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El Catoblepas, número 26, abril 2004
  El Catoblepasnúmero 26 • abril 2004 • página 21
cine

Tarantino y la Escuela del reciclaje

Carlos Pérez Jara

El cine de Quentin Tarantino, su influencia en la última década y la situación en la que se encuentra gran parte del cine norteamericano en la actualidad

Quentin Tarantino (nacido el 27 de marzo de 1963 en Knoxville, Tennessee, USA)

Introducción

Quentin Tarantino ha sido y es un referente en el cine contemporáneo. Ha planteado las bases de un cine propio hecho de las más diversas influencias: la cultura pop, los seriales televisivos, el gore italiano («giallo»), el cine japonés, el género negro, &c. Durante toda la década de los años 90, ha creado lo que podría denominarse como una Escuela, una corriente de seguidores y devotos, especialmente en EEUU aunque también en Europa. Sin embargo, la (a mi juicio) decadencia en la que se halla gran parte de la industria americana como creadora de arte verdadero, tan lejos ya de otras épocas, junto al fracaso creativo que supone la última obra de este director, nos ha hecho reflexionar sobre los pilares en los que se fundamenta su cine.

1. Los códigos estéticos de Tarantino

El director danés Carl Theodor Dreyer (1889-1968) dijo, en cierta ocasión, lo siguiente acerca del arte: «la relación que existe entre un ser humano y una obra de arte reside en que, de la misma manera que se dice que existe el alma de un hombre, también puede afirmarse que una obra de arte posee un alma y una personalidad. El alma se refleja en el estilo, la manera con la que el propio artista manifiesta su propia percepción del material con el que trabaja». Una opinión que ya estaba en boca de hombres tan importantes en su «campo» como Gustave Flaubert o Marcel Proust. Es evidente que cualquier director-autor se maneja en su «oficio» en base a unos criterios que definen su personalidad creativa, algo que es más acusado en unos y menos en otros. Hay directores, como novelistas o dramaturgos, que parecen no tener un estilo: en cualquier caso, esa aparente falta de estilo puede ser el estilo mismo que utilizan, una mansa neutralidad. Otros, sin embargo, tienen una «naturaleza de estilo» muy acusada, como Alfred Hitchcock o Ingmar Bergman. Pero, para el caso del norteamericano Tarantino, ¿cuáles son los elementos que conforman su percepción de ese material con el que trabaja? De hallarlos podríamos definirle con completa nitidez como artista o creador. Para ello, retrocedamos hasta hace ya casi catorce años.

A principios de los años 90, Quentin Tarantino irrumpió en el cine (como suele decirse) con su película Reservoir dogs (1991), un compendio de cine negro donde se mezclan largos diálogos teatrales con escenas de violencia propia de la cinematografía oriental y, en concreto, de directores como John Woo (Una bala en la cabeza, de 1990), aunque también con influencias del cine de Occidente (Grupo salvaje de Sam Peckimpack). La primera obra de Tarantino sirvió para sentar las bases de su propio mundo estético. La estructura, bien trabada, era sólida por medio del uso del llamado «flash back» (odio estos anglicismos, por eso, en adelante me referiré a ellos «como vueltas al pasado») y por una puesta en escena claustrofóbica y nihilista, donde se recogen elementos de inspiración propios del subgénero de atracos fallidos (Atraco Perfecto de Stanley Kubrick, o La Jungla de Asfalto, de John Huston). En definitiva, la película fue el arranque de uno de los directores-autores de los que más se ha hablado en los últimos tiempos.

Unos años después, aun bajo la aureola causada en Cannes por su «ópera prima», Tarantino realizó Pulp Fiction (1994). Utilizando aspectos de la obra anterior (como ese desaforado impulso de los protagonistas a charlar, durante mucho rato, sobre temas triviales), el director norteamericano compuso un magnífico cómic, o secuencia de viñetas alocadas, una historia sin pretensiones con el único propósito de entretener al público, así como el de sorprenderlo. La introspección psicológica de los personajes de Reservoir Dogs se vio entonces relegada a un ejercicio de comicidad irreverente. El género negro aparece como una sátira imposible bajo un cuadro de situaciones estrambóticas. En este film (como dicen ciertos críticos españoles) Tarantino dejó el relato cruel, negro, pesimista, sacado del más crudo realismo americano, para crear una obra sarcástica consigo misma, una película que aprovecha los referentes como un medio de narración propio. El resultado hechiza, no solo por una supuesta conjunción de valores artísticos, sino por la forma alocada y original en que plantea todo el conjunto.

