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El Catoblepas, número 26, abril 2004
  El Catoblepasnúmero 26 • abril 2004 • página 15
Artículos

La interrogación

José Ramón San Miguel Hevia

Donde se comprueba con varias y poderosas razones la tesis de Alfonso Tresguerres («De la inteligencia y la necedad», El Catoblepas, nº 11) según la cual la inteligencia no es un aptitud o facultad innata o adquirida, sino una actitud: la interrogación

1. La filosofía como interrogación

Los pensadores, que desde Tales y Anaximandro se fueron extendiendo por todo el cinturón de ciudades que entonces rodeaban al Mar Mediterráneo, recibieron muy pronto el nombre de filósofos, y la actividad a la que se dedicaban se llamó filosofía. Esta palabra abarcaba en principio una serie de ocupaciones en extremo diversas, que van desde el avance de actividades puramente teóricas acerca del origen y constitución del universo, al estudio de las matemáticas y las ciencias físicas e incluso a una forma sui generis de turismo.

Sin embargo la base de todas estas actividades es una actitud común, el deseo y la decisión de conocer las cosas, justamente lo que la palabra «filosofía» tomada en sentido lato quiere decir. Los griegos antiguos señalan de forma unánime esa actitud como el carácter distintivo del filósofo. Y eso aun por encima de todos los logros geniales que en sus teorías acerca del mundo o en cada uno de los primeros saberes positivos, desde la geometría a la medicina, la ciencia política o la astronomía alcanzó cada uno de ellos.

Es también esa actitud de inquisición y de búsqueda la que los filósofos clásicos sintieron como propia vocación y mantuvieron como forma de vida. Así pues, la filosofía en su inicio, tanto si se mira desde fuera ante los ojos perplejos y divertidos de los ciudadanos comunes, como si se experimenta desde la propia existencia del hombre que se lanza a la empresa de filosofar, se entiende en último término como una interrogación, un querer saber lo que las cosas son.

Nunca se insistirá lo bastante en esta doble dimensión que la filosofía tiene desde sus comienzos. Por una parte es un conocimiento y un lenguaje que intenta dar razón a distintos niveles de la naturaleza de cuanto es. En este sentido la filosofía ha experimentado una constante transformación. Y no sólo porque a lo largo de la historia y en función de las preocupaciones técnicas, económicas y sociales de cada momento van surgiendo sistemas diversos que intentan dar una visión global del universo físico y la vida humana, sino también y sobre todo porque las ciencias, que en un principio eran tarea exclusiva de los filósofos, se desgajaron del tronco común, multiplicándose y haciéndose totalmente autónomas en sus métodos y su objeto.

Primero la geometría, luego la astronomía, la mecánica estática y la medicina, y mucho más tarde la física, la biología y las ciencias humanas, forman una gigantesca enciclopedia que parece agotar a nivel experimental cualquier posibilidad de conocimiento. Hasta tal punto que desde el siglo XIX alguien se atrevió a pensar que todas las zonas de la realidad son el objeto exclusivo de uno u otro de estos saberes de observación, los únicos que tienen un método riguroso y preciso de investigación. La filosofía queda reducida a una función ancilar, y únicamente debe estudiar la dinámica de las sociedades en la medida en que producen un determinado tipo de conocimiento, o analizar las reglas de formación y transformación del lenguaje científico, en evitación de sinsentidos y de paradojas.

Lo que no ha variado a lo largo del tiempo, en medio de la proliferación de sistemas filosóficos y de nuevos conocimientos científicos, ha sido la segunda dimensión de la filosofía, tomada ahora en su sentido inicial. Justamente este es el aspecto que ha llamado la atención de los primeros griegos, mucho más que el ingenio demostrado en la explicación totalista del universo, los resultados, a veces asombrosos, de los descubrimientos de las ciencias, y de sus notables aplicaciones técnicas. Para un griego un filósofo es, antes que nada, un hombre que se decide a entender, que ante la realidad en su conjunto y cada una de sus zonas, toma una actitud interrogativa.

Y justamente es esta actitud de interrogación la que adoptan los filósofos y científicos que les suceden en la historia, cuando su tarea no se ve frenada por prejuicios de escuela o por la rutinaria repetición de saberes adquiridos. A esta segunda dimensión, que todavía permanece invariable y que se amplía a todo tipo de conocimiento cuando se vive en auténtica actitud inquisitiva, puede llamarse, sin hacer en absoluto fuerza al nombre, filosofía.

El supuesto base

Considerando sólo esta segunda dimensión de la filosofía, que es una perpetua investigación sobre la realidad, salta a los ojos una cuestión decisiva. Ciertamente, la interrogación acerca del ser del hombre y del universo físico admite un abanico de respuestas, que van desde el materialismo en sus diversas variantes, hasta el idealismo, el espiritualismo o el mismo positivismo. Por lo demás, cada una de las ciencias positivas investiga acerca de un determinado objeto y con relación a él establece un método riguroso y unos principios generalísimos, que dan respuesta a cada uno de los problemas específicos de cada tipo de saber.

Pero por muy satisfactorias y exhaustivas que sean esas soluciones, siempre queda un último residuo que todavía queda por describir y analizar. Este residuo, al parecer inalcanzable por su propia cercanía al sujeto de la filosofía y de las ciencias es la misma interrogación. Cuando se da respuesta a todos los problemas sobre el mundo físico o la vida social, la interrogación queda eludida y marginada como algo al parecer irrelevante, a pesar de ser el supuesto que sirve de base a todo posible conocimiento global del universo y a los desarrollos zonales de cada uno de los saberes empíricos.

Así pues, ninguna de las ciencias experimentales, ni aun la misma metafísica, en el caso de que la metafísica sea posible, pueden aspirar al rango de un saber sin supuestos. No pueden ser, empleando el término acuñado por Aristóteles y utilizado por Descartes, una «filosofía primera». Todas ellas son ciencias o filosofías «segundas», es decir, no principios sino resultados. Sólo un interrogante que reflexione sobre la propia interrogación en cuanto polo e inicio de cualquier conocimiento puede ser y llamarse absolutamente primero.

Sería por otra parte un contrasentido y representaría una inversión radical del método de toda ciencia, considerar la interrogación como un resultado determinado por la seriación causal de hechos psicológicos o sociales. En primer lugar porque la interrogación es un comportamiento del todo primero, capaz de poner en entredicho al mundo en su totalidad, incluyendo la naturaleza, el hombre y la sociedad. En segundo lugar porque el desarrollo de una serie de teorías, de leyes y de hechos determinados de acuerdo con estas leyes, no puede incluir la interrogación como miembro de la serie, ya que entonces dicha interrogación quedaría unívocamente determinada en su sentido y dejaría «eo ipso» de ser interrogación.

