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El Catoblepas, número 24, febrero 2004
  El Catoblepasnúmero 24 • febrero 2004 • página 15
Artículos

El Dios de Kant

Alfonso Fernández Tresguerres

A la memoria de Inmanuel Kant (22/4/1724-12/2/1804) en su bicentenario

grabado que dice representar a Kant, publicado en 1838 en la revista 'El Panorama' de Madrid Se conmemora este año (y este mes) el segundo centenario de la muerte de Inmanuel Kant. Sean, pues, estas páginas no sólo de crítica, sino también de homenaje a su egregia figura. Ambos conceptos, homenaje y crítica, o, si se quiere, homenajear criticando, sólo resultarán contradictorios para quien entienda que valorar y apreciar la obra de un filósofo (o la de cualquiera en general) no puede hacerse más que por la vía del ciego servilismo o de la permanente alabanza, sin advertir que la verdadera grandeza (merecedora de nuestro reconocimiento) de quienes nos han precedido en esta inacabable labor de tejer y destejer Ideas estriba en suministrarnos nutrientes capaces de estimular nuestro propio pensamiento, en que nos den que pensar.

La filosofía de la religión de Kant, o más en concreto, su concepción de Dios, es una de las cuestiones más sorprendentes y chocantes de su obra. Intentaré explicar por qué, y lo haré en dos momentos: comenzaré por constatar un hecho y luego aventuraré una hipótesis (o mejor: dos).

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El hecho es éste: la reflexión kantiana sobre Dios da la impresión de resultar contradictoria e incongruente. Contradictoria en la medida en que en distintos periodos y momentos de su vida y, por tanto, de su obra, Kant parece haber defendido posiciones distintas al respecto. Verdad es que podría argüirse que no existe tal contradicción, y sí, sólo, una evolución, encontrándose su pensamiento definitivo en las dos primeras Críticas: desmoronamiento de la Ontoteología, en una, esto es, demostración de la imposibilidad de probar racionalmente la existencia de Dios, y postulación, en la otra, de dicha existencia como una exigencia del mundo moral (lo que obliga a «negar el conocimiento para dejar paso a la fe»). Volveremos sobre esto. Pero, en cualquier caso (y vamos con la incongruencia), el postulado Dios resulta incongruente; mas incongruente no ya con la propia vida de Kant, caracterizada por un ateísmo práctico, porque, independientemente de que con esto entraríamos en cuestiones de tipo psicológico que no tendrían probablemente mayor relevancia (al fin y al cabo, lo que debe importarnos es lo que Kant dice, no lo que Kant hizo), si el Dios de Kant fuese el Dios del deísmo, en el que se rechaza toda forma de culto, tal incongruencia quedaría sensiblemente mitigada: un deísta vive como un ateo, entre otras cosas porque seguramente lo es en el fondo. Tampoco incongruente con las posiciones defendidas en la Crítica de la razón pura, que podría ser leída (como tantas veces se ha hecho) en clave agnóstica: Kant habría probado que no se puede demostrar que Dios exista, pero tampoco que no exista, y, desde esta perspectiva, su propia vida (su ateísmo práctico) sería un ejemplo de lo insostenible de la posición del agnóstico; insostenible no ya en términos teóricos o lógicos (como ha querido ver Hanson), sino prácticos: es imposible vivir como un agnóstico, porque, en último término, uno va a misa o no va, o si se quiere decir con mayor seriedad, uno cree o no cree. La incongruencia del postulado Dios tiene lugar en el propio contexto en el cual se postula, es decir, en el contexto de la filosofía moral, en la Crítica de la razón práctica: los fundamentos de la moral tal como ahí son expuestos no sólo no exigen el recurso a Dios, sino que el postular su existencia, como Kant hace, es lo que, a mi juicio, resulta incongruente (y contradictorio) con los fundamentos mismos. Veamos todo esto con un cierto detenimiento.

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A la muerte de Kant (el 12 de febrero de 1804), eran muy pocos los que ponían en duda (y en Königsberg nadie) que Kant no era creyente, en el sentido ortodoxo y habitual del término, o si se quiere decir en términos positivos, que Kant era un ateo o que al menos vivía como tal. Incluso hubo quien (como Borowski, uno de sus primeros discípulos y biógrafos) estimó oportuno no asistir al entierro, por temor a que sus aspiraciones políticas o académicas se viesen truncadas si su nombre era asociado en exceso al de Kant.

