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El Catoblepas, número 27, mayo 2004
  El Catoblepasnúmero 27 • mayo 2004 • página 2
Rasguños

Sobre la obligatoriedad
de la asignatura «Religión»

Gustavo Bueno

Este artículo se propone alcanzar un planteamiento filosófico, y no meramente jurídico político o confesional, de la cuestión, hoy muy debatida, sobre la reforma de los planes de estudio en lo que afecta a la asignatura «Religión». En este artículo se reexponen y precisan las posiciones que el autor mantuvo en el programa Esta es mi historia (TVE1, 21 de abril de 2004) dedicado a este asunto

Introducción
Las religiones positivas y la asignatura «Religión»

1. Necesidad de deslindar la perspectiva jurídica de lege data de una perspectiva filosófica de lege ferenda

Los debates sobre la asignatura «Religión» a escala nacional, que se han incrementado a raíz de la victoria electoral del PSOE y aliados en las elecciones parlamentarias del 14M de 2004, con motivo de la suspensión cautelar de la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza, de 23 de diciembre de 2002), se mueven en el terreno confuso en el que se intersectan las perspectivas que podríamos considerar de lege data (que toman a la Constitución de 1978 como marco de los debates) y de lege ferenda (y no ya sólo dentro de la Constitución, sino incluso desbordándola, en vistas a una reforma, al menos parcial, suya).

Es muy difícil, por no decir imposible, deslindar, en los debates concretos, estas dos perspectivas, sobre todo si tenemos en cuenta que muchas posiciones que formalmente se mantienen en el terreno jurídico, de lege data (aquél en que actúa, como instancia suprema, el Tribunal Constitucional), están en realidad promovidos desde una perspectiva de lege ferenda constitucional, a veces como una «interpretación amplia» del propio texto constitucional. Sin embargo nos parece que el intento preliminar de deslindar con la mayor claridad posible estas dos perspectivas constituye la primera tarea necesaria para alcanzar una perspectiva crítica que tenga interés filosófico; y entendemos siempre la crítica como clasificación.

2. El debate desde la perspectiva de lege data constitucional sobre la asignatura «Religión»

Obviamente, en la cuestión que nos ocupa, la perspectiva de lege data presupone la referencia a una ley vigente determinada y efectiva (en tanto que no estamos haciendo simplemente Historia). Por tanto, la ley dada genérica que aquí tenemos que presuponer es la Constitución española de 1978, principalmente en sus artículos 16.3 («Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones») y 27.3 («Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones»). También forman parte de estas leyes fundamentales los Acuerdos suscritos por el Estado español con la Santa Sede, y muy principalmente el Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales de 3 de enero de 1979 (ratificado ese mismo año, en 4 de diciembre), cuyo artículo 2 establece que los planes educativos «incluirán la enseñanza de la religión católica en todos los centros de educación»; y cuyo artículo 3 establece, a su vez, que «la enseñanza religiosa será impartida por las personas que, para cada año escolar, sean designadas por la autoridad académica entre aquellas que el Ordinario diocesano proponga para ejercer la enseñanza».

Las leyes específicas con incidencia en la asignatura de «Religión» que los sucesivos gobiernos democráticos fueron poniendo o quitando son leges datae: la Ley Orgánica del Estatuto de Centros Escolares, LOECE, del gobierno de UCD, de 1981, que puso en suspenso el gobierno del PSOE de Felipe González en 1982. La LOGSE, del gobierno socialista, atendiendo a las leyes fundamentales (y en particular a los acuerdos con la Santa Sede de 1979) reconoció la asignatura «Religión» y la hizo evaluable en el conjunto de asignaturas para repetir curso y para el cálculo de la nota media en la expedición del título de Bachiller (aunque no entraba en el cálculo de la media para la prueba de acceso a la Universidad, ni para las becas). La LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación), impulsada por el gobierno del Partido Popular y aprobada en el 2002, y que el nuevo gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, en abril de 2004, considera como inadmisible con el espíritu de la LOGSE, proyecta paralizar, a la manera como el gobierno como el gobierno socialista de González hizo con la LOECE; sin embargo mantiene parecidas disposiciones de la LOGSE (que son obligadas en el marco de las leyes fundamentales), a saber, la oferta obligatoria de la asignatura «Religión católica» en los centros de enseñanza (privados, concertados y públicos) pero voluntaria para los alumnos.

La diferencia entre la LOGSE y la LOCE parecía residir, principalmente, en las alternativas para los alumnos que no escogieran la asignatura «Religión católica». La LOGSE estableció como alternativa a la «Ética», para los alumnos de secundaria que no eligieran «Religión». La LOCE estableció diversas alternativas en primaria y primer ciclo de secundaria, y para el resto de la secundaria propuso una asignatura evaluable llamada «Sociedad, Cultura y Religión».

Los debates de lege data se mueven, por tanto, en el terreno jurídico, que, en definitiva, se reducen a la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la asignatura «Religión», y al alcance y evaluabilidad de dicha asignatura desde el punto de vista de las diversas leyes específicas. De hecho, quienes mantienen el debate en el terreno jurídico (por ejemplo, los profesores de asignaturas no evaluables, que se consideran perjudicados ante la fuga de alumnos potenciales; o bien los profesores que protestan por la decisión del Ordinario de no prorrogar sus nombramientos por motivos derivados de su «vida privada») invocan constantemente la Constitución. Por ejemplo alegan que la aconfesionalidad del Estado, según el artículo 16.3, es incompatible con una asignatura confesional de «Religión católica», y sugieren que esta asignatura, en la que ven una catequesis disfrazada (o propaganda fidei) debiera pasar a las parroquias. Pero esta alegación es contestada con el artículo 27.3, que garantiza el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral, &c.

Otra cosa es que los debates que se mantienen en el terreno jurídico, dentro del marco constitucional, menos aún cuando estos debates se promueven desde un gobierno socialista, crean prudente regresar más allá de la Constitución, crean prudente, por ejemplo, pedir la reforma del artículo 16.3, al menos en lo que concierne a la mención explícita de la Iglesia católica; o incluso creen prudente denunciar los acuerdos de la Santa Sede del 4 de diciembre de 1979, teniendo en cuenta, precisamente, la circunstancia de que la gran mayoría de su electorado potencial es católico. Cualquier político socialista de estos años consideraría imprudente el poner obstáculos al apoyo institucional o económico, central o autonómico, que tradicionalmente se presta a las manifestaciones públicas católicas, aunque repercutan directamente en el calendario escolar, como puedan serlo las procesiones de Semana Santa, con la que se «identifican en masa» los militantes, obreros y menos obreros, del Partido Socialista en Andalucía. El incremento de los inmigrantes musulmanes podrá comenzar a poner objeciones a este apoyo confesional que las instituciones, no sólo del PP, sino del PSOE, vienen prestando a la Iglesia católica; instituciones que fueron creadas precisamente, en el siglo XVI, como instrumento de lucha contra el islamismo juntamente contra el protestantismo. Por la misma razón podrían reivindicar algunos musulmanes o judíos (si no estuviesen en minoría) que se retirase, al menos por parte de un gobierno socialista, de «izquierda progresista», la cruz de la mesa de juramentos o promesas de ministros o autoridades; o al menos que se acompañase la cruz con la media luna y la estrella de David, y que se agregase a la Biblia un Corán y un Talmud para que un eventual ministro socialista de confesión musulmana o judía pudiese jurar o prometer ante ellos.

Dado el carácter minoritario de las confesiones islámicas o hebreas les parecerá más prudente apoyarse en el artículo 16.3 para pedir la eliminación, sin más, de la asignatura de «Religión».

3. De lege ferenda

Ahora bien, el debate sobre la asignatura «Religión», en el terreno de la lege data, en el sentido dicho, no es un debate filosófico sino jurídico. Esto no quiere decir que quienes intervienen en este debate no estén envueltos por ideologías filosóficas o teológicas sobre la religión y sobre el Estado; y, por ello, siempre tendrá el mayor interés filosófico el análisis de los debates jurídicos, atendiendo a las ideas que en estos debates van implícitos.

Pero cuando queremos plantear el problema de la asignatura «Religión» en el terreno filosófico, entonces será necesario regresar más allá del terreno de la lege data constitucional y argumentar, si no queremos prescindir enteramente de la referencia práctica a la Constitución dada, desde la perspectiva de lege ferenda, que comprenda la reforma de la misma Constitución, o la denuncia de Concordatos y Acuerdos pertinentes.

Por lo demás, esta perspectiva de lege ferenda constitucional suele ser adoptada por los mismos partidos políticos que piden la reforma de la Constitución en diversos aspectos de sus artículos o títulos.

Nuestra perspectiva crítica, que quiere ser ante todo filosófica, no quiere sin embargo ser abstracta, sino práctica política, más que jurídica. Y la piedra de toque decisiva en la argumentación filosófico política es la de la prudencia política regulada por la eutaxia de una sociedad política determinada, en nuestro caso, de España, en tanto la suponemos acogida a una constitución democrática, la de 1978.

El debate, desde la perspectiva de lege ferenda constitucional, gira sobre todo en torno a la Religión (y a sus relaciones con el Estado), en cuanto fundamento de la asignatura «Religión». La asignatura «Religión», delimitada en el contexto de un determinado plan de estudios, no podría, en efecto, definirse al margen de la Religión, en tanto realidad dada en contextos muy diferentes a aquellos en los cuales se dan los planes de estudios.

Todo el mundo distingue en efecto, de hecho, entre la Religión y la asignatura «Religión». Todo el mundo menos aquel estudiante que, en los años cincuenta del pasado siglo, en Salamanca, respondió en el Examen de Estado ante uno de sus examinadores, el padre Guillermo Fraile OP, quien después de haberle pedido, sin resultado alguno, una definición de Religión le preguntó: «¿Es que tu no tienes religión?». «Si padre –respondió el aspirante a bachiller– tengo la religión del padre Incio», refiriéndose al libro de texto del entonces conocido autor. Una respuesta, en su ingenuidad, acaso más profunda de lo que parece; al menos recuerda la respuesta que Eddington propuso para la pregunta ¿Qué es la Física?: «Lo que se contiene en el Tratado de Física.» Y, sobre todo nos invita a reproducir cuestiones similares a las que, a propósito de aquélla anécdota de exámenes, suscitaba yo (en una época en la que estudiaba el Análisis matemático de Rey Pastor) a quienes se reían de la rudeza de aquél estudiante, a propósito de la definición del Algebra o de las Ciencias formales en general. ¿Qué es el Algebra?: «Lo que se contiene en el Análisis matemático de Rey Pastor y en otros tratados semejantes.» Pues, ¿dónde, fuera de los libros de Algebra, existe el Algebra? ¿Acaso la Revelación mosaica existe fuera de ciertos libros del Antiguo Testamento?