Si se quiere entonces que el conocimiento sea un conocimiento sin supuestos es preciso atacar ese residuo de toda ciencia positiva o de todo saber global, que es justamente la interrogación. La reflexión sobre la interrogación, su descripción a nivel fenomenológico y su análisis como forma de vida son los dos planos en que el pensamiento humano, si quiere ser de verdad radical, ha de moverse. Unicamente siguiendo este camino es posible construir una filosofía primera.

Así pues ningún conocimiento zonal, ninguna respuesta por muy definitiva que parezca, a las cuestiones relativas al mundo y la existencia, puede desembocar en una filosofía sin supuestos. Unicamente el análisis de la actitud interrogante puede completar el estudio de todas los demás saberes, sin permitir que quede al margen ningún residuo. Por eso es con razón el más universal, y al propio tiempo el más radical de los principios.

El análisis de la interrogación

La reflexión sobre la interrogación sólo puede empezar con una descripción fenomenológica del sujeto cuestionante y del mundo que se abre ante él. Por supuesto no se trata de definir la interrogación como un hecho objetivo, inscrito en una rigurosa seriación causal. Entonces se estudiaría de acuerdo con el método de las ciencias de observación y seguiría los principios y las leyes generales de dichas ciencias. En el caso de la interrogación esto es un radical contrasentido, ya que ella misma no es el resultado, sino el principio primero y absoluto de todo saber. Por lo demás nunca está determinada unívocamente en su sentido, siendo por esencia radicalmente equívoca.

Si se quiere evitar la introspección con todo cuanto tiene de confusión y de subjetividad cerrada en sí misma, sólo queda una tercera vía. Hay que estudiar el comportamiento interrogativo en cuanto apertura a un mundo que es su correlato intencional. En este caso la interrogación adquiere sentido y denuncia en el ser cuestionante una serie de estratos, cuya articulación se puede interpretar, y por otra parte apunta a un cierto tipo de mundo cuya descripción es así mismo posible. El mundo en cuanto sometido a cuestión, el sujeto interrogante abierto al mundo, son los dos polos sobre los que ha de ser construida una fenomenología de la interrogación.

Pero la interrogación no es sólo un comportamiento consciente en apertura intencional hacia un mundo. Es también un carácter modal de la existencia del hombre, que vale como criterio para calificar o descalificar su forma de vivir. La sentencia del viejo Sócrates, según la cual «una vida sin interrogación no vale la pena ser vivida», ni en último término tiene sentido, adquiere aquí toda su fuerza. Justamente esta forma suprema de vida que quiere saber ha sido llamada desde Grecia filosofía.

Hay que entenderse bien. No es que el sujeto que adopta la interrogación como forma de vida se erija en una especie de conciencia universal de la humanidad. de hecho nada más lejos de esa ética pedante y resentida que la interrogación, como actitud que pone constantemente en cuestión a los demás y a quien se hace cuestión de sí mismo. La ironía, que inicia, preside y dirige la actitud de interrogar, es algo polarmente opuesto a ese talante de seriedad, común a todos los moralistas, cualesquiera que sean sus principios. Y es además la forma de vida por excelencia, la existencia más propia del hombre.

Desde John Locke y más decididamente desde Kant, surge una nueva disciplina filosófica –la crítica– que intenta establecer las condiciones y los límites del entendimiento humano. Estos límites vienen dados por el punto vista en que está situado el sujeto interrogante. La interrogación es un determinado comportamiento de quien está en acto de existir, colocado dentro del espacio que media entre el nacimiento y la muerte. Cualquier intento de traspasar esta doble barrera, cambia el punto de vista de la interrogación y por eso mismo sus límites.

Además el sujeto consciente está montado sobre un organismo biológico, él mismo engarzado en un universo material. Este es justamente el punto de vista desde el que ha de interrogar. Querer saber qué es la materia, qué es la vida y cómo desde ellas surge la consciencia es otra vez cambiar el punto de vista desde el que preguntamos por el objeto de la interrogación. En todos estos casos y en otros muchos más la interrogación ha de ser acompañada por una reflexión crítica sobre sus propios límites, que son también los límites del conocimiento.

2. Fenomenología de la Interrogación

Desde Husserl y aun mucho antes la intencionalidad es la propiedad distintiva de la consciencia, que usando como vehículo al cuerpo, se proyecta sobre una serie de objetos, cuya articulación constituye su mundo. La consciencia corpórea, o si se quiere el cuerpo consciente, se abre a ese mundo plural a través de actitudes infinitamente variadas, desde la percepción, la imaginación o la evocación, hasta la propia interrogación, sin contar el deseo, la emoción, la pasión y todos los estados de ánimo, que se multiplican en los diferentes individuos, y hasta en los momentos sucesivos de una misma vida.

La consciencia es esencialmente centrífuga, lo que quiere decir que nunca cae sobre sí misma, y siempre apunta a un objeto que le hace frente. La mirada (e. gr.) se proyecta sobre su entorno visible seleccionando una figura y marginando el resto a un segundo plano, pero el ojo y el mismo acto de mirar permanecen a lo largo de esta actividad totalmente ocultos. Análogamente los gestos del cuerpo y las cosas del mundo inmediato, a través de las que la consciencia mima una escena imaginada, desaparecen para dar lugar a un objeto que no está aquí y que hasta puede ser totalmente irreal. Sobre este comportamiento consciente esencialmente centrífugo está inscrita la actividad de interrogar.

La consciencia del hombre, proyectada intencionalmente hacia su mundo, posee otra propiedad que la diferencia todavía más de cualquier realidad no humana. Es efectivamente una forma de ser que quiere decir algo y que por consiguiente tiene sentido. Un eclipse de sol, un teorema matemático, un proceso biológico, incluso la reacción de las plantas y animales ante los estímulos de su medio ambiente, no quieren decir nada ni tienen sentido. Son lo que son y nada más y su conocimiento se agota en la descripción objetiva de los hechos y en la construcción de leyes que definen su sucesión regular. Por eso es imposible intentar una exégesis o una interpretación de esos fenómenos.

Lo contrario sucede con el hombre, y eso en cualquiera de sus actividades conscientes, desde la mirada, que construye su campo óptico y su mundo de objetos visibles, a la imaginación que por medio de un lenguaje gestual se proyecta a una escena irreal, a la evocación que inactualiza el mundo o la emoción que lo anula a través de una conducta mágica. Todos los actos del hombre quieren decir algo, todos tienen sentido, lo mismo la decisión plena y lucidamente asumida que la más primitiva y humilde reacción. Por eso es posible hacer una interpretación del comportamiento humano, al nivel individual o colectivo, sin caer en un contrasentido.