Pero si esta segunda película sirvió para consagrar a Tarantino, bajo el prestigio de haber concebido un mundo propio (esto es, un mundo articulado sobre sus propias reglas), también hizo que pudiéramos apreciar que las bases de su cine, alimentadas por toda clase de referencias (como el cine japonés y de Hong Kong, el universo del cómic de superhéroes, las novelitas baratas, &c.), podrían concebir el germen de su propia autodestrucción paulatina. No en vano, las expectativas que causaron sus dos primeras películas se debieron, en gran parte, a la incertidumbre creada para sus futuras obras. La pregunta era entonces: ¿es Tarantino un auténtico creador, o en cambio, se trata tan solo de un director con cierto talento, cuyo mundo propio se consume a sí mismo en cada nueva película, en la medida en que, pese a ese talento, su obra no es arte real? En resumen: ¿hay «truco» en su cine? Tarantino, conocedor de esas expectativas, y sabiendo obtener buen partido de la atención centrada en su persona, supo rentabilizar su status de «geniecillo del nuevo Hollywood» alternando su faceta de guionista con la de productor, e incluso dirigiendo junto a su amigo Robert Rodríguez (con quien, sin duda, comparte aspectos estéticos comunes) subproductos enfocados a públicos imberbes o poco exigentes. Por supuesto, durante varios años, muchos críticos le perdonaron cosas como Abierto hasta el amanecer, precisamente porque el astuto Tarantino había conseguido que su obra estuviese vigilada bajo un prisma distinto al de otros directores. Como representante del cine americano supuestamente independiente, Tarantino tenía carta blanca para hacer cuanto quisiera, ya que sus películas iban a seguir siendo revisadas bajo esa perspectiva impuesta por el propio director: a saber, que sus obras son, ante todo, ejercicios de entretenimiento, compuestos múltiples donde se aglutinan toda suerte de referencias cinematográficas, sobre todo si esas referencias pertenecen al «submundo» de las series B y Z, tan abundantes en el ámbito de un videoclub; lugar donde, por cierto, Tarantino trabajó en su juventud.

Valiente fue, por ello, su adaptación de la novela Rum Punch, de Elmore Leonard, para la película Jackie Brown (1997), como acertado, a mi juicio, fue todo el reparto, especialmente la elección de Robert Foster y Pam Grier como protagonistas. Jackie Brown es un buen trabajo de cine negro que dividió a la crítica en dos facciones: quienes esperaban que Tarantino hiciera Pulp fiction 2, y quienes tenían la esperanza de que el talento del americano se bifurcase en otros planteamientos. No obstante, hoy en día Jackie Brown no deja de ser una película correcta, con una vuelta, en la narración, al recurso de las diferentes perspectivas para contar una misma historia, cuyo ejemplo claro, dentro de este perspectivismo, se halla en obras clásicas como Rashomon (1950) de Kurosawa, o en Atraco perfecto (1956), de Kubrick. Tarantino había asimilado perfectamente las técnicas de dicho perspectivismo, usándolas como un aspecto propio de sus películas. En definitiva, había sentado los códigos estéticos de su propio cine.