De hecho, quienes batallan para que se mantenga, a toda costa, en los planes de estudio, la asignatura de «Religión», no parecen situarse muy lejos de la respuesta de aquél estudiante de Salamanca. Proceden como si estuvieran suponiendo que la eliminación de la asignatura «Religión» podría comprometer la realidad misma de la religión en las generaciones futuras. Es decir, proceden como si la religión fuese, si no ya enteramente idéntica, sí al menos parcialmente idéntica y dependiente de la asignatura «Religión», es decir, de los libros que hablan de la religión. ¿Cómo podríamos hablar de religión, en efecto –al menos de las religiones «superiores» o terciarias, entendiendo por tales las llamadas «religiones del libro»–, al margen de libros tales como los «libros por antonomasia», la Biblia, o al margen del Corán? Es cierto que sigue fluyendo una poderosa corriente, de fuentes muy lejanas, que tiende a separar la religión y los libros («la letra no es el espíritu, la Biblia no es la Religión», decía Reimarus a los protestantes «adoradores de la Biblia») o, lo que es equivalente, que tiende a sustituir los libros revelados por el «libro que Dios escribió en el corazón de todos los hombres» (como decía el vicario saboyano del Emilio de Rousseau, o Lolita en el debate televisivo al que nos hemos referido). Pero en el corazón de los hombres no hay nada escrito; y, en todo caso, esa religión natural, que se hace consistir en puras secreciones sentimentales, no puede confundirse con las religiones positivas (tales como el judaísmo, el cristianismo o el islamismo), que son las que se tienen en cuenta en el momento de instituir la asignatura de «Religión».

Más aún: en el supuesto de que algún grupo o partido político se organizase siguiendo las direcciones «ilustradas» de los teóricos de la religión natural, y propiciase una asignatura de «Religión» orientada en este sentido, se vería obligado también a traducir el «libro escrito en el corazón de los hombres honrados» en unos libros de texto titulados «Religión natural» y dirigidos a la «educación en valores» de los niños y de los jóvenes en período de formación.

Por nuestra parte suponemos que cuando hablamos de la asignatura «Religión» en los debates de lege ferenda sobre los planes de estudio, sólo indirectamente nos referimos a la religión natural, es decir, siempre a través de las religiones positivas y, en España, más precisamente, a las religiones del libro; lo que no puede hacernos olvidar, teniendo a la vista los procesos de globalización e inmigración crecientes, que en un futuro acaso no muy lejano habrá que tener en cuenta también al hinduismo, a la cienciología, al jainismo, al budismo, a los harekrisnas y hasta al vudú y al candomblé (pues también los inmigrantes de Haití o del Brasil que arriben a las costas españolas podrán reivindicar sus «derechos espirituales»).

Y supondremos también que las religiones positivas, ya consideren esenciales o no las asignaturas de «Religión», no se reducen a esas asignaturas sino que las desbordan.

El reconocimiento de esta realidad positiva de religión, como referente de la asignatura «Religión», suele ser expresado en esta fórmula: «El hecho religioso.» Una fórmula muy ambigua y equívoca que intenta coger tanto al círculo de «hechos psicológicos de naturaleza sebasmática» («vivencias religiosas», próximas a las de la religión natural del vicario saboyano, pero también a los sentimientos íntimos del practicante del vudú o del harekrisna) como al círculo de los «hechos institucionales», históricos y sociales (iglesias, templos, rituales, sacramentos, dogmáticas...), pero que contienen también el peligro (precisamente por su formato positivista: «hecho» expresado en «juicios de existencia» en cuanto contradistinto a «valor», expresado en los «juicios de valor»; o bien: «hechos como ser» frente al «deber ser») de dejar de lado al componente normativo o axiológico de las realidades o hechos religiosos, y a la pluralidad de especies de estos hechos religiosos y de sus relaciones polémicas mutuas. El «hecho religioso» no es una realidad que pueda ser constatada como realidad inerte, a la manera como se constata una roca que encontramos por el camino. El hecho religioso es un hecho normativo, en fórmula de Durkheim, que se nos da aquí y en conflicto con otros hechos religiosos de otras especies (la especie «judía», o la «cristiana», o la «musulmana», o la «budista»). Desde este punto de vista, el «hecho religioso» se asemeja a los «hechos políticos», por ejemplo al «hecho socialdemócrata» en cuanto contrapuesto al «hecho anarquista», el «hecho comunista» en cuanto contrapuesto al «hecho fascista». Son hechos normativos, que proponen sus propias normas, que nos comprometen y nos obligan a tomar posición, en pro o en contra, que no podemos ignorar como si no fueran con nosotros.

Está muy extendida la ideología ad hoc de los «hechos religiosos» como si fueran hechos de la «vida privada» que, por tanto, no tendrían, salvo obscenidad, por qué salir a los escenarios públicos. Pero esta ideología se enfrenta de plano con la realidad de las religiones superiores, terciarias, no clandestinas, sobre todo con las religiones confesionales que son proselitistas y de naturaleza pública. ¿Cómo podría un cristiano dejar de intentar, no solamente por amor o caridad, sino por imperativo evangélico –«id y predicad a todas las gentes», Mateo 28:19–, convertir a su religión a quien está fuera de ella? ¿Como podrían tolerar los católicos españoles, y sobre todo los andaluces, sin perjuicio de su militancia en el Partido Socialista Obrero Español, que se les prohiban o graven con impuestos (a título de tasas publicitarias) las manifestaciones públicas de su fe en Cristo y en la Virgen en sus procesiones de Semana Santa? Las religiones positivas, en general, son públicas y no privadas (como pudiera serlo la magia, según el criterio del propio Durkheim: la magia es asunto privado entre el mago –por ejemplo, el echador de cartas o el usuario de la bola de cristal– y su cliente; pero el mago no es sacerdote, aunque muchas veces hay intersecciones importantes entre ambas figuras).

Concluimos: la religión positiva es un hecho normativo y público (confesional, social, en nuestros días) que compromete a todo ciudadano y le obliga de hecho a tomar posiciones ante él, en pro o en contra, con espíritu de tolerancia o de intolerancia. Por consiguiente, las cuestiones que suscita la asignatura «Religión», son cuestiones que no pueden plantearse cortando la referencia a esta naturaleza confesional de las religiones positivas del presente.

Y esto es tanto como decir que las cuestiones en torno a la asignatura «Religión» –sobre todo cuando se adopta, como es nuestro caso, la perspectiva de lege ferenda constitucional– son cuestiones de naturaleza práctica, puesto que, en cualquier caso, la asignatura «Religión» siempre podrá entenderse como un medio orientado hacia un fin objetivo (finis operis) que es el tratamiento de la religión en cuanto es materia, a su vez, de carácter esencialmente práctico, es decir, que si está viva, obliga a comprometernos y a tomar posición en pro o en contra, desde el punto de vista confesional.

Esta es mi historia, TVE1, 21 de abril de 2004, debate sobre la asignatura de religión

I
Cuatro alternativas posibles

El planteamiento de la cuestión que nos ocupa, tal como lo hemos expuesto en la introducción, nos lleva a afirmar que los problemas suscitados por la asignatura «Religión» (problemas relativos a su existencia y a su jerarquía en el plan de estudios; problemas relativos a sus contenidos, y a la orientación de la «disciplina») no son independientes de las posiciones prácticas que se mantengan ante la religión misma, en cuanto es un hecho normativo en las condiciones que hemos indicado.

Ahora bien, cuando en el plano del debate de lege ferenda constitucional nos preocupamos ante todo por clasificar las posturas fundamentales que cabe mantener ante la cuestión, lo primero que conviene constatar es que no nos encontramos originariamente ante una disyuntiva (binaria), a saber, la de la obligatoriedad de la asignatura «Religión» en los planes de estudios, o la negación de esta obligatoriedad. Aceptar este planteamiento de la cuestión en esta forma disyuntiva es tanto como caer en una trampa. Y la mejor prueba interna es la siguiente: quienes se inclinan por el no («la asignatura 'Religión' no debe figurar, y menos aún de forma obligatoria, en un plan de estudios propuesto por el Estado») puede hacerlo a partir de principios opuestos entre sí, a saber, o bien desde principios «ilustrados» o impíos (las religiones positivas llamadas superiores son en realidad supersticiones, y lo mejor que podemos hacer con ellas es ignorarlas), o bien desde principios confesionales o piadosos (las religiones positivas son asuntos privados, ya sean de cada confesión o iglesia, ya sea de cada individuo, de sus sentimientos personales); por consiguiente, un estado laico o aconfesional, no tiene por qué incorporar asuntos privados que conciernen a cada iglesia o a cada individuo. Pero quienes se inclinan por el sí («la asignatura 'Religión' debe figurar en el plan de estudios propuesto por el Estado») también pueden apoyarse en principios opuestos entre sí, a saber: o bien partir de principios confesionales (las religiones positivas encarnan valores específicos o genéricos, de trascendencia social y temporal, que deben ser tenidos en cuenta por un Estado atento a promover el bien común de los ciudadanos), o bien a partir de principios ilustrados o impíos (las religiones positivas son reliquias del Antiguo Régimen, en cuya liquidación deberá estar comprometido el Estado, a través, entre otras formas, de la educación, del mismo modo a como se compromete en la erradicación del delito o de la enfermedad).

Ahora bien, si los términos de la disyuntiva «sí a la asignatura 'Religión'»/«no a la asignatura 'Religión'» pueden alimentarse de fuentes tan diversas e incompatibles entre sí, tendremos que concluir que tal disyuntiva binaria es por completo ineficaz en el momento de plantear los problemas suscitados por una asignatura, en tanto una asignatura es indisociable de sus contenidos. Quienes opten por el sí, en abstracto, discrepan hasta tal punto que sus diferencias podrían llevar en rigor (si cuentan con el apoyo parlamentario suficiente) a una mutua trituración de los contenidos de la asignatura «Religión», tal como los concibe cada uno de sus defensores; y quienes opten por el no, en abstracto, no por ello podrían marchar unidos en una política religiosa común en las Cortes, que debería resolver la cancelación de la asignatura, lo que quiere decir que ese «no» difícilmente será viable desde el punto de vista político de una democracia.

La capciosa disyuntiva entre el «sí» (a la asignatura) y el «no» (a la misma asignatura) todavía se enturbia más si se equipara a la disyuntiva entre lo confesional y lo laico, debido al carácter negativo del concepto de lo «laico» respecto de la religión, lo que hace que este concepto tenga significados muy diferentes: así, laico es, desde dentro de la Iglesia católica, el cristiano que no pertenece a alguna religión, en el sentido eclesiástico clerical (alguna orden religiosa: dominico, jesuita, legionario de Cristo); pero también es laico el cristiano no practicante, o el no cristiano agnóstico, o el ateo. El concepto de «laico» es enteramente ambiguo, por tanto, en su sentido positivo. Por ello el «sí» pueden darlo tanto los laicos como los confesionales, y el «no» también.

En todo caso, tampoco porque no aceptemos la disyuntiva binaria (que no es lo mismo que un dilema) hemos de pensar que el número de opciones posibles es indefinido, o que estas opciones, aunque fueran limitadas en número, podrían ser alternativas. Desde un punto de vista dialéctico, lo ideal, a efectos de determinar el verdadero fondo de una cuestión que, en sí misma, nos pone delante de contradicciones y de posiciones antagónicas explícitas, será poder alcanzar una perspectiva tal que sea capaz de conducirnos a la determinación de un sistema de opciones disyuntivas, aunque sean más de dos. El planteamiento que hemos dado a la cuestión –fundado en la relación entre la asignatura «Religión» y la condición de la religión como un hecho normativo, en cuyo campo de influencia se encuentra la propia asignatura– nos permite establecer (mediante la inserción del «sí» y el «no» en los contextos en que puede producirse) un sistema completo (exhaustivo) de cuatro posiciones disyuntivas, que son las que exponemos a continuación.