No se trata de describir el proyecto de mundo y de existencia de cada hombre, sino el carácter formal del mundo, según se le enfoque en actitud perceptiva, emotiva o imaginativa, (e. gr.), y correlativamente el carácter del sujeto consciente cuando está en acto de percibir, de emocionarse o de imaginar. Sólo así es posible –por seguir con el mismo ejemplo– saber qué sentido tiene que el hombre imagine, es decir qué quiere decir el acto de imaginar con relación al ser mismo del hombre en que se realiza.

Este es el punto de vista desde el que se puede estudiar este peculiar comportamiento humano que es la interrogación. Se trata de saber, primero de nada, cómo aparece el mundo a quien está en actitud de interrogar. Y después de esto, analizar qué estructura oculta del sujeto consciente se deja ver a través de la interrogación, y todavía más, qué quiere decir y qué sentido tiene con relación al hombre cuestionante. Sólo a través de esta interpretación se puede alcanzar una comprensión total del sentido de esa extraña actitud humana.

La posibilidad de la negación

Toda interrogación se proyecta intencionalmente hacia el mundo y con relación a él, sea en su totalidad, en alguna de sus zonas o en uno cualquiera de sus objetos, se plantea la cuestión de si tiene o no una determinada forma de ser, si es o no es así. Sin esta alternativa central, que oscila entre el ser y el no ser, la interrogación es de raíz imposible, más todavía, carece de sentido. A la pregunta que la consciencia dirige a las cosas, éstas siempre pueden contestar por un sí o por un no.

La posibilidad de ser o de no ser es el carácter formal del mundo, cuando la consciencia se proyecta sobre él en actitud interrogativa. Es posible, en efecto, que el objeto con relación al cual el hombre se cuestiona si es, y es así y no de otro modo, conteste al interrogante con una afirmación. Pero también es posible –y de otra forma la interrogación no tendría sentido– que el objeto cuestionado aparezca como no siendo, o al menos no siendo justamente así.

Así pues, el mundo en cuanto afectado por la actitud interrogativa, adquiere un carácter neutro, oscilante entre el ser y el no ser. No se trata por supuesto de una indiferencia con relación a su ser, al modo como la vive el escepticismo, sino justamente de todo lo contrario. Los escépticos adoptan frente al mundo una actitud que no quiere saber nada de las cosas, convertidas por eso mismo en puro espectáculo

La interrogación por el contrario es una actitud que quiere saber si las cosas son, y quiere saber también lo que en cada caso son. Por eso el mundo de quien interroga no es un objeto de contemplación, sino una presunción y una posibilidad de ser, permanentemente amenazada por la aparición del no ser. Esa actitud interrogante, colocada ante un mundo en tensión entre el ser y el no ser, es la condición de posibilidad de todos los enunciados negativos, y correlativamente la posible aparición del no ser es lo que justifica y da sentido a la interrogación.

Es del todo inútil buscar el principio de posibilidad del no ser en el universo de las cosas. Todo allí es positivo y todo está determinado por una rigurosa seriación causal, en virtud de la cual de causas existentes y plenamente positivas, surgen efectos igualmente positivos y existentes. El universo no humano no admite huecos de no ser, y puesta la atención en él, sólo puede comprobar su positividad total. Las ciencias justamente llamadas positivas se limitan a describir desde leyes generales cada una de las zonas de esa realidad.

Hay que buscar en otro lado el principio de la negación y consecuentemente la posibilidad de la interrogación. Ese principio únicamente puede ser el hombre en cuanto sujeto cuestionante. Es la actitud interrogante la que afecta al mundo intencionalmente alcanzado por ella, del carácter de posible negatividad. Por eso la interpretación del sentido de esta actitud sólo será completo cuando reflexione sobre la estructura del sujeto consciente en cuanto primer lugar de la interrogación.

La interrogación como libertad

El hombre, en cuanto ser que interroga y abre la posibilidad del no ser y de la negación, no puede él mismo quedar inscrito en el ciclo de positividad que cierra la naturaleza, y por oposición a los otros seres tiene un carácter negativo. Esto no quiere decir que sea un puro vacío o una pura nada en el sentido físico del término. Mucho menos quiere decir que la consciencia interrogante forme parte del universo de las realidades positivas y que al propio tiempo establezca en este mismo universo en que está inserta una inexplicable solución de continuidad. Sólo quiere decir que el mundo, en cuanto abierto a un sujeto interrogante tiene principalmente una dimensión de negatividad, y que a la inversa, quien se hace cuestión de las cosas no puede por eso mismo ser una pura positividad.

Desde este punto de vista queda muy claro que cualquier reducción del hombre a una realidad positiva está irremisiblemente abocada al fracaso. La interrogación del hombre está situada a un nivel y funciona en un status ontológico radicalmente diverso a cualquier otra realidad física. Por eso mismo no puede estar inscrito en la seriación causal que liga entre sí determinativamente los diversos seres y procesos de la naturaleza.

Si la interrogación y el hombre en cuanto interrogante estuviera incluido dentro de esa cadena causal, todo su comportamiento sería necesariamente positivo. No habría negación, ni siquiera posibilidad de negación, y consecuentemente esa intencionalidad oscilante entre el ser y el no ser –es decir la interrogación– sería del todo imposible. Un interrogante determinado en cuanto tal por la positividad universal es algo, no sólo contradictorio, sino carente de sentido.

Pero entonces es necesario que el sujeto se desconecte de la seriación plenamente determinada y positiva de las cosas. Esta desconexión de la serie causal de la realidad positiva es la condición sin la cual la cuestión y el hombre cuestionante serían totalmente inconcebibles. La interrogación es un principio absoluto y sin supuestos, y por consiguiente no determinado. Es en ella donde el sujeto interrogante se denuncia y se revela como libertad.

En la medida en que el hombre interroga, deja de estar incluido en la realidad objetiva, y de esa forma el mundo se trasforma en el correlato del acto de interrogar, que es ahora principio primero, indeterminado y libre. No es sólo que la libertad sea condición de la interrogación, sino que además sólo en la interrogación adquiere el comportamiento humano ese carácter de libertad. El hombre es libre en la medida en que es principiante del mundo al que somete a cuestión, y abdica de la libertad cuando acepta sin más al mundo y se deja llevar por él, renunciando a la interrogación. En ese sentido la libertad es la interrogación, y a la inversa la interrogación es la actualización de la libertad.

Interrogar quiere decir tanto como enfrentarse a las cosas, a la sociedad y a la propia forma de vida, es decir, aceptar la libertad. Y renunciar a la interrogación es tanto como dejarse llevar por la realidad física o humana, ajena o propia, es decir, dimitir de la libertad. El comportamiento humano en un caso u otro, puede seguir muchos caminos, pero lo que formalmente lo califica como libre es la capacidad y la actualidad de la interrogación.