2. La creación de una Escuela

En una obra artística cinematográfica, como en una obra literaria, es necesaria la creación de símbolos que representen la realidad percibida por la mirada del artista. En modo alguno se trata de fotografiar la «realidad», de copiarla simplemente. Para Jorge Luis Borges, por ejemplo, el arte es más grande cuanto mayor sea la potencia de sus símbolos. Por eso, hay que distinguir de inmediato, como bien supo hacerlo Vladimir Nabokov, entre el mundo de la llamada «realidad» y el mundo de las ficciones: «Vamos a hacer todo lo posible (dijo el eximio escritor ruso al referirse a la literatura, aunque su discurso sea ampliable al cine) por no caer en el fatídico error de buscar en las novelas la llamada «vida real». Vamos a no tratar de conciliar la ficción de los hechos con los hechos de la ficción». De esa forma, en todo este estudio acerca de Tarantino, tomo en consideración esa misma postura. No debemos identificar ambos mundos, pese a que el mundo creado de la ficción dependa de la realidad vivida por el artista. La razón por la que el cine de Tarantino es valorado hoy es por su capacidad de creación de un ámbito propio alejado de la «realidad» y, con ello, de cierto cine realista, a lo Ken Loach, por poner un caso, donde tratan de plasmarse las condiciones grupales o emocionales de uno o más individuos, sobre todo con fines de reivindicación social o política. Y es bajo ese enfoque, precisamente, por el que estamos analizando su obra.

Claro que, bajo esos mismos principios, uno acierta a darse cuenta de que el mundo tarantiniano experimentó, ya en su tercer trabajo, un cierto síntoma de desgaste, como si sus películas estuvieran sometidas a una ley de fricción que las va desconchando, como si los símbolos que proyectan se fuesen diluyendo poco a poco. En ese sentido, de todas sus obras, Pulp fiction consigue escapar en gran medida a ese desgaste, y lo hace porque su planteamiento es, de hecho, el de recrear mundos ajenos para obtener algo propio, personal, diferente. En Pulp fiction hay un interés por consumir la amalgama de la llamada «basura cultural», o lo que nosotros podríamos entender como obras que constituyen un residuo del arte auténtico. Pulp fiction parte de unos principios que obligan a juzgarla bajo otro enfoque: no trata de ser seria (en el sentido más solemne de la palabra), y su irreverencia está mezclada con una cierta sensación de extrañeza. Habiendo hecho solo tres películas, Tarantino ya era el patrón de un tipo de cine nuevo, de una escuela propia caracterizada por la violencia, la verborrea sin límites, el perspectivismo, pero también por los homenajes, por las llamadas «deudas del autor» con sus fuentes de inspiración.

Por citar a unos pocos directores que han acabado, de una forma u otra, bajo el campo de influencia de Quentin, destacamos a Roger Avary, autor de la insufrible Killing Zoe (1994); al mismo Robert Rodríguez, el «padre» de El mariachi (1992), y con quien ha compartido proyectos de la clase de Abierto hasta el amanecer; a Reb Bradock, director de Curled (1996) (Tú asesina, que nosotras limpiamos la sangre), donde el propio Tarantino fue productor ejecutivo; al francés Jan Kounen (Dobermann, de 1997) o al brasileño Fernando Mierelles (en su sólida e impactante Ciudad de Dios, de 2002). Pero además de estos nombres hay muchos otros que han llegado a usar las mismas técnicas del americano, desde aquella moda de los gángsters enfundados en elegantes trajes negros, hasta la conformación de tramas donde se roza el surrealismo como parodia.

3. El cine americano de los 90

A continuación, queremos reflexionar un poco sobre los moldes en los que se ha basado gran parte del cine norteamericano durante toda la década de los 90 y primeros años del siglo XXI. El cine en América no vive, precisamente ahora, uno de sus mejores momentos. Junto a la caída de genios incontestables como Coppola o Scorssese (en quienes se percibe una seria decadencia como artistas), el desgaste de creadores como Woody Allen (sus últimos trabajos así lo evidencian) e incluso de directores razonablemente buenos como Ridley Scott (de quien, pese a todas las mediocridades que ha hecho, no podemos olvidar como autor de un imaginario propio, en obras maestras como Alien o Blade Runner) se unen las muertes de Kurosawa (1998) y de Billy Wilder (2002), dos genios retirados desde hacía tiempo del cine, y que marcaron el simbólico final de una época antigua: una época que bien podría asemejarse a aquella otra, aun más antigua, que reflejó el propio Wilder en su magnífica Sunset Boulevard. La industria del cine americano, controlada por millonarios como Spielgberg (a quien, pese a su talento, siempre le han dominado los intereses comerciales por encima de los artísticos), se ha dedicado a producir cantidades imposibles de películas mediocres, productos con guiones anémicos, cuando no ridículos. Todo parece un producto reciclado, a la peor manera tarantiniana, donde abundan eso que los anglosajones denominan revivals, o sea, copias y calcomanías de otras películas que tuvieron mejor gloria (taquillera, se entiende), y que últimamente se centran mucho en los años 60, era de la llamada cultura pop, así como en las referencias a series televisivas de los 70, como es el caso de Shaft, Los Ángeles de Charlie, &c., &c.