(1) Alternativa implantacionista

La primera alternativa, que llamamos implantacionista o de aceptación plena de alguna religión positiva, se constituye por el reconocimiento pleno de los valores o normas de la religión positiva de referencia, y de la conveniencia y aún necesidad, en nombre de esas normas o valores, de instituir, dentro de la propaganda fide, al modo católico, una asignatura en los planes de estudios, que canalice estas influencias y valores reconocidos y, por tanto, que mantenga su plena coloración confesional. El argumento principal podría formularse así (ulteriormente la mayoría parlamentaria daría forma jurídica a este argumento): «Si los valores religiosos son reconocidos como valores positivos, y de primer orden, para una sociedad, sería contradictorio no reconocerlos en los planes de estudios destinados a la formación de los jóvenes de una sociedad democrática. La asignatura de 'Religión' deberá ser obligatoria y recibir un puesto preferencial en la jerarquía de las disciplinas; los contenidos principales de esta asignatura girarán en torno a la dogmática, ritual, historia y sacramentos de la confesión de referencia.»

Ahora bien, conviene distinguir aquí tres vías diferentes que son conducentes a esta misma primera posición:

a) La vía estrictamente confesional del creyente sincero que, sin necesidad de llegar al grado superior del fanatismo, no pueda sin embargo admitir que lo que él considera como valor supremo, en cuanto al bien y a la verdad, pueda ser bloqueado por consideraciones prudenciales o pragmáticas.

b) La vía puramente pragmática del impío que, aún considerando a las religiones positivas, desde el punto de vista especulativo, como simples supersticiones metafísicas, sin embargo les otorga un gran valor político para la gobernación de los pueblos, por lo que ningún gobierno podrá dejar de utilizar (como enseñó el Critias platónico) la mentira política: «Un cura me ahora cien gendarme», decía Napoleón. Demos pues el paso franco a todos los curas que puedan colaborar, a través de la asignatura «Religión» a distribuir el opio del pueblo.

c) Otra vía para llegar a esta posición es la vía estrictamente democrática o sociológica, que sin querer entrar en el fondo de la cuestión, viene a decir: «Si la mayoría o la presión social obliga a instituir la asignatura, aceptémosla como tal.»

(2) Alternativa abolicionista

La segunda alternativa, que llamamos de bloqueo o abolicionista (siempre que partamos del supuesto de la «influencia», virtual al menos, de la religión positiva, en la asignatura «Religión», como asignatura posible), podríamos interpretarla como resultado de un proceso de «desactivación» de la influencia postulada (y confirmada por la tradición) en virtud de la cual, y sin necesidad de subestimar el valor (religioso, social, político, psicológico) que la religión positiva reclama, y también sin necesidad de reconocerle ese valor, se considerará conveniente, o prudente, o incluso necesario, mantener el plan de estudios fuera de la posible influencia que cualquier religión positiva pudiera ejercer en una posible asignatura de «Religión».

A esta primera alternativa disyuntiva podrá llegarse desde tres vías que parten de posiciones opuestas entre sí:

a) Las posiciones confesionales «piadosas» o «místicas» o «vitalistas» (propias de algunas organizaciones de «cristianos de base», que seguramente utilizan esta fórmula del marxismo pretérito para distinguirse de unos supuestos «cristianos de superestructura») de quienes, reconociendo los valores de las religiones positivas (o de una determinada religión positiva) y su decisiva importancia para la vida personal o social, considera, acaso por ello mismo, muy inconveniente el convertir a la religión en una «asignatura». Cabría advertir, por cierto, un estrecho paralelismo entre esta posición y la que mantenían los iconoclastas bizantinos cuando se oponían a la posibilidad de representar a Dios en estatuas o pinturas; o, antes aún, en el siglo IV, a las posiciones de Eustacio de Sebaste, cuando ridiculizaba las pretensiones de quienes querían meter a Dios, que es ubicuo, en el templo: «la asignatura 'Religión' vendría a ser, para quienes viven la religión como un sentimiento profundo, individual y social, lo que eran las estatuas de Dios o los templos para quienes veían a Dios desde la perspectiva de su omnipresencia.»

La religión, convertida en una asignatura, quedaría además contaminada de implicaciones burocráticas; y mucho más cuando las circunstancias obligasen a la coexistencia, en la asignatura de «Religión», de diversas religiones positivas enfrentadas entre sí. Esta coexistencia, que difícilmente puede entenderse como coexistencia pacífica, podría deparar inconvenientes graves que la prudencia aconsejaría evitar.

Por esta vía caminarán también cómodamente quienes consideran que, en un estado laico, la religión debe replegarse al mundo privado, abandonando toda pretensión pública propia de un Estado confesional. La institución de una asignatura de «Religión» en un plan de estudios público, equivaldría a tratar a la religión como un asunto público, en contra del supuesto.

b) Por razones confesionales polémicas (coyunturales, oportunistas) quienes pertenecen a una religión positiva minoritaria (el caso de los musulmanes en España, y esto sin perjuicio de que se advierta un cierto incremento de sus sectarios) puede preferir, estratégicamente, oponerse a una asignatura «Religión» que se supone va a estar de hecho controlada por una religión opuesta (en este caso, la religión de los «cristianos politeístas»), que aceptar la ventaja «propagandística» que ofrece una asignatura que siempre estará controlada por la iglesia católica mayoritaria. Nos parece evidente que las posiciones oportunistas de los sarracenos en España cambiarían si su secta llegase a ser en España tan mayoritaria como lo es en el Irán, pongamos por caso, en donde la religión positiva no sólo está como asignatura en los planes de estudios sino en las instancias más profundas del Estado.

c) Pero también las posiciones impías, «progresistas», de quienes no reconocen los valores de las religiones positivas, o incluso las consideran, al modo ilustrado, como contravalores residuales de épocas pretéritas, del fanatismo o de la superstición. Si las religiones son interpretadas como reliquias de sociedades primitivas en nuestra propia sociedad, ¿para qué ocupar un tiempo escaso, muy valioso para emplearlo en otros objetivos, en su estudio? Sería como ampliar el escaso tiempo disponible para estudiar Fisiología o Astronomía para dedicarlo a los estudios de Magia o de Astrología: reduzcamos la asignatura de Religión a otras asignaturas que se ocupen de las culturas primitivas, tales como la Prehistoria, o la Antropología o la Sociología. En un bachillerato regulado por un «Estado moderno» ni siquiera estaría justificada una asignatura de «Religión» como «asignatura transversal», como tampoco estaría justificada una asignatura transversal denominada «Astrología» o «Magia».

(3) Alternativa neutralista

La tercera alternativa corresponde a la de neutralización de los valores religiosos específicos (no de negación, ni de aceptación) en el momento de constituir una asignatura de «Religión».

Compartirá con la alternativa segunda (de bloqueo) la conveniencia de mantener a los componentes específicos de las religiones positivas fuera de las asignaturas de un plan de estudios de un Estado laico. Pero de aquí no se concluirá la negativa a una asignatura de «Religión».

En efecto, se partirá del supuesto de que las religiones positivas, además de los valores específicamente religiosos que ellas puedan soportar (apreciados por sus propios confesionales) implican también valores de otros órdenes, y valores que podrían ser disociados de los contenidos específicos. No sería necesario por tanto hacer propaganda fidei (como en el caso de la posiciones confesionales o de la mentira política). Bastaría que neutralizásemos estos valores, poniéndolos entre paréntesis, sin afirmarlos ni negarlos (incluso acogiéndonos a un agnosticismo positivo) a fin de resaltar las conexiones que las religiones mantienen con el arte, con la pintura, con la música, con la filosofía, con la asistencia social, con las terapias psiquiátricas o psicológicas, con el psicoanálisis.

Podrían algunos considerar como una forma de neutralización (una forma que, en todo caso, cumpliría las más estrictas exigencias de la «tolerancia democrática» y del «irenismo más refinado») la implantación ecléctica, por conjunción, de todas las confesiones encontradas, fundándose en la más exquisita tolerancia recíproca, tal como se encuentra, por ejemplo, en la concurrencia de diferentes servicios religiosos en un mismo templo (a la manera como ocurre en algunas salas de aeropuerto, en la que judíos, musulmanes o cristianos celebran por turno o simultáneamente sus ritos). Podría esperarse que la conjunción de cosas incompatibles (como pueda serlo el desarrollo de ritos musulmanes, que consideran blasfemo al cristianismo, frente a un Santísimo expuesto en un templo cristiano, aunque sea de origen sarraceno, como ocurre con la Mezquita de Córdoba; o bien la celebración de una misa cristiana en un recinto islámico, aunque en tiempos hubiera sido cristiano, como Santa Sofía de Estambul) podría conducir a la segregación o desprendimiento de contenidos específicos positivos de cada religión. Voltaire aplaudió la absoluta tolerancia religiosa, esperando que mediante ella las diferentes «supersticiones» se destruirían las unas a las otras. Se esperaría que este modelo de neutralización por conjunción abriría un proceso que, llevado al límite, nos conduciría hacia la religión natural, según la idea que acaso inspiró a Lessing en su Natham el Sabio, su famosa alegoría de los tres anillos. Si aplicásemos este modelo de neutralización por conjunción positiva a la asignatura «Religión» obtendríamos un modelo pedagógico muy original cuya posibilidad acaso sólo exigiera el esfuerzo, a los parlamentarios, de conceder a esta asignatura cinco horas semanales, a fin de que los lunes la religión fuera explicada confesionalmente por un profesor católico, el martes por un evangelista, el miércoles por un rabino, el jueves por un imán y el viernes por un bonzo.

(4) Alternativa racionalista

La cuarta alternativa, que podríamos denominar racionalista, ilustrada o impía (por la asebeia que ella implica) parte de la devaluación de las religiones positivas, pero no por ello cree conveniente ni prudente prescindir de la posibilidad de una asignatura denominada «Religión». Habría, sí, que cambiar su contenido. Y en lugar de concebirlo en el sentido apologético, o apostólico, o propagandístico, o simplemente neutral, se le concebiría en el sentido ilustrado, como medio de colaboración a la demolición de la falsa conciencia inherente a la «alienación religiosa» de las sociedades del presente.

Y nada de anómalo tendría una asignatura a la que se asigna como objetivo la demolición de su propio campo. Objetivos análogos tiene, mutatis mutandis, la Facultad de Medicina, cuando investiga las enfermedades para erradicarlas; o los Departamentos de Derecho Penal que estudian los delitos para prevenirlos.