3. Interrogación e inteligencia

Para que la descripción fenomenológica de la interrogación sea completa hace falta que se refiera, no sólo al mundo que se abre ante el sujeto cuestionante, sino además directamente a ese mismo sujeto. Toda auténtica interrogación supone en quien la plantea una determinada actitud, y hay que poner en claro la forma de haberse consigo mismo que acompaña inexorablemente a esa actitud.

Se trata de dos cuestiones distintas, aunque conexas. La primera describe el carácter del mundo al que se interroga, y la posibilidad de la negación y del no ser denuncia de forma indirecta y oblicua una dimensión negativa en el sujeto. La segunda describe directamente ese sujeto consciente y su actitud interrogativa, para saber si su negatividad y su desconexión de la serie causal de las realidades positivas, remite a una negatividad todavía más radical, por cuanto es indeterminación y libertad del sujeto interrogante con relación a sí mismo.

Toda interrogación supone en quien pregunta una actitud de radical inseguridad. Quien interroga lo hace precisamente porque no está seguro de sus propios enunciados, referidos a las cosas o a sí mismo. Un hombre verdaderamente seguro de sí mismo –y desgraciadamente los hay no necesita interrogarse–. Más todavía, la interrogación no tiene en él sentido, ni es inteligible, ni concebible.

En aquellos casos verdaderamente desgraciados en que la certeza precede a la interrogación, esa interrogación está de más. Es posible que alguien prefiera seguir esa vía corta del conocimiento, pero en todo caso no serán los filósofos en el sentido más preciso del término. Para un filósofo conocer es superar, momento a momento, sus propios interrogantes y vivir por consiguiente en permanente actitud de inseguridad.

La seguridad y la interrogación se anuncian a través de talantes del todo diferentes. El sujeto que antepone la certeza de sus convicciones a la interrogación es fundamentalmente serio. La coherencia de su pensamiento y de su acción y el rechazo de todas las convicciones y modos de actuar opuestos a los suyos son sus caracteres esenciales. Por eso sus ideas y sus actos pueden calcularse y manejarse igual que un objeto obediente a leyes físicas o un ser vivo sometido a una cadena de estímulos y reacciones. Pero aunque la seriedad se haya instalado en la sociedad de los hombres con toda comodidad y agresividad, todavía queda lugar para la otra forma de ser que acompaña a la interrogación.

Fue Sócrates el primero que la descubrió y le dio nombre, cuando el oráculo de Delfos le dijo que era el más inteligente de los hombres, a pesar de que se sabía privado de todo conocimiento. Desde entonces la ironía hacia los demás y hacia uno mismo es el talante del sujeto en actitud de interrogación. La ironía somete las convicciones más arraigadas a la criba implacable y al mismo tiempo risueña de la interrogación. Para la ironía no hay proposiciones definitivamente fijas y estables, porque ha descubierto que la inseguridad es el carácter formal de la interrogación, en cuanto referida al sujeto cuestionante.

La posibilidad del error

Aunque es sumamente problemático definir qué es la inteligencia, es posible decir con toda precisión lo que no es. El hombre instalado en su propia certeza, el que no admite la interrogación con relación a las cosas o a sí mismo, abandona la decisión de entender. Ahora bien, toda interrogación supone en el mismo sujeto cuestionante la posibilidad del error, dicho de otra forma, la posibilidad de que sus enunciados afirmativos o negativos no estén de acuerdo con lo que las cosas son. Quien no se sienta permanentemente amenazado por el error no tiene ninguna necesidad de interrogarse por nada, y seguro de sus propias opiniones, al parecer infalibles, abandonaría la interrogación como una actitud sin sentido.

Interrogar a las cosas es simultáneamente interrogarse por ellas. En su sentido activo el interrogar plantea la posibilidad de que las cosas sean o no sean. Pero en su otro sentido reflexivo, inexorablemente unido al primero, plantea también la posibilidad de que los juicios marren la realidad o al revés acierten con ella. Ahora es el mismo sujeto interrogante el que aparece como algo indeterminado y neutral, desde el momento en que el error es posible.

Esto no es todo, ni quizás lo más importante, porque resulta que también los otros enunciados que dicen lo que las cosas son y en este sentido son verdaderos, carecen de valor si no van precedidos de la actitud interrogante. Quien afirma o niega algo, porque sí o porque no, no gana en inteligencia, ni siquiera en conocimiento, por el hecho de que sus enunciados coincidan con la realidad. La seriedad se convierte entonces en «severitas», en un desentenderse y un separarse total de la verdad.

La descripción fenomenológica de la interrogación descubre que la actitud cuestionante es un enfrentamiento con un mundo puramente posible, y que sólo a través de este enfrentamiento el hombre alcanza el rango de ser libre. Pero descubre también que esa actitud interrogante es propia de un sujeto inseguro en sus juicios, y por eso mismo dotado de un comportamiento inteligente. La interrogación no tiene sentido cuando alguien es permanentemente exacto en lo que dice y está permanentemente seguro de lo que dice.

En resumen la interrogación es un acto único e indiviso, a través del cual el hombre «quiere saber» y adquiere la categoría de ser libre e inteligente. La inteligencia y la libertad son dos aspectos conexos, en que se articula fenomenológicamente la actitud principial y fundante de querer saber. Esta actitud es el supuesto de todo auténtico conocimiento y aun de toda ciencia positiva, y es también la forma de vida por excelencia, en la medida en que esa vida humana ha de tener una dimensión de libertad.

Querer saber es por otra parte lo que aproximadamente significa la palabra filosofía. Ciertamente así entendida, la filosofía no es ningún sistema de pensamiento, ni siquiera un método para recorrer la realidad en su conjunto o en alguna de sus zonas. La filosofía es la existencia del mismo sujeto en la medida en que se hace expresa su actitud interrogante.

4. La interrogación como forma de vida

Antes de averiguar si es posible y bajo qué condiciones una existencia dirigida por la interrogación, es preciso poner de relieve el carácter paradójico que de forma expresa o implícita, encierra en principio toda ética. Por una parte la conducta humana exige un sujeto dueño y responsable de sus actos y por eso mismo libre. La libertad parece desde el punto de vista fenomenológico, el supuesto de cualquier conducta y de cualquier ciencia moral. En este sentido la negación de la libertad era tenida hasta el siglo XVI como opinión extravagante, puesto que implica la eliminación de una zona del conocimiento y la realidad.

Pero al mismo tiempo la libertad del hombre ante su mundo, precisamente por su mismo carácter de libertad, admite una multitud de caminos y de alternativas. Cada uno de los hombres puede elegir y crear un tipo de mundo, dejando aparte y negando todos los demás. Esta elección, que es además una renuncia, va siguiendo un camino y de rechazo va definiendo al mismo caminante, diciendo lo que es y también lo que no es, por efecto de la constante renuncia, que de forma inexorable ha de acompañar a todos y cada uno de sus pasos.