Junto a la atrofia de los guionistas y el estímulo financiero de los productores, se une una continua avalancha de nuevas «estrellas», creadas por y para el público adolescente: Leonardo Di Caprio, Jennifer López, Van Diesel. Uno recuerda, en ese aspecto, la enorme audiencia desatada por deprimentes productos del marketing como Titanic o Brave Heart. A todo este fenómeno, que yo achacaría, principalmente, a una falta de cultura del público, (no solo americano, por supuesto, también el español, el alemán o el ruso) habría que unir una absoluta decadencia cultural en la medida en que, en eso que muchos definieron como la cultura del fin de siglo (tan bien representada en la estimable Short Cuts, de Robert Altman), hay una falta de interés por hacer algo perdurable.

Las películas se digieren hoy como la comida rápida, a la misma velocidad que se leen las novelas multipremiadas de tantas «promesas» (que acaban revelándose como superfluas mediocridades), el uso de los pañuelos de papel o de los mensajes por móvil. Hay una velocidad que puede ser fantástica o muy útil para ciertas cosas, como los asuntos de negocio o el acceso a la información, aunque desde luego no para aprehender y estudiar otras materias, como el arte mismo. Hoy puede hablarse de un cine de los 40 y de los 50 (Walsh, Ford, Capra, &c.), de una década dorada con creadores auténticos; de un cine de los años 70 (donde Coppola dio la mejor medida de sí mismo), del cine de los 80 (Scorsese, Allen, Cimino). Pero los 90, que desde un punto de vista cinematográfico llegan hasta nuestros días, son una mezcolanza desnutrida de referentes antiguos, de obras pasadas, de meras copias.

4. Los caracteres ajenos como identidad propia

Con el final de la década (que no viene a representar ningún gran cambio) en el cine norteamericano hay una cierta revolución de efectos especiales, cuyo ejemplo obvio está en la magnética e interesante The Matrix (1999), no así en sus secuelas, tan solo subproductos comerciales. Muchas películas no sirven ya solamente para una difusión como obras de la «gran pantalla» sino para ser vendidas como productos concretos en aparatos caseros de DVDs, o como meras plataformas de videojuegos que salen, simultáneamente, al mercado dentro de un mismo proyecto de inversión financiera. Sirvan como ejemplos las dos entregas de la pésima nueva trilogía de las galaxias, de George Lucas. También existe una reciclada (reciclaje del reciclaje) tendencia a absorber el mundo del cómic manga y del dibujo animado japonés (anime) como medio de expresión que identifica a una parte de la población con la realidad cambiante y acelerada en la que vive.

Las obras apocalípticas de la ultra-tecnología (verdadero trauma en el inconsciente colectivo del cine moderno japonés), llevadas a cabo en cómics como Akira de Otomo, o en películas rotundas como Ghost in the shell, han servido de cultivo viciado para las tendencias del cine americano actual, y cuyo herederos son los hermanos Wachowski o el propio Tarantino. También es preciso observar una moda, muy de hoy, por el cine de artes marciales, con iconos populares como Jackie Chan o Jet Lee. Pero junto a la espectacularidad de las coreografías de las luchas marciales (que alcanzan un alto grado en Tigre y Dragón, de Ang Lee), se extiende como modelo mayoritario un contenido vacuo sin precedentes, una verdadera falta de identidad propia. En ese sentido, destacamos, como excepciones a la regla, las obras de gente como Clint Eastwood, Jim Jarmush, el propio Robert Altman, o los hermanos Cohen, que tratan (y en muchos casos consiguen) de hacer un cine fuera del convencionalismo en el que ha quedado sumida la industria en su mayor parte. Las obras del cine americano son hoy, en su mayoría, secreciones de una cadena de producción fordista. Y esto lo digo sin perjuicio de criticar otras cinematografías (como es el caso del deprimente cine español que hoy se hace), aunque desde luego no sea el asunto de este artículo.