Esta cuarta alternativa comprende a su vez dos orientaciones totalmente distintas cuanto a los contenidos (lo que no tiene nada de extraño si se tiene en cuenta que el criterio en función del cual se ha construido el concepto de esta cuarta alternativa es negativo: la impiedad o asebeia, es decir, la crítica a toda revelación o religión positiva).

a) Una orientación ilustrada, de carácter espiritualista, afín al deísmo del siglo XVIII –Voltaire, Volney, Rousseau, Lessing–, orientación ilustrada que puede tener grados muy diversos: desde el más radical de Voltaire, que buscaba la demolición de todas las religiones positivas (aplastad al infame) hasta la más moderada de Rousseau o de Lessing, que buscaba la reinterpretación de las religiones positivas en el sentido de una religión natural, casi siempre entendida como un sentimiento personal que incita «a los corazones justos» al reconocimiento de un Dios creador a quien debemos reverencia. Este deísmo se combina muy bien con el agnosticismo positivo –con el agnosticismo tal como lo concibió quien acuñó el concepto, Th. Huxley, que lo refería no ya al dios de la teología natural, sino al dios de las revelaciones ofrecidas a sus fieles, es decir, a las iglesias gnósticas, como doctrinas y prácticas de salvación. Tomás Huxley defendió el agnosticismo como la actitud madura de quienes, ante las propuestas de una secta gnóstica (ya fuera una iglesia del siglo segundo, ya fuera una iglesia anglicana, calvinista o romana) prefiere «suspender el juicio», es decir, no se pronuncia ante la cuestión de su verdad, que respeta con el espíritu de la tolerancia.

b) Una orientación antireligiosa positiva de signo materialista, que considera al agnosticismo (y no sólo al agnosticismo positivo, sino al agnosticismo teológico, ante la cuestión de Dios) como un ateísmo vergonzante, según la conocida fórmula de Engels. La asignatura «Religión» sería una disciplina propiciada por un Estado, no ya confesional, o agnóstico, o laico, en sentido débil, sino laico en sentido fuerte, el de un Estado ateo, que da por supuesto que una sociedad política sólo podrá considerarse verdaderamente democrática cuando sus ciudadanos se reconozcan como personas que no pueden aceptar ninguna esperanza que pudiera venir de un más allá de la propia sociedad humana; por tanto, cuando el Estado asume su responsabilidad de educar a los ciudadanos, corrigiendo la falsa conciencia de sí mismos, que es promovida muy especialmente por las religiones positivas, pero también por la religión natural.

Esta es mi historia, TVE1, 21 de abril de 2004, debate sobre la asignatura de religión

II
Discusión de cada una de las cuatro alternativas

La discusión de la que hablamos es una crítica a la asignatura «Religión», desde la perspectiva de lege ferenda constitucional, y no una crítica a la religión. Nuestra crítica se concreta en tres órdenes de clasificaciones: la primera la clasificación en los dos planos que hemos distinguido en la Introducción, el plano de lege data y el plano de lege ferenda; el segundo la clasificación en las cuatro disyuntivas que hemos expuesto en la parte primera; y el tercero el de la clasificación de los límites políticos que puedan corresponder a cada una de las cuatro disyuntivas reconocidas, y principalmente la determinación de los límites de la política real respecto de los de la política ficción o utopía.

1. Crítica a la alternativa implantacionista de aceptación plena (maximalista) de la asignatura «Religión» con orientación confesional

Una política confesional radical (fundamentalista) carece de posibilidades en una sociedad democrática en la cual las minorías de otras religiones, o la presión de otros Estados, tengan fuerza suficiente para frenar planes de formación religiosa de la población escolar de índole catequística, proselitista o propagandística. La tolerancia religiosa incorporada a la política de la Iglesia católica es un resultado histórico dependiente del incremento del poder de otras confesiones (hemos tratado estas cuestiones en Panfleto contra la democracia, La Esfera, Madrid 2004, 2ª ed., págs. 261 y siguientes).

La vía piadosa (la que hemos reseñado bajo el epígrafe a) del punto 1 de la primera parte) sólo tiene posibilidades de prosperar cuando se de la situación c) reseñada en el mismo punto. La vía pragmática, c), afecta únicamente al gobernante, cuya prudencia política tendrá también que sopesar la fuerza social de la confesión «protegida».

Consideramos innecesario pormenorizar estas críticas dado que en los países occidentales nadie defiende hoy la confesionalidad obligatoria de la asignatura «Religión».

2. Crítica a la segunda alternativa, de bloqueo o abolicionista

Los argumentos de lege ferenda orientados a impedir («bloquear») la entrada de la religión en un plan de estudios, por medio de la asignatura de «Religión», o bien, a abolir dicha asignatura, si figuraba en el plan, en cuanto argumentos que actúan más o menos explícitamente en muchas corrientes de opinión pública, o en idearios de partidos políticos, son de muy diversa naturaleza, y, lo que es más significativo, incompatibles muchas veces entre sí. Los hemos agrupado en argumentos «piadosos» y en argumentos «impíos», o «progresistas». Lo que no excluye la posibilidad de que, en un momento dado, pudiera producirse una coalición, en un parlamento, entre representantes de los piadosos y representantes de los progresistas. No estaríamos ante un caso de coalición contra natura, sino simplemente ante un caso más de «solidaridad» de fuerzas opuestas entre sí, pero unidas en un «bloque histórico» contra los terceros que defendieran la necesidad de incluir la asignatura de «Religión» en el plan de estudios.

Ahora bien, las argumentaciones confesionales «piadosas» de los «vivencialistas», o de los «vitalistas sociales», parten de principios erróneos, sobre todo, de la consideración de la religión, en general, como asunto privado, reducible a sentimientos espirituales, a vivencias o experiencias religiosas subjetivas. Las concepciones subjetivistas o intimistas de la religión, en general, son antes deseos de algunos ideólogos, en forma de propuestas, que realidades psicológicas o sociales, capaces de suministrar una base no utópica para un parlamento democrático.

La religión, al menos si la consideramos desde la perspectiva del materialismo filosófico, no procede de fuentes subjetivas; y si es un sentimiento, lo será en tanto que éste es una «percepción oscura» de realidades objetivas (según la acepción, aún viva en español y en otros idiomas, que el término sentimiento cobra en expresiones tales como «he sentido el ruido de una puerta»). El sentimiento religioso, desde una perspectiva materialista, habrá de ser interpretado originariamente como una percepción oscura, pero no ya de la propia subjetividad (de su «finitud», de su «inseguridad», de sus «ansias de inmortalidad»), sino de alguna realidad numinosa que se hace presente, ya sea en la forma de un animal, ya sea en la forma de un demonio, o ulteriormente, de un dios personal. William James, en su obra clásica sobre Las variedades de la experiencia religiosa, subrayó ya en los sentimientos religiosos sus componentes de «sentimientos de realidad». Por ello, el «sentimiento religioso» no puede defenderse a partir de su intensidad psicológica («yo vivo muy profundamente el sentimiento de lo sagrado», puede decir tanto el místico cristiano como el director de una sesión de vudú), independientemente de las realidades que en él parezcan manifestarse. La intensidad del sentimiento que una persona de una sociedad europea pueda experimentar, como cristiana, no es menor que la intensidad del sentimiento del musulmán o sarraceno terrorista cuando se inmola haciendo detonar el cinturón de explosivos, ni es menor que el sentimiento de un practicante de vudú o de candomblé.

Estos sentimientos psicológicos subjetivos alcanzarían toda su fuerza argumental si fueran unánimes, cuanto a sus contenidos, en una sociedad dada; y esto es lo que ocurre en una sociedad, incluso si es democrática, cuando la inmensa mayoría de los ciudadanos experimenten sentimientos religiosos convergentes, cristianos, musulmanes o budistas. Pero cuando esto ocurre, la decisión de bloquear la asignatura de «Religión» en un plan de estudios, tampoco se apoya en el sentimiento íntimo, sino en la suma mayoritaria de estos sentimientos íntimos, suma que ya no es un sentimiento, ni actúa como sentimiento, sino que toma su fuerza de la ley de las mayorías, propia de las democracias procedimentales. Si la mayoría de un parlamento logra bloquear la asignatura «Religión», «en nombre de la espiritualidad de la vivencia religiosa», lo haría en virtud de su fuerza parlamentaria, que en principio nada añadirá a los sentimientos íntimos. A contrario: la verdadera crítica a la argumentaciones piadosas, basadas en la inefabilidad del sentimiento religioso, aparecen en los momentos en los cuales la confrontación pública de la diversidad de estos sentimientos sea notoria, de suerte que cada especie de sentimiento tenga suficiente peso social o político. Esta es justamente la situación que se produjo en Europa a raíz del incremento de la reforma protestante: sólo porque el número de calvinistas, o de anglicanos, llegó a alcanzar un poder suficiente de oposición al número de católicos, pudo comenzar el reconocimiento de la limitación del «argumento sentimentalista» y, con él, el desarrollo de la ideología política de la tolerancia religiosa (hemos desarrollado más ampliamente estas ideas den Panfleto contra la democracia realmente existente, antes citado).

En una sociedad «plural» –en lo que concierne a sentimientos religiosos– el argumento sentimental pierde la fuerza de argumento definitivo, y se reduce a subjetivismo cuasi infantil y folklórico, y sólo mantiene su eficacia a través de la confrontación social y política (no sentimental) con sentimientos de contenido distinto, aunque de igual o superior intensidad.

Lo que ocurrió en Europa en los siglos XVII, XVIII y XIX con el pluralismo de las iglesias cristianas, se incrementará en los siglos XX y XXI con el pluralismo de las confesiones religiosas determinado por la inmigración masiva de musulmanes (sobre todo) a los Estados históricamente cristianos.

Ahora bien: la ideología del pluralismo religioso lleva, como hemos dicho, sobre todo a las confesiones minoritarias en un país (como es el caso de los musulmanes en España) a posiciones favorables a la del bloqueo de la asignatura «Religión». Una confesión minoritaria, que se acoge a los principios de la democracia, sospechará siempre que la asignatura «Religión», incorporada por el Estado aconfesional (pero no anticonfesional) a un plan de estudios, será siempre ventajosa para la religión socialmente mayoritaria; y esto le llevará a impugnar tal asignatura, reivindicando la conveniencia de que en un Estado laico o aconfesional la religión pase a ser asunto de las iglesias, de las mezquitas, de las sinagogas o de las parroquias, y no asunto de aulas académicas. Se sabe también que cuando estas confesiones son mayoritarias en otros países, la asignatura «Religión» u otras semejantes comenzarán a ser defendidas como asignaturas obligatorias únicas, como ha ocurrido recientemente en Afganistán en la época del dominio de los talibanes.