Está claro, entonces, que a partir de esa libertad fundante, los tipos de mundo, de acción y de ser que los hombres pueden ensayar, son infinitos, de tal forma que cada uno realiza a lo largo de su existencia un proyecto de ser, y el conjunto de todas las realidades humanas que han sido, son y serán, forma un mosaico tan inmenso como diverso de posibilidades. En resumen, atendiendo a su contenido, los caminos de la libertad pueden ser distintos y aún opuestos.

Pero en cambio, con referencia a su primer supuesto, el sujeto consciente que libremente elige, todos esos caminos parecen igualmente válidos. Tan libre y responsable es el criminal como el santo, si se admite que hay buenos y malos, criminales y santos. Ambas opciones y con ellas todas las demás, serán ciertamente diferentes por su dirección, y su sentido último. Pero desde el punto de vista de su carácter principial de elección y de renuncia, todas tienen el mismo rango. Y como la libertad es un supuesto radical, no puede haber previamente a ella, nada que justifique una conducta y condene todas las demás.

Por este doble camino parece que la ética llega a un callejón sin salida. Pues quien admita la libertad como supuesto radical no puede simultáneamente admitir un sentido unívoco para sus actos. Y al revés, quien supone que su naturaleza tiene una actividad y un «télos» único, que define de una vez para siempre la trayectoria de su comportamiento, necesariamente ha de considerar a la libertad como algo imposible y sin sentido. Que un sujeto consciente, sin dejar de ser libre, esté dirigido hacia un fin inmanente y único, esa es justamente la paradoja de toda doctrina y toda acción moral.

Queda sin embargo una forma de salvar esa paradoja, y de rechazo la ética. En vez de atender al contenido de los actos del hombre, radicalmente equívoco con referencia a la libertad que es su supuesto, es posible volver la mirada al carácter formal que adoptan el sujeto y su mundo, según se enfrente en una actitud doble y contraria. Ahora no se trata de calificar o descalificar una conducta, según esté o no conforme con un determinado patrón moral, sino de dar o quitar valor a la actitud del hombre ante el mundo, según que esa actitud le confirme en la libertad, o al contrario le haga abdicar de ella.

La vida auténtica del hombre

El único planteamiento verdaderamente radical del problema, se hace cuestión, no de los actos cualquiera que sea su signo, sino de la misma actitud principial de donde esos actos emergen, vale decir, de la libertad. Se trate en una palabra de encontrar, si es que la hay, un modo de vida que proteja y potencie la libertad, y si los hombres están amenazados al mismo tiempo por otra actitud polarmente opuesta, que sea una dimisión de su condición de seres libres.

Ahora bien, ha quedado ya claro a través de la descripción fenomenológica de la actitud cuestionante, que la interrogación se identifica con la libertad. Que el acto libre por excelencia, más todavía, el único acto libre es aquél en que el sujeto se hace cuestión de sí mismo y de cuanto le rodea. Para quien quiera construir una ética sin supuestos, la actitud interrogante y el carácter formal del mundo afectado por ella se identifican con la actitud y con el mundo moral.

Así pues, lo que da sentido a la existencia no es la dirección de unos proyectos y de los actos correspondientes, sino la misma actitud que los dirige, los orienta y los preside. Más concretamente, el hombre es constitutivamente libre en la medida en que tiene la permanente posibilidad de abrirse al mundo en actitud interrogativa. Cuando esta posibilidad se actualiza a través de su interrogación, entonces pone en juego su más profunda dimensión de realidad libre y esa forma de vida queda llena de sentido.

Pero puede darse el caso de que el hombre se atenga a las cosas tal como se le dan, desistiendo de toda actitud interrogativa. Este desistimiento de la interrogación es al tiempo una dimisión de la libertad y una abdicación de la vida moral, tomada en su sentido principial y sin supuestos. La vida cerrada a la interrogación deja entonces de tener sentido. Desde una misma realidad caben dos actitudes, que confirman, o al contrario, invalidan su propia forma de ser.

Cada una de estas dos actitudes se proyecta intencionalmente sobre un determinado tipo de mundo, cuyo carácter formal es muy fácil describir. A la actitud de desistimiento de la interrogación corresponde un mundo incuestionable y cerrado sobre sí mismo en plena positividad. La actitud contraria, que enfrenta libremente a las cosas en actitud de interrogación está ante un mundo abierto, que en su totalidad o en cada una de sus zonas ofrece una doble vertiente y plantea la alternativa de ser o no ser.

La interrogación hace que cada objeto quede como mediado por un eje y pueda girar sobre él mostrando una u otra de sus caras. Frente al perfil rígido e inmóvil del mundo por principio incuestionable de quien renuncia a la interrogación, este otro tipo de mundo es ambivalente, flexible y abierto. Se trata, no de dos universos objetivos, sino de dos caracteres formales polarmente opuestos. De un lado la total positividad, la clausura y la rigidez, y de otro la negatividad, la apertura y la alternativa.

La ética de la seriedad

El talante que a lo largo de la historia ha definido con más frecuencia a los moralistas de toda raza y condición es la seriedad, efecto de la seguridad ya descrita fenomenológicamente. La seriedad establece una serie de principios incuestionables, que todos los hombres han de seguir imperativamente. Las normas de esta ética anulan por su propio carácter imperativo a cualquier interrogación, y a la inversa, la actitud interrogativa pone en cuestión las cosas y se opone a toda imposición categórica y definitiva.

Los códigos morales establecidos en forma seria y segura en las distintas culturas y hasta en la misma cultura y época, son muchos. Naturalmente que toda colectividad afectada por el talante de seriedad declara verdaderas e infalibles sus propias leyes y condena y reprueba las que otros consideran a su vez incuestionables y ciertas. Pero el talante moral de todos los hombres y las comunidades serias es el mismo, y supone para unos y otros una abdicación de la interrogación y la libertad.

Por otra parte el establecimiento de normas imperativas, superiores al hombre por su carácter absoluto, termina irremisiblemente en una forma de vida inhumana, aunque no sea más que por el hecho evidente de que cada uno de esos códigos morales excluye a quienes no creen en ellos ni los llevan a la práctica. La justificación humanista que cada sociedad poseída del talante de seriedad quiere dar a sus propias convicciones, es esencialmente hipócrita.

De esta forma cada sistema de imperativos morales divide bruscamente a la humanidad en dos mitades contrarias. La ética de la seriedad discurre perezosamente a lo largo de toda la historia del hombre, adoptando las formas más diversas y las actitudes más monótonas. Es la ética de los moros y cristianos, de los civilizados y los bárbaros, de los policías y los ladrones, de las derechas y las izquierdas, la eterna ética infantil de los buenos y los malos.

