una misma Inglaterra isabelina engendró a los puritanos y a Shakespeare.

El mercader de Venecia

Las limitaciones estilísticas de El Mercader de Venecia se deben mayormente a la malograda combinación de fantasía romántica con realidad trágica, que deja a ambas truncas. Shylock mismo es un personaje poco apropiado para la comedia; los subterfugios de Porcia son forzados, así como lo es el subargumento de la elección de cofre para determinar el destino nupcial del elector.

A pesar de ello, fue la más popular de las obras shakesperianas.

Shylock y Jessica (1876), por Moisés Gottlieb (1856-1879), en el Museo Nacional de Cracovia Repasemos el nudo argumental, que es en rigor una urdimbre de tres tramas. La primera transcurre en Belmonte, donde se lleva a cabo una inverosímil competencia para desposar a Portia. La segunda, en Venecia, donde Basanio solicita del rico mercader Antonio el dinero para merecer a Portia. Como los bienes de Antonio se hayan en altamar, éste pide del judío Shylock tres mil ducados (unos veinte mil euros de hoy). Antonio, seguro de que su fortuna está a salvo y en camino, acepta firmar un contrato que estipula que si a los tres meses no ha saldado la deuda, deberá pagar con una libra de su carne. El tercer argumento es la huída de la hija de Shylock, Jessica, con el gentil Lorenzo, llevándose la pareja una parte de su patrimonio.

Cuando los navíos de Antonio naufragan, Shylock se empecina en que aquél le pague según el contrato, con carne (su vida). Shylock rechaza el dinero, aun «veinte veces el monto de lo que se le debe». Es rígido y pertinaz, pero de ningún modo un avaro (los críticos que se empeñan en describir como un avaro a quien rechaza todo pago, exhiben así su propio estereotipo sobre la avaricia judaica).

El juicio en el que Shylock demanda a Antonio termina dándosele vuelta, y el judío pasa a ser acusado de «atentar contra la vida de un ciudadano veneciano». La pena que se le aplica es humillante y demoledora. Shylock desaparece vencido y en el último acto celebran las tres parejas que se han formado.

La obra es poco creíble y sus argumentos parciales ni siquiera fueron muy originales. Shakespeare los tomó por lo menos de tres fuentes: el relato de los cofres de Gesta Romanorum (en traducción de Richard Robinson); el de Jessica, de Zelauto de Anthony Munday y de los cuentos de Masuccio Salernitano; el del contrato leonino, del El tonto de Giovanni Fiorentino (que se había presentado en el Palacio del Placer de William Painter). Hay también un cuento de ese siglo en el que un acreedor despiadado exige de su deudor una libra de su carne, sin embargo aquí el judío romano Samson Cesena es el deudor acosado, y el mercader cristiano Paolo Secchi el acreedor intransigente. La reversión de los roles permitió que el relato penetrara «aceptablemente» en la obra de Shakespeare.

Sorprende la popularidad de El Mercader pese a sus mentadas limitaciones, y resultó ser la más difundida de sus comedias. Además de las fuentes literarias señaladas, probablemente se inspiró también en un evento histórico. Londres acababa de conmoverse por la ejecución en Tyburn del médico de la reina Isabel, Roderigo López, acusado de confabular contra ella. Los jueces intervinientes llamaron al reo «codicioso, astuto, vil judío, mercenario y corrupto», epítetos que Shakespeare pone ulteriormente en boca de Graciano (y en ambos casos el adversario se llamaba Antonio).

Con todo, más allá de plagios e historia, la verdadera inspiración de Shakespeare parece haber sido la competencia literaria. El Mercader venía a responder al éxito teatral del drama El judío de Malta de su competidor Christopher Marlowe, a quien quiso superar o refutar.

Que finalmente lo logró, fue anunciado por Borges con su característico estilo: «un gran escritor crea a sus precursores... y de algún modo los justifica. ¿Qué sería de Marlowe sin Shakespeare?»

El protagonista judío de Marlowe, Barrabás, es un monstruo moral que sólo despierta las peores pasiones de la audiencia. En contraste, Shylock es un ser humano complejo, como veremos.