No entramos aquí en el análisis de la génesis de esta ideología del sentimentalismo religioso, y de la concepción de la religión como asunto privado y no público en un estado laico o no confesional. Tan sólo subrayaré la confusión de ideas que reina en este terreno, sobre todo en lo relativo a la distinción entre los conceptos de lo privado y lo público, o de lo laico y lo confesional. Muchos equiparan lo público a lo estatal, y lo privado a lo individual (o bien, a la «sociedad civil»). Los sentimentalistas, partidarios del bloqueo de la asignatura «Religión», suelen hacerlo desde el supuesto de que la religión es privada, es decir, no pública-estatal; por eso los sentimentalistas convergen aquí con las confesiones (sociales, no individuales) que reivindican, no precisamente en nombre del sentimentalismo (sino del Islam, o del Antiguo Testamento) el control del cultivo, la cultura, o la educación religiosa. En las sociedades cristianas, el sentimentalismo religioso se extendió, a finales del siglo XIX y principios del XX, en los movimientos que León XIII definió como «modernistas», centrados en torno a la doctrina de la «inmanencia vital». Pero la tradición católica siempre mantuvo la concepción de la fe como efecto de la Gracia, que recae «desde lo alto», como gracia eficaz o suficiente, y a través de la tradición apostólica, en las conciencias individuales; una concepción absolutamente incompatible con el sentimentalismo de «modernistas» como Loisy o Laberthoniere.

La ambigüedad del término «laico» es también muy grande, dado su carácter negativo, como hemos dicho. «Laico» se utilizaba, en la tradición católica, para designar a los propios fieles cristianos que no pertenecían al orden sacerdotal, pero que formaban parte de la iglesia romana (el «laicado»). Pero después pasó a significar aquellos individuos que no pertenecen, no ya al orden sacerdotal de la iglesia, sino tampoco a la iglesia: de aquí la idea de un Estado laico, en el sentido de la Ilustración (escuelas públicas sin crucifijos, sin padrenuestros, sin sotanas, &c.), y este laicismo podrá tener el sentido negativo (moderado) de la mera abstracción, o bien el sentido positivo (radical) de la oposición a cualquier residuo religioso en las aulas. De este modo vemos cómo puede confundirse el concepto de un Estado no confesional con el concepto de un Estado anticonfesional –todos ellos Estados laicos–, es decir, de un Estado que toma una posición militante contra toda religión positiva, como fue el caso del Estado jacobino en el siglo XVIII, o del Estado soviético en el siglo XX.

La crítica filosófico política a las posiciones abolicionistas de quienes piden el bloqueo de la asignatura religión desde perspectivas confesionales partidistas, está ejercida por la realidad de un Estado no confesional que reconoce la legalidad de confesiones diversas. La crítica a una asignatura confesionalmente orientada de modo exclusivista (como puedo ser la asignatura «Religión» tal como se la concebía durante el régimen de Franco) se lleva a cabo únicamente por el peso creciente de otras confesiones, apoyadas por el contexto internacional.

La crítica a las posiciones abolicionistas de quienes piden el bloqueo de la asignatura «Religión» desde posiciones confesionales minoritarias se ejercerá por los representantes de un electorado mayoritariamente católico (o musulmán, en su caso) que plantará cara, con las medidas de presión a su alcance, a la estrategia oportunista de unas confesiones religiosas que estarían dispuestas a defender el confesionalismo obligatorio de su propia religión si llegasen a controlar el gobierno.

La crítica al abolicionismo de la asignatura «Religión» por motivos «progresistas» la apoyamos en los motivos generales por los que hay que criticar cualquier proyecto utópico, cuando las circunstancias, en el horizonte de una sociedad democrática, permitan juzgarlo de este modo. Supuestas tales circunstancias sería irracional (contraproducente) proclamar los fundamentos racionalistas del abolicionismo en una sociedad que, como la española de 2004, cree en Dios (en un 72%), en un Dios luminoso y radiante (en un 55%), dotado además de rostro humano (en un 53%); de una sociedad que, como la española, tiene un 36% de ciudadanos (con derecho a voto democrático, y que por tanto forman parte del «pueblo») que creen que los ángeles tienen alas, y que en un 45% cree en «el cielo, como lugar en el que nos reconoceremos los unos a los otros». Una sociedad, la española de 2004, con instituciones tan arraigadas como las que corresponden con los llamados «ritos de paso», controlados por la iglesia católica (bautismo, primera comunión, boda, entierro) –ritos de paso practicados mayoritariamente por obreros sindicados y por burgueses sin sindicar–; sin olvidar instituciones tales como las procesiones de Semana Santa o el ya institucionalizado ofrecimiento de la copa de fútbol, por parte de los victoriosos de la liga, bien sea a la Virgen del Pilar, a la Virgen de Montserrat, a la Virgen de la Almudena, a la Virgen de Covadonga o a la Virgen de los Desamparados.

Es evidente que no podrán esperarse resultados democráticos de una sociedad mayoritariamente católica en propuestas que vayan en contra de los intereses de la religión católica. La mayoría católica de una sociedad democrática, aunque esté gobernada por agnósticos íntimos (o creyentes vergonzantes), como parece ser el caso de muchos dirigentes del PSOE o de Izquierda Unida, habrá de reflejarse, de algún modo, en el tratamiento de la asignatura «Religión», de la misma manera que la mayoría protestante de una sociedad democrática, se verá reflejada también directa o indirectamente en la política de su gobierno. Las soluciones intermedias (abolición de la obligatoriedad pero reconocimiento de la asignatura con carácter voluntario); procedimientos de evaluación o de horarios capaces de ejercer efectos disuasorios; alternativas con otras asignaturas como «Etica» o «Deportes», reflejan también el peso relativo, en la sociedad política, del contrapeso de las confesiones correspondientes. En cualquier caso, cabe levantar críticas de principio, desde un punto de vista filosófico, a los planes que proponen alternativas a la asignatura voluntaria «Religión» tales como la asignatura de «Etica», puesto que esta alternativa parece poner de manifiesto las ideas que el legislador tiene relativas a la ética y a la religión, ideas que no podrían ser ratificadas, desde luego, por una filosofía materialista. La alternativa –en rigor, prácticamente disyuntiva– religión/ética, sugiere que el legislador, o bien mantiene, sin necesidad de saberlo, una idea kantiana de la religión (de la reducción de la religión a ética), o bien priva de la ética a los alumnos que optan por la religión; lo que a su vez sólo podría justificarse si el legislador supone gratuitamente que la asignatura «Religión» puede suplir los fines de la ética, y no recíprocamente.

3. Crítica a la tercera alternativa, al neutralismo

El neutralismo busca una posición intermedia y neutral entre el abolicionismo y el implantacionismo de la asignatura «Religión». El neutralismo considera absurda la defensa, en un Estado aconfesional, de las posiciones implantacionistas; pero también considera injustificadas las posiciones abolicionistas, en tanto estas pretenden ignorar, en los planes de estudio, la realidad de las religiones positivas o, como se dice, buscando expresiones positivistas objetivistas, el «hecho religioso». Por tanto, el neutralismo tiende a reconocer la necesidad o conveniencia de una asignatura «Religión» pero sin que al mismo tiempo pueda ser acusado el plan de estudios de sectario.

La dificultad del neutralismo reside en la indefinición constitutiva de los procedimientos a los que él pueda acogerse, y de los inconvenientes que surgen cuando esa indefinición pretende ser despejada.

Dos son las principales vías para definir los procedimientos o vías del neutralismo. Una es la vía positiva y ecléctica, de la aceptación conjunta de las diferentes confesiones, de la que ya hemos hablado; otra es la vía reductiva, la vía de la reducción de las religiones específicas a sus materiales genéricos, a sus contenidos culturales.

La vía positiva, transitada de un modo más o menos explícito o tímido, consiste en abrir la signatura «Religión» a todas las confesiones con las cuales el Estado tenga suscritos convenios. Lo ideal sería, desde una perspectiva irenista plena, no contentarse con las confesiones católicas, protestantes, musulmanas o judías, sino también incorporar a los raelianos, testigos de jehová, adventistas, palmarianos, harekrisnas, jainistas, ortodoxos, satanistas, budistas, niños de dios, hinduístas, confucianos y hasta practicantes del vudú, de la cienciología o del espiritismo. No sería necesario que estas confesiones o sectas (no destructivas) tuvieran representación social significativa. Aunque en las ciudades españoles no existieran organizaciones adventistas, coptas, budistas..., ¿por qué los colegios o institutos de un «Estado abierto» no podrían ofrecer la oportunidad a las «mentes inquietas y curiosas de los alumnos» de que a través de la asignatura «Religión» un pastor anglicano, un brahmán, un pope ruso, un chamán, un raeliano o un palmariano de la Santa Faz pudieran dar cursos simultáneos de religión, a fin de «enriquecer» a los alumnos con las espiritualidades respectivas?

La mera enumeración de estas posibilidades es, por la extravagancia que envuelve, la mejor y aún única crítica a esta forma de neutralismo positivo; crítica por su inviabilidad práctica y por su necesaria incoherencia (¿por qué ser neutral entre cristianos, judíos y sarracenos, excluyendo a budistas, jainistas o teósofos?). Será preciso seleccionar, restringir las opciones; pero ello violaría el principio de neutralidad. ¿Por qué dar paso a un profesor sarraceno y no a un profesor testigo de Jehová? ¿Por qué dar paso a un profesor católico y no a un maestro de budismo zen?

Pero, sobre todo, la vía del eclecticismo que quiere abrirse «a la realidad del hecho religioso» no podría olvidar que, entre los componentes más características de muchas religiones y aún de las más importantes hay que contar a las relaciones polémicas que estas religiones mantienen con las otras, y sobre todo con algunas determinadas. El judaísmo considera blasfemo al cristianismo, ante todo por su dogma fundamental, el dogma de la Encarnación de la Segunda Persona en el hijo de María; algo similar ocurre con los mahometanos (que llamaron siempre politeístas a los cristianos, por su dogma de la Trinidad), y a su vez los cristianos consideran al islam como una herejía suya. ¿Y cómo olvidar los conflictos entre luteranos, calvinistas y papistas? Los conceptos de heterodoxia, blasfemia, profanación, y los procedimientos de excomunión o de condenación, son todos ellos categorías religiosas; de forma que una asignatura en la que los propios creyentes expresen sus puntos de vista (más o menos atemperados por un irenismo imposible, si lo positivo de la religión se mantiene), la asignatura de «Religión» se convertiría en una plataforma académica en la que se reproducirían las condenaciones, excomuniones, blasfemia o herejías que han tenido lugar a lo largo de los siglos. Un profesor católico de religión católica no puede ocultar a sus alumnos que sus dogmas fundamentales (Encarnación, Eucaristía, &c.) están en contradicción con el islamismo o con el judaísmo; recíprocamente un profesor sarraceno de religión mahometana no puede ocultar a sus alumnos el carácter politeísta del cristianismo, por su dogma de la Trinidad, y la condición blasfema del mismo al considerar a un hombre como si fuera Dios mismo, &c. Dice el Ministro socialista del Interior que es necesario mantener el «control de toda actividad religiosa del culto que sea» y, en particular, que no puede admitirse que en las mezquitas erigidas en España se haga propaganda política, incluso terrorista fuera de los límites estrictamente religiosos a los que ha de atenerse la predicación de los imanes. Pero ¿quién establece esos límites? ¿Ignora el señor Ministro que el islamismo se caracteriza por incorporar la política a su propia religión? Si algunos musulmanes tienden a interpretar su religión en sentido pacifista ¿quién impedirá que otros grupos musulmanes, asentados en España y pensando en la mezquita de Córdoba, recuerden algunos versículos del Corán, como el 187 del capítulo II: «Matad a vuestros enemigos donde quiera que los encontréis; arrojadles de los lugares de donde ellos os arrojaron antes. El peligro de cambiar de religión es peor que el del crimen»?