Cada una de estas dos partes de la humanidad declara bueno lo que cree y practica, y condena o por lo menos desdeña a la otra parte, diciendo simplemente que sus ideas y actos son malos. Y como cada posición se considera incuestionable y definitiva no hay forma de salir de esta discriminación moral. Es preciso entonces echar mano a la interrogación, que va a funcionar ahora como un enérgico disolvente y que ataca a todos los códigos morales mutuamente excluyentes por el mero hecho de atreverse a ponerlos en cuestión.

Todos pierden entonces su carácter imperativo y dogmático. Porque esa actitud interrogante no va dirigida contra una moral determinada, sino contra el mismo talante de seriedad que las preside a todas. No es extraño entonces que cuando esta nueva forma de vida aparece todos los hombres serios hagan temporalmente las paces para luchar contra el enemigo común. Pues la interrogación hace ver que quienes siguen esa ética, en la medida en que la sienten y la quieren incuestionable y absoluta sin posible alternativa, abdican de la libertad en cuanto condición y principio de la vida moral.

La ética de la ironía

Esta actitud interrogante va ligada a un nuevo talante, la ironía, aparecida en uno de los momentos decisivos de la historia de la ética. Ya desde ahora sorprende esta extraña moral, que no trae consigo ningún imperativo, ni en rigor manda ni prohibe nada. Sorprende todavía más, pues ni siquiera se presenta como un arte de vivir. Su carácter esencialmente negativo pone en entredicho todas las normas y todas las técnicas de acción, sin que al parecer sobre ella se pueda construirá nada positivo.

En contrapartida el talante de ironía no es excluyente con relación a los demás hombres y a las convicciones y conductas. Sólo que esas ideas y las del propio sujeto cuestionante viven en perpetuo estado de interinidad, o bajo la permanente amenaza de un cambio, si alguna vez quedan falsadas. La ironía introduce así en el mundo intelectual y en las relaciones humanas un elemento de madurez, suprimiendo la vieja división entre buenos y malos, más propia del estadio infantil de la ética.

Que la ironía no es excluyente no quiere decir que sea conformista ni tolerante en el sentido blando del término. Muy al contrario, plantea a todos los hombres y en primer lugar al sujeto que ironiza una exigencia mucho más poderosa que cualquier imperativo o cualquier coacción física o moral, la exigencia de entender. La ironía es un estímulo y un aviso para los demás y para uno mismo. Un estímulo, pues descubre que todos están privados de saber y al propio tiempo necesitados de él. Un aviso porque pone en evidencia la fragilidad de las creencias y obliga a mantener una perpetua actitud interrogante.

La ironía hace gravitar sobre el hombre una amenaza mucho más temible que cualquier violencia física o moral. Es la amenaza del ridículo, tanto más insoportable cuanto que es su propia víctima quien de forma más o menos voluntaria se enreda en esa nueva situación. Cada uno cae en el ridículo cuando llevado del talante de seriedad adopta convicciones, se deja arrastrar por emociones o despliega actos que toma por definitivos y aplastantes, a pesar de ser equivocados o por lo menos cuestionables. Abdicando de la libertad se convierte en un objeto, en un pequeño objeto, centro de la disimulada risa de los demás.

Queda así trazada la alternativa fundamental por la que cada hombre puede seguir una forma de vida propia o impropia, según se instale en su libertad a través de la interrogación, o por el contrario abdique de ella. Quedan también descritos los dos tipos de mundo, o más exactamente, las dos formas en que el mundo puede ser vivido, según que aparezca rígido, cerrado y definitivo, o al revés flexible abierto e inconcluso. La ironía es en todo caso el talante que, desplegado en forma de vida, mantiene al hombre en su condición radical de ser interrogante y libre.

Cualquier conocimiento especulativo y concretamente la ciencia supone como paso previo la interrogación. La ética por su lado, sea cual sea el punto por donde la abordemos, remite también constantemente al talante de ironía del sujeto que está en actitud cuestionante. Así pues la interrogación es en todo caso el principio de toda la vida intelectual y moral y lo que permite unificar en su raíz a la ciencia y la ética en esa forma suprema de vida, el querer - saber o filosofía.

5. Los límites de la interrogación

La crítica es una parte de la filosofía, que investiga las condiciones bajo las que el conocimiento humano es posible, e investiga así mismo las fronteras que este conocimiento no puede en modo alguno trascender. En principio el papel de la crítica es negativo, pero esta inicial limitación remite a una dimensión que la explica y le da sentido. En todo caso, la toma de conciencia por parte del hombre de sus limitaciones es signo de madurez –casi de ancianidad– y por eso es natural que aparezca en una época relativamente tardía en la historia del pensamiento humano.

La condición primera de todo conocimiento, es precisamente la interrogación. Primero que el «cogito», primero que el juicio, primero incluso que la misma duda, es la interrogación lo que posibilita un saber humano auténtico, una forma de vida propia y un mundo abierto. En una palabra, nada hay previo a la interrogación, ni en el mundo que hace frente al sujeto consciente, ni tampoco en las actitudes y vivencias de ese sujeto con relación a su mundo.

Ese sujeto ofrece por su propio carácter inquisitivo, una dimensión doble y complementaria. Por una parte es limitado e inseguro, ya que sin esto no tendría sentido la interrogación. Pero por otra parte tiene una permanente e indefinida pretensión de saber. Esta duplicidad es el inicio de todo conocimiento y por eso mismo su condición primera y radical.

La crítica se pregunta además por las fronteras que este conocimiento no puede de ninguna forma traspasar. A través de un lento proceso de maduración que duró siglos, esta molesta institutriz ha ido eliminando una serie de objetos y de zonas enteras de la realidad, que son inalcanzables o ajenos a la inteligencia, por la misma constitución del sujeto consciente y por la articulación de su mundo.

No se trata de establecer con relación a estas zonas una cláusula de no existencia, pues tal cosa implicaría el conocimiento de esa región del pensamiento, siquiera sea en forma negativa. La crítica no utiliza la categoría de negación, ni paralelamente se ocupa del error de los enunciados, como hace la fenomenología de la interrogación, pero sí pone el acento sobre los límites del saber humano. Es urgente entonces descubrir la conexión entre las dos categorías de negatividad y de limitación.

Según la crítica, todo enunciado referido a un tipo de pseudo objetos, carece en su raíz de sentido. Ahora bien, si tanto la afirmación como la negación son imposibles, entonces tampoco tiene sentido la actitud interrogante, que sirve de base a esta oscilación entre el sí y el no. Efectivamente, la interrogación supone por una parte con relación al mundo, la posibilidad de afirmar o negar, y con relación al sujeto consciente que se proyecta sobre ese mundo, la posibilidad del error o de la verdad. Si la doble alternancia afirmación - negación, verdad - error es imposible por sus dos vertientes, entonces queda también anulada la interrogación.