5. Un «Cine Globalizado» como principio absoluto de la Escuela

La última película de Tarantino representa eso que puede considerarse como un reciclaje del reciclaje, una obra compuesta en virtud de una multitud de «guiños» y homenajes a otros directores, otras películas. Kill Bill vol. 1 (2003) es la confirmación definitiva de lo que sucede con el cine norteamericano de hoy. Se trata de la amalgama definitiva, del Gran Homenaje, como pudiera pretender un director que, indudablemente, entre la opción de explorar nuevas posibilidades (al menos apoyadas por un guión solvente, basado en una buena historia, como en «Jackie Brown») o la de concebir nuevas entregas a lo «Pulp Fiction» (bajo el título de creador absoluto de esa clase de cine) ha optado por un camino intermedio, entre la parodia y lo grotesco. Ni hay la buena articulación de historias de su segunda película, enlazadas por un humor corrosivo, ni mucho menos la buena caracterización de personajes de «Jackie Brown» o de «Reservoir dogs». Parece que, como origen de esta ya vieja escuela del reciclaje, Tarantino se considera apto para cualquier cosa en su película, siempre con el sello de seguridad (el mismo que usan otros directores prestigiosos, como Almodóvar), de que, haga lo que haga, todo estará dentro de los principios designados por el mismo autor. No importa, a juicio de una cierta parte de la crítica (en verdad, espíritus a-críticos) que no haya historia, ni personajes: como se trata de una película de Tarantino, asistimos a un fenómeno de hechizo común, de alabanza generalizada. No hay que equivocarse: lejos de no tomárselo en serio, Tarantino trabaja de la manera más seria posible. Su arma personal es una astucia que ha ido dosificando a lo largo de más de una década, aunque también, eso sí, ciertas dosis de talento narrativo, de sabiduría técnica, algo de lo que, por cierto, no puede decirse de Kill Bill.

Al llegar a esta película, uno comprueba que el cine americano, en su generalidad, (con las excepciones pertinentes) se ha metido en un campo nebuloso habitado por subproductos que, como tales, son asociados, de forma inmediata, a las condiciones sociales y culturales de toda una época. Parece que, por el hecho de vivir en una época caracterizada por la velocidad de la información, por ese mundo único globalizado, las películas como Kill Bill no son sino el reflejo de una sociedad: a saber, la cultura de las multi-referencias, de la mezcolanza de géneros y composiciones. Es el nuevo «cine globalizado», otro nuevo subproducto sacado de la escuela del reciclaje.