La primera cuestión que analizaremos es por qué este drama tiene fama de judeofóbico. Fuera de El Mercader, las alusiones de Shakespeare a los judíos son impersonales, escasas y superficiales. En varias obras (Dos caballeros de Verona, Enrique IV y Mucho ruido y pocas nueces) hay expresiones al pasar que incluyen el uso popular de la palabra «judío», pero nunca en referencia a una persona concreta. Benedick dice «si no la amo, soy un judío», Falstaff exclama «o los amarramos, o no soy más que un judío». Por lo tanto, la obra motivo de este artículo es la única que permite elucubrar la posición del bardo con respecto a los israelitas, ya que en ella, por única vez, Shakespeare crea un personaje judío con todos los detalles.

La figura de Shylock consolidó a lo largo de la historia los prejuicios atávicos contra los judíos. En Berlín del siglo XIX, una ordenanza municipal establecía que para presentar El Mercader de Venecia, se debía leer un prólogo en el que se pidiera disculpas a los judíos presentes en la audiencia.

Cuando en 1936, la primera compañía de teatro hebreo, Habima, anunció su intención de llevar a escena la versión hebrea de El Mercader, estalló indignación y furor. Muchos judíos no deseaban regresar a la normalidad del teatro para precisamente elegir aquellas obras que se aferraban a estereotipos medievales.

Arthur Bourchiers en 1905 como Shylock Es obvio en Shylock un aspecto demonizado. Sólo en tres ocasiones se lo alude por su nombre, en el resto de la obra se lo llama «el judío», frecuentemente acompañando el sustantivo por adjetivos como «perro judío». En muchos casos, incluso se deja caer la palabra «judío» y Shylock pasa a ser un animal: Gratiano lo llama «perro maldito e inexecrable», de deseos «lobeznos, sangrientos, y voraces» . Y a veces ya no es ni un animal sino «adversario pétreo, horrible e inhumano».

Más aún. Shylock es explícitamente equiparado con el mal en persona. Lancelote Gobbo lo identifica con «la encarnación del diablo» o «el diablo mismo» y Basanio como «el cruel diablo».

Acaso fuera precisamente esa demonización la que garantizó la sorprendente popularidad de la obra. La audiencia podía (y en algunos casos aún puede) descargar su odio contra el hebreo, con el placer de ver sobre las tablas a sus propios prejuicios confirmados.

El público de la época de Shakespeare gozaba al insultar al judío... a pesar de que ninguno de ellos había conocido judío alguno, ni tampoco sus padres habían visto judíos, ni sus abuelos, ni nadie. Shakespeare mismo no pudo haber basado su personaje en un judío real, ya que ni él ni sus antepasados se los habían cruzado personalmente. Los judíos habían sido expulsados de Inglaterra en 1290, y la obra fue escrita en 1596. Más de tres siglos de Inglaterra «Judenrein» y el odio persistía. Esta es una de las características privativas de la judeofobia, que la hacen tan singular: se odia al judío aun cuando está ausente.

Una parte de responsabilidad en la demonización de Shylock, la tuvieron traductores. En nuestro caso, el del idioma español, un gran culpable fue nada menos que Marcelino Menéndez Pelayo, cuya traducción de la obra, muy creativa por cierto, enfatiza los aspectos más execrables del judío. Cuando por ejemplo ante la corte judicial Antonio se declara dispuesto a «perdonarle media fortuna bajo dos condiciones: la primera, que ahora mismo se haga cristiano», Menéndez Pelayo opta por atenuar la gravedad del bautizo impuesto y traduce que la condición es «que abjure de sus errores y se haga cristiano» («abjurar de sus errores» es un característico agregado del traductor).

Pero la culpa de que Shylock se sumara al arsenal judeofóbico recayó, mucho más que en los traductores, en los actores que lo interpretaron.

La metamorfosis de un demonio

Hasta el siglo XVIII la obra era presentada mayormente en adaptaciones cómicas, especialmente la que protagonizaba George Granville en una comedia titulada El judío de Venecia. El primero en descubrir la veta seria de Shylock fue el actor Charles Macklin, quien comenzó a representarlo gravemente, y lo hizo por casi medio siglo. Macklin protagonizó Shylock en los teatros ingleses hasta su muerte en 1797 y fue conocido como «el más famoso judío de Inglaterra de todas las épocas». Irrumpía en el escenario con una balanza en su mano izquierda y un largo cuchillo en la derecha, reclamando lascivamente la libra de carne como lo habría hecho un asesino ritual. Afilaba su cuchillo sobre el piso del escenario y despertaba en la audiencia un odio visceral por el judío.