En cuanto a la vía reductiva de la asignatura «Religión» a una asignatura titulada «Cultura religiosa», hay que decir que las dificultades son todavía mayores, a pesar de la creciente tendencia a considerar a las religiones como una simple categoría de ese «todo complejo» que Tylor designó como Cultura. No se trata de discutir las conexiones entre la religión y otras categorías culturales, aunque las diferencias entre religiones son aquí abismales. Las religiones cristianas tienen aquí la gran ventaja de haber incorporado a su historia las obras más sobresalientes de la Arquitectura, de la Escultura, de la Música o del Teatro. ¿Dónde encontrar algún homólogo de Vitoria, de Cabezón o de Bach en las mezquitas? ¿Dónde encontrar en las mezquitas algún homólogo de Ribera, de Goya o de Salcillo? Imposible, por su iconoclastia.

Pero, en cualquier caso, estos contenidos culturales involucrados en la religión tampoco justifican una asignatura específica de «Religión», porque podrían ser distribuidos «transversalmente» en otras asignaturas (en Historia de la música se hablará de Vitoria o de Bach, en Historia de las artes plásticas se hablará del Cristo de Velázquez o del Apostolado de Salcillo; en Historia de la filosofía se hablará de los Santos Padres o de los sufíes; en Historia política y social se hablará de la destrucción del Templo de Jerusalén por Tito o de la entrada de Mahoma en La Meca).

Una Historia comparada de las religiones, como contenido neutro de la asignatura «Religión», entraña también grandes dificultades, derivadas de la necesidad de selección y del enfoque, que no pueden ser neutrales. Muy distinta será la comparación de las religiones hecha por un católico, por un luterano o por un mahometano; y no porque la comparación la haga un racionalista impío se conseguiría la neutralidad: «El que no está conmigo está contra mí.»

El fondo de la cuestión, desde una perspectiva filosófica, habría que ponerlo en la pretensión de reducir, desde una perspectiva de neutralización, la religión a una forma de cultura. Porque la reducción de la Religión a Cultura puede ser llevada a cabo, desde un punto de vista etic, que prescinda precisamente de la creencia viva, de la Fe; pero un creyente no puede reducir su religión a una forma de cultura, sencillamente porque el Reino de la Gracia, desde la perspectiva del creyente «agraciado», está por encima del Reino de la Cultura, que se constituye precisamente por la secularización de aquél (remitimos al nuestro libro El mito de la cultura).

Otra cosa es que la reducción de la religión a cultura (a la condición de «hecho cultural») interese mucho a las confesiones minoritarias de los inmigrantes, que, a través de los valores culturales, reivindican derechos (indumentos, rituales, templos, fiestas) que difícilmente podrían alcanzar cuando se encuentran en estados laicos o de confesiones mayoritarias diferentes. La fraseología, tan utilizada hoy, del «enriquecimiento» que implica el estudio atento de la asignatura «Religión», tiene mucho que ver con la reducción de la religión a la cultura, cuyo estudio y participación también suele considerarse como un «enriquecimiento espiritual», por quienes dan por supuesto que la participación «en la cultura» constituye por sí misma un enriquecimiento. Pero, ¿acaso no ha de considerarse también como un empobrecimiento que nos remite a épocas medievales o bárbaras, o infantiles, la participación «vivida» en formas de cultura medievales, o bárbaras o infantiles, como pudieran serlo los rituales mitraicos o los aquelarres?

El concepto de «hecho cultural» no consigue, por tanto, la neutralidad que pretende mediante la utilización de estas fórmulas positivistas, porque los hechos culturales, como hemos dicho, son siempre hechos normativos y, por consiguiente, al tratarlos, o bien aceptamos sus normas, o bien las impugnamos, o bien nos mantenemos al margen de ellas y las destruimos, o bien nos oponemos a ellas explícitamente. La condición de «hecho cultural» no justifica, en todo caso, la conservación y cultivo de sus contenidos, como parecen creer quienes ven en el repliegue «hacia la cultura» la tabla de salvación de una asignatura de «Religión» que sea compatible con una confesión determinada. La institución de la esclavitud es un hecho cultural, como pueda serlo el candomblé, la cliteroctomía o las luchas de gladiadores del circo romano, o la doctrina de los cuatro elementos, o la del geocentrismo. En cuanto «hechos culturales» será preciso estudiarlos, pero sin que ello signifique que haya que mantenerlos preservados, «por respeto a ellos», de una crítica demoledora. Sin duda es necesario incluir en los programas de bachillerato, sea en la asignatura «Religión», o en las asignaturas de «Historia del Arte» o de «Historia de la Filosofía» el estudio de muchos materiales de las religiones positivas, pero esto no significa que deba orientarse este estudio del modo más crítico y clasificador posible.

4. Crítica a la cuarta alternativa, del racionalismo ilustrado o impío

Hemos distinguido dos orientaciones posibles de este racionalismo ilustrado, a las que corresponden corrientes de opinión, sociales o incluso políticas bien diferenciadas en los siglos XIX y XX: una orientación espiritualista (deísta) del racionalismo ilustrado y su orientación materialista (atea). Ambas orientaciones tienen de común su «racionalismo ilustrado», es decir, su distanciamiento de toda religión positiva o revelada, aunque aquí caben grados: desde un agnosticismo radical, que se opone al agnosticismo positivo mantenido por Th. Huxley, y el agnosticismo positivo o tolerante que incluso simpatiza, al modo de los modernistas descritos por el papa León XIII en la Pascendi. (Presuponemos la distinción –que puede verse más ampliamente expuesta en el Diccionario filosófico de Pelayo García Sierra, s.v. «Agnosticismo»– entre el agnosticismo positivo, que va referido a las dogmáticas y rituales de las religiones gnósticas positivas, y el agnosticismo metafísico, que va referido a la cuestión teológica de la existencia de Dios.)

a) La orientación espiritualista del racionalismo ilustrado comprende a su vez dos versiones muy distintas: desemboca, en su versión más radical, en la doctrina de la religión natural, entendida como la religión que ha logrado desprenderse de las superestructuras o supersticiones creadas por los intereses sacerdotales y políticos y cristalizadas en las dogmáticas y rituales de las religiones positivas (es la línea de Voltaire o de Volney); pero otras versiones menos radicales tienden a recuperar todo cuanto les sea posible de las religiones positivas, reinterpretándolas según sus principios, y partiendo del supuesto de la «identidad del mensaje» de todas las religiones positivas como manifestaciones de un mismo sentimiento religioso «escrito en el corazón de los hombres honrados», como decía el vicario saboyano del Emilio de Rousseau.

Lessing, en Natham el sabio, ofreció la fórmula general en su famosa alegoría de los tres anillos de oro que el padre habría dado a sus hijos, como prenda de su sucesión: los anillos simbolizaban al judaísmo, al cristianismo y al islamismo. Lo que quería decir Lessing es que estas tres religiones positivas son, en el fondo, la misma «Religión natural». En consecuencia, si se mantuviera el criterio, la asignatura «Religión» quedaría bien respaldada, como asignatura obligatoria, dada la importancia que se le atribuye, no sólo desde el punto de vista ético (sino también espiritual y político), siempre que a esta asignatura se le dieran los contenidos no confesionales pertinentes.

La crítica al proyecto, en un Estado aconfesional, de una asignatura «Religión» entendida como «Religión natural», dentro de los límites del más estricto humanismo (al modo kantiano), no sólo habría que fundarla en la crítica filosófica a la misma doctrina de la religión natural, sino también a la crítica política, relativa a su viabilidad.

Ya la propuesta «conciliatoria» de Lessing fue rechazada por las confesiones afectadas, que veían en ella un desprecio de lo que cada una tenía que considerar como sus valores más preciados: sus dogmáticas, sus sacramentos, sus rituales, su organización eclesiástica. El irenismo ecuménico que en nuestros días se predica por parte de algunos grupos religiosos no deja de ser un experimento utópico fundado acaso en la solidaridad de los adalides de las «religiones superiores» frente al ateísmo y la irreligiosidad en ascenso, sobre todo en la época de la Guerra Fría. Pero esta solidaridad irenista («¡sacerdotes de todos los países, uníos!») no garantiza la irreductible incompatibilidad de las religiones positivas entre sí, siempre que se mantenga la fe en las creencias respectivas, y no se consideren éstas (con Lessing) como meros símbolos de un fondo de religión natural.

Y la situación se agrava cuando la «religión natural» es incrementada («enriquecida») con doctrinas y creencias positivas que desbordan el estricto horizonte humanista, y que van referidas a un «reino de las almas» o de los espíritus (un reino praeterhumano, por tanto); porque en este supuesto, las distancias entre las religiones positivas históricas se agrandarán, hasta el extremo del antignosticismo. En efecto, estaríamos ahora en el caso del proyecto de entender la asignatura «Religión» al modo como pudieran entenderla las asociaciones espiritistas del siglo XIX, que tanta influencia tuvieron en el krausismo español, inspirador de tantas corrientes de la social democracia. Y no hay que olvidarse que el aparente psicologismo en la interpretación de los fenómenos religiosos, tal como fue expuesto en la obra sobre la religión, ya citada, de William James, y cuya influencia puede medirse por la universalidad que ha alcanzado el término «experiencia» aplicado a los materiales religiosos, enmascaraba, en realidad, una doctrina espiritista (en la Cuestión VII, «Espiritismo y Religión», de Cuestiones cuodlibetales, ofrecimos un análisis, en este sentido, de la obra de James, Las variedades de la experiencia religiosa).

b) Poco diremos sobre la orientación, ya claramente antignóstica, del materialismo, que considerando a las religiones positivas y aún a la propia religión natural («el deísmo es un ateísmo cortés») como momentos de un estadio evolutivo y social de las culturas humanas que habrá de ser superado, propugna la conveniencia de una asignatura «Religión» cuyo contenido fuera precisamente el de la crítica y demolición de las religiones positivas, a fin de lograr una educación racional de los ciudadanos del futuro, para hacerlos salir del empobrecimiento al que les lleva el simple «respeto» a las religiones positivas. En realidad, esta interpretación de la asignatura «Religión» viene a equivaler a la propuesta de una sustitución de las religiones positivas y naturales, y de su enseñanza, por la de una «Filosofía de la religión», desarrollada necesariamente desde perspectivas materialistas y ateas. Una filosofía esencialmente crítica (= clasificadora) que, por ejemplo, no tiene por qué concebirse como orientada a «descalificar» ahistóricamente y globalmente a todas las religiones positivas como meras supersticiones indignas, o mitos infantiles promovidos por «grupos pequeñísimos de sacerdotes y gobernantes» para mantener sometidos a los pueblos mediante la mentira política. La crítica materialista y atea de las religiones positivas tendrá también que determinar qué componentes o funciones de los dogma o rituales calificados de míticos puedan hoy considerarse más arcaicos, y cuáles puedan haber contribuido, en la dialéctica del proceso histórico y social, a la conformación de esto que llamamos «logos»; pongamos por caso, hasta qué punto el dogma judeocristiano de la creación del Mundo, o el dogma católico de la Eucaristía, pueden ponerse en el origen mismo de la ciencia moderna, que se desarrolló en el ámbito de las sociedades cristianas europeas (en contraposición de lo que ocurrió con el islam, cuyo necesarismo teológico se interpreta muchas veces como un obstáculo invencible para el desarrollo de una ciencia y tecnología operatorias, una vez agotados los modelos grecorromanos desde los cuales los mahometanos se beneficiaron hasta el siglo XII en el que Averroes fue obligado a enmudecer por las propias autoridades sarracenas).