Sólo se pueden plantear los problemas que admiten en principio una doble solución afirmativa o negativa. Cuando los temas de que se hace cuestión son pseudo objetos, entonces los problemas correlativos son pseudo problemas, del todo desprovistos de sentido. Los límites del conocimiento coinciden con los límites de la interrogación. En ese sentido la crítica tiene que indagar, no sólo por el contenido objetivo de cualquier conocimiento, sino además por el punto de vista desde el que el sujeto se hace cuestión de él.

El punto de vista como límite

Hablar de los límites del conocimiento –y de la interrogación– sólo tiene sentido cuando se supone que el sujeto interrogante está situado en un determinado punto de vista, que define en cada momento y lugar el universo de los objetos cognoscibles, y define también indirectamente la frontera irrebasable de este mismo universo. Por eso la crítica tiene que volverse hacia esta perspectiva concreta, que da sentido y explica de raíz las limitaciones del saber y de la búsqueda del hombre.

Este punto de vista es el centro desde donde se aparece el panorama del mundo humano, junto con su propio horizonte. Y las dos dimensiones, panorama y horizonte, están en rigurosa conexión, hasta tal punto que son recíprocamente inseparables. Así entendida la crítica viene a ser la otra cara de la descripción fenomenológica del mundo, puesto que define los horizontes que lo cierran y lo ultiman.

Puede ser que los horizontes del panorama a que se enfrenta un hombre no sean irrebasables, y que por consiguiente su punto de mira no sea estable y fijo. En tal caso los límites de ese mundo, no sólo no impiden la interrogación, sino que al contrario, la posibilitan y le dan sentido. Precisamente porque la visión tiene una frontera en la altura de un monte, que no deja ver lo que hay al otro lado, es posible que el viajero o el alpinista quiera saber y se interrogue por el paisaje que ofrece la ladera opuesta, cambiando su punto de vista por otro radicalmente distinto.

Pero cuando ese punto de vista es fijo, el sujeto consciente es retenido en él por su propia condición de hombre y por su instalación en una existencia temporal. Entonces la interrogación tiene que detenerse –so pena de perder su sentido– ante un mundo cuyos horizontes son irrebasables. Para conocer los límites del conocimiento y de la interrogación, es preciso trazar un esbozo de esa situación existencial y de su inalterable punto de vista.

El análisis del punto de vista

En primer lugar, el sujeto que interroga y que en cada caso es el hombre, está en acto de existir, y su existencia corre a lo largo decurso temporal, que tiene su inicio en el nacimiento y su término en la muerte. No se trata de una situación que se pueda abandonar caprichosamente para adoptar nuevas perspectivas abiertas a panoramas distintos. La condición existencial del hombre es un dato irrebasable y sólo desde ella tiene sentido la interrogación.

Carece entonces de sentido la pretensión expresa o implícita de todos los pensadores, que olvidando el punto de vista en que inexorablemente están, contemplan el mundo y su propia existencia a vista de pájaro. Hay entonces un desdoblamiento en el hombre y una inversión de papeles por la cual el sujeto interrogante sometido al nacimiento, al tiempo y a la muerte, queda fijado y objetivado desde la mirada de un pseudo sujeto eterno e intemporal.

Por supuesto que es posible interrogarse por el nacimiento y la muerte, pero siempre en cuanto horizontes de la existencia temporal, que es una perspectiva fija e irrebasable. Por supuesto que cabe preguntarse por el tiempo que compone la trama de la vida, pero también desde dentro del mismo tiempo, por principio inacabado e inalcanzable en su totalidad.

Situado en acto de existir y lanzado a la trayectoria que va del nacimiento a la muerte, el hombre está abierto a un mundo sobre el que se destacan y adquieren relieve un conjunto innumerable y conexo de objetos. La interrogación es la actitud principial, a partir de la cual surge cada una de las ciencias referida a una u otra zona de ese mundo. Es posible, primero preguntar y después construir una ciencia física, estableciendo una serie de leyes entre sucesos observables y regularmente repetibles. Pero en cambio es imposible de raíz y no tiene sentido, no sólo traspasar los límites de ese mundo en busca de una explicación causal que lo trascienda, sino también prescindir del punto de vista del observador y de las operaciones y mediciones que determinan cada fenómeno observable. En este sentido la relatividad y el principio de indeterminación son parte de la revolución científica, que a nivel del mundo físico traza el punto de vista definitivamente irrebasable de la interrogación.

Por lo que se refiere a los seres vivos es posible también establecer enunciados científicos observables, sobre todo después de que la cibernética ha logrado definir operacionalmente la idea aparentemente paradójica de causa final, por una causalidad en circuito cerrado. Pero para construir el nuevo modelo de ciencias, hace falta objetivar la vida, que en esa fijación pierde parte de su sustancia y espontaneidad. Lo mismo hay que decir de las reacciones del hombre ante los estímulos de su entorno : sólo la conducta cae dentro del ámbito de lo observable. Y siendo la psicología la ciencia que interroga y observa el comportamiento de los animales superiores y del hombre, queda claro que la consciencia no puede ser objeto de esa ciencia, y que la interrogación encuentra nuevos límites insuperables.

Lanzado a la existencia y enfrentado a un mundo, el sujeto interrogante coexiste con otros hombres, hasta tal punto que toda cuestión sólo tiene sentido en ese ámbito colectivo de coexistencia. La interrogación en solitario desemboca en un solipsismo, que falsea una vez más la condición del hombre. Las tres categorías de interrogación, inteligencia y libertad aparecen conexas al nivel de esa existencia en común. Pero también ahora ese universal punto de vista es fijo e irrebasable e impone límites al conocimiento y la interrogación.

El mito del pacto social como inicio o explicación de una sociedad en que ya se está instalado, las adivinanzas en torno al comienzo y las profecías mesiánicas sobre el destino final de la historia, la pregunta por la naturaleza y principio del lenguaje, no tienen sentido para quienes conviven en una sociedad, proyectan dentro de la historia y están incluidos en el universo semántico. Son tres situaciones que no se pueden trascender en ningún sentido ni dirección, igual que no se puede prescindir de su condición común, la coexistencia.

6. La unidad de la filosofía

Conviene recordar cómo la interrogación es el inicio y el supuesto de toda ciencia y de toda forma de vida auténticamente humana. En primer lugar plantea con relación a su mundo la alternativa de ser o de no ser, y en este sentido lo configura como un mundo posible. La interrogación se identifica entonces con la libertad, porque es la actitud radical y primera, que precisamente por serlo no se deja englobar en el universo de las cosas positivas. Acompañada irremisiblemente de la inseguridad y perpetuamente amenazada por el error, es la condición y el principio de cualquier conocimiento.