Charles Macklin transformó a un prestamista antipático en un asesino cruel. (No le habría resultado muy difícil la caracterización, ya que el mismo Macklin había asesinado a un actor en 1735, aunque eventualmente fue puesto en libertad). Debido a la caracterización de Macklin las voces «judío» y «Shylock» pasaron a ser sinónimas en el idioma inglés.

Y la faceta humana que Shakespeare en rigor había incluido en la obra, pasó inadvertida por varios siglos.

Shakespeare había venido precisamente a humanizar a la otrora raza despreciada, y así pudo elevarse por sobre los prejuicios de su época, como queda sugerido ostensiblemente en el monólogo del tercer acto, cuando Shylock explica a sus congéneres los motivos de su saña contra Antonio:

«Me ha arruinado... se ha reído de mis pérdidas y burlado de mis ganancias, ha afrentado a mi nación, ha desalentado a mis amigos y azuzado a mis enemigos. ¿Y cuál es su motivo? Que soy judío. ¿El judío no tiene ojos? ¿El judío no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No es alimentado con la misma comida y herido por las mismas armas, víctima de las mismas enfermedades y curado por los mismos medios, no tiene calor en verano y frío en invierno, como el cristiano? ¿Si lo pican, no sangra? ¿No se ríe si le hacen cosquillas? ¿Si nos envenenáis no morimos? ¿Si nos hacéis daño, no nos vengaremos?»

Además, Shakespeare tampoco vaciló en presentar a los enemigos de Shylock como oportunistas, holgazanes y soberbios, buscadores de fortuna, hipócritas. Basanio quiere casarse con Portia por dinero, pero le reprocha a Shylock su codicia. Los cristianos predican misericordia al prestamista, y mientras lo regañan, se quedan con todos sus bienes y lo destruyen sin piedad.

En el típico maniqueísmo antijudaico, Portia intenta contrastar la «Vieja Ley» judía con el amor cristiano, la estricta justicia veterotestamentaria con la humana piedad de los Evangelios, representada nada menos que por el mercader Antonio y la vengativa farsante. Los hechos, por supuesto, hablan más fuerte que las palabras y la crítica que se destila contra la cristiandad en la obra de Shakespeare es categórica: se predica la piedad mientras en su nombre se cometen atropellos. La demanda legal contra Antonio (que en su transcurso deviene en un juicio contra Shylock) es cinco veces escandalosa.

En efecto, es improcedente, en primer lugar, porque el juez simpatiza abiertamente con el acusado aun antes de comenzar las deliberaciones; segundamente, porque permite a quienes son parte interesada (Basanio y Graciano) interferir con insultos a mansalva; en tercer lugar, porque en desafío de la lógica y la ley, se prohíbe el procedimiento requerido para cumplir con la sentencia; cuarto, porque la corte se desvía del cargo que la ha convocado, hacia acusaciones contra el demandante; y finalmente, porque el enojoso veredicto incluye que el reo deje su fortuna a Lorenzo para que éste despose a su hija y ¡que se convierta al cristianismo!.

El segundo acto es de demonización, el tercero de humanización del judío, el cuarto de crítica a la sociedad cristiana. Puede considerarse que el más sutil en su elocuencia es el quinto y último acto. En él, tiene lugar el final feliz que sólo puede darse cuando el judío desaparece de la escena para siempre. Si el judío ha querido por una vez en su historia vengarse del cristiano, pues ha sido ingenuo. Todo el sistema legal está en manos cristianas y su audacia fue suicida. Obedezca, cállese, sométase, que ni se le ocurra que alguien le dará la justicia que pide, porque la sociedad entera brega por su «piadoso» castigo. Mutis, judío. La sentencia es degradante, y el último acto revela la única situación en la que la sociedad gentil podía admitir al judío: cuando éste no estuviera más.