Esta cuarta alternativa, al enfrentarse con los valores artísticos, culturales, &c., que puedan encontrarse en las religiones positivas, tendrá que proponerse como objetivo el de la disociación o depuración de estos valores respecto de las placentas religiosas en las que maduraron; tendrán que hacer ver, por ejemplo, cómo el valor musical de la misa en sí menor de Juan Sebastián Bach, es independiente de sus componentes religiosos.

Esta es mi historia, TVE1, 21 de abril de 2004, debate sobre la asignatura de religión

III
Correspondencia de las alternativas expuestas con diversas alternativas políticas

Tendría sin duda un gran interés explicitar las correspondencias de las cuatro alternativas expuestas ante la asignatura «Religión» con las alternativas (partidos políticos, corrientes, &c.) que pudieran establecerse, según alguna clasificación de referencia. Por nuestra parte nos atendríamos a la clasificación expuesta en El mito de la Izquierda (Ediciones B, Barcelona 2003), en la cual clasificación figura por un lado una derecha global, vinculada al antiguo régimen, en la tradición europea, o a las sociedades teocráticas del presente musulmán, principalmente; y, por otro lado, seis géneros o generaciones de izquierda política definida: la «jacobina», la «liberal», la «anarquista», la «socialdemócrata», la «comunista» y la «asiática».

Sin embargo, por motivos de espacio y de tiempo, no es posible, en esta ocasión, llevar a cabo una tal confrontación. Lo que sigue es sólo un esbozo, y muy parcial (referido únicamente, y muy por encima, a la historia de la legislación española relativa a la asignatura «Religión») de este proyecto, que requiere investigaciones más cuidadosas, no sólo en el ámbito de la legislación española, sino también en el de la francesa, alemana, italiana, &c.

Las líneas que siguen están propuestas únicamente a título de sugerencias en función de investigaciones ulteriores (investigaciones que, con toda probabilidad, quedan fuera de mi alcance).

(1) La primera «línea de investigación» podría ir orientada hacia la determinación de correspondencias entre el implantacionismo de la asignatura «Religión», en sentido confesional, como materia básica obligatoria y no marginal, y las corrientes políticas encuadradas de algún modo, en el marco de la derecha, en su sentido más estricto, el de la política del Antiguo Régimen, Trono y Altar, de la tradición europea. También, en el presente, la política de las sociedades teocráticas, principalmente las sociedades islámicas; sociedades que sin perjuicio de sus eventuales tendencias «socialistas o comunistas», difícilmente podrían ser consideradas de izquierdas, precisamente por su confesionalismo y comunismo «frailuno» (sea o no fundamentalista), y a pesar de sus alianzas estratégicas con algunos partidos de izquierda que pudieran coyunturalmente, como en los tiempos del diálogo cristianismo marxismo, sentirse solidarios con ellas, en la lucha política contra la derecha o contra otros géneros de la izquierda.

La correspondencia entre implantacionismo y derecha no necesita mayores explicaciones (aunque sí análisis detallados de métodos y circunstancias). Necesitaría explicación la ausencia o la debilidad del implantacionismo en regímenes de derecha o vinculados al Antiguo Régimen, y más aún, la presencia del implantacionismo en regímenes que ya no se consideraron como formas del Antiguo Régimen, y que incluso se presentan como regímenes de izquierda, especialmente del género socialdemócrata (como es el caso de España durante el gobierno del PSOE desde 1982 a 1996). Probablemente no es suficiente atribuir únicamente las opciones implantacionistas, más o menos tibias, asumidas por los gobiernos del PSOE en España, a motivos pragmáticos, «electoralistas» («París bien vale una misa»), relacionados con el reconocimiento de la composición social de la España actual, cuyo electorado, aunque suele declararse no practicante, en altos porcentajes, entiende este concepto principalmente como «no ir a misa, ni confesarse, ni comulgar», pero siguiendo siendo practicante de hecho, masivamente en Andalucía –con mayoría permanente del PSOE–, con su participación entusiasta en las procesiones de Semana Santa o en la romería de la Virgen del Rocío, y en el resto de España a propósito de los ritos de paso de los que ya hemos hablado. También ha de tener algo que ver en esta «anomalía» la circunstancia de que un gran número de militantes y dirigentes del PSOE y de Izquierda Unida procedan de los tiempos del diálogo marxismo cristianismo; muchos dirigentes de estos partidos han sido o siguen siendo clérigos católicos reconvertidos y, en consecuencia, afectos a alguna forma de implantacionismo.

Los gobiernos del siglo XIX, durante el reinado de Isabel II, ya fueran conservadores o progresistas, se atuvieron a Constituciones de confesión católica. No por ello podrían ser consideradas como meras versiones del Antiguo Régimen, porque la monarquía era constitucional. Sin embargo, es evidente que mantenían importantes herencias, dada la masiva implantación social de la iglesia católica en España. No es de extrañar que, ya avanzado el siglo, por ejemplo, en el Plan de Estudios de 17 de septiembre de 1845 (siendo ministro don Pedro José Pidal), figuran como asignatura de segundo curso de los estudios de segunda enseñanza, unos Principios de moral y religión, asignatura que se mantendrá en el plan de estudios de 8 de julio de 1847 (ministro don Nicomedes Pastor Díaz), y aumenta en el plan del 14 de agosto de 1849 (de Bravo Murillo), que implanta la asignatura Religión y moral en los cuatro primeros cursos. La «Ley Moyano» (23 de septiembre de 1857) reduce la asignatura al tercer curso, en la forma de Historia Sagrada, explicación del catecismo y moral cristiana, que se mantendrá, trasladada al primer curso, en el Plan del Marqués de Corvera, Ministro de Fomento, del 21 de agosto de 1861. El plan Orovio (9 de octubre de 1866) añade consideraciones interesantes en sus preámbulos y exposiciones. Por ejemplo, en el artículo 10 del «Reglamento de segunda enseñanza» leemos: «...se formará una Junta inspectora que vigile con el mayor esmero sobre la educación literaria y enseñanza religiosa de los jóvenes. Esta Junta la compondrán el párroco, el alcalde y un padre de familia. (...) En las capitales de provincia estas casas de estudio [los Institutos] serán inspeccionados por el director del Instituto y el delegado eclesiástico del ordinario diocesano en la Junta de Instrucción Pública.» En las disposiciones relativas al «segundo período de la enseñanza» leemos: «Los alumnos de los tres años del segundo período de la segunda enseñanza asistirán los lunes y los viernes, a la hora que el director señale, a una conferencia o explicación de Historia sagrada y exposición de la doctrina cristiana, en lo cual se invertirá una hora».

Durante los gobiernos de la Restauración, tras el «sexenio revolucionario», la asignatura «Religión» también se recupera con justificaciones interesantes que se apoyan más que en los específicos contenidos dogmáticos de la Iglesia católica, en consideraciones culturales y espirituales (en las que cabe ver ecos terminológicos de las filosofías idealistas y evolucionistas de cuño hegeliano o krausista). Por ejemplo, en el plan de estudios del 13 de septiembre de 1898, siendo Ministro de Fomento don Germán Gamazo, se afirma en la Exposición: «La asignatura Religión, existente en no pocos de nuestros antiguos planes y recientemente restablecida después de amplia discusión en el Parlamento, debe sostenerse sin vacilación alguna, por responder a una de las fases, la más elevada de todas, de la cultura del espíritu; su desaparición dejarían sin base los estudios filosóficos y morales y el hecho de mantenerla en sus programas países como Austria, Alemania, Suecia, Noruega, Rusia, Suiza e Inglaterra [países protestantes u ortodoxos], cuya superior ilustración nadie osará poner en tela de juicio, debe servir de saludable ejemplo, si para su sostenimiento necesitara la asignatura de Religión de otros argumentos que los nacidos de su innegable importancia intrínseca y de su positiva acción educadora.»

El plan de estudios de 20 de julio de 1900, siendo Ministro de Instrucción Pública don Antonio García Alix, es más directo y expeditivo: «En un Estado católico como el nuestro, y en un plan de enseñanza oficial, tiene que figurar la religión: prácticas, doctrinas o cátedras de Religión que cursarán obligatoriamente los alumnos de los cuatro primeros años (...). Después de traer de las escuelas de instrucción primaria bien conocido el texto del Catecismo, como habrá de demostrarse en el Examen de Ingreso, el profesor de Religión, verdadero director espiritual de los jóvenes alumnos, no sólo dará sus pláticas de ampliación, sino que les interrogará cuanto guste, y éstos quedarán sometidos a una prueba final en que se certifique su aptitud, y sin cuya aprobación no podrán aspirar a obtener sus títulos de Bachiller.»

El plan Romanones (17 de agosto de 1901) crea, en su artículo 14, el «Cuerpo de Capellanes de Instituto, del cual formarán parte los actuales profesores de Religión de los Institutos y de las Escuelas Normales, por orden de rigurosa antigüedad. Dichos capellanes explicarán las cátedras de Religión, Historia sagrada e Historia de la Religión».

El célebre plan del tres (6 de septiembre de 1903), siendo Ministro de Instrucción Pública don Gabino Bugallal, prescribe la asignatura «Religión» en los tres primeros años (dos horas semanales en primero y en segundo; una hora semanal en tercero). Durante la dictadura de Primo de Rivera el plan Callejo (21 de agosto de 1926) mantiene como obligatoria la asignatura «Religión», si bien reduciéndola a los dos primeros cursos. Y tras el «sexenio segundo republicano», la asignatura «Religión» volverá a alcanzar su más consolidada presencia oficial, en plena Guerra Civil y en la «España rebelde», a partir del plan de estudios de 20 de septiembre de 1938, siendo Ministro de Educación Nacional don Pedro Sáinz Rodríguez: la asignatura «Religión» figurará en los siete cursos del bachillerato, con tres horas semanales. Es del mayor interés constatar, sin embargo, que la justificación de la asignatura «Religión» que el preámbulo de esa ley ofrece, avanzando mucho más allá de las justificaciones «culturales espirituales» que apuntaba, entre otras, la ley Gamazo de 1898, se asienta ya en motivos, no ya formalmente dogmáticos o específicamente religioso vivenciales, sino explícitamente en fundamentos histórico culturales y políticos (huyendo, al parecer, de los fundamentos espirituales culturales al modo hegeliano o krausista); y sólo a su través se «recupera» la «Religión» como asignatura:

«Consecuentemente, la formación clásica y humanista ha de ser acompañada por un contenido eminentemente católico y patriótico [diríamos por nuestra parte: ¡por Dios hacia el Imperio!]. El catolicismo es la médula de la Historia de España. Por eso [subrayado nuestro] es imprescindible una sólida instrucción religiosa que comprenda desde el catecismo, el evangelio y la moral, hasta la liturgia, la historia de la iglesia y una adecuada apologética...»