Pero esa misma interrogación es la única actitud que permite mantener y actualizar el carácter de libertad y por consiguiente la vida propia del hombre. Cuando queda atrás el talante de seriedad, que encastilla a cada uno en sus propias condiciones y aparece en cambio el talante de ironía hacia sí mismo y hacia los demás, sólo entonces la forma de vida empieza a ser auténticamente libre. Que la interrogación, acompañada de la ironía suprima toda actitud excluyente, y toda ética que bajo la apariencia de humanismo sea de raíz inhumana, no es más que una consecuencia lógica de esta actitud principial de interrogar.

Cabe ahora preguntar hasta qué punto es justo fragmentar la filosofía en saberes diferentes. Los pensadores de todas las épocas negaron rotundamente o por lo menos sufrieron de mala gana esta parcelación. Conviene entonces poner en claro si lo que provisionalmente y por razones de claridad expositiva se llaman «partes» de la filosofía, pueden reducirse a una unidad primera e indivisible. Estas «partes» –que el ensayo ha ido recorriendo paso a paso– se refieren al ser o no ser de las cosas, a la forma de vida propia del hombre y finalmente a los límites de su conocimiento. Respectivamente, la ontología, la ética y la crítica.

Ahora bien, resulta que todas estas tres «partes» no son más que aspectos de una actitud única y principiante, que es justamente la interrogación. La interrogación descubre el mundo del sujeto consciente como posibilidad oscilante entre el ser y el no ser y en este sentido cobra relieve ontológico. Pero además esa actitud interrogante, acompañada del talante de ironía, es la vida propia del hombre y por esta otra dimensión cobra relieve moral. En fin, en la medida en que toda interrogación se proyecta desde un punto de vista fijo, tiene también un horizonte último, que limita el conocimiento se proyecta hacia una crítica.

Pero esta unidad es todavía más radical, pues afecta a la misma historia de la filosofía, en la medida en que es de un lado un conjunto de conocimientos infinitamente variados, y de otro una común actitud cuestionante, que a veces se vive desde dentro del mismo filósofo, o se contempla desde fuera con admiración, con perplejidad o con burla. Estos dos aspectos de la filosofía, al parecer tan dispares, quedan también unificados, tan pronto como se sitúa la interrogación en su centro.

Según esto la interrogación, no sólo da unidad a la filosofía, sino que es la filosofía misma en cuanto actitud. Por eso tiene sentido la afirmación de que la filosofía es su historia. Porque la historia de la filosofía es el esfuerzo permanente del hombre por interrogar a su mundo, a la sociedad en que coexiste con los otros hombres y a su propia forma de vida. La interrogación centra en unidad indivisible a las «partes» de la filosofía y finalmente las identifica a todas ellas con la propia historia del pensamiento. Pero hace falta retroceder en esta historia muchos siglos para encontrar un planteamiento totalmente radical, que sitúe la decisión de querer saber en la base de todo conocimiento.

La filosofía como nesciencia rigurosa

La filosofía de Sócrates comienza de una forma inesperada, por cierto totalmente distinta de toda otra filosofía. No parte de la afirmación de principios ciertos de donde se deriven los distintos tipos de conocimiento. Ni siquiera admite como punto de partida las evidencias de la consciencia, ni la misma consciencia en cuanto trasparente a sí misma en el «cogito». Sócrates inicia su doctrina con una contundente y universal constatación de su ignorancia. No se trata de una extravagancia, sino de algo verdaderamente decisivo.

El saber que para Sócrates es absolutamente principial con relación a todo otro saber, lo que constituye su peculiarísima filosofía primera, no es nada positivo. Todo lo contrario, es la negación de cualquier conocimiento previo. Su sentencia «sólo sé que no sé nada» no es contradictoria ni paradójica, pues viene a decir que antes de cualquier positivo está el sujeto en cuanto pura negatividad.

Ese carácter negativo es el presupuesto de toda ciencia zonal, y lo es en la medida en que la negatividad es vivida de modo consciente y no se oculta ni enmascara bajo ningún conocimiento positivo, por muy bien fundado que parezca. Ninguna filosofía tan sobria, pero al mismo tiempo ninguna tan radical como la filosofía de Sócrates. Vale la pena ver qué caminos sigue este planteamiento único en toda la historia, y a dónde lleva esta pura negatividad del sujeto.

El hecho de ser consciente de la propia ignorancia –y sólo se llega a esta consciencia después del duro y risueño aprendizaje de la ironía– hace que el hombre quiera salir de ella. La decisión de entender, el querer saber, es la actitud permanente de todo sujeto humano que sea consciente de su radical negatividad. Ahora bien, querer saber es tanto como interrogarse por sí mismo, por los demás y por su mundo.

Precisamente esta es la tares que Sócrates sintió como la vocación de su vida. Su quehacer filosófico es una constante y muchas veces importuna interrogación, y lo verdaderamente notable del filósofo ateniense es que adopta esta actitud con plena lucidez, sin que en ningún momento cualquier saber adquirido llegue a anularla. Esta apología de la interrogación en cuanto filosofía «in statu nascendi» es constante, y ni siquiera pierde fuerza cuando queda transcrita en los diálogos escritos de su discípulo. Porque esta es otra: hasta tal punto es Sócrates fiel a su actitud interrogante que no escribe nada, ni se preocupa de los libros, incapaces de hacer preguntas y de contestar a los interrogantes más elementales.

Queda así dibujado en la vida de este singular personaje, lo la filosofía en su sentido más radical es. No es desde luego una ciencia rigurosa y por consiguiente definitiva. Es más bien una nesciencia, una ignorancia que inmediatamente se dispara en forma de interrogación hacia el saber. Esta nesciencia tiene su centro en el sujeto consciente en la medida en que está afectado por una dimensión negativa.

Todavía más, no es un desconocimiento y una interrogación relativos a una zona del pensamiento o a cualquiera de las ciencias positivas en sus distintos pasos. Se trata de una nesciencia referida al mismo sujeto, en cuanto que como pura negatividad es el supuesto sin supuestos de toda actividad pensante. Es además una nesciencia rigurosa, asumida con total lucidez, y hecha expresa de forma enérgica en todas sus discusiones callejeras y hasta en los diálogos escritos que las transcribieron.

Es cierto que los pensadores que vinieron después de Sócrates no expresan con la misma trasparencia que el viejo maestro esta dimensión radical del saber. Pero cuando su quehacer filosófico o científico es auténtico, viven también en permanente actitud de interrogación. Por eso la filosofía en la medida en que es interrogación y querer saber no ha cambiado nada en sus veinticinco siglos de historia. Y no porque sea un saber positivo, rigurosa y definitivamente establecido, sino a la inversa, porque es un no saber, que disparado en forma de interrogación, es el principio, siempre igual y siempre joven, de cualquier conocimiento, perpetuamente problemático.

 

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