Oigamos sobre lo que de este ateísmo (por lo menos práctico) nos dice uno de sus últimos biógrafos: «Aunque Kant había alimentado en su filosofía la esperanza de una vida eterna y de un estadio futuro, en su vida personal se había mostrado muy frío hacia tales ideas. Scheffner le había oído a menudo burlarse de las plegarias y de otras prácticas religiosas. La religión organizada lo sacaba de quicio. Para todos los que lo trataron directamente, era evidente que Kant no creía en un Dios personal. Habiendo postulado a Dios y a la inmortalidad, él mismo no creía en ninguna de estas cosas. Su meditada opinión es que tales creencias son exclusivamente una cuestión de 'necesidades individuales'. Y Kant no sentía tal necesidad».{1}

Y ya en el terreno de las anécdotas, podemos recordar que cuando tras la toma de posesión del rector de la Universidad se dirigía la comunidad universitaria a la catedral para la celebración de un oficio religioso, Kant pasaba de largo ante la puerta de la iglesia, excepto (como es lógico) que el rector designado fuese él mismo.

La Crítica de la razón pura, por su parte, supone, como es sabido, la completa demolición de cualquier intento de demostrar racionalmente la existencia de Dios. ¿Por qué motivo no dio Kant el paso de asumir la que diríase ser la conclusión lógica de todo ello, a saber: negar tal existencia (lo que, por lo demás, parecía ser conforme a sus propias convicciones personales)? ¿Por qué no complementó su ateísmo práctico con un ateísmo teórico, sino que, al contrario, parece abrir un abismo y una contradicción entre su vida y su pensamiento? Pero, ¿existe realmente tal abismo y tal contradicción?

Ciertamente, Kant nunca dio ese paso a un ateísmo teórico plenamente asumido y representado, sino que, como resulta sobradamente conocido, en la segunda de sus Críticas se decanta por postular la existencia de Dios como una exigencia de la moralidad. Repitiendo la argumentación expuesta en un escrito de 1786, titulado «¿Qué significa orientarse en el conocimiento?», la Crítica de la razón práctica defenderá como principio insoslayable de la racionalidad moral el que la mayor moralidad se vea siempre acompañada de la mayor felicidad, esto es, que la máxima fidelidad a la ley moral se corresponda, al mismo tiempo, con la máxima felicidad. Ahora bien, resulta extremadamente discutible e ingenuo que ello pueda ser así en este mundo, en el que no siempre vemos (más bien al contrario) que el más virtuoso sea también el más feliz. Sin embargo, ese supremo bien (la unión de moralidad y felicidad) es, en opinión de Kant, un principio irrenunciable de la razón práctica: la alternativa a él es la desesperación (¿es ésta una de las fuentes del existencialismo?). Y si es ilusorio esperar que la línea de la moralidad y la de la felicidad lleguen a confluir en este mundo (más bien semejan ser paralelas), entonces no cabe sino postular que habrán de juntarse en el más allá. Mas tal confluencia presenta dos exigencias inmediatas, aunque indemostrables, y que, por lo mismo, únicamente podrán presentarse como postulados de la razón práctica, a saber: la existencia de Dios y la existencia de un alma inmortal.