El plan de estudios de Ruiz Giménez (12 de julio de 1953) mantuvo la misma tónica: asignatura «Religión» en los seis primeros cursos de bachillerato y, de un modo u otro, en el curso preuniversitario (por ejemplo, en el curso 1959-60, como «Historia de los concilios ecuménicos»).

Ninguna anomalía puede advertirse en la correspondencia entre el implantacionismo extremado de la asignatura «Religión» y el régimen político del franquismo en su aspecto de nacional catolicismo, cuya fachada, al menos, hacía recordar tantas veces al Antiguo Régimen del Trono (aún con sede vacante) y del Altar.

Sí cabe considerar. en principio, como más próxima a la anomalía, el tratamiento de la asignatura «Religión» en los planes de estudios de la democracia de 1978, por parte de los gobiernos socialistas progresistas (de la cuarta generación de la izquierda), por cuanto este tratamiento es mucho más moderado que el que le habían dado los gobiernos de la Segunda República. Esta «anomalía» se funda en la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo, que en su disposición adicional segunda reconoce que la enseñanza de la religión «ha de ajustarse a lo establecido en el Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales suscritos entre la Santa Sede y el Estado español». Un Acuerdo que no fue, en todo caso, denunciado por los gobiernos del PSOE. En consecuencia, el artículo 1 del Real Decreto de 14 de diciembre de 1994, establece que la enseñanza de la religión católica se impartirá en los centros docentes de segundo ciclo de educación infantil, educación primaria, educación secundaria obligatoria y bachillerato, tanto públicos como privados: será de oferta obligatoria para los centros y de carácter voluntario para los alumnos. El artículo 2 garantiza también el derecho a recibir enseñanza de otras confesiones religiosas, integradas en la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, Federaciones de Comunidades Israelitas de España y Comisión Islámica de España. De este modo llegamos a la paradoja de que un Estado aconfesional, gobernado por el PSOE, incorpora a sus planes de estudios como oferta obligatoria, no sólo a la religión de confesión mayoritaria, sino también a otras confesiones, a veces con presencia puramente testimonial. En el artículo 3 este Decreto prevé, para los alumnos que no hayan elegido «Religión», actividades complementarias de materia muy variada. Tras la victoria del PP en las elecciones del año 1996 y 2000 llegamos, año 2002, a la LOCE, hoy en cuarentena, tras las elecciones del 14 de marzo de 2004.

Cabría decir que los debates jurídicos que en estos meses de 2004 tienen lugar entre quienes buscan «recortar» la LOCE, para mantener el ideario izquierdista, o mantener y ampliar la LOGSE, se mueven dentro del más ambiguo eclecticismo teórico entre la alternativa (1), en retirada, y la alternativa (2), abolicionista, pero nunca en sentido radical, al parecer, por parte del nuevo gobierno. Sí en cambio, por parte de algunos portavoces de la Comisión islámica, cuyo abolicionismo es, como hemos dicho, puramente coyuntural y defensivo del peligro que ellos advierten de una asistencia mayoritaria del alumnado voluntario a las clases de religión católica.

(2) La política abolicionista de la asignatura «Religión» ha tenido muy pocas ocasiones de ejercerse de un modo claro en España. En todo caso, el impulso hacia una política abolicionista, ya sea radical ya sea moderada (por ejemplo, oferta obligatoria, voluntariedad en el alumnado) ha solido correr a cargo de la izquierda liberal republicana (a veces en coalición con la izquierda socialdemócrata). Durante el sexenio revolucionario, la reforma de quien fue gran maestre de la masonería española, Ruiz Zorrilla (21 de octubre de 1868), suprime la Facultad de Teología. «El Estado, a quien compete únicamente cumplir fines temporales de la vida, debe permanecer extraño a la enseñanza del dogma.» La asignatura «Religión» desaparece del plan de estudios, que introduce sin embargo la «Antropología», y curiosamente empareja la «Etica» no ya con la «Religión», sino con la «Biología» (artículo 3).

La Segunda República (reforma de Marcelino Domingo, de 17 de agosto de 1931) mantiene la «Religión», aboliendo su obligatoriedad (la asignatura «Religión» permanece como voluntaria a lo largo de los tres primeros años). En el plan Villalobos, de 29 de agosto de 1934, la asignatura «Religión» queda abolida.

(3) Las alternativas neutralistas –tendientes a eliminar la orientación confesional de la asignatura (ya tuviera esta orientación un signo monopolista, ya tuviera el signo de un pluralismo ecléctico, pero confesional al fin y al cabo)– han estado impulsadas, aunque muy ambiguamente, desde políticas de centro derecha o de centro izquierda. El proyecto de mantener una asignatura de religión a título de «asignatura cultural» y confesionalmente neutra (se suele dar por supuesto que la neutralidad está asegurada cuando se habla de «Historia de las Religiones comparadas», «Antropología de la Religión», «Sociología de la Religión» y hasta «Filosofía de la Religión») es impulsado, eventualmente, aunque de forma muy débil, por partidos de izquierdas (PSOE, IU) o por partidos confesionales (musulmanes y cristianos). Muy débilmente porque es un secreto a voces que la neutralidad en estas materias es prácticamente imposible de conseguir y que, según el profesor que las imparta, la neutralidad quedará siempre olvidada, en beneficio del enfoque (católico, evangelista, judío, musulmán o racionalista) que imprima a la asignatura el profesor. Omitimos mayores consideraciones que cualquier lector podrá hacer por su cuenta; consideraciones que, sin embargo, deberían mantenerse siempre en la perspectiva gnoseológica de la teoría de las ciencias humanas, para la cual es asunto fundamental la cuestión de la «libertad de valoración» y de su posibilidad.

(4) ¿Y qué correspondencias políticas podríamos asignar a la alternativa racionalista?

Ante todo, ¿cómo traducir esta alternativa racionalista en términos de contenidos de una asignatura?

A nuestro juicio los contenidos de esta asignatura deberían tomar de un modo u otro la forma de una «Filosofía de la Religión», antes que los de una «Historia de las Religiones», una «Antropología» o una «Historia cultural». Y no porque la Filosofía de la Religión, cuando no es mera apología de una religión determinada o de las religiones en general, pueda siempre desenvolverse al margen de la historia o de la antropología cultural, sino porque las utilizará, reinterpretando sus datos desde sus propias coordenadas.

También es cierto que, según lo que hemos expuesto a propósito de la alternativa (4), la asignatura «Filosofía de la Religión», cuando se mantiene a distancia de todo tipo de confesionalismo, podría orientarse en dos direcciones muy distintas y opuestas entre sí:

a) Ante todo, siguiendo una orientación humanista espiritualista, es decir, entendiendo la asignatura «Religión» como Religión natural, y tratando de reinterpretar su historia y sus componentes culturales como expresión de una religión natural (o de una ética, en sentido kantiano).

Esta orientación de la asignatura «Religión» (que dejaría en todo caso muy descontentos a católicos, musulmanes o calvinistas) no resultaría muy ajena a lo que podrían impulsar algunas corrientes liberales o socialdemócratas moderadas, de inspiración humanista o krausista. De hecho, mucho de aquello que impulsó la asignatura «Etica», tan bien amada por la socialdemocracia en los tiempos de Felipe González, tiene una inspiración humanista espiritualista muy próxima a la religión natural, al deísmo, o al agnosticismo positivo, al incluir en los programas temas tales como «el sentido de la vida», entendidos en los términos de la trascendencia existencial.

b) Es muy difícil en cambio encontrar correspondencias políticas, en España, a la concepción de la asignatura de «Religión» como una Filosofía de la Religión de signo materialista, y no sólo ateo sino antignóstico. Descartada, tras la caída de la Unión Soviética, la inspiración de los Partidos Comunistas, las posiciones más próximas a esta versión de la cuarta alternativa habría que buscarlas acaso en las corrientes radicales de una virtual «izquierda republicana», impregnada de racionalismo cientificista, pero con muy escasa organización política definida, y muy escasas posibilidades en un futuro inmediato.

Otro tanto habrá que decir de las posibilidades de orientar, en un plan de estudios, la asignatura «Religión» en el sentido del materialismo filosófico.

Final

Terminaremos desconfiando de quienes «ven muy claro» cuál debe ser el camino por el que pudiera orientarse una asignatura denominada «Religión», o de quienes «ven muy clara» la conveniencia de bloquear eficazmente cualquier camino. Estamos ante una cuestión de naturaleza práctica, entretejida por múltiples líneas ideológicas, filosóficas, políticas, confesionales, que no es fácil controlar. La elección de alguna de las alternativas habrá de confrontarse con las demás, y no sólo en abstracto, sino en cada circunstancia práctica, social y política; lo que oscurece necesariamente cualquier «evidencia» simplista.

Ni siquiera la primera alternativa, la implantacionista, puede ofrecerse con claridad deslumbradora al neutralista, o al racionalista, cuando se sitúa en una perspectiva práctica, cuando el neutralista o el racionalista están pendientes de las consecuencias no sólo de los principios de sus decisiones. Siempre habrá que sopesar hasta qué punto, cuando presuponemos, como materia de elección, la implantación de la religión católica, en lo que esta tenga, como se ha dicho, de recapitulación de las demás religiones positivas (y aún de la religión natural) –el catolicismo ha incorporado el Antiguo Testamento; el islamismo o el protestantismo son «secreciones» o herejías suyas; ni tampoco le faltan algunas gotas de budismo– no pueden ser más efectivos unos cursos bien llevados de religión católica que una ensalada de antropología, de sociología o de historia de las religiones, dada además la gran probabilidad de que quienes impartan estas disciplinas no sean demasiado competentes en las mismas; y si lo fueran, su erudición no se canalizaría fácilmente en la escala de la enseñanza media. Y habrá que tener en cuenta que los propios cursos de religión católica, desarrollados según el «método escolástico», ni siquiera constituyen un obstáculo para que el alumno pueda distanciarse, sin trauma alguno, de la misma religión. Por mi parte puedo asegurar, basándome en mi propia experiencia, que fue a través de los cursos de religión católica del bachillerato de un instituto público como me enteré de la existencia de Lucrecio, de Volney, de Voltaire o de Marx; por tanto me inclinaría a sugerir al victimario que dice experimentar terribles traumas ante este tipo de «experiencias escolares», que debiéramos atribuirlos antes a sus entendederas, o quizá a alguna osteoporosis de su cráneo, que a la asignatura misma de religión católica.

Y sobre todo, aún en el supuesto utópico de que pudieran alcanzarse en un plazo medio alguna situación para las alternativas tercera o cuarta, habrá que dudar de la disponibilidad de un cuerpo de profesores suficientemente preparados para poder ofrecer una materia consistente capaz de ser enfrentada a los debates que, no sólo desde el punto de vista de los apologetas de las diversas confesiones, sino también de los sociólogos, antropólogos o historiadores de las religiones, habrán de suscitarse.

 

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