Esta faceta del drama, empero, fue revelada sólo un siglo y medio después. Para los isabelinos Shylock siempre fue completamente malvado, y los primeros actores competían en personificarlo cada cual más monstruoso. Aunque el mensaje humanizador estaba presente en El Mercader desde el comienzo, había quedado enterrado entrelíneas a la espera de que la sociedad en alguna época estuviera dispuesta a aceptar la humanidad del judío y emanciparlo, y que actores sensibles recogieran esa disposición.

Sin que se hubiera modificado ni una coma en el texto de Shakespeare, durante los últimos dos siglos y medio se produjo en Shylock una metamorfosis notable, que llevó al personaje de ser un horrible demonio a convertirse en un ser humano que despierta empatía.

Comenzó la metamorfosis Edmund Kean, quien interpretó a Shylock en el Drury Lane en 1814 y desechó los vicios maniqueos de Macklin. Un nuevo capítulo en la transformación lo inauguró el actor y director Henry Irving cuando el 1 de noviembre de 1879 presentó un Shylock por el que la audiencia pasaba a sentir profunda simpatía. A partir de entonces, la rehabilitación del judío en las letras inglesas ya no se detendría. Shakespeare había dado el puntapié inicial, aun cuando lo hiciera de modo sutil y fuera entendido más de tres siglos después.

El extremo de la humanización de Shylock llegó en junio de 1996. Durante el Festival Israel, al que anualmente asisten compañías teatrales de todo el mundo, el Teatro Nacional Weimar Alemán participó con una polémica producción de El Mercader, en el que todos los actores (excepto Shylock y Jessica) actúan sin modificar el texto original pero vestidos como oficiales de las SS nazis. Los dos judíos de la obra, en abrumador contraste, visten uniformes de prisioneros en los campos de la muerte. Y el mensaje claro del drama pasaba a encandilar.

La humanización del judío consiste, más que en el hecho de que Shylock fuera por primera vez un judío humano con virtudes y defectos, en la sutileza del autor que ha denunciado la crueldad e hipocresía de la cristiandad que rodeaba a Shylock.

Esta denuncia, y la predilección del bardo por la Biblia, parecen agradecerse en el Israel de hoy por medio de sociedades shakesperianas que leen y actúan en la lengua original, y también por medio de numerosas producciones de Shakespere en hebreo.

La primera data de 1930, cuando el mentado teatro Habimá presentó La duodécima noche. Desde entonces más de veinte obras de Shakespeare fueron puestas en escena por las cuatro compañías de teatro de Israel que nacieron en la década del veinte. El Mercader de Venecia fue presentada en la traducción hebrea de Shimon Halkin en Tel Aviv, en 1936 y 1959. La segunda de éstas fue menos exitosa, debido tal vez a que el director irlandés Tyrone Guthrie optó por un vestuario moderno. En ambas realizaciones (¡separadas por un cuarto de siglo!) Shylock fue personificado por los mismos actores, Shimon Finkel y Arón Meskin, quienes se alternaban cada noche con estilos muy distintos, irónico e inteligente el primero, despectivo e iracundo el último. El recurso atrajo a muchos espectadores que deseaban comparar a dos Shylocks. Un recurso que nunca se le había ocurrido a Shakespeare.

La figura del hebreo está presente en la literatura inglesa aun desde el siglo XIV, tanto en la obra de William Langland como en los Cuentos de Canterbury de Geofrey Chaucer en los que aparece el judío como asesino ritual. Desde Shakespeare, empero, esa imagen diabólica tan habitual en el medioevo, comienza a transformarse. Shylock abre las compuertas de una paulatina humanización que los actores fueron puliendo. Llega a uno de sus clímax en la obra de Richard Cumberland de fin del siglo XIX, El Judío, que es la primera obra en la que un prestamista judío (Sheva) deja de encarnar al enemigo para pasar a ser el benevolente héroe, quien secretamente trae felicidad a una joven pareja y resuelve una disputa familiar.

Las compuertas se habían abierto. A Cumberland siguieron en las letras inglesas el Ivanhoe (1819) de Walter Scott, Daniel Deronda (1876) de George Eliot, y aun Leopold Bloom en el Ulises (1922) de Joyce. Los protagonistas judíos han pasado a ser comprendidos y aun queridos.

 

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