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Seguramente no pueda decirse que las obras anteriores a 1786 contradigan completamente las conclusiones alcanzadas en la KPV, pero uno tiene la sensación (habría que realizar una investigación pormenorizada al respecto) de que Kant no es tan riguroso respecto a la necesidad de acudir a Dios para fundamentar la moral. Incluso cuando el año 1766, en Los sueños de un visionario explicados por los sueños de la Metafísica, da por zanjada su preocupación por los espíritus («En adelante dejaré de lado como concluido y resuelto todo el tema de los espíritus, un extenso apartado de la metafísica. Es algo que ya no me interesa»{2}), se podría acaso esperar que entre tales espíritus incluyese al propio Dios. Sin embargo, es obvio que tampoco son exactamente lo mismo las historias de fantasmas de Swedenborg que Dios. Y del mismo modo, cuando Kant, en esa misma obra (podrían aducirse otros textos en los que insiste en la misma idea) afirma que «parece más adecuado a la naturaleza humana y a la pureza de las costumbres fundar la espera del mundo futuro en los sentimientos de un alma de buena índole que, por el contrario, fundar su buena conducta en la esperanza del otro mundo»,{3} resultaría probablemente precipitado afirmar que dichas palabras contradicen las posiciones de la KPV, pues lo que Kant está afirmando es que no puede establecerse la moral sobre la religión, sino sólo en sí misma, pero no declara absurda la esperanza de que exista otro mundo en el que sea recompensada la acción moral. O si se quiere decir de otro modo: la religión no puede ser el principio de la moral, pero sí su conclusión. En las Lecciones de Ética (impartidas por Kant entre 1775 y 1781), se afrima lo siguiente: «La religión no es el punto de partida de la moral, sino que, por el contrario, las leyes morales están orientadas al conocimiento de Dios. Situando la religión antes que la moralidad, ésta habría de guardar alguna relación con Dios y ello daría lugar a tomar a Dios como un poderoso señor al que se ha de halagar. Toda religión presupone una moral; luego esa moralidad no puede ser derivada a partir de la religión (...) La ley moral es así un ideal dentro de mí; debo seguir la idea de la moralidad sin albergar al mismo tiempo la esperanza de ser feliz, y esto es algo sencillamente imposible. Por consiguiente, la moral sería un ideal de no haber un Ser que ejecutara tal ideal, por lo que ha de existir un ser que dote a la ley moral de fuerza y realidad. Ser que, por descontado, habrá de ser santo, bondadoso y justo. La religión proporciona a la moralidad un peso específico y debe ser el móvil de la moral. En este punto se ha de reconocer que, quien se haya comportado de modo tal que sea digno de la felicidad, también puede esperar alcanzar dicha felicidad, puesto que hay un Ser que puede hacerle dichoso (...) Hay un paso natural de la moral a la religión»{4}. De nada de esto se podría afirmar rotundamente que atenta contra las posiciones que Kant mantiene en su segunda Crítica; y sin, embargo, en esas mismas Lecciones de Ética, Kant afirmará también que: «La moralidad no ha de rebajarse, tiene que ser recomendada únicamente por sí misma; el resto –incluida la recompensa del cielo– nada tiene que ver con ella, pues por su mediación sólo me hago digno de la felicidad»{5}.

Da la impresión de que lo que el Kant anterior a 1786 quiere decir es que el comportamiento auténticamente moral es aquél que se fundamenta y se basa en sí mismo, y no en interés alguno (incluida la recompensa celestial); pero, al mismo tiempo, que la vida moral nos hace dignos de la felicidad, que «no es el fundamento, el principio de la moralidad, pero sí un corolario necesario de la misma»{6}. La diferencia estriba acaso en que en la Crítica de la razón práctica el postulado de la existencia de Dios (como el de la inmortalidad del alma) implicaría que sólo Dios puede proporcionar sentido al mundo de la moralidad, en tanto que hasta ese momento Kant parece pensar que la moral tiene pleno sentido en sí misma (o más aún: que sólo lo tiene en sí misma), sin que ello implique declarar absurda o irracional la esperanza de una felicidad ultraterrena. En la KPV diríase, en cambio, que únicamente la esperanza de esa felicidad ultraterrena, recompensa a la acción moral (el bien supremo) dota de fundamento a la moralidad, al punto de que Kant podría dar por bueno aquello que Dostoievski ponía en boca de Iván Karamazov: «Si no hay Dios, todo está permitido». Por el contrario, la postura de Kant hasta 1786 parece ser que si no hay Dios, eso no me exime de obligaciones morales, pero si lo hay, mejor. De hecho, el propio Kant así lo afirma expresamente (y en un tono no menos frívolo del que yo acabo de utilizar): «Tampoco la razón humana está suficientemente dotada de alas como para atravesar nubes tan altas como las que nos ocultan los secretos del otro mundo; y a los curiosos que tan solícitamente piden noticias sobre ellos, se les puede dar una respuesta sencilla, pero muy natural: que lo más aconsejable sería que se dignaran tener paciencia hasta haber llegado allí»{7}.

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Sin duda, resulta sorprendente que Kant no sólo no terminase prescindiendo por completo de la hipótesis Dios, sino que acabe por concederle el lugar tan preeminente que ocupa en la Crítica de la razón práctica, cuando lo cierto es que el postulado Dios entra en contradicción con la propia doctrina ética defendida en tal obra. Al menos, a mí no me resulta fácil entender cómo tras haber recusado Kant las éticas de la felicidad, se decante, finalmente, por considerar ésta una exigencia ineludible para dotar de sentido al ámbito de la moralidad. Cierto que se podría argüir que el rechazo de Kant de las éticas materiales se basa en el carácter relativo de su contenido, y, en concreto, lo relativo de la felicidad misma (lo que imposibilita el proyecto de construir una ética establecida sobre principios morales absolutos y con valor a priori). Frente al relativismo de esta felicidad inmanente, la felicidad trascendente, otorgada por un Dios dispensador de premios y castigos, como justo colofón al comportamiento moral, tendría carácter absoluto y concluso. Ahora bien, al margen de que resulta muy discutible que una argumentación tal sea sostenible, lo cierto es que aunque la felicidad ultraterrena pudiera considerarse en algún sentido menos relativa, lo que resulta indudable es que ha de ser vista, en todo caso, como más metafísica (mejor aún: como puramente metafísica).