6. La endogamia creativa

Es evidente que Kill Bill no solo se trata de cine de mala calidad, sino además deshonesto. Y es cine deshonesto porque, por medio de tantos supuestos homenajes, uno no descubre nada valioso o verdadero, como en su misma obra Pulp Fiction o en las otras de su producción. Y en Kill Bill abundan multitud de homenajes: como uno, según dicen, que consiste en que el chándal que usa Umma Thurman durante su venganza es el mismo que usaba Bruce Lee en cierto bodrio oriental. No, en esta ocasión Tarantino no usa un solo rasgo propio, se limita a copiar de mala forma lo que han hecho otros directores. Ha desaparecido ya el espíritu talentoso de «Pulp Fiction», aquel acertado método de digerir y reinterpretar «deudas de origen». La decisión de un matón por retirarse del oficio tras salir, indemne, de una descarga de balazos; las peripecias de un boxeador en busca del reloj de cadena de su padre, la mala fortuna de dos atracadores de medio pelo: en su segundo largometraje hay una voluntad creativa auténtica, que pese a estar refrendada por el barniz de lo cutre, de esa cultura popular de las novelas baratas, (la llamada Pulp fiction) se sustenta en cine verdadero, en una técnica aprendida de los grandes, o al menos, de buenos directores. Tengamos en cuenta que uno de los «maestros» de Quentin es el español Jesús Franco, otro símbolo del cine entendido como un juego de entretenimiento que rehuye de la gravedad de cualquier reflexión seria: lo que pasa es que, cuando se analizan estas películas (desde Macumba Sexual pasando por Killer Barbies) uno tiene la impresión de que el entretenimiento acaba haciéndose predecible; que las consignas creativas no son otras que las del desprecio al llamado «cine culto» y las de un apego desmedido por lo sórdido. Entiendo que Bergman o Tarkovski se encuentren en las Antípodas de esa clase de cine.

En esta última película, el barniz estético de las referencias populares pasa a ocupar el centro exclusivo de la obra, su estructura. Si por lo menos se usasen aquí referentes reciclados de Ford, Lang, o Peckimpack (más asociado al estilo de Tarantino) puede que la obra tuviera otro impulso. Pero es que los tales homenajes son a subproductos de valor nimio, carentes, ni tan siquiera, de esa belleza poética que existe en la violencia del propio Peckimpack, por ejemplo. Kill Bill parece aglutinar, ella solita, todos los caracteres del peor cine americano actual, aunque refrendado, eso sí, por la firma de Tarantino, lo que parece ser un seguro contra cualquier discrepancia: ausencia de historia (la trama es de una simpleza absoluta), personajes planos (luego me ocupo del malo-maloso Bill), escenas trilladas compuestas por violencia japonesa sin cortapisas (nuevo «homenaje» al cine de samuráis y de artes marciales, a lo Sex and Zen). A esta obra, ni tan siquiera le concedo el beneficio de conseguir arrancarme una sonrisa. Los chistes, los llamados gags son deprimentes de lo predecibles que resultan, de lo infantil y huecos que son. Y estoy seguro de que, sea cual sea la intención del «geniecillo del nuevo Hollywood», ésta no persigue en ningún caso crear nada que aporte un cierto valor artístico, aunque sea, como en el caso de Pulp Fiction, el valor razonable de crear una ficción estrambótica, un verdadero homenaje frente al falso que constituye «Kill Bill».

En cierto sentido, no habría que sorprenderse mucho por esta caída absoluta del director norteamericano, que no es sino un fenómeno real de anemia artística, de falta completa de referentes estimables. La cultura del reciclado no se sustenta por sí sola cuando los cauces de inspiración que utiliza solo son los de los subproductos. De tanto reciclarse entre ellas mismas, las películas americanas de la actualidad se encuentran bajo un claro proceso de endogamia creativa. Las patadas de las secuelas de Matrix se superponen a las de Kill Bill, y a un buen sector de la crítica parecen gustarles estas «aportaciones», porque, al fin y al cabo, se trata de un homenaje: el homenaje de homenajes, en una perpetua sucesión de ideas prestadas que no conducen a nada original, ni aun menos verdadero. Es como si Tarantino quisiera imponer su cine como el cine de moda, de lo que se lleva, de eso que es la corriente de ideas y circunstancias que conforman los gustos comunes. Y su moda se inclina también a cierta rama del cine japonés moderno (dudo que los directores favoritos de Tarantino sean Mizoguchi, Ozu o Kobayashi), en concreto, hacia el anime, o el noble arte del dibujo animado japonés, así como hacia todo el universo virtual (como Matrix misma) de los videojuegos igualmente japoneses.

Respecto al anime, ni siquiera recurre a algún maestro como Miyazaki (El viaje de Chihiro, o Porco Rosso como ejemplos de obras maestras), sino que, en una escena de «vuelta al pasado» de un personaje en forma de anime, nos atosiga con un dibujo rancio, pletórico de sangre y de trazos bastante pobres, del «estilo» del dibujante Bill Plympton. Todo lo que toca Tarantino con la intención (deshonesta en su fondo) de sorprender, de causar admiración o fascinación, se convierte en un grueso abanico de trivialidades sin sentido ni propósito, en un ejercicio estúpido de narcisismo violento y banal. Y encima, por si no fuera poco, prescinde de diálogos mordaces o con ingenio, como los hay en sus dos primeras películas, e incluso en la tercera.

Respecto al videojuego, sirva como argumento la propia trama: una chica, una asesina llamada la «mamba negra», es atacada el mismo día de su boda por unos asesinos a cuenta del malo-maloso Bill (a quien no vemos en este primer volumen, donde lo desconocemos casi todo). Pero, oh, sorpresa, «mamba negra» no estaba muerta, y tras un coma profundo de varios años, se recupera y decide matar, uno por uno, a todos sus verdugos. Luego: en la escena 1, la chica mata a asesino 1; en la 2, la chica mata a asesino 2, &c., así hasta llegar a la fase final del videojuego, cuando presumiblemente luche con el malo-maloso Bill en un desenlace que, por cierto, tiene todos los visos de ser un verdadero culebrón venezolano.

Todo tiene unas intenciones tan burdas que parecen querer insultar al crítico, o mero espectador, que se sienta a ver su película con el solo sentido de querer entretenerse. Porque, la verdad es que este producto ni tan siquiera entretiene. El uso de la sangre por aspersores como una forma supuesta de expresión artística (suponiendo que Tarantino quisiera hacer arte, claro) no es solo manido, sino que, sobre todo, está bastante mal aprovechado: es como si ese efecto se acrecentase conforme aumentan los litros de sangre desparramada en cada escena. Y como guinda de este pastel que parece simbolizar todas las tendencias recientes del cine americano de hoy, se concibe a un malo-maloso, que a la manera de los malos-malosos del agente 007 o del inspector Gadget, no aparece en esta primera entrega en ningún momento, más que a través de una mano (con anillo con forma de calavera en su meñique) que sujeta una katana. Y mejor será que ignoremos su banda sonora, un pastiche tan artificial como toda la película. Todo un absoluto despropósito que cuaja, no solo como la decadencia de un tipo de cine agotado por sí mismo, sino de un director que en su día fue un referente para la cultura cinematográfica moderna.

7. Conclusiones

Como reflexión última, no de esta película de la que venimos hablando, sino de la situación general de un cine que durante tantos años ha sido un verdadero referente, vuelvo a uno de los grandes maestros de la historia del cine, Carl Theodor Dreyer, autor nada receptivo a los despropósitos y las copias sin fundamento. Dijo Dreyer que en ningún caso debíamos despreciar el arte popular, o aquellas formas creativas sin un sentido profundo, aquellas obras que entretienen, como algunas malas películas que, aun siendo malas, soportan el peso de cubrir el aburrimiento cotidiano. Con el cine americano de hoy ni tan siquiera podemos decir eso.

Pero las voluntades mayoritarias conforman el criterio unificado de lo que debe hacerse, y hoy esas voluntades se inclinan por el reciclaje perpetuo, por una especie de cine que, a la manera de un Proteo absorto, un ser cuyo rostro cambia de forma permanente, según las circunstancias (la moda, diríamos), no adquiere por ello una identidad auténtica, ni, en consecuencia, real y verdadera. La consigna clave de Tarantino, como la de tantos otros, es la de que copiar significa crear, a la fuerza. Pero esta afirmación es errónea cuando se tiene en cuenta que para ser realmente original como artista, es preciso asimilar y refundir «herencias» y «homenajes» hasta hacer algo distinto. De otro modo, cualquier obra que se haga no dejará de ser eso mismo, una vulgar copia. Y por supuesto, como les pasa a todas las copias cuando se toman como referentes, sus valores intrínsecos, si es que los poseen, se van diluyendo en cada nueva entrega, en cada nuevo episodio de este proceso del reciclaje.

 

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