Pero es que, además, ¿hasta qué punto la esperanza en una felicidad en el más allá no compromete el carácter desinteresado de la genuina acción moral? Si el auténtico comportamiento moral consiste en actuar por estricto respeto al deber, y no por ningún otro móvil egoísta o interesado, ¿la postulación de una tal felicidad no supone, justamente, introducir en el juego de la moralidad un móvil de tales características? Y, en último término, ¿qué lugar queda en ese contexto para la autonomía moral? Desde el momento en que se postula la existencia de Dios y de una alma inmortalidad, receptora de premios o castigos, ¿no cabe siempre la posibilidad de que se actúe para alcanzar unos y evitar los otros? Porque, de ser así, la ética kantiana se hallaría expuesta al mismo peligro de deslizamiento hacia la heteronomía moral que cualquier otra ética religiosa.

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Todo lo que hemos venido diciendo, a saber: desde el ateísmo práctico de Kant, hasta sus titubeos respecto a Dios y su relación con la moralidad, y finalmente las dificultades, más que soluciones, que el postulado Dios viene a introducir en los principios mismos del formalismo moral, hace que resulte sorprendente (tal vez esto no sea más que la mera opinión de un mal lector) que Kant no optase, de una manera definitiva, por desprenderse del todo de Dios y dar el paso a un ateísmo plenamente representado en el aspecto teórico. ¿Por qué?

Vamos, pues, con la hipótesis prometida al principio de estas paginas. O mejor, con las hipótesis, porque creo que dos son las que pueden ser propuestas: de carácter filosófico, una; político, la otra.

La primera tiene que ver directamente con el deísmo. Según esta hipótesis habría sido éste el que habría bloqueado el paso de Kant hacia el ateísmo.

Seguramente el escrito kantiano en el que con más firmeza cabe apoyarme para defender la tesis de su relación con el deísmo es La religión dentro de los límites de la mera razón, publicado el año 1793. Las primeras palabras de esta obra (las primeras del propio prólogo) son para reafirmarse en que la moral puede fundarse en la razón misma, sin necesidad de apelar a ninguna instancia externa a ella: «La Moral en cuanto que está fundada sobre el concepto del hombre como un ser libre que por el mismo hecho de ser libre se liga él mismo por su razón a leyes incondicionadas, no necesita ni de la idea de otro ser por encima del hombre para conocer el deber propio, ni de otro motivo impulsor que la ley misma para observarlo.»{8} Sin embargo, inmediatamente aclarará Kant que, si bien la moral no necesita de un fin que preceda a la determinación de la voluntad, es decir, no necesita de la representación de un fin como fundamento, sí se puede pensar que tenga relación con un fin tal, mas en tanto que consecuencia de la propia ley moral: «Así –escribe–, para la Moral, en orden a obrar bien, no es necesario ningún fin; la ley, que contiene la condición formal del uso de la libertad en general, le es bastante. De la Moral, sin embargo, resulta un fin; pues a la Razón no puede serle indiferente de qué modo cabe responder a la cuestión de qué saldrá de este nuestro obrar bien, y hacia qué –incluso si es algo que no está plenamente en nuestro poder– podríamos dirigir nuestro hacer y dejar para al menos concordar con ello.»{9} En consecuencia: «la Moral conduce ineludiblemente a la Religión, por lo cual se amplia, fuera del hombre, a la idea de un legislador moral poderoso en cuya voluntad es fin último (de la creación del mundo) aquello que al mismo tiempo puede y debe ser el fin último del hombre.»{10}

Hasta aquí nos estamos moviendo en un paraje ya conocido: el mismo, seguramente, que se dibuja en la Crítica de la razón práctica. La novedad es que en La religión dentro de los límites de la mera razón comenzamos a ver claro (acaso por vez primera) de qué religión se está hablando, cuál es esa religión a la que, en palabras del propio Kant, conduce ineludiblemente la moral. Se trata de un religión en la que el Hijo de Dios no es más que un ideal: el ideal del ser humano perfecto (¿acaso la voluntad santa?); una religión en la que (como había señalado Kant a Lavater, en una carta fechada el 28 de abril del año 1775), el predicador, esto es, Jesucristo ha de ser distinguido drásticamente del propio Dios; mas también una religión en la que (como se afirma en la obra de la que hablamos) la adulación a tal predicador, lo mismo que la plegaria o la devoción resultan irrelevantes, las historias milagrosas superfluas, y la oración es considerada mera práctica fetichista y supersticiosa. Una religión, en suma, que no parece ser otra que la religión natural del deísmo.

Es probable que para entender adecuadamente a alguien, más que en lo que dice, hay que fijarse en lo que no dice porque considera innecesario hacerlo, ya que lo da por supuesto. Y es casi seguro que Kant da por supuesto el Dios del deísmo, hasta el punto de que tal vez se hubiese sorprendido de haber podido saber que poco después de su muerte irrumpiría, con toda su fuerza, la negación explícita de Dios, es decir, el ateísmo contemporáneo. Pero tal escenario intelectual ya no es el de Kant; en el suyo, Dios, más que una idea que se tiene, parece ser una creencia en la que se está (por decirlo echando mano de la celebre distinción orteguiana), y acaso por eso, Kant no fue capaz de dar el paso a la negación directa de Dios, manteniéndose (lo mismo que Voltaire) en esa suerte de ateísmo cortés que es el deísmo. En este contexto parecen cobrar pleno sentido aquellas palabras de Bonald, según el cual: «Un deísta es un hombre que aún no ha tenido tiempo de hacerse ateo.» Según esto, Kant (al igual que Voltaire) no lo tuvo nunca.

Mas habría que añadir que tampoco lo tuvo muy fácil (ahora en términos meramente políticos), para hacerse ateo. Llegamos así a la segunda hipótesis (a la que aludía anteriormente) capaz de ofrecer alguna explicación de por qué no dio Kant el paso a un ateísmo plenamente asumido desde el punto de vista teórico.

La Prusia de Federico Guillermo II no era el lugar más adecuado para declararse ateo. Al igual que la acusación de asebeia en la Grecia que conocieron Protágoras o Sócrates, ser sospechoso de falta de piedad, era en la Prusia de Kant algo que convenía evitar si uno no deseaba hacerse acreedor de medidas desagradables.

Poco después de la publicación de La religión dentro de los límites de la mera razón, concretamente el 1 de octubre de 1794, Wöllner, cumpliendo órdenes del rey, se dirige a Kant en los siguientes términos: «Nuestra más excelsa persona viene observando con gran disgusto que desde hace tiempo utiliza usted su filosofía para distorsionar y evaluar negativamente muchas de las enseñanzas cardinales básicas de la Sagrada Escritura y del cristianismo, sobre todo en su obra La religión dentro de los límites de la mera razón, como también en otros tratados más breves. Esperábamos mejores cosas de su parte, como usted mismo puede comprobar; pero usted ha preferido actuar irresponsablemente contra su propio deber como maestro de la juventud y contra nuestro paternal propósito, que usted conoce muy bien. Exigimos de usted inmediatamente el informe más completo y exhaustivo sobre sus actividades, y esperamos que, para no aumentar aún más nuestra desaprobación, evite en el futuro comportamientos semejantes... De no hacerlo, debe usted esperar medidas desagradables por su obstinación continuada.»{11}

Casi treinta años antes (exactamente el 6 de abril de 1766), en carta a Mendelssohn, confesaba Kant hallarse plenamente convencido, con toda evidencia y satisfacción, de muchas cosas que jamás tendría el valor de decir. Entre esas muchas cosas, ¿se encontraba, por ventura, la sencilla proposición: no existe Dios?

Notas

{1} M. Kuehn, Kant (2001), Acento Editorial, Madrid 2003, pág. 29.

{2} I. Kant, Los sueños de un visionario explicados por los sueños de la Metafísica (1866), Alianza, Madrid 1987, pág. 76.

{3} I. Kant, op. cit., pág. 111.

{4} I. Kant, Lecciones de Ética, Crítica, Barcelona 2002, pág. 123.

{5} I. Kant, op. cit., pág. 117.

{6} I. Kant, op. cit., pág. 119.

{7} Los sueños de un visionario... págs. 111-112. El subrayado es de Kant.

{8} I. Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón (1793), Alianza, Madrid 1969, pág. 19.

{9} I. Kant, op .cit., págs. 20-21. El subrayado es de Kant.

{10} I. Kant, op. cit., pág. 22.

{11} M. Kuehn, op. cit., pág. 524.

 

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